M. A. FERNÁNDEZ GÖTZ, La construcción arqueológica de la etnicidad, Serie Keltia 42, Editorial Toxosoutos, Noia (A Coruña), 2008, 168 pp.

Que un Trabajo de Investigación de Doctorado se convierta en la opera prima de un investigador, gracias a su más o menos inmediata publicación como monografía, no debe resultar extraño y es hasta cierto punto habitual, en un ámbito, como la Arqueología, donde aquellos se orientan con frecuencia al estudio e interpretación de nuevos (o antiguos) repertorios materiales o bien al análisis de los resultados obtenidos en las labores de campo. Sí me parece excepcional, en cambio, que una obra de estas características afronte los objetivos y adquiera la envergadura y la profundidad del trabajo que tenemos entre manos. La aparentemente discreta monografía de M. A. Fernández Götz constituye el primer intento de síntesis llevado a cabo en nuestro país sobre la historia de los estudios étnicos en Arqueología. Y digo aparentemente porque, a pesar del tamaño físico del volumen, el autor ha sabido sintetizar con maestría las diferentes tendencias que desde el siglo XIX han tratado de estudiar la identidad étnica a través, fundamentalmente, de los restos materiales: desde las primeras tentativas del Historicismo Cultural, donde se gesta el binomio etnia-cultura arqueológica, hasta los enfoques constructivistas de la arqueología postmoderna. Desde la obsesión normativista por la descripción y delimitación geográfica de grupos étnicos hasta los debates en torno al carácter subjetivo u objetivo de la manifestación externa de esa identidad (los famosos “rasgos étnicos”), o los factores y mecanismos que generan o activan los procesos etnogenéticos.

Ciertamente, no se trata de un tema nuevo. En los últimos años el interés por los estudios étnicos, en general, y por el análisis arqueológico de las etnias históricas en particular, ha dado como resultado una nutrida nómina de trabajos que ya, a día de hoy, resultaría oneroso relacionar de forma exhaustiva. Baste recordar la reciente publicación de algunas obras colectivas, como Identidades étnicas – Identidades políticas en el mundo prerromano hispano (Cruz Andreotti y Mora Serrano 2004), Identidades, culturas y territorios en la Andalucía prerromana (Wulff y Álvarez 2009) o Arqueología Espacial: Identidades (Sastre 2009), así como el ingente número de síntesis regionales llevadas a cabo sobre diferentes áreas culturales, como el Levante (Aranegui y Vives-Ferrándiz 2006) o la región tartésica (Belén 2007; García Fernández 2007), o bien sobre los grupos étnicos mencionados por las fuentes clásicas: celtíberos (Lorrio 1997), vetones (Ruiz Zapatero y Álvarez-Sanchís 2002), galaicos (González Rubial 2006-07), púnicos (Ferrer 1998), entre otros. Es más, podría decirse, sin riesgo a equivocarnos, que desde la revitalización de los estudios étnicos a principios de los años noventa, con la publicación de las actas del congreso Paleoetnología de la Península Ibérica (Almagro-Gorbea y Ruiz Zapatero 1992), estos trabajos han progresado no sólo en cantidad, sino también en calidad, tanto a nivel metodológico como en profundidad teórica. Y es que lejos de verse como una moda, al igual que ocurre con otras líneas temáticas de la arqueología actual, los estudios sobre la identidad étnica se han convertido en una auténtica preocupación para el investigador moderno. Ello responde no sólo a una coyuntura histórica en la que la etnicidad –como otras formas de identidad– ha cobrado un creciente protagonismo en un mundo cada vez más globalizado, como resultado de los procesos migratorios, los conflictos sociales derivados de la descolonización y, sobre todo, la crisis del modelo clásico de estado (véase Friedman 2001), sino también al papel que han jugado –y están jugando– los argumentos étnicos en la legitimación ideológica y política de movimientos nacionalistas de diferente sesgo. Se trata de una razón más que suficiente para justificar el actual interés por deconstruir los modelos interpretativos tradicionales, de corte idealista, planteando explicaciones alternativas a los procesos etnogenéticos del pasado a partir de la experiencia presente y sobre la base de un nuevo paradigma que tenga en cuenta el carácter discursivo, contextual, dinámico y multiforme de la identidad. Aunque, si se trata realmente de adoptar de forma rigurosa una postura emic, “la lógica desconfianza postprocesual hacia cualquier forma esencialista del pasado no debería oscurecer el potencial crítico y emancipador que muchos movimientos étnicos y nacionales, sobre todo cuando proceden de grupos minoritarios subalternos, tienen contra la uniformización «racional» que el sistema capitalista pretende implantar en todo el planeta” (Fernández Martínez 2006: 207).

En este contexto es donde se inserta la obra de Fernández Götz, que viene a satisfacer la necesidad de un análisis global de la interpretación étnica en Arqueología, ofreciendo al lector un esquema evolutivo sencillo y nítido, a partir de los paradigmas teóricos predominantes, al tiempo que desarrolla un epítome crítico de las principales corrientes y de las aportaciones individuales más destacadas. Una suerte de vademécum que permite rastrear y comprender las pulsaciones epistemológicas e ideológicas que subyacen a la explicación histórica y arqueológica de la etnicidad desde sus inicios hasta la actualidad.

El libro se abre con una breve introducción (capítulo 1), donde el autor plantea precisamente estos objetivos, justificando la pertinencia de la obra en un entorno académico y social en el que, como hemos podido ver, las cuestiones identitarias están acaparando la atención de numerosos especialistas en todos los campos de las ciencias humanas. A partir de aquí, el contenido se desarrolla en cuatro capítulos (2 al 5), en los que se realiza un recorrido por los diferentes enfoques y paradigmas desde los que se ha abordado el fenómeno étnico por parte de los arqueólogos y antropólogos modernos: el Historicismo Cultural (idealismo – esencialismo), las visiones normativistas de la antropología funcionalista y la New Archaeology (instrumentalismo), la aportación del pensamiento postmoderno a través de la sociología postestructuralista y la arqueología postprocesual (constructivismo), para terminar con una reflexión sobre los retos presentes y las posibilidades futuras de los estudios étnicos, en la que se proponen soluciones alternativas a los problemas conceptuales y metodológicos planteados desde las diferentes perspectivas analizadas.

Así pues, el segundo capítulo (El paradigma étnico-cultural) está destinado a analizar las primeras aproximaciones “científicas” al fenómeno de la etnicidad de la mano del positivismo y del Historicismo Cultural, así como su evolución durante las primeras décadas del siglo XX. Se hace especial hincapié en el contexto historiográfico e ideológico en el que nacen estos estudios, marcado por un notable incremento de la documentación arqueológica disponible y por el auge de los nacionalismos en la Europa continental, a lo que sin duda habría que añadir la expansión colonial en África y el sureste asiático, que demandaba una justificación científica solvente que sancionara la superioridad de las naciones occidentales y la necesidad de civilizar a los pueblos menos desarrollados. Esta demanda había encontrado una respuesta satisfactoria en el difusionismo, que se impone al evolucionismo unilineal como explicación del cambio cultural, y en el “esencialismo”, entendido éste como la capacidad que se atribuye a los pueblos para mantener inalterados sus rasgos fundamentales a lo largo del tiempo. No obstante, es la escuela alemana, y especialmente la figura de G. Kossinna, la que acapara la atención del autor, debido sobre todo al papel jugado por este investigador en la construcción de una metodología de trabajo y unas pautas interpretativas que permitieran rastrear grupos étnicos en el pasado a través de los rasgos materiales e inmateriales de su cultura, como la cerámica, las formas de enterramiento, pero también su lengua y sus creencias.

Ciertamente, el “método Kossinna”, como lo denomina el propio autor, y las aportaciones teóricas de la denominada Escuela histórico-cultural de Viena, donde se forja el concepto de Kulturkreis (“círculo cultural”), contribuyeron a trazar las líneas básicas del estudio histórico y arqueológico de la etnicidad, no tanto como fenómeno, sino como expresión “natural” y primordial de la “esencia” de los pueblos. Sin embargo, creo que la estructura del apartado no está del todo bien planteada. A mi juicio, hubiera sido preferible que los antecedentes del pensamiento de Kossinna, no sólo la labor de O. Montelius, sino también la influencia de la Escuela de Viena, hubieran quedado expuestos previamente al análisis crítico de la obra del investigador alemán. Por otro lado, el discurso habría quedado mucho más claro y lineal si se hubieran abordado primero las consecuencias ideológicas y políticas de las tesis de Kossinna, especialmente su uso por parte del Nacional Socialismo (punto 2.5) para, a continuación, examinar su impacto en el pensamiento histórico europeo (punto 2.4), ya que, a pesar de las numerosas críticas vertidas, la influencia de éstas trascendió el periodo de entreguerras y se prolongó hasta los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, sobre todo de la mano de V. Gordon Childe. A pesar de ello, estoy totalmente de acuerdo con las ideas vertidas por el autor y muy especialmente con la valoración que realiza sobre el alcance de las ideas de Kossinna, no sólo a nivel metodológico (mantenimiento de los principios básicos de la Siedlungsarchäologie en distintos ámbitos académicos, como el español), sino también desde el punto de vista teórico, toda vez que queda plenamente asumido como paradigma científico la identificación entre grupos étnicos y “culturas arqueológicas” (paradigma étnico-cultural), que implica como es lógico la posibilidad de reconocer a través de la Arqueología pueblos históricos y rastrear su evolución a lo largo del tiempo. En este sentido, convengo con el autor en que convendría desligar la operatividad –y validez– del propio método, que se gesta y desarrolla en un contexto histórico y epistemológico determinado, de sus posibles usos con fines ideológicos o políticos. Sin duda, “reducir el paradigma étnico-cultural a una instrumentalización política de la Arqueología por parte de personajes como Kossinna sería simplificar un fenómeno mucho más complejo” (p. 41).

El siguiente capítulo (Entre escepticismo arqueológico y eclosión antropológica) comienza precisamente con un excurso sobre la orientación de los estudios étnicos durante los años posteriores a la II Guerra Mundial, que se caracterizan por el rechazo frontal a las ideas de Kossinna e incluso por el escepticismo ante la posibilidad de analizar el fenómeno de la etnicidad desde la propia Arqueología. Esta actitud será especialmente evidente en Alemania, donde los excesos del periodo precedente generaron un cierto descrédito hacia los desarrollos teóricos, así como un retorno a la tradición positivista y compiladora, pretendidamente aséptica, que sólo en los últimos años, salvo excepciones, está empezando a ser superada, como ha puesto de manifiesto la reciente celebración de reuniones, como Spuren und Botschaften: Interpretationen materieller Kultur (Veit 2001), Soziale Gruppen-kulturelle Grenzen. Die Interpretation sozialer Identitäten in der Prähistorischen Archäologie (Burmeister y Müller-Scheessel 2006) o Auf der Suche nach Identitäten: Volk – Stamm – Kultur – Ethnos (Rieckhoff y Sommer 2007). Sin embargo, como apunta Fernández Götz, “tras la aparente desacreditación de las categorías étnicas se mantuvieron, de forma generalmente implícita, numerosos postulados del paradigma étnico-cultural, como muestra el abundante recurso a la migración y a la difusión para la explicación del cambio cultural” (p. 49), hasta el punto de que, en muchos casos, el uso de la nueva –y supuestamente inocente– noción de “cultura arqueológica” no dejaba de ser más que un trasunto de los viejos conceptos de “grupo étnico” o “círculo cultural”.

A continuación el autor analiza la aportación de la New Archaeology y de la Antropología a los estudios sobre la identidad étnica. La primera nació como reacción y alternativa al difusionismo y al modelo historicista cultural, que se encontraba ciertamente agotado, proponiendo un enfoque cientifista y normativo, que se nutría tanto de las teorías sobre la cultura vigentes en este momento –especialmente el Funcionalismo–, como de los métodos de trabajo de las denominadas “ciencias puras” –método hipotético-deductivo–, adoptando los enfoques ecológicos y los modelos de interpretación sistémicos. Aunque, como indica el autor, la etnicidad y, en general, el estudio de las identidades no gozaron del interés de los “nuevos arqueólogos”, el desarrollo teórico de la Arqueología y especialmente de la Antropología contribuyó a un cambio de paradigma, al considerar la etnicidad como una estrategia adaptativa más, activada a menudo por la organización sociopolítica en contextos determinados, marcados generalmente por el contacto intergrupal. Por primera vez se rompe la ecuación culturas arqueológicas – grupos étnicos, al entenderse estos últimos no ya como una expresión natural y concreta de los rasgos culturales, sino como una herramienta contingente que manipula y objetiviza la diferencia como forma de adaptación. No obstante y a pesar de ello, “la noción de cultura arqueológica continuó siendo utilizada como unidad básica de descripción y clasificación por buena parte de los arqueólogos” (p. 61), mientras que la nueva conceptualización de la etnicidad desarrollada por la Antropología y la Sociología apenas incidirá realmente en la investigación arqueológica hasta finales la década de los ochenta.

Sin duda, Fernández Götz ha sabido identificar en este capítulo las principales contribuciones realizadas desde las Ciencias Sociales, no sólo en el ámbito anglosajón, sino también en otras escuelas como la noruega, donde sobresale la figura de F. Barth. No obstante, si bien el papel de Barth en la definición teórica de la etnicidad resulta evidente, no lo es tanto en el caso de otros autores cuya influencia no siempre ha sido suficientemente reconocida, como ocurre con el alemán M. Weber o con el norteamericano E.C. Hughes, cuyas obras, pioneras en muchos sentidos, están siendo recuperadas en los últimos años. Es en este contexto, y siempre dentro de la Antropología, donde se produce el debate entre “primordialismo” e “instrumentalismo”, así como entre las visiones “objetivistas” y “subjetivistas” de la etnicidad, que ocupa la última parte de este capítulo. El término primordialismo –acuñado a finales de los años cincuenta– engloba a todas aquellas teorías que consideran la etnicidad como algo innato y natural al ser humano, ya se fundamenten en causas psicológicas (o biológicas) o recurran a las añejas esencias culturales. Utilizan, además, una serie de rasgos “objetivos” (lengua, origen, religión, cultura, etc.) que representan los vínculos “primordiales” que identifica a los miembros de un mismo grupo. Por su parte, el instrumentalismo concibe la identidad étnica como un “instrumento” que permite mantener la cohesión del grupo social ante una situación externa de conflicto o de competencia. En cualquier caso, la clave reside en el hecho de que la etnicidad no se considera ya una categoría de los seres humanos, sino un proceso social que se activa conscientemente sólo cuando se produce una situación de interacción con otros grupos. Desde principios de los años sesenta han proliferado varias escuelas y varias teorías que pueden etiquetarse como “instrumentalistas”, mientras que el número de contribuciones en esta línea no ha dejado de crecer. Sin embargo, como indica el autor, hay que tener en cuenta que “en ocasiones los límites entre ambas perspectivas resultan más difusos de lo que en principio puede parecer, siendo ciertamente complicado encuadrar a un autor dentro de una u otra corriente” (p. 66), como suele ocurrir a veces con F. Barth.

Por lo que respecta al debate “objetivismo” vs “subjetivismo”, éste se encuentra asociado al predominio de los enfoques etic y emic en el análisis de la identidad étnica. A igual que ocurre con la controversia entre “primordialistas” e “instrumentalistas”, Fernández Götz considera complicado agrupar a los investigadores en una u otra categoría, sobre todo porque es difícil –y sumamente simplista– reducir el análisis de la etnicidad a un solo enfoque.

Precisamente este es el caso de F. Barth y A. Cohen, a cuyas aportaciones el autor reserva un comentario más detallado y profundo. Del primero destaca la definición de la identidad étnica como una construcción subjetiva que surge de la propia sociedad, especialmente en situaciones de contacto (fronteras sociales), así como la definitiva desvinculación entre la etnicidad (entendida como un proceso social) y las manifestaciones de la cultura. Así pues, “solamente los factores socialmente importantes pueden ser considerados diagnósticos para los miembros, no así las diferencias objetivas y manifiestas generadas por otros factores” (Barth 1976 [1969]: 16-17). La visión de Cohen, en cambio, se encuentra excesivamente ligada a la utilidad de la etnicidad como una estrategia (instrumento) de control político y económico; sin embargo, por otro lado introduce una variable objetivista ciertamente útil desde un punto de vista metodológico, como es el papel de algunos elementos culturales –entre ellos, los restos materiales– en la construcción de la etnicidad, lo que autoriza a la Arqueología a rastrear la formación de identidades étnicas en el pasado a través de aquellas manifestaciones materiales de la cultura que se consideren especialmente significativas. Algo que, como veremos a continuación, tendrá una enorme repercusión en la siguiente etapa.

En el cuarto capítulo (“Repensando” la etnicidad) se trata conjuntamente la introducción en Arqueología de las tesis “instrumentalistas” y la aparición de nuevas tendencias interpretativas que se van imponiendo desde finales de los años ochenta de la mano de la arqueología postprocesual y de las distintas corrientes postmodernas procedentes, una vez más, de la Antropología y la Sociología. Por lo que respecta a la primera cuestión, el autor analiza la nueva comprensión del estilo que empieza a desarrollarse a fines de los setenta como contraposición al modelo dicotómico de estilo y función impuesto por la arqueología procesual en la década anterior. Desde este punto de vista, el estilo, es decir, los aspectos no técnicos de la cultura material, se comporta como un medio de comunicación activo entre los individuos y, por lo tanto, es susceptible de expresar la identidad, tanto étnica como social. Destaca, sobre todo, la figura de I. Hodder, a quién el autor considera el principal responsable de la recuperación del interés por la etnicidad en la arqueología europea, al explorar los aspectos simbólicos de la cultura material y su papel activo en la negociación –y expresión– de las identidades colectivas en situaciones de contacto y frontera (de nuevo, interacción).

Sin embargo, el principal aspecto tratado en este apartado es la aparición de las tesis postmodernas y su contribución a un cambio de paradigma respecto a la definición teórica de la identidad étnica. Esta nueva etapa coincide en el tiempo con lo que se viene denominando “la revitalización étnica”, un fenómeno social a gran escala que, como hemos visto al principio, acabará proyectándose rápidamente en el ámbito académico. Ello explica la enorme proliferación durante las dos últimas décadas de ensayos, congresos y estudios monográficos que tienen a la etnicidad como objeto de estudio.

Fernández Götz realiza un acertado recorrido por las principales aportaciones llevadas a cabo, ahora sí, directamente desde la Arqueología. Este recorrido comienza con una amplia –aunque no exhaustiva– reseña al volumen Archaeological Approaches to Cultural Identity, editada por S. Shennan en 1989, para terminar analizando lo que considera dos obras clave en el desarrollo del análisis histórico-arqueológico de la etnicidad: el libro de S. Jones, The Archaeology of Ethnicity. Constructing identities in the past and present (1997), y el trabajo de J.M. Hall (1997) sobre la etnicidad en la antigua Grecia. Por lo que respecta al primero, el autor destaca especialmente la introducción realizada por el propio editor, donde no solamente se analiza el estado de la cuestión desde una perspectiva arqueológica, sino que se “advierten ya algunas de las líneas interpretativas que marcarían la investigación durante la época posterior” (p. 94), integrando en una perspectiva netamente instrumentalista algunas contribuciones procedentes de la arqueología postprocesual. Así pues, Shennan dejará planteados los tres principales problemas que centrarán la atención de los investigadores durante la siguiente década: la conceptualización de la “etnicidad” (de nuevo el problema “objetivismo” vs “subjetivismo”), la relación entre identidad étnica y cultura material (la ecuación culturas arqueológicas/grupos étnicos) y el alcance temporal del fenómeno de la etnicidad, es decir ¿a partir de qué momento podemos hablar de grupos étnicos? Esto nos lleva a una cuestión no menos peliaguda: la capacidad de la Arqueología para hacer frente a la identificación y estudio de los grupos étnicos del pasado a través de los restos materiales.

Todos estos problemas fueron tratados con profundidad por S. Jones y J.M. Hall, la primera desde una perspectiva más teórica, mientras que Hall fue el encargado de trasladar el interés por la etnicidad a la historia del Mediterráneo antiguo. Personalmente creo que la obra de Jones tiene un mayor alcance, a pesar de sus posibles carencias, sobrepasando con creces las limitadas posibilidades que ofrece el trabajo de Hall para el estudio arqueológico de la etnicidad. Quizá se echa de menos un análisis más exhaustivo de este ensayo en la síntesis de Fernández Götz, aunque ha sabido señalar perfectamente las principales aportaciones llevadas a cabo por la investigadora británica, especialmente la introducción de la Teoría de la Acción y el concepto de habitus de Bourdieu en la interpretación arqueológica. Siguiendo la estela de Bentley, Jones aspira a superar la oposición entre “objetivismo” y “subjetivismo”, tendiendo un puente entre primordialismo e instrumentalismo. Considera la etnicidad no como una proyección estática de la cultura o una categoría subjetiva de los seres humanos, sino como un proceso socialmente construido, extraordinariamente dinámico y discursivo, cuya génesis hay que buscarla en el seno de las propias prácticas sociales; sin embargo, advierte que el sentimiento de identidad étnica no surge directamente del reconocimiento de las prácticas compartidas por los miembros de un mismo grupo (habitus), sino precisamente de lo contrario, cuando se activa la conciencia de diferencia como resultado del contacto o la interacción con otros grupos, es decir, cuando hay un reconocimiento de la alteridad (Jones 1997: 93-94). Asimismo, al tratarse de una construcción social y, por tanto, de un proceso abierto de negociación, Jones profundiza en el papel activo que puede jugar eventualmente la cultura material en el reconocimiento y la expresión de la etnicidad, lo que deja abierta la posibilidad de identificar y explorar los procesos etnogenéticos a través de la metodología arqueológica.

El capítulo acaba con una suerte de “Epílogo” donde el autor epitomiza algunas de las principales contribuciones llevadas a cabo en la última década sobre análisis arqueológico de la etnicidad, así como su aplicación a diferentes etapas y áreas culturales. Dada la imposibilidad de abordar exhaustivamente todos los trabajos relevantes publicados en este periodo de especial efervescencia de los estudios étnicos, Fernández Götz opta por centrarse en cinco ensayos que recogen, en su opinión, las principales líneas interpretativas y los temas prioritarios sobre los que se ha ocupado recientemente la investigación. Se trata, a saber, de la obra de S. James, Atlantic Celts. Ancient People or Modern Invention? (1999), Beyond Celts, Germans and Scythians: Archaeology and Identity in Iron Age Europe de P.S. Wells (2001), Heterological ethnicity: conceptualizing identities in ancient Greece de J. Siapkas (2003), Ethnische Interpretationen in der frühgeschichtlichen Archäologie de S. Brather (2004) y Ethnic Identity and Imperial Power: the Batavians in the early Roman Empire, publicado por N. Roymans en 2004. Entre ellos yo destacaría sobre todo la poco conocida obra de Siapkas, que ha sido la única capaz de trascender no sólo la visión instrumental del Procesualismo, sino incluso el modelo alternativo propuesto por S. Jones, al introducir un nuevo nivel de complejidad a través del concepto de táctica desarrollado por M. de Certeau y, por tanto, reconocer la posibilidad de que los individuos o los grupos puedan evadirse de las disposiciones estructurantes de la práctica hegemónica.

El último capítulo (Reflexiones y puntos de partida para una arqueología de la etnicidad) constituye, como indica el autor, “un ejercicio de reflexión personal, cuya finalidad no es ofrecer respuestas ni plantear conclusiones, sino simplemente exponer una serie de ideas y preguntas que contribuyan al desarrollo de un debate crítico y fructífero” (p. 119). En él se pasa revista a los aspectos fundamentales analizados en la obra, aportando ideas propias y meditando sobre las posibilidades presentes y futuras de las aproximaciones étnicas en Arqueología. Aunque básicamente comparto las propuestas vertidas por el autor, y aún a riesgo de agotar el espacio disponible, me gustaría glosar algunas cuestiones que creo definen a la perfección el estado actual del debate en torno al estudio de la identidad étnica. La primera es el potencial de la Arqueología para explorar la etnicidad de las sociedades pretéritas a través de la documentación material, “especialmente en aquellos contextos donde es posible contrastar nuestros resultados con la información de las fuentes escritas” (p. 120). Sin embargo, no pienso, como sostiene Fernández Götz, que los estudios sobre la identidad étnica carezcan de fiabilidad cuando únicamente se cuentan con restos materiales y no se puede recurrir a la documentación escrita. Al fin y al cabo, los objetos pueden jugar un papel activo en la negociación de las identidades. Aunque su mensaje no sea tan explícito como el de los textos, la Arqueología es capaz de identificar la formalización de prácticas y códigos en situaciones de interacción o conflicto que pueden materializarse en determinados elementos de la cultura material, ya sea a través de su uso, ya sea a través de sus atributos o del estilo.

Respecto al propio concepto de etnicidad, coincido con el autor en su carácter polifacético y dinámico, siguiendo muy de cerca las ideas consignadas por S. Jones en sus definiciones de “etnicidad” o “grupo étnico”. No obstante, Fernández Götz considera que se exagera en el énfasis que se ha venido poniendo durante los últimos años en la condición “fluida” y “cambiante” de la etnicidad. Desde mi punto de vista el dinamismo que se atribuye a los grupos étnicos no responde tanto a su inestabilidad, es decir, a una tendencia a mutar en un lapso relativamente corto de tiempo, sino a todo lo contrario, su capacidad para adaptarse –manteniendo buena parte de sus rasgos culturales– a las nuevas situaciones, revisando, modificando o reforzando las bases ideológicas, simbólicas y materiales que, generadas por la práctica social, marcan la frontera con el o los otros grupos sociales. Esto nos conduce a la siguiente cuestión: los elementos culturales que participan en la negociación de las identidades colectivas. En efecto, como indica el autor, los grupos étnicos pueden comunicar su identidad a través de una serie de elementos considerados diacríticos que son seleccionados consciente o inconscientemente de un amplio repertorio cultural, al igual que ocurre con los grupos de poder, los grupos de edad o género y las clases sociales. Ahora bien, ello no significa asumir la identificación entre “cultura arqueológica” y “grupo étnico”; así pues, el autor niega la posibilidad de que existan unos marcadores culturales “objetivos” de etnicidad, sino más bien “una serie de elementos que, en función de cada contexto específico, pueden aparecer vinculados a ella” (p. 128). Es lo que denomina “indicios de etnicidad”.

También creo, como indica Fernández Götz, en la necesidad de superar el antagonismo entre los enfoques emic y etic. No sólo resulta difícil acceder al discurso “subjetivo” elaborado por las sociedades antiguas, aún cuando contamos con documentos escritos, sino que, en ocasiones, la identidad étnica es construida a partir de definiciones exoétnicas, es decir, la proyección de una imagen elaborada por el otro, pero que es asumida y manipulada por el propio grupo en su beneficio. Este pudo ser el caso, por ejemplo, de la identidad “turdetana”, que es potenciada y reinventada durante los primeros siglos de la ocupación romana. En este sentido, es preciso aceptar las limitaciones de los testimonios literarios, que suelen proporcionarnos una visión sesgada o parcial de la identidad, generalmente en relación con los intereses del grupo dominante o, en todo caso, de la persona que escribe. Resulta arriesgado admitir que la imagen vertida por un autor, aunque emane también de la propia práctica social, tenga necesariamente que coincidir, en los mismos términos, con los sentimientos de afinidad desarrollados por el resto de los miembros del grupo al que hace referencia. Asimismo, convengo con Fernández Götz en que “las perspectivas etic pueden permitir identificar elementos culturales constitutivos de una determinada identidad étnica que no han sido conscientemente percibidos o asumidos por los propios autores” (p. 125), así como también el uso y la distribución de los posibles objetos o signos “distintivos” en aquellos casos en los que no contemos con referencias explícitas de las fuentes escritas.

Por último, uno de los principales problemas a los que inevitablemente se enfrenta la Arqueología es la manera de discernir los elementos materiales que son usados para expresar la etnicidad de aquellos otros asociados a otras formas de identidad cultural. Yo iría incluso más allá, puesto que es posible que un determinado elemento sirva, en distintos contextos y en relación con distintos interlocutores, para marcar diferentes tipos o facetas de la identidad. Siguiendo a S. Jones (1997: 126) el autor considera que sólo un estudio contextual y diacrónico de una amplia variedad de fuentes y clases de datos podrá proporcionar las evidencias necesarias para comprender de qué manera los elementos materiales de la práctica cotidiana son transformados en símbolos étnicos activos y cómo son utilizados por el grupo, a través de las variaciones en sus rasgos morfológicos y estilísticos o en su distribución. En definitiva, “se trata de averiguar qué aspectos de la cultura material, consciente o inconscientemente seleccionados, son los que aparecen en cada momento vinculados a la expresión y negociación de la identidad étnica” (p. 132).

Para terminar y como conclusión, el autor realiza unos breves apuntes sobre el estudio de la etnicidad en la Protohistoria, precisamente la etapa, como bien dice, en la que se ha focalizado buena parte del interés de la arqueología europea por la cuestión étnica. Establece, a partir de un reciente trabajo de G. Ruiz Zapatero, las tres fases en las que, en su opinión, debe estructurarse el análisis arqueológico de la etnicidad: la definición de un marco espacio-temporal a partir de las referencias escritas sobre grupos étnicos, contrastándolo con la distribución de los diferentes elementos de la cultura material; una vez determinado algún tipo de “marcador étnico” asociado a un grupo conocido, el siguiente paso sería rastrear de forma retrospectiva su uso, definiendo su dimensión o profundidad temporal; por último, es preciso analizar “cómo se articula la interrelación entre los diversos tipos de identidad social, así como el papel activo que desempeña la cultura material en la configuración y negociación de la identidad étnica tanto hacia el interior como en relación con otros grupos limítrofes” (p. 137).

En definitiva, nos encontramos no sólo ante un recorrido crítico –conciso y profundo al mismo tiempo– por las diferentes aproximaciones que se han realizado desde la Arqueología al fenómeno de la etnicidad, sino que el autor se atreve a abordar los principales problemas a los que se enfrenta el estudio arqueológico de la identidad –no sólo étnica, sino en general, la identidad en todas sus formas y expresiones– proponiendo posibles soluciones y vías de trabajo alternativas que permitan explorar esta faceta del comportamiento humano en toda su complejidad, desarrollando estrategias y herramientas útiles para el análisis de casos concretos en diferentes etapas cronológicas y distintos niveles de desarrollo cultural.

Asimismo, es de justicia valorar la amplitud y variedad del aparato bibliográfico utilizado, especialmente en lo que se refiere a la literatura continental. El autor ha sabido equilibrar el peso de las diferentes escuelas y tradiciones historiográficas, reconociendo las contribuciones que los arqueólogos, antropólogos o sociólogos alemanes, franceses, austriacos, noruegos, soviéticos, etc. han realizado a la construcción teórica de la etnicidad, un papel que muchas veces ha quedado a la sombra, especialmente ante el monopolio intelectual adquirido por la escuela anglosajona desde finales de los años sesenta. Así pues, hay que agradecer al autor la compilación de un elenco sumamente útil, con referencias a autores y títulos que, en muchos casos, son desconocidos en el ámbito académico español.

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Francisco José García Fernández

Universidad de Sevilla