Jordi Principal
Museu d’Arqueologia de Catalunya
Pg. Sta. Madrona 39-41, 08038 Barcelona
jprincipal@gencat.cat 0000-0001-9030-4427 L-6110-2014
(Responsable de correspondencia)
Núria Molist Capella
Museu d’Arqueologia de Catalunya
Pg. Sta. Madrona 39-41, 08038 Barcelona
nmolist@gencat.cat 0000-0003-2048-6987 GRR-7492-2022
José Miguel Gallego Cañamero
EINA, Gestión integral del patrimonio SL
C/ Jansana 19, bajos 1ª, 08902 L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona)
eina.gip@gmail.com 0000-0003-3700-9503 GRX-8530-2022
Resumen En el presente trabajo se propone la identificación de una pieza singular hallada hace más de 30 años en el oppidum ibérico de El Turó del Montgròs (El Brull, Barcelona) como un cinturón sabélico-samnita. El contexto de aparición permite vincular la pieza con un ritual de exposición de spolia hostium. Su presencia en el oppidum ausetano se relaciona con la actividad mercenaria de las poblaciones iberas.
Palabras clave Cinturón sabélico-samnita, Turó del Montgròs, siglo III a.C., Ausetania ibérica, spolia hostium, mercenariado ibérico.
Abstract The present paper puts forward the identification of a singular piece discovered more than 30 years ago at El Turó del Montgròs Iberian oppidum (El Brull, Barcelona). It corresponds to a Sabellic-samnite belt. The context of the finding suggests that it would be the final expression of a spolia hostium exhibition ritual. Its presence in an Ausetan oppidum would be related to the mercenary activity of the Iberian communities.
Keywords Sabellic-samnite belt, Turó del Montgròs, 3rd century BC, Iberian Ausetania, spolia hostium, Iberian mercenarism.
Fecha recepción: 13/05/2022 Fecha aceptación: 21/07/2022
Principal, J., Molist Capella, N. y Gallego Cañamero, J. M. (2022): “El cinturón sabélico-samnita de El Turó del Montgròs (El Brull, Barcelona): ¿evidencia y crónica de un nostos ausetano”, Spal, 31.2, pp. 95-122. https://dx.doi.org/10.12795/spal.2022.i31.21
2. El contexto arqueológico. El Turó del Montgròs, un oppidum ausetano
2.1. El Turó del Montgròs y el territorio ausetano en época ibérica
2.2. La fortificación ibérica. Las murallas
2.3. La intervención de 1986. El acceso sur
2.4. La puerta y la posición del cinturón
2.5. Consideraciones sobre la naturaleza de la fortificación
4. Sentido social del cinturón sabélico-samnita y su traslación al contexto ibérico
4.1. La contextualización ibérica de una pieza singular
4.2. Rituales de exposición de spolia hostium en el mundo ibérico septentrional
Figura 1. Mapa de situación del oppidum de El Turó del Montgròs (El Brull, Barcelona).
Figura 3. A: Foto de los restos del cinturón. B: Examen radiográfico.
Figura 4. A: Dibujo del cinturón, anverso y reverso. B: Propuesta esquemática de restitución.
En 1986, en el transcurso de una campaña arqueológica en el oppidum de El Turó del Montgròs (El Brull, Barcelona), se produjo el hallazgo de la pieza objeto de este trabajo. A pesar de no ser identificada con exactitud, no pasó por alto que se trataba de un objeto nada habitual, tanto por su forma aparente –una delgada placa rectangular de bronce– como por el contexto –asociada a la puerta de madera incendiada del acceso sur de la muralla del oppidum ibero–. El estado de conservación era deplorable, totalmente craquelada por la acción del fuego y debilitada por su propia fragilidad, por lo cual se procedió a la consolidación in situ. Una vez trasladada la pieza al Museu Arqueològic de Barcelona (actualmente Museu d’Arqueologia de Catalunya, MAC), fue restaurada, inventariada junto al resto de material de la campaña (BR.86.123.8), y dada de alta en el registro del museo (nº de inventario MAC BCN-029242).
En dos artículos publicados sobre los resultados de las intervenciones de las campañas de 1986 y 1987 (Molist y Rovira Port, 1991; Molist y Rovira Port 1993) se hace mención a la “placa de bronce” e incluso en uno de ellos aparece en la planta del derrumbe de la puerta de madera del acceso, e individualmente dibujada (Molist y Rovira Port, 1991, fig. 8[B], fig. 10 y fig. 12.1). Si bien todos los indicios apuntaban que, efectivamente, se trataba de un cinturón de tipo itálico (Graells, 2014, p. 167; García Jiménez y Pérez Rubio, 2015, p. 165, n. 10; García Jiménez y Graells, 2016, p. 129, n. 31), la realización de un análisis con RX (cf. infra) confirmó definitivamente la hipótesis.
El cinturón de El Turó del Montgròs es una pieza de excepcional interés, puesto que a su condición de único cinturón sabélico-samnita hallado en la península ibérica –a excepción de un aplique aparecido en el Puig de la Nau (Benicarló, Castellón) (Graells, 2010)– hay que añadir su ubicación en una de las puertas de la muralla, de carácter sin duda intencional.
En este trabajo abordaremos la descripción del cinturón, las circunstancias de su hallazgo y el espacio al que estaba asociado, así como los trazos definitorios del oppidum y aquellos aspectos de debate de los cuales actualmente es objeto, en relación con el uso del recinto o la cronología y técnicas constructivas de las murallas. Descrito el enclave y el cinturón, dejamos para el final la reflexión sobre su significado tanto simbólico como social y militar, así como su contextualización espacial y temporal.
El oppidum ausetano de El Turó del Montgròs se encuentra en el macizo del Montseny, sobre una península rodeada de acantilados a excepción de su extremo este. Su posición relativamente elevada (765 m s.n.m.) le permite controlar l’Afrau del Montanyà, un barranco que finaliza en el punto de entrada a la planicie de Vic a través del paso del río Congost. Por el lado opuesto, al nordeste, se encuentra una de las pocas rutas que comunica la costa con el interior de Cataluña, el Coll Formic (fig. 1).
El Turó del Montgròs es un asentamiento ausetano, pueblo ibero que ocupaba la actual comarca de Osona y probablemente parte de comarcas vecinas, aunque los textos clásicos son imprecisos respecto de la definición del territorio (Molas, 1982; Burch y Nolla, 1995; Rocafiguera, 1995; Padrós, 2010; Rocafiguera, 2020), y su diferenciación respecto de otro pueblo ibero con el mismo gentilicio (los “Ausetanos del Ebro”; cf. Jacob, 1987-1988; Burillo, 2001-2002; Padrós, 2016). Este se conforma alrededor de una planicie (Plana de Vic) limitada por conjuntos montañosos (Montseny, Guilleries, Moianès) y es precisamente en estas elevaciones donde se sitúan los oppida, como el mencionado Turó del Montgròs, L’Esquerda (Roda de Ter, Barcelona) (Ollich et al., 2014), El Casol de Puig Castellet (Folgueroles, Barcelona) (Molas et al., 1992) o El Clascar (Malla, Barcelona) (Pujol et al., en prensa).
El yacimiento fue descubierto en 1974 de forma circunstancial. A partir de este momento, se han llevado a cabo diferentes campañas de excavación y restauración a lo largo de los casi cincuenta años transcurridos (López Mullor, 2014, p. 86). Las intervenciones se han centrado en la zona del istmo peninsular donde se irguieron las murallas ibéricas y la masía medieval, cerrando un espacio de 9 ha. Presenta diversas fases de ocupación: finales de la Edad del Bronce (ca. 1000 a.C.), fortificación de época ibérica (ss. V-II a.C.) y un establecimiento rural medieval, el Mas Montgròs (ss. XI-XV), con frecuentaciones en época moderna (ss. XVII-XIX) (López Mullor, 2016). En cuanto a la ocupación ibérica, se caracteriza por sus dos murallas, levantadas en el istmo. La segunda muralla conserva algunas construcciones domésticas adosadas a la cara interna, las únicas estructuras no defensivas identificadas en el interior del recinto (Molist y Rovira Port, 1993, pp. 127-128), hecho que añade puntos de reflexión a la interpretación del yacimiento.
Los primeros vestigios de la primera muralla ibérica fueron localizados en 1987. Actualmente ha sido documentado casi todo su perímetro y concretada la cronología, con un término ante quem de 425 a.C. (López Mullor y Riera, 2004, p. 144; López Mullor y Fierro, 2011, p. 224; López Mullor, 2014; Bru y López Mullor, 2014, pp. 398, 400 y 403).
Se compone de un muro lineal de entre 2.20-2.50 m de anchura, del cual se conocen diversos tramos y una puerta de acceso identificada en el sector norte, protegida por dos torres situadas detrás de la entrada. Posteriormente, durante el s. IV a.C., se reforzó la cara externa con un muro adosado de 1 m de anchura. A finales del s. IV/inicios del III a.C. se desmonta prácticamente en su totalidad (López Mullor, 2014).
Según las últimas interpretaciones, la muralla mejor conservada fue levantada a finales del s. IV/inicios del III a.C., con diversos añadidos y reformas posteriores realizadas a lo largo del s. III a.C. (Bru y López Mullor, 2014, pp. 398-400; López Mullor, 2015, pp. 542 y ss.; contra Molist y Rovira Port, 1993, pp. 131-133, figs. 16-18, en función del material arqueológico que sugeriría una fecha del último cuarto del s. IV a.C.). La muralla se compone de diversos tramos (fig. 2a): en el extremo sur se halla la puerta con corredor y estructuras que la refuerzan (sector A); a continuación, un tramo de muralla estructurado por cuatro compartimentos, una poterna y dos compartimentos más (sector B). A este tramo se le añadió posteriormente un bastión o torre, un parapeto o muro macizo de refuerzo delante de los otros cuatro y se inutilizó la poterna y los accesos a cada uno de los compartimentos. Sigue un tramo de muro continuo hasta llegar a la zona norte, donde se halla otro bastión (sectores C y D) (López Mullor et al., 2005, pp. 141-143; López Mullor y Fierro, 2012; López Mullor, 2016).
Centrándonos en el sector A o sur, las intervenciones más recientes han puesto al descubierto nuevas estructuras más meridionales respecto a las excavadas en 1986. Se ha propuesto la continuación del lienzo de la primera muralla finalizado con una gran torre en el extremo sur, sobre el risco (López Mullor, 2016, pp. 14, 56 y 60).
El hallazgo del cinturón ha de enmarcarse en el contexto de localización e identificación de la entrada sur de la segunda muralla (sector A), la cual habría sido incendiada a finales del s. III/inicios del II a.C. (fig. 2b). El acceso estaba conformado en el momento de su destrucción por un corredor orientado este-oeste, con una ligera desviación hacia el sur (UE 117). El muro norte del corredor, de más de 7 m de longitud (UE 110), se asentaba en parte sobre la roca, tosca e irregularmente recortada y parcialmente visible. El muro sur (UE 111) se hallaba en peor estado, con escasas hiladas conservadas (Molist y Rovira Port, 1991, p. 254).
El corredor, con posterioridad al incendio y abandono, se vio reducido en anchura en un momento que datamos entre los ss. II/I a.C. El muro que estrecha parcialmente el paso (UE 115) se adosó al muro sur por su extremo este. La posición estratigráfica del murete estaba claramente por encima del nivel de la puerta quemada y del derribo de parte de las paredes delimitadoras del corredor (Molist y Rovira Port, 1991, p. 252, fig. 3; Molist y Rovira Port, 1993, p. 128, fig. 6), con lo cual no puede atribuirse al s. III a.C., como se indica en trabajos recientes (Bru y López Mullor, 2014, pp. 399-400). Por el flanco norte, la puerta estaba protegida por una torre semicircular, de 6 m de diámetro, que inutilizaba prácticamente el primero de los compartimentos y, por tanto, se trata de una de las estructuras de refuerzo levantadas durante el s. III a.C. En la parte central del corredor discurría un desagüe con una rudimentaria canalización delimitada con losas, que estuvo en funcionamiento hasta el refuerzo de la entrada durante el s. III a.C. Finalmente, antes de llegar a la entrada y por el noreste, había un espacio cuadrangular semi-abierto: un muro simple prolongaba el parapeto delante de los compartimentos, delimitando un recinto de 20 m2, con una banqueta situada en el ángulo noroeste. De funcionalidad incierta, se data en el s. III a.C. y podría relacionarse con la vigilancia, en el marco del refuerzo de esta parte de la muralla (Rovira Port y Molist, 1993, p. 128). La topografía actual de la zona dificulta la visualización del acceso a este espacio desde el istmo, que discurriría en perpendicular los últimos 10 m (López Mullor y Riera, 2004, p. 139).
Durante la intervención se localizó la puerta carbonizada dispuesta horizontalmente sobre el pavimento (UE 127). La relativamente buena conservación de algunos de los elementos permite acercarnos a su configuración. El corredor de la entrada estaba protegido, a finales del s. III a.C., por una puerta de roble (Quercus sp. caducifolio) (Ros, 1987, p. 4) de doble batiente, formada por tablones de madera dispuestos verticalmente, de unos 20 cm de anchura. Un travesaño horizontal, conservado, fijaría los ejes laterales de cada batiente por la parte superior, mientras que por la inferior estarían sujetados por un quicio de hierro (el del lado norte localizado in situ; el del lado opuesto debe hallarse bajo el muro posterior UE 115). La altura de la puerta calculamos que estaría en torno a los 3.50 m. a tenor de los restos de madera documentados y de la posición del quicio. Además de este, se recogieron diferentes elementos de hierro como clavos de carpintería y, de valor concluyente para la datación del incendio, cinco monedas de plata –dos dracmas ampuritanas y tres divisores, halladas en la parte central del corredor– (Molist y Rovira Port, 1991, p. 134, fig. 24), aunque sin duda, lo más sorprendente fue la lámina de bronce.
En función de las circunstancias del hallazgo y del registro de la excavación, es posible inferir que la puerta habría caído hacia atrás, desplomándose sobre el pavimento. El cinturón estaría doblado por la mitad y fijado a la cara exterior de la puerta, en su batiente norte o derecho, mediante un grueso clavo de hierro a una altura del suelo alrededor de los 2.50 m. La posición elevada del cinturón reforzaba la visión del mismo. La ubicación del clavo respecto a la vertical de la puerta sugiere que fue introducido en la madera por un sujeto que forzosamente había de tener los brazos en alto, o bien actuó desde una posición de altura, subido en una escalera o un escabel.
El Turó del Montgròs ha sido definido como una fortificación. No obstante, la inexistencia o la no documentación de estructuras internas en lo que sería la península que protege la muralla ha llevado desde el momento del descubrimiento del oppidum a considerar que se trataría de un espacio levantado con la finalidad de reunir pobladores dispersos por la zona montañosa y su cabaña ganadera. Pocas prospecciones se han realizado en el interior, donde el nivel natural rocoso aflora por doquier. Por ahora, el único elemento de hábitat documentado son las habitaciones pegadas a la muralla en su extremo sur, incendiadas en el mismo momento en que lo fue la entrada. López Mullor (2016, p. 74) menciona, como única referencia al uso de la fortificación, el de campamento o instalación militar.
Dos elementos permiten reflexionar sobre qué tipo de asentamiento fue El Turó del Montgròs. En primer lugar, los muros defensivos. La construcción de las dos murallas y el refuerzo de la segunda son obras de una concepción arquitectónica, conocimientos poliorcéticos y envergadura edilicia que requieren de una sociedad potente, estructurada y jerarquizada, y difícilmente justificable para un uso puntual. En segundo lugar, la presencia de algunos objetos particulares, entre ellos el cinturón. En consecuencia, cabe preguntarse si realmente no era algo más que un espacio de refugio en tiempos de inestabilidad o un espacio militar con una perduración de 200 años, con remodelaciones y cambios contundentes.
El hallazgo del cinturón nos permite plantear nuevamente la funcionalidad del oppidum, desde una perspectiva de concentración de poder, de residencia elitaria. Cabe además tener en cuenta la singularidad de otros materiales arqueológicos que refuerzan la hipótesis que planteamos, cuyo estudio sobrepasa los objetivos de este artículo. Difícilmente se entiende la impresionante cortina mural sin que el interior no tenga otra funcionalidad que la de albergar en un momento puntual una población de campesinos y ganaderos, o guerreros. Este habría de ser un espacio de poder, residencia de la élite y sus servidores, con una posible funcionalidad adicional de mercado, feria y/o santuario. Es decir, un uso continuado y frecuente del espacio. Sólo esa utilización aseguraría la conservación de las estructuras y el control de la vegetación, puesto que en pocos años la exuberante masa forestal del Montseny habría invadido la fortaleza.
El cinturón es un elemento de prestigio social y como tal es exhibido en el lugar más emblemático y de paso obligado como es la puerta de entrada (recordemos que no se ha documentado otra hasta el momento para esta segunda muralla, aparte de una poterna). En este sentido, hay que tener presente la posibilidad de que las murallas, y en especial la puerta de acceso al oppidum, fueran consideradas espacios simbólicos y rituales, propicios a la materialización de expresiones votivas o propagandísticas, como bien ejemplifica el depósito de la Puerta Oeste de La Bastida de les Alcusses (Moixent, Valencia) (Vives-Ferrándiz et al., 2015). Dichas prácticas podrían estar relacionadas con la protección de amenazas exteriores, de marcado carácter profiláctico y purificador, tal como parecen apuntar algunos indicios del área celtibérica (Alfayé, 2007).
Así pues, el cinturón fue, sin ninguna duda, expuesto para ser visto por quienes frecuentaban el lugar, circunstancia que inevitablemente nos conduce a otro ritual practicado por los pueblos costeros vecinos: las cabezas cortadas.
En el momento del hallazgo, la pieza presentaba un importante estado de alteración y fragmentación, iniciado probablemente durante el tiempo que estuvo expuesta, acentuado por el incendio que carbonizó la puerta y el derrumbe de los muros, y culminado por su posterior exposición a las inclemencias climáticas y a la vegetación. Macroscópicamente, era posible describir la pieza como dos láminas lisas, probablemente de bronce, con los extremos de tendencia rectangular, atravesadas por un clavo de hierro. Próximo al punto en que el clavo atravesaba las láminas se observaba nítidamente una alineación de cuatro orificios envueltos individualmente por una decoración repujada en forma de “lágrima” y también algunos pequeños orificios en los márgenes perimetrales. Se observó también la presencia de un elemento de forma semicircular, con la misma anchura que la lámina, en una posición algo incoherente respecto a esta. Inicialmente se pensó que podría corresponder a una pieza de arnés u otro elemento de panoplia que pudiera haber sido expuesto conjuntamente con el cinturón (fig. 3a). Todos estos detalles sugerían que nos encontrábamos ante un hallazgo excepcional: un cinturón sabélico-samnita prácticamente completo y restos de panoplia defensiva. Con el objetivo de confirmar esta sospecha y comprender la estructura y manufactura de las piezas se realizó un análisis radiográfico en el Centre de Restauració de Béns Mobles de Catalunya (CRBMC) (Gómez, 2014). Los resultados de la radiografía (fig. 3b) permitieron identificar claramente varios fragmentos de una lámina de 6.25 cm de anchura, con aproximadamente 0.6 mm de grosor, 41 cm de longitud máxima conservada y una longitud no determinable, que había sido doblada en su parte central, y atravesada en este punto por un clavo de hierro que la fijaba sobre la puerta de acceso al recinto amurallado. Los extremos “macho” (el extremo donde se encuentran los garfios de anclaje) y “hembra” (la parte de la lámina que contiene los orificios “lagrimales” para el anclaje de los garfios) del cinturón habían quedado suspendidos con las superficies internas enfrentadas. Esta forma de exhibir cinturones está presente en la cerámica suditálica de figuras rojas del s. IV a.C., como por ejemplo en la crátera de columnas atribuida al pintor de Rueff y conservada en el Metropolitan Museum of Art con el nº 1974.23 (Trendall y Cambitoglou, 1978, p. 255, pl. 85.1- 2) o en el escifo expuesto en el mismo museo con el nº 91.1.444 (Mertens, 2010, pp. 13, 25, 45, 152 y 160-2).
En el momento en que la puerta de madera ardió y cayó, el cinturón se quebró transversalmente en el punto de la curvatura, dejando dos láminas independientes superpuestas. El elemento semicircular que se hallaba en una posición “incoherente” pudo ser finalmente identificado como el remate del extremo “hembra”. En cambio, es probable que el remate “macho” se desintegrara, pues no se encontró ningún elemento susceptible de identificación clara, más allá de los restos filiformes que fueron interpretados como posibles garfios.
Sin embargo, ni siquiera los encomiables trabajos de restauración llevados a cabo por los técnicos del Museu d’Arqueologia de Catalunya permiten en la actualidad una lectura estilística totalmente precisa. Afortunadamente, todavía se pueden apreciar algunos detalles claves para establecer una posible atribución crono-tipológica del cinturón (fig. 4) y la manera en que fue expuesto sobre la superficie de madera de la puerta.
La fabricación de este tipo de piezas se realizaba a partir de una plancha de bronce estirada y aplanada en caliente. Una vez recortada la lámina deseada para el cinturón, se grababan con la técnica del repujado los elementos lagrimales ornamentales y en su parte central, se perforaban los agujeros necesarios para el anclaje de los garfios. Estos orificios se realizaban mediante un punzón, con golpe seco y potente, como demuestra la presencia de las rebabas resultantes en la cara interior de la pieza. La misma técnica se puede observar en los orificios perimetrales, realizados con un punzón más fino. Para evitar que el metal quedara desnudo sobre la ropa (el contacto con el sudor produce oxidación), se revestía la cara interna con tela o piel cosida al cuerpo metálico a través de los orificios perimetrales, lo cual, además, otorgaba a la pieza una mayor consistencia.
La anchura de la lámina del cinturón (6.25 cm) es algo inferior a la media de los cinturones sabélico-samnitas, que se encuentra en torno a los 9 cm, aunque se ha podido documentar algún ejemplar de más de 16 cm de anchura, como el procedente de Bari (Ciudad Metropolitana de Bari, Apulia) (16.5 cm, cf. Von Kaenel, 1991, p. 106, nº 22; 1992, n. 83e; Romito, 1995, p. 85, nº 260). Por otro lado, existen cinturones más estrechos, totalmente funcionales, el más destacable de los cuales es el ejemplar de 3.7 cm procedente de la tumba 600 de Lavello (Potenza, Basilicata) (Bottini y Fresa, 1991, p. 39, tav. XXI.82- 83, tav. CXII.45 y tav. CXIV.50; Von Kaenel, 1991, pp. 103- 104; Romito, 1995, p. 147, nº 684). Cabe recordar la existencia de cuatro cinturones votivos miniaturizados –y, por tanto, no funcionales- con anchuras inferiores a 3.5 cm procedentes de Timmari (Matera, Basilicata), fechados a finales del s. V o inicios del s. IV a.C. (Adamesteanu, 1971, p. 39; Romito, 1995, pp. 159-160, nº 774, 775, 776 y 777).
La lámina se encuentra rodeada perimetralmente por una serie de orificios destinados a la costura del revestimiento interior. La disposición de estas perforaciones sigue un patrón en que se alternan unas de diámetro mayor (2 mm) con otras de diámetro menor (1 mm), separadas aproximadamente 1 cm, lo cual permite plantear la utilización de dos buriles distintos. Igualmente, la alternancia de orificios con diámetros diferentes podría estar indicando que mientras que en los menores sólo se realizó una pasada, en los mayores se pudieron realizar dos.
En el extremo “hembra” se pueden identificar tres series de orificios para el anclaje de los garfios, del tipo “de ojo” (traducción literal del término utilizado habitualmente en la bibliografía italiana a occhio), dispuestos transversalmente en grupos de cuatro, separados unos 13.5 cm entre sí. La decoración, elaborada mediante la técnica del repujado, envuelve con forma de lágrima todo el orificio, cerrándose en punta en uno de los lados. Esta peculiaridad ornamental aparece frecuentemente en los ejemplares originarios del área nuclear samnita. Es el caso de los cinturones procedentes de las tumbas 8, 10 y 11 de la necrópolis de la Addolorata de Carife (Avellino, Campania) (Romito, 1995, p. 26, tav. VIII, IX y X), pero también de los recuperados en la tumba XVII/1929 de Battipaglia (Salerno, Campania) (Romito, 1995, p. 30, tav. XIIIb) o en la tumba XXXIII/1929 de Oliveto Citra (Salerno, Campania) (Romito, 1995, p. 32, tav. XVIc), todas ellas fechadas en la segunda mitad del s. IV/inicios del III a.C. Aún podríamos citar otros dos ejemplares con esta decoración: el del individuo de procedencia desconocida de la Axel Guttmann Collection (AG632/R162, adquirido en 1991 en Christie’s el 6 noviembre de 2002, lote 77. Accesible en: http://www.hermann-historica-archiv.de/auktion/hhm54.pl?db=kat54_g.txt&f=ZAEHLER&c=353&t=temartic_G_GB&co=3; consultado el 23 noviembre 2017) y el ejemplar conservado en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, procedente de Tarento (De Puma y Lightfood, 2013, pp. 161-168). En ambos casos se proponen dataciones de mediados/finales del s. IV a.C. Los cinturones de cuatro garfios representan el segundo grupo con menos ejemplares documentados, sólo por detrás de los de tres. Tenemos un ejemplar en Fontana Monaci (Potenza, Basilicata), otro en Pontecagnano (Salerno, Campania), otro más en la colección Sansone di Mattinata (Foggia, Apulia) y, finalmente, un fragmento del extremo “hembra” procedente del hipogeo Monterissi Rossingnoli de Canosa (Foggia, Apulia) (Romito, 1995, p. 16).
Respecto a los garfios, los que contenían elementos ornamentales desarrollados se fabricaban con la técnica de la cera perdida, vertiendo metal fundido en moldes univalvos (la cara interior de los garfios no está decorada) y finalmente doblados en su extremo distal. En el caso de los garfios filiformes, se trata simplemente de metal estirado en caliente a partir de un núcleo más grueso y doblado en frío. El segmento de este hilo que queda sobre el extremo “macho” se aplanaba para aumentar la superficie de apoyo y finalmente se remachaba al cuerpo del cinturón.
Los garfios son un recurso fundamental para la adscripción tipológica de este tipo de piezas, pues en ellos se concentran los detalles decorativos que permiten su clasificación crono-tipológica. Para su análisis respetamos aquí la definición propuesta por Suano (cf. Suano, 1986, p. 2), quien dividía el garfio o broche en dos partes: “cabeza” —la parte del garfio que sobresale de la lámina macho para facilitar el ensamblaje con la lámina hembra— y “cuerpo” —la parte del garfio que queda sujeta a la lámina macho del cinturón. La cabeza, a su vez, contiene el “gancho” —la parte del garfio doblada para fijarse en la lámina hembra. De los posibles garfios de nuestro ejemplar se hallaron muy pocos fragmentos. Se conserva únicamente la cabeza o extremo filiforme curvado de uno de ellos, de 1 mm de grosor, completamente separado del extremo “macho” de la lámina. Asociados a este, se hallaron otros dos fragmentos filiformes, posiblemente de bronce, de 1 mm de grosor y 6 cm de longitud en total (corresponden, probablemente, a la misma pieza) y otros elementos informes que podrían corresponder al cuerpo de los garfios, aunque no podemos asegurar ni descartar que en el momento de la destrucción, estos ya no se encontrasen sobre el extremo “macho”. Ignoramos, por tanto, si poseían un cuerpo con motivos decorativos, elemento que hubiera facilitado la tarea de adscribir tipológicamente el cinturón. No obstante, con los pocos datos disponibles trataremos de lanzar una hipótesis en lo que a procedencia geográfica y cronología del cinturón se refiere.
La ausencia de elementos decorativos y la sencillez del diseño de la cabeza del garfio conservado permitiría asociarlo al tipo 9 de Suano (1986, p. 5; Suano, 2000, p. 186), uno de los más simples y antiguos con cronologías de la primera mitad del s. V a.C., con ejemplares recuperados en las tumbas 24 de Ruvo del Monte (Potenza, Basilicata) (Bottini, 1981, p. 257, fig. 62, nº 226; Bottini, 1983, p. 38, nº 1; Romito, 1995, p. 153, nº 728), 82 de Ripacandida (Potenza, Basilicata) (Bottini, 1983, p. 38, fig. 22, nº 2; Romito, 1995, p. 153, n. 723) y 58 de Castel Baronia (Avellino, Basilicata) (Gangemi, 1984, p. 551; Romito, 1995, p. 112, nº 446); así como de la segunda mitad del s. V a.C., como el ejemplar procedente de la tumba 89 de Ruvo del Monte (Bottini, 1983, p. 41, nº 34; Suano, 1986, p. 25; Romito, 1995, p. 154, n. 731), y de finales del s. V/inicios del IV a.C. como el de la tumba 2 de Cavallino (Lecce, Puglia) (Lo Porto, 1973, p. 371, tav. XXXIV.1; Suano, 1986, p. 25; Romito, 1995, p. 97, nº 339). También existe algún individuo más moderno, de finales del s. IV/inicios del III a.C., como el ejemplar nº 777 de Timmari (cf. supra). La mayoría de ejemplares de garfios del grupo 9 proceden de la antigua área lucana, al norte de la actual región de la Basilicata (Suano, 2000, p. 191, fig. 2). No obstante, la cronología de este tipo resulta demasiado alta para justificar la presencia del ejemplar de El Turó del Montgròs en un contexto tan tardío, motivo que nos obliga a buscar una alternativa.
En ese sentido, si seguimos los argumentos planteados por Romito (1995, p. 21), la decoración “de ojo” que envuelve los orificios para el anclaje de los garfios habría que asociarla, en general, a garfios del tipo “de cuerpo de cigarra” (del original a corpo di cicala), característico en contextos funerarios desde la primera mitad del s. IV hasta inicios del III a.C. No obstante, esta definición ha sido rechazada por autores como Heres (1980) que propone “ornamento plástico de palmetas y volutas”, de “prótomo teriomorfo” o “de lanza”, y unifica el tipo “de cigarra” con el tipo “de hoja” de la clasificación de Rebuffat (cf. supra). Asimismo, dentro de este grupo podrían incluirse los delgados garfios del tipo “de tallo” (traducción del tipo a stelo) de Romito (1995, p. 22), «[...] privo ormai di decorazione, è soltanto funzionale», que conservan en su extremo la decoración “de cuerpo de cigarra” (Romito, 1995, pp. 21-22), correspondientes a los tipos 7 y 8 de Romito (1995, p. 23, tav. V). Es el caso de los ejemplares procedentes de las tumbas 8 y 11 de la necrópolis de la Addolorata de Carife (Romito, 1995, p. 26, tav. VIII y tav. X). Además, no podemos pasar por alto la existencia en estos ejemplares de remates circulares en sus extremos “hembra”, como el observable en el ejemplar de El Turó del Montgròs. Si otorgamos validez a estos detalles, habría que vincular esta pieza a los garfios del tipo a tige de Rebuffat (1962, p. 347), al tipo II.4.B. de Sannibale (asociado a cinturones del tipo 2) (Sannibale, 1995, p. 961, cat. 53) y a los tipos 5b-5c de Suano (1986, p. 5, fig. 2; Suano, 2000, p. 191, fig. 1), caracterizados siempre por una cabeza de prótomo teriomorfo. En los cinturones con más de dos garfios, estos presentan una longitud de entre 13/15 cm y una anchura máxima de entre 0.4/0.5 cm (Suano, 1986, p. 21).
La pieza de El Turó Montgròs es también un hallazgo excepcional en lo que a su cronología se refiere, pues fue hallado en un contexto arqueológico perfectamente datado, de finales del s. III a.C. (cf. supra). Se trata de una fecha algo tardía para los cinturones sabélico-samnitas presentes en el registro funerario itálico desde finales del s. VI a.C., muy habituales en el IV a.C., pero tremendamente escasos a partir de inicios del III a.C. No obstante, existen ejemplares de cinturones incluso más modernos: proceden del centro de Italia, concretamente de Larino (Campobasso, Molise) (Di Niro, 1980, pp. 308 y 311, fig. 94.6 y tav. 58.6; Romito, 1995, pp. 63-64, nº 109), con una datación de finales del s. III/inicios del II a.C., y de Ielsi (Campobasso, Molise) (Della Corte, 1926, p. 441, fig. 2a; Suano, 1991, p. 137; Romito, 1995, p. 65, nº 119), fechable este último en el s. II a.C. por su asociación con la cerámica de barniz negro (Suano, 1986, p. 26); los garfios corresponden al tipo 5b de Suano en el caso de Ielsi y del 5b y 8 en el caso de Larino (Suano, 1986, p. 26).
Tomando en cuenta todo lo expuesto anteriormente, la pieza de El Turó del Montgròs podría incluirse entre los cinturones del tipo II de Sannibale (1995, p. 940), con garfios del tipo “de tallo” de Romito (con las equivalencias en otros autores que ya hemos detallado), lo cual, en teoría, llevaría a considerar una fecha de fabricación de mediados o finales del s. IV o quizá inicios del III a.C., en algún punto centromeridional de la península itálica, probablemente la Campania. Sin embargo, su contexto arqueológico parece indicar una cronología posterior.
Tradicionalmente se ha considerado el cinturón sabélico-samnita como una parte de la panoplia del guerrero samnita, lucano, campano o ápulo, itálico centro-meridional grosso modo, también expresión simbólica del ethos marcial, cuya posesión y ostentación pública y en combate, lo caracterizaba como tal dentro del grupo o la comunidad (Nicolet, 1962; Fredericksen, 1968). La iconografía de las pinturas funerarias de necrópolis como la de Paestum, las escenas de “regreso del guerrero”/ritorno del cavaliere representadas en vasos de figuras rojas italiotas o algunos tipos de figurillas-exvoto así parecen confirmarlo: los guerreros lucen cinturones sabélico-samnitas, pero también los muestran públicamente en calidad de botín, de spolia hostium, arrebatados a otros guerreros vencidos en combate (Pontrandolfo y Rouveret, 1992, pp. 42-46; Tagliamonte, 1994, p. 119; Burns, 2003, pp. 43-45 y 47-48; Gabaldón, 2004, pp. 216-217; Adam, 2011, pp. 360-361; Naso, 2013, p. 99; Riccucci et al., 2013, p. 960; Tagliamonte, 2018a, pp. 437-438, fig. 11). El cinturón sabélico-samnita tiene una significación marcial determinante para el guerrero, con el que establece un nexo de unión al que vincula su estatus, su libertad y su vida (Sestieri, 1957, pp. 175-176; Salmon, 1967, p. 109). Su pérdida significaba, en consecuencia, la cancelación de los supuestos anteriores y, por tal motivo, resultaba una prueba definitiva de valor arrebatarlo a un enemigo en combate, muy probablemente como resultado de una monomaquia (Burns, 2003, pp. 51-52). El mismo Livio (9.5.12-14 y 42.7-8) menciona el sentido del balteus para las poblaciones itálicas e insiste en este hecho. Diferentes autores (Bishop y Coulston 2006, p. 106; Hoss, 2011, p. 30) abordan, por ejemplo, el empleo de la palabra balteus para designar el cinturón de uso militar romano, el cual también revestía una especial simbología y significación.
Sin embargo, su aparición como elemento de ajuar en contextos funerarios no necesariamente adscribibles a guerreros, en tumbas en que se duplican los mismos tipos, en algunas sepulturas infantiles e incluso en alguna femenina, ha llevado a plantear que tendría un significado social y de prestigio, identitario, cuya posesión indicaría el estatus de su propietario dentro de la comunidad (Rebuffat-Emmanuel, 1962, pp. 351-352; Salmon, 1967, pp. 113-114; Johannowsky, 1990, pp. 14; Suano, 1986, p. 34; Suano, 1991, pp. 135-139; Robinson, 1995, pp. 155-156; Romito, 1995, pp. 9 y 11; Sannibale, 1995, pp. 976-977; Suano, 2000, pp. 187-188; Horsnaes, 2002, pp. 83-85; Graells, 2013, pp. 83-84; Richardson, 2013, pp. 20-21; Herring, 2018). De hecho, se ha propuesto interpretar su recepción con rituales de paso vinculados a la consecución de algún estatus de índole civil, social o guerrera (Johannowsky, 1990, p. 14, n. 10; Suano, 1991, p. 138; Tagliamonte, 1996, pp. 215-216; Suano, 2000, p. 187; Tagliamonte, 2009a, pp. 875-876), o incluso ser recibido al nacer o como herencia (Herring, 2018). Así pues, no necesariamente habría que vincularlo con exclusividad a la panoplia del guerrero, ni entenderlo sólo como elemento militar. Como bien de prestigio habría tenido una importante carga ideológica cuya lectura en clave diacrítica y elitaria se orientaba fundamentalmente hacia el mismo grupo, pero que también era comprendida y compartida por cualquiera de las comunidades y pueblos del ámbito osco-sabélico en general (Romito, 1995; Romito, 2000; Herring, 2018).
Con todo, somos de la opinión que la actual interpretación que se otorga al significado y uso del cinturón sabélico-samnita no desdice el componente militar, guerrero, del objeto. En función del contexto de uso, su significado se incrementa hacia una dirección u otra, siempre a partir de un mismo tronco semántico, de base social. Es decir, el aristócrata o individuo cuya posición le permitía disponer de un cinturón lo llevaba y exhibía en combate, como símbolo de estatus y ser así reconocido entre los suyos y por sus antagonistas. En este contexto, el cinturón quedaba integrado en el ritual de la guerra y su significación como objeto militar cobraba vida.
La sustracción de un cinturón a un enemigo sólo podía tener lugar después de su muerte en combate, o bien, hipotéticamente, al hacerlo prisionero. La hazaña confería prestigio al guerrero y notoriedad a él y a su familia en el marco de su propia comunidad, y, seguramente, cierta celebridad a nivel intercomunitario (Herring, 2018, pp. 27-28). Asimismo, en un entorno cultural itálico, la ostentación pública del trofeo revestía un carácter casi ritual para las elites locales. Por un lado, propagandístico y de glorificación: el guerrero pretendía hacer público su valor y su capacitación como combatiente y líder, y mostrar que había vencido, dado muerte o esclavizado a un miembro relevante de una comunidad antagonista. Y, por otro, expiatorio: mediante la exposición pública acompañada de libaciones y sacrificios se purificaba al guerrero de los actos cometidos durante la contienda. Las escenas de “regreso del guerrero” de las pinturas funerarias de las necrópolis lucanas (De’Spagnolis, 2005, pp. 136-139), así como de los vasos italiotas de figuras rojas (Trendall, 1971; Saulnier, 1983, p. 48-50; Schneider-Herrmann, 1996, pp. 117-119), representarían este ritual, o variantes del mismo (Gabaldón, 2004, pp. 216-222). Dichos spolia hostium serían finalmente depositados en lugares públicos, como ofrenda votiva, y quizá también como recuerdo de la gesta (Tagliamonte, 1994, p. 119).
Este hipotético ritual de exhibición/expiación se ha puesto en relación, pero a un nivel menor, con la ceremonia de los spolia opima que aparece en la tradición romanorrepublicana (Nicolet, 1962, pp. 503-504; Gabaldón, 2004, pp. 216): el botín o los despojos de guerra personales obtenidos después de un combate singular entre dos individuos del mismo rango, caudillos o aristócratas, eran consagrados a Iuppiter Feretrius, en Roma, por el vencedor, en una ceremonia particular, como una especie de triunfo menor (Rampelberg, 1978; Flower, 2000). Igualmente, y sobre todo en época republicana, existía la costumbre entre los romanos de colocar las armas y los despojos capturados al enemigo, a la manera de trofeos, en sus propias casas o en lugares públicos, como templos y puertas de acceso a las ciudades (Picard, 1957, p. 122; Polito, 1998, pp. 26-28; Östenberg, 2009, pp. 19-21), pasando a formar parte del paisaje urbano como un ornamento más de la ciudad, con un importante componente simbólico (Tagliamonte, 2006, pp. 267-268). Las fuentes clásicas nos han dejado buena prueba de ello para la época republicana (p.ej. Liv. 23.23.6; Plb. 6.34.10; Prop. 4.3.70-72). En algunos casos, tales despojos podían ser incluso ofrecidos como presente a ciudades aliadas o a colonias (Östenberg 2009, p. 20; Tagliamonte, 2009b, p. 385 y 388). Es posible que algunos de ellos, los más destacados, fuesen objeto también de algún tipo de restauración o reparación debido a la prolongada exposición a la intemperie, o haber sido sustituidos por copias (Flower, 2000, p. 53; Tagliamonte, 2006, p. 267; Graells, 2016a, pp. 59-60; contra Östenberg, 2009, p. 20).
Existen múltiples ejemplos de ofrendas de armas propias y de despojos de combate de este tipo, incluidos los cinturones, en santuarios o espacios de culto de la Italia centro-meridional. Destacan los hallazgos de Pietrabbondante (Isernia, Molise) (Tagliamonte, 2003, p. 115; Casale, 2018), Valle d’Ansanto (Avellino, Campania) (Bottini et al., 1976, pp. 496-499), Fonte San Nicola (Chieti, Abruzzo) (Campanelli y Faustoferri, 1997, p. 115) o de la misma Paestum (Longo, 2018, p. 32), entre otros. Incluso se conocen unas pocas ofrendas fuera del ámbito estricto itálico, pero que seguirían el mismo patrón: resulta ilustrativo el hallazgo de parte de un cinturón en Olimpia, en el santuario de Zeus, interpretado como una ofrenda votiva privada de un griego que, después de haber servido en Italia y de regreso a su tierra, habría depositado el cinturón en el santuario, aunque tampoco se descarta que se pudiese tratar de un individuo itálico sirviendo en Grecia (cf. Naso, 2006, pp. 255-260; Naso, 2011, pp. 42-45). Se conocen unos pocos casos más de cinturones sabélico-samnitas cuyo contexto de aparición sería griego continental (Hayes, 1975, pp. 80-81; Naso, 2011, pp. 45).
Por otra parte, se han documentado fuera del área nuclear de distribución cinturones o elementos parciales de ellos en Sicilia, en el norte de Italia y en el área dálmata (Tagliamonte, 1994, p. 148; Guglielmino, 2006, p. 505; Naso, 2013, pp. 99-101; Tagliamonte, 2013, p. 219; Tagliamonte, 2018b). Si bien estos se han relacionado con la presencia de mercenarios de origen itálico (Tagliamonte, 1994, p. 92; Benelli, 2018, p. 92), también se ha especulado con la existencia, para el norte de Italia, de individuos aislados que formarían parte de una red comercial que se extendería hasta el territorio transalpino (Naso, 2013, pp. 99-103).
De hecho, la importancia del mercenariado entre los pueblos indígenas de la Italia central y meridional como vía de escape a una difícil situación social es una circunstancia bien conocida durante los ss. IV-III a.C. (Tagliamonte, 1994, pp. 124-179 y 191-213; Tagliamonte, 2013, p. 224). Así pues, sabemos que la movilidad de tales contingentes fue notable, y con ellos viajaban su panoplia o sus elementos personales.
La presencia de guerreros o mercenarios itálicos en la península ibérica con anterioridad a la conquista romana es un supuesto que algunos autores no descartan, a pesar de la dificultad que conlleva su identificación (Tagliamonte, 2013, p. 218). De hecho, una interpretación ligada al mercenariado también es la que se otorga al único vestigio de cinturón sabélico-samnita conocido hasta el momento en la península ibérica: se trata de un aplique de un broche de cinturón en forma de cabeza de bóvido, hallado en el hábitat fortificado ibérico de El Puig de la Nau, y datado, por contexto, durante la primera mitad del s. IV a.C. (Graells, 2010; Graells, 2014, pp. 165-166). Si bien se ha propuesto como explicación de la presencia en el entorno del Río Seco (Castellón) de restos de elementos de panoplia itálica/mediterránea –incluido el broche de El Puig de la Nau–, que en dicha zona podría haber existido un hipotético espacio de reclutamiento/embarque de mercenarios hispánicos con destino al Mediterráneo central (Graells, 2012, p. 105, nº 78; Graells, 2016b, pp. 55-56, nº 98), no queda claro si el citado broche sería atribuible a un individuo itálico o hispánico. De hecho, las zonas de reclutamiento/embarque de mercenarios hispánicos más probables se situarían en el área de la desembocadura del Tajo, Cádiz, Cástulo, Villaricos o Elche, seguramente bajo control púnico; también se atribuye tal papel a Ampurias e, incluso, a Rosas (Barceló, 1991, p. 25; Quesada, 1994a, pp. 203-206; Villaronga, 1996; Fariselli, 2002, pp. 205-220; Marín, 2018, p. 128).
Sin embargo, una lectura crítica del hallazgo permitiría cuestionar la existencia efectiva de un cinturón completo. En primer lugar, únicamente se trata de un aplique, sin restos de la pieza base. Segundo, dadas sus dimensiones reducidas (ca. 3 x 2 cm) podría tratarse de una pieza aislada, un token con un valor estético o cuantitativo, que hubiese perdido ya cualquier significación original al presentarse separada del objeto que retenía el sentido simbólico efectivo. Podría haber pasado de mano en mano, y no conservarse ya ninguna memoria sobre su procedencia u origen; o incluso haber sido vendido como objeto decorativo y acabar en un cinturón de fabricación local, en la línea de la propuesta interpretativa de Tagliamonte (2013, pp. 219-220; 2018) para las piezas de este tipo halladas en contextos dálmatas.
En nuestra opinión, el cinturón de El Turó del Montgròs respondería a una realidad diferente. Por un lado, se trata de una pieza prácticamente completa y no de elementos aislados; conserva su sentido unitario como objeto completo. Y, por otro, su contexto arqueológico muestra que estaba ubicada en un lugar muy concreto. En consecuencia, sería un objeto colocado y expuesto públicamente de manera voluntaria para que fuese visto desde el exterior, potenciando su sentido como objeto emblemático (Lull, 2007, pp. 231-232).
Todo parece indicar que se trataría de un spolium hostium, de un trofeo de guerra muy especial y de gran relevancia, que fue clavado en la puerta de acceso al oppidum con la evidente intención de ser exhibido, potenciando una cierta escenografía. Y seguramente podría ser relacionado con alguna expresión ritual ligada al significado de la puerta de acceso (cf. supra).
Así pues, dado el carácter y la significación del cinturón, quien/es allí lo clavaron disponía/n de un conocimiento de primera mano sobre el sentido ideológico del objeto y era/n igualmente consciente/s de la trascendencia que conllevaba exponerlo públicamente en el espacio de acceso al oppidum. Tal acción podía ser entendida como un acto de propaganda guerrera, de obtención de reconocimiento social y de proyección de liderazgo de un individuo vinculado o perteneciente a las élites urbanas/locales (García Jiménez y Graells, 2016, pp. 626 y 628-629). No obstante, también cabría la posibilidad de que esta fuese promovida por las mismas élites locales, con un sentido colectivo, tal como podría dar a entender la dimensión pública del lugar en que se exhibió el cinturón, en la línea de la propuesta del depósito de la Bastida de les Alcusses (Vives-Ferrándiz et al., 2015, pp. 300-301).
Pero para conseguir comunicar todo este significado contenido en el objeto y garantizar la efectividad de la acción, el código simbólico tenía que ser compartido por el emisor y el receptor: el resto de la comunidad tenía que disponer de un conocimiento que le permitiera identificar los diferentes elementos del mensaje y comprender su intencionalidad.
La probabilidad de que la población ausetana del s. III a.C. hubiese visto anteriormente un cinturón sabélico-samnita o conociera su significación es bastante remota. Aun así, alguien clavó el cinturón en la puerta porque sabía que el resto de la comunidad comprendería el sentido último de la acción. Es decir, sabría interpretar que el objeto era un botín de guerra, y que su exposición tenía como objetivo prestigiar al autor y a su círculo, un acto encaminado a convertir la memoria pública de una acción militar en poder político (Hölscher, 2003, pp. 12-13). La exposición pública, en lugares específicos, de objetos o elementos de panoplia relevantes no era una acción desconocida para tales poblaciones ibéricas del nordeste (García Jiménez y Graells, 2016, p. 626; Gracia, 2017, pp. 143 y 145).
La exposición pública de elementos relacionados con algún tipo de actividad bélica o guerrera, en calidad de despojo o botín, no es una costumbre desconocida en el ámbito ibérico septentrional. Quizá la práctica más célebre sea la exhibición de cabezas cortadas (o partes seleccionadas del cráneo) y de armas, que pueden darse por separado, o bien de manera conjunta (Rovira Hortalà, 1998; Rovira Hortalà, 1999; García Jiménez y Graells, 2016, p. 625). Se documentan en contextos muy específicos: espacios de acceso a los hábitats y en lugares públicos de los mismos que podrían identificarse con santuarios gentilicios; pero también se encuentran alternativamente en silos o fosas que revisten un claro sentido ritual.
En cuanto a las cabezas cortadas del nordeste peninsular, la interpretación más extendida actualmente es que corresponderían, en la mayoría de los casos, a ejecuciones o bien a despojos de enemigos muertos en combate cuyas cabezas habrían sido cortadas post-mortem. Estos trofeos pasarían a engrosar el patrimonio social y de prestigio del guerrero objeto de la hazaña y, por extensión, de su círculo familiar, vinculándose a su heroización y al culto de los antepasados del grupo gentilicio (García Jiménez, 2006, pp. 88-90; Ciesielski et al., 2011, pp. 134-139; Gracia, 2015; Rovira Hortalà y Codina, 2015). Tal práctica parece guardar relación o bien con la exposición de armas, ubicadas también en espacios públicos, o bien con su amortización en silos/depósitos rituales, una vez que ya desacralizadas, habían perdido o sido despojadas de su sentido ideológico, propagandístico o de exaltación heroica de determinado individuo o familia (García Jiménez, 2006, pp. 88-89; García Jiménez y Graells, 2016; Gracia, 2017, pp. 136-138), pues la mayoría de las veces los restos óseos y las armas aparecen asociadas. Resulta igualmente sorprendente su área de distribución, ya que ya sea de manera individual (armas o cráneos) o combinadamente (armas y cráneos), se circunscribe hasta el día de hoy a los territorios indigete, layetano y cesetano (Molist y Principal, 2022); a su vez, su cronología se situaría en la mayoría de los casos a finales del s. III/inicios del II a.C. (Rovira Hortalà, 1998; Rovira Hortalà, 1999; García Jiménez, 2006, pp. 82-89; Rovira Hortalà y Codina, 2015, pp. 54-56). De hecho, el sitio más meridional que presenta rituales de este tipo es El Puig de la Nau: se documentaron, en niveles de finales del s. VI/primera mitad del V a.C. restos humanos seleccionados (partes del cráneo, brazos y piernas) en espacios públicos, supuestamente expuestos en la calle, clavados o sujetos a las fachadas de las casas (Oliver, 2006, pp. 213-216). Es interesante recordar que es también en este yacimiento donde se ha localizado el otro único fragmento de cinturón sabélico-samnita peninsular; sin embargo, tal hecho parece responder a una curiosa coincidencia, pues ni el contexto ni la cronología de los hallazgos permiten una asociación de los elementos.
Otro dato interesante es la filiación de las armas exhibidas o amortizadas en dichos rituales, ya que se trata siempre de espadas de La Tène o puñales de tipo céltico, de segunda mitad/finales del s. III a.C. (Rovira Hortalà, 1999, pp. 22-23). Existe, sin embargo, un caso que se escapa del área de concentración indigete-layetana-cesetana. En el oppidum ausetano de L’Esquerda, en lo que se ha interpretado como un depósito ritual en fosa del s. III a.C., ubicado en las proximidades de la muralla, se documentaron los restos de una espada de La Tène (Ollich y Rocafiguera, 1994, pp. 32 y 69); asimismo, se conocen fragmentos de hasta dos vainas de espada y de una probable orla de escudo (García Jiménez, 2012, pp. 91-92, inv. 90-91 y 2031). Seguramente nos hallaríamos aquí ante un caso más de deposición/amortización de trofeos, en que los objetos, una vez desacralizados, se dispondrían ritualmente en fosas o silos. Así pues, el caso de L’Esquerda sería totalmente paralelizable a los anteriores descritos, y entraría en la misma dinámica ideológica de exaltación de los valores del guerrero y de manifestación de estatus mediante la exhibición de trofeos, de spolia hostium, obtenidos en acciones bélicas.
Ambas prácticas rituales encuentran sus paralelos más evidentes en el mundo galo, siendo numerosas las fuentes escritas que las describen (Rovira Hortalà, 1998; Rovira Hortalà, 1999; Gabaldón, 2004, pp. 367-368; García Jiménez, 2006, pp. 82-89; Ciesielski et al., 2011; Rovira Hortalà, 2015; Rovira Hortalà y Codina, 2015; García Jiménez y Graells, 2016, p. 625; Gracia, 2017, pp. 109-118). No obstante, algunas propuestas cuestionan que la práctica de las cabezas cortadas en el mundo ibérico sea un tema estrictamente de ámbito céltico y deba explicarse necesariamente en función de influencias externas: se trataría de una práctica ritual guerrera propia, quizá con una orientación incluso diferente de la céltica, pero que convergería con el sentido que las fuentes tradicionalmente han otorgado al mundo celta (Aguilera, 2013; Quesada, 2014; Quesada, 2016, p. 173).
Volviendo a la pregunta inicial de si las comunidades ausetanas del s. III a.C. podrían comprender el significado y el objetivo de la exposición pública de spolia hostium, somos de la opinión que existen suficientes evidencias para plantear que la respuesta sería afirmativa.
Ahora bien, ¿quién era el individuo que perpetró tal acción? Y aún un par de cuestiones más importantes: ¿Cómo se hizo con un cinturón sabélico-samnita? ¿Cómo y por qué acabó clavándolo en la puerta de un oppidum ausetano?
Si a la luz de lo expresado anteriormente parece razonable descartar un origen comercial para explicar la presencia del cinturón sabélico-samnita en tierras ausetanas dada la propia significación, simbolismo y contextualización funcional que reviste una pieza de este tipo, la línea interpretativa que se nos antoja más viable es la de un origen vinculado a la actividad bélica. Y tal actividad pasaría necesariamente por el contacto/interacción con elementos, objetos y tradiciones guerreras exógenas, lo cual nos acerca al complejo mundo del mercenariado.
De hecho, la autoría de la acción podría plantearse, a nuestro entender, a partir de tres hipótesis de trabajo:
Existen pocas o nulas evidencias, tanto arqueológicas como recogidas en las fuentes clásicas, que permitan pensar en la presencia de contingentes itálicos, de guerreros itálicos, en la península ibérica con anterioridad a la Segunda Guerra Púnica. De hecho, la península ibérica habría sido más un escenario de reclutamiento de mercenarios que no teatro de operaciones para sus actividades (Fariselli, 2002, pp. 139-226). Forzando la cronología y las fuentes, también podría plantearse, dadas las cifras estimadas de contingentes samnitas para finales del siglo III a.C. (Brunt, 1971, pp. 417-421; Suano, 2021, p. 96), un contexto histórico de finales de dicha centuria para la presencia, en el nordeste, de guerreros itálicos como integrantes hipotéticos de las fuerzas aliadas del ejército consular que los Escipiones llevaron a Hispania durante 218/217 a.C. (Cadiou, 2008, pp. 87-89). Por parte púnica, habría que excluir tal posibilidad, al menos para los momentos iniciales de la Segunda Guerra Púnica, dada la prohibición de reclutar contingentes itálicos por parte de los cartagineses con posterioridad al tratado de Lutacio Cátulo (241 a.C.) (Tagliamonte, 1994, p. 213; Fariselli, 2002, p. 334).
Si aceptásemos, con todo, que las referencias a los ausetanos de las fuentes, en este momento, corresponden al pueblo histórico que pobló grosso modo el área de la llanura de Vic (Sanmartí y Santacana, 2005, pp. 37-38; Salinas de Frías, 2010, pp. 71-72; López Mullor, 2015, p. 542; Rocafiguera, 2020; contra Burillo, 2001-2002; Padrós, 2016), existe igualmente poco espacio para considerar acciones bélicas y enfrentamientos entre guerreros itálicos y ausetanos refrendados por los autores clásicos: quizá el más evidente sea el controvertido episodio sobre el asedio, por parte de las tropas de Cneo Escipión, de la ciudad de los ausetanos, y la huida final de su príncipe, Amusico (Liv. 21.61.8-11), episodio este, sin embargo, atribuido alternativamente tanto a los ausetanos “clásicos” (López Mullor, 2015, pp. 542-544, n. 25; Rocafiguera, 2020) como a los del Ebro (Quesada, 2015, p. 73; Padrós, 2016, p. 229). Pero también se podría pensar en otros enfrentamientos o acciones “silenciosas” que necesariamente no quedasen recogidas en las fuentes. En el marco de tal dinámica bélica, podría haberse producido un combate entre un guerrero itálico y uno ibérico, que concluyera con la muerte del itálico y la sustracción del cinturón por parte del ibérico. De hecho, todo parece indicar que al menos los guerreros itálicos de estirpe osco-sabélica, de cierto rango, que configuraban las huestes de socii romanos a inicios del s. III a.C. participaban de dicha ideología, tal y como se podría desprender de la inscripción de Caso Cantovios (CIL I2 5), procedente del santuario de Lucus Angitiae (L’Aquila, Abruzzo) (La Regina, 1990, pp. 399-401; Firpo, 2009; Letta, 2018, p. 513).
Aun así, habría que suponerle al guerrero ibérico un cierto conocimiento del valor simbólico del cinturón sabélico-samnita, lo cual nos llevaría de nuevo a la hipótesis de una noción previa de tal realidad, aunque también podría simplemente haber tomado un conjunto de spolia pertenecientes al vencido, entre ellos el cinturón, como elemento exótico. Igualmente, de haberse producido en este período inicial de la Segunda Guerra Púnica, el margen temporal habría sido muy corto.
En cambio, la hipótesis del guerrero ausetano (o también la tercera, “indirecta”) resulta más factible, precisamente, no sólo a partir de las evidencias arqueológicas y de las fuentes escritas, sino también al cobrar especial entidad a la luz de las recientes interpretaciones sobre el tema del mercenariado hispánico. De hecho, el mercenariado entre los pueblos ibéricos habría sido más un instrumento para la adquisición de prestigio y de promoción social, vinculado al lenguaje del poder y al ethos agonístico del guerrero, que una válvula de escape a problemas sociales y económicos, motivación esta importante pero no determinante (Quesada, 1994a, pp. 192-194, n. 4; Fariselli, 2002, pp. 204-205; Gracia, 2003, pp. 78-79; Quesada, 2009, p. 166; Graells, 2016, p. 68). Seguramente, el reclutamiento no se realizaba de manera individual, sino a través de un jefe o caudillo militar al que seguían los grupos de guerreros a él vinculados por lazos de fidelidad o dependencia (Gracia, 2003, p. 79; Cherici, 2006, p. 385; Quesada, 2009, p. 169; Marín, 2018, p. 128), vehiculados por las propias élites de la comunidad (Villaronga, 1996, p. 34; Fariselli, 2002, pp. 211-212), o igualmente mediante conscripción o campañas de reclutamiento forzoso (Quesada, 1994a, pp. 206-208). En este sentido, resulta interesante señalar la línea interpretativa de Baray (2014, pp. 72-95) para el mundo céltico: dicho autor otorga a los vínculos diplomáticos, a la existencia de fratrías guerreras y a la circulación de tropas en el marco de unas redes clientelares establecidas entre las elites de grupos gentilicios distantes, dentro de una koiné céltica, un papel fundamental a la hora de explicar la dispersión/homogeneización del armamento en lugares lejanos, así como de ciertas ideas. Es decir, habría existido un espacio de conectividad política y guerrera, global y complejo, promovido por elites interregionales, en cuyo marco se habría producido tanto una circulación como una emulación de objetos e ideas, sin necesariamente tener al mercenariado como motor. Otra cuestión es considerar si tal realidad sería aplicable al mundo ibérico, falto de una koiné étnica al estilo de la céltica.
Sin embargo, y aunque la presencia de mercenarios de origen peninsular en los conflictos mediterráneos desde el s. VI a.C. es un hecho indiscutible a tenor de las informaciones contenidas en las fuentes escritas grecorromanas, rastrearla a partir del registro arqueológico resulta problemático (García y Bellido, 1952; García y Bellido, 1974; Blázquez, 1987-1988; Luque, 1984; Quesada, 1994a, pp. 195-196; Quesada, 1994b). Con todo, el estudio de elementos exóticos vinculados a la panoplia del guerrero u objetos exógenos de especial entidad, en contextos específicos, así como de las connotaciones sociales y políticas derivadas de su presencia entre las comunidades ibéricas, ha permitido abrir una interesante línea interpretativa en tal sentido (Graells, 2008; Graells, 2009-2011; Garcés y Graells, 2011; Graells, 2013; Graells, 2014; Graells et al., 2014; Graells, 2016), con toda la prudencia que la investigación ha impuesto anteriormente a similares planteamientos (Quesada, 1994a; Quesada 1994b).
Con independencia de los peligros que entrañaba la vida del soldado de fortuna, del bajo índice de supervivencia que hay que suponerles o de la posibilidad de conseguir premios o de instalarse en tierras cedidas por su empleador y no volver a sus lugares de origen (Quesada, 1994a, pp. 218-224; Quesada, 1994b, p. 309; Quesada, 2009, p. 171), algunos de ellos, pocos, regresaban, seguramente jefes militares o cabecillas guerreros (Gracia, 2003, p. 80; Quesada, 2003, p. 131, n. 106), solos o con su entourage superviviente. Pese a la aparente “invisibilidad” histórico-arqueológica de tales nostoi, lo cierto es que existen evidencias para plantear que efectivamente tuvieron lugar (Cherici, 2006, p. 386; Péré-Nogués, 2013; García Jiménez y Pérez Rubio, 2015, p. 162; Marín, 2018, pp. 128 y 186).
Por otra parte, las fuentes griegas y latinas nos informan de la presencia de mercenarios hispánicos en los teatros de operaciones de Sicilia durante ambas Guerras Púnicas, e incluso mucho antes (García y Bellido, 1952; García y Bellido, 1962; García Gelabert y Blázquez, 1988, p. 259; Barceló, 1991; Quesada, 2009, pp. 166-169). Igualmente, la hipótesis que sitúa a contingentes hispánicos participando en campañas en Italia meridional, contratados por ciudades magnogriegas o incluso al lado de fuerzas itálicas (Graells, 2014, p. 177; Graells, 2016, pp. 47-51; contra García Jiménez y Pérez Rubio, 2015, p. 163; Quesada, 2016, p. 179), sería un interesante complemento del panorama reflejado por las fuentes.
Aun así, creemos que existen suficientes evidencias para considerar un contexto de contacto entre mercenarios hispánicos y contingentes itálicos desde finales del s. IV y durante el III a.C., en que los guerreros de los diferentes grupos étnicos habrían adquirido un conocimiento directo y preciso de las otras fuerzas aliadas o antagonistas, precisamente en territorio itálico o siciliano. De hecho, el ethos guerrero de iberos y samnitas resulta bastante coincidente (Rawlings, 1996, pp. 90-91), con lo cual la aprehensión de ciertos comportamientos no habría sido ni difícil ni extraña al considerar algún contacto entre dichas huestes. Además, tal como ha apuntado Cherici (2013, p. 64), el mercenariado ofrece la posibilidad, a pesar del importante riesgo que implica, de un movimiento de ida-vuelta, de hombres que pueden ver usos y costumbres de otros y desarrollar el deseo de emularlos en sus comunidades de origen; y en función de estos, modelar un nuevo lenguaje de ostentación y poder, en el marco de lo que podría considerarse una “cultura militar” (Marín, 2018, pp. 144-145 y 186). Un modelo de ostentación comprendido tanto por los caudillos como por el resto de guerreros que conforman sus entourages, puesto que lo han visto y experimentado en aquellos territorios y comunidades en que han ejercido su oficio. Cuestión diferente, a nuestro entender, a la de considerar tales mercenarios como agentes de “helenización”, tal como ha sido ya objetado (Quesada, 2009, pp. 171-172).
En definitiva, nuestra propuesta interpretativa sería la siguiente:
En las páginas precedentes hemos intentado exponer no sólo las evidencias para la identificación positiva en El Turó del Montgròs de un cinturón sabélico-samnita, sino también una propuesta interpretativa sobre la razón de su presencia y significación contextual en el oppidum ausetano.
En nuestra opinión, el destino final del objeto vendría determinado por la actividad mercenaria de un individuo ibérico que habría participado en alguno de los teatros de operaciones del Mediterráneo central, muy probablemente durante algún momento del s. III a.C. Creemos que podría interpretarse como evidencia de uno de los pocos casos de nostos de estos mercenarios que, pese a su rareza, a bien seguro debieron existir. Aunque, como ha sido ya ampliamente discutido, hay que minimizar o descartar el papel de tales individuos en calidad de agentes transmisores, o más bien establecedores o impulsores de tradiciones y prácticas culturales exógenas en sus lugares de origen, no habría que negarles cierta capacidad para exponer, hacer valer o explotar elementos o hábitos adquiridos durante su período de servicio en ultramar. Sin embargo, lo que garantizaría la efectividad social y política de tales acciones es que su significado fuese mínimamente comprendido por el resto de la comunidad, de fácil asimilación e incorporación al imaginario popular: se impone, pues, un escenario de “reconstrucción” semántica de tales objetos exógenos en clave indígena, que permita su integración y valoración social. Y esa nueva construcción adaptativa sería el espacio ideológico privilegiado del mercenario de vuelta a su comunidad de origen, y que acabará conformándose como un mecanismo más del proceso de autoafirmación personal de las elites guerreras ibéricas, encaminado a la consecución de estatus o de progresión social y política.
Agradecemos a Isabel Moreno, restauradora del MAC, las gestiones con el CRBMC y el soporte técnico brindado en todo momento. Igualmente, a Aida Alarcos Ballart, autora del dibujo del cinturón.
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