José Antonio Morena López
Museo Histórico Municipal de Baena
C/ Santo Domingo de Henares, 5. 14850 (Baena, Córdoba)
museohistorico@ayto-baena.es 0000-0001-8051-9205 AAB-1724-2021
Resumen: En este trabajo se presentan unas piezas recuperadas con motivo de una excavación arqueológica de urgencia realizada en 2020 en la zona de la necrópolis oriental del yacimiento de Torreparedones (Baena, Córdoba). Se trata de 7 placas de piedra que representan figuras de caballos y que se interpretan como exvotos depositados en un posible santuario dedicado a una divinidad protectora de dichos animales. Se fechan en época romana altoimperial. El hallazgo supondría la existencia de un segundo santuario iberorromano extramuros vinculado a la misma ciudad.
Palabras Clave: Época ibero-romana, caballos, arqueología del culto, paisaje sacro, ofrendas.
Abstract: This work presents some pieces recovered due to an emergency archaeological excavation carried out in 2020 in the area of the eastern necropolis of the Torreparedones site (Baena, Córdoba). It is about 7 stone plates whichs represent figures of horses and that are interpreted as votive offerings deposited in a possible sanctuary dedicated to a protective divinity of these animals. They are dated to the High Imperial Roman period. The discovery would mean the existence of a second extra-wall Ibero-roman sanctuary connected to the same city.
Keywords: Ibero-Roman period, horses, archaeology of cult, sacred landscape, offerings
Fecha recepción: 12/01/2021 Fecha aceptación: 15/02/2021
Morena López, J. A. (2022): “¿Un nuevo santuario iberorromano en la campiña cordobesa los exvotos zoomorfos con figuras de équidos de Torreparedones (Baena, Córdoba)”, Spal, 31.1, pp. 289-319. https://dx.doi.org/10.12795/spal.2022.i31.11
1. Torreparedones durante las épocas ibérica y romana
3. El hallazgo de los exvotos zoomorfos: la excavación de urgencia en 2020
4. Paralelos en la provincia de Córdoba
6. Significado e interpretación: ¿un nuevo santuario?
Figura 1. Localización del yacimiento de Torreparedones.
Figura 4. Exvoto zoomorfo nº 1.
Figura 5. Exvoto zoomorfo nº 2.
Figura 6. Exvoto zoomorfo nº 3.
Figura 7. Exvoto zoomorfo nº 4.
Figura 8. Exvoto zoomorfo nº 5.
Figura 9. Exvoto zoomorfo nº 6.
Figura 10. Exvoto zoomorfo nº 7.
Figura 13. Exvotos zoomorfos de La Mesa (Luque) (según Fernández 2003: láms. VII-XII).
Figura 14. Exvoto zoomorfo del santuario meridional de Torreparedones.
Figura 15. Exvoto zoomorfo del Cortijo de las Añoras (Baena).
Figura 16. Exvotos zoomorfos de Pinos Puente (Granada) (según Chapa 2008, fig. 10).
Torreparedones es uno de los yacimientos más relevantes de la provincia de Córdoba, como lo vienen demostrando las excavaciones realizadas en los últimos años gracias al esfuerzo del Ayuntamiento de Baena que lo ha convertido en un parque arqueológico. Está situado en la campiña oriental cordobesa, entre los términos municipales de Baena y Castro del Río (fig. 1), y sobre una de las cotas más elevadas de la zona, con 580 m s. n. m. Conocido ya desde la Edad Moderna por la aparición fortuita de numerosos vestigios (Morena, 2014a), habría que esperar hasta el siglo XIX para que alcanzara mayor difusión gracias al descubrimiento, también casual, del llamado “Mausoleo de los Pompeyos”, una tumba monumental romana hipogea (Beltrán, 2010; Beltrán, 2014). En su interior, había 14 urnas cinerarias de piedra, 12 de las cuales tenían grabado el nombre del difunto (Rodríguez Oliva, 2010). Este hallazgo supone, aún hoy, no sólo el de mayor número de urnas funerarias de la Bética, sino también uno de los mejores ejemplos de la romanización onomástica del territorio peninsular (Díaz Ariño, 2008, p. 53; Herrera 2017, p. 120).
En la década de los años 80-90 del siglo XX se desarrolló el primer proyecto de investigación, dirigido por Barry W. Cunliffe y Mª.C. Fernández, que puso de manifiesto la importancia del sitio, sobre todo, por las excavaciones del santuario extramuros meridional y la puerta oriental (Cunliffe y Fernández, 1999; Fernández Castro y Cunliffe, 2002). Pero sería entrado ya el siglo XXI, con la actuación del consistorio baenense, cuando se acometieran las campañas arqueológicas que están descubriendo uno los lugares más señalados de la arqueología hispana gracias, en gran parte, a su buen estado de conservación.
Aunque los primeros datos de la ocupación del sitio se remontan al Neolítico final, hacia el 3.300-2.900 a.C. (Martínez Sánchez, 2014; Martínez Sánchez et al., 2014), el sitio alcanzó su mayor desarrollo y esplendor en las épocas ibérica y romana. En época ibérica antigua la población de la zona se agrupó en torno a este elevado cerro de la Campiña, se construyó una muralla delimitando una superficie de 10,5 Ha, y se convirtió en un oppidum de gran tamaño (Almagro, 1987, p. 24, fig. 4). Esa muralla se adapta a la topografía natural del terreno y está jalonada a intervalos regulares por torres y contrafuertes rectangulares. Su datación se ha fijado en el siglo VII a.C. (Cunliffe y Fernández, 1999, pp. 236 y 239), fecha similar a la de otros oppida cercanos como la Plaza de Armas de Puente Tablas (Jaén) (Ruiz y Molinos, 2007; Molinos y Ruiz, 2015, p. 49; Castillo, 2014) o el Cerro de las Cabezas de Fuente Tójar (Córdoba) (Vaquerizo et al., 1994, p. 110; Vaquerizo et al., 2001, p. 79).
De la red viaria interna apenas se tienen datos, a excepción de algunos tramos excavados al oeste del foro romano que muestran un entramado de calles irregular con pavimento de losas de piedra (Criado y Cobo, 2017). Algunos hallazgos casuales ponen de relieve el grado de perfección alcanzado por los artesanos ibéricos, destacando varios elementos arquitectónicos decorados: varias ménsulas, una placa decorada con motivos entrelazados (Morena, 2014b) o un capitel considerado una pieza única, un prurito de originalidad y un alarde de ejecución por parte del artista que ha labrado las cuatro caras con el mismo tema, pero de forma diferente en cada una de ellas (León, 1979).
Torreparedones alcanzó, muy probablemente, su período de máximo apogeo durante la época romana, desde mediados del siglo I a.C. hasta finales del siglo II d.C., siendo una incógnita aún el nombre de la ciudad, pues aunque hasta ahora se pensaba que podría ser la colonia Ituci Virtus Iulia que cita el historiador Plinio el Viejo en el conventus Astigitanus (N.H. 3, 12), un reciente hallazgo epigráfico, en concreto, un fragmento de fistula plumbea con inscripción, podría mencionar un posible M(unicipium) BOREN(sis), quizá la misma ciudad de Bora que acuñó moneda en los siglos II-I a.C. (Ventura et al., 2020) hasta ahora no localizada con certeza.
El antiguo oppidum ibérico se fue transformando con la romanización, convirtiéndose en una urbs que imitaba modelos itálicos intentando ser un reflejo de Roma o de la capital provincial, Corduba. Y esto se nota no sólo en el propio asentamiento, aunque no se trate de una fundación ex novo, sino también en las necrópolis (Morena, 2020). Hacia el cambio de era ya estaba configurado el centro monumental o foro, con plaza abierta y edificios públicos alrededor: templo, basílica civil, curia, pórticos, etc. (Ventura, 2014a) A lo largo del siglo I d.C., se pavimenta la plaza y se marmorizan los edificios más importantes, desarrollándose al mismo tiempo un espectacular programa escultórico del que se han recuperado tres estatuas en el pórtico norte (Márquez et al., 2013; Márquez, 2014) y otras tantas en la curia. Debieron estar ubicadas en el templo, destacando por su excepcionalidad las esculturas sedentes que representan a divus Claudius y divus Augustus (Márquez, 2015; Márquez y Morena, 2017; Márquez y Morena, 2018; Ventura y Fernández, 2018). Una de las edificaciones más destacables de la ciudad es la puerta oriental, un acceso monumental construido en la segunda mitad del siglo I a.C., flanqueado por dos grandes torres simétricas y con dos puertas, separadas entre sí unos 15 m, que generan una entrada tipo patio (Morena y Moreno, 2010; Moreno, 2014; Robles et al., e.p.). El último gran descubrimiento ha sido el anfiteatro que está situado a unos 200 m al oeste de la puerta oriental (Monterroso, 2017; Monterroso et al., 2019).
A finales del siglo II d.C. se advierten señales de un paulatino abandono y consiguiente expolio de los edificios públicos, aunque la ciudad no queda totalmente despoblada. Este hecho se ha puesto en relación con un acontecimiento histórico acaecido a finales de dicha centuria, entre los años 197 y 200, como consecuencia de la feroz represión ejercida por el emperador Septimio Severo contra los partidarios del usurpador Clodio Albino, tras su derrota y muerte en la batalla de Lugdunum, suponiéndose un apoyo de la ciudad a la causa del perdedor, lo que conllevó un castigo imperial a la ciudad retirándole la dignitas civitatis (Ventura, 2017a).
La existencia de un santuario en el extremo meridional del asentamiento, extramuros del mismo (fig. 2), se conoce desde los años 80 del siglo XX por la aparición superficial de numerosos exvotos de piedra (Morena, 1989). En 1988 fue objeto de una excavación de urgencia que verificó la existencia de un edificio de culto y recuperó varias decenas de exvotos similares a los primeros publicados (Cunliffe y Fernández, 1999; Fernández Castro y Cunliffe, 2002). Por último, en 2006 se acometió la excavación completa de la zona, documentándose todo el templo B que es el que puede visitarse hoy día. De la primera construcción religiosa denominada templo A y fechada en época ibérica tardía o quizás romana republicana, apenas se conservaban varios muros en el sector más septentrional, asociados a exvotos de piedra. El templo B se levantó en época de Claudio y presenta una planta tripartita de origen semita (Bendala; 2009, p. 372; Bendala, 2012, p. 22; Morena, 2018a, pp. 72-82) con vestíbulo, patio al aire libre y cella, con una prolongada rampa desde el sur para acceder a dichos espacios. El complejo tiene una orientación premeditada norte-sur que pudiera tener un claro sentido ritual relacionado con el llamado “milagro de la luz” que facilitaba la iluminación solar del betilo sagrado a través de supuesto un lucernario instalado en el techo de la cella (Morena y Abril, 2013; Abril y Morena, 2018).
La divinidad venerada en el santuario fue Dea Caelestis, versión romanizada de la Tanit púnica, sincretizada con Juno Lucina y Salus (Morena, 1989, pp. 48 y 70; Morena, 2018a, pp. 85-94; Marín, 1994) y su imagen un betilo estiliforme de piedra caliza adosado a la pared norte de la cella (Cunliffe y Fernández Castro, 1999, p. 102; Fernández Castro y Cunliffe, 2002, p. 56; Seco, 1999; Seco, 2010; Morena, 2018a, p. 83). Abundan los materiales cerámicos relacionados con las actividades cultuales desarrolladas entre el siglo II a.C. y el siglo II d.C. (platos, cuencos, lámparas de aceite, vasos caliciformes…) y los restos óseos de animales sacrificados (Martínez Sánchez et al., 2017; Morena, 2018a, pp. 185-194). Pero quizás lo más llamativo, sea el conjunto votivo con más de 350 exvotos que representan tanto figuras humanas como miembros del cuerpo, en este caso, y de forma exclusiva piernas, lo que indica una cierta especialización del santuario (Morena 1997; Morena, 2011; Morena 2018a, Morena, 2018b), relacionado con la presencia en sus cercanías de un manantial de aguas mineromedicinales (Morena, 2018a, pp. 194-209; Morena, 2018b).
Se ha planteado la posible existencia de un sacerdocio al cuidado y servicio del culto y la liturgia, algo lógico y necesario para la celebración de las ceremonias religiosas, pero también porque varios exvotos parecen representaciones de miembros del clero (Morena y Ventura, 2017), por la información que proporciona la epigrafía, a través de dos piezas, una lápida de mármol recuperada en la curia que menciona a un Lucio Cornelio Campano como sacerdote de la Salud (Ventura. 2014b; Ventura, 2014c, p. 35) y un altar de piedra hallado en el entorno de las termas orientales, que alude a una fuente de aguas salutíferas consagrada a la Señora de la Salud Salvadora (Fons Dominae Salutis Salutaris) (Ventura, 2017b).
Por último, hay que indicar que el santuario meridional de Torreparedones, junto con el de Las Atalayuelas, en la vecina provincia de Jaén, constituye un fenómeno característico de la zona central de Andalucía que comprende la campiña oriental de Córdoba y la campiña occidental de Jaén (Rueda, 2011a, p. 247; Rueda, 2011b, p. 116; Morena, 2018a, pp. 247-259). Son santuarios periurbanos vinculados políticamente a sus respectivos oppida y localizados en sus proximidades, en los que no se evidencia una ruptura por parte de Roma con los modelos anteriores (Rueda et al., 2005, p. 94), sino que, por el contrario, originan un modelo de interacción y sincretismo religioso muy homogéneo desde el punto de vista de su definición territorial, de su esquema estructural, así como de sus materiales votivos y de su cronología (Ruiz et al., 2010, p. 76).
Con motivo de una excavación de urgencia en los terrenos de la necrópolis oriental del yacimiento de Torreparedones, se obtuvieron interesantes datos para el conocimiento de las costumbres funerarias romanas (Morena, e.p.). Pero en uno de los tres cortes abiertos, donde anteriormente se había recuperado la lápida de un matrimonio fechada en torno al cambio de Era, no se documentó ninguna evidencia de carácter funerario, por lo que no debe descartarse que dicha inscripción estuviese desplazada de su lugar originario. Ni la excavación realizada en 2011 en la zona, como paso previo a la construcción del centro de recepción de visitantes del parque arqueológico, ni los tres cortes abiertos en 2020, han permitido definir los límites de esta gran necrópolis romana, pues los trabajos arqueológicos se limitaron, exclusivamente, a la zona afectada por las obras.
La excavación de 2011 definió dos grandes fases de uso de la necrópolis, la primera en época altoimperial (siglos I-II d.C.) y la segunda, sin solución de continuidad, durante el período tardorromano (siglos III-IV d.C.). Al primer momento corresponden una serie de grandes tumbas monumentales y colectivas con cámara hipogea o semihipogea, excavadas en el terreno geológico, con muros de opus vittatum y unas escaleras para facilitar el acceso a las cámaras funerarias subterráneas. La mayoría son de planta rectangular y dimensiones similares al Mausoleo de los Pompeyos de la necrópolis norte, pues sólo una es de planta cuadrada y otra circular; todas disponen de loculi o nichos en las paredes para albergar las urnas cinerarias, de piedra o cerámica, con los restos cremados del difunto y sus ajuares. Estos “columbarios” muestran un número de nichos de pequeño tamaño que oscila entre 6 y 10, unas veces adintelados y otras rematados en bovedillas de lajas de piedra adoveladas. No se conservaba, en ningún caso, la superestructura que los coronaba, aunque es lógico pensar en algún tipo de estructura que serviría para señalizar la tumba (Tristell y López, 2014, p. 111).
En la segunda fase, correspondiente con el período tardorromano, se impone el rito de la inhumación y las tumbas se distribuyen de forma relativamente ordenada dentro de la necrópolis formando hileras continuas, como se advierte en la parte norte a lo largo de un camino o vía secundaria. Los individuos se disponen en posición decúbito supino, con brazos y piernas extendidas, los primeros situados a los lados de las caderas o sobre el vientre. La orientación del cuerpo describe un eje noroeste-sureste, los pies se situarían al sureste y al cabeza al noroeste, mirando al este, con un claro sentido ritual. La mayoría no presentan ajuar, pero, a veces, pueden tener un simple anillo de bronce, aunque en otras ocasiones es más complejo, incluso varios brazaletes también de bronce, anilla de hierro y cuentas de collar de pasta vítrea y cornalina, que pertenecía a una mujer joven.
Los trabajos realizados en 2020 vinieron motivados por una actuación clandestina observada en diferentes puntos que dejaban entrever restos de presumible carácter funerario. Se abrieron tres cortes en sectores diferentes que se numeraron del 1 al 3, de este a oeste, siendo el 1 el más oriental. Los cortes 2 y 3 ofrecieron nuevos datos funerarios de esa gran necrópolis romana, destacando la excavación en el corte 2 de una tumba hipogea, similar a las ya documentadas en 2011, aunque sólo nos ha llegado la parte inferior de la cámara funeraria. Dispone de un interesante detalle constructivo que no es desconocido en Torreparedones pues se trata del tercer ejemplo de una tumba monumental hipogea, en este caso construida con fábrica de opus quadratum, que parece exclusivo de este yacimiento. Se trata de una especie de saliente o repisa moldurada para colocar las urnas y ajuares, que tenía el Mausoleo de los Pompeyos de la necrópolis norte (Beltrán, 2010, p. 08, fig. 21) y también otra tumba monumental exhumada en 2014 en la misma necrópolis septentrional (Beltrán y Morena, 2018, pp, 11-12, figs. 9a y 10).
Sin embargo, lo más interesante fue el hallazgo en el corte 1 (donde se encontró la lápida del matrimonio romano) de una serie de placas de piedra, de pequeño tamaño, algunas completas y otras fragmentadas pero todas ellas con figuras de équidos que pueden identificarse como exvotos de un santuario (Morena, 2020). Se excavó, inicialmente, un sondeo de 12,26 m2 sobre la zona en la que se localizaba la gran losa de piedra detectada en 2011, que sufrió una ampliación posterior hacia el norte de 10,84 m2 sumando un total de 23,10 m2. Los exvotos se encuadran en un contexto plenamente romano. La secuencia estratigráfica del corte era muy sencilla pues tras una capa superficial del terreno, que se corresponde con la tierra de labor (U.E. 1), se excavó un potente nivel de tierra de matriz arcillosa suelta de unos 60 cm (U.E. 2) y debajo las UU.EE. 3 y 4 (que son iguales), la primera de aspecto semejante a U.E. 2, pero con abundante material cerámico romano y los exvotos zoomorfos y la segunda, un acumulo de pequeñas piedras irregulares y abundantes carbones. En la ampliación de corte hacia el norte se documentó un posible pavimento de picadura de sillar (U.E. 5) y, por último, el terreno geológico compuesto por margas muy compactas (U.E. 6). El material cerámico de las UU.EE. 2 y 3-4 es idéntico: cerámicas de pasta gris, pintadas de tradición indígena, y romanas comunes, algún fragmento de barniz negro, sigillatas, paredes finas, alguna tegula, fragmentos de vidrio y lucernas de venera, alguna con marca en forma de hoja de hiedra de Los Villares (Andújar, Jaén), con una cronología amplia que abarcaría desde el siglo I a.C. hasta el siglo II d.C. A destacar el hallazgo en U.E. 2 de varios fragmentos de un posible altar tallado en piedra caliza.
3.1.1. Placa de piedra arenisca, probablemente de forma rectangular, a la que le falta la parte inferior derecha y algo del lateral izquierdo; está partida en dos fragmentos y tiene el borde superior e inferior rectos. El bloque ha sido rebajado para dejar en relieve la figura de un caballo en pie y en actitud de marcha hacia la derecha, con la pata delantera izquierda levantada y doblada por la rodilla; la cola no se conserva completa pero quizás llegaría hasta el corvejón. El fondo está más rugoso mientras que la superficie del animal está alisada. En la parte inferior se aprecia un resalte, a modo de escabel, que se advierte mejor en la parte trasera del animal; las patas traseras están en un plano más elevado que las delanteras dando la sensación de que el animal desciende. De la cabeza sólo se aprecia el ojo y orificio nasal, así como la crin marcada mediante gruesas incisiones curvas apuntadas hacia abajo. No se advierten otros detalles excepto el casco de la pata derecha trasera y el sexo. En la cara posterior se aprecian las huellas dejadas por el cincel en diferentes direcciones. Dimensiones: longitud: 22,5 cm; altura: 19 cm y grosor 7 cm en la base y 4 en la parte superior (fig. 4).
3.1.2. Placa de piedra caliza que no parece tener una forma definida, excepto que todos sus lados se hayan perdido, ni siquiera la parte inferior está plana, aunque la pieza apoya bien y se mantiene de pie. La pieza está partida en dos fragmentos; parte posterior sin desbastar. En la cara anterior de la placa, se ha representado la figura de un caballo mediante una profunda incisión en V que se abre en algunas zonas como se aprecia bajo la cola, en la cabeza y bajo el vientre. El animal está en movimiento, mirando hacia la derecha, con las patas delanteras muy alargadas y dobladas por las rodillas; en las patas traseras se han representado los corvejones y los cascos, que también aparecen en las delanteras. En la cabeza se ha marcado la boca y el ojo, así como las orejas, pequeñas y apuntadas hacia arriba; también se aprecia la crin resaltada con una serie de finas incisiones para indicar el pelaje. Por último, hay que señalar la presencia de una cola larga y estilizada y el sexo; este último detalle anatómico y la postura del animal parece apuntar a que se encuentra en posición de copular. Dimensiones: longitud: 26 cm; altura: 19 cm y grosor 5,5 cm en la base y 3,5 en la parte superior (fig. 5).
3.1.3. Placa de piedra arenisca, de tendencia rectangular, con las esquinas redondeadas y perdida la inferior derecha. El borde superior e inferior son rectos. Como en la pieza nº 1 el bloque ha sido rebajado para dejar en relieve la figura algo alargada de un caballo en la cara anterior. El animal está en pie y en actitud de marcha hacia la izquierda, con la pata delantera izquierda levantada y doblada por la rodilla; de las patas traseras sólo se advierte la izquierda doblada; no se advierten otros rasgos en la cabeza, ni siquiera las orejas, tan sólo la cola muy larga y curvada. Dimensiones: longitud 24 cm; altura 17 cm y grosor 6 cm (fig. 6).
3.1.4. Placa de piedra arenisca, probablemente rectangular, con la parte superior de la placa tallada, pero a la que le faltan la parte inferior y la derecha; el borde superior es recto. La cara anterior contiene la figura de un caballo en pie mirando a la derecha. En este caso, la técnica utilizada ha sido la incisión marcando la figura del animal con trazos poco definidos por lo que resulta algo tosca, en parte motivada por la rugosidad de la piedra. Del animal se aprecian las patas traseras, muy gruesas, sobre todo la izquierda, dobladas por los corvejones; en la parte posterior se aprecia la cola fracturada en su extremo; también se ha conservado el arranque de las patas delanteras y un poco de la cabeza. Dimensiones: longitud: 19,5 cm; altura: 16 cm y grosor 4,5 cm en la base y 5,5 cm en la parte superior (fig. 7).
3.1.5. Placa de piedra caliza incompleta, aunque, probablemente, de tendencia rectangular; falta la parte inferior y la izquierda; el borde derecho es recto. En la cara anterior del bloque se ha representado la figura de un caballo en relieve, en pie y avanzando hacia la derecha. Cuello muy estilizado, cabeza pequeña sin detalles anatómicos, pues ni siquiera se conservan las orejas; patas delanteras muy alargadas y dobladas de forma curva. Dimensiones: longitud: 12 cm; altura: 16 cm y grosor 4 cm (fig. 8).
3.1.6. Placa de piedra caliza que debió ser rectangular, con los bordes rectos, a la que le falta la mitad izquierda, aproximadamente, y en cuya cara anterior se ha grabado la figura de equino que, en este caso concreto, parece más un asno que un caballo. La técnica empleada fue la incisión, sin rebajar toda la superficie del bloque como se aprecia en la parte conservada. El animal está en pie y, al tener la pata delantera derecha adelantada, podría estar en actitud de avanzar; por lo demás, sólo se ha conservado el cuello, muy ancho y la cabeza, hacia abajo, con las orejas en resalte y hacia atrás. Dimensiones: longitud: 13 cm; altura: 14,5 cm y grosor 4 cm (fig. 9).
3.1.7. Placa de piedra caliza, de tendencia rectangular, a la que le falta la parte izquierda y parte de la derecha; los bordes superior e inferior son rectos. Presenta en la cara anterior la figura de un caballo en relieve, muy deteriorado, del que se advierte parte del torso, el arranque de la pata izquierda delantera, el cuello muy ancho con la crin indicada y la cabeza hacia abajo. El animal estaría en pie y en posición de avance hacia la derecha. Dimensiones: longitud: 11 cm; altura: 15 cm y grosor 3 cm en la base y 2 cm en la parte superior (fig. 10).
El número de exvotos hallados en la excavación resulta escaso para extraer conclusiones significativas, tan sólo que todas presentan figuras de animales y más concretamente, de équidos, advirtiéndose cierta diversidad ya que se representan animales tanto estáticos como en marcha, hacia la izquierda o hacia la derecha y tallados en relieve o grabados. En efecto, están elaborados en piedras locales y son de pequeñas dimensiones, con una altura que oscila entre los 15-20 cm, una longitud de entre 20-25 cm y un grosor medio de 5 cm. Es un material no sólo barato por encontrarse con facilidad en el entorno sino también fácil de trabajar al ser calizas muy blandas que, probablemente, se mojarían para facilitar no sólo su rebaje sino también su pulimento como ocurre con las piezas de Luque (Fernández Gómez, 2003, p. 37).
En la provincia de Córdoba, se conocen una serie de piezas similares a las que presentamos en este estudio, aunque todas ellas presentan un mismo problema y es que carecen de contexto arqueológico, pues corresponden a hallazgos fortuitos, a excepción del exvoto recuperado en la excavación realizada en el santuario iberorromano meridional de Torreparedones en 2007. Así, tenemos los casos de Ategua, Santaella, Fuente Tójar, Baena y, especialmente, Luque de donde procede el conjunto más importante y quizás más numeroso de los conocidos hasta ahora en la península ibérica junto con El Cigarralejo (Mula, Murcia).
Hallazgo superficial correspondiente a una cabeza exenta de caballo (Blanco 1983, p. 114, lám. III.2); sus dimensiones son 42 cm de longitud, 29 cm de altura y 18 cm de grosor, en la que no se han representado los elementos característicos del atalaje, lo que se ha puesto en relación con los exvotos de équidos de algunos santuarios ibéricos (Vaquerizo, 1999, p. 202; Morena, 2018c, p. 32, lám. 9). La cabeza está compuesta por un macizo bloque de caliza, con forma ovalada en el hocico, que se ensancha y deforma ligeramente al llegar a la sien. Los rasgos faciales del animal están realizados mediante una serie de acertadas incisiones. La boca se ha plasmado algo abierta, aunque no han representado los dientes ni los labios, mientras que los orificios nasales se han indicado mediante dos profundos orificios; los ojos son ovalados con párpados incisos y el iris diferenciado; a la altura de las orejas se ven unos agujeros cuadrangulares destinados tal vez a la colocación de orejas metálicas u otro material, algo inusual en los caballos, pero propio de las esculturas de bóvidos (Chapa, 1985, pp, 94 y 167; Chapa, 1986, pp. 104-105). Fechada hacia el siglo IV a.C.
La pieza procede del yacimiento conocido como la Camorra de las Cabezuelas (López Palomo, 1987; pp. 199-201; López Palomo, 1999, pp. 517, fig. 355) y corresponde a un bajorrelieve bifacial, roto por tres de sus lados y con un rebaje plano que forma una especie de marco. En cada cara se ha representado un équido que camina en distinta dirección; mientras que en una cara lo hace a la derecha, en la opuesta va a la izquierda; sólo se conservan en una cara la grupa del animal, cola y órganos genitales y en la otra cara presenta los cuartos traseros con las ancas bien esculpidas, parte de las patas, cola y órganos genitales (Cuadrado y Ruano, 1989, p. 214, figs. 1.1 y 1.2; Morena, 2018c, p. 30, lám. 7).
Hallazgo fortuito realizado en las inmediaciones del cortijo de Buenavista, al norte de la aldea de El Cañuelo (Fuente Tójar). Se trata de una placa de piedra caliza muy blanda, de forma rectangular, que mide 33 cm de altura, 40 cm de longitud y 12 cm de grosor. Presenta en relieve una figura de équido en una de sus caras, que no es más que una silueta de volumen plano recortada sobre el fondo rebajado de 0,8 mm. El animal se muestra galopando hacia la derecha con las patas simétricas y curvadas. La cola es una de las partes que el artista ha querido resaltar simplificando sus cerdas mediante una larga línea recta que cae hasta casi tocar el marco inferior (Jurado, 2001, pp. 55-57, lám. 2, fig. 1). Esta pieza se ha puesto en relación con un santuario ibérico dedicado a una divinidad protectora asociada a los caballos en el ámbito del oppidum del Cerro de las Cabezas (Fuente Tójar), la antigua Iliturgicola (Jurado, 2001, p. 59; Vaquerizo et al., 1994, pp. 40 y 56).
El hallazgo podría estar relacionado, aunque no se ha podido confirmar, con otro que tuvo lugar a finales del siglo XIX o comienzos del siglo XX, tal y como relata Ramírez de Arellano:
“Al lado contrario al río en un montículo a unos doscientos metros de las ruinas se hallaron hace años, cuarenta losas cuadradas de idéntico tamaño y todas con relieves que representaban animales, ciervos, caballos, yeguas con sus potros, aves... Seguramente eran metopas de templo, palacio ó villa de orden dórico. No queda ninguna: las gastaron como materiales de construcción” (Ramírez de Arellano 1982, p. 386).
Estas piezas podrían encajar con complejos o centros de carácter religioso como El Cigarralejo (Vicent, 1982-83, pp. 21-22; Vaquerizo, 1999, p. 262). En efecto, es probable que el lugar del hallazgo sea el mismo y esté en relación con el gran oppidum ibero-romano del Cerro de las Cabezas, la antigua Iliturgicola, por lo que estaríamos ante el primer santuario ibérico dedicado a una divinidad protectora de los caballos descubierto en la península ibérica, antes incluso que El Cigarralejo (Leiva, 1991, p. 89).
Se supone la existencia de un lugar de culto prerromano en el término de Luque a través de dos publicaciones que dan cuenta de la aparición, de forma fortuita, de decenas de losas de piedra que tienen grabadas las siluetas de équidos y que, en su mayoría, se interpretan como exvotos ofrecidos a una divinidad protectora de este animal. El primero de ellos se publicó en el año 1989 y sus autores fueron Emeterio Cuadrado y Encarnación Ruano que estudiaron dieciocho losas de piedra arenisca conservadas en la llamada colección “Alhonoz” (Puente Genil), diecisiete procedentes de Luque y una de Santaella que ya hemos descrito (Cuadrado y Ruano, 1989). El segundo estudio, a cargo de Fernando Fernández (2003), director del Museo Arqueológico de Sevilla, abordó el análisis de sesenta placas de piedra similares a las anteriores. Estas piezas, procedentes igualmente de Luque, forman parte de otra colección particular (colección “Rabadán”) que su propietario tiene depositada en el referido Museo. Parece que existen más ejemplares semejantes (de muy buena calidad) que deben tener el mismo origen y que se conservan en el Ayuntamiento de Puerto Real (Cádiz) (Fernández, 2003, p. 21). Por lo tanto, estamos hablando de unas ochenta piezas, sino más, procedentes de un mismo lugar situado en el término de Luque (Morena; 2016; Morena, 2018c, pp. 33-36).
No se conoce con exactitud el lugar de estos hallazgos y solamente se han indicado varios topónimos, que parecen coincidir en los dos trabajos antes citados, que son La Mesa y Las Retamas o El Retamal de Luque. El sitio denominado La Mesa está localizado a unos 4,5 km al sureste del casco urbano de Luque y a unos 800 m al norte de la Fuente de Morellana, sobre una de las cotas más elevadas de la zona, junto a la denominada Piedra de Juan Mateo, con una visibilidad extraordinaria, especialmente, hacia el norte. Como antecedente del hallazgo de piezas similares en Luque hay que señalar varios documentos de la segunda mitad del siglo XVIII conservados en el archivo histórico provincial de Córdoba (Morena, 2016, p. 70). Por otro lado, hay quien piensa que esa Mesa de Luque podría ser la Mesa de Fuente Tójar (Jurado, 2001, p. 63), pues son localidades limítrofes, y del entorno de esa Mesa de Fuente Tójar procede la pieza de El Cañuelo, aunque dichos lugares distan entre sí unos 7 km en línea recta.
Las técnicas empleadas son dos: grabado y relieve. Mientras que en algunas losas las figuras representadas se han conseguido mediante líneas incisas con un objeto punzante, en otras se han obtenido efectuando mediante el dibujo de la silueta de los caballos, procediendo a rebajar el soporte de la losa de piedra para moldear la figura, rodeándola o dejándola plana. A veces, se deja alrededor una especie de marco. En el grupo realizado con la técnica del relieve se advierten tres estilos, el primero denominado de “torpe ejecución”, el segundo con caballos al galope con colas y cuellos largos y el tercero, naturalista, en el que se incluyen otros subgrupos (con representación de cascos y crines; con cuerpos alargados rectangulares; en alto-relieve con atalajes y, por último, en alto-relieve sin atalaje (Cuadrado y Ruano, 1989, pp. 214-215). Cabe resaltar dentro del grupo naturalista una pieza del primer subgrupo en la que se han representado tres équidos, iconografía hasta ahora desconocida en la península ibérica. Se cree que esta pieza, en la que se representa una cría, podría aludir a la fertilidad, señalando un aspecto económico y reproductor de caballos en esta zona (Cuadrado y Ruano, 1989, pp. 219-220, lám. III) y en esa línea habría que interpretar nuestro exvoto número 2 que parece mostrar a un caballo en la postura previa a la cópula o monta (fig. 5).
En la mayoría de las piezas es escasa la preocupación estética, no hay intención de reflejar a un animal determinado pues lo que se persigue en realidad es dejar en un lugar determinado (el santuario) la imagen del animal, del caballo, de materializar el concepto para que sirva de recuerdo, o de ofrenda, más bien. En algún caso, se marcan cascos y crines y de modo excepcional el atalaje de montar. Los animales pueden aparecen en marcha o estáticos, aunque, en muchas ocasiones, no es posible determinar una cosa u otra porque lo que importa es la imagen en sí. No parece tener especial interés la representación del sexo que tan sólo se ha plasmado en algunas losas, en concreto, 14 piezas que corresponderían a machos, por lo que la mayoría serían yeguas. Podemos encontrar un solo animal, parejas estáticas o caminando en la misma dirección o afrontadas y el caso de la placa que tiene tres animales. Se puede hablar, en función de la unidad de estilo y técnica utilizada en la labra, de un taller local que debió situarse en las inmediaciones del santuario y en el que los devotos adquirirían los relieves, aunque también parece que hay varias manos, por lo que se ha planteado la posibilidad de que fueran los mismos devotos fueran a la vez artesanos que dedicarían una parte de su tiempo en el santuario tallando esos relieves en piedras locales muy blandas y fáciles de trabajar (Fernández, 2003, pp. 37).
Se conocen dos ejemplares, uno recuperado en las excavaciones del santuario meridional de Torreparedones en 2007 y otro hallado, casualmente, en el entorno del mismo yacimiento.
El primero, único exvoto zoomorfo de todo el conjunto votivo conocido consiste en un pequeño bloque de piedra arenisca, de 18 cm de longitud y 11 cm de altura, de forma trapezoidal, en una de cuyas caras mayores se ha grabado la silueta de un équido. La simplicidad de las líneas y la ausencia de otros elementos no permiten determinar si se trata de un asno o un caballo. Sólo se han representado el cuerpo del animal, la cabeza con las orejas, las cuatro patas y la cola, siguiendo el esquematismo que caracteriza casi todo el conjunto votivo. Mientras que la cara donde está grabada la figura equina está bien alisada, el resto del bloque apenas está desbastado. La base y parte posterior son planas (Morena, 2018a, p. 127, fig. 134, Morena, 2018c, pp. 28-29, lám. 5).
El segundo ejemplar carece de contexto, se conserva en una colección particular (De la Bandera, 1979-80, pp. 398-399, lám. XVIc) y se había propuesto una posible procedencia de Luque (Vaquerizo, 1999, p. 260, lám. 16A), pero sabemos que se encontró en la zona del cortijo de las Añoras, muy próximo a Torreparedones, limítrofe con tierras del cortijo de las Vírgenes (Morena, 1997, p. 278, foto 11; Morena, 2016, pp. 66-67, fig.3; Morena, 2018a, p. 127, fig. 135; Morena, 2018c, p. 29, lám. 6), donde se han recuperado los exvotos que presentamos en este trabajo. Es muy posible que la pieza provenga del mismo sitio y que, por tanto, forme parte del mismo conjunto; tanto el material como la tipología son similares. Es una placa de caliza porosa local, probablemente rectangular, de 16 cm de longitud, 14 cm de altura y 4 cm de grosor. Como decimos, presenta un caballo silueteado que marcha al trote, faltándole la parte trasera. Una vez grabado el contorno del animal se hizo resaltar la figura rebajando la superficie de la piedra que la rodea, con un relieve plano de bordes redondeados, especialmente, hacia la parte inferior. La técnica es tosca, pero se consigue dar cierta soltura de movimiento. El ojo es circular representado con una simple perforación; orejas, juntas y de frente y boca señalada con una línea incisa; las patas delanteras están dobladas y los cascos rectos apoyados en el suelo.
Por desgracia, son pocos yacimientos en los que se han encontrado este tipo de piezas, aunque en algunos casos concretos abundan. Destacan el Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete), El Cigarralejo (Mula, Murcia) y varios puntos próximos al Cerro de los Infantes (Pinos Puente, Granada). Un singular conjunto votivo del santuario del Cerro de los Santos lo integran, efectivamente, los exvotos zoomorfos, entre ellos 10 figuras de équidos (Jiménez Navarro, 1943; Ruiz Bremón, 1987, pp. 77-79), al parecer influenciado por fieles del santuario de El Cigarralejo (Ruiz Bremón, 1987, pp. 80-81; Ruiz Bremón, 1989, p. 173), donde quizás pudieron ser elaborados (Ramallo et al., 1998). Predominan los exvotos de piedra caliza, aunque los hay de bronce y una de sus características más notorias es la variedad de las especies representadas pues aunque los más abundantes son los bóvidos y los équidos, hay piezas aisladas como un depredador (quizás un lobo), un posible cáprido y un carnero o cervatillo, estos últimos en bronce. Los équidos conforman dos tipos, por un lado, los elaborados en bulto redondo y, por otro, los que se representan en relieve sobre placas tabulares (Ramallo et al., 1998). Los primeros son muy parecidos a los de El Cigarralejo, hasta el punto de que podrían ser intercambiables con los del Cerro, constando el conjunto de piezas pequeñas exentas, macizas, relieves con o sin marco, figuras individuales o dobles, con y sin atalaje (Chapa, 2019, p. 251).
El Cigarralejo fue uno de los primeros yacimientos conocidos y excavados que proporcionaron exvotos de caballos y que pudieron ser fechados, considerándose como un conjunto único en el campo de la religiosidad ibérica, pues en el edificio singular sagrado se encontraron más de doscientos exvotos de piedra zoomorfos y antropomorfos, así como objetos de uso personal como anillos, cuentas de collar, etc. (Lillo et al., 2005). Como bien expresaba su excavador, a pesar de que los datos obtenidos no eran definitivos, éstos se habían conseguido en condiciones de garantía como en ningún otro santuario ibérico (Cuadrado. 1950, p. 164). El santuario se ubica sobre un destacado promontorio de morfología rectangular y difícil acceso, adaptado a la topografía del terreno, conformando un conjunto unitario y con una misma cronología (Lucas y Ruano, 1998, p. 107), con muros muy anchos y alzados de piedra que indican un importante esfuerzo constructivo propio de un edificio sacro (Blánquez y Quesada, 1999, p. 179). Se interpreta como un santuario de control territorial, teniendo en cuenta su dominio sobre el río Mula y su relación con el poblado anexo (Moneo, 2003, p. 137).
Cuando el santuario fue abandonado, en una de las habitaciones y bajo un pavimento de barro amarillo se ocultaron, en una pequeña fosa, la mayoría de los exvotos de piedra y numerosos objetos metálicos. Sobresale el conjunto de pequeñas esculturas y relieves de piedra, algunas completas y otras fragmentadas que fueron depositadas sin orden aparente (Cuadrado, 1950, p. 43). Emeterio Cuadrado agrupó los exvotos zoomorfos en diversas categorías, en base a un análisis formal que sigue aún vigente, y también realizó un estudio tipológico de las monturas, bocados de caballos y arreos en general, comparándolos con piezas similares de los santuarios entonces conocidos, elaborando un completo catálogo descriptivo al tiempo que intentó identificar posibles artesanos que tendrían sus talleres en las proximidades del santuario donde los peregrinos podían adquirir sus ofrendas (Lillo et al., 2005, p. 15).
El material empleado en los exvotos es piedra arenisca de origen local y las técnicas empleadas son el bulto redondo, el bajorrelieve y el grabado, no faltando piezas en las que se combinan las tres técnicas escultóricas. No hay ningún jinete representado a pesar de que muchos de los animales están enjaezados. Hay dos grandes conjuntos que quizás correspondan a dos escuelas diferentes, por un lado, animales cuyos rasgos pretenden ser fieles al modelo (tanto en su morfología como para describir su arnés, si es el caso) y, por otro, piezas en las que el naturalismo se deja de lado en beneficio de una descripción detallada del atalaje o las crines (Ruiz, 1987, pp. 80-81).
En cuanto a las piezas granadinas hay que citar las de Valderrubio-Asquerosa, aunque la mayoría proceden de varios sitios vinculados al oppidum del Cerro de los Infantes (la antigua Ilurco), Llanos de Silva y, sobre todo, Cuesta de Velillos donde se encontraron varias decenas de exvotos con motivo de las tareas agrícolas (Peregrín et al., 1983). Son piezas que representan équidos, pero diferentes a los murcianos de El Cigarralero, desde el punto de vista formal, ya que son casi todos relieves y no piezas exentas y los animales están representados en movimiento hacia uno u otro lado y sin arreos; son característicos de estas piezas los llamados cuellos de jirafa y las colas largas, delgadas y rectas o algo onduladas.
Estos exvotos de équidos de Pinos Puente se han vinculado con un santuario cercano al oppidum de Ilurco (Peregrín et al., 1983) que actuaría como aglutinador de los poblados de alrededor pudiendo desempeñar las funciones de un santuario de control territorial, aunque sus presumibles estructuras arquitectónicas resultan desconocidas (Moneo, 2003, p. 87). Pero también están próximos a un espacio funerario (Pachón y Carrasco 2005), por lo que se piensa que junto a su propio valor religioso vitalista podría unirse otro de carácter funerario (Adroher et al., 2002 p. 81) como ocurre en el santuario de El Cigarralejo. En realidad, las esculturas de équidos de pequeño tamaño son muy raras en ambientes funerarios, seguramente reutilizadas, y sólo se conocen varias piezas en la provincia de Murcia, en la necrópolis de El Cigarralejo (Cuadrado, 1987, p. 243, nº 9-961 bis, lám. XIX-1) y en la de Coimbra del Barranco Ancho (García Cano, 1997, p. 271).
Otros ejemplares proceden de la región andaluza, en concreto, de las provincias de Jaén, Granada y Sevilla. En el primer caso, hay que mencionar varios de yacimientos ubicados en la campiña occidental; una de las piezas se encontraba en la fortificación ibérica de Torre del Campo (Fortea y Bernier, 1970, p. 55, lám. XX-3) que se corresponde con el Cerro Miguelico, uno de los oppida más importantes del alto Guadalquivir (Ruiz et al., 1991; Moret, 1996, p. 516-517) y presenta la figura enmarcada de un équido en relieve muy desgastado, en marcha hacia la izquierda y es muy similar a los exvotos de Luque y Pinos Puente. La segunda es de Martos (la antigua Tucci) y se conserva en la colección arqueológica del colegio de los padres franciscanos de Martos (Jaén), con una escena mucho más compleja, pues sobre una placa rectangular de piedra aparecen un caballo enjaezado, en posición de paso hacia la izquierda, un cáliz o copa ritual bajo la cabeza, un objeto entre las patas y, en la parte superior, un animal marino identificado con un sábalo. El équido se encuentra en actitud de beber de esa copa o cáliz el néctar de la vida en el Más Allá lo que evidenciaría el carácter funerario de la pieza (Recio, 1994, pp. 476-478), aunque otros consideran que lo que el caballo huele realmente sería una flor de loto, posible icono de una divinidad femenina con connotaciones de fecundidad y de eclosión de fuerzas de la naturaleza (Gabaldón y Quesada, 1998, p. 21). La pieza granadina es dudosa y procede de la pedanía de Campo Cámara (Cortes de Baza) que señala Chapa (2008, p. 42).
De la provincia de Sevilla, y más concretamente de Osuna, se conservan en el Museo de Antigüedades Nacional de Saint-Germain-en-Laye (antes en el Museo del Louvre), varias piezas de Urso (Osuna, Sevilla) entre las que se encuentra un sillar con la figura de un caballo tallado en piedra caliza, en altorrelieve. El animal se muestra avanzando hacia la derecha, adelantando la pata izquierda; la desproporción que se aprecia en la cola y el cuello, de menor tamaño en relación con las voluminosas extremidades, podría indicar la mano de un artesano local (Chapa, 1997, p. 57). La pieza se interpreta, junto con otras (un carnero y varias antropomorfas), como votiva (VV.AA, 1998, p. 342), perteneciente a un centro de culto o santuario ubicado en uno de los accesos a la antigua Urso, vinculado quizás con manantiales de aguas salutíferas, en el que la divinidad aseguraba la protección de los fieles y la prosperidad de los animales (López García, 2012).
También hay exvotos de équidos fabricados en bronce (Prados, 1996, p. 133) en Collado de los Jardines (Santa Elena, Jaén) (Perea, 2005, p. 72-76, figs. 6-11) y en Ntra. Sra. de la Luz (Santo Ángel, Murcia) (Lillo, 1991-92, pp. 141-142, fig. 20) y en terracota: (Quesada y Tortajada, 1999; Horn, 2011, pp. 73-75) que abundan en algunos lugares de culto como el santuario de La Carraposa (Rotglá y Corbera – Llanera de Ranes, Valencia) donde se hallaron un total de 19 ejemplares (Pérez Ballester y Borredá, 2004, p. 299, fig. 17).
Fernando Fernández decía lo siguiente cuando publicó uno de los lotes de exvotos de caballos de Luque, en concreto, los pertenecientes a la colección “Rabadán” depositada en el Museo Arqueológico de Sevilla:
“Qué son estos caballos? ¿Qué significan? ¿Han de ser considerados como una divinidad en sí mismos? ¿O son, más bien, ofrendas a un dios que los protege y al que se acude con frecuencia, dado el alto valor económico, social y religioso que este animal tiene en la sociedad indígena prerromana? Cuanto hagamos, cuanto digamos, no tiene más valor que el de simples especulaciones, pues faltas las obras que presentamos aquí de todo contexto arqueológico, nada podemos añadir nosotros a cuanto ellos han dicho” (Fernández Gómez, 2003, p. 35).
Estas reflexiones, en nuestra opinión, continúan vigentes hoy día pues apenas se han realizado nuevos hallazgos que aporten luz a dichas cuestiones.
Muchos investigadores han realzado el protagonismo del caballo en la guerra y en los valores ecuestres aristocráticos ibéricos, pero también su papel en la economía diaria ayudando en las labores agrícolas, de transporte y comerciales. La presencia en los santuarios ibéricos de estos exvotos de équidos se ha interpretado, tradicionalmente, como evidencia del culto en ellos a una divinidad de la fecundidad y protectora de los caballos, punto este que quizás sólo podría aplicarse a determinados centros como El Cigarralejo, el Cerro de los Santos y el santuario meridional de Torreparedones, lugares bien conocidos que contaron con edificaciones sacras. En estos casos, se tienen como exvotos ofrendados a la divinidad por fieles que buscaban un favor, una gracia, para remediar una enfermedad, para conseguir que procrease o lograr un parto exitoso, y que se llevarían al santuario una vez que se había cumplido el deseo solicitado previamente, al igual que los exvotos antropomorfos o los anatómicos. Blázquez (1959, p. 86), citando a García y Bellido, dice que los exvotos zoomorfos podrían representar animales enfermos. Algunos exvotos de El Cigarralejo y de Luque en los que se representan varios animales, con yegua y potro, parecen apuntar a la idea de procreación (Cuadrado y Ruano, 1989, p. 219-220). En esta línea podríamos considerar nuestro exvoto número 2 en el que el animal está en movimiento con las patas delanteras muy alargadas y dobladas por las rodillas, con el sexo marcado y en posición de monta (fig. 5). Y lo mismo que los fieles acudían a los santuarios en busca del auxilio divino es probable también que visitaran aquellos lugares de culto relacionados con los animales, de manera especial los équidos, acompañados de su animal para lograr que se impregnaran de las potencias genésicas emanadas de sus rocas o brotadas de sus aguas (Jordán et al., 1995, p. 308) y cuando el animal sanara o procreara, el fiel volvería al santuario para depositar el consiguiente exvoto como prueba de gratitud.
Es probable que los fieles que acudían a los santuarios con mayor asiduidad fuesen aquellos que poseían menos caballerías y empleadas en las labores agrícolas pues para este segmento de la sociedad, el perder su animal debía representar un motivo de inquietud y un mal irreparable que incluso podía llevarlo a la ruina y, desde luego, a una multitud de problemas de difícil solución (García-Gelabert y Blázquez, 2006, p. 102). En este sentido, habría reflexionar sobre qué tipo de équido representan los exvotos de piedra hallados en los santuarios ibéricos, algo que es no fácil determinar teniendo en cuenta la sencillez y la simplicidad de los grabados y los relieves que conocemos, a excepción de algunas piezas concretas. Sin duda, debe haber representaciones de caballos y yeguas, de mulos y asnos. Ya se ha referido la importancia que la aristocracia ibérica concedía al caballo como elemento de prestigio y que sólo podían permitirse muy pocos al ser un animal delicado y caro de mantener, no imprescindible en la vida diaria ya que el mulo o el asno cumplen mejor la mayor parte de las actividades de la economía doméstica al ser menos delicados, más sufridos, dóciles y, a veces, más resistentes que el caballo (Mata et al., 2014, p. 36, citando a Anderson, 1961 y Metz, 1995).
Las piezas con caballos en relieve o incisos sobre placas o bloques de piedra de Luque, Pinos Puente y otras similares, que no tienen contexto, deben considerarse pruebas palpables de la existencia en esos lugares de santuarios no localizados (Peregrín et al., 1983; Fernández, 2003, p. 37; García-Gelabert y Blázquez, 2006, pp. 102-103). Algunas piezas, en concreto las de mayor tamaño, se cree que podrían haber pertenecido a una estructura o friso formando parte de algún edificio o altar dedicado a la divinidad, sobre todo, aquellos de Luque que tienen tres animales marchando en la misma dirección o dos enfrentados y otro debajo o incluso un bloque que parece un sillar de esquina con caballos en relieve en dos caras distintas (Cuadrado y Ruano, 1989, p. 221), aunque otros autores no comparten esta hipótesis (Moneo, 2003, p. 87; Fernández, 2003, pp. 36-37).
Por ello, y considerando el caballo en sí mismo, desligado tanto de su valor como símbolo de status, como de su papel heroificador y psicopompo que acompaña al difunto al Más allá, aunque algunos ven difícil separar estos tres ámbitos que no serían sino distintas facetas de una misma cosa (Santos, 1996, p. 124-126), se ha tratado de ver en dicho animal a una divinidad o numen protector destinado, especialmente, a su cuidado (Chapa, 1985, p. 184-185) y en función del interés de sus dueños por su protección (Quesada y Gabaldón, 2008, p. 141), ya en un papel pasivo, utilizado como símbolo, como exvoto (Aranegui y Prados, 1998, p. 136) o como simple ofrenda, aunque su sacrificio sería excepcional (Nicolini, 1968, p. 42), pues conllevaría una gran pérdida para su propietario, sin descartar que los fieles pudiesen entregar algún animal vivo en los santuarios (Chapa, 2019, p. 252).
Sería una divinidad de carácter fecundante (Peregrín et al., 1983, p. 761; Blázquez, 1975, p. 80 y 1983, p. 100), de la que ya hablaba el excavador de El Cigarralejo a mediados del siglo XX, como estarían indicando la presencia de crías en algunas de las piezas. Pero no se trataría de un dios-caballo o un dios-equino como han propuesto, con dudas, ciertos autores que han identificado a esta deidad con los caballos representados en piezas como el cipo de Marchena (Sevilla) o el caballo de las monedas cartaginesas (Ramos, 1993, p. 267), sino que esa deidad sería antropomorfa relacionada con los équidos, pero no zoomorfa, o con una epifanía equina (Quesada y Gabaldón, 2008, p. 141).
Divinidad que podría encontrarse en una serie de relieves que aparecen en Levante, Sudeste y la Alta Andalucía, conocidos como del “señor o domador de caballos” que suelen representar a una figura humana bicéfala, en pie o sentado, flanqueado por dos o cuatro caballos rampantes a los que toca por la boca, iconografía que también aparece en la pintura vascular y la toréutica. Se trataría de un despotes theron o una potnia hippon (Chapa, 1985, pp. 179-185) que algunos han vinculado con el mito griego de Diomedes, héroe “domador de caballos” que sería adoptado como héroe ancestral por las elites ibéricas (Almagro, 2005, pp. 156-157). Mª Cruz Marín y A. Padilla (1997: 481-483) asociaron este tipo iconográfico a la existencia de zonas de pastos como hitos delimitadores de las dehesas pues ninguno de estos relieves se ha encontrado en santuarios, a excepción de La Encarnación donde se halló una placa de piedra con dos caballos afrontados ante una figura masculina (San Nicolás, 1983-84; Ruano y San Nicolás, 1990, p. 102). Otros autores los relacionan con mitos de surgimiento o a un rito de fecundidad siendo difícil discernir el carácter femenino o masculino de la divinidad asociada a los caballos (Olmos et al., 1992, p. 106; Mata et al., 2014, p. 218), aunque algunos no dudan de su identidad masculina (Santos, 2014). La dispersión de piezas similares por diferentes áreas ibéricas, como Sagunto, Villaricos, Caravaca y Jaén, indicarían la difusión de un culto común de carácter amplio asociado al caballo.
Y esta divinidad sería similar a la Epona del mundo celta, diosa de los caballos, de la fertilidad y de la naturaleza, asociada con el agua, la curación y la muerte, divinidad doméstica que presidía la cría de los caballos y era adorada, en general, como diosa de la abundancia y la prosperidad (Olivares, 2002, p. 247; Hernández Guerra, 2011). El nombre Epona proviene de la palabra céltica Epos que significa caballo. Una pieza interesante del culto a Epona se halló no muy lejos de Baena, en la localidad jiennense de Andujar (Corell y Gómez, 2002-03). Es un altar con cornisa y base y, en la parte superior, un focus circular con inscripción dedicatoria: Eponae / [.] · Satrius · Probus / · v(otum) · s(olvit) · l(ibens) · m(erito). Debajo, en un recuadro rebajado, aparece el relieve de un équido marchando hacia la izquierda y en la cara posterior, en un recuadro rebajado más pequeño, otro relieve semejante al anterior. Por la paleografía podría datarse entre fines del siglo I y principios del siglo II d.C. Se cree que ese Satrius tal vez fue un criador de esos animales (Hernández. 2011, pp. 250-251), quedando patente la expansión del culto a dicha divinidad hacia el oeste, cuyo foco estaba en la Celtiberia, aunque se entiende no tanto como un culto oficial sino como un culto de carácter privado (Barroso, 2016, 33). Aunque para el ámbito celta sí se asume la epifanía de un dios en la forma de un équido, caso del dios Lugus (Marco, 1999, p. 485) o de la diosa Epona que suele representarse junto a un équido o montada sobre él o directamente con la forma de caballo o yegua, no parece que en el mundo ibérico sucediera algo parecido y ningún relieve de caballito aislado, exvoto o cualquier otra imagen permiten, sin forzar la evidencia, hablar de imágenes de culto o de imágenes de la divinidad (Quesada y Gabaldón, 2008, pp. 141 y 150).
La presencia de estos exvotos de équidos en los lugares de culto no sólo supone la evidencia de una aristocracia que rinde culto a las deidades protectoras de dichos animales, sino que además pondría de relieve la existencia de individuos que basaban su riqueza en la posesión de grandes rebaños, convirtiéndose las celebraciones estacionales y festivas de los santuarios en auténticos mercados con gran afluencia de público. Como expresa T. Chapa (2019, pp. 251-252), citando a otros autores, como Baumbach (2004, p. 98) y Gaebel (2004, p. 20), el precio que tenía un caballo en la Grecia clásica (entre 200 y 1.200 dracmas, siendo el salario medio de un artesano de 1 dracma diario) puede servir de ejemplo para valorar lo que pudo suponer en el mundo ibérico la propiedad de uno o más caballos, así como el volumen de negocio que pudieron alcanzar sus criadores.
De todo lo dicho, y en relación a las placas de piedra con équidos halladas en Torreparedones, se puede concluir que son exvotos depositados en un santuario consagrado a una divinidad protectora y sanadora de estos animales, que favorecía al mismo tiempo su reproducción. Los exvotos de équidos conocidos en la península ibérica se agrupan como hemos visto en dos grandes focos, el del sureste (Cerro de los Santos y El Cigarralejo) y el andaluz (Pinos Puente y Luque) quedando las piezas de Torreparedones más próximas a las andaluzas, muy similares no sólo a las de Ilurco y Luque, sino también a otros hallazgos aislados mencionados como los de Santaella, Fuente Tójar o Torre del Campo, casi siempre asociados a grandes núcleos de población a excepción del caso de Luque, si bien, hay que recordar que el lugar exacto del hallazgo no se conoce. Hace años, el profesor Vaquerizo señalaba, al recordar la noticia de Ramírez de Arellano del hallazgo fortuito, en la zona de Fuente Tójar, de cuarenta losas con figuras en relieve de animales (algunas con caballos y yeguas con sus potros), que nos encontrábamos ante “un tipo de manifestación religiosa muy extendida por todo el sur de la provincia de Córdoba y, sin lugar a dudas, de una importancia hasta ahora insospechada” (Vaquerizo, 1999, p. 260); hallazgos posteriores entre los que cabe incluir las nuevas piezas de Torreparedones no han hecho sino confirmar dicha reflexión.
En el caso de Torreparedones, no cabe pensar en un taller, almacén o vertedero, y aunque la excavación no deparó estructura alguna que pudiera asociarse a una construcción sacra (de hecho no se documentó ningún muro, favissa, banco, etc., excepto un pavimento de calcarenita), lo más probable es que a una cota superior pueda existir algún edificio en el que estuvieran depositados estos exvotos; de hecho las piezas parecen haber rodado ladera abajo, motivo por el cual están fracturadas unas e incompletas otras. A ello hay que añadir que el número de exvotos, pese a no ser muy elevado, sí parece significativo ya que aparecieron en una superficie excavada de tan sólo 23 m2, mientras que la unidad estratigráfica en la que se encontraron sobrepasaba, claramente, los límites del corte abierto de modo que, por lógica, cabe pensar que hay más piezas alrededor. De cualquier modo, la zona concreta del hallazgo no parece la más apropiada para erigir una edificación religiosa al ubicarse en ladera, con escasa visibilidad, aunque está muy próxima a la cima del cerro, emplazada a unos 100 m al norte, con una cota de 532 m s. n. m. Desde ese punto sí se divisa un extenso territorio, especialmente, hacia el norte y hacia el sur y, por tanto, constituye un lugar idóneo en el que podría situarse el posible santuario. Hacia el oeste se encuentra la amplia meseta del oppidum que, al tener una cota más elevada, impide una mayor visibilidad hacia poniente; a 380 m al oeste-noroeste está de la puerta oriental de la ciudad y a unos 580 m al oeste-sureste el santuario meridional extramuros con el que tiene relación visual directa.
La ubicación exacta del santuario y la relación existente, si es que la hay, entre la necrópolis romana y el lugar de culto deberán despejarse en futuras excavaciones. Lo más destacable es la constatación de dos lugares de culto activos y coetáneos (al menos durante el siglo I d.C.) vinculados a una misma ciudad, el meridional concebido para las personas y el oriental dedicado a los caballos, cada uno de ellos consagrado a una divinidad concreta y específica, pero ambos con una idéntica finalidad: proteger, sanar, procurar buenas cosechas, propiciar la fertilidad, etc., solicitando el auxilio divino.
Sin duda, este es uno de los aspectos más controvertidos de estos exvotos zoomorfos de caballos ya que la mayoría de los casos conocidos son casuales y no disponen de ningún contexto arqueológico. Tradicionalmente, se viene arrastrando la datación del siglo IV a.C. de las piezas de El Cigarralejo (Cuadrado, 1950, p. 165), quizás entre el siglo IV a.C. y la segunda mitad del siglo III a.C., momento de la primera reconstrucción del santuario, bajo cuyos muros quedaron enterrados los exvotos (Ruiz, 1987, p. 78), aunque se cree que podría alcanzar el siglo II a.C. cuando tuvo lugar la destrucción y abandono del edificio de culto (Lucas, 2001-02, p. 153; Lillo et al., 2005, p. 15; Blánquez, 2016, p. 85). Para la zona contestana, se ha propuesto una cronología a partir del siglo III a.C. pero, sobre todo, durante los siglos II-I a.C. (Sala, 2007, p. 74). Las piezas de Pinos Puente tienen una fecha post quem de inicios de Imperio pues, aunque se trata de hallazgos superficiales, una de ellas tiene una inscripción (Peregrín et al., 1983, p. 758), posiblemente un nombre indígena escrito en alfabeto latino, como también ocurre en una inscripción funeraria del mismo yacimiento, siendo definidas las piezas como de época bastetana contemporáneas con la presencia romana, lo que demostraría la perduración de estos cultos indígenas (Chapa, 2008, p. 44 y 46). Por otro lado, y confirmando esta datación romana, tenemos el exvoto zoomorfo hallado en la excavación del santuario meridional de Torreparedones en 2006, que se adscribe al templo A, cuyo período de uso se desarrolla durante toda la época republicana, sobrepasando el cambio de era y alcanzando la primera mitad del siglo I d.C. (Morena, 2018a, p. 71). A esto hay que añadir que las piezas que se presentan en este estudio tienen un contexto claramente romano imperial, asociadas a cerámicas de paredes finas, sigillatas y lucernas de venera de época julio-claudia.
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto: “Vivere in urbe. Arquitectura residencial y espacio urbano en Corduba, Ategua e Ituci. Investigación y socialización” del Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2019-105376GB-C43) y del Grupo de Investigación: “Antiguas Ciudades de Andalucía, de la investigación a la rentabilización social”, de la Universidad de Córdoba.
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