«El equipo del que formaba parte aquella noche recorría las calles en el coche de Pierre-Antoine (un Renault cochambroso de baja cilindrada) y debía actuar en el centro de la ciudad. Jean-Noel iba al volante (era un conductor excelente, rápido y seguro), Ginette vigilaba, Gabriel y yo encalábamos. En este ámbito, (el del encalado) yo mismo era bastante intransigente, pero no era nada comparado con Gabriel, que a la inscripción mural más insignificante procuraba el mismo cuidado que podrían haber exigido los frescos de la Capilla Sixtina. Este perfeccionismo tenía la ventaja de que daba lugar a encalados irreprochables (y las masas eran siempre más sensibles a lo que se traducía de la aplicación y del dedo), y el inconveniente de retrasarnos. Era imposible apartar a Gabriel de su obra, pues siempre creía poder mejorarla. Acabábamos de terminar un trabajo especialmente cuidado, recubriendo con eslóganes de letras trazadas impecablemente, de un color rojo muy bonito, el ayuntamiento de M., cuando un coche patrulla de la policía nos interceptó». (Rolin 1996: 46-47)