Resulta gratificante comprobar, coincidiendo en esta opinión con la prologuista del libro, cómo una nueva generación de autores ha sabido ampliar los tradicionalmente estrechos horizontes geográficos de la investigación arqueológica española, y dedicarse a temas en los que la historiografía hispana apenas había hecho incursiones. Iván Fumadó Ortega pertenece a esta generación, y Cartago. Historia de la investigación constituye una estimulante sorpresa, no sólo por la excepcionalidad del tema dentro del panorama historiográfico español –un mérito ya de por sí–, sino también por el excelente trabajo realizado. El autor es plenamente consciente de la excepción que constituye su contribución, y enumera los autores que le han precedido –tan sólo tres– en la dedicación a temas generales de la historia de Cartago, a los que suma apenas una docena más que se han ocupado de temas puntuales (p. 227, n. 23).
La razón de esta exigüidad en la producción historiográfica española sobre Cartago viene de lejos, incluso de puede decir que es doblemente centenaria, y hay que atribuirla a los cambios socioeconómicos y políticos operados tras la invasión napoleónica, que se fueron traduciendo en un creciente desajuste en todos los aspectos respecto de otras naciones europeas. Durante el siglo XVIII la historiografía ilustrada había conseguido avances notables y la Arqueología, aún dentro de los límites del Anticuarismo, había sentado unas bases mínimas, no sólo en la configuración de la misma como disciplina científica sino también en los prematuros indicios de legislación sobre protección del patrimonio arqueológico. Sin embargo, durante el siglo XIX la distancia entre España y las naciones europeas más avanzadas se fue agrandando, y el país se mantuvo al margen de muchos de los fenómenos que se estaban configurando en Europa y que afectaban al resto del mundo. Uno de ellos era la expansión colonialista europea por Asia y África, en la que España apenas participó, tan sólo –y tímidamente– en Marruecos y Guinea, lo cual le restó posibilidades de organizar grandes expediciones arqueológicas como lo hacían Reino Unido, Francia o Alemania.
Hay, empero, otra razón además de la económica y política que podríamos argüir, aquella que se refiere al ensimismamiento que el romanticismo y el nacionalismo contribuyeron a consolidar en la historiografía española. Ambos ingredientes actuaron como potenciadores de la sensación de aislamiento y de excepcionalidad en detrimento de la universalidad, fenómeno que se fue agravando en el siglo XX por la Guerra Civil y el régimen de Franco, y sólo fue gradualmente superado a partir de la década de los ochenta.
En principio, Cartago debería haber interesado a los historiadores españoles tanto en cuanto la ciudad norteafricana había precedido a Roma en el control y colonización de gran parte de Hispania según la interpretación comúnmente aceptada. Era parte de la historia de España. Pero la historiografía decimonónica española –y la posterior– siempre consideró a los cartagineses ajenos al componente étnico y cultural hispano. La imagen que irradiaba Cartago era profundamente negativa, a diferencia de la dieciochesca que consideraba a fenicios y cartagineses como cofundadores de la nación española, y siempre estuvo definida en términos de rapiña, falsedad, impiedad, crueldad y expolio de las riquezas patrias. Además, como eterna perdedora no sólo en el frente de guerra sino también en la confrontación cultural contra griegos y romanos, Cartago no gozó de muchas simpatías.
Cartago. Historia de la investigación sienta un valioso precedente y repara, al menos en parte, este secular desapego de la investigación española hacia la historia de la ciudad norteafricana; y lo hace, además, desde una perspectiva historiográfica sugerente y enormemente aclaratoria por crítica, reflexiva y sintética. La historiografía es, según la RAE (2001: 1220), el “estudio bibliográfico crítico de los escritos sobre historia y sus fuentes, y de los autores que han tratado de estas materias”, y esta labor es la desarrollada sistemáticamente por Iván Fumadó, centrándose en la historiografía arqueológica de Cartago, especialmente referida a la topografía de la ciudad, a la que se considera como un único yacimiento arqueológico.
El esquema de libro, ya que está dedicado al análisis historiográfico, consiste en el establecimiento de una serie de fases de la investigación, concretamente siete, que el autor individualiza con criterios indiscutibles basados en los vaivenes de la actividad arqueológica y de las coyunturas políticas. Este núcleo está precedido y proseguido por sendos capítulos dedicados a la presentación y objetivos y a las conclusiones, respectivamente. La primera fase arrancaría desde los mismos orígenes de la historiografía grecolatina referida a Cartago y se prolongaría hasta el siglo XIX, un tiempo excesivamente largo pero unificado por la práctica ausencia de excavaciones arqueológicas y por el recurso exclusivo a los testimonios literarios clásicos, tardoantiguos, medievales y modernos, entre los que destacan las descripciones de los cronistas medievales o los episodios relacionados con la conquista y ocupación española de Túnez.
A partir de este capítulo, se suceden fases en las que la actividad arqueológica es la protagonista indiscutible en la investigación sobre el pasado de Cartago. El esquema que sigue el autor en todos y cada uno de los capítulos restantes remite a un esbozo ordenado y eficiente que consiste, en primer lugar, en la exposición sintética del contexto político en el que se desenvuelven los protagonistas; seguidamente se hace un breve comentario sobre el contexto epistemológico e historiográfico preponderante en la época, así como una descripción de la metodología y de las técnicas arqueológicas empleadas en las excavaciones; por último, se presenta individualmente a los protagonistas de cada período y su contribución al conocimiento de Cartago y a la bibliografía arqueológica, finalizando el apartado con un balance del período.
Cada uno de estos capítulos es precedido, con ingenio y mucho sentido del humor, por frases extraídas del Salammbô de Flaubert que, descontextualizadas, quieren personificar el espíritu de cada período. De esta manera desfilan uno por uno todos aquellos investigadores que han protagonizado la historiografía arqueológica de la ciudad: Delattre, Merlin, Gauckler, Drappier, Poinssot, Carton, Gsell y así un largo etcétera de autores hasta la última generación. Una enumeración tan larga podía haber dado pábulo al tedio, sin embargo la redacción es ágil, el texto se lee fácilmente, por lo que es recomendable incluso a lectores no especializados, aún cuando esto no suponga ninguna merma, sino todo lo contrario, en la calidad científica de la obra.
Los defectos formales que observo en el libro son muy escasos y no afectan a la calidad del trabajo. Por señalar algunos, se utiliza el palabro “exinscrito”, que no aparece en el diccionario de la RAE; se usa inadecuadamente el término “poliorcética”, ya que no consiste es una técnica de defensa como a menudo se cree, sino de ataque; o bien se emplea el término latino plural “pavimenta” sin cursiva. Pero son las excepciones en un libro muy bien estructurado y con una redacción correcta y ágil.
En los aspectos de contenido, el autor parece sentirse a gusto por las sendas de la Arqueología postcolonial y del postprocesualismo, pero esquiva con soltura, equilibrio y moderación todos los excesos que se le pueden atribuir a éste último modelo interpretativo, especialmente el relativismo y el nihilismo, que han conducido a muchos autores a un callejón sin salida y a la disciplina histórica a un ejercicio banal al servicio de la sociedad de consumo postindustrial. En una época en la que la crítica historiográfica ha alcanzado una gran madurez, paradójicamente se analiza el pasado con criterios del presente, viendo la “paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”, pues aquello que se critica –la utilización del pasado por el poder– no solo no se evita sino que se abraza. La Arqueología postcolonial ha quedado, en más de una ocasión, limitada a la queja o a la denuncia de una situación que hoy resulta exasperante y denunciable, pero con los criterios de hoy, no con los pretéritos. Sin colonialismo –en su proyección política y económica– el conocimiento arqueológico de Próximo Oriente y el norte de África no sería, ni mucho menos, el actual. Un fenómeno lleva aparejado al otro de manera indivisible y de poco sirve lamentarse hoy.
En una sociedad como la actual, en la que el pacifismo y la solidaridad se veneran como valores universales, la Arqueología postcolonial define conceptos como negociación y encuentro, pero olvida otros desgraciadamente universales como guerra, coerción, rechazo, proporcionando en ocasiones una visión edulcorada de la historia. A veces el pasado no se analiza, se juzga, en un ejercicio de maniqueísmo que establece y clasifica en categorías morales a buenos y malos, lo correcto y lo incorrecto. Sin embargo ese saludable espíritu crítico se reserva para el pasado, y los estómagos burgueses agradecidos, la mayoría de ellos pertenecientes al establishment, no suelen analizar la realidad presente que no es mucho mejor que la del pasado, sino distinta, a pesar de que haya una mayor concienciación patrimonial. Fenómenos hoy vigentes como el neocolonialismo, la burocratización, la corrupción administrativa, el clientelismo y un largo etcétera, que afectan a la disciplina arqueológica a uno y otro lado del Mediterráneo, parecen olvidados.
Por suerte Cartago. Historia de la investigación esquiva esos procelosos senderos, se centra el análisis crítico y evita rendir cuentas al pasado, como si se pudiera cambiar éste. Sólo detecto algunos exabruptos contra la Iglesia –la católica, como no podía ser menos–, lo cual no me extraña porque se ha convertido en el chivo expiatorio y en la diana de todas las invectivas postmodernas. Por ejemplo, en la página 58, aprovecha esta frase: “Mientras que hasta la Ilustración la verdad era un patrimonio basado, engendrado y emanado del poder, a partir de este momento el Estado activó una serie de mecanismos para operar el cambio”, e introduce una nota a pié de página (3) que reza: “Como caso excepcional podríamos tomar la postura del Vaticano: campeón del conservadurismo, el Papa no participó en este movimiento y todavía hoy se mantiene en vigor su infalibilidad dogmática”. En otra ocasión afirma que “No obstante y desde la perspectiva del concepto de orientalismo latente (Said 2005, 199 y ss.) se hace evidente hasta qué punto la historiografía de esta época se desarrolló paralelamente a las demandas de los centros de poder civil y católico” (p. 76). Un poco más adelante se dice que “Las obras de estas décadas se enmarcaban en un contexto cultural en el que se podían individuar diversos movimientos ideológicos. Algunos de ellos tan peligrosos como el racismo y el antisemitismo, que enlazaba con la teoría degeneracionista de la Iglesia” (p. 78). Por último, hablando del R.P Delattre, dice que siendo “enviado al Mahgreb bajo las órdenes del cardenal Lavigerie, se instala en las dependencias anexas a la capilla de san Luis con la intención de afirmar la primacía del cristianismo frente al Islam.” (p. 88).
Estas expresiones no constituyen una crítica consistente ni oportuna dentro del tema que el autor analiza, sino que parecen extraídas de una tertulia televisiva o de los tópicos postmodernos que nadie replica por su propia inconsistencia. Son, como digo, frases sueltas que no empañan el guión del libro, que navega habitualmente por la moderación y la distancia que un historiador debe tomar. En este sentido, suscribo por entero el último capítulo del libro que deja patente la coherencia del autor en la labor historiográfica.
Se trata, por tanto, de un libro muy recomendable para aquellos interesados en la historia de Cartago, especialmente en su dimensión de yacimiento arqueológico. Si además el autor ha realizado una base de datos (ÁBACo) con toda la bibliografía sobre el tema y está disponible de manera gratuita, el esfuerzo desarrollado y el favor a la comunidad científica convierten su trabajo en una obra titánica y de gran trascendencia.
Eduardo Ferrer Albelda
Universidad de Sevilla