Raquel Liceras Garrido
Departamento de Prehistoria, Historia Antigua y Arqueología
Universidad de Salamanca
C/ Cervantes, s/n, 37002 Salamanca
rliceras@usal.es 0000-0002-5552-9273 AAC-4579-2021
Resumen Las necrópolis son metáforas materiales de las sociedades del pasado. Las distribuciones espaciales, los estudios de materiales, los análisis osteológicos, de isótopos, etc. arrojan luz sobre las formas de la negociación social, del poder y de la autoridad que nos permiten examinar las diferentes construcciones identitarias y los modelos de organización de las comunidades protohistóricas. La investigación sobre las necrópolis de la Meseta oriental se remonta a mediados del siglo XIX y ha ofrecido extensos conjuntos materiales que han sido estudiados desde perspectivas tipológicas y temporales principalmente. En este artículo, se analizan las relaciones entre las distribuciones espaciales de los enterramientos, los materiales de los ajuares, el sexo y la edad de los individuos de las necrópolis de El Pradillo, Carratiermes, La Yunta y Numancia para examinar los vínculos sociales establecidos en la muerte como un reflejo de las estructuras organizativas de las comunidades de la Edad del Hierro.
Palabras clave Necrópolis, Edad del Hierro, Meseta oriental, poder, ajuares.
Abstract Cemeteries are material metaphors of past societies. Spatial distributions, artefact studies, osteological data, isotope analyses, etc. shed light on the forms of social negotiation, power and authority. These enable us to examine the different identity constructions and organisational models of Protohistoric communities. Research on the cemeteries of the Eastern Meseta dates back to the mid-nineteenth century and offers an extensive material culture, which has been mostly studied from typological and time perspectives. This article focuses on the relationships between the spatial distributions of burials, grave goods, sex and age of the individuals of the cemeteries of El Pradillo, Carratiermes, La Yunta and Numantia to explore the social links established in death as a reflection of the organisational structures of the Iron Age communities.
Keywords Cemeteries, Iron Age, Eastern Meseta, power, grave goods.
Fecha recepción: 10/08/2020 Fecha aceptación: 18/01/2021
Liceras Garrido, R. (2022): “Familia, poder y memoria: las necrópolis de la Meseta oriental durante la Edad del Hierro”, Spal, 31.1, pp. 225-252. https://dx.doi.org/10.12795/spal.2022.i31.09
2. Las Necrópolis de la Meseta Oriental
2.1. Ritualidad y cultura material ante la muerte
3. Relaciones espacio-cultura material en las necrópolis de la Meseta Oriental
3.1. El Pradillo (Pinilla Trasmonte, Burgos)
3.2. Carratiermes (Montejo de Tiermes, Soria)
3.3. La Yunta (La Yunta, Guadalajara)
4. Espacio, materialidad y poder en contextos funerarios de la Meseta Oriental
4.1. La casa en el mundo funerario
4.2. Linajes, genealogías y poder
El ámbito funerario es una fuente fundamental para el estudio de las sociedades del pasado. Las necrópolis conforman metáforas materiales de las comunidades que las crearon, reflejando tanto las diversas construcciones identitarias como las relaciones entre individuos y el poder. La Arqueología de la Muerte ha pasado por diversos estadios desde los inicios de la disciplina arqueológica, participando de diferentes corrientes teóricas como la Nueva Arqueología, la Arqueología Procesual, la Arqueología Social o la Fenomenología, entre muchas otras (Chapman y Randsborg, 1981; Ruiz Zapatero y Chapa, 1990; Parker Pearson, 1999; Arnold y Wicker, 2001; Chapa, 2006; Rodríguez Corral y Ferrer Albelda, 2018).
Las necrópolis han sido entendidas como paisajes funerarios en los que buena parte del protagonismo se ha centrado en los difuntos y en lo que éstos quisieron representar a través de sus ajuares. No obstante, los cementerios son los espacios de los ancestros, paisajes de la memoria construidos por los vivos a partir de sus agendas individuales y colectivas ya que, como afirmaba M. Parker-Pearson (1993, p. 203), los muertos no se enterraban a sí mismos. Las necrópolis cumplían así la doble finalidad de acogimiento definitivo para el muerto y un lugar de culto para los vivos (Prados, 2011-2012, p. 321), formando un vínculo material del pasado con el presente e, incluso, con el futuro, ya que perpetuaban el orden social vigente (Fernández Götz, 2016). De este modo, la memoria social y la muerte fueron elementos íntimamente ligados, que funcionaron como sistemas metonímicos en los que se entrelazaban conceptos vitales como la comunidad, la territorialidad, las redes familiares, las jerarquías sociales o las identidades (Arnold, 2010, p. 153).
En la Meseta Norte los estudios sobre el registro funerario durante la Edad del Hierro se han centrado fundamentalmente en la descripción tipológica y categorización de los materiales hallados en sus cementerios. Este hecho se ha debido principalmente a los problemas en los contextos arqueológicos derivados de la temprana época en la que se llevaron a cabo gran parte de unas intervenciones arqueológicas, cuyo objetivo principal fue la obtención de las cronologías de los materiales encontrados, más que un estudio sobre los ajuares o los rituales que permitiese llegar a lecturas más allá de los propios objetos (Ruiz-Gálvez Priego, 1985-6, p. 71). Esta circunstancia ha limitado enormemente el tipo de aproximaciones realizadas sobre dichos conjuntos, que han sido estudiados desde perspectivas principalmente tipológicas centradas en objetos como las armas, las fíbulas o las placas de cinturón (Lorrio, 2005, p. 111).
Este artículo se centra en las necrópolis de la Edad del Hierro de las cabeceras de los ríos Duero, Tajo y Jalón, región que ha sido considerada como el área nuclear de la Celtiberia. El principal objetivo es examinar la lógica de las agrupaciones de tumbas de los cementerios desde una perspectiva social, considerando la distribución espacial de los enterramientos, los materiales que componen los ajuares y los datos relativos al sexo y a la edad de los individuos enterrados. Aunque se tendrán en cuenta todos los cementerios de la región, el análisis se centra en dos necrópolis con amplios datos relativos a la primera Edad del Hierro (El Pradillo y Carratiermes) y dos de la segunda Edad del Hierro (La Yunta y Numancia).
Este trabajo se vertebra en cinco apartados principales. Tras una introducción general al contenido del artículo, el apartado dos es una presentación de las necrópolis de la Meseta Oriental. Cuenta con una breve introducción y dos subapartados en los que se tratan aspectos específicos relativos al ritual, la cultura material y la ordenación espacial. El apartado tres analiza las relaciones entre los materiales y la distribución espacial en las cuatro necrópolis analizadas: El Pradillo y Carratiermes para la primera Edad del Hierro y La Yunta y Numancia para la segunda Edad del Hierro. El siguiente apartado es una discusión del análisis anterior, estructurado en torno a tres subapartados que coinciden con las principales conclusiones extraídas del mismo y relacionadas con el papel de las unidades domésticas en los contextos funerarios, la construcción de los linajes y el culto a los ancestros. Por último, se aportan unas reflexiones finales sobre las estructuras sociales de la Protohistoria.
Las necrópolis de esta región (fig. 1) se han puesto en relación con la cultura de los Campos de Urnas por compartir el ritual de la cremación y las pautas de deposición. La generalización de dicho ritual en esta zona no tendrá lugar hasta el siglo VI a.n.e. (Romero y Lorrio, 2011, p. 118), aunque existen evidencias previas documentadas en la fase I de la necrópolis de Herrería, fechada en el siglo cal XIII a.n.e. (Cerdeño y Sagardoy, 2007, p. 31) y en la necrópolis de San Pedro de Oncala del siglo cal XI a.n.e. (Tabernero et al., 2010).
Los espacios funerarios estaban situados cerca de las áreas de habitación que, durante la primera Edad del Hierro, se correspondieron mayoritariamente con aldeas dispersas y autosuficientes (Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís, 2015, p. 219). Este fue el caso de las comunidades que crearon las necrópolis de Herrería III, Almaluez, Alpanseque, La Mercadera o Carratiermes. Las estimaciones de población para estos cementerios sugieren la existencia de grupos de reducido tamaño, inferior al centenar de personas (tab. 1). Entre ellos, destaca especialmente la necrópolis de Herrería III, fechada entre los siglos VII-VI a.n.e., cuyos datos pudieron ser contrastados con el enclave de habitación correspondiente, El Ceremeño I. Así, se realizaron cálculos de población para los 125 años de uso de esta fase del cementerio, determinando que la población viva era de unos 79 individuos. Al mismo tiempo, a partir del número de viviendas del poblado en altura, se calculó un número muy similar para el tamaño del grupo, estimado entre 51 y 72 habitantes (Cerdeño y Sagardoy, 2007, p. 147).
Tabla 1. Estimaciones de población viva de las principales necrópolis de la Meseta Oriental.
Necrópolis |
Fechas |
Nº Tumbas |
Uso (años, máx) |
Estimación |
Bibliografía |
Alto Duero |
|||||
La Mercadera |
V-IV a.n.e. |
100 |
150 |
12-24 |
Lorrio, 1990, p. 49 |
La Requijada de Gormaz |
V-II a.n.e. |
1200 |
300 |
145-215 o 135-200 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, pp. 68-69 |
Las Quintanas de Gormaz |
V-I a.n.e. |
800 |
400 |
75-100 o 65-90 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 69 |
Osma |
III-I a.n.e. |
800 |
300 |
100-145 o 90-135 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 69 |
Numancia |
II-I a.n.e. |
155 |
75 |
- |
Jimeno et al., 2004, pp. 350-352 |
Carratiermes |
VI-I n.e. |
644 |
600 |
45-60 o 40-50 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 70 |
Alto Tajo - Alto Jalón |
|||||
Herrería III |
VII-VI a.n.e. |
300 |
125 |
79 |
Cerdeño y Sagardoy, 2007, p. 147 |
Aguilar de Anguita |
V-II a.n.e. |
5000 |
400 |
450-600 o 410-550 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 67 |
Luzaga |
IV - I a.n.e. |
2000 |
350 |
205-290 o 190-265 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 67 |
Riba de Saelices |
III-I a.n.e. |
103 |
275 |
30-40 o 25-35 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, pp. 67-68 |
La Yunta |
IV-III a.n.e. |
268 |
225 |
35-50 o 30-45 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, pp. 68 |
Almaluez |
VI-V a.n.e. |
82 |
225 |
50-80 o 45-70 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 68 |
Arcóbriga |
IV-II a.n.e. |
300 |
250 |
45-65 o 40-60 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 68 |
Alpanseque |
VI-V a.n.e. |
300 |
225 |
50-75 o 45-65 |
Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero, 2001, p. 68 |
Por otra parte, durante la segunda Edad del Hierro, las comunidades aumentaron su tamaño y complejidad territorial con el inicio de la cultura de los oppida. A partir del siglo IV a.n.e., en el Alto Duero, las comunidades se comienzan a estructurar en torno a territorios vertebrados alrededor de centros urbanos y un rosario de poblados y aldeas subsidiarios para asegurar su explotación (Liceras Garrido, 2014; Liceras Garrido y Quintero, 2017). Cambios similares se documentan en las cabeceras del Tajo y el Jalón, donde se observa la aparición de asentamientos de grandes dimensiones y la multiplicación de espacios de hábitat de reducido tamaño (Arenas, 2011, p. 140-142).
A pesar de las dinámicas regionales, el número de habitantes en esta segunda etapa de la Edad del Hierro aumentó, tal y como puede observarse en el estudio poblacional de J. Álvarez Sanchís y G. Ruiz Zapatero (2001), quienes realizaron estimaciones de población de numerosas necrópolis de la Meseta Norte. Para la Meseta Oriental, se observan dos tendencias principales (tab. 1). En primer lugar, se documentan comunidades de diferentes tamaños, lo que estaría en relación con la nueva ordenación territorial del recién establecido panorama urbano. Estos territorios, además de contar con las ciudades (oppida), presentaban otras formas de poblamiento dedicadas a la vigilancia y a la explotación, mediante actividades como la agricultura, la ganadería o la minería, entre otras (Liceras Garrido, 2014, para el Alto Duero). En segundo lugar, las comunidades aumentaron su tamaño, en ocasiones alcanzando varios centenares de individuos. Esto dio lugar a que algunos poblados tuviesen más de una necrópolis como se documenta en Uxama con los dos cementerios de Viñas del Portuguí (IV - I a.n.e.) (Fuentes Mascarell, 2003, pp. 151-155) y Fuentelaraña (finales del siglo II a.n.e. hasta el I n.e.) (García Merino, 2000), ambos en uso a lo largo de los siglos II y I a.n.e.
Además de la proximidad a los espacios de hábitat, las necrópolis se encontraban en localizaciones cercanas a fuentes de agua o zonas fácilmente inundables, como ya advirtió el Marqués de Cerralbo a inicios del siglo XX (Aguilera y Gamboa, 1916, p. 9). En estos contextos, las masas de agua han sido entendidas como espacios liminales en los que las fronteras entre el mundo de los vivos y el Más Allá son más difusas y tenues (Sopeña, 1995, p. 165), por lo que la localización de los espacios funerarios respondería a una posición estratégica que facilitaba el tránsito de los difuntos en su viaje a la otra vida.
La cremación es el ritual que da forma a estas necrópolis. La transición de la inhumación a la cremación se ha vinculado a una transformación social en contextos donde la aparición de nuevas formas de negociar el poder y de reclamar los derechos de liderazgo fueron necesarias. Esto se debe a que la cremación ha sido entendida como una forma de divinización en la que se prevenía la corrupción del cuerpo y dotaba a los descendientes de un escenario privilegiado para la exhibición de su poder mediante la destrucción de riqueza (Ruiz-Gálvez Priego, 2007, p. 186).
A partir de los textos de los autores grecorromanos (e.g. Apiano Iber. 75; Diodoro XXXIII, 21a), sabemos que los rituales funerarios comenzaban con la preparación del difunto, que posteriormente era transportado al lugar de cremación, culminando con la deposición de sus restos en la tumba (Cerdeño y García Huerta, 2001, p. 164). La muerte suponía una transformación de la esencia de la persona tanto física como simbólica (véase Rodríguez Corral y Ferrer Albelda, 2018, pp. 107-100) que, muy posiblemente, comenzaba en el ámbito de la casa, como centro del núcleo familiar, con los preparativos del cuerpo. Posteriormente, envuelto en símbolos y ritualidad, el difunto era trasladado al cementerio donde se procedería a la cremación como han evidenciado las grandes manchas de cenizas de los ustrina o piras funerarias (véase Cerdeño y García Huerta, 2001, p. 166). Los combustibles más utilizados para la cremación en la Meseta Oriental fueron maderas mayoritariamente locales entre las que predominaron los pinus sp, juniperus sp., quercus sp. y prunus sp., como reflejan los análisis de antracología y pólenes de las necrópolis de Carratiermes, Numancia y Herrería (Argente et al., 2001, pp. 305-308; Uzquiano en Jimeno et al.,. 2004, p. 456; Uzquiano en Cerdeño y Sagardoy, 2007, p. 242). J. de Torres (2013) reflexionaba sobre las implicaciones económicas y simbólicas de estos acontecimientos, ya que actividades como reunir el combustible vegetal necesario para cremar al difunto, incluso aunque su cremación no fuese completa, supondría un elevado consumo de los recursos familiares. Por el contrario, y a pesar del alto coste material, el fuerte componente público y visual de este ritual permitiría a los descendientes expresar la importancia del difunto en la comunidad e, indirectamente, exhibir el poderío y riqueza de la familia mediante la destrucción conspicua de recursos.
Al tiempo de la cremación tendrían lugar eventos rituales como monomaquias (Apiano Iber. 75) y banquetes funerarios en honor del difunto. Evidencia de estos últimos son algunas de las vasijas cerámicas que aparecen en los enterramientos, ya que además de albergar en algunos casos las cenizas, también podrían haber contenido bebidas o alimentos compartidos en dichos eventos. Entre la comida consumida es frecuente documentar las carnes animales por la abundancia de restos óseos de bóvidos, ovicápridos y cérvidos en las necrópolis de Sigüenza, Molina, La Yunta y Aragoncillo (Cerdeño y García Huerta, 2005; Cerdeño, 2010), aunque también se registran aves en Herrería (Sagardoy y Chordá, 2010) y équidos en Numancia (Jimeno et al., 2004, fig. 238a). Tanto los restos óseos de animales como los objetos de ajuar presentan ocasionalmente evidencias de combustión, por lo que pudieron haber sido depositados en la pira junto al difunto durante la cremación como se observa en La Mercadera (Taracena, 1932, p. 8) o en algunas tumbas de Numancia (Jimeno et al., 2004), mientras que en necrópolis como El Pradillo no presentan evidencias de exposición al fuego (Ruiz Vélez, 2010, pp. 86, 91-92).
Los ajuares habrían estado compuestos por objetos con significados simbólicos relacionados con identidades de género, edad o clase, aunque también con el prestigio, la autoridad o la memoria. Estos fueron depositados por los participantes en los rituales junto al difundo con intencionalidades múltiples. Las diversas comunidades de la Meseta presentaban diferentes actitudes ante los artefactos que incluyen en los ajuares, dependiendo tanto del periodo como de la necrópolis a tratar. Por lo general, se componían principalmente de cerámicas y elementos metálicos como ornamentos, armas, objetos de aseo o herramientas, entre otros. Sin embargo, a medida que la estructura social fue transformándose paulatinamente hacia estructuras urbanas, los significados sociales y simbólicos de los objetos también fueron alterados (Ruiz-Gálvez Priego, 1990, p. 345). Así, en torno a los siglos IV y III a.n.e, coincidiendo con los inicios del urbanismo en la región, la composición de los ajuares se modificó. Aunque la presencia de artefactos relacionados con la producción textil doméstica (agujas y fusayolas), agrícola (hoces y zapapicos), ganadera (tijeras de esquilar) y la explotación de los bosques (tijeras de podar) no es desconocida durante la primera Edad del Hierro, será característica a partir del siglo IV a.n.e. Al mismo tiempo, se observa una reducción del armamento, pasando de amplias panoplias de hasta 7-8 objetos a contener algún puñal, vaina o regatón (véase Lorrio, 2005, fig. 59; 2016). Del mismo modo, se generalizaron las decoraciones en armas, equipos de aseo personal y herramientas, como se puede observar en Arcóbriga, Numancia o El Pradillo (Lorrio y Sánchez de Prado, 2009; Jimeno et al., 2004; Ruiz Vélez, 2010). Estas transformaciones han sido relacionadas con un cambio en las estrategias de poder que pasaron a entrelazar el paradigma de la violencia con los negocios (Danielisová, 2014, p. 81), el control de la producción y el flujo de determinados bienes o recursos.
Además, en la composición de los ajuares también se aprecian diferencias en el modo en que los artefactos fueron tratados ritualmente. Así, en La Mercadera (Taracena, 1932, p. 8) y Numancia (Jimeno et al., 2017, pp. 82-88), los objetos de los ajuares fueron mayoritariamente quemados, doblados sobre sí mismos o inutilizados concienzudamente, mientras que en Carratiermes tan sólo aparecen doblados aquellos que por sus dimensiones no cabían en la fosa de enterramiento (Argente et al., 2001, p. 242). Por el contrario, en necrópolis como La Yunta los materiales no han sufrido ni este proceso, ni la acción del fuego (García Huerta y Antona, 1992). Por ello, podemos considerar que el acto de quemar y/o inutilizar los objetos habría respondido a motivaciones simbólicas diferenciadas entre comunidades.
En este contexto, también se debe considerar que, en los rituales, se utilizarían materiales de carácter perecedero que no han resistido ni al paso del tiempo ni a la posible acción del fuego. Testimonio de ello son las tumbas 21, 33 y 134 de Herrería III en las que se registraron fibras vegetales de lino y cáñamo (Cerdeño y Sagardoy, 2007, p. 116), o la presencia de clavos en las tumbas 61 y 85 de La Mercadera, que han llevado a sugerir la existencia de contendores de madera (Lorrio, 1990), así como el hecho de que los restos humanos de El Pradillo se depositaron en un área bien delimitada de la tumba, lo que ha llevado a apuntar la posible existencia de un contenedor orgánico como un cofrecito de madera o un lienzo de cuero que individualizaba los restos del difunto del ajuar (Ruiz Vélez, 2010, pp. 86, 92-93).
Finalmente, el último paso de los rituales funerarios habría sido la deposición de la urna cineraria en un hoyo en el suelo o encima de un empedrado tumular o en el entorno del mismo. Por lo general, las tumbas eran fosas simples sin trabajar, aunque en algunos casos aparecen delimitadas por lajas de piedras planas, como en El Pradillo, Numancia o Carratiermes, y podrían estar señalizadas con una estela de piedra como evidencian las necrópolis de Herrería, Aguilar de Anguita, Luzaga, Hortezuela, Riba de Saelices, Torresaviñán, Clares, La Olmeda, Hijes, Valdenovillos, Alpanseque, Carratiermes, La Requijada, Monteagudo de las Vicarías, Numancia o El Inchidero (Cerdeño y García Huerta, 2001, p. 161; Jimeno et al., 2004; Arlegui, 2012; 2014).
A pesar de que en la Meseta se ha excavado decenas de miles de enterramientos, son las intervenciones realizadas desde finales de la década de los 70 del siglo XX las que han proporcionado datos para la realización de estudios antropológicos. Entre ellas, cabe destacar La Yunta (García Huerta y Antona, 1992, pp. 23-106), Las Ruedas (Sanz Mínguez, 1997, pp. 532-541), Carratiermes (Argente et al., 2001, pp. 234-239, 300-304), Numancia (Jimeno et al., 2004, p. 439), Herrería III (Cerdeño y Sagardoy, 2007, pp. 149-151, 187-197) y El Pradillo (Ruiz Vélez, 2010, p. 151). En total, se han podido identificar el sexo y edad de 495 individuos, documentado la presencia de mujeres y hombres, desde posibles fetos (Argente et al., 2001: tumba 607) hasta los 70 años en mujeres y los 80 en hombres (Liceras Garrido, 2021). El único grupo de edad que está prácticamente ausente en las necrópolis meseteñas registradas por el momento son los varones entre 20-30 años, lo que podría relacionarse con la actividad comercial o el mercenariado –y el ritual funerario de exposición de cadáveres, en este último caso.
Las sepulturas más frecuentes albergan a un solo individuo, independientemente de su sexo, edad o ajuar. Sin embargo, es común encontrar enterramientos dobles e incluso múltiples de hasta cuatro individuos. En los enterramientos dobles la combinación más frecuente consiste en una mujer de entre 20-30 años y un individuo infantil (El Pradillo, Carratiermes, El Inchidero), aunque también se han documentado tumbas con dos infantiles (Carratiermes: tumba 573), un hombre y un infantil (Carratiermes: tumba 282), un hombre y una mujer adultos (El Pradillo: tumba 12; Carratiermes: tumbas 470 y 507) o dos hombres adultos (Herrería III: tumba 79) (Ruiz Vélez, 2010, p. 156; Cerdeño y Sagardoy, 2007, pp. 71-72; Argente et al., 2001, pp. 236-237, 296). El número más elevado de enterramientos múltiples se encuentra en El Inchidero con las tumbas C5T9 -dos adultos, hombre y mujer, y un infantil de 6-8 años- y C3T12 -un adulto y tres infantiles- (Arlegui, 2014, p. 384; 2012: p. 197, fig. 10).
La complejidad en la construcción de los enterramientos, el número de objetos en los ajuares y la variedad de los mismos han sido relacionados con la existencia de desigualdades sociales, ya que en todos los cementerios se registra un elevado número de tumbas sin ajuar y tan sólo un número reducido de enterramientos cuentan con más de tres o cuatro objetos (Cerdeño y García Huerta, 2001, p. 172). De este modo, tanto la complejidad de la tumba como la cantidad de artefactos del ajuar han sido entendidas como indicadores de la posición social del difunto y su familia dentro de comunidades jerarquizadas (Cerdeño y García Huerta, 2001, p. 170; Lorrio, 2005; Prados, 2011-2012, pp. 320-321).
Como residencia de los antepasados, los espacios de las necrópolis estaban dotados de un fuerte componente simbólico y emocional. Estos paisajes se encontraban bien definidos tanto en la memoria colectiva como materialmente, como se ha documentado en Numancia y, particularmente, en Herrería. En el Alto Duero, la extensión de la necrópolis de Numancia se delimitó utilizando técnicas no destructivas, aunque no se observó ningún límite físico construido (véase fig. 10, Jimeno et al., 2004, pp. 39-41). No obstante, en las excavaciones de Herrería IV en el Alto Jalón, se registró un foso de 13 m2 que delimitaba el cementerio, en el que se documentaron vasos cerámicos muy fragmentados y restos de fauna doméstica en su interior, fruto de rituales de comensalidad que habrían tenido lugar en este contexto (Sagardoy y Chordá, 2010).
La distribución interna de los enterramientos conformaba un espacio cuidado y ordenado, siguiendo dos patrones fundamentalmente: calles (fig. 2) o agrupaciones de sepulturas. En ambos casos, las tumbas podían presentar estelas como elementos de señalización de los enterramientos. Además, en la cata C de la necrópolis de Numancia se documentó una estela de 2 m de largo (Jimeno et al., 2004, pp. 50-53) que se ha relacionado con la señalización de un determinado grupo de enterramientos o algún otro elemento simbólico de interés para la comunidad.
La disposición interna de las tumbas en contextos funerarios ha sido entendida con tres lógicas diferenciadas, de tipo temporal, astronómica y social que, en algunos casos, no fueron excluyentes entre sí. La primera de ellas, la lógica temporal, propone una distribución de las tumbas con un modelo de centro-periferia, en la que los enterramientos más antiguos se localizan en una posición central mientras que, progresivamente, según se alejan de la zona nuclear, las sepulturas son más recientes (Jimeno et al., 2004, p. 301; 2014, p. 186-187). En segundo lugar, la ordenación interna se vincula a la astronomía, a fechas calendáricas y ciclos climáticos relacionados con actividades agrícolas y rituales (Baquedano y Escorza, 2008; Jimeno et al., 2010). Finalmente, una lógica social en la que las agrupaciones de tumbas son la plasmación material de un sistema de descendencia lineal, en el que las diferentes áreas de enterramiento se podrían corresponder a las gentilidades o linajes que formaban la comunidad, que controlaban ciertos medios de producción y se enterraban de modo diferenciado para marcar derechos y obligaciones de modo simbólico (Álvarez Sanchís, 1999; 2005, p. 267; González Ruibal, 2006, p. 148; Kurtz, 1987; Fernández Götz, 2014b, pp. 183-201; Barril Vicente, 2017). Esta lógica social para entender las agrupaciones de túmulos o sepulturas ha sido también utilizada en contextos del mundo ibérico, identificando los grupos de tumbas con agrupaciones familiares de tipo gentilicio clientelar, entre las que se pueden observar diferencias de riqueza en la selección y asociación de determinados materiales que contribuyeron a la construcción de las narrativas genealógicas (Ruiz et al., 1992; 2011, p. 273; Sanmartí, 1992, p. 100; 1995, pp. 96, 102; Rísquez, 2015; Belarte Franco, 2018, p. 131).
Aunque en necrópolis de cremación como las peninsulares, por el momento, no se han podido realizar análisis genéticos de ADN para comprobar si los individuos enterrados en las agrupaciones presentaban algún tipo de filiación familiar, en contextos similares de Centroeuropa los cementerios de inhumación han posibilitado estudios de paleogenética. En el suroeste de Alemania, en enterramientos del Hallstatt Final, se analizaron los 11 individuos enterrados con ricos ajuares en Hohenasperg (Krausse, 2005), cuyos resultados de ADN mitocondrial son idénticos a los individuos enterrados en los túmulos de Hochdorf y Asperg “Grafenbühl”, aunque separados por una generación. De este modo, se observa como los individuos de esos túmulos compartían una filiación por la línea de la madre (Fernández Götz, 2014a, p. 56). También en contextos de La Tène, la necrópolis Wederath en el Hunsrück (Alemania occidental) presentaba una distribución espacial en la que se podía distinguir cinco grandes zonas de enterramiento, donde cada una de ellas presenta su propia historia y evolución independiente, lo que se ha relacionado con la existencia de diferentes grupos familiares (Cordie, 2006; Verger, 2009, p. 63). Algunos de estos parecen estar organizados en torno a túmulos más viejos, lo que ha llevado a considerarlos como los monumentos funerarios de los antepasados fundadores de los linajes (Fernández Götz y Liceras Garrido, 2019, p. 184). Este último enfoque social es el que utiliza este trabajo.
Para analizar las relaciones entre espacio y las agrupaciones de sepulturas, se han seleccionado cuatro necrópolis que cuentan con publicaciones totales o parciales de los contextos arqueológicos donde se registran las asociaciones de materiales de los ajuares, la localización espacial de los enterramientos y datos de sexo y edad de los individuos. Por ello, para la primera Edad del Hierro, se analizan las necrópolis de El Pradillo y Carratiermes, mientras que La Yunta y Numancia han sido las elegidas para la segunda Edad del Hierro.
La necrópolis de El Pradillo se situaba en una vega frente al poblado coetáneo de Trascastro (Moreda y Nuño, 1990; Abarquero y Palomino, 2007; Ruiz Vélez, 2010). En ella se identificaron dos fases de uso, una primera entre los siglos VI y V a.n.e. y una segunda desde el siglo IV a.n.e. hasta el cambio de era (Abarquero y Palomino, 2007, p. 255). La excavación de esta necrópolis se llevó a cabo en transeptos de un metro de ancho, lo que ha afectado a las posibilidades de interpretación espacial de este cementerio. Aun así, el trabajo de I. Ruiz Vélez (2010), donde se publicaban 87 tumbas, permite apreciar la existencia de varias agrupaciones de enterramientos que se tornan aún más evidentes cuando se comparan con los materiales registrados en los ajuares. En la figura 3, se muestran los dos grupos principales, a los que se ha denominado aquí como A y B para hacer más fácil su referencia y comprensión.
A partir de la figura 3, observamos que entre los cuadros 2 y 9 se extendía la agrupación A. Esta presentaba ajuares formados principalmente por una vasija cerámica (e.g. vasos o cuencos) y, ocasionalmente, algún ornamento de bronce como cuentas de collar o fragmentos de brazaletes o pulseras. Es significativo que en el seno de este grupo se documentasen tres parejas de ajuares (tumbas 27 y 46, 2 y 34, y 15 y 40) que se encontraban tanto espacial como materialmente relacionadas, ya que aparecieron situadas una junto a la otra y con vasos cerámicos muy similares. En la primera pareja de enterramientos la tumba 27 era doble y albergaba a una mujer de 30-40 años y a un infantil de 0 a 6 meses, mientras la tumba 46 era de un varón de 30-40 años. Ambas tumbas presentaban cuencos cerámicos realizados a mano de perfiles parecidos, con decoración de mamelones y un umbo marcado. La segunda pareja de ajuares correspondía a las tumbas 2 y 34 que pertenecieron a mujeres; la primera de ellas de entre 30-40 años y la segunda de entre 20-30 años. En ambos casos, las cerámicas a mano que las acompañaban presentaban paredes globulares, un ligero umbo y mamelones bajo la carena. Por último, la tumba 15 era de un infantil de 5-10 años y la número 40 de un hombre de 50-60 años, con vasos de perfil acampanado como ajuar.
Respecto a la agrupación B, se extendía entre los cuadros 17 y 19 y se caracterizaba por unos ajuares compuestos principalmente por elementos metálicos, mayormente de bronce, y con escasa presencia cerámica. Entre las sepulturas de este conjunto, cabe destacar la tumba 85 (mujer, 20-30 años), cuyo ajuar era un pasador de bronce; la tumba 127 (varón, 40-50 años) presentaba una arandela, una varilla y otros fragmentos metálicos, sin forma, de tamaño pequeño; la tumba 128 contenía una cuenta de bronce; la tumba 129, una lámina de bronce remachada y un vaso a mano; la tumba 84, en la que se registró una placa de hierro y un vaso a mano; y, finalmente, la tumba 68 con una arandela de bronce que fue hallada fuera de la tumba.
El segundo de los cementerios escogidos para analizar la primera Edad del Hierro ha sido Carratiermes (Argente y Díaz, 1990; Argente et al., 1992; 2001). Este se correspondía con el poblado que se alzaba sobre la acrópolis de Tiermes y en el que se excavaron 644 tumbas, entre ellas, 200 sepulturas databan de los siglos VI y IV a.n.e. (Argente et al., 2001). A pesar de que no se ha publicado el informe antropológico completo, dicha monografía recoge un informe de restos óseos que consiste en una tabla con datos de peso, sexo y edad de 508 individuos –incluyendo tumbas dobles-, lo que supone el 74,5% de los individuos de las tumbas identificado (Reverte en Argente et al., 2001, pp. 300-304). Datos similares presenta Las Ruedas con un 77,2% de individuos identificados (Reverte en Sanz Mínguez, 1997, pp. 532-541), en contraste con los datos de Herrería III para la que tan sólo se pudo estimar el sexo y la edad de un 20% (Gómez Bellard en Cerdeño y Sagardoy, 2007, pp. 187-197) o Numancia en la que sólo se identificó el sexo de 1,2 % de los enterramientos debido a la elevada fragmentación ósea (Trancho et al. en Jimeno et al., 2004, pp. 433-436).
En Carratiermes se identificaron varios sectores o zonas de enterramientos que aparecían separadas entre sí por un área sin sepulturas de unos 200 m (Romero y Lorrio, 2011, p. 119). Sin embargo, y a pesar de la escasa información espacial contenida en la publicación (Argente et al., 2001), utilizando un plano parcial publicado por J.L. Argente, A. Díaz y A. Bescós (1992), se han podido reconstruir dos agrupaciones de tumbas. Nuevamente, les he asignado las referencias de A y B para facilitar la descripción y la referencia a las mismas (fig. 4).
Entre los ajuares del Grupo A, los materiales registrados más abundantes eran los vasos de cerámica realizados a mano, de mediano tamaño, con bocas abiertas y paredes rectas. No obstante, además de las cerámicas, en ocasiones se documentaron ajuares ricos en armamento como la tumba 321, perteneciente a un hombre de entre 30-35, que contenía una panoplia completa de armas y arreos de caballo. Frente a ello, los objetos más numerosos en el Grupo B fueron las armas y los ornamentos. Entre los ajuares de esta agrupación, las tumbas más significativas fueron las número 174, 240, 262, 291, 293, 302 y 347, ya que presentaban objetos relacionados con diferentes estrategias de poder como la comensalidad, la ornamentación del cuerpo y la violencia.
En primer lugar y referente a la comensalidad, la tumba 174 (varón, 30-40 años) presentaba una fusayola y un colador de bronce, mientras que la tumba 240 (mujer, 20-30 años) contenía fragmentos de un caldero de bronce y un ajuar con pectoral. Ambas tumbas albergaban materiales relacionados con el consumo del vino, frecuentes en el Mediterráneo y Centro Europa, pero poco usuales en contextos de la Meseta Oriental. En segundo lugar y relativo al cuerpo, tres enterramientos eran especialmente ricos en objetos ornamentales, por la variedad y la cantidad. Como en el caso anterior de El Pradillo, las tumbas 293 y 291 estaban situadas una junto a la otra y presentaban materiales muy similares. La tumba 293 (varón, 50-60 años) contenía dos pectorales espiraliformes, un pectoral de campanillas, pulseras, un brazalete, un cuchillo, agujas, una fíbula anular, entre otros; junto a ella, la tumba 291 presentaba un ajuar similar con un pectoral espiraliforme, dos cuchillos o un broche de cinturón de tres garfios, además de otros materiales. Del mismo modo y con un ajuar similar, la tumba 271 (mujer) tenía un pectoral de campanillas, pulseras, fíbulas y un cuchillo. Por último, entre los ajuares con armas de esta agrupación cabe destacar a dos mujeres de entre 50-60 años, enterradas con ricas panoplias guerreras formadas por lanzas, cuchillos y arreos de caballo (tumbas 302 y 347), y al infantil de 3-4 años (tumba 262) con dos lanzas, un soliferrum y un bocado de caballo. La presencia de artefactos relacionados con la violencia en estos enterramientos sugiere la existencia de unos objetos de prestigio que trascienden las identidades de género y edad. Estos estarían relacionados con la expresión del estatus, no sólo reconociendo el bagaje personal de los difuntos, sino también el prestigio familiar y la transmisión de dicha posición social de forma hereditaria.
La primera necrópolis seleccionada para analizar la segunda Edad del Hierro es La Yunta en el Alto Jalón, fechada entre los siglos IV y III a.n.e., en la que se excavaron 268 tumbas, aunque tan sólo se han publicado 105 (García Huerta y Antona, 1992; Cerdeño y García Huerta, 2001, pp. 162-163). Esta necrópolis presentaba varias fases en las que se sucedieron interesantes reestructuraciones del espacio funerario entre los siglos IV y III a.n.e. De este modo, se aprecia que durante la fase IA, fechada a caballo entre los siglos IV y III a.n.e., la necrópolis se vertebraba en torno a un conjunto de túmulos rectangulares que presentaban un enterramiento en la parte central. El resto de tumbas coetáneas se disponía alrededor de dichos túmulos, sin alcanzar las paredes de los mismos, salvo el caso de los enterramientos infantiles que se situaban tocando la fachada exterior (tumbas 61 y 88). Durante esta primera fase, la tumba central estaba ocupada por hombres de entre 40-60 años, tendencia que cambió en la siguiente fase. Entre los enterramientos de este periodo, también se apreciaba una relación material en los ajuares de las dos mujeres de las tumbas 26 (20-30 años) y 24 (50-60 años), ya que ambas presentaban el mismo tipo de urna cineraria: una copa decorada con motivos de círculos concéntricos (fig. 5).
La primera de las reordenaciones espaciales se observa durante el siglo III a.n.e. (fase IB) (fig. 6). En esta nueva fase, el uso de los túmulos de la etapa previa continuó, aunque las antiguas plantas rectangulares perdieron protagonismo y las nuevas estructuras que se construyeron combinaban formas rectangulares y circulares en los espacios libres que habían dejado las construcciones de la etapa previa. Además, las tumbas centrales de los túmulos antes ocupadas por varones, ahora acogían a mujeres.
La dicotomía entre espacio y cultura material de los túmulos de la etapa previa continuó durante esta nueva fase. Así, sobre el antiguo túmulo G, se documentaron tres enterramientos (tumbas 69, 72 y 75). Las tumbas 69 y 75 correspondieron a dos varones de 30-40 años, mientras la 72 perteneció a un infantil de entre 3-5 años. Las tres presentaban el mismo tipo de urna cineraria (fig. 7), sin embargo, en este ejemplo, se aprecian diferencias materiales relacionadas con la edad. Las urnas estaban decoradas por líneas de pintura de color naranja en el caso de los adultos y de color negro en el infantil. Algo similar se observaba con las tapaderas, ya que para el infantil era un cuenco sin decoración, y para los dos adultos fueron copas.
También sobre el túmulo C de la etapa previa, se observan relaciones similares. Sobre él se depositaron tres enterramientos, las tumbas 45, 47 y 48 (fig. 8). R. García Huerta y V. Antona (1992, p. 163) atribuyeron a la mujer de 40-50 años (tumba 48) y al hombre de 30-40 (tumba 45) una relación matrimonial por la cercana posición espacial de ambos enterramientos, mientras que la tumba 47 perteneció a un varón de 40-50 años. Los tres ajuares presentan ciertas particularidades materiales respecto al resto de enterramientos de la necrópolis durante esta fase. De modo exclusivo, las cerámicas de esta agrupación se realizaron a mano con tipologías muy similares, decoradas con líneas y ondas de colores rojizos. A esto se debe añadir la presencia de fíbulas similares de tipo La Tène I que aparecen en los enterramientos 47 y 48. En la cercana tumba 56, aunque fuera del túmulo, se documentó otra fíbula de la misma tipología. Esta perteneció a una mujer de 40-50 años, cuyo ajuar se complementaba con un regatón de hierro y formas cerámicas similares, aunque realizadas a torno.
Las fíbulas de las tumbas 47 y 56 son muy similares, ya que presentan un puente de forma semioval y sección triangular, decorado con líneas o puntos incisos. Tratando de encontrar una lógica espacial a las decoraciones y marcas que se documentan sobre las fíbulas, en la necrópolis de Numancia se llevó a cabo un estudio sobre las de tipología anular hispánica documentadas tanto en la necrópolis como en la ciudad (Flores et al., 1999). Entre los ejemplares registrados en ambos contextos, no se pudo observar ninguna distribución o lógica espacial. Tan sólo en la tumba 92 de la necrópolis se registraron tres fíbulas con las mismas marcas, decoraciones, peso, diámetro y secciones, por lo que se dedujo que habrían sido fabricadas con el mismo molde. Los moldes son una evidencia fundamental para ahondar en estas cuestiones; sin embargo, son bastante escasos y, por lo general, aparecen descontextualizados. En las excavaciones de A. Schulten en la ciudad de Numancia se documentó un molde de piedra y dos de arcilla. El molde de piedra se ha fechado en el periodo romano y habría servido para modelar lingotes. Mientras que el primer molde de arcilla había sido utilizado para crear dos adornos circulares, el segundo de éstos, aunque muy fragmentado, habría dado forma a fíbulas anulares. Por último, en las excavaciones de la manzana XXIII durante la campaña del 2009, se documentó un molde de una fíbula anular de timbal en un contexto de almacén doméstico (Liceras Garrido et al., 2014). Aunque las evidencias son aún muy escasas, resulta tentador sugerir una posible relación entre ciertos tipos de fíbulas y determinadas agrupaciones de enterramientos, las cuales podrían haber respondido a la expresión de ciertas identidades de tipo familiar.
Finalmente, la necrópolis de Numancia, fechada entre los siglos III y II a.n.e. se situaba en la ladera suroeste del cerro de La Muela, sobre el que se elevaba la ciudad homónima (Jimeno et al., 2004; 2010; 2014; 2017; Jimeno y Chaín, 2017). A pesar de que este cementerio se excavó entre los años 1993 y 1995 con metodología actual, la cantidad de restos óseos humanos documentada en las tumbas fue muy escasa, con una media de 5,73 g, por lo que los análisis osteológicos tan solo pudieron identificar sexo en dos tumbas (tumbas 27 y 41) que contenían una mujer y un hombre, respectivamente, sin datos concluyentes sobre la edad (Jimeno et al., 2004, pp. 433-436).
En esta necrópolis se ha excavado más intensivamente un área central y una serie de catas adyacentes. Para tratar de entender la lógica de la distribución de enterramientos, sobre el área de mayor extensión, se realizaron cálculos de densidad de tumbas por m2 y el método de clasificación del vecino más cercano, cuyos resultados fueron interpretados como un modelo centro-periferia en el que los enterramientos del centro eran más antiguos que los periféricos (Jimeno et al., 2004, pp. 48-50, 299-302; Jimeno et al., 2010). Sin embargo, las representaciones de la figura 9 parecen sugerir un modelo de concentración en torno a diferentes agrupaciones, tal y como hemos observado en el resto de necrópolis de la Meseta a lo largo de la Edad del Hierro. Así, según la lógica aquí propuesta, estos conglomerados de tumbas obedecerían a algún tipo de relación social entre los difuntos, más allá de criterios cronológicos, que se refleja espacial y materialmente mediante objetos, decoraciones o prácticas concretas compartidas. De este modo, a partir los análisis de densidad de la figura 9, cuatro grupos de tumbas son fácilmente distinguibles. A ellos, debemos añadir otras dos concentraciones de enterramientos localizadas en la periferia. De este modo, en Numancia se distinguen hasta seis agrupaciones a las que se ha atribuido aquí una numeración de 1 a 6 para facilitar la referencia (fig. 10).
Las agrupaciones 1 y 2 son las que cuentan con una mayor información, ya que se localizan en el área más intensamente excavada. Como en los casos anteriormente expuestos, cada una de las agrupaciones presentaba una caracterización material concreta, casi exclusiva. La número 1 concentraba todos los broches de cinturón de escotaduras cerradas de tipo C, todos los báculos con representaciones de cabezas cortadas (ya sean rematados en cabezas o prótomos de caballo), también todas las fíbulas de caballito y la mayor parte de las picas documentadas en este cementerio. Además, contaba con el mayor número de placas articuladas, objetos relacionados con el caballo (arreos, bocados o espuelas), serpentiformes, agujas de coser y estelas de piedras como marcadores de los enterramientos. Por otro lado, la agrupación número 2 se caracterizaba por la presencia exclusiva de puñales de frontón, de espadas de La Tène y de fíbulas de pie alzado con botón terminal. También era el conjunto con el número más elevado de cuchillos y cerámicas, en el que además se documentaba una mayor variedad en lo que a los broches de cinturón respecta, donde predominaban los ejemplares de escotaduras cerradas, especialmente los de tipo B, y algunos de tipo ibérico. Finalmente, las otras cuatro agrupaciones son más difíciles de caracterizar materialmente, debido al reducido número de enterramientos excavados. Sin embargo, se han registrado objetos de prestigio en todas ellas como, por ejemplo, báculos honoríficos.
También en las prácticas rituales se registraron ligeras diferencias entre las costumbres, tradiciones y posibilidades de estos grupos. Una de las evidencias más fácilmente observable han sido los restos de fauna, tanto por el tipo de animales como por el tratamiento que recibieron. Así, en los grupos 1 y 3 predominaban los ovicápridos con evidencias de combustión en casi la mitad de los enterramientos. Mientras que en el grupo 2 la mayoría de los restos de fauna se encontraron sin quemar, siendo predominantes los équidos, documentados en este grupo de modo exclusivo, aunque también se registraron ovicápridos en menor cantidad. Finalmente, en los grupos restantes, la fauna aparecía sin quemar (Jimeno et al., 2004, pp. 54-55, 325-329).
Siguiendo las propuestas de tipo social para la interpretación del significado de las agrupaciones de enterramientos expuestas en el apartado 2.2., la distribución espacial de las tumbas y la composición de los ajuares representarían la materialización de relaciones sociales. En los cuatro cementerios analizados en este artículo para la primera y segunda Edad del Hierro, se documenta una repetición de los tipos de objetos (características, formas y decoraciones) sobre los espacios en los que se extienden las diferentes agrupaciones de enterramientos. Esta reiteración material sugiere la presencia de algún tipo de relación compartida entre sus integrantes, ya fuese real o imaginada, que posiblemente se vinculaba con la pertenencia a un linaje y/o a una genealogía.
Mediante el estudio de las agrupaciones, tres elementos conformadores de las sociedades protohistóricas pueden ser destacados y serán desarrollados a lo largo de este apartado. En primer lugar, la importancia de la casa como unidad social básica que jugaba un papel principal en los rituales funerarios. En segundo, el poder era fluido y estaba en constante negociación, por lo que los significados de los ajuares y los espacios se encontraban en constante transformación. Finalmente, la función social de los cementerios no terminaba con el enterramiento, sino que continuaba a través del tiempo con el culto a los difuntos.
La casa era una unidad económica, social, política y ritual básica sobre la que se configuraban las comunidades de la Edad del Hierro. En términos económicos, se considera una unidad elemental de producción en la que se originan los recursos necesarios para el mantenimiento de sus miembros mediante actividades agrícolas, ganaderas, textiles, etc. (Gorgues, 2010). Materialmente, las estructuras domésticas presentaban una leve compartimentación del espacio interno, en el que las áreas de almacenamiento eran numerosas (e.g. Jimeno, 2009; Cerdeño, 2009) y contaban con los índices más elevados de privacidad (Jimeno, 2009). Incluso en algunos casos, registraban estancias subterráneas como evidencian las bodegas o “cuevas” de Numancia y Los Villares (Ventosa de la Sierra) o construcciones asociadas a estructuras domésticas como en Los Casares (San Pedro Manrique) (Alfaro et al., 2014), la manzana XXIII de Numancia (Jimeno et al., 2012) o El Palomar (Aragoncillo) (Arenas, 2005, p. 397; 1999, pp. 304-305). Estos espacios fueron fundamentales para estas unidades, ya que en el seno de las casas era donde se producían los excedentes que jugaban un papel esencial en la negociación social y política de las comunidades. De este modo, allí era donde se elaboraban los alimentos y la cerveza que se compartían en eventos de comensalidad, fundamentales para la construcción de la autoridad (Dietler, 1990, pp. 370-371; 2006, p. 237), o las piezas textiles con un valor económico relevante como se observa en la firma de los tratados de paz con Roma (Apiano Iber. 54; Diodoro XXXIII, 16).
Los espacios domésticos han sido reproducidos en contextos funerarios por numerosas culturas, como las mediterráneas (e.g. Villanova, Etruria) o la Europa septentrional desde el Bronce Final (Sabatini, 2007; González Ruibal y Ruiz-Gálvez Priego, 2016). En las necrópolis de la Meseta es frecuente la deposición de elementos típicos de hogar como parte del ajuar. Así, se registran cerámicas de cocina, vajilla de mesa o vasijas de importación, siendo comunes juguetes como canicas y sonajas, además de elementos relacionados con la producción doméstica de tejidos como fusayolas o agujas. M. Barril Vicente (2017), centrándose en objetos cotidianos registrados en las necrópolis de la Celtiberia, tales como cuchillos, herramientas, asadores y objetos de aseo personal, observaba que los ajuares de tumbas cercanas presentan composiciones similares, lo que relacionaba con la materialización de vínculos familiares o sociales.
Son también frecuentes los enterramientos dobles o múltiples, como se mencionó anteriormente. En estos casos, se asume que los individuos que comparten la misma tumba fallecieron en un momento muy próximo en el tiempo y compartirían algún vínculo familiar y/o doméstico. Algo similar podría deducirse de las parejas de individuos enterrados en tumbas localizadas espacialmente muy próximas, una al lado de la otra, y con ajuares de composición muy similar, como los ejemplos señalados en la agrupación A de El Pradillo, el grupo B de Carratiermes o el túmulo C de La Yunta. A esto deben añadirse los datos de la necrópolis de El Inchidero, para la que hay un buen registro estratigráfico vertical y horizontal que ha permitido documentar enterramientos dobles sincrónicos como las tumbas C3G14T1 y T2 (Arlegui, 2012, p. 186, fig. 8 y 9). Estos podrían haber pertenecido a miembros de la misma unidad doméstica que fallecieron en eventos separados en el tiempo. De este modo, la relación material y espacial de estos sujetos podría sugerir cierta individualización vinculada con las unidades domésticas dentro de identidades familiares o sociales más extensas representadas por las agrupaciones.
La práctica relacionada con la casa mejor documentada en contextos funerarios sería, por tanto, el banquete en honor al difunto. Este jugaría un papel central en los rituales y en la negociación social. A. Delgado y M. Ferrer (2012, p. 148) señalaban la presencia de recipientes cerámicos que posiblemente habrían contenido las elaboraciones culinarias preparadas en la casa. Esto podría relacionarse con el tratamiento diferencial de los restos óseos animales documentados entre las necrópolis y las agrupaciones dentro de las mismas, donde las diferentes recetas, el acceso a la carne de determinados animales, o las costumbres de alimentar al difunto en la pira o tras la combustión debieron jugar un papel relevante entrelazado con las cosmogonías y la negociación colectiva.
La casa fue también un espacio clave en la ritualidad de la comunidad, en el que tuvo lugar una amplia serie de prácticas religiosas y mágicas. Por este motivo, los espacios domésticos exhibían una serie de amuletos y elementos solares como las esvásticas que aparecen grabadas en un umbral de la manzana I de Numancia, cuya finalidad podría relacionarse con la protección de la familia que allí residía. Del mismo modo, era un espacio en el que se rendía culto a los antepasados como delatan los cráneos humanos documentados por B. Taracena (1943) en la bodega de la casa 1 de la manzana XXIII de Numancia, que podrían haber sido reliquias familiares. La casa se encontraría, de este modo, en el centro de los rituales funerarios, como evidencian documentos textuales de Próximo Oriente para el primer milenio a.n.e., ya que prácticas como el lavado, ungido, vestido del difunto o el velatorio habrían tenido lugar en los espacios domésticos (Delgado y Ferrer, 2012). Nadie discute que las mujeres eran las encargadas del mantenimiento de la familia y la unidad doméstica (Montón Subías, 2005, p. 162). Por ello, es muy posible que también fuesen las encargadas del mantenimiento de las relaciones con el Más Allá como una extensión de sus prácticas de cuidados habituales, preparando al difunto y otras actividades rituales como la preparación y conducción del banquete durante las exequias, aunque materialmente sea muy difícil de evidenciar (Prados, 2011-2012, p. 323).
Por último, es interesante señalar las grandes similitudes materiales que presentan los ajuares de enterramientos infantiles respecto a los conjuntos de los adultos, como se observa en las necrópolis de Las Ruedas, Carratiermes, El Pradillo, Herrería III o La Yunta (Liceras Garrido, 2021). Esto podría sugerir la existencia de un estatus adscrito o asignado, derivado del nacimiento y del parentesco, en contraposición de los sistemas en los que el estatus es adquirido por los méritos del individuo a lo largo de su vida. Esto es particularmente evidente en ajuares tan abundantes como el enterramiento 127b de Las Ruedas de una niña de no más de 8 años con un amplio ajuar de ornamentos y cerámica, incluyendo objetos miniaturizados como una parrilla y pinzas para el fuego (Sanz Mínguez y Romero, 2010, pp. 406-407); o el infantil de 3-5 años de la tumba 262 de Carratiermes, con un rica panoplia guerrera y arreos de caballo. Casos tan evidentes como estos sugieren que tanto los objetos de banquete como la presencia de armas no se deben a la actividad desarrollada por los menores, sino a objetos de prestigio relacionados con el poder de su familia y/o asociados.
Sin embargo, no es solo la identidad relativa a la casa lo que se puede observar en los cementerios, sino también la construcción de los linajes y las genealogías. El parentesco era un principio de organización social que alcanzaba todos los aspectos de la vida comunal, ya que a través de las relaciones familiares se transfería toda una serie de derechos, privilegios, poderes y riqueza que contribuían a afianzar las posiciones de poder y a legitimar los linajes (Hernando, 2012, p. 113). M.L. Ruiz-Gálvez Priego y E. Galán (2013, p. 57) apuntaban que, para la construcción del estatus, era fundamental la creación de un ancestro mítico, por lo que mediante la disposición de las tumbas, las genealogías se construían entre los muertos, y entre éstos y sus descendientes. Así, las largas secuencias de uso de los cementerios de la Meseta estarían conectadas con la intencionalidad de los individuos de forjar y contribuir a sus narrativas familiares.
En los ajuares se documentan objetos relacionados con el prestigio y la negociación negociación del poder como se mencionó anteriormente. El banquete se vincula a la comensalidad y a la posibilidad de que una casa o unidad familiar fuese capaz de producir suficientes bienes que sobrepasasen las cantidades necesarias para el autoabastecimiento y, así, generar un excedente que pudiese ser “destruido” en un evento de exhibición comunal. Por ello, aparecen recurrentemente piezas de varias tipologías de cerámicas de mesa y ocasionalmente elementos de bronce como coladores o calderos (Carratiermes: tumbas 174 y 240), y parrillas o pinzas para carne (Las Ruedas: tumbas 54 y 127b). También son comunes los enterramientos masculinos con objetos relacionados con la modificación del cuerpo mediante artefactos de aseo personal como navajas de afeitar, pinzas de depilar o pequeñas tijeras para cortar el pelo. Todos ellos, junto a adornos del cuerpo como ornamentos metálicos (e.g. fíbulas, pectorales o pulseras), enfatizan la importancia del cuerpo como vehículo para transmitir mensajes a un observador que sabe ver. De este modo, la apariencia del fallecido ante la muerte habría tenido un papel fundamental en las estrategias de poder comunitarias, ya que al asociar materialmente al difunto con unos determinados objetos, los valores de estos serían identificados con el difunto y, al mismo tiempo, vincularía a su familia con los significados que dichos artefactos representaban.
La constante necesidad de reafirmación hizo que los materiales vinculados a la guerra se convirtiesen en sinónimos y fuesen partícipes del poder. La intimidación a los otros y a los propios miembros de la comunidad, así como la amenaza de violencia debieron encontrarse entrelazados con ideales relativos al estatus, al prestigio y a la riqueza (Armit, 2011, p. 510). Esto dio lugar a un poder obtenido y mantenido mediante la apropiación y exhibición de símbolos marciales, aunque no necesariamente a la práctica de la guerra en todos los casos, como los ejemplos anteriormente mencionados de infantiles o mujeres con ricas panoplias guerreras. Se observa, de este modo, que ciertos objetos transcienden las identidades de género, clase o edad, y se identifican en su lugar con el estatus o el prestigio social de otras formas de autoidentificación como la familia, el linaje o la unidad doméstica.
Los cambios en los paisajes funerarios de las necrópolis, a través de la modificación en la distribución de espacios o la alteración visual mediante marcadores como túmulos o estelas, también debieron entrelazarse con el poder. Los diferentes actores sociales reunidos en torno a vínculos familiares, reales o imaginados, que potencialmente se materializan en los ajuares de las necrópolis, debieron alternarse en el poder, dependiendo del devenir diario, del histórico y de las agendas sociales de cada comunidad. Las estratigrafías horizontales han permitido tanto detectar distribuciones internas en los objetos del ajuar relacionadas con el prestigio u objetos cotidianos (Lorrio, 2005; Jimeno et al., 2004; Barril Vicente, 2017), como observar diferencias cronológicas entre el uso de los espacios (Romero y Lorrio, 2011, p. 119).
Sin embargo, son las estratigrafías verticales las que arrojan una mayor luz en la restructuración de los espacios a través del tiempo, reflejando las fluctuaciones de los grupos en el poder. Estas dinámicas son especialmente evidentes en La Yunta, donde en la fase IA se observa que determinados individuos se concentran en torno a ciertos túmulos en los que el enterramiento central era ocupado por un varón. Posteriormente, durante la fase IB, algunos túmulos previos perdieron protagonismo a favor de nuevas estructuras construidas en los espacios libres del cementerio, en las que la sepultura central ahora albergaba mujeres. Sin embargo, eso no se tradujo en un desprestigio u olvido de los túmulos de la fase anterior, sino en una reiteración del uso del espacio, forjando vínculos con la memoria de la familia y los antepasados. Algo similar se observa en El Inchidero, donde la distribución de tumbas en alineaciones más o menos regulares de las fases iniciales sufrió una reordenación en un segundo momento, en el que se instalaron nuevas estelas que, en ocasiones, llegan a destruir parcialmente algunos enterramientos de la fase previa (Arlegui, 2012, p. 187).
La distancia en el poder entre los diferentes grupos sociales de la Meseta no debió ser muy amplia en la Protohistoria, presentado unas relaciones fluidas y cambiantes. La constante competición por el poder haría necesaria una también continuada reiteración visual de quién y sobre qué bases se fundaba esa autoridad. Por ello, el culto a los antepasados debió ser una práctica frecuente en estos cementerios, sirviendo como mecanismo para fortalecer las narrativas familiares de las parentelas, linajes y genealogías.
Las actividades relacionadas con el culto y la honra de la memoria de ciertos individuos habrían tenido lugar tiempo después de los rituales funerarios. Estas habrían quedado reflejadas tanto en la deposición intencional de objetos materiales sobre los enterramientos como en la elaboración de una cultura inmaterial difícil de documentar desde el presente (e.g. creación de cantares de sus hazañas o biografías de sus experiencias). No obstante, en las necrópolis de Aragoncillo, Herrería, Numancia, Prados Redondos y Carratiermes existen evidencias materiales de estas prácticas de culto.
En la necrópolis de Aragoncillo se documentó un empedrado cubierto por cenizas y abundantes restos de fauna no cremada, aunque con huellas de descarnado (Arenas y Cortés, 1995, p. 6). De forma similar, en Herrería IV se registró una amplia mancha de carbones, piedras calizas de pequeño tamaño, abundantes restos de fauna y cerámicas a torno que se extendía sobre los enterramientos de la fase III del cementerio (Cerdeño y Sagardoy, 2007, p. 155). En ambos casos, estas evidencias fueron interpretadas como áreas para depositar ofrendas en honor a los difuntos. En Numancia, también se recuperaron restos de esta actividad, en forma de diecisiete vasos cerámicos colocados sobre las tumbas que habrían servido para realizar ofrendas y/o libaciones (Jimeno et al., 2004, pp. 292-296). Finalmente, la existencia de armas hincadas sobre las sepulturas en las necrópolis de Prados Redondos (dos lanzas y dos regatones sobre la tumba 12-81, Cerdeño, 1981, p. 196, Lam. II. 1) y Carratiermes (puntas de lanza, regatones y un puñal biglobular sobre las tumbas 132, 315, 530 y 512, Argente et al., 2001, p. 243) han sido interpretadas como el reflejo material de la identidad personal del difunto (Quesada, 1994).
Las actividades de culto contribuirían, por tanto, a la heroización de los individuos enterrados en estas tumbas, ya que las prácticas sociales y simbólicas no terminarían con la celebración de los rituales de enterramiento, sino que se prolongarían en el tiempo. Estas prácticas se encontrarían insertas en las narrativas comunales, donde los ancestros jugaban un papel protagonista en la legitimación del poder como transmisores de los derechos materiales, sociales y religiosos de los diferentes ámbitos de la vida de las comunidades de la Edad del Hierro.
La organización de las comunidades de la Edad del Hierro ha sido ampliamente debatida por los partidarios de modelos explicativos en los que el poder se distribuía de modo triangular con una élite en la cúspide de la pirámide y la mayor parte de la población en escalafones inferiores (e.g. Almagro Gorbea y Ruiz Zapatero, 1992; Collis, 1994; Cunliffe y Keay, 1995; Berrocal y Gardes, 2001; Osborne y Cunliffe, 2005), y los que apoyaban modelos de tendencia rectangular o trapezoidal, en los que la distancia entre grupos no era muy pronunciada y una proporción significativa de la sociedad formaba parte del escalón más alto en la jerarquía (Hill 2006). En los últimos años, la introducción del concepto de heterarquía (Crumley, 1995, p. 1), entendida como “la relación de elementos uno con otro cuando están sin jerarquizar y poseen el potencial de ser ordenados de diferentes maneras”, ha aportado una mayor flexibilidad a los marcos interpretativos sociales de las comunidades protohistóricas, permitiendo combinar aspectos jerárquicos, como la acumulación de bienes y/o control de ciertos recursos en unas pocas manos, con tendencias heterárquicas relativas a la existencia de grupos sociales cuya influencia estaba superpuesta y variaba dependiendo del momento y las circunstancias (Rodríguez et al., 2015; Ruiz Zapatero, 2017; Fernández Götz y Liceras Garrido, 2019; Ray y Fernández Götz, 2019).
La heterogeneidad regional, característica de estas comunidades, ocasionaba que el grado de jerarquización y heterarquía en cada región difirieran, dando lugar a que las comunidades de la Meseta Oriental presentasen una jerarquización menos intensa que las sociedades coetáneas de los valles del Guadiana, del Guadalquivir o de la Europa Templada. Del mismo modo, la distancia en el poder entre los diferentes grupos sociales debió ser menor que en los ejemplos anteriormente citados, dando lugar a fluctuaciones en los grupos de poder, como se observa en las remodelaciones de los espacios de las necrópolis de La Yunta, Herrería o El Inchidero.
A lo largo de este artículo, se ha ahondado en los significados de las necrópolis como una expresión material de las relaciones sociales y de poder. Por ello, se han examinado las distribuciones espaciales y materiales que presentan los enterramientos de las necrópolis de la Edad del Hierro de la Meseta Oriental. Estas no sólo se disponían formando agrupaciones (o calles) de tumbas, sino que también los ajuares de dichas agrupaciones presentaban similitudes en la fauna y en los tipos y decoraciones de los objetos. Unas agrupaciones cuya extensión espacial y diversidad material presentaba tanto diferencias de riqueza como un interés por la construcción de la memoria y en las que todos sus integrantes, independientemente de su sexo o edad, tenía un papel relevante en las narrativas comunitarias.
Este trabajo se ha desarrollado en el marco del proyecto “Goodbye reading glasses: a machine learning experiment with handwritten documents” financiado por la Universidad de Lancaster y el Digital Humanities Hub (SZA1410). Quiero dar las gracias a Alba Comino y Sergio Quintero por su apoyo y comentarios de un borrador de este artículo. También agradecer a Jesús Liceras y a Ascensión Garrido la ayuda prestada para consultar bibliografía y notas personales a distancia en tiempos de cuarentena y COVID-19. Finalmente, agradecer a los/as revisores/as sus valiosos comentarios que han enriquecido el contenido de este trabajo. Cualquier error es responsabilidad de la autora.
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