Jaume García Rosselló
Titular de Universidad. Departamento de Ciencias Históricas y Teoría de las Artes
Director de la excavación del parque arqueológico del Puig de Sa Morisca
jaume.garcia@uib.es 0000-0001-9771-6192 AAA-6759-2019
(Responsable de correspondencia)
Manuel Calvo
Titular de Universidad. Departamento de Ciencias Históricas y Teoría de las Artes
Director de la excavación del parque arqueológico del Puig de Sa Morisca
manuel.calvo@uib.es 0000-0001-7792-7478 H-6134-2015
Universitat de les Illes Balears. Edificio Ramón Llull. Ctra. Valldemossa Km 7,5.
Palma de Mallorca. Illes Balears.
Jaume García Rosselló / Manuel Calvo
Resumen El objetivo de este trabajo es contextualizar la aparición de nuevos sistemas constructivos en piedra y en barro, conocidos en contextos coloniales mediterráneos de la segunda Edad del Hierro, pero de nueva factura en el contexto indígena balear. Dichos sistemas constructivos han sido identificados recientemente, y su presencia se circunscribe, hasta el momento, al poblado del Puig de Sa Morisca y su entorno, situado en el sur de la isla de Mallorca. Dentro de un espacio de alta conectividad entre comunidades locales y grupos púnico-ebusitanos, documentamos la aparición de una praxis tecnológica arquitectónica que debe interpretarse como una nueva práctica técnica híbrida, que no es completamente foránea, ni estrictamente local, y que solo tiene sentido dentro de la lógica social en la que se inserta. De hecho, no es casual su documentación en un espacio que se diferencia del resto de su entorno isleño por la intensidad de los contactos con el mundo púnico y sus áreas de influencia, y por el modo en que se están negociando viejas y nuevas identidades desde el siglo VI a.C.
Palabras Clave Tecnología, arquitectura, Segunda Edad del Hierro, postcolonial, Islas Baleares
Abstract This article addresses the introduction of stone-and-mud innovative building systems in Mallorca. Even though they were already in use in Mediterranean colonies during Iron Age II, they were unknown in Balearic indigenous contexts. Up to now, these building systems have been identified in the village of Puig de Sa Morisca and neighbouring area, to the south of the island. In a space with frequent contact between local communities and Punic groups from Ibiza, we documented the introduction of an innovative architectonic technological manifestation. It may be interpreted as an innovative hybrid technique, neither completely foreign nor strictly local, which gains meaning in the social logics it was inserted in. Consequently, its identification in a space which differs from the rest of the island sites is not incidental due to its more intense contacts with the Punic world and its influence area, and the way old and new identities had been negotiated from the 6th century BC.
Key words Technology, architecture, Iron Age II, postcolonial, Balearic Islands
Recepción: 13 de junio de 2020. Aceptación: 12 de diciembre de 2020
García Rosselló, J. y Calvo, M. (2021): “Nuevas ideas para viejas prácticas: hibridaciones técnicas en el sureste de Mallorca durante el siglo ii a.C.”, Spal, 30.1, pp. 71 - 95. https://dx.doi.org/10.12795/spal.2021.i30.03
2. LA PENÍNSULA DE SANTA PONÇA (SURESTE DE LA ISLA DE MALLORCA)
3. HIBRIDACIÓN TÉCNICA Y ESPACIOS INTERMEDIOS
4. ADAPTACIÓN DE TÉCNICAS CONSTRUCTIVAS EN ESPACIOS INDÍGENAS
Figura 7. Organización del paramento interior y exterior y relleno del muro del siglo II a.C.
Desde que a principios de los años 1980 el Dr. Víctor Guerrero excavara una factoría púnica en el islote costero de Na Guardis, en la costa sur de la isla de Mallorca (Guerrero, 1984), los esfuerzos en el estudio de la protohistoria balear se centraron en la búsqueda de evidencias de la colonización ebusitana en las islas mayores del archipiélago balear (fig. 1).
Ello significó la asunción de que la presencia de materiales de importación en los yacimientos indígenas postalayóticos (VI-I a.C.) significaba directamente la presencia de contingentes púnicos y/o ebusitanos (Camps y Vallespir, 1974; Guerrero, 1985; Guerrero, 1986) y la consecuente ocupación territorial de las islas (Vallespir et al., 1987; Cardell et al., 1994; Quintana y Guerrero, 2004). Esta situación generó una imagen sobredimensionada del papel colonial que ejercieron los contingentes púnico-ebusitanos en las Baleares (Guerrero, 1985; 1986).
Estos modelos, inspirados en propuestas economicistas y colonialistas que operaban desde el presente, fueron utilizados para justificar una supuesta aculturación y, en general, construir una relato desproporcionado acerca de la verdadera repercusión que ejercieron las potencias coloniales del Mediterráneo durante la Segunda Edad del Hierro en las Baleares. De esta forma, se apeló a los continuos contactos con los colonizadores como causa de la trasformación, tanto de las estructuras socioeconómicas, como de los esquemas de racionalidad que estaban protagonizando las comunidades postalayóticas desde el siglo VI a.C.
Historiográficamente hablando (Calvo y García Rosselló, 2019), se identificaría una segunda etapa, que abarcaría la década de 1990 y 2000. En esa década algunos autores comenzaron a cuestionar la intensidad que se le había otorgado a la colonización ebusitana de las Baleares mayores, así como la influencia que esta había ejercido sobre los grupos indígenas postalayóticos (Gornés et al., 1992). De esta forma, la revisión de los contextos indígenas en los que se localizaban los materiales púnicos y el inicio de nuevos programas de excavación permitieron, primero tímidamente, y con el paso del tiempo de forma más sólida, enfatizar el carácter autóctono de algunas prácticas, matizando el papel de los grupos colonizadores en dichos cambios (Guerrero, 1994; 1997; Hernández-Gasch, 1998; Camps y Vallespir, 1998; Guerrero et al., 2002; 2007). Sin embargo, ello no supuso la desaparición de la fuerte creencia sobre una colonización ebusitana de las islas de Mallorca y Menorca (Vallespir et al., 1987; Cardell et al., 1994; Guerrero et al., 2002; Quintana y Guerrero, 2004).
No obstante, en los últimos años, fruto del impacto que ha tenido la crítica postcolonial en la arqueología mediterránea, la presencia púnica en las islas de Mallorca y Menorca y el impacto generado entre las poblaciones indígenas han sido matizados (Calvo y García Rosselló, 2019).
Las nuevas propuestas no han puesto en duda que, al menos, a partir del siglo VI a.C., las comunidades indígenas de Mallorca y Menorca aumentaran los contactos con las potencias coloniales del Mediterráneo, principalmente a través de Ebusus (Calvo y Guerrero, 2011; Hernández-Gasch y Quintana, 2013; Ramón, 2017). Lo que parece estar en entredicho es la forma en que dicho contacto se fue constituyendo. De este modo, se ha negado la existencia de una colonización ebusitana plena, con ocupación territorial y explotación económica directa, más allá de las islas de Ibiza y posteriormente Formentera (Hernández-Gasch y Quintana, 2013; Calvo y García Rosselló, 2019). Pero, sobre todo, se ha intentado superar la idea de una aculturación indígena donde la identidad del colonizador es proyectada sobre la del colonizado, asumiendo los grupos indígenas de forma directa y pasiva los modelos culturales de las diferentes sociedades coloniales, tal y como se postulaba en las décadas de los años 1980 y 1990.
Como hemos comentado anteriormente, unas primeras referencias a la agencia indígena se pueden reseguir a principios de los años noventa del siglo XX en trabajos como Gornés et al. (1992). No obstante, no será hasta hace poco más de una década cuando aparezca una clara tendencia que enfatiza dicho aspecto. En este sentido, hemos subrayado precisamente, la autonomía y agencia indígenas frente a las ideas y actitudes coloniales: «Sin embargo, frente a estos fenómenos se observan otros procesos de resistencia a las innovaciones e influencias del exterior, lo que nos evidenciaría que la tradición y la pertenencia al grupo aún sigue teniendo cierto peso» (García Rosselló, 2010, p. 1567).
Por otra parte, Hernández-Gasch y Quintana (2013) han cuestionado el papel otorgado a los contingentes coloniales ebusitanos y demostrado la ausencia de una colonización territorial en la isla de Mallorca, así como el papel activo de algunas comunidades indígenas en la distribución de los materiales anfóricos importados.
Para tratar el fenómeno del contacto entre poblaciones indígenas y coloniales se propone en este artículo profundizar en la línea definida en estos últimos años, poniendo en un plano de igualdad a foráneos y autóctonos. Si bien es evidente que dicho contacto existió y fue muy significativo (Guerrero, 1997; Ramón, 2017), no supuso la llegada importante de población desde fuera (Hernández y Quintana, 2013), ni la adopción del modelo cultural y colonial ebusitano, ni la transformación completa de las comunidades locales, que siguieron vinculadas a muchas de las tradiciones anteriores (García Rosselló, 2010; Calvo y Guerrero, 2011). Estos grupos interactuaron a diferentes niveles e intensidades, desarrollando adaptaciones locales y particulares donde el contacto de unos y otros significó la trasformación de todos (Calvo et al., 2015; Calvo y García Rosselló, 2019).
Por ello, durante el postalayótico balear, el mundo indígena no puede ser entendido como una entidad social uniforme y cohesionada, donde se manifiestan toda una serie de prácticas adoptadas por todos. Entre los diferentes grupos que componen la sociedad de esta época no existe una ruptura con las generaciones e ideas anteriores, por lo que nos encontramos ante un periodo caracterizado por la pervivencia de tradiciones anteriores que coexisten con nuevas expresiones que, si bien tienen un sustrato local, incorporan ideas y materiales foráneos que adaptan a su propia realidad cultural. Este fenómeno adquiere rasgos específicos y propios en cada una de las situaciones, por lo que encontramos una enorme diversidad local y regional, hecho que impide un tratamiento homogéneo y monolítico del fenómeno, pues lo local y lo foráneo interaccionan de muchas maneras generando una multitud de expresiones glocales (Hodos, 2010, pp. 24-25).
En este sentido, la existencia de hibridaciones y espacios intermedios en la isla de Mallorca debe entenderse como fenómenos particulares, que no se generalizan entre todas las comunidades, y que representan manifestaciones distintas que luego no son necesariamente repetidas fuera del grupo poblacional local. No obstante, dicha hibridación afecta a diferentes estadios y esferas sociales: rituales colectivos, mundo funerario y espacios, pero también a las acciones técnicas como la cerámica, la arquitectura o la metalurgia (Perelló, 2017; Albero, 2017; García Rosselló, 2010 ; Calvo et al., 2015). Unas dinámicas que, por otra parte, no tienen nada de extraño, ya que al entrar diferentes grupos en contacto se generan tipos e intensidades de interacción desiguales, siempre teniendo en cuenta que los grupos no deben ser entendidos como entidades homogéneas, sino como comunidades formadas por personas con agencias propias en las que conviven diferentes ideas, prácticas e identidades.
El territorio de Santa Ponça resulta paradigmático y excepcional en relación con el resto de la isla de Mallorca y Menorca, tanto por ser protagonista de los primeros intercambios de materiales coloniales a partir del siglo VI a.C., como por ser uno de los puntos de la isla donde se localiza mayor cantidad de hallazgos púnico-ebusitanos y uno de los lugares donde se concentra la mayor frecuencia de intercambios desde el siglo VI a.C. hasta el cambio de era (Guerrero et al., 2002; Guerrero y Quintana, 2006; Hernández-Gasch y Quintana, 2013).
La península de Santa Ponça, situada en el sureste de la isla de Mallorca, se caracteriza por ser un territorio bien delimitado geográficamente, con el mar Mediterráneo al sur, la sierra de Tramuntana al norte y dos grandes albuferas a este y oeste (fig. 1). Esta zona tuvo una entidad propia durante toda la Prehistoria, no obstante, fue durante la Edad de Hierro cuando la ocupación humana se organizó en torno al poblado del Puig de Sa Morisca (fig. 1). Este modelo territorial, a medida que fue avanzando el siglo V a.C., se fue fragmentando, rompiendo las barreras del poblado como único centro habitacional (Calvo, 2009; Galmés, 2015).
Desde los años setenta del pasado siglo se han realizado en esta área diferentes prospecciones y excavaciones sistemáticas por parte de numerosos equipos. A modo ilustrativo se pueden destacar las excavaciones realizadas a lo largo de los últimos 50 años en yacimientos como el Turó de ses Abelles (Camps y Vallespir, 1998), Puig de Sa Morisca (Guerrero et al., 2002), Kings Park (Vallespir et al., 1987), Son Ferrer (García Rosselló et al., 2015) o Son Boronat (Guerrero, 1979).
Este trabajo constante ha permitido contar con estratigrafías y cronologías claras y bien estudiadas, además de registros en extensión de las diferentes estaciones. Muchas de ellas tienen un momento de solapamiento ubicable, cronológicamente, entre los siglos III-I a.C.
A partir del siglo VI a.C. hay claras evidencias de contactos comerciales estables entre el poblado del Puig de Sa Morisca y la isla de Ibiza y hasta el siglo V a.C. el poblado concentra la mayoría de las importaciones anfóricas arcaicas de la isla. Con posterioridad se convertirá, hasta el cambio de era y la romanización de la isla, en uno de los principales focos de recepción materiales foráneos, principalmente anfóricos (Guerrero et al., 2002; Guerrero et al., 2006; Guerrero y Quintana, 2006; Quintana y Guerrero, 2004; Hernández-Gasch y Quintana, 2013; Quintana, 2015; Ramón, 2017). El yacimiento presenta unas características morfológicas excepcionales y significativamente diferentes en relación con otros poblados indígenas de la época. Entre ellas cabría destacar la presencia de una acrópolis con elementos monumentales (murallas y torres), ubicada en lo alto de una colina con un gran control sobre el puerto natural y el entorno marino, una zona de hábitat en la parte baja y una amplia presencia de estaciones subsidiarias alrededor del poblado (Guerrero et al., 2002).
Tanto en cantidad como en excepcionalidad, la evidencia arqueológica nos muestra que los primeros contactos con el mundo colonial se producen más tempranamente en el poblado del Puig de Sa Morisca, que ocupaba una posición central en la zona, que en el resto del territorio insular. Si bien no podemos precisar si estos primeros contactos trascendieron el mero intercambio de objetos, se han documentado materiales excepcionales o poco frecuentes en la isla como algunos fragmentos de cerámicas áticas, puntas de lanza y cuentas de collar típicamente fenicias o escarabeos egipcios, desconocidos en las Baleares fuera de la isla de Ibiza (Guerrero et al., 2002 y Calvo y Guerrero, 2011). A nivel anfórico, este yacimiento concentra más del 70% de todas las importaciones arcaicas (s. VI-V a.C.) (Guerrero et al., 2002; Guerrero y Quintana, 2006; Hernández y Quintana, 2013).
Otros yacimientos excepcionales en esta zona de la península de Santa Ponça son el asentamiento cercano del Turó de ses Abelles y la necrópolis del Turriforme Escalonado de Son Ferrer, ambos situados a 1 y 2 km en línea recta respectivamente.
El Turó de ses Abelles, con una ocupación circunscrita al siglo II a.C., se caracteriza por una alta especialización artesanal orientada a la redistribución de productos foráneos y propios, el almacenaje y producción de cereales y harinas, tintes y tejidos entre muchas otras actividades (Camps y Vallespir, 1974; 1998). Es un yacimiento excepcional en las Baleares, por su morfología a modo de cabañas agrupadas en torno a patios, por su marcada orientación productiva y por la rareza de algunos de sus hallazgos (Camps y Vallespir, 1971).
El Turriforme Escalonado de Son Ferrer (V a.C.-III d.C.) se convierte en época postalayótica en una necrópolis donde junto a los adultos se inhuman individuos infantiles en urnas de cerámica y de arenisca, dentro de un hipogeo de la Edad del Bronce (García Rosselló et al., 2015).
En las rutas de penetración y de recepción y redistribución de los materiales anfóricos vinarios de los siglos V y IV a.C., la zona de Santa Ponça se convirtió en un punto fundamental de difusión junto al suroeste de la isla de Mallorca. La cantidad de material en el poblado del Puig de Sa Morisca es extremadamente alta respecto a otros yacimientos postalayóticos de la isla. En este contexto, la vajilla de lujo permaneció ligada a los asentamientos costeros como los del territorio de Santa Ponça (Hernández y Quintana, 2013). De esta forma, el material foráneo penetra en todas las esferas indígenas, incluso en el mundo funerario y ritual, sobre todo desde el siglo IV a.C. (Calvo et al., 2015), consolidándose una tradición de intercambios con el exterior que permaneció muy arraigada en la isla hasta el cambio de era. Estas dinámicas generaron diferentes intensidades de contacto en las que intervinieron agentes distintos, que negociaron nuevas identidades entre lo conocido y lo imaginado, lo propio y lo foráneo o lo observado y lo desconocido Estas dinámicas no deben ser entendidas exclusivamente como unas nuevas praxis que se generaron entre las comunidades postalayóticas y las púnicas, sino también entre las propias agrupaciones locales del interior y de la costa sur, del levante y la tramontana, de poblaciones cercanas a los puntos de desembarco o lejanas a los mismos.
Desde la obra seminal de Bhabha (Bhabha, 2007), la noción de hibridación se ha convertido en uno de los conceptos más recurrentes en la crítica poscolonial y en el estudio del contacto cultural. La noción se ha utilizado para describir el modo en que dos grupos entran en contacto, especialmente para situaciones coloniales donde uno de los dos está en situación ventajosa (Young, 1985; Van Domelen, 2006).
Sin embargo, su uso en arqueología lo ha convertido en un término indefinido, en el que entra todo y que ha sido utilizado para describir tanto prácticas, como objetos, procesos y personas que participan del contacto cultural (véase una crítica en Stockhammer, 2012; VanValkenburgh, 2013; Sillman, 2015; VanValkenburgh et al., 2017).
En este sentido diferentes trabajos han enfatizado el carácter confuso e intrincado de los fenómenos de contacto en los que intervienen los objetos y las personas, decantándose por el término anglosajón “ entaglement” (Thomas, 1991; Hitchcock y Maeir, 2013), incorporando a los diferentes agentes en un plano de igualdad (Hodder, 2012; Der y Fernandini, 2016) o asumiendo que se trata de procesos indirectos, contingentes y complejos en el tiempo (Dietler, 2010).
No obstante, el concepto de hibridación definido por Bhabha otorga un papel relevante a la creatividad y la resistencia nativas en contextos de opresión y dominación, enfatizando las dinámicas de poder existentes (Liebmann, 2013). En estos contextos se generan paisajes liminares, entendidos como un tercer espacio de comunicación y negociación (Antonaccio, 2003), donde dos entidades culturales diferentes se superponen, negocian y readaptan, lejos de polaridades enfrentadas. El potencial creativo de estos espacios liminales puede dar como resultado lo que Bhabha llama hibridación y que es « at once a mode of appropriation and of resistance» (Bhabha, 2007, p. 172). De esta forma, la hibridación aborda el alcance generalizado e invasivo de la dominación colonial, así como las formas de resistencia desde la ambivalencia y la trasfiguración (Liebmann, 2013).
En arqueología, las prácticas híbridas pueden ser observadas a través de la forma en que las personas interactúan con la materialidad y la manera en que los distintos grupos la reinterpretan y la utilizan como un elemento que no les es propio ni completamente ajeno (Van Dommelen, 1997 ; Tronchetti y Van Dommelen, 2005; Van Dommelen, 2005 ; Liebmann, 2013). Arqueológicamente hablando, el resultado de dichas hibridaciones puede reflejarse en objetos desplazados y resignificados en un contexto diferente al original (Dietler, 1997; Antonaccio, 2003; Van Dommelen, 2005, 2006), y en otros casos puede identificarse en la presencia de objetos « tipológicamente híbridos» (Vives-Ferrándiz, 2008), no desplazados y fabricados en el mismo contexto de uso, pero con referencias foráneas y resignificados localmente (Langin-Hooper, 2013; Ehrhardt, 2013; VanValkenburgh et al., 2017; Balco, 2018).
Sin embargo, a su vez, los objetos y sus contextos pueden revelar no solo el cambio tecnológico, sino también la utilización combinada de tecnologías locales y foráneas relacionadas con la creatividad artística y artesanal de las zonas de contacto (Pratt, 1991; Langin-Hooper, 2013; Van Valkenburgh et al., 2017; Norton, 2017). No se trata de describir los objetos que forman parte de prácticas híbridas, ni tan solo nos deberíamos contentar con reconocer esas hibridaciones. Nuestro interés se centra en analizar el modo en que la identificación de las actuaciones híbridas y de los objetos que participan en ellas nos posibilita derribar las ideas esencialistas sobre la “pureza” cultural y poner en valor la autonomía, agencia y capacidad de negociación de los grupos subalternos, al mismo tiempo que nos permite indagar en los fenómenos de resistencia que, a través de las prácticas tecnológicas, incorporan y naturalizan ideas foráneas visibles en objetos de factura local (Baltali, 2013; Harrison-Buck et al., 2013; Van Valkenburgh, 2017; Balco, 2018).
En este sentido, el estudio de la tecnología y los comportamientos técnicos puede resultar una buena estrategia para profundizar en aquellas prácticas menos sobresalientes, que no son tan visibles arqueológicamente, pero que permiten profundizar en la trasmisión de ideas y por tanto en el contacto social. Ello nos permite identificar el modo en que los elementos de tradiciones anteriores no se borran por completo, e incluso se conservan dentro de las nuevas formas culturales (p. ej. Norton, 2017) , a la vez que nos permite reconocer procesos escalonados mediante los cuales ideas y objetos nuevos y desconocidos se incorporan a las tradiciones locales generando nuevas prácticas (Hitchcock y Maeir, 2013; Stockhammer, 2012).
Cualquier acción tecnológica solo cobra sentido dentro de la lógica social del grupo y por lo tanto está condicionada por unos principios culturales propios, lo que determina que ninguna técnica pueda considerarse manifiestamente superior a otra (Lemonier, 1992; Sillar, 2000; Gosselain, 2002).
Entendemos que la tecnología es una construcción social que está entrelazada con otras percepciones, comportamientos e ideas que solo pueden entenderse dentro de un contexto social determinado. En este sentido, las elecciones tecnológicas no son un mero gesto, sino una representación física de las opciones y esquemas mentales (Lemonnier, 1992) que participan de un constante diálogo con fenómenos de cambio y estabilidad, o incluso de resistencia tecnológica.
De hecho, las actuaciones tecnológicas funcionan dentro de una red de significados que afectan a la totalidad de modelos simbólicos de la comunidad estudiada (Calvo y García Rosselló, 2014).
Los agentes que ejecutan las acciones tecnológicas pueden tener conocimientos propios del individuo o del grupo que no son estáticos, sino que van evolucionando a partir de las innovaciones de los agentes, fruto de su experiencia y savoir faire, así como de influencias externas que incorporan nuevos materiales, técnicas y motivaciones.
Por ello, es por lo que la innovación y resistencia tecnológicas forman parte de los procesos de hibridación y no pueden considerarse un hecho aislado y extraño al grupo. Estudiar las relaciones entre la cultura material y la sociedad supone analizar las condiciones de coexistencia y transformación recíproca entre el proceso técnico y la sociedad en la que está inmerso.
Siguiendo la línea marcada en los últimos años, planteamos una nueva lectura del modo en que se dieron los contactos entre algunas comunidades de la isla de Mallorca y el mundo colonial. Asumimos que no podemos entender a los grupos sociales, sean locales o foráneos, como entidades sociales homogéneas y pasivas. Proponemos una estrategia de estudio de microescala y de tipo contextual en zonas bien definidas cronológica y territorialmente.
Muchas de las primeras evidencias sobre el modo en que se construyeron estos contactos han sido reconocidas en la zona de la península de Santa Ponça, en el sur de la isla de Mallorca. En este territorio fueron aflorando prácticas locales nuevas que incorporaban algunas ideas, técnicas, materiales o usos originarios de otras culturas. Estas dinámicas se observan desde, al menos, finales del siglo III a.C., y con total seguridad, a lo largo de todo el siglo II a.C. (García Rosselló, 2010; Calvo et al., 2015).
En este sentido, resultan paradigmáticas las nuevas prácticas constructivas que se han identificado en la zona de Santa Ponça en el siglo II a.C. En esta época, las comunidades de la zona, a diferencia del resto de la isla, desarrollan nuevas técnicas arquitectónicas que no son estrictamente locales ni marcadamente foráneas y que no son repetidas por las poblaciones vecinas.
Las adopciones y reinterpretación de técnicas arquitectónicas foráneas por parte de las comunidades locales hacen que no puedan ser consideradas coloniales, ni propiamente indígenas, sino como una nueva expresión tecnológica de carácter híbrido. Su documentación requiere de la identificación del modo de conexión entre las distintas realidades, con el objetivo de establecer un análisis que vaya más allá de la simple identificación de praxis y materiales en contextos distintos a su lugar de origen. A través del análisis tecnológico se persigue definir e identificar hibridaciones visibilizadas mediante los modos de hacer y las ideas que hay detrás de determinadas formas, materiales o secuencias de organización y elecciones tecnológicas. No obstante, para identificar prácticas híbridas en la esfera tecnológica hay que ser capaces de determinar la procedencia de los materiales y las ideas, identificar las actuaciones asociadas a cada parte, determinar la readaptación de dichos sistemas al espacio o esfera en los que estamos trabajando, valorar el grado de intensidad de la interacción y definir el modo a través del cual se ponen en contacto los diferentes espacios y las distintas maneras de actuar. Estas interacciones entre diferentes territorios no deberían entenderse como un intercambio desigual entre esferas sociales opuestas y concebidas como absolutas y homogéneas.
Por ello, para identificar un fenómeno técnico cómo híbrido se deberían interpretar y documentar los siguientes procesos:
A partir de estas premisas analizamos dos tipos de transformaciones que significan la readaptación y modificación de técnicas foráneas y propias por parte de las comunidades locales de la zona de Santa Ponça:
A diferencia de otros contextos de la misma época donde han aparecido fragmentos de barro sin cocer, que no presentaban una forma claramente definida, en el Turó de ses Abelles y en el Puig de Sa Morisca se han documentado varios bloques de adobe de forma prismática (fig. 2).
En el Turó de ses Abelles, se han identificado dos ejemplares fragmentados en el sector 7 (en uno de ellos podemos establecer algunas dimensiones: 15 cm de ancho por 8 cm de alto) y un ejemplar completo en el sector 9 (20x40x10 cm). En el Puig de Sa Morisca, se han localizado dos ejemplares en el sector oeste del poblado y uno en el sector este, todos ellos muy fragmentados.
Estos hallazgos son los únicos identificados hasta el momento en los asentamientos indígenas de las islas de Mallorca y Menorca. Los adobes que han podido ser identificados en el Turó de Ses Abelles han aparecido asociados a montículos de arcilla, concentraciones de masas de barro crudo, e incluso con áreas de tierra batida. La disposición de todos estos materiales parece evidenciar una fabricación local en el propio yacimiento, hecho que acaba por confirmarse con los análisis realizados por Albero y García Amengual (Albero y García Amengual, 2009, p. 323), donde se identifican calizas margosas locales obtenidas en las cercanías del poblado para la fabricación de los adobes. Recordemos que el uso de este tipo de materiales no solo requiere de un conocimiento profundo y una práctica continuada para su realización, sino que es necesario el uso de una infraestructura previa para construir los mojones, como son los moldes, normalmente de madera, la extracción y acopio de tierra arcillosa, el amasado con la introducción de agua para generar el barro, etc. Todo ello obliga a repensar el fenómeno como una actuación social en la que intervendrían diferentes personas, tecnologías y modos de hacer.
El uso de moldes permite una fabricación en serie, limita los errores producidos por la falta de experiencia y reduce el periodo de tiempo requerido para asimilar los conocimientos necesarios para iniciar la práctica. Sin embargo, la metrología de dos de los adobes que hemos podido estudiar es claramente diferente entre ellos, lo que nos proporciona la evidencia del uso de al menos dos moldes distintos para los tres adobes documentados. Además, el adobe del sector 9 presenta algunas caras no escuadradas y restos de negativos vegetales en la superficie, posiblemente restos del aislante utilizado durante la confección y secado, que podrían hacernos pensar en el uso de un molde muy rudimentario o una simple tabla de madera.
La función que tenían estos adobes nos resulta por completo desconocida. Los excavadores afirman con rotundidad que la meticulosidad de la excavación descarta por completo su uso en las estructuras de arcilla cruda, como bancos, techos u hornos que han sido documentados en el yacimiento (Camps y Vallespir, 1998, p. 102). Todo ello nos hace pensar que dichos bloques tuvieron un uso bastante marginal asociado al remate de la parte superior de los muros de piedra, igual que ocurre en la arquitectura del Levante peninsular (Bonet y Pastor, 1984; Prados, 2003). Otra posibilidad es su utilización como sustituto de la piedra en la reparación de los muros de las habitaciones.
Tal como ya plantearon Salvà y Hernández-Gasch (2009, p. 314), las estructuras de arcilla cruda, los adobes y el mortero de cal, todos ellos presentes en el yacimiento del Turó de ses Abelles, son « elementos poco comunes en la arquitectura indígena anterior a la conquista romana». De hecho, la presencia de bloques de arcilla cruda, formando un prisma rectangular, de caras planas y parejas es un caso único hasta el momento. No así el uso de arcilla cruda para la construcción de techumbres, revoques de las paredes e incluso la construcción de pequeños muros medianeros, tal como se ha documentado en la torre deI Puig de Sa Morisca (Albero y García Amengual, 2009, p. 321), el sector 3 del poblado de Son Fornés (Lull et al., 2012, p. 52) o la casa 2 de Torre de’n Gaumes en Menorca (Pérez et al., 2011, pp. 125-128), e incluso en un buen número de las habitaciones que configuran el propio Turó de ses Abelles (Camps y Vallespir, 1998), todos ellos ubicables en una franja cronológica que se sitúa entre el siglo IV a.C. y el cambio de era. En todos estos casos se trata de derrumbes de estructuras constructivas que hacen difícil su identificación.
El adobe es un tipo de material poco conocido en la isla, pero que fue ampliamente utilizado a lo largo del Mediterráneo, tanto en asentamientos fenicios y púnicos (Prados, 2003), romanos (Uribe, 2006) como en asentamientos ibéricos de la costa levantina (Bonet y Pastor, 1984).
Durante el año 2008 se localizaron por primera vez evidencias de posibles estructuras hechas de adobe en la isla de Ibiza. Estas estructuras fueron datadas, cronológicamente, entre los siglos IV y II a.C. Correspondientes a la antigua Ebussus, en el baluarte de San Joan, en la ladera norte del Puig de Vila, aparecieron diferentes estructuras que, según Ramón (2014, p. 208): « se hallan construidas con zócalos más o menos altos de mampostería, pero se han encontrado también adobes cuadrangulares de buen tamaño». El autor plantea la posibilidad de que las partes bajas de los muros de mampostería estuvieran culminadas en alzado con adobes o muros de tapial, fenómeno muy común en otros enclaves púnicos.
En cualquier caso, la arquitectura mejor conocida en Ebussus son los establecimientos rurales. Los que han sido excavados, Ses Païses de cala d’Hort, Can Corda y Can Sorà, han ofrecido siempre cronologías posteriores al siglo III a.C. Los muros parecen estar construidos en piedra en toda su altura, sin utilización de tapial o adobes de barro, tal como proponen Fernández y Costa (2006, pp. 126-127): « El material constructivo principal son bloques irregulares de piedra caliza local, no demasiado grande, trabajada en su cara exterior (…), El tipo de aparejo más frecuente es el de doble hilada de piedras planas que, a veces, para lograr una anchura mayor, presentan un relleno de tierra y piedras de menor tamaño».
Al contrario que en el yacimiento del Turó de ses Abelles, en la arquitectura ibérica, fenicia y púnica los adobes estaban unidos por un mortero de barro y una de las caras del bloque presenta, en numerosas ocasiones, surcos para que penetre mejor la argamasa (Bonet y Pastor, 1984; Sánchez, 1999; Prados, 2003).
El poblado del Puig de Sa Morisca se fundó sobre un lugar que ya era frecuentado desde la Edad del Bronce (Guerrero et al., 2002). Las fechas de radiocarbono nos evidencian la existencia de una colina amurallada y flanqueada por varias torres, construidas con posterioridad al siglo VI a.C. y que se amortizaron en el siglo IV a.C. (Guerrero et al., 2002). En la cima de esta colina había una torre, cuyo uso inicial ha sido datado entre el 800-700 a.C., desde la cual se tenía un control de 360º sobre el territorio circundante y la bahía de Santa Ponça (Calvo et al., 2009; Galmes, 2015). El poblado, propiamente dicho, que resta aún por excavar, se localiza en una vaguada situada en la base de la colina, flanqueado a noroeste y a sureste por una muralla del tipo conocido como en barrera (Hernández-Gasch y Aramburu, 2005, p. 130), apoyada en un escarpe inaccesible y flanqueada por torres.
El flanco sureste del poblado, muy afectado por la erosión, fue objeto de una pequeña intervención durante el año 2002 (fig. 3.1, 3.4, 4). En el transcurso de la excavación se documentaron diferentes lienzos murarios, ubicados cronológicamente entre los siglos VI y II a.C. En esta zona se pudieron identificar una serie de estructuras murarias que dejaron al descubierto las nuevas técnicas arquitectónicas.
La primera etapa en la construcción del lienzo sur de la muralla del Puig de Sa Morisca (fig. 3-2, 5) se situaría entre los siglos VII y VI a.C. Esta cronología puede establecerse a partir de analogías tipológicas muy estandarizadas para las murallas de la cultura talayótica (Hernández-Gasch y Aramburu, 2005) y por las relaciones estratigráficas documentadas durante la excavación.
Estas murallas, características de la Primera Edad de Hierro Balear (Hernández-Gasch y Aramburu, 2005), se erigieron con grandes bloques ortostáticos de calcárea, formando muros de doble paramento con relleno interior de ripio para darle mayor solidez. Eran estructuras muy anchas y elevadas, con pocas y estrechas puertas de acceso que se podían bloquear fácilmente en caso de peligro (Hernández-Gasch y Aramburu, 2005).
En el caso del Puig de Sa Morisca, el aparejo exterior es de tipo ciclópeo, confeccionado con grandes bloques dispuestos en posición vertical, acuñados con la ayuda de pequeñas piedras dispuestas horizontalmente para dar estabilidad a la muralla. Estos grandes ortostatos descansan sobre un zócalo de aparejo de tamaño menor. Son bloques con las caras poco trabajadas, pero normalmente bien encajados entre ellos (fig. 3.2, 5). El aparejo interior, debido al estado de conservación del muro, no ha podido ser documentado claramente. No obstante, en numerosas murallas de la isla aparecen organizados en sillares más pequeños y escuadrados dispuestos de forma irregular (Hernández-Gasch y Aramburu, 2005, p. 131).
Junto a la primera muralla, aparecen dos paramentos más recientes, adosados en diferentes alturas por debajo del antiguo lienzo (fig. 3.1, 3.3, 4). Estos muros organizan el espacio en terrazas a modo de contrafuertes que contrarrestaban los empujes del terreno sobre la abrupta pendiente (fig. 3.4). El tercer muro, y el más reciente, atendiendo a los diferentes adosamientos y relaciones estratigráficas (fig. 3.3, 4, 6) fue construido con anterioridad al siglo II-I a.C. Los materiales de importación recuperados, y asociados a las unidades estratigráficas adosadas al paramento interno y externo, han proporcionado una fecha ante quem al final del siglo II a.C. y principios del I a.C.
Establecer este arco cronológico para estos murallones es sumamente importante, ya que nos encontramos ante un fenómeno extremadamente extraño en el ámbito balear como es la construcción de diferentes paramentos, a distintos niveles, en el exterior de una antigua muralla (fig. 4, 5, 6). Pero además, estamos ante un tipo de muro de aparejo singular y, por el momento único en las islas mayores del archipiélago (Guerrero et al., 2002; Guerrero et al., 2006). El paramento externo de la tercera muralla está compuesto por sillares calizos de forma y tamaño irregulares, sin apenas trabajar, aunque algunos de los sillares pueden presentar la cara exterior más o menos plana. Sus dimensiones son considerablemente menores a las de los bloques de las murallas postalayóticas de los siglos VII-VI a.C. Estos sillares, aparentemente escuadrados de forma muy tosca en sus lados, presentan una cierta tendencia a la colocación en hiladas paralelas dispuestas horizontalmente, divididas en tramos regulares por bloques en posición vertical de mayor tamaño (Guerrero et al., 2002, p. 240; Guerrero et al., 2006, p. 143; Hernández-Gasch y Aramburu, 2005, p. 131, fig. 3.3, 6). No hay duda de que nos encontramos ante una técnica local de aparejo ciclópeo de doble paramento (fig. 7), donde los sillares se trabajan como se había venido haciendo en siglos anteriores. No obstante, el sillar exterior aparece ahora escuadrado y retocado como en el interior, se reduce su tamaño, se organiza alternando líneas horizontales con otras verticales de mayor tamaño trabajadas solo en los lados. En este muro, la distribución de los sillares, la cantería asociada a ellos y el modo de colocarlos en el paramento son significativamente distintos a los otros dos más antiguos. Igualmente, al contrario que los anteriores, los sillares descansan directamente sobre el pavimento sin un zócalo de piedra preexistente (fig. 3.3).
Este fenómeno coincide con un momento avanzado del Postalayótico, cuando se empiezan a documentar algunas variaciones en esa concepción defensiva de las murallas. Frente al diseño pasivo, aparecen repuestas activas a la defensa. En esta nueva concepción, la función defensiva de la muralla no solo iba encaminada a proteger a los habitantes, sino que permitía estrategias de contraataque durante un asedio (Quesada, 2007, p. 76). Entre estas soluciones podemos destacar la identificación de bastiones de planta rectangular que sobresalen un poco del lienzo murario, muros dobles, lienzos de muralla cóncavos, lienzos en cremallera, es decir, un conjunto de soluciones que no son propias de las tradiciones insulares de las Baleares, sino que se relacionan con los avances en las técnicas de defensa y asedio que se estaban desarrollando en el Mediterráneo (Frederisksen, 2011 ; Prados y Jiménez, 2017). Los mejores ejemplos de estas estrategias los podemos encontrar, además de en el Puig de Sa Morisca, en los yacimientos menorquines de Son Catlar (Prados et al., 2017), Trepucó o Torrellafuda (Jiménez et al., 2017).
Sin embargo, estos fenómenos no suponen una plasmación directa de estas soluciones arquitectónicas, sino una reinterpretación de conceptos, materiales y técnicas dentro de los esquemas propios de las comunidades insulares. Paralelamente, las murallas mantuvieron múltiples roles, desde una función claramente defensiva hasta un carácter simbólico en un doble sentido, en tanto que separaba, conceptual y físicamente, la zona de hábitat del resto del territorio de la comunidad y, por otra parte, en tanto que proyectaba una determinada imagen de esa comunidad hacia el exterior (Berrocal, 2004). En este sentido, al igual que ocurre en muchos otros casos de la Antigüedad, las murallas mantuvieron un carácter proléptico, como imagen de la comunidad proyectada hacia el exterior (Greco y Torelli, 1983; Moret, 1998).
A nivel técnico, la estrategia de intercalar pilares o losas verticales entre un aparejo menudo e irregular, normalmente dispuesto horizontalmente, para las murallas es totalmente desconocida en la tradición arquitectónica talayótica, aunque ha sido ampliamente utilizada en el occidente mediterráneo, especialmente en aquellos territorios donde hubo una importante presencia fenicia y púnica (Elayi, 1980; Prados, 2003; Belén y Escacena, 1993) y también en la arquitectura romana (Adam, 1989; Uribe, 2006). Algunos trabajos se refieren a estos paramentos como opus africanum (Prados, 2003, p. 18; Ramón, 2013), no obstante, para este caso nos parece más exacto referirse a él como muro de pilares (Belén y Escacena, 1993, p. 152).
Lamentablemente, el caso ebusitano, el más cercano geográficamente al Puig de Sa Morisca, apenas ha proporcionado datos sobre las estructuras arquitectónicas monumentales que formarían parte de la ciudad (Ramón, 2013, 2014).
Este aparejo puede estar formado por pilares o cadenas verticales de pilares donde, en ocasiones, los sillares salen lateralmente formando una apariencia de cruz. Los paramentos colocados en los espacios intermedios suelen estar realizados en mampostería o sillarejo (Prados, 2003, pp. 155-156). Así se ha documentado para el yacimiento de Niebla, cerca de la ciudad de Huelva: « A veces los sillares constituyen auténticos pilares formados por superposición de hiladas de un único bloque colocado a soga, y otras se distribuyen de forma menos sistemática en hiladas de uno o dos sillares, a soga o a tizón» (Belén y Escacena, 1993, p. 144). Dicha técnica tiene un origen oriental (Prados, 2003) y en Occidente, su uso está atestiguado desde el siglo VIII a.C., en el cabezo de San Pedro de Huelva (García Sanz, 1989), generalmente asociado a la construcción de obra pública como murallas y muros de contención. No obstante, este sistema constructivo se seguirá utilizando hasta bien entrado el cambio de era como se atestigua en el mundo romano, cuyo ejemplo más característico lo encontramos en la ciudad de Dougga (Adam, 1989). En el ámbito de influencia púnico, su uso está extendido a lo largo del siglo IV a.C. en todo el arco mediterráneo occidental (Prados, 2003; Ramón, 2013). Para el caso del arco levantino peninsular, estructuras de este tipo fueron erigidas, al menos hasta los siglos III y II a.C., en yacimientos como el de Niebla (Belén y Escacena, 1993), Cartago (Ramón, 2013) o Cartagena (Marín, 1998), no obstante, su presencia es desconocida en la isla de Ibiza (Ramón, 2013). En Carmona se documenta la construcción con este tipo de aparejo desde el siglo IV a.C. al I d.C. (Cardenete y Lineros, 1990; Cardenete et al., 1991).
Muy posiblemente, en la manufactura indígena de la muralla del siglo II del Puig de Sa Morisca, los constructores retomaron la idea del muro de contención construido a diferentes alturas formando terrazas, y ante la presión ejercida por el poblado sobre los muros, se pensó en el uso de un paramento construido en fracciones, lo que permitía su reparación durante los posibles derrumbes que se pudieron producir a lo largo del tiempo. De hecho, esta estrategia está bien atestiguada en el mundo púnico y su área de influencia (Prados, 2003, p. 19). Una doble evidencia es la existencia de una abrupta pendiente con abundantes restos de derrumbes de roca y la apariencia del paramento no lineal en la fachada, al estar fabricado o reparado por segmentos. Si asumimos este planteamiento, los grupos indígenas no solo utilizaron una técnica que no les era propia, sino que abandonaron otras soluciones conocidas que también podrían solucionar los diferentes problemas constructivos con los que se encontraban. El resultado fue introducir conscientemente algunos nuevos elementos arquitectónicos, a la vez que mantenían otros, generando una práctica que, como hemos dicho, no era ni plenamente indígena, ni plenamente foránea, dando como resultado un nuevo tipo arquitectónico. Fenómenos similares en las Baleares, con un nivel de complejidad más alto, han sido encontrados en el poblado amurallado de Son Catlar (Prados y Jiménez, 2017). Lo que demuestra que este fenómeno de hibridación arquitectónica podría ser más común y generalizado en este contexto de marcada interacción entre lo foráneo y lo local.
Cuando nos referimos al mundo de las ideas y las prácticas, como es el caso de los conocimientos técnicos, es mucho más difícil documentar cuáles fueron con seguridad los nexos de conexión en el traspaso de esos conocimientos. Parece fuera de toda duda que los protagonistas de estas innovaciones fueron los propios indígenas, unas innovaciones que se limitarían a la introducción de nuevos métodos de organización de los paramentos, ya fuese con los muros de pilares verticales o con el uso de adobes. Creemos que en ningún caso se puede hablar de difusionismo en las técnicas, ni de la presencia de población venida de fuera, más bien de un protagonismo de la población local que adapta, rectifica o modifica formas de hacer que le son extrañas, pero que de alguna manera conoce. La utilización y conocimiento de estas técnicas supuso o bien que población local se había desplazado fuera de la isla y conocía dichas maneras de hacer, o bien que población foránea había llegado a la isla y había difundido los sistemas constructivos que le eran propios en su lugar de origen. En todo caso, la iniciativa constructiva siempre tuvo como protagonista a las comunidades locales.
En este contexto la modificación de las actuaciones técnicas adquiere una especial relevancia. Normalmente la reproducción autónoma de una técnica requiere de un largo proceso de aprendizaje, o al menos de la participación y práctica durante un periodo destacable de tiempo (Lemonier, 1992; Dobres, 2000; Calvo y García Rosselló, 2014). El practicante debe entrar directamente en contacto con la tecnología para asimilar el modo en que organizan las secuencias, las operaciones, la gestualidad, el movimiento, la infraestructura, o los requerimientos técnicos.
No obstante, en la zona de Santa Ponça el modo parcial y no estandarizado ni generalizado en el que fueron introducidas estas nuevas estrategias constructivas, donde hay aportes técnicos de diferentes procedencias, permite plantear que el constructor pudo conocer o participar solo temporalmente en el aprendizaje de estas técnicas; unas técnicas que, al ser de amplia difusión mediterránea, coincidirán en el tiempo en contextos indígenas del Levante peninsular y en contextos púnicos y romanos del Mediterráneo occidental.
Durante más de cinco siglos los habitantes del Puig de Sa Morisca mantuvieron su tradición arquitectónica al margen de las influencias externas. Solo a partir del siglo II a.C. parecen haber introducido algunos cambios de forma aislada en sus técnicas constructivas. Estos cambios afectan a fenómenos muy concretos, posiblemente vinculados a las reparaciones estructurales de muros. Están, a su vez, escasamente representados en las islas de Mallorca y Menorca. Su distribución, limitada a la península de Santa Ponça, se debe, posiblemente, a la marcada vinculación del poblado y su entorno con la sociedad ebusitana (Camps y Vallespir, 1998; Guerrero, 2002; Hernández-Gasch y Quintana, 2013; García Rosselló, 2010; Calvo y García Rosselló, 2019); vinculación establecida desde tiempos relativamente arcaicos (s. VIII-VII a.C.) en comparación con el resto de la isla de Mallorca (Guerrero et al., 2002; Guerrero y Calvo, 2011).
Destaca especialmente, la reparación y refuerzo de la antigua muralla del Puig de Sa Morisca, utilizando una estrategia que les permitió crear un muro de contención que podía ser reparado por partes. Si bien parte de esta muralla presenta ciertas semejanzas con los muros de pilares de tradición fenicia y púnica, se trata de una factura netamente indígena. El sistema de extracción, cantería y tallado de la piedra calcárea corresponde a la técnica ciclópea utilizada en las islas de Menorca y Mallorca desde la Primera Edad del Hierro (900 a.C. aprox.) (Calvo y Guerrero, 2011; Plantalamor, 1991; Gelabert, 2018). Las rocas se extraían del territorio circundante, formando bloques paralelepípedos y con una apariencia poco desbastada (Hernández y Aramburu, 2005). La innovación la encontramos en el modo de organizar los sillares del paramento, alternando gran aparejo con otro de pequeñas dimensiones. También en las soluciones estructurales para salvar los desniveles del terreno. En cambio, otras estrategias técnicas, tradicionalmente utilizadas en la construcción de estos tipos de muros, como el uso de mampostería y tallado de los sillares, no fueron adoptadas.
Por lo que se refiere a la construcción de adobes, conocemos apenas unos pocos ejemplares, algunos de ellos asociados a la muralla norte del Puig de Sa Morisca y otros identificados en el Turó de Ses Abelles. Su construcción no sigue ninguna estandarización, ni en las dimensiones de los bloques ni en el uso que se hace de los mismos. Por ello, si bien es un material desconocido en el contexto local, no supone un verdadero ahorro de tiempo, ni un cambio sustancial en la forma de concebir las técnicas arquitectónicas. Posiblemente, su uso también estaría vinculado a las reparaciones de muros en un momento de fuerte contacto con grupos foráneos.
Estas prácticas no se generalizaron en toda la isla, los contactos e ideas eran mucho menos intensos que en la península de Santa Ponça. Sin embargo, en esta zona, estas readaptaciones y negociaciones técnicas también afectaron a otras esferas como la producción cerámica (García Rosselló, 2010; Albero, 2017). A su vez, no se limitaron a los aspectos vinculados a la fabricación, también se adaptó y reconfiguró la vajilla, los contenedores, el consumo y almacenaje asociados (Calvo et al., 2015), se introdujeron nuevos molinos de rotación que modificaron las preferencias alimentarias (Camps y Vallespir, 1998) y se incorporaron nuevos productos alimenticios, como el vino, que alteraron los modos de consumo y sociabilización (Hernández-Gasch y Quintana, 2013). Estas nuevas prácticas, que no eran ni estrictamente locales ni marcadamente foráneas, que suponían una constante negociación entre lo viejo y lo nuevo, empezaron a introducirse a lo largo de los siglos VI-IV a.C. y, en algunos casos, como ocurrió con el consumo de vino, se generalizaron por todas las islas (Hernández-Gasch y Quintana, 2013). Otras, como los ritos funerarios, se circunscribieron a determinadas zonas (Guerrero y López Pardo, 2006; García Rosselló, 2015) sin llegar a generalizarse.
Sin embargo, en la península de Santa Ponça, algunas actitudes, como en el caso que nos ocupa (siglo II a.C.), se incorporaron en unos momentos más próximos al cambio de era, en que los flujos de contacto se incrementaron y diversificaron dando cabida a materiales de diferentes procedencias (Campas y Vallespir, 1998; Calvo et al., 2015). Sea como fuere, este proceso se vio truncado con la conquista romana en el 123 a.C.
Lo que parece estar fuera de toda duda es que las comunidades locales huyeron de cualquier imitación, mímesis, copia o emulación de actitudes, ideas y objetos extranjeros y optaron por mantener sus prácticas dentro de la esfera simbólica local; una esfera que estaba en constante negociación identitaria, dentro de un largo proceso de desestructuración social local (García Rosselló, 2010).
De hecho, la tecnología, al estar incrustada dentro de los comportamientos culturales y reproducirse constantemente, requiere de una aceptación y entendimiento en los cambios que se producen por parte del grupo (Vives-Ferrándiz, 2005; Calvo y García Rosselló, 2014).
Las comunidades de la península de Santa Ponça mantuvieron las estructuras y la simbología del grupo, aunque las adaptaron a los cambios que se estaban produciendo en los nuevos contextos sociales, determinados por las percepciones de los individuos sobre los contactos con los grupos coloniales. Fueron altamente selectivos en sus prácticas y en los significados otorgados a los materiales e ideas extranjeras.
En este sentido, no solo hemos querido mostrar la existencia de diferentes respuestas a los contactos coloniales, sino discutir el modo en que se revelan cuestiones de poder y relevancia diferencial dentro del territorio insular. A través de aquellas actuaciones, menos perceptibles socialmente y adscritas a la práctica diaria, se visualiza una marcada resistencia a adoptar por completo las ideas y modos de hacer extranjeros, sin dejar por ello de reinterpretarlas a través de expresiones propias (Norton, 2017), dentro de una dialéctica entre la adaptación consciente e inconsciente de lo foráneo.
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto “Archipiélagos: Paisajes, comunidades prehistóricas insulares y estrategias de conectividad en el Mediterráneo occidental. El caso de las Islas Baleares durante la Prehistoria” (HAR2015-67211-P) financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad, y PID2019-108692GB-I00 “Movilidad y conectividad de las comunidades prehistóricas en el Mediterráneo occidental durante la prehistoria reciente: el caso de las Islas Baleares”. Ministerio de Ciencia e Innovación. Ha contado con la financiación del programa de excavaciones arqueológicas del Consell Insular de Mallorca y del Ayuntamiento de Calvià.
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