Spal, 31.1, pp. 444-449. https://dx.doi.org/10.12795/spal.2022.i31.16
Dice el autor del prólogo, Pedro López Barja, y dice bien, que “aunque centrada en una zona determinada, el Baixo Miño, no hay duda de que esta obra tiene una ambición mayor”, que es la de hablar de todo el Noroeste peninsular al completo y de todo aquello que le afecta en algo más de un milenio. También concuerdo con él en que se trata de un estudio riguroso y exhaustivo, que revisa y analiza un buen número de trabajos publicados en este ámbito geográfico referente a los castros y a los sitios romanos que guardan relación con el proceso de conquista y sus efectos. Y yo añadiría a mayores, como cualidad relevante, que esta monografía favorece la lectura crítica de todos los temas que trata, ya que cuida el silogismo, que además siempre es explícito.
Explica y siempre concreta el valor que le concede a cada trayecto crítico y a todos sus componentes. Expone la hipótesis: “la defensa de una sociedad campesina homogénea en todo el territorio del noroeste peninsular y permanente en todo el tiempo que dura la Edad del Hierro hasta su contacto con Roma”, que había sido previamente formulada por D. Fernández Pose (1998). Precisa el objeto de estudio: la historia del campesinado que habita en los castros del noroeste peninsular y la observación del cambio social que se produce entre la Edad del Hierro y la dominación romana. Define el punto de mira –la Arqueología del paisaje–, con el fin de objetivar la estructura social en el territorio. Reivindica y pone en práctica el modelo “segmentario” de Durkheim, por ser una categoría social abstracta sin base empírica y de aplicación fluida. Implementa los procedimientos que considera necesarios para someter a validación la teoría. Aplica con absoluto rigor sistemas de tratamiento computerizado de la información geográfica, que le permiten abordar y automatizar el procesamiento de grandes volúmenes de información, en un sentido intensivo y extensivo, tanto para el valle del Baixo Miño como, de forma comparada y crítica, para el resto del Noroeste. Todo esto resume y permite entender la estructura de esta obra:
En primer lugar (capítulo I: 17-76) se extiende por los modelos sociales que han sido propuestos y aplicados a la Edad del Hierro del Noroeste. Hace un recorrido brillante. Los revisa y evalúa cuánto hay de realidad, cuánto de constructo analítico en todo lo formulado desde la antropología y la historia; y sobre todo remarca las dificultades para evidenciarlos en el registro arqueológico. Examina paradigmas, entre ellos el celtismo, un apartado que ofrece un excelente retrato de las propuestas vigentes, si bien echo en falta los trabajos de Pena Graña (2014, entre otros) y de Llinares García (2009). Revisa, analiza y descarta todos los arquetipos jerárquicos que no considera viables. Y finalmente se extiende en los modelos segmentarios, que enfatizan la homogeneidad social, para reivindicar por último el modelo sociológico de Durkheim, por su carácter abstracto aplicable a múltiples situaciones empíricas.
Los tres siguientes capítulos se centran en la Edad del Hierro. En el plano político territorial, el capítulo II (77-175) estudia en intensidad e in extenso las formas de ocupación del valle del Baixo Miño susceptibles de ser objetivadas en clave social segmentaria –el acceso a los recursos potenciales referidos a la tierra, accesibilidad al entorno, su prominencia, visibilidad, visibilización, vecinos próximos, valores de densidad de poblamiento, y signos de fisión, sobre todo–; todo ello con el fin de demostrar que el modelo segmentario defendido en territorios del Noroeste oriental coetáneos, (Fernández Pose, 2000 entre otros) se puede hacer extensivo a una de las zonas más abiertas y potencialmente expuestas al contacto con el exterior, una zona que ha sido destacada como una de las áreas geográficas más dinámicas del Noroeste, por mí misma entre otros autores (Rey, 2019). Una vez que lo constata, en el capítulo III (179-244) confronta los resultados con un estudio extensivo del conjunto del Noroeste (georreferencia más de 4.000 castros), pero también selectivo e intensivo en los castros excavados o sondeados (300 castros), de los cuales considera en un aparte los 120 castros costeros de los que tiene algún tipo de información, con el fin de analizarlos como un tipo poblacional diferenciado, que denomina tipo VI. Finalmente ratifica la existencia de un paisaje plenamente segmentario y campesino (que entiende sinónimo de agrario), homogéneo en toda la cuenca del Baixo Miño, en todo el Noroeste y en toda la línea de costa. Destaca a los castros costeros como la sublimación del ideal segmentario. Los considera el mejor ejemplo de aislamiento e individualización de una comunidad en el paisaje. El mar, en su lectura, se erige como el principal elemento de demarcación del poblado, lo entiende como una frontera absoluta, como la forma perfecta que encuentra una comunidad para aislarse en el paisaje político, un elemento de refuerzo en la restricción al crecimiento de la comunidad. La reducida accesibilidad con que los destaca se refiere al entorno terrestre, a su cercanía subsistencial de carácter agrario, pero en cambio no considera el estudio de los recursos marítimos en clave territorial. Las únicas valoraciones derivan de la arqueozoología en sí misma, dentro de las cuales realza su papel complementario “en una economía en la que el grueso de la dieta depende del cereal”, una afirmación poco sustentada. Con respecto a la elección de un emplazamiento en la costa como una estrategia para facilitar los contactos marítimos, considera que su representación es reducida y que es difícil explicar categóricamente su estrategia locacional en función de estos intereses. Aminora el valor de los datos que proporcionan los productos de importación y las cualidades de los emplazamientos con relación a los sistemas de intercambio. En mi opinión lo que falta es el diseño de una arqueología del paisaje referida al mundo marítimo, en clave subsistencial y de estrategia comercial.
Con el fin de demostrar la permanencia de esta sociedad segmentaria en todo el tiempo que dura la Edad del Hierro hasta su contacto con Roma, la otra parte de la hipótesis, el autor clasifica y analiza las formas de emplazamiento. Y una vez sistematizadas, valida la coherencia interna de las agrupaciones creadas mediante análisis estadísticos –factoriales y discriminantes– y finalmente examina su significación temporal. Concluye que, de los ocho tipos identificados, solamente a los castros tipo V, con una estrategia locacional plenamente homologable a la de los asentamientos romanos abiertos tipo r-I les reconoce connotaciones crono-culturales. Para el resto de los tipos considera que las diferencias estratégicas de ocupación atienden a una razón adaptativa; conclusión que asimismo extiende a los 300 castros excavados por el resto del Noroeste, en los cuales tampoco observa correspondencias entre un tipo determinado de emplazamiento con una periodización cronotipológica. Y también descarta el valor diacrónico de los tipos de emplazamiento que en trabajos anteriores otros autores habían propuesto.
Así, de este modo y con los datos extraídos del análisis de la estructura social, defiende la permanencia del sistema segmentario durante todo un milenio, sostenido por los medios estructurales que garantizan su reproducción. Considera que es imposible diferenciar ningún tipo de evolución en las estrategias productivas, en las formas de ocupación y explotación del territorio, ni en la organización social. Realza las resistencias a toda innovación tecnológica innecesaria y a procesos de intensificación de los niveles de producción, que pondrían en riesgo su condición igualitaria. No admite la existencia de intercambio entre comunidades, ni la de actividad artesanal especializada. Considera que las evidencias son pocas y en absoluto concluyentes. Aminora las valoraciones de diversidad geográfica y de cambios cronológicos durante la Edad del Hierro percibidos y propuestos a través de las sistematizaciones tipológicas de carácter técnico, estético o funcional, en los materiales arqueológicos. Evalúa, por ejemplo, que es escasa la relevancia de las variaciones estilísticas y formales en la cerámica autóctona. Homogeneiza la diversidad temporal y geográfica que a través de ella se proponen. Alega monotonía de formas y resalta la permanencia y la amplia distribución territorial de los “adornos incisos” o la extensión de “motivos estampillados”, sin pararse en las sutilezas de estilo que estas categorías de análisis encierran. No atiende a la expresividad tecnológica, que indica cambios durante la Edad del Hierro y a los detalles ergonómicos, que señalan especificidades funcionales. Prescinde, en definitiva, de los estilos productivos, que son la suma de los atributos inherentes a las piezas y las de los contextos en ellas observados, a través de los análisis geográficos, temporales, ambientes de actuación funcional y tecnológica derivadas de la observación a ojo humano, de la arqueología experimental, etnoarqueológica y arqueométrica, cierto que esta última en reducida medida. Cabe recordar que un tipo cerámico es un producto identificable por el todo o por la parte, basta un fragmento minúsculo y que una vez determinados, como es el caso de los castros costeros de las Rías Baixas, teniendo en cuenta su representatividad numérica y estilística, referida a su estética, tecnología y función, permiten lecturas territoriales y diacrónicas y, así mismo permiten considerar la probabilidad de intercambios comarcales, que no se deben descartar sin una valoración extensa.
Ciertamente, los análisis arqueométricos y la caracterización de los espacios funcionales que el autor reclama para hablar con contundencia de los centros de producción y consumo, constituyen una laguna de conocimiento importante en la Investigación de la Edad del Hierro del Noroeste, más no son la panacea, ni la vía que ofrece más certezas. Son complejos, son caros e interdisciplinares. Los análisis de pastas, para hablar de procedencia, requieren de prospección y análisis geológicos y de la sistematización estilística, para encuadrar las preguntas y las estrategias de análisis.
Con respecto a los intercambios con el exterior y las relaciones con el mundo mediterráneo anteriores al s. II a.C., aunque acepta su existencia, los considera anecdóticos, que se han sobredimensionado y que su identificación es difícil. Alega defectos de encuadre cronológico: que se remarca el momento de circulación más antiguo y que no se consideran los contextos de aparición, que todos sabemos son flacos, para esta etapa de la Edad del Hierro, pero es que también lo son en el tiempo que afecta al contacto con Roma y que sin embargo el autor no trata del mismo modo. No le parece que dichos intercambios sean el germen de ninguna transformación social de calado. Habla de un intercambio directo entre los navegantes del Mediterráneo y los emplazamientos costeros, de redes de reciprocidad que extienden los productos de la costa al interior, por todo el Noroeste, caso de las cuentas de collar y los ungüentarios vítreos. Descarta el acceso desigual a la riqueza. Los grandes contenedores anfóricos se quedan en la línea de costa por razones de trasvase, no porque sea el área de más consumo, pero lo que no explica es a qué se debe la misma distribución costera para los recipientes de mesa o las aculturaciones observadas en los materiales autóctonos. En cambio, sí da por hecho todo aquello que propone el modelo segmentario: las relaciones de reciprocidad de carácter exogámico, las alianzas de parentesco y el intercambio de dones; aspectos que tampoco están contrastados.
La narrativa que emplea para la Edad del Hierro no contempla el tiempo corto, que considera que está casi siempre vetado, después de una extensa revisión de los datos arqueológicos. Mas no realiza un análisis que evalúe coyunturas. No estudia en extenso la relación del Baixo Miño y las regiones costeras con el mundo púnico. Todo el discurso transcurre en el tiempo largo –la estructura–, el único que considera accesible.
Con respecto al rechazo que el autor expresa sobre la demarcación en el s. V o en el IV a.C. de la transición del Hierro «inicial» al «medio», alegando que en la subdivisión subyace una metáfora biológica y la acomodación de las fases a un modelo preconcebido, que se retroalimenta y consolida y sucesivamente se aplica como certeza en una intervención arqueológica, estoy plenamente de acuerdo en que esta mala praxis vicia la construcción cronológica. Mas con ello no se invalida el sistema de periodos, el cual creo ineludible en el proceso constructivo de la periodización arqueológica. La evolución estilística y el retrato de contextos son los dos estadios básicos para construir los tiempos arqueológicos. La correlación de ambos es lo que permite acercarnos a una suerte de acontecimientos o de “particularismo arqueológico”. La tendencia propone los recorridos globales y los contextos fijan tiempos calendáricos de muy diferente entidad. Entre ambos se determina lo que es antiguo y lo que es arcaico, lo que es evolucionado o moderno. El considerar vetado el tiempo corto en arqueología, como propone el autor, es renunciar sin ambages a una línea argumental que sustenta todo lo que fue construido en la investigación de materiales.
Y finalmente sobre la base de análisis de los capítulos II y III, en el capítulo IV (245-322), examina las particularidades de la estructura social. Centra la atención en cuestiones relativas a las esferas de interacción supracomunal, los modos posibles de desarrollo de la guerra y el conflicto, la dialéctica entre relaciones igualitarias y desiguales, el papel del intercambio, patrones corresidenciales, relaciones de producción o las formas de poder.
La sociedad que retrata es un ente comunitario indiferenciado. La gente de la que habla son varones que gestionan el conflicto, las prácticas conviviales, de reciprocidad e intercambio de bienes; aparecen únicamente mencionadas las mujeres que están en edad fértil, en las prácticas de exogamia. No se atiende a la imagen social que transmite la Arqueología de los materiales, más cotidiana y doméstica, que va más a los detalles, que transcurre en el interior de las casas y en los poblados, y además permite reconocer con más holgura la interacción entre castros.
El capítulo V (335-450), que trata los tiempos de contacto con Roma, cambia el tono. Se remarcan las evidencias arqueológicas que representan la ruptura de una sociedad segmentaria. La información de las fuentes escritas, aunque somera, rige la observación arqueológica. El autor no considera posible comprender la desestructuración de los esquemas políticos y sociales segmentarios de la Edad del Hierro sin introducir a Roma en la explicación del surgimiento de las aristocracias locales. El modelo de análisis es la arqueología de la conquista y el modo de observación principal sigue siendo la arqueología del paisaje. Se analizan las formas de ocupación del territorio, previamente definidas y tipificadas, ahora en clave diacrónica: primero los grandes castros y las novedades que surgen durante el primer contacto con Roma (139-29 a.C.); después la implantación de un sistema provincial del territorio y de mudanzas en la organización productiva, en la conquista de Augusto (29-19 a.C.); y finalmente se habla de los cambios en las formas de ocupación del paisaje en el s. I d. C.: de los sitios romanos abiertos, su instalación en los castros y el poblamiento minero.
Considera que el particular desarrollo de la zona meridional y atlántica del Noroeste, con sus intensas transformaciones sociales y territoriales, que son manifiestamente expresivas en el registro arqueológico de los castros a partir del s. II a.C., tienen que ver con la presencia de Roma en la península ibérica y los primeros contactos con el Noroeste. La parquedad de los datos arqueológicos que ilustren las primeras fases de conquista, la subsana con “el modo de proceder de Roma” y valora las acciones de conquista como medio de promoción social y política por parte de la aristocracia romana, que es discontinua, irregular y versátil. Lo cierto es que cuesta creer que detrás no exista ningún orden previo. Por ejemplo, tal vez habría que considerar que el objetivo de la expedición de Décimo Junio Bruto (138-136 a.C.) dirigida al área suroccidental del Noroeste sea hacerse con la ruta comercial atlántica (Sáez-Romero et al., 2019, p. 637).
Los recientes estudios de los productos foráneos, hecha por especialistas, deja claro que a lo largo de toda la segunda mitad del primer milenio se mantuvo activa la “ruta atlántica” que enlazaba la región del Estrecho de Gibraltar con el Noroeste y muy especialmente con la zona meridional y atlántica. Y que ésta continúa durante el proceso de integración de los territorios peninsulares en la órbita romana y con la ulterior creación del sistema provincial de Hispania (Sáez-Romero et al., 2019, p. 621). Al contrario de lo que mantiene el autor, ellos defienden que el patrón de importaciones es regular y homogéneo, altamente repetitivo en todos los asentamientos y con una personalidad marcada. No se trata de la mera adquisición de un bien exótico. Es una demanda que encierra signos de estatus, un acceso restringido a unos productos selectos y un servicio de mesa que le dé prestancia al consumo, por no hablar además de las imitaciones autóctonas. Lo que cambia es la procedencia, la cual viene condicionada por las coyunturas comerciales: inicialmente los productos son púnicos gaditanos, áticos y mauritanos; a partir de la anexión de Gadir a Roma (206 a.C.) predominan las mercancías itálicas y a partir de la época tardorrepublicana llegan productos béticos y lusitanos, hecho que caracteriza la “provincialización” de las rutas comerciales hispanas (Sáez-Romero et al., 2019, p. 637).
Como observación final, destaco un cierto desequilibrio en el contraste analítico entre los dos periodos que estudia –la Edad del Hierro y los tiempos de contacto con Roma– En la Edad del Hierro, el referente social es una categoría abstracta y atemporal, que solo afecta a la estructura; en cambio, en los tiempos de contacto con Roma, trabaja con una sociedad más concreta y que considera las mentalidades y coyunturas políticas, aun siendo sumaria. Así mismo, el valor cronológico de los datos arqueológicos, teniendo dificultades semejantes de contexto, se trata con diferente rasero en uno y otro periodo, poniendo por delante el encaje del modelo. En la Edad del Hierro se prioriza la revisión y el análisis de información derivada de la arqueología de los materiales, con la finalidad de un descarte cronológico prerromano; por el contrario, se acepta con una mayor contundencia un listado de evidencias arqueológicas que se estudian como sintomáticas del cambio en los momentos de contacto con Roma. El resultado final es una visión sesgada que no da cabida a la diversidad que ofrece la sistematización de los materiales. Y no ha de olvidarse además que la ubicación del castro en el territorio es el único parámetro analizado sistemáticamente, sin contemplar el castro en su complejidad interna, ni el territorio al completo y mucho menos el paisaje; pues lo que, en todo caso, valora es un espacio geográfico.
Como contrapunto, al margen de las cronologías rebatidas para desmarcar desigualdades y cambios sociales durante la Edad del Hierro, no lo suficientemente sustentadas, las observaciones que se hacen en la revisión de contextos y evidencias arqueológicas están repletas de propuestas socioeconómicas muy sugerentes.
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Josefa Rey Castiñeira
Profesora titular de Prehistoria
Dpto. de Historia. Facultad de Geografía e Historia
Universidad de Santiago de Compostela