A. Fernández Flores, L. García Sanjuán y M. Díaz-Zorita Bonilla (eds.). Montelirio. Un gran monumento megalítico de la Edad del Cobre. Arqueología Monografías, Consejería de Cultura, Junta de Andalucía, Sevilla, 2016, 553 págs., ISBN-978-84-9959-236-7.

http://dx.doi.org/10.12795/spal.2018i27.12

La revisión de las normas subsidiarias del término municipal de Castilleja de Guzmán (Sevilla) exigía la obtención de información arqueológica para establecer medidas de protección para el yacimiento de Valencina. En este empeño, se programó una prospección superficial con sondeos en 1998 que dio como resultado más relevante la localización de lo que parecían ser varias estructuras megalíticas en la parcela M-2 del Plan Parcial nº4. Pero no sería hasta 2007, y tras llevarse a cabo una prolongada campaña de excavaciones, cuando se pudo caracterizar definitivamente el hallazgo. Se trataba, en contra de lo inicialmente supuesto, de un único sepulcro megalítico de falsa cúpula que aparecía excepcionalmente conservado y que inmediatamente se convirtió, en los medios de comunicación, en uno de los mayores descubrimientos arqueológicos de la década.

Los procedimientos administrativos para proteger el hallazgo no estuvieron exentos de polémica, especialmente a la hora de establecer el perímetro de protección del sepulcro. En las hemerotecas se pueden consultar las discusiones sobre el tema en las que, además de las distintas administraciones implicadas, tomaron parte varias asociaciones vecinales y patrimoniales. En cualquier caso, el desde entonces conocido como Tholos de Montelirio, sería finalmente integrado en el subsector ZA-IB de la Zona Arqueológica de Valencina de la Concepción y Castilleja de Guzmán, declarada BIC en marzo de 2010.

Paralelamente a los trámites administrativos, en estas dos últimas décadas se han llevado a cabo profusos estudios arqueológicos que, felizmente, ven la luz ahora con la publicación de la monografía titulada Montelirio. Un gran monumento megalítico de la Edad del Cobre, editada por Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, organismo que además había participado en la financiación de las excavaciones llevadas a cabo en el lugar durante 2007 y 2010. Estamos, sin duda, ante una publicación que no desmerece el extraordinario hallazgo arqueológico y que supone una gran aportación al conocimiento del megalitismo de la península ibérica.

El texto, que sobrepasa las 500 páginas, se articula en cinco partes que integran coherentemente 22 capítulos con un prólogo y un preámbulo, en los que participan más de cuarenta especialistas de 16 universidades españolas e internacionales. Detallaremos brevemente la estructura de la monografía.

La primera parte (caps. 1 al 3) se dedica a definir el contexto arqueológico del hallazgo, tanto en su estado administrativo actual como desde su caracterización geofísica, geológica y paleoambiental; un buen punto de arranque para acercarnos a la segunda parte (caps. 4 al 7), sin duda, una de las más atractivas de esta monografía. En sus capítulos se realiza una pormenorizada descripción de las excavaciones realizadas en el sepulcro (años 1998, 2007 y 2010) con un detallado estudio de la arquitectura funeraria de Montelirio y de su estratigrafía interior y tumular, lo que aporta algunas de las más interesantes conclusiones que veremos más adelante. Una vez descrito el contenedor, se reserva una extensa tercera parte (caps. 8 a 16) al estudio de la cultura material que configura el espectacular ajuar recuperado. La singularidad de las materias primas empleadas (marfil, ámbar, oro entre otras), la procedencia de las mismas, y la calidad técnica con la que fueron realizados los artefactos difícilmente encuentran parangón en otros contextos funerarios peninsulares.

La cuarta parte de la monografía (caps. 16 al 20) se centra en el estudio de los restos orgánicos hallados en el sepulcro. Sobresale en ella la caracterización antropológica de los restos humanos hallados (26 individuos) y, sobre todo, el análisis de la presencia de mercurio en los esqueletos que da unos resultados realmente espectaculares. El volumen se completa con la quinta parte dedicada a la interpretación general del hallazgo (caps. 21 y 22). Esta descansa sobre los resultados radiocarbónicos obtenidos de una serie de 22 dataciones y su correspondiente análisis bayesiano, y la integración final que hacen, a modo de resumen, los editores de todo el acopio de información disponible.

Varios aspectos llaman la atención al lector de esta monografía. En primer lugar la incuestionable realidad de que bien entrado el siglo XXI, y en plena época posleisneriana, todavía existe la feliz posibilidad de hallar, en un excelente estado de conservación, sepulcros megalíticos tan monumentales como el de Montelirio. En segundo lugar, que la arqueología de urgencia es conciliable con la investigación académica a poco que exista voluntad política y capacidad de coordinación entre profesionales. En este caso, y tras unas primeras actuaciones poco afortunadas, se recondujeron los estudios de forma realmente satisfactoria, lo que ha permitido salvar el bien patrimonial y obtener una información arqueológica de gran calidad. El empleo de modernos métodos y técnicas multidisciplinares en este yacimiento (prospección geofísica, procesamiento cartográfico digital, petrología de láminas delgadas, análisis de isótopos estables, dataciones radiocarbónicas, etc.) es buena prueba de lo que hablamos.

Centrándonos en las aportaciones que nos parecen más relevantes, cabe decir que hoy sabemos que el sepulcro de Montelirio es un tholos con un corredor de 39 metros de longitud que da acceso a una primera cámara (4,75 m de diámetro) desde la que se accede, a su vez, a una segunda aneja y de menores dimensiones (2,70 m de diámetro). Todo el conjunto se ubica en una colina natural que se ve resaltada por la construcción de un túmulo que alcanza los 2,75 metros de potencia y unos 75 metros de diámetro. La novedad arquitectónica más interesante es la comprobación de que, en ambas cámaras, el sepulcro contaba con cúpulas realizadas con materiales terrígenos (margas y arcillas). La documentación de huellas de postes en el interior de ellas es interpretada como prueba evidente de la existencia de un encofrado de madera que funcionaría mientras fraguaba la cúpula de barro. La posibilidad, apuntada en varias ocasiones, de que en el megalitismo peninsular se hubieran realizado cúpulas de este tipo parece corroborada con estos nuevos datos.

Con respecto al contenido funerario, los hallazgos no son menos espectaculares y, en conjunto, configuran un contexto simbólico realmente singular. En él, en primer lugar, se identifican veintidós inhumaciones en conexión anatómica, otros dos enterramientos secundarios y numerosos huesos desarticulados. Pero lo que llama poderosamente la atención es que prácticamente la totalidad de restos son femeninos y en ningún caso en edad subadulta. Algunos de estos cadáveres de mujeres, los que se encuentran en la mayor de las cámaras funerarias, aparecen ataviados con túnicas y faldas elaboradas con decena de miles de cuentas discoidales de conchas y distribuidos intencionadamente en torno a una estatua o estela central. El fuerte simbolismo de este conjunto se ve acentuado, más si cabe, por la presencia contundente del color rojo. Este aparece tanto decorando algunos de los paramentos de la cámara, como cubriendo los cadáveres de las mujeres y esparcido por los objetos que forman el ajuar. El pigmento utilizado en su mayoría procede del cinabrio, y el alto nivel de mercurio que presentan los cadáveres hace pensar en su uso, también en vida, como material para tatuajes o pintura corporal, aunque tampoco se puede descartar que la simple inhalación pudiera estar en el origen de esta contaminación.

Los objetos que acompañan los restos humanos son, sencillamente, asombrosos y convierten el ajuar de Montelirio en uno de los más importantes del megalitismo europeo. Resulta difícil sustraerse durante la lectura a cierto fetichismo arqueológico: objetos de ámbar, láminas de oro repujado, marfil tallado, increíbles puntas líticas de flecha, miles de cuentas discoidales de concha, huevos de avestruz, cuentas de cristal de roca o cinabrio son alguno de los ejemplos más relevantes. Aunque, paradójicamente, en este conjunto faltan los objetos de cobre. Los análisis realizados sobre esta extraordinaria cultura material son generosos y exhaustivos y abordan aspectos tipológicos, tecnológicos y sobre la naturaleza y procedencia lejana de las distintas materias primas empleadas. Un último elemento resulta significativo en este mundo simbólico que domina el ritual funerario presente en Montelirio: nos referimos a la recurrente presencia iconográfica de figurillas de suidos y bellotas realizados en marfil o ámbar, circunstancia esta última que se interpreta como reflejo de una economía de dehesa dominante en el yacimiento.

La información radiométrica permite proponer como marco cronológico para la construcción y uso del sepulcro el primer cuarto del III milenio a.C. (finales del siglo XXIX a finales del siglo XXVIII), aunque la tafonomía de los restos de la cámara grande y la distribución espacial de los propios esqueletos y su ajuar asociado apuntan a un proceso deposicional mucho más breve en el tiempo o, incluso, como consecuencia de un único evento o episodio.

Este excepcional registro que hemos descrito brevemente exige un singular esfuerzo interpretativo que muchos de los autores de los capítulos y, sobre todo, los editores en el último de los capítulos no eluden ni escatiman. Así, y por lo que se refiere a los restos de la gran cámara, los autores apuntan una interesante hipótesis: “existen indicios de que el colectivo inhumado en la CG de Montelirio, de carácter predominantemente femenino, pudo tener un fuerte perfil religioso, mágico o esotérico” (pág. 547). La afirmación descansa en la mayoritaria presencia de cadáveres de mujeres, en las ricas vestimentas que portaban y su distribución significativa en torno a la estela central, en el carácter exótico de las materias primas del ajuar e incluso en la presencia excepcional de un caso de polidactilia (seis dedos en su pie derecho) en una de las mujeres halladas, algo que se considera, tradicionalmente, como señal de un carácter o estatus especial de quien sufre esta malformación congénita. Y pese a que estas mujeres padecieron importantes problemas de salud, especialmente artrosis y los derivados del contacto accidental o voluntario con el cinabrio, no se duda en atribuir a este colectivo “una elevada posición social, quizás de elite, aunque no en el sentido de clase” (pág. 547), puesto que los autores niegan que esta forma de estratificación existiera en la sociedad que construyó Montelirio.

La hipótesis nos parece plausible y bien elaborada. La abundancia y calidad de los datos analizados dan coherencia a tal propuesta. No obstante, sin mucho coste, la idea del colectivo especializado en tareas religiosas o mágicas podría haber tenido más recorrido si se hubiera contextualizado la idea en un marco antropológico más amplio. La idea del chamanismo femenino nos parece que está latente en la exposición, pero no termina de desarrollarse. En cualquier caso, insistimos, ante un excepcional hallazgo arqueológico la respuesta científica es excelente y la investigación del tholos de Montelirio se convierte, sin lugar a dudas, en un auténtico manual de buenas prácticas a seguir en próximos estudios sobre el megalitismo peninsular.

Para el que esto escribe, por el contrario, la interpretación se resiente algo cuando las excelentes conclusiones que se alcanzan al describir e interpretar el sepulcro se integran, de forma más general, en el proceso histórico que aconteció en el yacimiento de Valencina desde finales del IV milenio y durante gran parte del III milenio ANE. Es posible que los editores se sintieran obligados a acometer esta compleja e incómoda tarea. Pero el resultado, a nuestro entender, es desigual, seguramente debido al intento loable de consensuar al máximo los diferentes modelos sociales e interpretativos desde los que parten los propios editores y los autores que firman cada uno de los capítulos.

Así vemos como en las conclusiones (cap.22) se afirma que en el momento actual de la investigación, “… ni si quiera la naturaleza de Valencina como tal asentamiento está clara, pues por ahora los indicios de que fuese una aldea permanentemente ocupada no se pueden considerar convincentes, quedando abierta la posibilidad de que fuese un lugar de agregación o reunión periódica…” (pág. 542). O cuando, a modo de recurrente invocación, se habla ambiguamente de “las comunidades que habitaban y/o frecuentaban Valencina o su entorno” (págs. 240, 499, 512, 524, 536). Esta solución de compromiso, pensamos, provoca que Valencina aparezca a lo largo de la obra como una entelequia en la que cualquier evidencia arqueológica o análisis especializado parece tener acomodo histórico sin aparentes contradicciones; lo que por otra parte no es novedad historiográfica en este complejo yacimiento.

En esta tesitura, vemos que pese a la afirmación referida más arriba no hay problemas para afirmar, también en las mismas conclusiones, que Valencina es “un gran asentamiento calcolítico, de los más importantes de la Península Ibérica” (pág. 504, 530), con una historia que arrancaría a finales del IV y llegaría hasta finales del III milenio, en la que se pueden discriminar orgánicamente diferentes fases o momentos en la vida del poblado y en alguno de los cuales el asentamiento pudo jugar, incluso, “un papel ideológico como lugar central para un conjunto de comunidades de un amplio territorio” (pág.528). Además en este proceso histórico se reconocen unas actividades productivas de tal calado, que generará, por ejemplo, “una comunidad local de artesanos/as con altas capacidades para la talla del sílex” (pág.530), en un lugar que termina por convertirse en el centro de auténticas redes comerciales y de circulación de materias primas exóticas durante el III milenio ANE y cuya adquisición sería financiada con los abundantísimos “recursos, tanto bióticos como abióticos que ofrecía su entorno” (pág. 528).

Frente a lo dicho, en este escenario de complejidad económica y social no parecen desentonar otras evidencias arqueológicas que, al menos para nosotros, apuntan en dirección contraria. Así, a la proverbial, y no explicada, “ausencia de arquitectura doméstica emergente no megalítica y funeraria” (pág. 512) (solo fosos y hoyos), se une “la escasa presencia de artefactos relacionados con las labores agrícolas” (pág.238) y, por el contrario, el dominio económico de “una ganadería del cerdo de dehesa con una gran importancia estratégica y fuente de poder y prestigio” (pág. 265, 526-527) (33% de los animales documentados). Además este proceso en el que la división social del trabajo parece incipiente, si no ya consolidada, no desemboca en la aparición “de la sociedad de clases o estado calcolítico… sino una sociedad jerarquizada pero no estratificada” (pág. 543). Tampoco se conocen pruebas de conflictividad externa ni interna al no aparecer “evidencias de ella en los estudios antropológicos” (pág.522), ni en la propia cultura material donde “las puntas de flechas no fueron creadas como proyectiles” (pág. 238).

En resumen, interpretativamente hablando, por una parte nos encontramos con una lectura abierta y permeable del sepulcro de Montelirio y su ritual funerario, donde se recurre, felizmente y sin pudor, al rastreo de paralelos con otros contextos funerarios prehistóricos y se plantean sugerentes propuestas antropológicas. Y por otra, una aproximación demasiado localista a la hora de explicar el proceso histórico acontecido en Valencina. Se siguen transitando, pensamos, lugares comunes de la historiografía clásica y se obvia o se pasa de puntillas sobre la candente discusión que en la actualidad ocupa a los investigadores europeos sobre la naturaleza histórica y social de estos grandes yacimientos de fosos.

Para finalizar, es conveniente que nos detengamos en la cuidada y atractiva edición de la obra. En ella se une una documentación gráfica de extraordinaria calidad, con proliferación de excelentes fotografías, mapas, cuadros, histogramas, dibujos etc. perfectamente elegidos por los editores para facilitar la lectura y comprensión del texto y con un respeto, tan infrecuente como escrupuloso, a la hora de atribuir la autoría de las imágenes; si bien es verdad que, en ocasiones, el formato libro ofrece lógicas limitaciones a la hora de recoger la extraordinaria documentación infográfica generada por los diversos estudios que aquí se presentan. La edición disfruta además de una primorosa labor de maquetación y diseño a la que nos tienen acostumbrados las publicaciones de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, desde que en 1988 se editara la primera Monografía de Arqueología, y que con el presente volumen da continuidad a una labor editorial y científica de primer nivel.

José Enrique Márquez Romero

Área Prehistoria. Dep Ciencias Históricas
Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Málaga.
Campus de Teatinos s/n 29071, Málaga
Correo-e: jemarquez@uma.es
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1861-8338

Recepción: 27 de septiembre de 2017. Aceptación: 15 de octubre de 2017