http://dx.doi.org/10.12795/spal.2008.i17.16
Sánchez Velasco, J. (2008): “El sarcófago tardoantiguo del camino viejo de Almodóvar (o de los límites de la iconografía)”, Spal 17: 335-347. DOI: https://dx.doi.org/10.12795/spal.2008.i17.16
Jerónimo Sánchez Velasco
Universidad de Sevilla
Resumen: En una publicación del año 2006 planteábamos la posibilidad de que el famoso “relieve ibérico de Almodóvar” fuese, en realidad, una pieza de época visigoda, atendiendo a los tipos de talla, los modos de trabajo y, sólo en último término, a la iconografía. Gracias a un programa integral de recuperación y restauración de las piezas del Museo Arqueológico de Córdoba llevado a cabo durante 2009 se ha podido comprobar que el llamado “relieve” es en realidad, y como se dijo inmediatamente después de su descubrimiento, el frontal decorado de la caja de un sarcófago, confirmándose así la datación tardoantigua para la pieza, lo que lleva al autor a recapacitar sobre los límites de los estudios iconográficos.
Abstract: In a publication of 2006 we proposed the possibility that the famous “Iberian relief of Almodovar” were actually a piece of the Visigothic period, taking into account the type of carving, types of work and, only as a last resort, the iconography. Through a comprehensive programme of recovery and restoration of pieces of the Archaeological Museum of Cordoba undertaken during 2009 we have been able to verify that the so-called “relief” is actually, and as mentioned immediately after its discovery, the decorated front of the case of a sarcophagus, confirming that way that we can date back the piece to Late Antiquity, which leads the author to reflect on the limits of iconographic studies.
Palabras clave: nuevo sarcófago tardoantiguo, tipos de talla, historiografía, límites de los estudios iconográficos.
Key words: new late roman sarcophage, types of carving sistems, historiography, limits of iconographics studies
En una publicación de hace unos años (Sánchez Velasco 2006: 135-138)[1], habíamos datado en el s. VI o inicios del VII d.C. un aparente “friso” de considerable tamaño que la historiografía había fechado sistemáticamente (al menos desde 1957) en época ibérica. Se trata de la pieza número 35-1 del catálogo que realizamos de las piezas de época visigoda depositadas en el Museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba (MAECO), un magnífico relieve, realizado en lo que parece un conglomerado muy compacto de color blanquecino con abundantes vetas grises (¿grafito?), formado por cuarcitas, micas y cristales de pequeño tamaño, lo que permite su talla con una cierta precisión. Ésta ha sido llevada a cabo con una técnica de biseles para el contorno y un pulimentado de la parte exterior, con lo que se obtiene una sección trapezoidal en la talla bastante evidente. Es un procedimiento similar al empleado en los sarcófagos paleocristianos del taller de Bureba[2] o en el hallado en Alcaudete[3], y presente en algunas piezas de época visigoda fechadas en los siglo V y VI d.C., siendo a su vez radicalmente distinto al usado en piezas de época ibérica presentes en las colecciones cordobesas y asimismo distinto de otros relieves de similares características[4], como los presentes en el monumento turriforme de Pozo Moro[5], el del Jinete de Osuna o el relieve de Villaricos[6] (Almería), por citar ejemplos geográficamente próximos.
En cuanto a su realización, también habría que destacar la presencia de una cierta perspectiva, o mejor, un intento de representación de profundidad a la hora de plasmar el doble tiro de acémilas.
Durante el tercer trimestre de 2009, y en el marco de la recuperación, investigación, restauración y difusión de las colecciones en que lleva tiempo centrada la dirección del Museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba como una de sus líneas directrices más importantes, se le encargó a la empresa In Situ la restauración de una serie de piezas, entre las que estaba este relieve, que fue descolgado y, tras un laborioso y meticuloso trabajo de eliminación del cemento añadido en su parte posterior, limpiado y pegados de nuevo sus fragmentos.
La sorpresa fue comprobar que, tras la exhaustiva limpieza, la parte posterior del “relieve” mostraba signos inequívocos sobre su entidad como frontal de una caja de sarcófago: a) los laterales conservados tenían un reborde que indicaba la existencia de paredes perpendiculares a la cara decorada con escenas; b) en la parte inferior se podía observar claramente los restos de la base del sarcófago; c) bajo la escena apareció un tosco orificio circular, así como en la parte superior izquierda del frontal un rebaje perfectamente identificable en forma de trapecio, típicos elementos de los sarcófagos que son reutilizados como depósito de agua o abrevadero. No había duda (fig. 1). Se trataba de un sarcófago reutilizado como depósito de agua y, posteriormente, hecho pedazos (fig. 2), como tantos otros en Medina Azahara (Beltrán 1988-90; id. 1993).
Ahora bien, los datos actualmente recuperados nos han hecho profundizar en el análisis de la pieza, así como en el contexto en el que apareció.
Fue hallado en 1886 en la finca “El Castillo”, a 7 Km al oeste de Córdoba y a poco menos de 1’5 Km al sur de Medina Azahara (fig. 3). La propietaria de las tierras, Josefa Núñez de Prado, marquesa de Guadalcázar, lo donó al museo.
Desde un primer momento fue considerado como visigodo. Así parece reflejarlo Bonsor[7], que lo vio al poco de su descubrimiento y que ya afirma que se trata del frontal de un sarcófago. Estamos convencidos de que reconoció rápidamente los vestigios de su parte trasera como pertenecientes a lo que quedaba de una caja de sarcófago[8]. Fita lo data entre los siglos VI y VII (Fita 1910: 144-148) por sus parecidos con los ejemplares hallados en Briviesca y Écija, mientras Kingsley puntualiza que debía ser anterior a 586 d.C. (Kingsley 1928: 50) y Santos Jener lo incluye dentro de su estudio sobre el arte en Córdoba “durante la dominación de los pueblos germánicos” (Santos Jener 1958: 172 y 187). Como frontal de sarcófago visigodo fue a la Exposición de Arte Retrospectivo de París de 1888, a la Internacional de Barcelona de 1929 y a la de Córdoba en Madrid en 1954.
Pero a partir de 1957, se adscribe a la cultura y a la plástica ibéricas[9]: así se cataloga en obras divulgativas de arte (Caro Baroja 1957: fig. 143); en la guía del museo de Córdoba publicada en 1965 (Vicent 1965); y en obras de alta divulgación de repercusión internacional (Tarradell 1968: fig. 12). Al poco tiempo, ya pasa a la bibliografía más especializada (García Serrano 1968-69) como paralelo de piezas ibéricas de reciente aparición; y es analizado como tal en tesis doctorales de referencia sobre el tema (Chapa Brunet 1985: 92-93). Y, a partir de ese punto, toda la bibliografía especializada pasa a asignarlo como perteneciente al acervo de imágenes de lo ibérico, analizándose en este sentido las representaciones de sus animales y personas (Almagro 1983), sus armas (Quesada 1989 y 1997), su significado simbólico como pieza importantísima en la definición de la plástica religiosa ibérica (León 1999; Blánquez y Olmos 2006) o describiendo sus personajes de forma poco concreta en un ensayo divulgativo local (Vaquerizo 1999). Por no citar el ingente volumen de bibliografía generada de forma secundaria, al ser usada esta pieza como paralelo de otras, asimismo –y siempre supuestamente– ibéricas. De muestra vale “un botón” relativamente próximo en el tiempo (Pachón, Fuentes e Hinojosa 2002).
Ya publicamos que no sólo el tipo de talla, sino la propia iconografía de la pieza distaba mucho de su supuesto contexto ibérico (fig. 4). Merece la pena detenerse un poco y profundizar más en la descripción de los personajes, para así tratar de dar (desde esta nueva perspectiva y con datos ya seguros) una nueva interpretación.
Toda la escena está enmarcada por un grueso listel, algo típico de los sarcófagos de la época (Beltrán, García y Rodríguez 2006: 92-97, fig. 69). Un fragmento de éste, en la parte superior izquierda del frontal, aparece sogueado, aunque no tiene continuidad dicha decoración. Y aunque se ha dicho que el sogueado es un motivo decorativo típico ibérico (Blánquez y Olmos 2006: 129), lo cierto es que las incisiones con que es realizado y la generación de planos en la parte superior de las anudaciones poco o nada tienen que ver con las técnicas de talla de los ejemplos aducidos, y sí bastante con los modos de trabajo de época visigoda. El sogueado más evidente de época ibérica presente en el MAECO pertenece a la inscripción funeraria CIL II2 / 7, 161, fechada en torno a la mitad del siglo I d.C. y que reutiliza una base o coronamiento de algún monumento ibérico indefinido, como se puede ver en su lado derecho. Prescindiendo del uso de un motivo decorativo casi intemporal, entre los modos de trabajo y el tipo de talla las similitudes son inexistentes (fig. 5).
Ya centrados en la escena, de izquierda a derecha, puede observarse un ciervo herido con una lanza que es perseguido por un jinete aparentemente barbudo que porta a su espalda lo que parece un arco, mientras sujeta las riendas del caballo con la mano con la que sostiene un escudo circular. Le sigue a este guerrero otro, también con barba, en ademán de lanzar otra lanza contra el ciervo. Los caballos de ambos jinetes cuentan con un completo equipamiento, con bocado, riendas, y lo que parece una silla asida al animal por correas hasta los cuartos traseros.
Resulta muy interesante la escena del carruaje, movido por lo que parecen dos tiros de acémilas con un guía en el primero de ellos, aunque Bonsor interpretó esta parte del relieve como una reala de perros para la cacería. El conductor, sentado, arrea al segundo grupo de animales con algo que asemeja un látigo extendido o una gran vara. En el carro hay un personaje de mayor tamaño (entiéndase tamaño simbólico) tocado con un gorro cilíndrico, que parece sujetar algo que, por desgracia, se encuentra muy deteriorado como para ser definido con claridad, aunque podría ser una cría de animal o un objeto. No lo podemos decir con seguridad. Las ruedas de sus dos ejes, enormes y de ocho radios, sostienen una plataforma aparentemente muy amplia. Finalmente, un personaje de menor tamaño, se encuentra subido al carruaje junto al personaje mayor.
Las escenas de caza del ciervo son extraordinariamente frecuentes en el repertorio iconográfico de los sarcófagos a lo largo y ancho del Imperio (Beltrán, García y Rodríguez 2006: 114), aunque, y como veremos más adelante, existen ciertas peculiaridades que –a nuestro juicio– no permiten definir esta escena como una cacería de forma estricta.
Quizá el elemento iconográfico más discutido, y el que ha generado también mayor discusión científica sea el del armamento. La exposición de Quesada[10] respecto a este punto es clarificadora, al afirmar la inexistencia del arco en una iconografía ibérica que heroiza (y aún más en monumentos funerarios) a una aristocracia que desprecia el arco como un arma vil. En el análisis de este friso realizado por el mencionado autor descarta que el “objeto” que lleva el primer jinete a la espalda sea un arco por varios motivos (Quesada 1997: 465-466): a) si es un arco debe ser compuesto, de tipo “sasánida” sin la cuerda tendida, lo que no cuadra con la fecha dada al relieve; b) hasta el Imperio Romano no se extiende el arco compuesto y siempre en un contexto militar; c) porque un arco sin tender sería absurdo en una caza, que por cierto está siendo realizada con una jabalina; d) porque un arco compuesto se lleva en una alijaba, por la delicadeza de sus componentes; e) porque el guerrero lleva una “caetra” (léase escudo redondo), cuyo uso se restringe al tipo de tiro mongol, no al mediterráneo y, por tanto, no introducido en la Europa Oriental hasta el s. IV d.C.
Por consiguiente, el autor concluye que el “objeto” de la espalda del primer jinete no es un arco. Así, en lugar de resolver un problema genera otro, ya que no dice lo que es el misterioso “objeto” (si no es un arco, ¿qué es?) y, además, no prosigue su brillante argumentación lógica, que dictaría cuestionarse la datación del relieve en lugar de negar lo que parece evidente. El tipo de armamento (caballería, arcos compuestos, escudos y largas lanzas) puede observarse en una ilustración altomedieval que representa, con soldados de la época, las huestes babilónicas (fig. 6).
Nótese –además– que, en el dibujo, aparece perfectamente definido el sistema de sujeción de la silla a los cuartos traseros del animal, como en los jinetes de nuestro sarcófago, definido ciertamente como “inusual” dentro de la plástica ibérica (Blánquez y Olmos 2006: 130), tal vez debido a que dicho sistema no parece constatarse hasta varios siglos después, ya que los íberos –al igual que en el mundo helenístico– no conocieron la silla de montar y sus jinetes apenas si usaban el consabido ephippion (Quesada 2005: 135). De hecho, las sillas representadas tienen, a nuestro juicio, mucho más que ver con las sillas de montar ávaras (Quesada 2005: 138, fig. 40), adoptadas a partir del siglo V d.C., que con las romanas, con sus cuatro característicos “cuernos” o pomos redondeados (Quesada 2005: 136-137, fig. 39). La ausencia apreciable de estribos nos estaría indicando que el sarcófago pudo realizarse antes de finales del siglo VIII d.C., momento en el que se representan estos elementos con mayor asiduidad (Quesada 2005: 141). Claro que, toda esta disertación la basamos en el presupuesto –cierto a nuestro entender, como veremos luego– de que el artesano fuera lo suficientemente observador como para reflejar rasgos característicos e individualizadores en los personajes que estima de mayor importancia.
La problemática aumentaría, sin duda, exponencialmente si tomamos en consideración un detalle pasado por alto en los análisis anteriores: entre el “objeto” y la mano del jinete hay una especie de listón perpendicular a éste que, en lugar de un “objeto serpentiforme” o directamente “una serpiente, alusivo al héroe…” (Blánquez y Olmos 2006: 130), e incluso un hipotético arco, nos obligaría a pensar en una ballesta[11], arma que parece ser mencionada por Vegecio Renato a finales del siglo IV d.C.[12], aunque se populariza su uso ya en la Alta Edad Media (fig. 7).
Lo extraño es la aparición de elementos tan claramente bélicos en una escena de caza, para la que no son necesarios en absoluto. Trataremos de articular una posible explicación más adelante.
El segundo jinete (fig. 8), en ademán de lanzar una segunda lanza sobre el animal ya herido, tiene los rasgos fisonómicos y la vestimenta menos deteriorados. Posee un peinado similar al jinete anterior, corto y de volumen redondeado, apreciándose claramente la barba, imagen personal más asociada a las gentes procedentes del Barbaricum que al ámbito romano y/o mediterráneo[13]. Cabe destacar, asimismo, la capa corta volada al viento en la carrera sobre el caballo, con el jinete levantando un brazo, con o sin arma, imagen más que frecuente en la iconografía de sarcófagos y mosaicos, especialmente los africanos a partir del siglo IV d.C.[14]
En lo referente a la parte de la escena centrada en el carro (figs. 9 y 10), es realmente compleja, en todos sus aspectos, ya sea su composición, su realización o su interpretación. De entrada, la representación del carruaje ocupa la mitad del sarcófago, y se puede apreciar perfectamente que el autor procuró representar, en un esbozo de perspectiva, el complejo tiro de acémilas, compuesto por una sección de tres mulas y un guía que ayuda a conducir el carro delante de otra sección de cuatro mulas, todo ello con una expresiva definición de los arreos. El conductor propiamente dicho, sentado en el pescante, azuza a los animales con lo que parece un látigo desplegado o una gran vara. Dirige un carro de dos ejes, muy pesado a juzgar por las mulas necesarias para desplazarlo. Pensamos que se trata de un carro de viaje, de dos ejes, y no un carro de transporte de mercancías o de aquellos que aparecen en algunas cacerías, ya que éstos suelen tener un único eje y están tirados por bueyes, aunque no siempre[15]. Así pues, en el sarcófago del Camino Viejo de Almodóvar estaríamos ante una carruca, en este caso descubierta, con las proporciones usuales en este tipo de vehículos destinados al viaje (Beltrán, García y Rodríguez 2006: 149).
Los ejemplos de representaciones de este tipo son bien conocidos, desarrollando la temática de la pompa o, más concretamente, del aduentus, con una larga perduración desde el siglo IV hasta época tardoantigua e, incluso, altomedieval. Así, encontramos paralelos de representación de un aduentus a finales del siglo IV en ciertas escenas de una tapa de sarcófago de Ostia (Beltrán-García-Rodríguez 2006: 88-89, ff. 67 y 68), en un fragmentadísimo –e iconográficamente único– frontal de sarcófago hallado en Medina Azahara (Beltrán, Garcíay Rodríguez 2006: 145-152) o en el relieve de marfil de Tréveris (fig. 9) donde se puede apreciar el singular aduentus ceremonial de la llegada de reliquias de San Esteban a la ciudad, con una cronología muy discutida[16].
De igual manera, las similitudes con relieves que muestran pueblos bárbaros en movimiento son muy estrechas, como la placa del Trophaeum Traiani conservada en el museo de Adamklissi de Rumania (fig. 12). En ella, además de las similitudes de la composición (búsqueda de cierta profundidad, un hombre entre los tiros de bóvidos…), podemos encontrar grandes parecidos con el tipo de carro y la estética de los personajes en aspectos puntuales, como los tocados, las barbas, etc.
Otra de las claves para interpretar la historia del relieve es, sin duda, el personaje de mayor tamaño que aparece dentro de la carruca. Su elevado grado de deterioro no impide realizar algunas apreciaciones. Sus brazos parecen sostener algo, en un ademán y posición similar a los personajes del mencionado relieve de Tréveris, aunque evidentemente no es este el caso de una traslación de reliquias. No distinguimos qué es exactamente, aunque hay autores que han visto un cervatillo (Blánquez y Olmos 2006: 133-135). Sin embargo, se conserva razonablemente bien el gorro de dicho personaje, que en ocasiones ha sido interpretado como una corona de una diosa bajo la que se esconde el cabello (Blánquez y Olmos 2006: 132). En nuestra opinión se trata de un pileus pannonicus, el típico gorro cilíndrico –hecho de piel– del ejército romano que es mencionado por Vegecio Renato[17] y que aparece en relieves como el de los Tetrarcas (finales del s. III d.C.; fig. 13 a), en la escena de Pedro haciendo brotar agua de la roca y dando de beber a los soldados de un sarcófago hallado en Córdoba (330-335 d.C.; fig. 13 b)[18], en un arresto de Pedro en otro de Zaragoza (340-350 d.C.)[19] o la misma escena en un fragmento de Jerez (330-340 d.C.)[20], por citar ejemplos bien conocidos. No estaríamos, pues, ante una diosa, sino ante un soldado, probablemente de rango, lo que explicaría en parte la presencia de guerreros, por cierto, caracterizados como bárbaros, en la otra mitad del frontal[21].
No sabemos bien cómo interpretar el personaje que cierra el grupo, de menor tamaño y aparentemente subido al carro, pero quizás haya que buscar en él a un asistente, aunque no es seguro.
Tras este análisis sólo nos queda por destacar dos elementos antes de dar una posible interpretación al conjunto del relieve: a) existe un abismo entre la representación de lo que nosotros entendemos como militares (jinetes armados y personaje principal en carro) y los conductores del carro y la posible figura que hemos definido como asistente, pues los primeros aparecen –a pesar de los deterioros– muy individualizados y con detalles muy específicos mientras que, los demás, son “tipos” genéricos, sin rasgos distintivos claramente marcados; y b) para cazar no hace falta la panoplia militar y el gran carro de viaje que aparece representado, por lo que entendemos que la cacería es un hecho puntual, significativo, pero ni mucho menos el núcleo de la historia.
Lo hasta ahora expuesto nos lleva a interpretar toda la escena, en su conjunto, dentro del contexto histórico de la Antigüedad Tardía. En nuestra opinión, y como hipótesis de trabajo –no como teoría cerrada– estaríamos ante una escena que puede tener dos lecturas. La primera, de aduentus de un dominus, o de un militar de rango que habría que leer de izquierda a derecha, y donde en un viaje y/o regreso a sus posesiones, ocurre un hecho inesperado: una cacería que, por algún motivo, se representa. Una segunda opción es que estemos ante la representación minimalista de una unidad militar en marcha que, ante la casual aparición de un ciervo, se convierte en una partida de caza.
Sinceramente, no tenemos una respuesta exacta, precisa y cerrada para cada uno de los aspectos iconográficos de este sarcófago, realmente singular. Creemos que hay suficientes motivos para pensar que pueda tratarse de una escena de aduentus “privada”, aunque también los hay para la segunda hipótesis. E incluso para una mezcla de ambas. Sólo nos cabe recordar aquí la historia del noble visigodo Oppila (CIL II2/7, 714)[22], que llevaba un cargamento de flechas al ejército visigodo en guerra contra los vascos, que emboscaron su contingente, lo mataron y se llevaron el cadáver[23], que pudo ser enterrado cerca de Villafranca de Córdoba porque sus sirvientes (¿”mesnadas”?¿ejército privado?) pudieron recuperarlo y traerlo de vuelta a sus posesiones (fig. 14).
Soldados de caballería, dominus y/o mando militar, sirvientes, carros de viaje, armas… y una cacería. Parece como si nos estuvieran describiendo, visualmente, una versión de lo acontecido al noble Oppila[24], eso sí, con un “final feliz”. Es este el contexto del relieve del sarcófago tardoantiguo del Camino Viejo de Almodóvar, hallado en las proximidades de Medina Azahara, al igual que tantos otros sarcófagos usados como elementos de prestigio, de conocimiento de lo antiguo, de objetos bellos por las élites del Califato Omeya.
Se daría continuidad, pues, hasta bien entrada la época visigoda, a la magnífica serie de sarcófagos locales béticos, cada vez mejor conocida (Rodríguez Oliva 2001). En una publicación muy reciente se han definido nuevos tipos de tapa de sarcófago (Sánchez, Moreno y Gómez 2009), generalmente con una inscripción rodeada de cenefas decorativas, gracias a una serie de nuevos hallazgos y a la interpretación de otros ya antiguos del obispado de Egabrum (Cabra, Córdoba), que no hacen sino reafirmar las hipótesis de un más que activo taller de sarcófagos en la Bética central (Córdoba, Cabra…) hasta bien entrado el siglo VIII d.C.[25]
Todo lo anteriormente expuesto nos lleva a ratificarnos, más si cabe, en la metodología que hace tiempo establecimos como punto de partida para nuestros estudios sobre la arquitectura y la decoración arquitectónica de época visigoda (Sánchez Velasco 2006), donde ya determinamos la importancia que, para fechar piezas descontextualizadas de esta época, tenía el estudio directo e integral de las mismas, de los soportes, los modos de trabajo, los tipos de talla, la(s) reutilización(es) de las piezas y, sólo en última instancia, unos motivos decorativos que podían aparecer y desaparecer del acerbo iconográfico dependiendo de circunstancias tan poco mesurables como el gusto personal de quien encarga el trabajo. Tan sólo después de tener todos estos aspectos en cuenta se podía proponer, de manera hipotética y provisional, una datación y, no digamos ya, una interpretación histórico-simbólica. Y siempre, y en la medida de lo posible, teniendo en cuenta todos aquellos puntos de apoyo externos capaces de contrastar nuestras afirmaciones, especialmente las cronológicas[26].
La iconografía, así como los estudios estilísticos aplicados a la Arqueología pueden ser muy válidos, pero tienen unos límites muy precisos: el contexto material y tecnológico en que se desenvuelven. Situaciones como la acontecida con esta pieza dejan claramente al descubierto que se debe procurar la utilización de todos los datos a nuestro alcance, porque entendemos (y venimos defendiendo desde hace tiempo) que existe un axioma cada vez más evidente: los motivos iconográficos, en sí mismos, no tienen la facultad de datar, porque éstos no son asignables indisolublemente a fechas, culturas o pueblos. Si además, no cuentan con referentes externos a sí mismos que puedan servir de contraste para dar una datación aproximada, su adscripción a uno u otro momento pasa a fundamentarse en un simple criterio subjetivo[27].
Esto no supone que se deba renunciar a las hipótesis de trabajo, pero tomadas como tales, no como investigaciones cerradas y sin posibilidad de enmienda y/o rectificación. De igual manera, cierta tendencia actual en la Arqueología a buscar un profundo simbolismo ideológico en casi cualquier resto material[28] (uso de un tipo determinado de piedra, construcción de algún edificio…) resulta no ya inapropiada, sino fuera de toda lógica interpretativa rigurosa, ciñéndose a parámetros de análisis propios de los inicios –románticos– de la disciplina.
Y lo que sí pensamos que deja a las claras este hecho es la necesidad, ya expuesta también, de un alegato a favor de la importancia y variedad del acervo monumental de época visigoda[29], y sobre todo de su documentación, como paso inexcusablemente necesario para generar teorías interpretativas de carácter global.
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Recepción: 08 de diciembre de 2009. Aceptación: 25 de enero de 2010
[1] Queremos agradecer las facilidades que, tanto en esta ocasión como en las anteriores, nos ha brindado el Museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba (MAECO) a la hora de realizar nuestras investigaciones. Asimismo, queremos dar las gracias a los responsables de la empresa In Situ que nos comentaron detalles muy interesantes de la restauración, obtenidos gracias a un metódico proceso de trabajo.
[2] Puede verse en Palol (1968: lám. 58-60 y, especialmente lám. 78), por las similitudes existentes a la hora de representar los caballos y el sogueado.
[3] Schlunk-Hauschild (1978: 152-153, taf. 45).
[4] Así ha sido publicado (León 1998: 105-106): “relieve curioso (…) buena prueba de una técnica rudimentaria (…) Los ángulos, los biseles y las ranuras empobrecen la ejecución y reducen a su más simple expresión la representación de las cabezas humanas”. Lo que se está describiendo, eso sí, desde una perspectiva ya un tanto superada de comparación con un ideal estético definido como superior, son las características más destacadas de los modos de talla de época visigoda descritos por nosotros para lo que podríamos llamar “el taller” de Córdoba en torno a la segunda mitad del siglo VI d.C. (Sánchez Velasco 2006: 98-109).
[5] La bibliografía sobre este monumento es enorme, pero cabe señalar el estudio inicial (Almagro 1983).
[6] Imágenes en Chapa Brunet (1985: lám. XII y XVII, respectivamente).
[7] Se puede consultar la traducción del original en Bonsor-Chic-Padilla 1989, donde se menciona el sarcófago en la página 15 y su correspondiente ilustración se encuentra en la 17.
[8] Un completo relato de lo sucecido, de la descripción del sarcófago y del dibujo que realizó Bonsor en su expedición por el Guadalquivir se puede consultar en Blánquez y Olmos (2006: 125-126); aunque en esta publicación se disculpa la asignación como sarcófago y su adscripción al mundo visigodo por el insigne hispanista porque “Es 1890 y no se ha configurado aún un arte ibérico como tal…”.
[9] Ya Fita, en se publicación (Fita 1910: 147, nota 3) recoge la opinión de Mélida sobre el carácter de pieza “…prerromana, ó ibérica…”.
[10] Este autor tiene una larga serie de publicaciones referidas al armamento ibérico, aunque una síntesis de toda su labor de investigación respecto al arco puede verse en Quesada (1997: 465-475).
[11] La definición como ballesta de nuestro misterioso objeto es ya antigua (Fita 1910: 146).
[12] De Re Militari, XXII.
[13] Recientemente ha sido publicada una obra donde se realiza una clarificadora exposición sobre la entidad y características –no siempre bien entendidas por los romanos– de estas externae gentes (Sanz Serrano 2009: 21-71).
[14] Una buena recopilación de estos ejemplos, fundamentalmente africanos se puede ver reunidos en una reciente publicación, con un jinete en esta actitud en el mosaico de la venatio de Gafsa, del siglo VI d.C. (VVAA 2009: 230); un mosaico procedente de Cartago fechado entre el V y VI d.C. (VVAA 2009: 237); o el frontal decorado de la tapa de sarcófago de Lamta, del siglo IV d.C. (VVAA 2009: 355).
[15] Es muy lógico que los carros usados para el transporte tengan un solo eje, ya que así pueden bascular y proceder a su carga y descarga de forma más fácil y rápida; incluso en caso de ser necesario, se puede desmontar una de las ruedas para esta tarea. Un magnífico ejemplo de carros de transporte lo tenemos en el segundo registro del relieve de Publius Nouicius Cuttinus consagrado a Saturno y depositado en el Museo del Bardo (Gardner y Wiedemann 1991, nº cat. 9).
[16] Un resumen de las dataciones propuestas para esta pieza, con mención a la problemática que conlleva, puede verse en Noga-Banai (2008: 139, nota 85), donde la datación de la pieza se lleva desde inicios del siglo V d.C. hasta el X d.C., según autores.
[17] De Re Militari I, 20
[18] La última publicación de esta pieza, donde se recogen las cronologías dadas por los diferentes autores, se puede consultar en Beltrán-García-Rodríguez (2006: 159-162).
[19] Sotomayor (1975: 190, lám. 43).
[20] Sotomayor (1977); Beltrán, García y Rodríguez (2006: 109-111, lám. V).
[21] Una síntesis muy ilustrativa sobre la “barbarización” del ejército romano y la heterogeneidad de sus unidades desde el Bajo Imperio puede verse en Sanz Serrano (2009: 85-94), con bibliografía y cita de fuentes clásicas.
[22] El texto completo dice así: Haec cava saxa Oppilani / continet menbra(!) / claro nitore natalium / gestu abituq(ue) co[n]s[picu]um / opib(u)s quippe pollens et ar/tuum virib(u)s cluens / iacula vehi precipitur predoq(ue)(!) / Bacceis destinatur / in procinctum(!) belli necatur / opitulatione sodalium desolatus / naviter cede perculsum / clintes(!) rapiunt peremtum / exanimis domu reducitur / suis a vernulis humatur / lugit(!) coniux cum liberis / fletib(u)s familia prestrepit(!) / decies ut ternos ad quater / quaternos vixit per annos / pridie Septembium(!) Idus / morte a Vasconibus multat(u)s / era sescentensima et octagensima / id gestum memento / sepultus sub d(ie) quiescit / VI Id(us) Octubres(!)
[23] En el texto, arriba desarrollado, dice exactamente membra, así que seguramente no se recuperó el cuerpo completo.
[24] El paralelismo entre sarcófago e inscripción no es, tampoco, nuevo (Fita 1910: 147, nota 3).
[25] La cantidad y calidad de los ejemplares reconocidos es tal que implicaría necesariamente la idea de la existencia de un taller, con piezas de gran calidad, de las que por desgracia sólo conocemos las tapas de los sarcófagos, que tal vez tendrían la caja sin decorar. Y aunque hay algún ejemplo de cubierta totalmente decorada y con rebaje para insertar la inscripción (Sánchez, Moreno y Gómez 2009: 155 lám. 34b), lo más frecuente es encontrarse cuidados textos, en verso (Sánchez, Moreno y Gómez 2009: 155 lám. 32b), en prosa versificada (Sánchez, Moreno y Gómez 2009: 149-151, lám. 26) o con alusiones salmódicas (Sánchez, Moreno y Gómez 2009: 143, lám. 11b). El último de los ejemplares se fecharía en la segunda mitad del siglo VIII d.C. y debió pertenecer a un obispo de la sede egabrense (Sánchez, Moreno y Gómez 2009: 165-166, fig. 10)
[26] Sin embargo, recientes estudios mantienen aún metodologías anquilosadas en el tiempo donde los motivos decorativos y su descripción ocupan un lugar prominente e individualizado, incluso por encima de tipologías un tanto artificiales de elementos arquitectónicos, decorativos y litúrgicos segregados de su contexto edilicio y arqueológico. La cuestión radica en que este tipo de estudios son fácilmente realizables sin un análisis directo de las piezas y de sus soportes, convirtiéndose en compendios de formas decorativas obtenidas a partir de bibliografía, por lo general anticuada, poco útiles incluso como catálogo. Un buen ejemplo de este tipo de proceder que acabamos de comentar puede verse en Sánchez Ramos (2007).
[27] Se puede ver esta argumentación, mucho más elaborada, en Collins (2005: 184, especialmente las notas 7 a 9).
[28] Un buen ejemplo de esta búsqueda de simbolismo puede verse, referida a los procesos constructivos de ciudades y/o edificios de época romana, en concreto al teatro romano de Córdoba, donde la forma de construir sus gradas, a base de seccionar por su hipotenusa paralelepípedos de mármol blanco, con un claro criterio de economía de medios y trabajo para la construcción de un graderío sobre una plataforma artificial y ataludada de opus caementicium, se ha interpretado como una “cuestión ideológica” asumida por la presencia de un arquitecto “vanguardista” de la capital del Imperio para hacer dicho teatro (León 2008: 180).
[29] Bien definido en Arbeiter (2001).