Gorka Martín-Echebarria
Departamento de Geografía, Prehistoria y Arqueología
Facultad de Letras
Universidad del País Vasco (UPV/EHU)
Tomás y Valiente s/n, 01006 Vitoria-Gasteiz, Araba
gorka.martin@ehu.eus 0000-0002-8572-4264
Resumen Varias excavaciones arqueológicas en Bizkaia (País Vasco) han podido comprobar la superposición material existente entre contextos de las guerras carlistas (1833-1840 y 1872-1876) y de la Guerra Civil española (1936-1939). La constatación de esta dinámica, por un lado, nos ofrece una perspectiva de estudio comparativo de gran interés. Por otro, también nos provee de una oportunidad para reflexionar, repensar y (re)negociar estos sucesos traumáticos desde una óptica diferente. En este trabajo se exploran todas estas cuestiones: comenzamos con una introducción a la cuestión de investigación; a continuación, se detalla el marco teórico-metodológico del trabajo; seguidamente, se analizan cuatro casos de estudio y finalizamos con un apartado de discusión y unas conclusiones sobre materialidad, memoria y patrimonio disonante.
Palabras clave Arqueología del conflicto, Guerra Civil, guerra carlista, memoria, patrimonio disonante.
Abstract Several archaeological excavations in Biscay (Basque Country) had proven the material overlap existing between the Carlist wars (1833-1840 and 1872-1876) and the Spanish Civil War (1936-1939). On the one hand, this dynamic offers an interesting perspective for comparison. On the other hand, it provides us with an opportunity to reflect, (re)think and (re)negotiate these traumatic historical events from a different perspective. This paper deals with all those issues. It starts with an introduction to the research topic. Next, the theoretical and methodological framework is detailed. In the third point the archaeological analysis of four cases of study is presented. Finally, the article ends with a discussion and some conclusions regarding to archaeological materiality, memory and uncomfortable heritage.
Keywords Conflict archaeology, Spanish Civil War, Carlist Wars, memory, uncomfortable heritage.
Fecha recepción: 15-02-2024 | Fecha aceptación: 05-08-2024
Martín-Echebarria, G. (2024): “ ‘Banderas de nuestros padres’. Arqueología y campos de batalla intergeneracionales en las guerras civiles españolas (1833-1939)”, Spal, 33.2, pp. 298-319. https://dx.doi.org/10.12795/spal.2024.i33.22
3.1. Campo de batalla de Somorrostro
3.2. Campo de batalla del monte Avril
3.3. Fuerte carlista de Ollargan
3.4. Campo de batalla de la Celadilla
El fracaso parcial del golpe de estado del 18 de julio de 1936 conllevó el estallido de la Guerra Civil española. Se extendió hasta 1939 y su resultado final fue la victoria de los sublevados y el establecimiento de una larga dictadura militar. Casi un siglo antes, en 1833, comenzó otra guerra civil, la Primera Guerra Carlista. Si bien el casus belli fue una disputa de corte dinástico, la cuestión que subyacía en el fondo era la propia configuración del Estado y sociedad españolas. Constituía, en esencia, el choque violento entre dos mundos, el tradicional del Antiguo Régimen, y el mundo contemporáneo salido de las revoluciones liberales (Canal, 2004). En esta confrontación se enfrentaron, por un lado, los liberales, que buscaban implantar las ideas surgidas de la Revolución Francesa de 1789 y apoyaban a la hija de Fernando VII, Isabel II, como reina de España (Rújula, 2023, p. 245). Su programa político buscaba la centralización del Estado, la unificación jurídica y la eliminación de la sociedad estamental, entre otros puntos. En el bando opuesto se hallaban los carlistas. De marcado corte conservador, apoyaban las pretensiones al trono del hermano de Fernando, Carlos María Isidro, de ahí su nombre. Su objetivo era el mantenimiento del Antiguo Régimen y sus privilegios, es decir, la preeminencia de la Iglesia Católica en todos los aspectos de la sociedad y vida pública, la conservación de las instituciones y mecanismos legislativos heredados (entre los que entrarían los fueros) y el modelo de estado autocrático con el monarca en la cúspide del poder político. El conflicto finalizó en 1840 con el carlismo derrotado y exiliado. A pesar de ello, los descendientes de Don Carlos mantuvieron sus pretensiones al trono español. De esta manera, entre 1846 y 1849 se desarrolló la Guerra dels Matiners, que solamente incidió en el territorio catalán y finalizó con una nueva victoria liberal. La situación sería más favorable en 1872. En este caso, aprovechando la inestabilidad política causada por la Revolución de 1868, el renovado partido carlista (Comunión Católico-Monárquica) con su nuevo Pretendiente al frente (Carlos de Borbón y Austria-Este) logró iniciar una nueva guerra civil que en esta ocasión terminaría en 1876 con una nueva derrota (Aróstegui et al., 2011). Finalmente, en la Guerra Civil de 1936 el carlismo se alineó desde el primer momento con los sublevados, de manera que una nueva generación de carlistas marchó a la guerra de la misma forma que lo hicieran sus padres y sus abuelos antes que ellos.
A pesar de que los testimonios documentales muestran que en el conflicto de 1936-1939 las pasadas guerras carlistas estaban muy presentes, tanto en los discursos oficiales, como en la prensa, como en la memoria de la sociedad, se trata de un tema de investigación que apenas se ha explorado desde la academia. La única obra que hace referencia explícita a estas conexiones es la de M. Lawrence (2019). Lo más interesante es que esta conexión no sólo se ha detectado en las fuentes documentales, sino que a lo largo de varias campañas de intervenciones arqueológicas en campos de batalla en el País Vasco hemos podido comprobar la superposición de conflictos en un mismo espacio. Estas evidencias reportan interesantes reflexiones acerca de la diacronía de este tipo de yacimientos, pero también acerca de la potencialidad de la arqueología como herramienta para el conocimiento y negociación de los pasados traumáticos. No sólo eso, también nos permite asomarnos, a través de la crudeza de la materialidad desnuda, al drama de una lucha, no sólo fratricida, sino también intergeneracional. Por último, nos provee de una visión de longue durée sobre los conflictos civiles a raíz de los cuales se configuró la sociedad española en los dos últimos siglos.
La arqueología del conflicto es una subdisciplina dentro de la arqueología que ha sido definida como «el estudio de patrones culturales, actividades humanas y comportamientos asociados al conflicto de sociedades pasadas, tanto prehistóricas como históricas» (Landa y Hernández de Lara, 2014, p. 36). Se originó en la década de 1950 cuando los monumentales restos de las dos guerras mundiales atrajeron la atención de historiadores amateurs que se dedicaron a describirlos e inventariarlos. En la década siguiente el interés por los lugares del conflicto, no sólo de las dos guerras mundiales sino de otros periodos históricos, permeó a la academia y comenzaron a realizarse estudios puramente arqueológicos sobre diferentes enfrentamientos armados. Por otra parte, se dio un salto cualitativo por el cual se abandonó la perspectiva descriptiva que imperaba anteriormente y se adoptaron nuevos enfoques que iban más allá de la mera catalogación de restos (Pollard y Banks, 2005, pp. III-VII).
En el marco de la arqueología del conflicto, los campos de batalla constituyen yacimientos extremadamente complejos. A nivel metodológico, sus características suponen cierta dificultad a la hora de plantear una intervención arqueológica: a) se trata de lugares muy extensos y de límites difusos, b) la materialidad es de pequeño o mediano tamaño y suele hallarse muy dispersa, c) la inexistencia de arquitecturas monumentales invisibiliza muchas veces el propio yacimiento y d) se trata de eventos muy concretos en el tiempo (entre uno y tres días), por lo que los restos materiales suelen depositarse en la superficie; por tanto, carecen de estratigrafía y se ven afectados por las labores agrícolas. En definitiva, tal y como se ha comprobado en otros casos de estudio, «los campos de batalla concentran una actividad emocional muy intensa, aunque de corta duración y extendida sobre una amplia superficie» (Leoni et al., 2014, p. 15). Las condiciones anteriormente descritas implican que el abordaje a estos paisajes arqueológicos tan complejos se realice, necesariamente, desde una perspectiva pluri e interdisciplinar que, la mayor parte de las veces, precisa de una amplia gama de herramientas. Todo ello supone que las estrategias de intervención tradicionales, basadas en la realización de sondeos o excavaciones en extensión siguiendo el método estratigráfico, no se adecuen bien a este tipo de contextos. Por estas razones, desde la década de 1970 (Fox, 1993) se ha venido implementando una metodología propia basada en la conjunción de tres elementos: el detector de metales para recuperar los restos materiales, sistemas de posicionamiento global (GPS) para el registro de la información posicional de cada hallazgo y sistemas de información geográfica (SIG) para el volcado de información y la representación e interpretación de los resultados.
Significativamente, esta complejidad no se restringe al plano metodológico-operativo, ya que los campos de batalla «son espacios de olvidos y memoria, rememoran heridas, evidencian cicatrices, movilizan y conmocionan; son referentes identitarios, constituyen estigmas o son celebrados» (Landa y Hernández de Lara, 2014, p. 35). La influencia que muchas batallas tuvieron en el desarrollo histórico posterior de las comunidades involucradas o en la constitución de diversas entidades geopolíticas, convierten estos lugares en espacios con una potente carga simbólica e identitaria. De la misma forma, poseen un poder de evocación que trasciende la propia realidad histórica o arqueológica, elevándose a mitos nacionales y, en este sentido, convirtiéndose en lugares de memoria. En consecuencia, ocupan un lugar central en las narrativas históricas, jugando un rol destacado en la construcción de tradiciones, identidades y mitos nacionales, étnicos o políticos. Las interpretaciones que se hacen de estos fenómenos bélicos enfatizan o ignoran selectivamente ciertos aspectos con el fin de adecuarse a los discursos políticos dominantes, a los que las propias batallas otorgan legitimidad histórica (Leoni et al., 2014, p. 114). En términos generales, se trata de sucesos históricos con una gran carga simbólica, con los cuales diferentes comunidades sienten una fuerte identificación y tejen potentes lazos afectivos. No obstante, también sucede el proceso contrario, la mayoría de las batallas caen en el olvido, la desmemoria y la marginación (Landa y Hernández de Lara, 2014, p. 35). Es más, en ocasiones se trata de un efecto buscado, ya que el resultado de algunos de estos eventos históricos no encaja dentro de las narrativas oficiales e incluso llegan a contestarlas, por este motivo sufren un proceso de damnatio memoriae y se consideran temas tabú (Ramos, 2014, p. 27).
El estudio arqueológico de estos procesos históricos ha realizado varias aportaciones de importancia y, en muchas ocasiones, ha supuesto un factor rompedor frente a lo que se conocía anteriormente. Por citar dos ejemplos paradigmáticos, el estudio arqueológico de la batalla de Little Big Horn (1876), que enfrentó al 7º Regimiento de caballería del ejército estadounidense y a una confederación de tribus nativas norteamericanas, desmontó uno de los mitos de la historia de este país sobre el valor, tenacidad y resistencia inherente de los estadounidenses (Fox, 1993). En el mismo país, los estudios arqueológicos sobre la matanza de Sand Creek (1864), proveyeron de pruebas materiales sobre la crueldad del ejército estadounidense y animaron a una crítica de la historia de expansión colonial e imperialista de dicho país (Greene y Scott, 2004). En ambos casos se demostró el valor de la aproximación arqueológica a este tipo de fenómenos históricos. De hecho, tal y como se ha apuntado recientemente: «Nada más material que una guerra. La violencia se desarrolla en espacios físicos y se ejerce con armas y cuerpos. Tras las batallas quedan los restos: fortificaciones, casquillos o puntas de flecha» (González-Ruibal, 2020, p. 24).
Existe una cuestión por la cual consideramos que la arqueología puede aportar una nueva perspectiva a la historia militar. La mayoría de los relatos sobre batallas se han realizado desde las fuentes escritas, éstos se basan, mayoritariamente, en los informes oficiales de los comandantes militares o en las narraciones escritas con posterioridad. A pesar de que ofrecen una visión ordenada y muy descriptiva de los acontecimientos, se trata, simplemente, de una distorsión de la realidad. Por un lado, existe una clara intencionalidad relacionada con la sensibilidad política del narrador y sus intereses personales. Por otro lado, la percepción sensorial de un hecho tan caótico, masivo y estresante como una batalla implica, necesariamente, que las narrativas personales sean cuanto menos parciales, si no contradictorias (Leoni et al., 2014, p. 111). Dentro de este marco, tal y como otros autores consideran,
la arqueología observa, en realidad, a una escala que no es ni la del soldado individual absorbido en el caos del combate, ni la del general en retaguardia. Y es en ese tercer espacio donde está la clave de su aportación única. La arqueología enlaza lo micro, con lo macro (González-Ruibal, 2020, p. 16).
Por último, queríamos enfatizar que fuentes materiales y documentales no son excluyentes sino complementarias. De hecho, el estudio conjunto desde ambas perspectivas aporta muchísima más información que por separado, concluyendo en una lectura de gran profundidad sobre el evento objeto de estudio.
Además del valor puramente científico, la arqueología de los campos de batalla cuenta con una dimensión ética y política que no debemos pasar por alto. Uno de los vínculos más evidentes y que prácticamente todo profesional en el tema identifica y explota es la relación de esta materialidad con la memoria. Una memoria, además, muy particular, la de aquellos que fueron marginados de los discursos oficiales: soldados, derrotados, lisiados, mujeres, veteranos… En este sentido, la arqueología de los campos de batalla es una forma de diálogo remoto con «las voces de los muertos que no han sido nombrados, con quienes no tuvieron una voz en su día» (Herrera et al., 2020, p. 108).
Otra de sus aplicaciones se relaciona con la didáctica y la educación patrimonial. La arqueología, con la crudeza de la materialidad desnuda, ofrece la imagen real de la guerra. Lejos de idealizaciones románticas, épicas y heroicas de ciertas obras pictóricas o escultóricas, una fosa de combatientes o una casa con impactos de bombardeo nos remite al dolor, tragedia y sufrimiento característico que llevan aparejados los conflictos bélicos.
En definitiva, la investigación arqueológica de estos eventos constituye «una catarsis del pasado» en la que se «libera la materialidad del dolor y la violencia» (Del Cairo et al., 2020, p. 188). Y aquí reside el valor principal de esta subdisciplina, al «evidenciar heridas que nunca sanaron para lidiar con nuestro pasado, que marca nuestro presente. Aquellos que no se muestra ni se habla, solo puede superar» (Landa y Hernández de Lara, 2020, p. 20).
A continuación, procedemos con la parte analítica del estudio. Hemos escogido cuatro yacimientos localizados en el territorio histórico de Bizkaia, frente de batalla en la Primera Guerra Carlista, Segunda Guerra Carlista y Guerra Civil española. En todos ellos se llevaron a cabo trabajos arqueológicos por parte de nuestro equipo con la finalidad de documentar restos decimonónicos. Los resultados, en términos generales, mostraron yacimientos mucho más complejos de lo que en un principio habíamos considerado. En cada caso se realiza una breve contextualización histórica, se describen los trabajos realizados y se analizan los resultados obtenidos.
El valle de Somorrostro se ubica en el occidente de Bizkaia, a escasos kilómetros de Bilbao (fig. 1). En el contexto del asedio de Bilbao de 1874 el ejército carlista se fortificó en este paraje con el objetivo de frenar al ejército liberal que acudía en socorro de la capital vizcaína desde Cantabria (Palacios, 2023). El jefe de los ingenieros carlistas, José Garín, ideó un nuevo sistema de atrincheramientos enlazados con reductos que resultó ser muy eficaz. Hasta ese momento se habían cavado trincheras anchas y de escasa profundidad; con la tierra sobrante se formaba un parapeto frontal para así recrecer la fortificación. No obstante, los artilleros liberales identificaban rápidamente estas obras y las bombardeaban destrozándolas por completo junto a los hombres que allí hubiera. En Somorrostro se cavaron trincheras más estrechas y profundas que cubrían a un hombre por completo. Para evitar la exposición a la artillería contraria, la tierra extraída se retiró y esparció por barrancos, de manera que la zanja quedaba invisibilizada y los artilleros liberales disparaban a ciegas. Cuando el bombardeo cesaba, la infantería liberal avanzaba. Los soldados carlistas, que habían quedado indemnes en sus atrincheramientos, esperaban hasta el último momento para asomarse por las zanjas y realizar descargas cerradas a corta distancia con las que lograban deshacer compañías completas (Apalategui, 2005, T. I, p. 260).
Esta innovación supuso un factor diferencial y los carlistas lograron vencer a sus adversarios en dos ocasiones (batallas del 24 y 25 de febrero y del 25, 26 y 27 de marzo de 1874), pero no en una tercera (batalla del 28 de abril al 2 de mayo de 1874). En esta ocasión, la conjunción de un ataque frontal y una maniobra envolvente exitosa por parte liberal obligó a los carlistas a retirar todo su ejército, tanto de la línea de Somorrostro como de las inmediaciones de Bilbao, finalizando así el asedio (Roldán, 2009, pp. 153-184). Posteriormente, durante la Guerra Civil de 1936, el valle fue nuevamente fortificado formando parte del sector 1 del cinturón defensivo de Bilbao, una línea de fortificaciones que debía asegurar la ciudad ante el avance sublevado. Sin embargo, a mediados de junio el ataque de las tropas rebeldes rompió las defensas en pocos días y la ciudad cayó el 19 de junio de 1937 (Agirreazkuenaga y Urquijo, 2015, p. 109).
En los años 2010 y 2012 se realizaron varias prospecciones arqueológicas con detector de metales con motivo del primer estudio arqueológico de un campo de batalla de las guerras carlistas (Arrate y Astorqui, 2014, pp. 107-128). Estas labores lograron recuperar una elevada cantidad de materiales arqueológicos de la Segunda Guerra Carlista y de la Guerra Civil. En 2020, dentro del proyecto Campos de batalla del conflicto carlista: propuesta de identificación, caracterización y estudio (Resolución, 109/2020), pudimos plantear una intervención arqueológica en una de las trincheras del campo de batalla (Martín-Echebarria et al.,2021, pp. 421-433).
Dentro del vasto campo de batalla de Somorrostro, decidimos intervenir en una pequeña parcela donde, a simple vista, se identificaba perfectamente una trinchera rectilínea con una estructura semicircular en el centro (Martín-Echebarria, 2020). La estrategia de intervención se basó en la excavación de dos sondeos y la prospección arqueológica con detector de metales de toda el área circundante. Las labores de prospección concluyeron en la recuperación de una cuarentena de elementos, la mayoría de los cuales se correspondía con fragmentos de granadas de artillería de época decimonónica. La conjunción de fuentes documentales, cartográficas y materiales nos llevó a la conclusión de que nos hallábamos en una posición carlista bombardeada esporádicamente por la artillería liberal. Consideramos plausible pensar que dicho contexto se había formado durante los interludios entre las diferentes batallas, puesto que se trató de periodos marcados por una fase de guerra de trincheras. En lo que respecta a la excavación, uno de los sondeos se planteó en la trinchera y el segundo en una estructura semicircular que se hallaba en el centro de la misma; tras su excavación pudimos constatar que se trataba de un pozo de tirador.
En el primer sondeo se evidenció la escasa profundidad de la trinchera, de únicamente medio metro de profundidad; probablemente se recrecería con sacos terreros o un parapeto de tierra al frente, lo que ya la descartaba como la trinchera carlista “tipo” que describen las fuentes y relatos de la época (Apalategui, 2005, T. I, p. 260). En segundo lugar, la mayoría de los materiales recuperados se adscribían cronológicamente a la Guerra Civil española: alambre de espino, munición 7.92 x 57 mm Mauser, el fondo de una botella de anís, latas de conserva, etc. Los cartuchos se recuperaron completos, sin percutir, lo que, unido a la ausencia de balas deformadas por impacto o fragmentos de artillería, nos hizo pensar que en esta zona no se desarrollaron combates en 1936-1939.
No obstante, lo más llamativo fue la estratigrafía del yacimiento, puesto que, en los niveles superiores y por tanto más modernos, se recuperó munición del siglo XIX, seguramente relacionada con los episodios de la guerra carlista, mientras que en los estratos siguientes documentamos material de 1936-1939. Esta evidencia indicaría que nos hallábamos ante el fenómeno conocido como estratigrafía inversa: los materiales más antiguos (munición decimonónica) se habían depositado sobre los más recientes (munición Mauser). La explicación más plausible es que durante las batallas de Somorrostro (febrero a abril de 1874) los casquillos carlistas quedaran depositados en la zona. Posteriormente, las obras de fortificación que se acometieron durante la Guerra Civil (1936-1937) alteraron estos contextos, moviendo las tierras con los materiales antiguos. Durante la contienda se hizo uso de la trinchera, depositando los restos de munición Mauser, alambre de espino o latas, en su superficie. Finalmente, cuando la estructura cayó en desuso se colmató con las tierras retiradas previamente, las cuales, contenían los restos de las guerras civiles del siglo XIX (fig. 2).
En conclusión, los materiales recuperados mostraban la superposición de conflictos existente en este emplazamiento. Más aún, la construcción de fortificaciones durante la Guerra Civil alteró la materialidad de 1874, desplazándola de su posición primaria. Aún quedaría la duda de si la trinchera era originariamente carlista y había sido modificada y reutilizada en 1936-1937 o si se trataba de una construcción ex novo de este periodo. En cualquier caso, por la cartografía consultada, el área intervenida coincidiría con el sector 1 del cinturón defensivo de Bilbao (Decreto 195/2018, p. 7).
El monte Avril es una de las alturas del cordal de Archanda, una serie de elevaciones que se extiende en orientación noroeste-sureste al norte de Bilbao. Se trata de un punto altamente estratégico ya que es la última barrera natural en la que se podría plantear una defensa de la ciudad ante un enemigo proveniente del este. Después del asedio de Bilbao de 1874, todas las alturas del entorno fueron fortificadas mediante la construcción de diferentes estructuras defensivas, incluyendo fuertes de grandes dimensiones como el que encontramos precisamente en la cima del monte Avril. No obstante, la presencia carlista se mantuvo hasta el final de la contienda, lo que se tradujo en diversas escaramuzas y acciones de escasa entidad. En 1936, las autoridades del Gobierno de Euzkadi establecieron una línea de defensa interna como última resistencia ante la caída del cinturón externo. En muchas ocasiones las nuevas obras reaprovechaban o modificaban las de la centuria anterior. Precisamente en estos montes se dieron los últimos combates por la posesión de la capital de Bizkaia entre el 13 y el 16 de junio de 1937.
A finales de la década de 1980 varias intervenciones arqueológicas descubrieron un importante grupo de estructuras megalíticas en este entorno (Martín y Zubizarreta, 1989; Gorrotxategi,1998; 1999; 2000). En el proceso de excavación se documentaron restos tanto de la Segunda Guerra Carlista como de la Guerra Civil española. Años después, entre 2015 y 2016, en el marco de nuevas intervenciones centradas en los restos y estructuras de 1936-1937, se excavó parte de una de las trincheras que surcan el monte y que precisamente enlaza con el fuerte que los liberales construyeron en la cima en 1874-1876 (Tellería, 2016, pp. 308-310). Las labores de campo registraron un comportamiento estratigráfico muy similar al de Somorrostro. Nuevamente, se recuperaron restos de los dos últimos conflictos civiles que vivió la capital de Bizkaia. Finalmente, percibiendo que las intervenciones previas indicaban la preservación de un campo de batalla de las guerras carlistas, nuestro equipo planteó una prospección arqueológica con detector de metales en varios sectores del monte Avril.
En los citados dólmenes se recuperaron varios elementos ligados a un episodio bélico del último cuarto del siglo XIX: munición 11 x 57 mm Remington, pipas para fumar de cerámica caolín y numismática del Gobierno Provisional (1868-1871) (Martín y Zubizarreta, 1989, p. 166). En la excavación realizada por Tellería la mayoría de los restos materiales recuperados se correspondían con casquillos 11 x 57 mm Remington, el tipo más común dentro del ejército liberal durante la Segunda Guerra Carlista. La munición de tipo Mauser fue minoritaria y, además, se documentó en unidades inferiores (y por tanto más antiguas) a los Remington. Si bien los arqueólogos que excavaron este lugar lo relacionaron con material obsoleto empleado por las tropas fieles a la II República (Tellería, 2016, p. 274), creemos que es más lógico pensar que nos hallamos, una vez más, ante un fenómeno de estratigrafía inversa que ejemplifica la superposición de conflictos en los mismos espacios.
Esta teoría se vio refrendada materialmente gracias a las labores de prospección con detector de metales que desarrollamos en 2020. A raíz de este trabajo de campo pudimos identificar claramente un contexto arqueológico referente a una acción militar del 18 de mayo de 1874 (Martín-Echebarria, 2023a, pp. 334-359), poco después del levantamiento del asedio carlista de Bilbao. Dicha acción se produjo cuando una columna liberal atacó la cima del monte Avril con el objetivo de arrebatarles la posición a los carlistas que desde ahí molestaban continuamente los trabajos de fortificación en el cercano alto de Santo Domingo (AHFB, 1874). Los restos materiales indicaban dos fases en la ofensiva liberal: en un primer momento las baterías de artillería bombardearon las posiciones carlistas, a continuación, la infantería lanzó el asalto desplegándose en guerrillas. El ataque logró desalojar a los contrarios de sus posiciones. La contraofensiva organizada por los carlistas fracasó y la altura permaneció en poder de los liberales hasta el final de la guerra (fig. 3). De hecho, erigieron un fuerte de grandes dimensiones para protegerla (Martín-Echebarria, 2019, pp. 33-73).
Estos hallazgos fueron complementados, como viene siendo costumbre, por materiales adscribibles al siglo XX. Más en concreto, pudimos recuperar munición de tipo 7 y 7.92 mm x 57 Mauser, 8 x 50 mm Lebel y latas de conserva. A todas luces, esta cultura material se correspondería con los últimos combates por la posesión de Bilbao en junio de 1937, que tuvieron estos montes como escenario principal. Es más, el monte Avril, junto a Santa Marina y la ermita de San Roque, fueron zonas duramente disputadas por encontrarse en una posición estratégica de acceso a Bilbao. En este sentido, la superposición de materiales ejemplifica crudamente cómo dos generaciones de españoles se enfrentaron, con 63 años de diferencia, exactamente en los mismos parajes.
El monte de Ollargan, también conocido como Gaztelu, se ubica en el término municipal de Basauri, a los pies del monte Malmasín, una de las alturas más prominentes de la comarca. Durante el asedio de Bilbao de 1874 el ejército carlista estableció dos baterías de artillería para bombardear la villa. Cuando se levantó el cerco, los ingenieros carlistas construyeron un fuerte terrero en la cima que estuvo operativo hasta el final de la guerra. La existencia de la fortificación permeó a la propia geografía del lugar, puesto que el topónimo mencionado anteriormente significa Castillo y es de suponer que se refiera a las estructuras del fuerte carlista. Al igual que el monte Avril, la posición de Ollargan fue protagonista de los últimos combates por Bilbao el 16 de junio de 1937.
Esta fortificación decimonónica fue objeto de una intervención arqueológica en 2022 por parte de nuestro equipo gracias a las subvenciones destinadas a la promoción de investigaciones arqueológicas y paleontológicas de la Diputación Foral de Bizkaia (Orden Foral, 1545/2022, BOB, 74, 20.04.2022). Al igual que en el caso de Somorrostro, la estrategia de intervención se estructuró en dos actividades: la prospección metálica de tres sectores y la excavación de cuatro sondeos. El objetivo principal era la valoración del potencial arqueológico de este yacimiento, ya que nunca había sido excavado anteriormente.
La intervención arqueológica pudo documentar dos fases importantes relativas a la Segunda Guerra Carlista y la Guerra Civil de 1936-1939 (Martín-Echebarria et al., 2024). La primera de ellas se relacionaba con la actividad carlista desplegada en la zona en 1874-1876, tanto con la batería de asedio como con el fuerte posterior. Dicha fase se caracterizaba por la presencia de fragmentos de proyectiles de artillería de gran calibre, empleados en piezas de plaza. Teniendo en cuenta el desarrollo histórico de la guerra y el contexto en el que nos hallamos, creemos que podría tratarse de dos escenarios. Por un lado, podrían corresponder a la respuesta liberal a los bombardeos de la batería carlista de Ollargan durante los meses del asedio (abril-mayo de 1874). Por otro lado, podría tratarse de una fase posterior en la que, con el fuerte carlista ya construido (verano de 1874), las piezas de los fuertes liberales abrirían fuego contra esta nueva posición. De hecho, se trata de un fenómeno que aparece reflejado en las memorias del ingeniero carlista que lo construyó:
La granada venía cual rayo, penetró por la misma cañonera, chocó en uno de sus ángulos interiores, donde reventó con estrépito. Alcé la vista y lo primero que vi fue un hombre tendido en tierra en medio de un charco de sangre. Corrí a él y reconocí el cadáver del infeliz vigía a quien la granada había llevado toda la parte posterior del cráneo (Escondrillas, 1876, T. II, p. 25).
Según el oficial encargado de su diseño y construcción, el fuerte de Ollargan no pudo contestar al fuego enemigo ya que nunca contó con artillería propia (Escondrillas, 1876, T. II, pp. 23-30). También recuperamos alguna bala y casquillos de la época, aunque en escasa cantidad y muy dispersos.
Un punto interesante de la intervención fue que pudimos conocer la arquitectura y métodos constructivos que los carlistas emplearon para erigir la fortificación. Se trataba de una arquitectura muy simple; el fuerte de Ollargan era un fuerte terrero, de naturaleza eventual. El perímetro de la fortificación lo formaba un parapeto de unos cinco metros de altura y una anchura variable, realizado con tierra y sin ningún tipo de apoyo. En el transcurso de las labores de excavación pudimos observar que los ingenieros carlistas habían comenzado a rebajar la tierra desde el piso original hacia el interior del fortín. El material sobrante había sido acumulado en el exterior del parapeto para crear un terraplén, conocido en lenguaje militar como escarpa. También procedieron a la creación una explanada interna con varios niveles, presumiblemente para favorecer la posición de los tiradores llegado el caso de algún asalto.
El parapeto es de forma poligonal y se cerraba sobre sí mismo creando un espacio delimitado de grandes dimensiones, unos 2800 m2. Esto contrasta nuevamente con las fuentes escritas, pues el oficial liberal que realizó el informe hacia el final de la guerra decía que «todos se hallan abiertos por la gola» (AHFB, 1876). En la esquina suroeste se emplazó un pequeño baluarte cuadrangular que se proyectaba sobre el muro exterior para, de esta manera, desenfilar el parapeto y favorecer su defensa ante posibles ataques. También sospechamos que esta estructura se trataría de un puesto de observación, pues desde aquí se divisan los montes de Arnotegui y Arraiz, ambos, puestos carlistas en 1874-1876. Desde este punto hacia el norte y siguiendo el parapeto, se aprecia la existencia de un foso o trinchera de comunicación de grandes dimensiones. Durante la intervención se hallaron diversas tejas de arcilla cocida de apariencia antigua, preindustrial al menos, que podrían indicar la existencia de algún edificio auxiliar como el polvorín o el repuesto de municiones. No obstante, esto habrá de confirmarse en futuras campañas.
En síntesis, a nivel arquitectónico el fuerte de Ollargan era una fortaleza terrera, eventual, con una arquitectura muy simple que formaba un polígono cerrado mediante un parapeto de tierra de grandes dimensiones. Aunque a ojos inexperimentados pudiera parecer algo de escasa entidad, en realidad se trataba de una solución simple, barata, pero eficaz en este tipo de conflictos. Un fuerte terrero podía ser edificado fácilmente, en poco tiempo y no requería de demasiados recursos. De la misma forma, podía ser fácilmente reparado por la misma razón, la simpleza de su arquitectura. Por si esto fuera poco, los paramentos de tierra generalmente solían resistir mejor los efectos de la artillería que la piedra o el ladrillo, ya que absorbían mejor el impacto y no se quebraban en mil pedazos pudiendo herir a los soldados. Esta realidad arquitectónica choca frontalmente con los fuertes liberales que conocemos, edificados en piedra, y con el fuerte carlista de San Juan de Arandigoien, de misma cronología y bando (Roldán, 2021, pp. 216-217). Lo que llama la atención es que el fuerte de Ollargan se mantuviera en las mismas condiciones a pesar de que hubo tropas estacionadas en él durante casi dos años. Tal y como dejan intuir las fuentes escritas, es probable que se tratara de una posición ocupada únicamente durante el día, o en momentos concretos, por una escasa fuerza que no necesitaría de mayores comodidades. Recordemos que ni siquiera llegó a contar con cañones.
La segunda fase, sin duda la más importante, se correspondía con la Guerra Civil de 1936-1939. En este sentido, pudimos documentar una gran cantidad de munición 7.92 x 57 mm Mauser y porcentajes menores de 7.7 x 56 R British y 6.5 x 52 mm Mannlicher-Carcano, así como fragmentos de granadas Krupp de 88 mm, empleadas en los cañones antiaéreos alemanes Flak. En general, la recuperación de casi medio millar de casquillos y guías de cargador Mauser en el interior del fuerte nos lleva a la conclusión de que en este punto se estableció una importante posición de disparo precisamente sobre el parapeto carlista. Por otra parte, teniendo en cuenta que el 82% de los elementos se correspondía con munición de tipo 7.92 x 57 mm Mauser, y que el 99% de la misma procedía de fábricas alemanas, deducimos que se trataría de una posición sublevada. Estos restos materiales se asociarían a los combates de los días 15, 16 y 17 de junio de 1937. La gran cantidad y concentración de restos materiales dan idea de la intensidad de los choques, con varios ataques y contraataques a raíz de los cuales la posición cambió de manos en varias ocasiones (fig. 4).
Lo que resulta llamativo en este punto es que las tropas encargadas de tomar esta posición en 1937 fueron, precisamente, la I y II Brigada de Navarra, formadas por requetés carlistas (Agirreazkuenaga y Urquijo, 2015, p. 157). De tal manera que estos soldados, siendo conscientes o no, estaban peleando una vez más, en el mismo lugar en el que lo hicieron sus antepasados ideológicos, y en muchos casos, biológicos, medio siglo antes.
La sierra de la Celadilla es una agrupación de montes que se ubica en el occidente de Bizkaia, en la frontera con la provincia de Burgos (cf. figura 1). Se trata de una posición estratégica, ya que da acceso a la capital de la comarca, Balmaseda, y desde ahí a través del valle del Cadagua, a Bilbao. Es importante remarcar que la sierra de la Celadilla actúa de barrera natural en este espacio de frontera, además, se halla precedida de una serie de colinas bajas (el Berrón, Coruño y Antuñano) que durante los conflictos carlistas actuaron de defensas avanzadas. Por ello no extraña que todo el entorno fuera militarizado durante las diferentes confrontaciones bélicas, generando así un palimpsesto del conflicto plurisecular. Durante la Primera Guerra Carlista se desarrollaron dos batallas en este entorno, en 1836 y 1838. Entre 1872 y 1876 tuvieron lugar tres acciones bélicas cuyo objetivo principal fue la conquista de estas alturas por los liberales. Finalmente, en 1936-1939 estas estribaciones fueron nuevamente fortificadas por las tropas leales a la II República, creando un sistema de atrincheramientos que en muchas ocasiones cortaban o se anexaban a las trincheras carlistas de 1874-76. De hecho, en un informe de la época se dice lo siguiente: «Cerca de Valmaseda, dominándolo y a unos 600 metros en línea recta, en el sitio llamado Arbaliza de la Sierra de Celadilla han construido trincheras, las mismas de los carlistas arregladas» (cit. en Barrio y Sáez, 2018, p. 73).
Apercibidos del buen estado de conservación de este campo de batalla plurisecular, desde el año 2020 hemos realizado diversas intervenciones arqueológicas bajo el paraguas de varios proyectos subvencionados (Martín-Echebarria et al., 2021; Martín-Echebarria et al., 2022).
Las labores arqueológicas identificaron tres grandes fases relativas a la Primera Guerra Carlista, Segunda Guerra Carlista y Guerra Civil española (Martín-Echebarria, 2023a, pp. 361-422) (fig. 5). En lo que respecta a la primera, los restos materiales se concentraban en la parte baja de la sierra, prácticamente en el fondo del valle. La cultura material mayoritaria de esta fase la formaban balas de avancarga de diferente calibre, algunas de ellas severamente deformadas por impacto. También pudimos recuperar un botón del 4º Regimiento de Línea, liberal. Las agrupaciones de munición indicaban la existencia de fuertes tiroteos por la posesión de las colinas que dominaban los pueblos del Berrón y Antuñano. También se recuperaron balas de avancarga en cotas superiores, aunque de manera aislada, por lo que su adscripción a un evento cronológico concreto es complicada. En general, los restos conservados evidenciaban claramente la preservación de un contexto material relativo a la acción del Berrón acaecida el 26 de abril de 1836 entre tropas liberales y carlistas, que se saldó con la victoria de los primeros.
El contexto arqueológico relacionado con la Segunda Guerra Carlista era mucho más abundante, complejo y variado. En primer lugar, hay que destacar la existencia de un complejo sistema fortificado diseñado por los carlistas que se apoyaba en los accidentes del terreno de una manera similar a lo que hemos descrito en Somorrostro. En este sentido, pudimos documentar la existencia de un reducto y varias trincheras en una colina que actuaba como avanzada. Detrás de la misma se alzaba la sierra de la Celadilla, con tres órdenes de trincheras superpuestos, un reducto en la cima de Pico Celadilla y otro en la de Arbalitza, así como una batería de artillería de campaña en la vaguada entre ambas cotas. Todo en su conjunto informaba de la existencia de un campo atrincherado altamente fortificado y muy desarrollado, gracias al cual los carlistas lograron detener el ataque liberal en la batalla del 25 de julio de 1875.
En lo que se refiere a la materialidad, registramos una gran cantidad de elementos pertenecientes a esta época: munición 11 x 57 mm Remington, munición 50-70, fragmentos de granadas de artillería de envuelta pesada Krupp Md. 1868 de 8 cm, así como elementos de indumentaria y numismática. Además de abundante, esta materialidad se hallaba concentrada formando agrupaciones significativas, lo que nos permitió reconstruir varios de los momentos de las diferentes batallas.
Así, por ejemplo, tanto en la zona donde se ubicaba la batería liberal (Pico San Miguel), como en su homóloga carlista (las Baterías de la Celadilla), recuperamos varios estopines de fricción, unas piezas de un solo uso que servían para iniciar el disparo de la pieza. En el reducto carlista del Coruño identificamos evidencias de un ataque artillero masivo por parte liberal, representado en una gran cantidad de fragmentos de metralla de proyectiles Krupp. Incluso llegamos a recuperar dos granadas completas, sin detonar. En general, el hallazgo de casquillos y cartuchos 11 x 57 mm Remington evidenciaban posiciones de disparo liberales, mientras que las concentraciones de munición 50-70, 50-70 Government y 50-70 Benet, se relacionarían con áreas defensivas carlistas. Las agrupaciones de balas y proyectiles indicaban la existencia de intensos tiroteos, revelando las zonas de combate más significativas. En síntesis, los materiales recuperados probaban la preservación de un contexto arqueológico importante relativo a la Segunda Guerra Carlista, en el que, además, pudieron distinguirse diferentes fases de los diferentes combates, así como los avances, retrocesos e intercambios de disparos de ambos bandos.
Por último, en lo que se refiere a la Guerra Civil, si bien recuperamos restos prácticamente en todo el campo de batalla, en el sector de Arbalitza/Pico Redondo pudimos constatar una intensa actividad bélica. Durante 1874-1876 los carlistas establecieron un reducto en este punto; actualmente aún puede distinguirse perfectamente un foso semicircular que aparece cartografiado en un croquis de la época (España. IHCM. CEGET, 1876). No obstante, los resultados de la prospección arqueológica con detector de metales variaron la hipótesis inicial, al recuperar más de 200 casquillos y balas 7 y 7.92 x 57 mm Mauser, munición adscribible a la Guerra Civil. Todos estos elementos se hallaban percutidos y con las guías de cargador vacías arrojadas entre los casquillos, lo que nos lleva a considerar que en este enclave se produjo un tiroteo de alta intensidad. Esta hipótesis fue refrendada por el hallazgo de una estructura muraria de planta rectangular que posteriormente fue excavada por completo. Se trataba de un puesto de vigilancia antiaéreo establecido entre 1936 y 1937 del que incluso se conservan referencias de historia oral (Barrio y Sáez, 2018, p. 45). En origen se trataría de una estructura muy simple, de planta rectangular con muros de lajas de piedra trabadas en seco y una techumbre de troncos sustentada por dos pilares recubierta de ramas, hojas y material vegetal para camuflarla de los aviones enemigos. Según las fuentes, el puesto contaría con sistema telefónico y, mediante un cable conectado a la fábrica de la Robla, daba avisos del avistamiento de aviones enemigos. En este momento, se empleaba la sirena de la propia fábrica para dar aviso a los habitantes del peligro. Como prueba material de este hecho pudimos recuperar un aislador de porcelana, comúnmente empleado en este tipo de conexiones de cable. En otros sectores recuperamos materiales que interpretamos como parte de combates y asaltos; como por ejemplo un cargador completo sistema Mauser o un percutor de granada de mano Laffite, como el que Revilla y otros han estudiado en el frente leonés (Revilla et al., 2024).
A este importante hallazgo de la Guerra Civil se le sumó la documentación de una extensa línea de trinchera en el Pico de San Miguel, emplazamiento en el que los liberales establecieron baterías de artillería de montaña en 1874 y 1875. Sorprende el estado de conservación del yacimiento, donde se podían observar materiales de la guerra en superficie, a simple vista. Incluso se conservaban en su lugar las grandes lajas de piedra que se tendían de un lado al otro de las zanjas para permitir el paso por arriba. Finalmente, en uno de los extremos hallamos lo que parece ser un área de descanso. La estructura adquiría una forma circular y en su interior documentamos los fragmentos de varias tejas, un cubierto y monedas. Los materiales exhumados reiteraban nuevamente la dinámica de superposición bélica que venimos documentando para el resto de casos. Junto a los casquillos Remington y estopines de fricción de 1872-1876, se halló munición tipo Mauser y una espoleta tipo Plasencia de 1936-1937 (fig. 6).
En síntesis, el campo de batalla de la Celadilla constituye uno de los mejores ejemplos de la arqueología del conflicto en el País Vasco y Burgos. En primer lugar, por la conservación del paisaje preindustrial, que permite retrotraernos con facilidad al contexto de los combates. En segundo lugar, por el buen estado de preservación de su materialidad; de hecho, resulta llamativo cómo se han recuperado restos de los últimos tres conflictos civiles que vivió España (Primera Guerra Carlista, Segunda Guerra Carlista y Guerra Civil española). Por último, gracias a las diferentes actuaciones arqueológicas realizadas hasta la fecha, se ha podido generar un conocimiento en profundidad de esta realidad arqueológica.
De los estudios de caso presentados en las páginas precedentes se pueden desprender varias reflexiones interesantes. En primer lugar, resulta llamativo comprobar cómo en las fuentes periodísticas de 1936-1939 el recurso a las guerras carlistas es constante. Tanto rebeldes como republicanos recurrieron a la creación de sinergias entre ambos conflictos para enfatizar sus discursos políticos. En este marco cabe destacar las comparaciones realizadas por la prensa afín al bando sublevado entre los generales Tomás de Zumalakarregi y Emilio Mola, trazando una suerte de vidas paralelas entre los dos oficiales cuyo objetivo fue la conquista de Bilbao pero que no llegaron a verlo realizado (Salazar, 2013). Por otra parte, podemos resaltar las similitudes halladas entre la situación de 1937 y el asedio de 1874. En ambos casos la ciudad era acosada por los soldados reaccionarios, contrarios al gobierno legalmente constituido, solo que mientras que en 1874 triunfaron los defensores y la ciudad resistió, lo contrario sucedió en junio de 1937. Toda esta dinámica evidencia, a nuestro parecer, que en la época de la Guerra Civil la memoria de las guerras carlistas estaba muy presente, situación que choca frontalmente con la actualidad. De hecho, los propios mandos eran conscientes de esta circunstancia tal y como se ha mencionado al respecto de la fortificación de la Celadilla.
A los paralelismos existentes en las fuentes escritas debemos sumarle una superposición de restos arqueológicos que, en el caso de Bizkaia, parece ser una tónica generalizada. Esta dinámica ha generado en muchas ocasiones errores de adscripción crono-tipológica al identificar restos de la guerra carlista con material obsoleto empleado en 1936-1939. No obstante, tanto la estratigrafía, como los estudios de materiales, como el aporte de las fuentes documentales, muestran claramente la existencia de dos fases diferenciadas.
Uno de los resultados más potentes de esta investigación, a nuestro juicio, ha sido comprobar cómo varias generaciones de carlistas lucharon sobre los restos materiales de aquellos que les precedieron. Si bien es más que probable que sucediera lo mismo en el bando contrario, la identificación ideológica no queda tan clara. Los requetés de 1936-1939 se autopercibían como herederos de los carlistas de 1833-1840 y 1872-1876; en muchas ocasiones eran, además, sus descendientes biológicos directos. El carlismo era muy consciente de esta tradición beligerante, la ensalzaba y participaba activamente de ella (Rújula, 2003, pp. 67-85). Por esta razón, cuando Bilbao fue finalmente conquistada por las tropas sublevadas, los requetés se dedicaron a destruir sistemáticamente todos los elementos que en el espacio público conmemoraban y homenajeaban las victorias liberales de la centuria anterior. Esta destrucción se acompañó de la construcción de un nuevo paisaje memorial para la exaltación de la tan ansiada victoria (Martín-Echebarria, 2023b, p. 226 y 245). El acto de mayor significado político fue la cena que se ofreció en agosto de 1937 a los veteranos carlistas de 1874 en el salón noble de la antigua sede de la Sociedad el Sitio (Nebreda, 1937). Durante años, cada 2 de mayo (aniversario de la liberación de la ciudad por parte del ejército liberal) en Bilbao se realizaban grandes actos de celebración y homenaje en recuerdo de la victoria liberal y del final del asedio carlista. Todo ello era visto por los carlistas como una afrenta a la memoria de sus combatientes, afrenta de la que se vengaron en 1936-1937 cuando la otrora orgullosa Invicta Villa cayó finalmente en manos de los hijos y nietos de quienes la sitiaron infructuosamente en 1835, 1836 y 1874. Esta iniciativa de negación del discurso memorial liberal e imposición del nuevo discurso memorial carlista-franquista también tuvo una importante materialización en los monumentos conmemorativos de la villa (Martín-Echebarria, 2023b).
La superposición de restos materiales de los diferentes conflictos también prueba la intensa y generalizada militarización que vivió el paisaje del País Vasco durante más de un siglo, de 1833 a 1936. El territorio se vio alterado por la excavación de trincheras y fosos, la construcción de reductos, fuertes, Blockhaus o puestos de vigilancia, entre otras muchas estructuras militares. En esta línea lo más llamativo es observar que las fortificaciones de ambas guerras se plantearon en más de una ocasión en los mismos espacios, llegando a reutilizarse. Las trincheras carlistas de Somorrostro, por ejemplo, fueron re-excavadas y empleadas una vez más, pero en esta ocasión por los defensores de la II República. Curiosamente, los carlistas que defendían estas trincheras en origen, lo hicieron precisamente contra el ejército de la I República. Lo mismo sucede con las posiciones defensivas erigidas en torno a Bilbao. Tanto en el fuerte liberal del monte Avril, como en el fuerte carlista de Ollargan, se han documentado contextos arqueológicos relevantes de la guerra de 1872-1876 y de la de 1936-1939.
En otro orden de cosas, los materiales recuperados en estos yacimientos también muestran la evolución y cambios producidos en el armamento de cada época. En la acción del Berrón en 1836 (Celadilla) se empleaban fusiles de chispa de avancarga. La munición eran simples esferas de plomo en cartuchos de papel que se insertaban por la boca del cañón. Al apretar el gatillo se accionaba el mecanismo de disparo basado en una piedra de sílex que al chocar contra el pedernal provocaba la chispa que iniciaba la deflagración de la pólvora. El proceso de recarga era lento y tenía que realizarse después de cada disparo. 40 años después, en las batallas de la Celadilla de 1874-1876, las armas empleadas eran fusiles de retrocarga, con modernas llaves de percusión, cañones de ánima rayada, cartuchos metálicos, balas ojivales y pólvora negra. No obstante, estas armas todavía estaban limitadas a un único disparo, por lo que había que recargarlas después de cada tiro. Estas modificaciones, introducidas a mediados de siglo, incrementaron sustancialmente la potencia, alcance, precisión y cadencia de tiro de las armas, concluyendo en un aumento de la capacidad destructiva que también tuvo su reflejo en el arma de artillería con la introducción de las primeras granadas ojivales. Finalmente, en 1936-1939, la tecnología armamentística siguió evolucionando y en ese momento los fusiles de cerrojo permitían introducir cinco cartuchos, por lo que la cadencia de tiro aumentó considerablemente. Asimismo, se introdujo una pólvora sin humo mucho más potente y que funcionaba prácticamente en todo tipo de condiciones meteorológicas. Las balas, originariamente de plomo, se recubrieron con una camisa de latón, que las hacía más resistentes y letales. En este contexto también debemos enmarcar el uso de armas automáticas como ametralladoras, fusiles-ametralladoras o pistolas. Finalmente, las excavaciones conducidas en Arbalitza son reflejo de la generalización de un elemento que cambió la guerra para siempre: la aviación militar. En general, los datos recuperados en estos yacimientos arqueológicos ofrecen una visión de longue durée sobre la historia militar y la tecnología bélica, mostrando el progresivo aumento de la letalidad de las armas como consecuencia de los avances tecnológicos surgidos durante la Revolución Industrial y que fueron continuamente mejorados en las décadas posteriores.
En este sentido es interesante comprobar cómo la tecnología fue muchas veces por delante de la estrategia militar y de la percepción de los mandos. En Somorrostro hemos visto que, a pesar de contar con una mayor potencia artillera, mayor número de tropas y los fusiles más modernos, el ejército liberal fue derrotado con un gran número de bajas debido a la construcción de un nuevo tipo de trinchera y al acertado despliegue del ejército carlista. Algo similar sucedió con las fortificaciones permanentes. Mientras que los liberales optaron por la construcción de torres y fortalezas con perfil elevado, las fortificaciones carlistas se caracterizan por el empleo de tierra, la simpleza de su arquitectura y una altura escasa; de esta manera lograban camuflar sus defensas. Resulta llamativo observar cómo en este aspecto los carlistas se adelantaron inteligentemente a lo que sería una constante en los conflictos bélicos posteriores: el camuflaje de las fortificaciones en el terreno y el desarrollo de los campos atrincherados. Los avances técnicos en armamentística, con un notable incremento del poder destructivo de la artillería, habían obligado a optar por un sistema constructivo y una arquitectura militar que minimizase la exposición a los proyectiles enemigos, adelantando lo que sucedería en conflictos posteriores como la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
De manera similar, en la siguiente guerra civil, 1936-1939, la insistencia republicana en fortificar las alturas más prominentes, totalmente despejadas en la época, se tradujo en un castigo constante y de gran efectividad por parte de la aviación del bando sublevado.
Tal y como hemos comentado en la introducción, más allá de los resultados puramente científicos, las intervenciones arqueológicas desarrolladas realizan un aporte fundamental que va más allá del conocimiento histórico. Los yacimientos estudiados constituyen palimpsestos del conflicto y son la expresión material de la historia reciente del País Vasco. Una historia violenta y traumática que, en el caso del conflicto carlista, viene a desmitificar el halo de romanticismo, épica y heroísmo con el que estas guerras son consideradas en la actualidad por parte de la sociedad. Más aún, estos campos de batalla son contenedores de la memoria de nuestro pasado reciente más incómodo. En este sentido, constituyen elementos patrimoniales con una gran carga emocional, identitaria y mnemónica. Como sociedad, estos yacimientos nos ofrecen la oportunidad de reflexionar, repensar y renegociar nuestra memoria con los episodios traumáticos del pasado. Precisamente por ello, dentro de los diferentes proyectos descritos previamente se ha dado un importante espacio a la socialización y divulgación de las labores arqueológicas mediante la realización de visitas guiadas, charlas o jornadas de puertas abiertas (fig. 7).
La arqueología, por la naturaleza de su objeto de estudio, la cultura material, tiene la capacidad de rescatar y hacer evidente aquello sobre lo que no se quiere hablar. Por tanto, guarda una relación estrecha en las políticas de puesta en valor del conocido como dark heritage o patrimonio disonante/incómodo, aquel que genera controversia, debate y opiniones encontradas entre los miembros de una misma comunidad. En este sentido creemos firmemente que la arqueología y la didáctica del patrimonio pueden y deben ser la herramienta para la negociación y reconciliación con ese pasado. Siguiendo las palabras de otros autores:
el patrimonio […] es un campo en el que se materializan todas las relaciones sociales, con toda su heterogeneidad y contradicciones. Todo proceso de patrimonialización, para ser un recurso, […] debe llevarse a cabo de forma participativa y democrática. […] Lo que no significa que no deba existir una instancia de mediación. […] La presencia de una instancia mediadora y un campo de conflicto, posibilita, paradójicamente, la negociación. En última instancia, el patrimonio materializa las contradicciones sociales existentes y posibilita o encamina su resolución (Barreiro, 2014, pp. 305-306).
El estudio realizado ha demostrado la existencia de una evidencia histórica que ha sido escasamente tratada hasta el momento: las conexiones existentes entre las guerras civiles del siglo XIX y la Guerra Civil española de 1936-1939. Si bien hemos llegado a la constatación de este hecho de manera colateral, dado que nuestros proyectos arqueológicos se centraban en la arqueología de la Segunda Guerra Carlista, ello ha generado nuevos aportes y un conocimiento más profundo de la historia reciente de Bizkaia.
Creemos precisamente que la arqueología, por las características de su objeto de estudio y metodología de investigación, no sólo posibilita, sino que anima a la reflexión sobre los conflictos bélicos desde una óptica diferente. En este sentido es muy interesante la aplicación de una visión de longue durée que vehicule la historia bélica reciente, cuanto más la historia reciente de España, surcada de guerras civiles. De este punto en adelante sería interesante que las líneas de investigación en arqueología de la Guerra Civil y arqueología de las guerras carlistas convergieran, dado que, tal y como hemos visto, las conexiones son más que aparentes.
Ha sido precisamente la recuperación de la cultura material de los citados conflictos y la constatación de diferentes fases en estos yacimientos lo que nos ha llevado a la imagen de sucesivas generaciones de soldados carlistas luchando en un mismo espacio. Como hemos visto, también reporta comparaciones interesantes a nivel de la historia militar e incluso permitiría la realización de microhistoria.
Finalmente, creemos firmemente en que la arqueología no sólo puede emplearse para aportar nueva información sobre un ámbito de estudio, periodo o lugar en concreto, sino que también tiene un importante valor didáctico, educativo y de reparación de la memoria. Como se ha dicho en la introducción, las fuentes materiales son muy expresivas sobre la verdadera naturaleza de la guerra, y por ello precisamente, por la evidencia de la tragedia que muestran, son un recurso útil y potente para la desmitificación de los conflictos armados y para la contestación de las narrativas oficiales. En definitiva, «Liberar el dolor, recuperar las voces de los muertos olvidados, esos son, quizá, los objetivos más importantes de la arqueología del conflicto» (González-Ruibal, 2020, p. 17).
El presente estudio formó parte de la tesis doctoral del autor realizada en el Grupo de Investigación de Patrimonio Construido de la UPV/EHU y financiada por el programa de formación del personal investigador no doctor del Gobierno Vasco durante los años 2019-2023. El autor agradece expresamente a todas las personas que colaboraron en las labores de excavación de los yacimientos analizados, así como a las instituciones (Gobierno Vasco y Diputación Foral de Bizkaia) que las financiaron y autorizaron. Del mismo modo, se agradece la labor y guía de los directores de tesis, Alfredo González-Ruibal y Sergio Escribano Ruiz. Por último, agradezco el trabajo de los revisores y editores que han contribuido a mejorar el texto.
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