http://dx.doi.org/10.12795/spal.2011.i20.08
Escacena Carrasco, J. L. y Amores Carredano, F. (2011): “Revestidos como Dios manda. El tesoro del Carambolo como ajuar de consagración”, Spal 20: 107-141. DOI: https://dx.doi.org/10.12795/spal.2011.i20.08
José Luis Escacena Carrasco
Universidad de Sevilla
Fernando Amores Carredano
Universidad de Sevilla
Resumen: A la luz de la nueva interpretación del yacimiento del Carambolo, el tesoro aparecido allí en 1958 puede ser interpretado como ajuar sagrado. Sus diferentes piezas se usarían como adorno para dos bóvidos y como vestimenta litúrgica del sacerdote encargado de ofrecerlos en sacrificio a los dioses.
Abstract: In the light of the new interpretation of the Carambolo site, the treasure that was discovered there in 1958 can be interpreted as an assemblage of sacred ornaments. The different pieces were used as adornments for two bovid and as liturgical dress for the priest in charge of their offering in sacrifice to the gods.
Palabras clave: Fenicios, templo, altar, toro, tesoro, liturgia, sacrificio, sacerdote
Key words: Phoenicians, altar, sanctuary, bull, treasure, liturgy, slaughter, priest
Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo, y, llegando a la casa, vieron al niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron, y, abriendo sus cofres, le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra.
(Mateo 2, 10-11)
El yacimiento arqueológico del Carambolo, en Camas (Sevilla), ha experimentado en los últimos años un importante cambio en su valoración histórica. Tenido de siempre por asentamiento tartésico (Carriazo 1970; 1973), a finales de los noventa del pasado siglo nuevos planteamientos teóricos y metodológicos vieron ya en él, por el contrario, un santuario fenicio fundado a la vez que la propia Sevilla (Belén y Escacena 1997: 109-114). Con las excavaciones recientes, realizadas entre 2002 y 2005, se ha podido verificar esta segunda hipótesis (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005a, 2005b, 2007; Rodríguez Azogue y Fernández Flores 2005). Por tanto, los vestigios rescatados en este yacimiento pueden ser leídos bajo el prisma de ese nuevo papel reconocido para el sitio, lo que afecta tanto a la documentación últimamente aportada como a todos los hallazgos anteriores. Así, podemos ver ahora objetos sagrados donde antes sólo percibíamos ricas alhajas de un rey.
Entre estos cambios puede incluirse nuestra propuesta funcional del tesoro que dio fama al lugar desde el mismo día de su hallazgo, hace ya más de cincuenta años. Si J. de M. Carriazo, quien primero lo estudió, percibió aquellas joyas como “un tesoro digno de Argantonio” (Carriazo 1958), hoy podemos sugerir que nos encontramos ante un ajuar litúrgico destinado por la comunidad fenicia a los sacrificios llevados a cabo en honor de sus principales dioses. El conjunto incluiría el atuendo sacerdotal más los atalajes de sendos bóvidos ofrecidos a Baal y a su compañera Astarté[1]. Esta idea fue expuesta ya por nosotros en un congreso celebrado en Sevilla en 2001, cuyas actas se publicaron dos años más tarde (Amores y Escacena 2003). Si hoy volvemos sobre ella es precisamente para matizar algunas de las afirmaciones contenidas en aquel trabajo y para reforzar sus conclusiones; sobre todo porque la nueva documentación con que hoy contamos permite robustecer aquella hipótesis, que entonces estaba conformada por bastantes ideas intuitivas y por no menos conjeturas.
Con ello, queremos contribuir a homenajear desde la revista Spal a quien fue uno de nuestros primeros profesores de arqueología en la Universidad de Sevilla y luego compañero en diversos trabajos de investigación. Por aquellos años en que M. Bendala se iniciaba en la docencia universitaria, el tesoro del Carambolo ejercía sin duda el papel de buque insignia de Tartessos, lugar preeminente que tal vez puede hoy desempeñar, en realidad, todo el yacimiento. Como discípulo del profesor Blanco Freijeiro, nuestro amigo M. Bendala vivió además muy de cerca, durante los años en que fuimos estudiantes en la Universidad de Sevilla, la gestación de trabajos tan relacionados con el Carambolo como el dedicado al nacimiento de la antigua Hispalis, donde se expresaron las primeras dudas acerca de que aquel promontorio de la cornisa oriental del Aljarafe albergara sólo un simple poblado de finales de la Edad del Bronce (Blanco 1979: 95-96). Poco antes, el primer excavador del yacimiento había dado a conocer el tesoro y los demás restos materiales con todo lujo de detalles y de fotografías en color, por entonces escasas en las publicaciones arqueológicas (Carriazo 1973). Entraremos en algunos pormenores recogidos en estas obras, porque la historia del Carambolo y de su tesoro es también, en realidad, el relato paralelo de los cambios mentales que los expertos han experimentado a lo largo de al menos cincuenta años, cuyo resultado ha sido ver cosas muy distintas con la misma documentación de siempre.
El 30 de Septiembre de 1958 apareció en el cerro del Carambolo, junto a la población de Camas, un grupo de joyas de oro que acaparó inmediatamente la atención de los arqueólogos y del resto de la sociedad. Para los investigadores, ese día Tartessos comenzó a pasar del mito a la historia, hasta el punto de que tal hallazgo se ha considerado un verdadero cambio de era en la historiografía protohistórica del sur de la Península Ibérica (Pellicer 1976: 235; Bendala 2000: 43-51). Asimismo, y después de los trabajos de campo llevados a cabo al poco de producirse este descubrimiento, la comunidad científica y social de la época asumió que en aquel cabezo se emplazó un poblado tartésico, perteneciente por tanto a los indígenas que los colonos fenicios habrían encontrado al aparecer por la zona del Guadalquivir inferior. Tal lectura de aquellos restos arqueológicos llegó pronto a convertirse en axioma, es decir, en algo no necesitado de demostración.
En torno a cincuenta años antes, G. Bonsor había propuesto una implantación de comunidades orientales agrícolas y ganaderas en algunos territorios de Andalucía occidental (Bonsor 1899), pero estas ideas habían perdido pujanza después de medio siglo de vida. Por el contrario, durante la segunda mitad del siglo XX ganaba adeptos a pasos agigantados el acuerdo académico de que las poblaciones siropalestinas que arribaron a Occidente se habrían limitado en el mediodía ibérico a poblar algunos puntos de la costa mediterránea y atlántica, y que sus fundaciones coloniales perseguían sólo servir de plataformas comerciales, tomando las referencias del mundo griego a los mercaderes fenicios como la única actividad económica destacable (Álvarez Martí-Aguilar y Ferrer 2009: 167). En el olvido de la tesis de Bonsor, que había dado un papel preponderante a la comunidad fenicia en la fundación de muchos enclaves del Hierro Antiguo bajoandaluces, pudo influir notablemente la confluencia de factores que, desde posiciones ideológicas, políticas y epistemológicas distintas, acabaron por reivindicar como lo genuinamente andaluz unas raíces prehistóricas casi eternas o permanentes, que habrían constituido las esencias patrias de lo hispano (Álvarez Martí-Aguilar 2005: 72-77; 2009: 81; 2010: 67). Hasta hace muy pocos años, esta visión se ha pavoneado sin rival por el panorama científico.
Algunos estudios contrarios a este análisis de la documentación arqueológica sostuvieron explicaciones más complejas sin menoscabo de su parsimonia, sobre todo al poner de manifiesto que esas mismas comunidades cananeas del primer milenio a.C. habrían estado necesitadas de bases en el interior del territorio tartésico, y esto aun si estas últimas hubiesen servido sólo para establecer una rentable trama de intercambios comerciales[2]. Añadido a esto, la expansión asiria sobre las ciudades-estado de la costa libanesa pudo haber generado migraciones hasta el poniente extremo del Mediterráneo; en cuyo caso podría contarse con un sector demográfico importante desplazado cuya economía estaría basada más en el sector rural que en el comercio (González Wagner y Alvar 1989; González Wagner 1993; 2005). Y, en cuanto al Carambolo y a su ámbito inmediato –la paleodesembocadura bética– la defensa más clara de una presencia oriental fue sostenida por F. Collantes de Terán cuando argumentó que Sevilla surgió como fundación fenicia en el punto de máxima penetración fluvial, Guadalquivir arriba, de la navegación marítima (fig. 1). Esta idea se ha fortalecido luego con base en el topónimo original de la ciudad (*Spal o Hispal), que muestra vínculos semitas total o parcialmente (Díaz Tejera 1982: 20; Lipinski 1984: 100; Correa 2000). Por lo demás, la relación entre el Carambolo y el nacimiento de Sevilla ha sido una constante historiográfica en la literatura especializada (Pellicer 1996: 92; 1997: 248); y esto ha ocurrido se tuvieran ambos sitios como tartésicos o como fenicios (Escacena 2010: 101-104).
El pensamiento más común vio al menos durante medio siglo en el Carambolo, en efecto, un poblado indígena surgido con antelación a la más vieja presencia fenicia en la zona. Aun así, las primeras excavaciones condujeron a Carriazo a proponer la posible existencia de elementos sagrados y hasta de una posible pira funeraria (Carriazo 1970: 58-59; 1973: 233-234). Sin embargo, a pesar de que la hipótesis de que el Carambolo pudo acoger un centro religioso comenzó pronto, se mantuvo casi siempre sin partidarios. Sólo A. Blanco Freijeiro ahondó algo en ella al reconocer de manera explícita la existencia de un templo en la corona del cerro. Para él, se trataría de un templo tartésico dentro de un asentamiento también tartésico (Blanco 1979: 95-96).
De forma paralela, pero sobre todo desde finales del siglo pasado, quienes intuyeron que todo el Carambolo pudo ser un santuario oriental, y nunca un asentamiento perteneciente a la comunidad autóctona, acumularon pruebas a favor de la nueva interpretación del yacimiento (Belén y Escacena 1997: 109-114; Izquierdo y Escacena 1998). En este contexto, la zona denominada “Carambolo Bajo” habría sido en su día, en realidad, básicamente un barrio de servicios originado al calor del templo. Por tanto, no estaríamos tanto en un poblado con su templo como en un templo con su poblado. Que esto no es un juego de palabras quedaría reforzado por la idea colateral de que el verdadero hábitat al que perteneció tan importante centro de culto fue la propia *Spal (Belén y Escacena 1997: 113-114; Escacena 2001: 92).
En esta trayectoria investigadora que negaba el carácter indígena del Carambolo había que ofrecer necesariamente una relectura funcional del conjunto de joyas que desde 1958 dio renombre al lugar. Y la respuesta vino de la mano de nuestro trabajo ya citado (Amores y Escacena 2003), cuyo núcleo principal estaba inspirado en una vieja intuición de uno de nosotros (F. Amores) en la que ambos veníamos trabajando desde 1982. Este año convivimos durante al menos una semana en Cádiz mientras se realizaban las excavaciones del Berrueco de Medina Sidonia, y desde entonces pudimos iniciar la larga tarea de recabar datos y argumentos a favor de la nueva idea. Es más, con el permiso de su autor ésta fue usada ya en 1992 para explicar el conjunto áureo al exponerse las piezas originales del mismo con motivo de la Exposición Universal de Sevilla de 1992 (Caballos y Escacena 1992: 66). Para esta otra lectura, el tesoro dejaba de ser lujoso atuendo de un monarca para convertirse en ropaje sagrado de unos bóvidos conducidos al sacrificio y en vestimenta litúrgica del sacerdote oficiante. Aunque todos los detalles de la hipótesis no estaban perfilados desde su nacimiento, sus líneas generales sirvieron sin duda para acumular más razones favorecedoras del cambio de paradigma sobre el Carambolo y sobre el papel de este sitio en la colonización fenicia del suroeste ibérico. Así que los trabajos de campo llevados a cabo en el yacimiento en la primera década del siglo XXI no han hecho más que confirmar el carácter oriental del asentamiento y su función sagrada, mientras originaban de forma indirecta cada vez más problemas a la explicación contraria. Como arquetipo genuino de un arraigado axioma, la interpretación tradicional del Carambolo apenas trabaja hoy en reforzarse a sí misma. Teniendo al yacimiento aún por un sitio indígena, y además no costero, permanece de brazos cruzados a la espera de un traspié de su antagonista.
En la bibliografía especializada sobre este tema, principalmente en la posterior a los años setenta del siglo XX, el término “fondo de cabaña” usado por Carriazo para describir la estructura en la que se excavó la fosa de ocultación del tesoro acabó por asimilarse al de “Carambolo Alto”, el sector del yacimiento ubicado en la cima de la colina y que el mismo excavador había distinguido del “Poblado Bajo”. No obstante, diversos investigadores han mantenido vigente casi hasta la actualidad esa interpretación de la fosa, entre ellos M. Almagro-Gorbea y M.E. Aubet. El primero reconoció que aquella oquedad se había colmatado a escasa velocidad, por lo que su duración habría sido larga. De esta forma, los materiales arqueológicos que contenía mostraban una vida relativamente prolongada (Almagro-Gorbea 1977: 140-141). Para la segunda, estaríamos ante una de las manifestaciones más singulares de las viviendas de un extenso asentamiento (Aubet 1992: 33-34; 1992-93: 331-332). En consecuencia, y dada la reconocida autoridad de ambos autores, esta interpretación se ha mantenido relativamente estable, reforzada además por su reproducción casi automática en algunos de sus más conspicuos discípulos. De ahí que, aún a comienzos del presente siglo, mantenían la propuesta tanto M. Torres (2002: 273 ss.) como A. Delgado (2005: 587-591). Para terceros especialistas, la tradición edilicia manifestada por el “fondo de cabaña” del Carambolo enlazaría además con raíces calcolíticas locales (Ruiz Mata y González Rodríguez 1994: 210 y 225), una idea que no deja de recordar la vieja nomenclatura aplicada a comienzos del siglo XX al megalitismo de la zona por M. Gómez Moreno (1905), quien llamó a los dólmenes de Antequera “arquitectura tartesia”.
En contra de esta inercia interpretativa, J.M. Blázquez acogió favorablemente la idea de A. Blanco acerca de la posible existencia en el Carambolo Alto de un lugar de culto, por lo que aceptó que en aquel cabezo se habría adorado a Astarté, y que el tesoro formaría parte del ajuar litúrgico de los ritos dedicados a esa diosa (Blázquez 1995: 115). Asumía así los dos postulados esenciales de A. Blanco: que allí hubo un templo y que la divinidad al que éste estaba consagrado era la diosa fenicia. De hecho, A. Blanco Freijeiro había sido también uno de los primeros en vincular la Astarté de bronce del Museo de Sevilla con el Carambolo (Blanco 1968: nota 5; 1979: 98).
Si el conocimiento científico se basara en la asunción de acuerdos mayoritarios, habría quedado sancionada firmemente la idea de que el lugar concreto del hallazgo del tesoro era sin duda alguna un verdadero fondo de cabaña. Casi todos los arqueólogos defendieron durante cincuenta años tal interpretación (fig. 2). Se trataba además de la escasa información conseguida en 1958 sobre un poblado tenido por aborigen, cuya datación prefenicia, asumida también mayoritariamente, se habría visto reforzada por el radiocarbono. En esta línea, los contextos supuestamente sincrónicos de dicho asentamiento ofrecerían dataciones que se tenían por anteriores a la colonización cananea en la Península Ibérica (Castro y otros 1996: 198). No obstante, como el excavador defendió la existencia de datos que sugerían el carácter sagrado del lugar (Carriazo 1973: 292-293), la hipótesis de que en el Carambolo hubiera un centro religioso además de un poblado, enfatizada por Blanco y asumida por Blázquez, fue reconducida por autores más recientes.
En los últimos años del siglo XX se planteó abiertamente que el Carambolo fue un santuario con sus servicios anejos, y no una ciudad con su correspondiente templo (Belén y Escacena 1997: 113). En esta explicación, el anterior fondo de cabaña se interpretaba como un bóthros sobre la corona del cerro. A esta fosa para la “basura” sagrada habrían ido a parar los restos de los sacrificios y la vajilla inservible usada en el ritual, que en ocasiones, y si ésta era de barro cocido, podía romperse adrede como se ordena en Levítico 6, 21 a propósito de las ofrendas de hostias por el pecado. Ese pozo estaría asociado a un centro religioso construido por los fenicios para Astarté.
A la luz de lo que hoy es el Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2007), parece claro que también esta última explicación contaba con algunos errores. Nadie podía sospechar de hecho, antes de los últimos trabajos de campo, que debajo de las instalaciones deportivas del Tiro de Pichón se encontraran aún los restos evidentes de ese santuario. Lo negaba incluso una prospección geofísica recién finalizada, que descartaba la existencia de muchas más estructuras que las ya localizadas en su día por Carriazo[3]. Por eso esta explicación, anterior a las excavaciones de 2002-2005, situó incorrectamente el edificio de culto en el Carambolo Bajo. No podía darle otra ubicación sin refutar la validez del informe geotécnico, lo que no estaba en manos de sus autores.
Los trabajos recientes en la cima del Carambolo han llegado a confirmar plenamente la segunda hipótesis, la que veía en el cerro un complejo ceremonial religioso. Según esas intervenciones de campo, el edificio se inició como una sencilla estructura rectangular con eje mayor este-oeste y dotada de tres espacios internos: un patio y dos estancias cubiertas al fondo de éste (fig. 3). Se accedía al recinto por la fachada oriental, que disponía de una pequeña puerta con una suave rampa para subir hasta el umbral desde el exterior y con dos escalones para bajar al interior. Tanto el umbral como los dos peldaños internos se pavimentaron con conchas marinas del género Glycymeris. Cada habitación del fondo del edificio disponía de un acceso independiente desde el patio. Aunque estas dos capillas aparecieron destruidas parcialmente por obras modernas, la meridional mostraba en su centro un altar circular. Los análisis radiocarbónicos sitúan este templo más arcaico, levantado sobre un cabezo entonces deshabitado, en la segunda mitad del siglo IX a.C., y desmontan por tanto la línea historiográfica que sostenía la existencia en aquel emplazamiento de un poblado indígena a la llegada de los primeros influjos fenicios. Que existieran en el lugar restos prehistóricos muy anteriores no implica que hubiese allí una comunidad indígena en el momento inaugural de ese complejo religioso.
En momentos posteriores, ya del siglo VIII a.C., se desmonta esta sencilla construcción, de forma que su superficie se convierte en patio trasero central de un complejo templario mayor con planta de tendencia cuadrada. A esta etapa de grandes reformas corresponde la construcción de un gran espacio abierto de entrada pavimentado con cantos rodados, así como de un conjunto de estancias rectangulares al fondo que se articulan en torno al patio central que antes fuera primer edificio (fig. 4). Separando estos dos ámbitos –gran explanada de acceso y salas del fondo– se extiende una zona alfombrada con moluscos marinos de la misma especie ya empleada en el templo primitivo. Tales suelos de conchas debieron de representar un alto costo para el santuario; pero el mantenimiento constante de acciones gravosas es una característica propia de la religión, un rasgo que contribuye a reforzar su arraigo y credibilidad en la población (Dennett 2007: 97).
Al norte del pequeño patio oeste, aunque separado de él por una estancia de servicio alargada, se construyó una capilla con bancos adosados a sus paredes longitudinales, que se pintaron de blanco y rojo. Este último color se aplicó sucesivamente al suelo de esa capilla mediante delicadas capas de color. En el interior de esta sala, a la que se accedía desde la acera de conchas marinas, existió en su día una especie de pilar de adobes que se ha interpretado como la base de un altar. Pero la cella mejor conservada de esta fase expansiva se sitúa al sur del patio central trasero, aislada de éste por una estancia más estrecha destinada al parecer a la preparación de ofrendas. De esta forma, el edificio adquiría un núcleo central con simetría casi perfecta. También esta habitación contaba con bancos de adobe adosados a las paredes, cuyos flancos se decoraron en parte con un ajedrezado tricolor en rojo, negro y amarillo, esta última tonalidad conseguida mediante reserva de pintura para dejar libre el tono pajizo del enlucido. En el centro de esta gran capilla sur se dispuso un altar taurodérmico[4]. Éste apenas levantaba unos centímetros del suelo, peralte sólo logrado al final de su vida y por los muchos retoques, restauraciones y repintados que experimentó. De hecho, en origen se limitó a una ligera impronta rehundida dos o tres centímetros en el pavimento (fig. 5), rasgo que tenía por objeto recordar aún más la sensación de estar ante una piel extendida sobre el suelo de la estancia y que tal vez tenga su correspondencia literaria en un texto de la Biblia hebrea donde se rechazan los altares a los que hay que ascender por escalinatas:
No subirás por gradas a mi altar, para que no se descubra tu desnudez.
(Éxodo 20, 26)
Parecido al de Caura y a otros muchos altares protohistóricos hispanos que siguen este modelo de piel de toro extendida, este altar del Carambolo es, en cambio, de silueta más esquemática, y sobre todo de mayor tamaño que todos los hallados hasta la fecha en el área tartésica; además, en casi todas sus características similar al diseño de las dos piezas, conocidas comúnmente con el nombre de «pectorales» (Carriazo 1970: 5 ss.), del tesoro que medio siglo antes apareciera unos 35 m más al norte (fig. 6).
En atención al exvoto de Astarté procedente del Carambolo, ya hemos adelantado que se ha propuesto la consagración del santuario a esta diosa, lo que no niega en absoluto la celebración en él de cultos a la divinidad masculina bajo la advocación de Baal. De ahí se deduciría su carácter semita, una vinculación étnica y cultural acrecentada por otros hallazgos, entre ellos diversos fragmentos de huevos de avestruz, algunos escarabeos y un barco votivo de cerámica con la forma del híppos fenicio (Escacena y otros 2007).
El Carambolo, situado al oeste de *Spal > Hispalis en una de las lomas más pronunciadas del reborde oriental de la meseta del Aljarafe, ocupaba una elevación singular de la orilla derecha del paleoestuario del Guadalquivir, muy cerca –apenas 10 km– de su antigua desembocadura entre las ciudades de Caura y Orippo. Precisamente entre Coria del Río y el Carambolo, este tramo más costero de la vieja ría bética contaba con mayor anchura que los sectores situados más al norte (Arteaga y otros 1995: 109), hasta el punto de formar una gran llanura de inundación que pudo dar más impresión de zona marítima que de cauce fluvial, y ello a pesar de que en estos tramos finales del Guadalquivir podrían estar formándose ya los principales meandros históricos del río (Borja y Barral 2005). Hay que recalcar así, una vez más, que el Carambolo y Sevilla constituían sitios costeros (Barral 2009), y por tanto es con esta característica geográfica con la que deben ser interpretados ambos enclaves.
Si estuviéramos ante el paisaje descrito por Avieno en Or. Mar. 259-261, y si es acertada la verosímil hipótesis de M. Belén (1993: 49) sobre la ubicación del Mons Cassius en el Cerro de San Juan de Coria del Río, el Carambolo podría corresponder al sitio que el poeta latino llamó en los mismos versos de su poema Fani Prominens. Tradicionalmente, este topónimo se ha traducido como “cabo sagrado” o “cabo del templo” (Schulten 1955: 159), en la idea de que el vocablo prominens indicaría un avance horizontal de la costa. Sin embargo, es posible también asignarle la acepción vertical de su significado, acorde con lo que fue el Carambolo en su entorno inmediato entre la segunda mitad del siglo IX y el primer cuarto del VI a.C.: el “promontorio del santuario”.
Esta historiografía del Carambolo, forzosamente extensa para comprender la nueva hipótesis sobre la función y el simbolismo del tesoro que otorgó fama mundial al yacimiento desde 1958, denota la transformación radical experimentada en su interpretación, que lo ha hecho pasar de vivienda humana del Bronce Final tartésico a residencia divina levantada por los fenicios ya en la Edad del Hierro. Como en tantas otras ocasiones, el hallazgo arqueológico reciente no ha hecho más que certificar el descubrimiento mental previo, y ha permitido poner a prueba las distintas lecturas que de los mismos datos se han hecho a lo largo de medio siglo. En el nuevo contexto, el papel social del tesoro puede ser estudiado desde una perspectiva distinta de la que proporcionó cobijo a la explicación original. Es más, ahora estamos obligados a ofrecer propuestas que den cuenta de las joyas en el ámbito de un santuario de la mayor categoría, condición inexistente hasta hace muy poco. En consecuencia, dicha visión renovada deberá sacar necesariamente al conjunto áureo de otros usos profanos planteados para explicar las acumulaciones de orfebrería protohistórica, por ejemplo la adquisición de mujeres con fines matrimoniales avanzada por M. Ruiz-Gálvez (1992), un territorio teórico en el que antes sí podría haberse alojado su explicación.
Las joyas del Carambolo han sido mil veces detalladas. Recurriremos por tanto a nuevos análisis descriptivos sólo cuando lo afirmado nos parezca erróneo. Corregimos: más bien cuando exista la posibilidad de una lectura diferente. De hecho, de este primer nivel de estudio se han derivado interpretaciones que podrían no ser válidas funcionalmente. De igual forma, no nos interesan ahora detalles minuciosos sobre su composición metálica más allá de que se trata en todo caso de piezas de oro reunidas en diferentes lotes. Igualmente, podemos prescindir de un preciso examen de la tecnología con que cada elemento fue elaborado. De hecho, estos últimos rasgos hablarían de quienes fabricaron las joyas, pero no necesariamente de quienes las usaron. Y es este último aspecto el que aquí nos interesa: quiénes y para qué. Sobre los temas que ahora soslayamos existe una completa bibliografía disponible (De la Bandera 1987; 2008; Nicolini 1990; De la Bandera y otros 2010; Perea y Armbruster 1998; Perea 2000: 150-152; 2005: 1081-1084). Igualmente, aunque los últimos análisis de la materia prima han revelado que el grupo de joyas es el producto de varios «encargos» –¿regalos?–, y que pueden distinguirse en los «pectorales» y placas, desde este punto de vista, las mismas dos agrupaciones ya detectadas a través del análisis estilístico de sus decoraciones (De la Bandera y otros 2010: 304-305), debemos advertir que trabajaremos con el conjunto total hallado en 1958. Lo trataremos de alguna forma como un solo lote funcional porque los detalles que Carriazo pudo recabar sobre las condiciones en las que apareció revelan un único momento de ocultación como un todo. Dicho esto, entraremos de lleno en el objetivo del presente trabajo, que tiene que ver sólo con el papel religioso del conjunto áureo en las ceremonias del santuario en los momentos en que el ajuar estaba completo.
Según la cronología del momento de peligro en que el tesoro fue escondido, estaríamos en la etapa final del templo, que podríamos situar poco después de haber sido rebasado el primer cuarto del siglo VI a.C. y en la fase Carambolo II. En esta etapa, la fosa-basurero donde se enterraron las joyas estaba prácticamente saturada de residuos, porque se había excavado y usado como vertedero sagrado en momentos anteriores del santuario (Carambolo III). En esta etapa del Carambolo II existían aún diversas capillas en el recinto, pero algunas de ellas, antes más amplias, habían sido subdivididas. De hecho, el gran altar taurodérmico de la cella sur, correspondiente a las fases IV y III, estaba en desuso y oculto bajo nuevas estructuras. Aun así, todos los datos parecen indicar que, a lo largo de toda su historia, el complejo fue siempre un centro religioso. Aclararemos, además, que las distintas fases del templo protohistórico han sido numeradas por los arqueólogos de campo según el orden de aparición conforme se exhumaban, desde Carambolo I (edificio más reciente) a Carambolo V (construcción más vieja), es decir, en una secuencia inversa al discurrir cronológico. Carambolo I corresponde en realidad a un momento en que el templo ha sido asaltado y sus ajuares de bronce están siendo fundidos en hornos para su reutilización como simple materia prima. Prueba de ello son los “goterones” metálicos de este episodio, bien identificados con los análisis oportunos (Hunt y otros 2010: 287). Esos residuos denotan una metalurgia de reciclaje, no una industria primaria. Por eso podemos vincular el último uso ritual del lote de joyas a la fase Carambolo II con bastante seguridad. Esto no impide admitir que todos los elementos del tesoro o parte de ellos estuvieran ya en pleno funcionamiento en las fases Carambolo IV y III. En definitiva, trataremos el conjunto de joyas como un único servicio litúrgico, sobre todo porque así muestra una coherencia interpretativa mayor y porque no existen datos que contradigan dicha estrategia. Lo cual concuerda –repetimos– con la composición del lote en el momento de su hallazgo en 1958.
Algunos de los escollos en los que ha tropezado la lectura funcional de las joyas nacieron con su propio descubrimiento. Uno de ellos tiene que ver con el collar, otro con las piezas que se denominaron entonces «pectorales».
En relación con la primera dificultad, el mismo Carriazo sostuvo que, en origen, el collar debió contar con ocho sellos en vez de con los siete conservados, algo que siempre rechazaron los obreros que lo encontraron para alejar de ellos la sospecha de un posible hurto. Que dispusiera de ocho colgantes es un supuesto que, mantenido hasta hoy al menos como posibilidad (De la Bandera y otros 2010: 298), permitía argumentar que las dos cadenillas sueltas que salen de la pieza bitroncocónica de la que penden los sellos corresponderían a la sujeción de la cápsula extraviada (Carriazo 1973: 154). Ante el desconocimiento de cómo se ensamblan las cadenillas en el interior oculto de ese elemento bitroncocónico, esta conjetura es plausible, pero también puede sostenerse que los dos cabos sobrantes podrían constituir sólo los extremos de un único cordón que entra y sale múltiples veces, tantas como son necesarias para sustentar sólo siete estampillas. De ser así, deberíamos trabajar la nueva lectura funcional del tesoro con un collar de siete sellos, por lo que estaríamos en consecuencia ante una pieza completa (fig. 7). Aunque dilucidar este extremo no impide el nuevo papel global que le adjudicaremos al conjunto, que fueran sólo siete elementos facilitaría su relación con el mundo oriental. Con tal composición, el collar puede ser emparentado con los «siete sellos» referidos en algunos textos antiguos de Asia anterior. Su número y su significado simbólico vendrían a señalar la encriptación absoluta de los secretos divinos, a los que sólo tendrían acceso los sacerdotes (Apocalipsis 4-8). De esta forma, el cordoncillo que enlaza los siete sellos en un mismo conjunto, y las connotaciones apotropaicas que tiene esa precisa atadura única, denotarían la exactitud de su número en origen, esto es, que se trata de emblemas recogidos por un solo vínculo y en posesión del personaje que tiene derecho exclusivo a usar el distintivo. Sin esa precisión, quedarían automáticamente eliminados los poderes y las facultades que tal símbolo imprimía a su portador. En esta línea argumental, no sería producto del mero azar que los extremos de esa cadenilla quedasen a la vista, porque esos cabos podrían representar en la pieza verdaderas ínfulas, símbolo de nuevo de que poseía poderes especiales quien se revestía con tal aderezo.
Las cápsulas signatarias unidas en número de siete en un mismo collar pueden considerarse, en consecuencia, una de las enseñas que mejor identificaría al clero fenicio de origen oriental, que seguramente se trasladó a Tartessos como Zakarbaal lo hizo a Cartago junto a la reina Elissa. Al menos desde la Uruk del cuarto milenio a.C., el sello era en Oriente la mejor garantía de preservación en múltiples facetas de la vida económica, jurídica, administrativa y social, por lo que adquirió en el ámbito cultual la categoría de emblema de los misterios sagrados (Liverani 1995: 113). Además, hoy conocemos diversos aspectos del mundo religioso y simbólico de los fenicios de Tartessos ligados al siete, lo que reforzaría nuestra hipótesis. Así, son siete los orificios que muestra en su base el “Bronce Carriazo”, destinados a otros tantos objetos que enganchaban en ellos (Maluquer de Motes 1957; Carriazo 1973: fig. 20-21; Marín y Ferrer 2011: fig. 3); siete los botones de oro que formaban parte de la prenda que se ocultó en la acrópolis del asentamiento portugués de Castro dos Ratinhos (Berrocal-Rangel y Silva 2007: 172-173), tal vez parte de un ropaje ceremonial; y siete algunas combinaciones de conchas usadas como pavimentos apotropaicos en el Cerro Mariana (Las Cabezas de San Juan, Sevilla) y en el mismo Carambolo (Escacena y Vázquez 2009: 58-76).
Problema distinto presentan los denominados tradicionalmente «pectorales». En relación con éstos, que se han denominado también “colgantes” (De la Bandera y otros 2010: 298 ss.), ha sido su propio nombre tradicional lo que más ha lastrado el nacimiento de nuevas hipótesis interpretativas distintas de la que ofreció Carriazo. Al llamárseles con un término claramente alusivo a su función, por pura lógica mental nadie ha reparado en concederles a unos «pectorales» otro papel que el de pectorales. Es más, al haberse insistido en que su diseño, que se repite hoy hasta la saciedad en plantas y cubiertas de sepulturas, en altares y en otros muchos elementos arqueológicos de la protohistórica hispana, copia el de los lingotes de cobre chipriotas, se han interpretado como emblemas del poder económico y político (Almagro-Gorbea 1996). Sin embargo, el análisis cladístico de ese símbolo y de sus réplicas en diversos tipos de elementos ha demostrado que se trata de un calco fiel de las pieles de toros, que se recortaban con esta forma en el proceso de curado (Escacena 2006: 131-132); y que, en todo caso, los lingotes también imitaban a las pieles. No hay por tanto una deuda directa en esta ocasión con el lingote de cobre chipriota. Como mucho, entre estas joyas, los altares y los lingotes existe una relación de parentesco evolutivo basada en una plesiomorfía, es decir, en el hecho de compartir caracteres primitivos sustentados en una inspiración ancestral común. Esto supone que el lingote no influyó sobre la forma del resto de los objetos similares, sino que fue simplemente un hermano más de la familia. En el caso de los altares, hoy tenemos claros ejemplo de la procedencia oriental de los modelos (Escacena y Coto 2010; Gómez Peña 2010).
Una decena de kilómetros al sur de Sevilla aguas abajo del Guadalquivir, las investigaciones arqueológicas de los pasados años noventa en el Cerro de San Juan, cabezo identificado con la antigua Caura (Coria del Río), han desenterrado un templo contemporáneo del que hubo en el Carambolo. En este santuario urbano el culto duró también sólo los siglos correspondientes al Hierro Antiguo. La construcción del edificio se llevó a cabo en cuatro ocasiones al menos, lo que originó una clara superposición de estructuras. Una quinta fase parece probable, aunque en este último momento el cimiento-zócalo perimetral del complejo se retiró lo suficiente de los muros externos de los templos anteriores como para ofrecer ciertas dudas sobre si se trata o no del mimo santuario. El recinto era un espacio abierto con patios empedrados y algunas capillas cubiertas, estas últimas pavimentadas con una delicada película de arcilla roja. Se documentó bien un altar del Santuario III, datado en el siglo VII a.C. en primera instancia (Escacena e Izquierdo 2001).
Si bien el resultado final fue un solo altar, en realidad la obra está compuesta por dos aras embutidas. La más nueva incorpora de hecho la vieja y la remoza (fig. 8). El conjunto, compuesto por las fases A (antigua) y B (reciente), permite reconstruir con pulcritud cómo se trabajaban los cueros en la época, y demuestra por tanto que ese altar y otros elementos parecidos, entre ellos los «pectorales» del Carambolo, imitan precisamente ese elemento animal, la piel de un bóvido.
El altar de Coria consistió básicamente en una plataforma de barro de tendencia rectangular con los lados cóncavos. En su forma prístina, esta mesa con rectángulo central de color castaño y contorno amarillento disponía en su lado oriental de un apéndice alusivo al cuello (fig. 9). Este elemento pudo tener en la liturgia un significado especial, porque hay que tener en cuenta el hecho de que, para matar al ganado bovino, la costumbre de la época era el degüello, no apuntillarlo en la cerviz. Es lógico, por tanto, que la palabra que en ugarítico se refiere a “cuello” se relacione con elementos de muerte. Así, npšn (sepultura) tiene que ver con npš (garganta). Era por esta parte del cuerpo por donde los animales sacrificados perdían su sangre y con ella su vida, y por tanto en ese punto anatómico residía el alma (Del Olmo 1998: 51 y nota 44). De ahí que sea verosímil que el hueco que en este sitio presenta al altar de Caura estuviese destinado a depositar una muestra de la sangre de la víctima inmolada.
Sobre la superficie castaña de esta mesa sagrada se instaló el hogar, una ligera cavidad motivada más por el uso que por su diseño original. Dicho rebaje quedó afectado por el calor de las ascuas en las que se quemaban las ofrendas, que rubefactó y endureció el fondo; todo lo cual denota unas costumbres de fabricación y uso del altar parecidas a las descritas en algunos párrafos bíblicos:
Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos, tus hostias pacíficas, tus ovejas y tus bueyes.
(Éxodo 20, 24)
Degüella el novillo ante Yavé, a la entrada del tabernáculo de la reunión; toma la sangre del novillo, y con tu dedo unta de ella los cuernos del altar, y la derramas al pie del altar. Toma todo el sebo que cubre las entrañas, la redecilla del hígado y los dos riñones con el sebo que los envuelve, y lo quemas todo en el altar.
(Éxodo 29, 11-13)[5]
Posteriores arreglos de esta capilla del Santuario III acabaron por cubrir la parte del ara alusiva a la porción de piel del cuello, con lo que el resultado final fue un altar simétrico desde sus cuatro costados, que ahora se presentaba como un mero rectángulo de lados cóncavos (fig. 10). Esta forma se prodigó en otros santuarios hispanos posteriores. En cualquier caso, las excavaciones recientes en estos lugares de culto del Bajo Guadalquivir han demostrado que desde el siglo VIII a.C. convivían ambas versiones, la más realista (tipo Caura) y la más estilizada y abstracta (tipo Carambolo). De hecho, el altar del Carambolo IV-III representa una modalidad extremadamente esquemática del mismo símbolo. Aún así, cuenta con una clave asiria que proporciona una más que suficiente explicación de su forma. En ella se representa un pellejo de grandes proporciones que sirve de montura de caballería (Parrot 1970: fig. 65). En la escena, la piel se dobló por su mitad, hacia la grupa del animal, desde la cincha, que no se observa al quedar oculta bajo la pierna del jinete; por ello aparecen por detrás del personaje los extremos superpuestos de la piel correspondientes a las patas del bóvido (fig. 11). Este mismo relieve proporciona sin duda la mejor explicación para el diseño, esbelto y esquemático, de los «pectorales» del tesoro (fig. 12).
Básicamente, la forma y los colores del altar de Caura señalan cómo se curaban las pieles entonces: regularizados los contornos y reservada un área central que conservaba el pelo de la bestia, se procedía luego a rasurar la periferia, que mostraba así tono pajizo (Chapa y Mayoral 2007: 76-78). Es éste el mensaje simbólico de la forma del altar de Caura, y por tanto también el de la silueta y pormenores de los «pectorales» del tesoro del Carambolo. En estos últimos, se llega al punto de rematar los cuatro extremos en tubos dobles, lo que supone una evidente alusión a que el animal cuya piel extendida se emula es de doble pezuña, es decir, que su extremidad remata en dos dedos. Esto impide relacionarlo con otros cuadrúpedos de un solo apoyo, por ejemplo con cualquier tipo de équido. Tal combinación de formas, detalles y colores caracteriza también a otros altares de barro, por ejemplo a los descubiertos en la colonia fenicia de Malaka (Arancibia y Escalante 2006: 338) y al del poblado alicantino del Oral (Abad y Sala 1993: 179), certificando así que el de Coria del Río no obedece a un capricho estético de quien lo levantó sino a un prototipo mental impuesto por el dogma y/o por el objeto copiado. En este caso se trataría del prototipo más realista por su extremado parecido formal y cromático con las pieles auténticas.
Tanta preocupación por descender a estos detalles mínimos, que queda plasmada en estos casos en la replicación concreta de un pellejo con pelo castaño, denota una estrecha relación entre estos altares de tierra y el toro, lazos simbólicos que quedaron claramente establecidos gracias a la imitación de su piel también en otros muchos elementos religiosos con la misma forma. De ahí que el ritual celebrado en dichos altares pueda relacionarse con la adoración de una divinidad cuya expresión animal es una taurofanía, demostración fehaciente de su fuerza física y de su potencia fecundante. Una taurofanía que la mitología ugarítica concretó a veces en la piel del animal, sobre todo cuando Baal, antes de descender a los infiernos, transfiere su piel de toro a su hijo para hacerlo depositario de su poder (Del Olmo 1998: 107-108). Se trata en el fondo de una manifestación más de la omnipotencia divina, que en el mundo fenicio se plasmó también al representar al dios como león (Melqart/Hércules) y como combatiente victorioso (Reshef), o al identificarlo con el propio Sol. Los rasgos concretos relacionables con el toro guiaron así muchos aspectos de su culto en el mundo antiguo (Delgado 1996; Rice 1998: 10-30; Ornan 2001: 20). Por su enorme importancia en fin, y según refiere la Biblia hebrea (Levítico 7, 8), el sacerdote oficiante de un holocausto ostentaba a veces el privilegio, a la vez simbólico y económico, de quedarse la piel de la víctima (Martínez Hermoso y Carrillo 2004: 261).
La hipótesis más barajada hasta ahora sobre el papel del tesoro del Carambolo la sostuvo en su día el profesor Carriazo: las joyas pertenecerían al ajuar de un monarca tartésico. Tal interpretación fue propuesta en obras destinadas a los especialistas, pero también en artículos de prensa destinados a un público menos exigente con los cimientos de esa lectura (Carriazo 1958). De forma simultánea, el propio Carambolo se tenía, como hemos visto, por asentamiento también tartésico, idea en la que se ha insistido con bastante empecinamiento hasta hace muy poco, incluso después de haberse dado a conocer los últimos trabajos arqueológicos. No obstante, Carriazo percibió que la iconografía antigua sobre atuendos tan lujosos se refería por lo común a personajes identificados como sacerdotes, no como reyes. Eso le sugería que la sociedad tartésica habría conocido jerarcas que desempeñaban a la vez cometidos importantes en el culto. Así, cada vez que se asumía esta interpretación –porque dicha superposición de roles políticos y religiosos se prodigaba en otras culturas de la época–, quedaba sin duda forzado el papel de los «pectorales» como tales pectorales; igualmente, el de las placas rectangulares como partes de un cinturón (juego con rosetas) y de una corona o tiara (lote sin ellas). Pero encontrar argumentos para la función de todas estas piezas y para su ubicación en el atuendo de un solo personaje obligó a construir un Argantonio gigantesco, figura en la que sólo una especie de horror vacui solucionaba la colocación de tan generoso equipo. Ese titánico maniquí de metacrilato fue durante años la solución del Museo Arqueológico de Sevilla para explicar las joyas a sus visitantes. En la exposición celebrada en dicho museo con motivo de haberse cumplido medio siglo del hallazgo, aquel busto transparente, revestido con una de las copias del tesoro a la manera que sostuvo en su día Carriazo, dispuso de un lugar importante dentro del recorrido historiográfico de la muestra; pero ésta también incluyó la primera obra plástica con la que se expresó la hipótesis (Amores 2009: 34), el lienzo del pintor y cartelista Juan Miguel Sánchez (fig. 13).
La nueva interpretación que ahora ofrecemos retoma la idea que ya dimos a conocer hace casi una década (Amores y Escacena 2003), y la vigoriza con nuevos datos y argumentos. A la vez, lleva a cabo algunas matizaciones de la misma. De alguna forma, esta otra lectura funcional del conjunto áureo afianza los testimonios sacerdotales encontrados por Carriazo para dar cuenta de la función de algunos elementos del tesoro. Sin embargo, cambia de forma radical el cometido asignado tanto a las placas como a los «pectorales». De hecho, nuestra hipótesis defiende que el lote de joyas aparecido en 1958 supone el ajuar litúrgico utilizado para la procesión presacrificial de un toro y una vaca inmolados respectivamente para Baal y Astarté. De esos ritos o de acciones religiosas parecidas suministran cumplida cuenta, al menos de manera sucinta y quizás parcial, algunos himnos cananeos de Ugarit datados en el segundo milenio a.C., sobre todo los del ciclo de Baal:
¡Oh Baal, arroja, sí, al fuerte de nuestras puertas,
al poderoso de nuestros muros!
Un toro, oh Baal, (te) consagraremos,
una ofrenda votiva, Baal, cumpliremos,
un macho, Baal, (te) consagraremos.
un sacrificio, Baal, cumpliremos,
un banquete, Baal, te daremos.
Al santuario de Baal subiremos,
la senda del templo andaremos.
(KTU 1.119)[6]
La iconografía del clero hispano protohistórico suministra claves importantes para otorgar una nueva función a una parte del tesoro (fig. 14). Así, en exvotos de algunos santuarios ibéricos aparecen figurillas sacerdotales tonsuradas que se adornan sólo con brazaletes y collares (Chapa y Madrigal 1997: 193 y fig. 1). Testimonios parecidos recogió ya Carriazo (1973: 163) del mundo chipriota, por lo que aquí nuestra propuesta se separa poco de la tradicional (fig. 15). No obstante, cabe advertir que, con la nueva visión que ahora tenemos del yacimiento del Carambolo, estamos aún más seguros de que el collar de los siete sellos refleja sólo una tradición religiosa oriental, por lo que no puede considerarse la plasmación de una prenda litúrgica que, por pura analogía evolutiva, hubiese alcanzado en Occidente, a partir de progenitores distintos, una función similar a la desempeñada en el Próximo Oriente. Tal vínculo con el este del Mediterráneo se ha sostenido en cuestiones relativas a su tecnología de fábrica, pero ahora incumbe sobre todo a su simbolismo: el del sello como garante del hermetismo de los secretos divinos sólo conocidos por los sacerdotes; y el del número siete como expresión de totalidad y perfección, creencia ampliamente extendida entonces también por el Oriente Próximo y Egipto. Aunque ambos aspectos eran comunes a muchas culturas de aquel entorno, a la Península Ibérica arribaron con la colonización fenicia, que abrió el camino para la llegada hasta el mediodía hispano de diversas comunidades levantinas.
En atención, pues, a lo que hasta ahora conocemos de esas civilizaciones, podemos afirmar que el juego collar-brazaletes constituía parte de la vestimenta litúrgica del oficiante, indispensable al menos en las fiestas religiosas principales y en los rituales más significados; por ejemplo en la ceremonia solsticial que conmemoraba la resurrección de Baal, y para cuya identificación precisamente el santuario del Carambolo ha suministrado datos arqueoastronómicos de gran valor (Escacena 2009). Un dato del mayor interés, coetáneo de nuestras joyas al estar fechado en el siglo VII a.C., es la representación en marfil de un personaje masculino revestido con tales prendas, al menos con los brazaletes porque la incisión de la base del cuello no refleja con claridad un collar (Ferjaoui 2007: 140-141 y 380). El testimonio, procedente de Cartago, muestra un orante identificable como posible sacerdote. La figura eleva los brazos hacia al Sol, que se diviniza mediante la norma usual, la colocación de alas (fig. 16)[7]. El valor de este documento no solo radica en los atributos que porta la figura humana representada, sino también en su datación, sin duda sincrónica del tema que ahora abordamos. Tal extremo merece recalcarse porque una de las observaciones publicadas contra nuestra hipótesis se refiere en concreto a que las imágenes tonsuradas de época ibérica que usamos en 2003 como explicación del atuendo sacerdotal distaban mucho, en el tiempo y en su contexto cultural, de la fecha asignada al tesoro del Carambolo (De la Bandera y otros 2010: 323-324).
Durante la Antigüedad, la dedicación de primicias a los dioses que consistían en sacrificios de animales iban normalmente precedidas de la correspondiente procesión. Algunas pinturas murales del palacio de Zimrilim en Mari muestran ya este pormenor, en concreto con la representación de un bóvido que, atado con un cordel a una argolla sujeta al hocico y ataviado con diversos adornos, es conducido ceremonialmente como ofrenda sagrada por un sacerdote que lleva al cuello su correspondiente collar (fig. 17). Con esta exhibición externa de carácter comunitario, que precedía a su muerte, las bestias se llevaban ante el ara y se mostraban a la concurrencia que participaba como simple público o como parte del séquito.
Las costumbres religiosas de entonces, como muchas que todavía practicamos herederas de aquéllas, requerían por tanto la vestimenta adecuada para la ocasión. De ahí que los animales se engalanaran convenientemente antes de ser presentados a la divinidad. Eso explica la lúnula que cuelga de los cuernos en el bóvido de Mari y las vainas que forran las puntas de sus astas, pero también otros muchos adornos que conocemos bien en cortejos religiosos posteriores, por ejemplo en la suovetaurilia romana (fig. 18). Es este último un ejemplo paradigmático, por el cual Júpiter recibía un cerdo (Sus), un carnero (Ovis) y un toro (Taurus), que se ofrecían en su honor. En los relieves que muestran este triple sacrifico, los animales elegidos desfilan en columna ritual hacia el ara con guirnaldas, cintas y flores en sus cabezas y con el fajín preceptivo denominado dorsuale (Daremberg y Saglio 1969: 387). Lo mismo se hacía con un bóvido macho adulto en el taurobolium, el sacrificio por antonomasia para Atis.
Engalanar las reses que iban a ser inmoladas tenía en tiempos romanos una larga tradición, pues se conocía desde mucho antes en diversos contextos culturales del mundo perimediterráneo según hemos visto ya en el palacio de Mari. En esos testimonios, milenarios si se tienen en cuenta algunos grabados rupestres africanos (fig. 19), y en otros muchos posteriores, aparece casi siempre como atavío principal esta ancha banda que cae por los dos flancos del animal desde la espina dorsal hasta el vientre. Así plasmadas, esas imágenes abundan más en los momentos a los que pertenecen las joyas del Carambolo y en épocas posteriores. En Egipto se representó al toro Apis con un cincho parecido al que lleva el bóvido sahariano recién citado, pero también con otras bandas colocadas sobre la cruz o sobre los cuartos traseros (fig. 20). También en el mundo romano de la Península Ibérica se conocen esculturas de bóvidos que van engalanados con el dorsuale, como el torito votivo de piedra que publicaron J.M. Luzón y M.P. León (1971: 246-250) procedente de Ronda (fig. 21).
Para la época tartésica, algunos toros representados sobre vasijas pintadas en rojo y negro llevan esta prenda u otra parecida que cuelga de la espalda del animal, unas veces a mitad de la panza y otras sobre el lomo y los cuartos traseros (Juárez 2005: fig. 2). Resulta ejemplar en este último caso el testimonio procedente del Cerro de San Cristóbal, en la localidad sevillana de Osuna (fig. 22). Pero una buena muestra de toro con adorno a esta altura del cuerpo es también una escena de decoración vascular procedente de Montemolín (Marchena, Sevilla). En ella se aprecia un bóvido, pintado al estilo de las cerámicas “orientalizantes” del ámbito tartésico, que desfila hacia la izquierda sobre una roseta de ocho pétalos (Chaves y De la Bandera 1992: fig. 7), en la típica asociación toro-astro de origen oriental (Delgado 1996: lám. 30). De tal composición interesa ahora especialmente el centro del cuerpo de la bestia, que aparece recorrido verticalmente por una especie de paño de bordes festoneados. Para que no caiga hacia los lados, esta prenda se sujeta al cuerpo de la res mediante una retranca o baticola que pasa por debajo del rabo (fig. 23), un sistema de agarre constatado también en un ánfora de Cabra (Córdoba) que reseñamos a continuación. Un poco posterior, pero inserto como epifenómeno evidente en la secuencia evolutiva de esta misma cerámica pintada figurativa denominada “orientalizante”, es el posible toro que adorna este vaso recién citado de la colección cordobesa del Museo de Cabra (fig. 24). Se trata precisamente de un ánfora –nº 8 del catálogo– decorada en toda su parte central con una procesión de cuadrúpedos fantásticos o divinizados, y por tanto con alas (Blánquez y Belén 2003: 104-105).
En estos últimos documentos puede constatarse la manifestación material y la tradición religiosa de un universo simbólico y cultual mucho más antiguo, que el mundo fenicio llevó hasta Occidente y que tiene sus raíces directas en la Ugarit del segundo milenio a.C. entre otros sitios. De las ruinas de esa ciudad procede la pátera de oro aludida en el párrafo anterior, que muestra la imagen de un toro-león divinizado mediante el recurso típico para ello, la adición de unas alas (Feldman 2006: fig. 9). La combinación del león y del toro en el mismo ser irreal se conoce, pues, en el mundo cananeo, pero inspiró también esculturas pétreas urarteas que sirvieron de posibles modelos a los toros echados protohistóricos de la serie hispana más arcaica (Chapa 2005: 38). En el recipiente sirio de oro, dicho icono lleva sobre su espalda unos complejos adornos textiles y/o de cuero del mismo tipo que ahora estudiamos (fig. 25). Se trata en este caso de un ropaje extremadamente parecido en diseño, composición y forma de aparejarse al que colocan aún al Toro de San Marcos en algunos lugares de España, por ejemplo en la población jiennense de Beas de Segura (fig. 26).
El Carambolo pudo conocer sacrificios parecidos, y por tanto las correspondientes paradas procesionales que los antecedían. Estos desfiles culminarían tal vez en la explanada delantera del santuario, porque allí, y no dentro de las capillas techadas, se llevaba a cabo la matanza y descuartizamiento de los animales según se desprende del texto hebreo ya citado de Éxodo 29, 11 –“degüella el novillo ante Yavé, a la entrada del tabernáculo de la reunión”–. Eso imponía la norma y eso parece indicar el peculiar registro de los restos de fauna de las excavaciones recientes (Bernáldez y otros 2010: 358). En este sentido, estos mismos muestreos agrupan las epífisis distales de las tibias de los bóvidos del Carambolo en dos nubes de puntos diferenciadas, que sugieren que se daba muerte a dos razas o a dos sexos distintos (Bernáldez y otros 2010: 372-373). Convertida a partir del siglo VIII dicha superficie del Carambolo en un gran patio de acceso, en determinado momento incluso llegó a empedrarse con cantos de río para permitir el paso firme de los animales y de la muchedumbre. Y pudo ser durante esa solemne procesión que precedía al sacrifico propiamente dicho cuando a las víctimas se las lucía ante la comunidad de fieles convenientemente ataviadas y embellecidas. En tal ambiente cúltico, un texto latino de procedencia hispana referente al taurobolium sugiere que en el cincho que colgaba del dorso de los toros se disponían adornos de metal para que relucieran con la luz solar:
Luego, es conducido hasta allí un enorme toro bravo y sin domar en apariencia, con los flancos cubiertos entre guirnaldas entretejidas y con los cuernos envainados, de forma que el testuz del animal brilla con reflejos dorados y el pelambre se ve engalanado con el brillo de las placas metálicas.
(Prudencio, Peristephanon 10, 1010-1015)
Para nosotros, este texto suministra una buena prueba del posible papel que pudieron desempeñar las placas rectangulares del tesoro del Carambolo dentro de nuestra hipótesis. Éstas se dispondrían sujetas de alguna forma al dorsuale e irían unidas entre sí mediante cordoncillos textiles que pasaban por los múltiples orificios con que todas esas piezas huecas cuentan en sus laterales mayores, veintiséis en las placas con rosetas y veintitrés en las del lote con semiesferas de polo rehundido. La figura que sintetiza nuestra hipótesis muestra esas placas al final de los lados de unas bandas o cintas tejidas –el dorsuale latino– cuyos extremos se resuelven en veintiséis o veintitrés cordoncillos pasantes respectivamente, que quedarían anudados al final y que dejarían en la base flecos colgantes. Estas bandas que portarían las placas se pondrían directamente sobre la piel del animal o encima de un faldellín más ancho, manteniéndose naturalmente sobre el lomo del bóvido. Si todo ello constituyera un único atalaje, éste podría quitarse y ponerse a los bóvidos con relativa facilidad, y por supuesto guardarse igualmente para otras ocasiones; sobre todo porque, engarzadas de esta forma sobre la base textil, sería viable doblar la prenda completa con las láminas de oro incluidas. Esta última posibilidad explicaría la peculiar disposición en que aparecieron las piezas en 1958: “puestas con todo cuidado y simetría” (Carriazo 1970: 4; 1973: 126).
La nueva hipótesis puede materializarse también en otra versión que no contemplamos en 2003. Porque las placas podrían ir colocadas al modo como muestran las colleras que en Egipto adornaban con frecuencia a los dioses-toro Apis y Min, un colgante similar al que lleva al cuello el bóvido ya comentado del grabado rupestre sahariano (fig. 27). Pero este distintivo no debe ser confundido en ningún caso con el collar de los siete sellos del tesoro. De hecho, el cordón de oro de la pieza del Carambolo que sostiene todo el conjunto de caireles tiene las medidas adecuadas para envolver un cuello humano, no el pescuezo de un cuadrúpedo del porte de un toro.
Respecto a esta otra posibilidad, que representa una simple variante de nuestro supuesto original, cabe recordar que esos collares de Apis, que se imponían al toro elegido para indicar de alguna forma que había sido ungido, es decir, que no era un simple bóvido más de la cabaña ganadera egipcia, muestran a veces extremos que se abren en forma de trapecio o abanico, de manera que sus puntas son siempre más anchas que la parte central. Los animales conducidos al sacrificio mostraban así en sus cuellos una prenda con estructura similar a la de las actuales estolas de los sacerdotes cristianos, evolucionadas a su vez a partir del antiguo orarium (fig. 28). Esos mismos bóvidos llevan en ocasiones gargantillas mucho más enjutas y apretadas que son extremadamente parecidas a las que ciñen el cuello de algunos toros españoles, por ejemplo el de Villajoyosa y el de la Albufereta, más la pieza 7 de Monforte del Cid (Chapa 2005: 26 y 29).
La costumbre de que el ganado sagrado y/o elegido como ofrenda portara colleras recubiertas con distintos aderezos no se limitó al mundo egipcio. De hecho, en una terracota cartaginesa en la que se modeló una vaca, el animal exhibe al cuello un cincho –en la realidad tal vez de cuero– decorado con tachuelas en forma de roseta[8]. Esa decoración tiene muchos paralelos orientales, pero el que ahora nos interesa señalar corresponde a una correa o cinta de tendencia semicircular que cuelga sobre la frente en una escultura de bóvido elaborada en piedra, de época asiria y localizada en las inmediaciones de Alepo (Dussaud 1930: 366). En la versión auténtica de estos aparejos, caracterizados de forma tan realista en la pieza cerámica de Cartago (fig. 29), tales remaches pudieron ser de metal, lo que puede abrir posibilidades interpretativas nuevas a determinados hallazgos arqueológicos procedentes de templos y santuarios.
El texto antes citado de Prudencio señala claramente, además, la colocación de algún otro ornamento metálico en la frente del toro –“el testuz del animal brilla con reflejos dorados”–. Esta alusión nos permitirá entrar a fondo en el punto final de nuestra hipótesis, que tiene que ver con las piezas denominadas tradicionalmente «pectorales».
Para este extremo son ahora los documentos arqueológicos los que han proporcionado más detalles; sobre todo porque, entre los toros de piedra ibéricos, se conocen dos ejemplares alicantinos –el de Villajoyosa y uno de los de Monforte del Cid– con un signo taurodérmico claro sobre la frente (fig. 30)[9]. En la pieza de Villajoyosa se trata de un verdadero rebaje que pudo albergar en su día una placa de metal (Llobregat 1974; Chapa 2005-06: 248). Sin embargo, la escultura de Monforte del Cid muestra menos profundidad en este motivo, acercándose más bien sólo al contorno grabado de la silueta (Chapa y otros 2009: fig. 10: 2). A estos dos testimonios, que pertenecen a un grupo de esculturas de toros más bien del Hierro Antiguo que de época ibérica propiamente dicha (Chapa 2005-06: 247-249), puede sumarse también la cabeza de animal representada sobre el guerrero de piedra procedente de la antigua Lattara (Py y Dietler 2003), hoy la ciudad de Lattes (fig. 31). Este último documento, que puede parecer en principio geográficamente muy distante del contexto que ahora nos incumbe, se comprende mucho mejor si se recuerda que en esa ciudad de la costa mediterránea gala cercana a Montpellier se ha documentado un importante sustrato feniciopúnico, materializado por ejemplo en el uso, como en tantos asentamientos coloniales fenicios hispanos, de pavimentos de conchas marinas colocados como alfombras apotropaicas en los umbrales de las casas (De Chazelles 1996: 295-296; Belarte y Py 2004: 392). Por eso esta escultura francesa se ha usado ya como explicación del emblema que estos toros hispanos llevan entre los ojos (Chapa 2005: 36).
La consecuencia inmediata de esta nueva ubicación y del distinto papel de los «pectorales» es sin duda asignarles otra denominación. Por eso mismo, y en atención al nombre castellano que reciben hoy unos adornos parecidos, que se usan como testeras para los bóvidos en algunas romerías andaluzas, propusimos ya en 2003 llamar a estos jaeces en adelante «frontiles». Se trata de una voz que, estrictamente, se refiere a la “pieza acolchada de materia basta, regularmente de esparto, que se pone a los bueyes entre la frente y la coyunda, a fin de que esta no les haga daño” (diccionario de la RAE). Pero en la actualidad estos protectores han adquirido también un enorme valor estético a la vez que un importante simbolismo, expresión de identidades de grupo y plataforma para lujosos atavíos (fig. 32).
La hipótesis de Carriazo sobre la función de sus «pectorales» necesitó, como ya hemos señalado, un personaje descomunal para encajar las dos piezas en la parte delantera de su pecho. Pero tal interpretación contaba también con otros cuatro problemas que la debilitaban. El primero era la falta evidente de paralelos iconográficos para sostenerla. De hecho, Carriazo no pudo mostrar ninguna imagen antigua que exhibiera pectorales de silueta taurodérmica colocados tal como él los imaginó. En segundo lugar, esa lectura necesitaba que la protuberancia oval que los supuestos pectorales tenían en uno de sus lados menores –conservada en un caso y perdida en otro según se ha señalado en múltiples ocasiones (Kukahn y Blanco 1959: 39; Carriazo 1973: 130; Perea y Armbruster 1998: 127)– tuviesen una función específica como anillas de suspensión. Pero hoy sabemos, gracias a los altares de Coria del Río y de Málaga, que estos apéndices son meramente simbólicos, y que aluden a la porción de cuero del cuello del animal cuya piel extendida se imita. Una tercera razón en contra se refiere precisamente al hecho de que, para suspender los hipotéticos pectorales en la parte delantera de su personaje, Carriazo tuvo que echar mano de un cordón que los uniera entre sí y que pasaría por la cerviz de quien los portara. Tal cadenilla fue imaginada también de oro en el óleo de Juan Miguel Sánchez que sintetizaba la hipótesis prístina; pero en realidad se trataba de una mera invención porque dicho dispositivo no apareció en el conjunto cuando se produjo el hallazgo. En último lugar, aquella explicación dejaba sin utilidad los tubos pasantes de sección circular que rodean perimetralmente ambos frontiles, que con la nueva propuesta adquieren un papel funcional preponderante hoy sancionado por la cabeza de vaca procedente de Cartago (fig. 33).
En efecto, este prótomo de bóvido en cerámica muestra bien a las claras una roseta en su testuz, en diseño similar al ritón de la tumba IV de Micenas (fig. 34), y abre muchas posibilidades para interpretar como representación de adornos que fueron un día realidad las rosetas y otros motivos plasmados sobre el rostro de algunas esculturas ibéricas de bóvidos, pudiendo ser la roseta elemento exclusivo de las hembras. Porque, según la opinión que hemos recabado de varias personas expertas, parece incuestionable que en la pieza de Cartago se ha querido representar en concreto una vaca[10]. Este detalle encaja a la perfección con nuestra hipótesis, que ya en 2003 sostuvo que el juego de frontil y placas del Carambolo que lleva rosetas estaba dedicado a engalanar la hembra sacrificada para Astarté; una tesis que se basaba sobre todo en la alianza bien demostrada entre tal símbolo astral, alusivo al planeta Venus, y la diosa. En la imagen cartaginesa, ese elemento que engalana la frente del animal va sujeto a su cabeza mediante dos cintas en aspa que se indican con sendas incisiones profundas cruzadas en el centro de la testuz, justo debajo del botón-emblema. Sus extremos buscan la parte inferior de la mandíbula, donde quedaría oculto el nudo que aseguraba el atalaje. Esa es precisamente la técnica con que se fijarían los frontiles de oro del Carambolo a las correspondientes reses conducidas al sacrificio, lo que proporciona una contundente función a los tubos huecos que orlan ambas piezas. Así lo propusimos en 2003 y así se presentó la idea al público en la exposición conmemorativa del medio siglo del hallazgo (Amores 2009: 63). Para esta ocasión, se montó una segunda copia del tesoro sobre tres imágenes de bulto redondo a escala natural fabricadas en poliuretano expandido, obras del escultor Félix Vaquera Millares: la de dos bóvidos (toro castaño y vaca blanca) y la un sacerdote[11].
La imagen que ahora presentamos de nuestra hipótesis, trabajada mediante infografía por el taller Servicio Telegráfico, recoge de manera sintética sólo la versión que dimos a conocer en la exposición El Carambolo. 50 años de un tesoro. En ella el sacerdote luce el collar y los brazaletes, mientras que la vaca aparece engalanada con el juego de frontil y placas que dispone de rosetas y el toro con el que carece de ellas (fig. 35). Los dos bóvidos van sujetos con cuerdas que parten de sendas anillas metálicas insertas en los orificios nasales. De hecho, a pesar de que el mundo cananeo conoció aguijadas para la doma de las reses bovinas, esa larga vara dotada de un extremo punzante se empleó más que nada cuando la fuerza animal se aplicaba al transporte o al arado (Pardee 2005: 41)[12]. Y, aunque es posible que dicho instrumento esté presente en algún relieve romano de suovetaurilia, no suele aparecer en las escenas antiguas de procesión ritual con animales engalanados. Por el contrario, el bóvido que desfila en las pinturas de Mari con una lúnula en su frente muestra esta otra fórmula de control mediante anilla al hocico para ser sometido por el personaje que lo conduce, un procedimiento que, por el dolor que causa, se ha revelado de gran efectividad a tenor de su éxito histórico.
Conducir a los bóvidos en este desfile requeriría, en cualquier caso, que fuesen ejemplares relativamente dóciles para que no perdieran la compostura, con lo que se trataría siempre de animales amansados y tal vez criados para tal fin por el propio templo. Con ello se lograría que su conducta se atuviera a la solemnidad del acto. Algo de esto se conoce de hecho en el Mediterráneo oriental. En este sentido, y en relación con el control que los templos ejercían sobre los animales que iban a ser consagrados, resulta del mayor interés un párrafo de Heródoto que describe el riguroso descaste de las víctimas. Esta selección exhaustiva la llevaba a cabo el clero egipcio para el toro de Apis, en un proceso en el que intervenía precisamente el sello como garantía última del nihil obstat sacerdotal:
Consideran que los bueyes pertenecen a Épafo y, por este motivo, los examinan como sigue. Si advierten que tienen un pelo negro, aunque sea uno solo, se le considera impuro. Esta revisión la hace un sacerdote encargado de este menester, tanto con el animal puesto en pie como patas arriba; además, le hace sacar la lengua para ver si está exenta de las señales prescritas [..]. Y también examinan si los pelos del rabo han crecido normalmente. Pues bien, si el animal está exento de todo ello, lo marca con un trozo de papiro que enrolla alrededor de sus cuernos y, luego, le aplica una capa de arcilla sigilar y en ella imprime su sello; sólo así se lo llevan; y está prescrita la pena de muerte para quien sacrifica un buey carente de marca.
(Heródoto II 38, 1-3)[13]
Desde que aparecieron las joyas del Carambolo, todos los estudiosos de la orfebrería antigua han reconocido que, por lo que se refiere a su decoración, el conjunto de placas y frontiles está formado por dos equipos. Ambos grupos cuentan con elementos semiesféricos, aunque sólo uno muestra rosetas. Esta dualidad permite un ejercicio de mayor precisión a nuestra hipótesis. Así, presumimos que el sacrificio consistía en dedicar una vaca para Astarté, de capa blanca como símbolo cromático de la pureza de la diosa, y un toro para Baal, castaño como recuerdo del tono rojizo del Sol a ciertas horas del día. Así se hizo luego en Roma para algunas parejas divinas, y así quedó también representado en una pintura mural asiria de la época. En este fresco, dos reses miran genuflexas a un altar taurodérmico en el que se representó el focus mediante una gran roseta (fig. 36).
Como acabamos de adelantar, el ajuar que engalanaba a la hembra sería el que muestra de forma insistente la roseta, representación gráfica de una hierofanía de la diosa madre (Kukahn 1962: 80) e icono de Astarté en tanto que Lucero (Escacena 2011: 177 y 191) y reina del cielo (López Monteagudo y San Nicolás 1996: 452), tal como la definieron ya algunos textos de la Biblia hebrea (Jeremías 7, 18 y 44). Y así, por exclusión, el otro lote revestiría al macho consagrado a Baal, lo que encajaría con este dios si las medias esferas constituyesen alusiones solares. Rosetas y semiesferas están presentes, en fin, en los brazaletes, prenda reservada al clero encargado de llevar a cabo el sacrificio. Y, si en este caso están presentes ambos símbolos en un mismo elemento, se debe sin duda a la unicidad del maestro de ceremonias, sacerdote que ejercería como celebrante principal del rito aunque el sacrificio de los animales tuviera un doble destino. Cuando se usara el espectacular y rico ajuar litúrgico representado por el tesoro del Carambolo, tal responsabilidad recaería sin duda en el sumo sacerdote de la comunidad, de cuya existencia tenemos noticia en el mundo semita antiguo, unas veces como figura encarnada en la realeza (Amadisi 2003: 46-47) y otras en calidad de presidente de ritos sacrificiales vinculados a determinados acontecimientos astronómicos (Del Olmo 1989).
La más importante objeción publicada hasta la fecha en relación con nuestra hipótesis ha venido de una de las personas que mejor conoce la orfebrería mediterránea de la época. Así, M.L. de la Bandera ha sostenido recientemente que nunca las piezas del Carambolo que hemos colocado sobre los bóvidos se podrían haber usado con tal función concreta en animales reales. Sostiene a este respecto que, en todo caso, habrían adornado imágenes de culto con la forma de dichos animales, estatuas que serían tal vez de madera; pero las piezas de oro no habrían engalanado a bestias vivas (De la Bandera y otros 2010: 323-324)[14].
La oposición de M.L. de la Bandera a la nueva propuesta se basa, con razón, en que el oro era entonces un metal de uso exclusivo para los dioses, hasta el punto de haberse considerado reflejo especular de los mismos (Blanco 2005: 1227-1228; Celestino y Blanco 2006). El párrafo del evangelio de Mateo que encabeza este artículo es fiel reflejo de esa acertada idea de nuestra colega; pero pueden añadirse otras citas textuales más antiguas que aluden a las caras doradas de las divinidades, como alguna egipcia del Libro de los Muertos fechada a mediados del segundo milenio a.C. (Wengrow 2007: 27). Insistiendo en esta idea, sabemos hoy además que, como mucho, el oro se reservó también para los reyes cuando estaban divinizados o cuando ejercían como sacerdotes principales en alguna ceremonia especial. Este argumento contrario a nuestra hipótesis nos parece del mayor peso, pero en ningún caso destruiría la nueva función considerada para el tesoro si tuviésemos en cuenta que, al destinarse al sacrificio, los animales en realidad encarnaban a la propia divinidad, lo que manifestaría un precedente efectivo de lo que más tarde será la eucaristía cristiana. Es más, la representación de retrancas en algunas imágenes de toros engalanados, como en los citados del píthos de Montemolín y del ánfora de Cabra, demuestra que se trata de prendas que se colocaban sobre animales genuinos, y por tanto vivos y en movimiento. De lo contrario, carece de sentido esta correa horizontal que pasa por debajo del rabo de los bóvidos y que sólo tiene como misión impedir que el ropaje se desequilibre y caiga del lomo de la bestia. Este recurso sería por completo innecesario en esculturas estáticas de bóvidos.
La solución que proponemos a las observaciones de M.L. de la Bandera no le quita en absoluto la razón a su autora. Por el contrario, al aceptar esa crítica hemos logrado acotar mejor nuestra idea y darle a la misma una vuelta de tuerca más si cabe, ya que podemos ofrecer ahora mucha más concreción al uso religioso de las joyas. Así, al recibir el ajuar litúrgico sobre sus cuerpos –ya de por sí seleccionados de acuerdo a estrictas directrices–, el dogma de la época sostendría que los animales experimentaban una transustanciación de su condición carnal, proceso por el que se convertían en la propia divinidad. De hecho, ésta era en el mundo romano la misión principal del dorsuale: la consagración del animal al que se le imponía. Con ello, su consumo por parte de los oferentes y demás fieles que asistían a la ceremonia se convertía en realidad en una común-unión de santidad con el dios. Por eso no es casual que en la tradición cristiana, heredera en parte del universo religioso semita del Próximo Oriente asiático, la institución de la eucaristía esté ligada al episodio de la muerte de Jesús, porque en ese contexto ideológico y cultual dicho trance era absolutamente necesario para que los fieles pudiesen consumir su cuerpo. En la misma práctica religiosa hebrea precristiana, algunos sacrificios de animales acababan con una comida tenida por acto de la mayor santidad, como se narra en las prescripciones sacerdotales bíblicas relacionadas con las víctimas por el delito:
Esta es la ley del sacrificio por el delito. Es cosa santísima. La víctima del sacrificio por el delito será degollada en el lugar donde se degüella el holocausto. La sangre se derramará en torno del altar. Se ofrecerá todo el sebo que recubre las entrañas, los dos riñones, con el sebo que los cubre y el que hay entre los riñones y los lomos, y la redecilla del hígado sobre los riñones. El sacerdote lo quemará en el altar. Es combustión de Yavé, víctima por el delito. Comerán la carne los varones de entre los sacerdotes en lugar santo; es cosa santísima.
(Levítico 7, 1-3 y 6)
Por esas mismas razones, y por la enorme acumulación de riqueza que supone el tesoro del Carambolo, sospechamos que su empleo como atuendo sagrado pudo estar reservado a la fiesta de la égersis, la más importante del credo fenicio. En ella se evocaba y se reproducía cada año, posiblemente durante el solsticio de verano, la incineración de la divinidad en las ascuas del altar y su resurrección al tercer día, y en su liturgia el sumo sacerdote de la comunidad intervenía como celebrante principal bajo el apelativo de mqm ’Im, literalmente el resucitador de dios (Xella 2001: 75; 2004: 42). Como veremos, de estos rituales y creencias que tienen que ver con la transustanciación de la víctima sacrificial tenemos constancia también en otras culturas no semitas del mundo antiguo.
En Egipto, la sustitución de un viejo toro Apis por otro joven se realizaba después de una búsqueda exhaustiva y rigurosa del nuevo animal por todo el país. Una vez seleccionado de entre múltiples candidatos, y comprobado que tenía los rasgos idóneos, determinados protocolos litúrgicos convertían al nuevo toro en el dios encarnado. La ceremonia implicaba el sacrificio del antecesor, que era comido por los fieles en una celebración eucarística en la que podía participar el faraón. Como comensal, el monarca recibía así la fuerza y el poder del toro (Conrad 2009: 132-133 y 170). La esencia de esta liturgia recuerda determinadas cenas rituales conocidas también en el mundo griego coetáneo, algunas de las cuales implicaban ingerir la carne cruda o asada de la víctima (Conrad 2009: 188 y 2004; Dyckinson 2010: 274).
De alguna forma, al engalanarla como al dios, la bestia era apartada de su condición animal y preservada por tanto de cualquier acción que pudiera llevarse a cabo con ella cuando aún contaba con sus características meramente naturales, tales como el trabajo o el consumo y/o intercambio rutinario de sus productos. En la mentalidad primitiva, y no sólo en ella, este ritual de separación es por cierto necesario para que el don abandone el mundo contingente del espacio y del tiempo ordinarios y adquiera categoría de materia trascendente y sobrenatural, libre ya de las ataduras terrenales propias del hombre, de los animales y de las cosas mundanas. Se trata de un gesto dirigido precisamente a cumplir con el requisito básico de toda ofrenda sagrada: retirar la primicia de lo cotidiano mediante signos y rituales adecuados a tal fin (Segarra 1997: 276). Por esta ceremonia, lo entregado al altar, a veces encarnación del propio dios, deja el plano de lo vulgar y prosaico para acceder al ámbito de lo santo. Por efecto de esa liturgia, que sólo está en manos sacerdotales, los creyentes que toman el alimento compartido en la reunión ingieren la carne y la sangre de la divinidad, recibiendo así sus características e incorporándolas a sus propios cuerpos y espíritus. Sólo de esta forma tiene sentido que el oro colocado sobre los bóvidos para su consagración fuera en realidad oro reservado a los dioses.
Trabajo elaborado en el marco del Proyecto HAR2008-01119 y del Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación.
Las citas bíblicas del presente trabajo están tomadas de la traducción de E. Nácar y A. Colunga (1991).
ABAD, L.; SALA, F. (1993): El poblado ibérico de El Oral (San Fulgencio, Alicante) (Trabajos Varios del S.I.P. 90). Diputación de Valencia, Valencia.
ALMAGRO-GORBEA, M. (1977): El Bronce Final y Periodo Orientalizante en Extremadura (Bibliotheca Praehistorica Hispana XIV). CSIC, Madrid.
ALMAGRO-GORBEA, M. (1996): Ideología y poder en Tartessos y el mundo ibérico. Real Academia de la Historia, Madrid.
ÁLVAREZ MARTÍ-AGUILAR, M. (2005): Tarteso. La construcción de un mito en la historiografía española. Diputación de Málaga, Málaga.
ÁLVAREZ MARTÍ-AGUILAR, M. (2009): “Identidad y etnia en Tartesos”, Arqueología Espacial 27: 79-111.
ÁLVAREZ MARTÍ-AGUILAR, M. (2010): “Carriazo y su interpretación de los hallazgos de El Carambolo en el contexto de los estudios sobre Tartesos”, en M.L. de la Bandera y E. Ferrer (ed.), El Carambolo. 50 años de un tesoro: 53-97. Universidad de Sevilla, Sevilla.
ÁLVAREZ MARTÍ-AGUILAR, M.; FERRER, E, (2009): “Identidad e identidades entre los fenicios de la Península Ibérica en el periodo colonial”, en F. Wulff y M. Álvarez Martí-Aguilar (ed.), Identidades, culturas y territorios en la Andalucía prerromana: 165-204. Universidad de Málaga – Universidad de Sevilla, Málaga.AMADISI, M.G. (2003): “Il sacerdote”, en J.A. Zamora (ed.), El hombre fenicio. Estudios y materiales: 45-53. CSIC, Roma.
AMORES, F. (ed.) (2009): El Carambolo. 50 años de un tesoro (Catálogo de la Exposición). Junta de Andalucía, Sevilla.
AMORES, F.; ESCACENA, J.L. (2003): “De toros y de tesoros: simbología y función de las joyas de El Carambolo”, en A. García-Baquero y P. Romero (ed.), Fiestas de toros y sociedad: 41-68. Universidad de Sevilla, Sevilla.
ARANCIBIA, A.; ESCALANTE, M.M. (2006): “La Málaga fenicio-púnica a la luz de los últimos hallazgos”, Mainake XXVIII: 333-360.
ARRIBAS, A. (1965): Los Iberos. Aymá, Barcelona.
ARTEAGA, O.; SCHULZ, H.D.; ROOS, A.M. (1995): “El problema del ‘Lacus Ligustinus’. Investigaciones geoarqueológicas en torno a las Marismas del Bajo Guadalquivir”, Tartessos 25 años después, 1968-1993, Jerez de la Frontera: 99-135. Ayuntamiento de Jerez de la Frontera, Jerez de la Frontera.
AUBET, M.E. (1992): Maluquer y la renovación de la arqueología tartésica (Clásicos de la Arqueología de Huelva 5). Diputación de Huelva, Huelva.
AUBET, M.E. (1992-93): “Maluquer y El Carambolo”, Tabona VIII (II): 329-349.
AUBET, M.E. (1994): Tiro y las colonias fenicias de Occidente. Crítica, Barcelona.
BARRAL, M.A. (2009): Estudio geoarqueológico de la ciudad de Sevilla. Universidad de Sevilla – Fundación Focus-Abengoa, Sevilla.
BELARTE, C.; PY, M. (2004): “Les décors de sol à base de coquillages du quartier 30-35 de Lattara”, Lattara 17: 385-394.
BELÉN, M. (1993): “Mil años de historia de Coria: la ciudad prerromana”, en J.L. Escacena (coord.), Arqueología de Coria del Río y su entorno, en Azotea 11-12 (Monográfico de la Revista de Cultura del Ayuntamiento de Coria del Río): 35-60.
BELÉN, M.; ESCACENA, J.L. (1997): “Testimonios religiosos de la presencia fenicia en Andalucía occidental”, Spal 6: 103-131. http://dx.doi.org/10.12795/spal.1997.i6.07
BENDALA, M. (2000): Tartesios, iberos y celtas. Temas de Hoy, Madrid.
BERNÁLDEZ, E.; GARCÍA-VIÑAS, E.; ONTIVEROS, E.; GÓMEZ, A.; OCAÑA, A. (2010): “Del mar al basurero: una historia de costumbres”, en M.L. de la Bandera y E. Ferrer (ed.), El Carambolo. 50 años de un tesoro: 345-379. Universidad de Sevilla, Sevilla.
BERROCAL-RANGEL, L.; SILVA, A.C.S. (2007): “O Castro dos Ratinhos (Moura, Portugal). Um complexo defensivo no Bronze Final do Sudoeste peninsular”, en L. Berrocal-Rangel y P. Moret, Paisajes fortificados de la Edad del Hierro. Las murallas protohistóricas de La Meseta y la vertiente atlántica en su contexto europeo (Bibliotheca Archaeologica Hispana 28): 169-190. Real Academia de la Historia–Casa de Velázquez, Madrid.
BLANCO, A. (1968): “Los primeros ensayos de representación plástica de la figura humana en el arte español”, España en las crisis del arte europeo (coloquio celebrado en conmemoración de los XXV años de la fundación del CSIC). Instituto “Diego Velázquez”. Madrid.
BLANCO, A. (1979): Historia de Sevilla. I (1) La ciudad antigua (desde la Prehistoria a los Visigodos). Universidad de Sevilla, Sevilla.
BLANCO, J.L. (2005): “Joyería orientalizante: el espejo de los dioses”, en S. Celestino y J. Jiménez (ed.) El Periodo Orientalizante (Anejos de Archivo Español de Arqueología XXXV): 1225-1230. CSIC, Mérida.
BLÁNQUEZ, J.J.; BELÉN, M. (2003): “Cerámicas orientalizantes del Museo de Cabra (Córdoba)”, en J.J. Blánquez (ed.), Cerámicas orientalizantes del Museo de Cabra: 78-145. Ayuntamiento de Cabra, Cabra.
BLÁZQUEZ, J.M. (1995): “El legado fenicio en la formación de la religión ibera”, en I Fenici: Ieri, Oggi, Domani. Ricerche, scoperte, progetti (Roma 3-5 marzo 1994): 107-117. Accademia Nazionale dei Licei y Consiglio Nazionale delle Ricerche, Roma.
BONNET, C.; XELLA, P. (1995): “La religion”, en V. Krings (ed.), La civilisation phénicienne et punique. Manuel de recherche: 316-333. E.J. Brill, Leiden – New York – Köln.
BONSOR, G. (1899): Les colonies agricoles pré-romaines de la vallée du Bétis (Revue Archéologique XXXV). Ernest Léroux, Paris.
BORJA, F.; BARRAL, M.A. (2005): “Evolución histórica de la vega de Sevilla. Estudio de geoarqueología urbana”, en A. Jiménez (ed.), La catedral en la ciudad (I). Sevilla, de Astarté a San Isidoro: 6-36. Aula Hernán Ruiz, Sevilla.
BRELICH, A. (1966): Introduzione alla storia delle religioni. Ateneo, Roma.
CABALLOS, A.; ESCACENA, J.L. (1992): Tartesos y El Carambolo. Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla.
CARRIAZO, J. de M. (1958): “Un tesoro digno de Argantonio”, ABC de Sevilla nº 17.230: 37-41 (16-XI-1958).
CARRIAZO, J. de M. (1970): El tesoro y las primeras excavaciones en «El Carambolo» (Camas, Sevilla) (Excavaciones Arqueológicas en España 68). Ministerio de Cultura, Madrid.
CARRIAZO, J. de M. (1973): Tartesos y el Carambolo. Investigaciones arqueológicas sobre la Protohistoria de la Baja Andalucía. Ministerio de Educación y Ciencia, Madrid.
CASTRO, P.V.; LULL, V.; MICÓ, R. (1996): Cronología de la prehistoria reciente de la Península Ibérica y Baleares (c. 2800-900 cal ANE). BAR Internacional Series 652. Archaeopress, Oxford.
CELESTINO, S.; BLANCO, J.L. (2006): La joyería en los orígenes de Extremadura: el espejo de los dioses. CSIC, Badajoz.
CHAPA, T. (2005): “Las primeras manifestaciones escultóricas ibéricas en el oriente peninsular”, Archivo Español de Arqueología 78: 23-47.
CHAPA, T. (2005-06): “Iconografía y economía: un ejemplo aplicado a los orígenes de la escultura ibérica en el área del Bajo Segura (Alicante)”, Munibe 57 (3): 243-256.
CHAPA, T.; BELÉN, M.; MARTÍNEZ-NAVARRETE, I.; RODERO, A., CEPRIÁN, B.; PEREIRA, J. (2009): “Sculptors’ signaturas on Iberian stone statues from Ipolca-Obulco (Porcuna, Jaén, Spain)”, Antiquity 83: 723-737.
CHAPA, T.; MADRIGAL, A. (1997): “El sacerdocio en época ibérica”, Spal 6: 187-203. http://dx.doi.org/10.12795/spal.1997.i6.11
CHAPA, T.; MAYORAL, V. (2007): Arqueología del trabajo. El ciclo de la vida en un poblado ibérico. Akal, Madrid.
CHAVES, F.; DE LA BANDERA, M.L. (1992): “Problemática de las cerámicas «orientalizantes» y su contexto”, en Untermann, J.; Villar, F. (ed.), Lengua y Cultura en la Hispania Prerromana. Actas del V Coloquio sobre Lenguas y Culturas Prerromanas de la Península Ibérica: 49-89.
CONRAD, J.R. (2009): El cuerno y la espada. Fundación Real Maestranza de Caballería de Sevilla-Universidad de Sevilla, Sevilla.
CORREA, J.A. (2000): “El topónimo Hispal(is)”, Philologia Hispalensis XIV: 181-190.
DAREMBERG, CH.; SAGLIO, E. (1969): Dictionnaire des antiquités grecques et romaines. Akademische Druck, Graz.
DE CHAZELLES, C.A. (1996): “Les techniques de construction de l’habitat antique de Lattes”, Lattara 9: 259-328.
DE LA BANDERA, M.L. (1987): La joyería orientalizante e ibérica del s. VII al I a.C. (mitad sur peninsular). Universidad de Sevilla, Sevilla.
DE LA BANDERA, M.L. (2008): “El tesoro del Carambolo”, en J. Rubiales (ed.), El río Guadalquivir: 172-173. Junta de Andalucía, Sevilla.
DE LA BANDERA, M.L.; GÓMEZ, B.; ONTALBA, M.A.; RESPALDIZA, M.A.; ORTEGA, I. (2010): “El tesoro de El Carambolo: técnica, simbología y poder”, en M. L. De la Bandera y E. Ferrer (coord.), El Carambolo. 50 años de un tesoro: 297-334. Universidad de Sevilla, Sevilla.
DEL OLMO, G. (1989): “Rituales sacrificiales de plenilunio y novilunio (KTU 1.109/1.46)”, Aula Orientalis VII, 2: 181-188.
DEL OLMO, G. (1998): Mitos, leyendas y rituales de los semitas occidentales. Trotta – Universidad de Barcelona, Madrid.
DEL OLMO, G. (2004): “De los 1.000 y más dioses al Dios único. Cuantificación de los panteones orientales: de Egipto a Cartago”, en A. González Blanco y otros (ed.), El mundo púnico. Religión, antropología y cultura material (Estudios Orientales 5-6): 19-32. Universidad de Murcia, Murcia.
DELGADO, A. (2005): “La transformación de la arquitectura residencial en Andalucía occidental durante el Orientalizante: una lectura social”, en S. Celestino y J. Jiménez (ed.), El Periodo Orientalizante (Anejos de Archivo Español de Arqueología XXXV): 585-594. CSIC, Mérida.
DELGADO, C. (1996): El toro en el mundo mediterráneo. Análisis de su presencia y significado en las grandes culturas del mundo antiguo. Universidad Autónoma de Madrid, Madrid.
DENNETT, D.C. (2007): Romper el hechizo. La religión como fenómeno natural. Katz, Buenos Aires.
DÍAZ TEJERA, A. (1982): Sevilla en los textos clásicos greco-latinos. Ayuntamiento de Sevilla, Sevilla.
DICKINSON, O. (2010): El Egeo de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro. Bellaterra, Barcelona.
DUSSAUD, R. (1930): “Hadad et le soleil”, Syria XI: 364-369.
ESCACENA, J. L. (2001): “Fenicios a las puertas de Tartessos”, Complutum 12: 73-96.
ESCACENA, J.L. (2006): “Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías”, en J.L. Escacena y E. Ferrer (ed.), Entre Dios y los hombres: el sacerdocio en la Antigüedad (Spal Monografías VII): 103-156. Universidad de Sevilla, Sevilla.
ESCACENA, J.L. (2009): “La égersis de Melqart. Hipótesis sobre una teología solar cananea”, Complutum 20 (2): 95-120.
ESCACENA, J.L. (2010): “El Carambolo y la construcción de la arqueología tartésica”, en M. L. De la Bandera y E. Ferrer (coord.), El Carambolo. 50 años de un tesoro: 99-148. Universidad de Sevilla, Sevilla.
ESCACENA, J.L. (2011): “Variación identitaria entre los orientales de Tartessos. Reflexiones desde el antiesencialismo darwinista”, en M. Álvarez (ed.), Fenicios en Tartessos: nuevas perspectivas (BAR Intern. Ser. 2245): 161-192. Archaeopress, Oxford.
ESCACENA, J.L.; COTO, M. (2010): “Altares para la eternidad”, Spal 19: 149-185. http://dx.doi.org/10.12795/spal.2010.i19.07
ESCACENA, J.L.; FERNÁNDEZ FLORES, A.; RODRÍGUEZ AZOGUE, A. (2007): “Sobre el Carambolo: un híppos sagrado del santuario IV y su contexto arqueológico”, Archivo Español de Arqueología 80: 5-27.
ESCACENA, J.L.; IZQUIERDO, R. (2001): “Oriente en Occidente. Arquitectura civil y religiosa en un barrio fenicio de la Caura tartésica”, en D. Ruiz Mata y S. Celestino (ed.), Arquitectura oriental y orientalizante en la Península Ibérica: 123-157. Centro de Estudios del Próximo Oriente-CSIC, Madrid.
ESCACENA, J.L.; VÁZQUEZ, M.I. (2009): “Conchas de salvación”, Spal 18: 51-82. http://dx.doi.org/10.12795/spal.2009.i18.04
FELDMAN, M.H. (2006): “Assur tomb 45 and the birth of the Assyrian Empire”, Bulletin of the American Schools of Oriental Research 343: 21-43.
FERJAOUI, A. (2007): “Art phénicien, art penique”, en La Méditerranée des Phéniciens de Tyr à Carthage: 140-145. Institut du Monde Arabe, Paris.
FERNÁNDEZ FLORES, A.; RODRÍGUEZ AZOGUE, A. (2005a): “Nuevas excavaciones en el Carambolo Alto, Camas (Sevilla). Resultados preliminares”, en S. Celestino y J. Jiménez (ed.), El Periodo Orientalizante (Anejos de Archivo Español de Arqueología XXXV): 843-862. CSIC, Mérida.
FERNÁNDEZ FLORES, A.; RODRÍGUEZ AZOGUE, A. (2005b): “El complejo monumental del Carambolo Alto, Camas (Sevilla). Un santuario orientalizante en la paleodesembocadura del Guadalquivir”, Trabajos de Prehistoria 62 (1): 111-138.
FERNÁNDEZ FLORES, A.; RODRÍGUEZ AZOGUE, A. (2007): Tartessos desvelado. La colonización fenicia del suroeste peninsular y el origen y ocaso de Tartessos. Almuzara, Córdoba.
GÓMEZ MORENO, M. (1905): “Arquitectura tartesia. La necrópolis de Antequera”, Boletín de la Real Academia de la Historia XLVII: 81-132.
GÓMEZ PEÑA, A. (2010): “Así en Oriente como en Occidente: el origen oriental de los altares taurodérmicos de la Península Ibérica”, Spal 19: 129-148. http://dx.doi.org/10.12795/spal.2010.i19.06
GONZÁLEZ WAGNER, C. (1993): “Aspectos socioeconómicos de la expansión fenicia en Occidente: El intercambio desigual y la colonización agrícola”, Estudis d’Història Econòmica 1993/1: 13-37.
GONZÁLEZ WAGNER, C. (2005): “Consideraciones sobre un nuevo modelo colonial fenicio en la Península Ibérica”, en S. Celestino y J. Jiménez (ed.), El Periodo Orientalizante (Anejos de Archivo Español de Arqueología XXXV): 149-165. CSIC, Mérida.
GONZÁLEZ WAGNER, C.; ALVAR, J. (1989): “Fenicios en Occidente: la colonización agrícola”, Rivista di Studi Fenici XVII (1): 61-102.
HUNT, M.A.; MONTERO, I.; ROVIRA, S.; FERNÁNDEZ, A.; RODRÍGUEZ, A. (2010): “Estudio arqueométrico del registro de carácter metálico de las campañas 2002-2005 en el yacimiento de “El Carambolo” (Camas, Sevilla)”, en M.L. de la Bandera y E. Ferrer (ed.), El Carambolo. 50 años de un tesoro: 271-295. Universidad de Sevilla, Sevilla.
IZQUIERDO, R.; ESCACENA, J.L. (1998): “Sobre El Carambolo: «La trompeta de Argantonio»“, Archivo Español de Arqueología 71: 27-36.
JUÁREZ, J.M. (2005): “Espacios sagrados, rituales y cerámicas con motivos figurados. El yacimiento tartésico del Cerro de San Cristóbal de Estepa (Sevilla)”, en S. Celestino y J. Jiménez (ed.) El Periodo Orientalizante (Anejos de Archivo Español de Arqueología XXXV): 879-889. CSIC, Mérida.
KUKAHN, E. (1962): “Los símbolos de la Gran Diosa en la pintura de los vasos ibéricos levantinos”, Caesaraugusta 19-20: 79-85.
KUKAHN, E.; BLANCO, A. (1959): “El tesoro de “El Carambolo”“, Archivo Español de Arqueología XXXII: 38-49.
LIPINSKI, E. (1984): “Vestiges phéniciens d’Andalousie”, Orientalia Lovaniensia Periodica 15: 81-132.
LIVERANI, M. (1995): El antiguo Oriente. Historia, sociedad y economía. Crítica, Barcelona.
LIVERANI, M. (2004): Más allá de la Biblia. Historia antigua de Israel. Crítica, Barcelona.
LLOBREGAT, E.A. (1974): “El toro ibérico de Villajoyosa (Alicante)”, Zephyrvs XXV: 335-342.
LÓPEZ MONTEAGUDO, G.; SAN NICOLÁS, M.P. (1996), “Astarté-Europa en la Península Ibérica. Un ejemplo de interpretatio romana”, en M.A. Querol y T. Chapa (ed.), Homenaje al profesor Manuel Fernández-Miranda, en Complutum Extra 6 (I): 451-470.
LUZÓN, J.M.; LEÓN, M.P. (1971): “Esculturas romanas de Andalucía”, Habis 2: 233-250.
MALUQUER DE MOTES, J. (1957): “De metalurgia tartesia: El bronce Carriazo”, Zephyrvs VIII: 157-168.
MARÍN, M.C. (2002): “En torno a las fuentes para el estudio de la religión fenicia en la Península Ibérica”, en E. Ferrer (ed.), Ex Oriente Lux: Las religiones orientales antiguas en la Península Ibérica: 11-32. Universidad de Sevilla – Fundación El Monte, Sevilla.
MARÍN, M.C.; FERRER, E. (2011): “El Bronce Carriazo. Historia y lectura iconográfica de una pieza singular”, en J.A. Belmonte y J. Oliva (coord.), Esta Toledo, aquella Babilonia. Convivencia e interacción en las sociedades del Oriente y del Mediterráneo antiguos (V Congreso Español del Antiguo Oriente Próximo): 615-645. Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca.
MARTÍNEZ HERMOSO, M.; CARRILLO, J. (2004): “Cuestiones preliminares al estudio del ritual sacrificial en Levítico”, Huelva Arqueológica 20 (Actas del III Congreso Español del Antiguo Oriente Próximo): 257-271.
MORAN, W.L. (trad.) (1987): Les lettres d’El-Amarna. Correspondance diplomatique du pharaon. Trad. Al francés por D. Collon y H. Caselles. Les Éditions du Cerf, Paris.
NÁCAR, E.; COLUNGA, A. (1991): Sagrada Biblia. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid.
NICOLINI, G. (1990): Techniques des ors antiques. La bijouterie ibérique du VIIe au IVe siècle. Picard, s.l.
ORNAN, T. (2001): “The bull and its two masters: moon and storm deities in relation to the bull in Ancient Near Eastern art”, Israel Exploration Journal 51: 1-26.
PARDEE, D. (2005): “Dresser le boeuf à Ougarit”, en P. Bienkowski y otros (ed.), Writing and ancient Near Eastern society. Papers in honour of Alan R. Millard (Library of Hebrew Bible / Old Testament Studies 426): 41-47. T & T Clark, New York-London.
PARROT, A. (1970): Asur. Aguilar, Madrid.
PELLICER, M. (1976): “Historiografía tartésica”, Habis 7: 229-241.
PELLICER, M. (1996): “La emergencia de Sevilla”, Spal 5: 87-100. http://dx.doi.org/10.12795/spal.1996.i5.04
PELLICER, M. (1997): “El nacimiento de Sevilla”, Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría XXV: 231-254.
PEREA, A. (2000): “Joyas y bronces”, en C. Aranegui (ed.), Argantonio, rey de Tartessos: 147-155. Fundación El Monte, Sevilla.
PEREA, A. (2005): “Relaciones tecnológicas y de poder en la producción y consumo de oro durante la transición Bronce Final-Hierro en la fachada atlántica peninsular”, en S. Celestino y J. Jiménez (ed.) El Periodo Orientalizante (Anejos de Archivo Español de Arqueología XXXV): 1077-1088. CSIC, Mérida.
PEREA, A.; ARMBRUSTER, B. (1998): “Cambio tecnológico y contacto entre Atlántico y Mediterráneo: el depósito de “El Carambolo”, Sevilla”, Trabajos de Prehistoria 55 (1): 121-138.
PY, M.; DIETLER, M. (2003): “Une statue de guerrier découverte a Lattes (Hérault)”. Documents d´Archéologie Méridionel 26: 235-249.
RIBICHINI, S. (1985): Poenus Advena. Gli dei fenici e l’interpretazione classica. Consiglio Nazionale delle Ricerche, Roma.
RICE, M. (1998): The power of the bull. Routledge, London-New York.
RODRÍGUEZ AZOGUE, A.; FERNÁNDEZ FLORES, A. (2005): “El santuario orientalizante del cerro del Carambolo, Camas (Sevilla). Avance de los resultados de la segunda fase de la intervención”, en S. Celestino y J. Jiménez (ed.), El Periodo Orientalizante (Anejos de Archivo Español de Arqueología XXXV): 863-871. CSIC, Mérida.
RUIZ-GÁLVEZ, M. (1992): “La novia vendida: orfebrería, herencia y agricultura en la Protohistoria de la Península Ibérica”, Spal 1: 219-251. http://dx.doi.org/10.12795/spal.1992.i1.11
RUIZ MATA, D.; GONZÁLEZ RODRÍGUEZ, R. (1994): “Consideraciones sobre asentamientos rurales y cerámicas orientalizantes en la campiña gaditana”, Spal 3: 209-256. http://dx.doi.org/10.12795/spal.1994.i3.08
SCHRADER, C. (trad.) (1983): Heródoto: Historia. Gredos, Madrid.
SCHULTEN, A. (1955): Fontes Hispaniae Antiquae I. Universidad de Barcelona, Barcelona.
SEGARRA, D. (1997): “La alteridad ritualizada en la ofrenda”, Habis 28: 275-298.
TORRES, M. (2002): Tartessos (Bibliotheca Archaeologica Hispana 14). Real Academia de la Historia, Madrid.
WENGROW, D. (2007): La arqueología del Egipto arcaico. Transformaciones sociales en el noreste de África [10.000-2650 A.C.]. Bellaterra, Barcelona.
XELLA, P. (1986): “Le polythéisme phénicien”, en C. Bonnet y otros (ed.), Religio phoenicia (Studia Phoenicia IV): 29-39. Société des Études Classiques, Namur.
XELLA, P. (2001): “Le soi-disant «Dieu qui meurt» en domaine phénico-punique”, Traseuphratène 22: 63-77.
XELLA, P. (2004): “Una cuestión de vida o muerte: Baal de Ugarit y los dioses fenicios”, en A. González Blanco y otros (ed.), El mundo púnico. Religión, antropología y cultura material (Estudios Orientales 5-6): 33-45. Universidad de Murcia, Murcia.
Recepción: 26 de noviembre de 2011. Aceptación: 27 de febrero de 2012
[1] En cananeo, la voz ba’al significa simplemente “señor”. Con este único apelativo genérico nos referiremos al dios fenicio identificado muchas otras veces con diversos nombres, siempre referidos en cualquier caso al compañero de Astarté. De hecho, Melqart sólo es el Baal de Tiro (Ribichini 1985: 45.; Xella 2001: 72.;). En Mesopotamia, dirigirse a la divinidad de esta forma se constata ya en Nippur, donde el nombre Enlil contiene la idea acadia de “señor” –ilu– (Brelich 1966: 165 y 183). Al emplear en nuestro artículo sólo el nombre de Baal no proponemos necesariamente un monoteísmo masculino fenicio, pero reconocemos con ello ciertas reflexiones sobre este problema ya expresadas con anterioridad (p.e. Del Olmo 2004: 28-29). La personificación masculina de la trascendencia, entendida como lo hizo Brelich (1966: 28), se une siempre a la misma diosa como pareja de patronos locales: Baal Samem-Astarté en Biblos, Esmún-Astarté en Sidón, Melqart-Astarté en Tiro y en la fase arcaica de Cartago (aquí Baal Hammon-Tanit en época púnica) o Reshef-Astarté en Kition. Estos nombres podrían referirse a dioses diferentes, desde luego ubicados en los panteones urbanos fenicios siempre en la cima (Bonnet y Xella 1995: 320). Pero, más que ante un politeísmo peculiar, como lo ha definido P. Xella (1986: 30), podríamos estar ante advocaciones diversas para un mismo ente divino. De ahí que todos esos dioses conocieran parecidos avatares de muerte y resurrección en sus respectivas historias míticas (Bonnet y Xella 1995: 323).
[2] En el presente trabajo usamos el término “cananeos” como sinónimo de “fenicios”. Aunque en la bibliografía especializada no suele darse esta correspondencia, el étnico con que se referían a sí mismos los fenicios era can’ani (Aubet 1994: 17). La palabra Canaán como nombre de su tierra natal era común en Palestina todavía en los siglos V y IV a.C. (Liverani 2004: 327), a pesar de que los expertos reservan la voz “cananeos” para los grupos humanos que habitaban la zona en el segundo milenio a.C. Esta continuidad en la denominación del propio país es otro reflejo de que la gente del primer milenio a.C. era descendiente directa de la que ocupaba la zona en el anterior. Tal ausencia de grandes rupturas culturales es importante para nuestro enfoque –usaremos textos y testimonios arqueológicos de diversas épocas–, y está especialmente aceptada hoy en lo referente a las creencias (Marín 2002: 16). A favor de una ruptura se mostraron otros autores, pero de esto hace casi dos décadas (p.e. Aubet 1994: 138).
[3] Informe inédito elaborado por la empresa Terra Nova LTd. por encargo de la Delegación Provincial de Sevilla de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía.
[4] En alusión a los altares con este diseño, la voz “taurodérmico”, que tan bien define la silueta de estos altares y la de otros muchos elementos que intentan imitar las pieles de los bóvidos, la usamos por vez primera en los textos de la exposición conmemorativa del cincuenta aniversario del hallazgo del tesoro del Carambolo (Amores 2009: 58 ss). Como supuesto sinónimo de “piel de toro”, la literatura arqueológica ha utilizado a veces “piel de buey”. La palabra ugarítica que alude a Baal como bóvido es alp (“res bovina macho”). En sentido castellano estricto, el buey es un toro castrado, que no puede ejercer por tanto su faceta reproductora.; su imperfección le impide ser apto para sacrificarlo a los dioses (Del Olmo 1998: 133). De hecho, en Levítico 22, 24 Yahvé prohíbe a los sacerdotes de Israel que le ofrezcan animales con los testículos magullados o extirpados. Por tanto, si la forma de los altares se refiere a la piel de Baal, es del todo inapropiado el nombre “piel de buey”.
[5] Los “cuernos del altar” podrían ser sus esquinas, es decir, los extremos de la piel alusivos a las patas del animal en el caso de las aras taurodérmicas. En algunas tradiciones constructivas, estos apéndices giraban hacia arriba hasta formar sendos pináculos verticales en los cuatro ángulos. De ser así, los altares sobreelevados orientales con vértices a modo de pequeñas pirámides supondrían una versión más de los altares en forma de piel de toro.
[6] Versión de G. del Olmo (1998: 257).
[7] Diversos testimonios escritos y/o arqueológicos permiten establecer una identificación nítida entre Baal y el Sol. Un ejemplo evidente lo constituye una carta de El Amarna: “Al rey, mi señor, mi Sol, mi dios: correo de Abi-Milku, tu servidor. Me postro a los pies del rey, mi señor, siete veces y siete veces. No soy más que polvo bajo los pies y las sandalias del rey, mi señor. ¡Oh rey, mi señor!, tú eres como el Sol, como Baal en el cielo” […] (El Amarna 149. Tiro). Traducción a partir de Moran (1987: 382).
[8] Conocemos este testimonio por nuestra colega y amiga M. Belén Deamos, compañera en el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Sevilla. Conocedora de nuestra interpretación del tesoro del Carambolo, tomó interesantes fotos de la pieza en noviembre de 2009 en el Museo de Cartago. Desde estas líneas le agradecemos el dato y el permiso para poder publicar las imágenes.
[9] Agradecemos a la profesora Teresa Chapa, del Departamento de Prehistoria de la Universidad Complutense, la foto que nos ha proporcionado del toro de Monforte del Cid.
[10] Agradecemos la información suministrada especialmente a Manuel Valdecantos Ángel, Ingeniero Técnico Agrícola, y a Esteban García-Viñas, Licenciado en Biología e investigador del Laboratorio de Paleobiología del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico.
[11] En la muestra, celebrada en el Museo Arqueológico de Sevilla entre el 2 de octubre de 2009 y el 28 de febrero de 2010, y de la que fuimos comisarios los dos autores del presente artículo, se expuso el conjunto original de joyas. Además, se usaron para las dos hipótesis aquí barajadas sendas copias del tesoro elaboradas en metal dorado, la del propio museo y la que realizó en su día el orfebre F. Marmolejo, propiedad hoy de sus herederos.
[12] Agradecemos a José Á. Zamora, del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CSIC), la noticia de la existencia de este trabajo, que desconocíamos.
[13] Traducción de C. Schrader (1983).
[14] Aunque M.L. de la Bandera firma este trabajo con otros autores, los detalles de este rechazo son cosecha propia. Así lo ha manifestado en diversos foros, y así lo defendió con valentía en la correspondiente sesión del congreso El Carambolo. 50 años de un tesoro. En numerosas ocasiones le hemos mostrado agradecimiento a su actitud crítica, sin la que habría sido imposible la solución conciliadora que ofrecemos en este último apartado de nuestro artículo.