http://dx.doi.org/10.12795/spal.2009.i18.04
Escacena Carrasco, J. L. y Vázquez Boza, M. I. (2009): “Conchas de salvación”, Spal 18: 53-84. DOI: https://dx.doi.org/10.12795/spal.2009.i18.04
José Luis Escacena Carrasco
Dpto. de Prehistoria y Arqueología, Universidad de Sevilla. Correo-e: escacena@us.es
María Isabel Vázquez Boza
Resumen: La arqueología protohistórica hispana cuenta con un repertorio cada vez más amplio de pavimentos de conchas marinas. Tan particulares suelos aparecen en el sur ibérico, desde Portugal hasta la provincia española de Alicante al menos. Su presencia en el Próximo Oriente y su mayor antigüedad en la zona siropalestina demuestran que fueron un elemento cultural más de los muchos que llegaron hasta Occidente con la colonización fenicia. En ambos extremos del Mediterráneo, los pisos de conchas se usaron como elementos apotropaicos colocados en los accesos a los edificios de culto y a otras construcciones.
Abstract: Hispanic protohistoric archaeology counts on an increasing repertoire of seashell pavements. These special grounds appear in the Iberian South, from Portugal to, at least, the Spanish province of Alicante. Their presence in the Middle East and their greater antiquity in the Syrian-Palestinian area prove that they were another cultural element out of the many others that reached The Western World with the Phoenician colonization. In both ends of the Mediterranean Sea, seashell floors were used as apotropaic elements placed in the accesses of cult buildings and other constructions.
Palabras clave: Fenicios, Tartessos, magia, religión.
Key words: Phoenicians, Tartessos, magi, religion.
“Todos añoraban sus familias y sus casas; los pobres, sus cabañas en forma de colmena, con los umbrales de las puertas empedrados de conchas y una red colgada” […]
(G. Flaubert, Salambó, § IX)
En 2008 se cumplió medio siglo del hallazgo del tesoro del Carambolo, yacimiento especialmente singular de la arqueología protohistórica hispana y durante muchos años buque insignia de Tartessos. La espectacularidad del conjunto de joyas y la personalidad de la cerámica con decoración geométrica pintada de este sitio han ocultado durante muchos años otras cosas más humildes aparecidas entonces. Algunos de estos otros elementos fueron estudiados con cierta profundidad por el propio Carriazo, y más tarde reconsiderados por muy diversos investigadores. Pero, entre estos restos menos notables ha pasado casi desapercibida la referencia del excavador a la localización de suelos de conchas en el sector del cabezo que desde entonces se vino a denominar “Carambolo Alto” o “Fondo de Cabaña”. Ha sido mucho más conocida en todo este tiempo la existencia de un pequeño pavimento de conchas en la parte del yacimiento denominada “Carambolo Bajo”, testimonio que analizaremos más adelante. Pero casi ningún trabajo posterior a los de Carriazo ha reparado en que las palabras del excavador demostraban la existencia de tales suelos en la acrópolis del asentamiento, porque las conchas se encontraron, en dos partes distintas y antes del hallazgo del tesoro, “cuidadosamente colocadas en filas unas junto a otras” según referencia literal del mismo Carriazo (1970: 39 y 78).
Para los momentos anteriores a estos hallazgos del Carambolo, la consulta de la literatura arqueológica usada para el presente trabajo no ha proporcionado ningún registro claro. Aun así, al menos desde finales del siglo XIX conocemos en el ámbito tartésico bajoandaluz la presencia de conchas marinas en contextos funerarios, que en ningún caso formaban pisos. Según Bonsor (1899: 29), se trataba de valvas de moluscos sobre las que se habían grabado grifos. Esta identificación fue desmentida más tarde al reconocerse que en realidad los ejemplares del túmulo H del Acebuchal conservados eran fragmentos de marfil, mientras que otros de las necrópolis de Bencarrón y de Santa Lucía también citados por Bonsor se habrían perdido (Aubet 1980: 37; Sánchez Andreu 1994: 137).
Desde los descubrimientos más antiguos del Carambolo, los pavimentos de conchas marinas han carecido de un estudio global que recopile los datos existentes, su cronología, su reparto geográfico, su ubicación dentro de los edificios que los poseían o su función. Es más, como el Carambolo se ha considerado durante casi toda la segunda mitad del siglo XX el paradigma más representativo de lo que deberían ser los poblados indígenas que encontraron los fenicios al acceder a las costas atlánticas andaluzas, dicho axioma ha dado pie a que los suelos de conchas se hayan atribuido de manera prácticamente automática a la gente local y no a la población semita de procedencia oriental. Esto ha ocurrido sobre todo en algunos testimonios malagueños y en los autores que los han dado a conocer o estudiado (Suárez y otros 2001: 111; García Alfonso 2007: 378), siendo uno de los casos más emblemáticos el de Alcorrín a pesar de que los resultados de las excavaciones en este sitio no han sido publicados aún con la suficiente extensión y profundidad. Como mucho, y siguiendo el paradigma tradicional sobre la interpretación histórica y la filiación étnica de la mayor parte de los asentamientos del mundo protohistórico meridional hispano, los suelos de moluscos han sido considerados en el marco genérico de las influencias orientales sobre la arquitectura vernácula (Díes Cusí 1995: 293 y 311).
Como para otras muchas cosas y explicaciones del mundo tartésico, al cabo de cincuenta años el Carambolo ha servido también para destruir esta primera atribución cultural. Ahora que sabemos que en este cerro se ubicó un santuario oriental, las grandes superficies forradas de conchas marinas que anteceden a las capillas de Baal y de Astarté tienen necesariamente que ser analizadas también desde esta nueva interpretación. El presente artículo persigue, en consecuencia, indagar sobre el origen de esta práctica edilicia y sobre su significado entre las gentes que la emplearon.
Ya hemos avanzado que los pisos de conchas marinas que constituyen nuestro objeto principal de estudio corresponden a los de la Península Ibérica, y que éstos se extienden por su mitad meridional (fig. 1). Para poner cierto orden a la descripción de las evidencias con que hasta ahora contamos, tal vez sea conveniente realizar una exposición de este registro concretando sus entradas de oeste a este. Este orden no obedece a ningún criterio especial intrínseco a los propios documentos. Si acaso, podría existir aquí cierto hilo cronológico. De hecho, puede sostenerse en principio que los ejemplos del área tartésica, considerada ésta en un sentido relativamente amplio que incluiría el sur de Portugal y el litoral malagueño además del Bajo Guadalquivir, son más antiguos que los de algunos enclaves del sureste. En esta otra zona hispana más oriental, la construcción de tales suelos se mantuvo en parte en la segunda mitad del primer milenio a.C., cuando en la región más occidental no se ha constatado hasta hoy ningún caso posterior a la primera mitad del siglo VI a.C.
Se incluyen en este listado en primer lugar aquellos enclaves en los que se han detectado pavimentos de este tipo bien identificados, en los que las conchas marinas están incrustadas boca abajo y normalmente ordenadas en filas y con similar orientación sobre superficies de tierra batida o sobre camas de lajas de piedra preparadas adrede. Pero el listado quedaría incompleto sin la referencia final a una gavilla de lugares en los que hay indicios de su existencia. Llegado el caso se expondrán los argumentos en que puede sustentarse tal sospecha.
En la zona sur de Portugal destaca el sitio arqueológico de Castro Marim, un promontorio que domina la desembocadura del Guadiana desde su orilla derecha y que en la Antigüedad pudo ser una isla (Arruda 2007: 116). En el siglo VI a.C. se levanta aquí el edificio de la fase IV, también conocido como compartimiento 27. Dicha estructura disponía de una entrada orientada al este, al exterior de la cual se localizaron dos superficies pavimentadas con conchas marinas que dan acceso a la zona interna del edificio, situada a una cota algo más elevada que la externa. Este espacio fue abandonado repentinamente a mediados del siglo VI a.C., pues no existen luego materiales de finales de esta centuria ni de la primera mitad de la siguiente. Mientras se mantuvo en vida, se usaron en su interior huevos de avestruz. Este último dato, unido al hecho de haberse localizado un altar y bancos corridos precisamente en esta estancia 27, sugiere que funcionó como santuario en la fase IV, aunque otro altar de la fase III apunta a que este destino arranca de un momento más viejo, en ningún caso anterior a la época colonial fenicia (Arruda 2007: 118-121 y lám. XVII). A pesar de que se ha propuesto que tras este hiato se pudo reanudar su papel como edificio de culto en la segunda mitad del siglo V a.C., para esta otra fase más reciente no se han constatado áreas pavimentadas con moluscos marinos (Arruda y De Freitas 2008: 429-441).
Los dos pequeños suelos de conchas pudieron formar parte de una sola superficie que acabó perdiendo las valvas en su parte central debido a que esa zona era la que más se pisaba al entrar al edificio o al salir de él (fig. 2).
En 1971 se publicaron los resultados de las excavaciones llevadas a cabo en el casco urbano de la localidad de Aljaraque. De este sitio, que fue interpretado en principio como “factoría púnica”, interesa ahora el pavimento de conchas que formaba la base del estrato I. Este nivel arqueológico contenía materiales de muy diversa cronología y supuso en realidad la amortización del suelo de moluscos (Blázquez y otros 1971: 310-326).
Entre los elementos cerámicos de ese estrato I hay fragmentos de vasijas de cronología relativamente vieja, que llegarían incluso al Hierro Antiguo. De hecho, un trozo de cerámica gris de la variedad más oscura (Blázquez y otros 1971: fig. 4 B) puede entroncarse con tipos semejantes que se fechan en el Macareno en la primera mitad del siglo VI a.C. (Pellicer y otros 1983: 78-81). Aún así, la formación de ese relleno fue más reciente o duró el tiempo suficiente como para incluir ánforas iberopúnicas de tipo gaditano T-8.1.1.2, datables entre la segunda mitad del siglo IV y el siglo II a.C. (Ferrer 2004: 242). Por tanto, todos estos registros corroboran que el pavimento de conchas es más viejo. Se podría llevar al siglo VI a.C. según el gran vaso de cerámica que apareció encajado en él, cuya forma cuenta con claros exponentes en esa fecha (Escacena 1987: 308), por ejemplo en Guadalhorce (Arribas y Arteaga 1975: 38 y lám. XX).
El suelo de conchas de Aljaraque tenía debajo un enlosado de pizarras. Esto pudo ser una mera solución técnica para reforzar la base de las valvas superpuestas, pero también una solería independiente anterior. En este segundo caso, el dato podría sugerir que esos dos pisos se situaban en una zona al aire libre más que al interior de las construcciones, porque los empedrados solían caracterizar a los ámbitos a cielo abierto en la arquitectura de la época según se ha constatado en el Cerro de San Juan de Coria del Río por ejemplo (Escacena e Izquierdo 2001: 135-136). Como hemos adelantado, el pavimento de conchas conservaba una vasija de cerámica encastrada en él, con la boca a ras de suelo (Blázquez y otros 1971: 310, fig. 4 y lám. LXII B). Es posible que, si estuviéramos ante un santuario como el de Castro Marim, este recipiente fuera un mar para agua bendita, lo que de nuevo explicaría por qué el pavimento se ubicó posiblemente en el acceso al recinto. De todas formas, los excavadores señalaron en su día otra notable característica de los suelos de conchas de Aljaraque: la existencia de pequeñas áreas circulares y semicirculares en reserva, es decir, que carecían de caparazones (Blázquez y otros 1971: 326). Si esa falta fuese intencionada tal vez pueda pensarse en una práctica que jugaba con la ausencia/presencia de moluscos para originar mensajes decorativos y/o simbólicos, entre los que no se deberían descartar las representaciones astrales si tenemos en cuenta que las conchas pudieron identificarse en el mundo siropalestino con ciertos cuerpos celestes (Biggs 1963: 126) y que en época púnica sirvieron para formar figuras simbólicas en los suelos de algunas construcciones (Belarte y Py 2004: 392). En cualquier caso, podrían ser también la huella de elementos que, como el mar de cerámica, estuvieron un día embutidos en el pavimento y que luego fueron retirados. Esta segunda explicación ha sido la comúnmente aceptada (cf. Arribas y Arteaga 1975: 24).
Otro pavimento de conchas onubense se localizó en el inmueble 10-12 de la calle Botica, en la propia Huelva (García Sanz 1988-89: 153-154). Apareció en el área de excavación denominada “Cuadro A”. Para su fabricación se usaron sobre todo conchas de la gran familia de las ostras, caso único en el conjunto de suelos de moluscos marinos conocidos hasta ahora. Las valvas se mezclaron con guijarros e incluso con algunas pequeñas lajas de pizarra (fig. 3). Dentro de la secuencia estratigráfica del solar, corresponde a la base del Estrato 4, donde abundaban además muchas conchas sueltas que se han relacionado con la existencia de tal pavimento (Rufete 2002: 27-32). Como el Estrato 4 supone en realidad la amortización de ese suelo, su fecha marcaría una datación posterior a la de su construcción y uso. Este estrato –o Nivel Ia– cuenta con vajilla de barniz rojo de tipo fenicio y con cerámica gris de Occidente, además de contener vasijas a mano. Como hay incluso algún fragmento griego arcaico con una cronología del segundo y tercer tercio del siglo VI a.C., el mosaico de conchas y piedrecillas debe ser necesariamente de estos momentos o de algún tiempo antes (Rufete 2002: 48).
El orden de deposición de las capas arqueológicas de Botica 10-12 reveló que este suelo es anterior al primer muro detectado a pesar de que sólo se mostró a un lado del mismo (Rufete 2002: fig. 8). Este hecho indicaría que nada tiene que ver con esa estructura arquitectónica. Por ello se desconocen sus relaciones con los edificios que podrían haber existido en el entorno inmediato. Por tanto, con los datos existentes no queda claro si se trata de un área al aire libre o bien de un ámbito cubierto, aunque la disposición alargada de la estructura y su anchura, similar a la de los muros de la época, sugieren su interpretación como umbral o anteumbral. Sí se sabe, en cambio, que esta zona era el límite de la ciudad de época tartésica por el sur, ya que en las cercanías del pavimento se documentaron niveles de limo vinculados a la acción mareal (Rufete 2002: 160).
Dentro aún de Huelva, otro pavimento de moluscos se halló en el solar nº 6 de la calle Puerto. Aquí se ha descrito un suelo de arcilla roja en la base del Estrato 3b. Dicho pavimento forraba un pequeño sector con “conchas colocadas intencionadamente” (Fernández Jurado 1988-89: 117-118). Este testimonio podría ser del siglo VII a.C. según sus materiales cerámicos. Dado que la zona alfombrada con valvas no ocupa todo el piso de tierra roja, podría pensarse de nuevo en que estamos en el vano de acceso a la estancia o en sus inmediaciones, aunque este detalle no se pudo corroborar en la excavación. Es posible que a este suelo pertenecieran en su día los ejemplares de Glycymeris con fuerte desgaste incluidos en el estudio faunístico de la intervención (Moreno 1988-89: 250 y 250).
Ya hemos adelantado que en 1958 apareció en el Carambolo Alto el primer suelo de conchas recogido en la literatura arqueológica referida a Tartessos. Faltan imágenes del mismo porque las obras que lo localizaron carecieron de control arqueológico hasta que se halló el tesoro que ha dado fama al lugar. Que consistía en un piso de conchas y no en valvas sueltas fue percibido por Carriazo cuando señaló, por información de los obreros que trabajaban en las reformas del edificio de la Sociedad de Tiro de Pichón, que las conchas estaban colocadas en hileras (Carriazo 1970: 39 y 78). Aún así, Carriazo señala este dato a propósito del estudio del pequeño tramo pavimentado con moluscos que excavó en el sector del yacimiento que denominó Poblado Bajo.
Hoy sabemos que esta parte del Carambolo no era más que un asentamiento en ladera nacido al calor del santuario que ocupaba la cima del cerro. Aún así, no debería descartarse que esta otra zona dispusiera de construcciones relacionadas con la función sagrada de toda la colina. De hecho, proceden de aquí documentos arqueológicos que hablan del mundo de las creencias (Belén y Escacena 1997: 110-111). Y fue precisamente en el gran corte estratigráfico que Carriazo abrió en el Carambolo Bajo donde se pudo constatar lo que hasta ahora se ha interpretado, siguiendo literalmente sus palabras, como una especie de vasar (fig. 4). A nadie ha extrañado que el propio Carriazo se refiriera a ese elemento como “una repisa, puesta inexplicablemente en la dirección de un muro” (Carriazo 1970: 78). Así que, teniendo en cuenta esta posición, incomprensible para el excavador, sugerimos que lo que se halló entonces fue en realidad el umbral de una puerta, lo que explicaría su disposición a soga con el muro.
Este escalón de entrada a algún edificio del estrato IV del Carambolo Bajo apareció relativamente bien conservado. Contaba con 41 conchas dispuestas en siete filas (Carriazo 1970: 78). De las fotos de la época no puede deducirse si esas líneas se colocaron en el sentido de la pared de la estancia o en dirección opuesta; tampoco aparece aclarada esta circunstancia en el dibujo en perspectiva que publicó de este sector el propio Carriazo (fig. 5).
Las excavaciones recientes en el Carambolo han sacado a la luz grandes tramos de pavimentos de conchas. El uso más antiguo es de la fase Carambolo V, el primer templo construido sobre la colina y que se fecha en el siglo IX a.C. Se accedía a este humilde recinto por una pequeña rampa de tierra que daba paso al umbral y a dos peldaños de bajada a un patio de entrada. En este vano se forraron de conchas marinas las caras superiores de los dos escalones y la del umbral propiamente dicho (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005: 118). El mismo tratamiento se dio a los dos peldaños de acceso a la capilla sur (fig. 6). Más tarde, cuando en el siglo VIII a.C. se llevan a cabo las grandes reformas que producirán el mayor desarrollo del santuario (Carambolo IV-I), un gran pórtico de entrada a las capillas de Baal y de Astarté, de unos 150 m² de superficie, fue enlosado por completo de conchas (fig. 7). Estos suelos se rehicieron en varias ocasiones conforme subía la altura de los pisos del complejo por acumulación estratigráfica (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2007: 99-131). No parece que se reutilizaran las valvas una y otra vez para nuevos pisos (fig. 8).
Al sur de las áreas más sagradas del Carambolo, pero aún dentro del recinto templario, se desarrollaron en la fase de mayor tamaño del edificio estancias más pequeñas con escalones de acceso también pavimentados con conchas (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2007: 132). Es posible que estemos aquí ante dependencias de servicio a modo de sacristías, y no ante capillas propiamente dichas, aunque no debe descartarse que fuera esta puerta la de acceso a un torreón-altar que pudo ubicarse en esta zona.
Los últimos excavadores del Carambolo han señalado que las conchas aparecían a veces finamente llagueadas de rojo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2007: 128). Es posible que tal efecto se lograra de forma intencionada impregnando de pigmento los intersticios de las conchas. Pero también podría pensarse en una secuela indirecta que tendría su origen en los restos de pintura que impregnarían el calzado de quienes frecuentaban las estancias interiores. De hecho, casi todos los ámbitos cubiertos tenían suelos de tierra apisonada que se repintaban una y mil veces con arcilla roja.
Todos los pavimentos de conchas del Carambolo se elaboraron con caparazones de la especie Glycymeris glycymeris.
También en la provincia de Sevilla se encuentra el único ejemplo, hasta ahora, de cabaña de tendencia circular con pavimento de conchas asociado. Se trata del yacimiento denominado Cerro Mariana, en la localidad de Las Cabezas de San Juan. El lugar exacto del hallazgo se encuentra en la periferia de un tell que supone el origen de la población actual y que se ha identificado con la ciudad antigua de Conobaria (Beltrán 1999). En realidad, más que un suelo, constituye el ejemplo típico de la marca del umbral con una sola línea de valvas que, en número de siete, sirve de divisoria nítida entre el interior y el exterior del habitáculo. Éste obedece al modelo típico de choza redonda con muro de mampostería pétrea en la base –bien documentado en el proceso de excavación–, alzado hipotético de tapial o adobes y techumbre tal vez vegetal, y su fecha podría corresponder al siglo VIII a.C. Su interior disponía de un pavimento de tierra apisonada rojiza sobre el que permanecían huellas centrales quemadas por la existencia en su día de hogares y/o estufas. La hilera de siete conchas de Glycymeris glycymeris se dispuso sobre un pequeño escaloncillo de barro amarillento perpendicular al sentido de paso (fig. 9). Este peldaño, sólo levemente insinuado, separaba el piso interior de un pequeño empedrado exterior que precedía a la puerta (Beltrán y otros 2007: 81-85).
Como hemos adelantado, hasta hoy este caso constituye el único ejemplo donde la costumbre de marcar la entrada a los edificios se ha constatado en estructuras circulares, tradición edilicia atribuida normalmente a la comunidad de origen no oriental que ocupaba Tartessos junto a la gente fenicia (Izquierdo 1998: 281-282).
En el yacimiento de Pocito Chico (El Puerto de Santa María) se ha señalado la existencia de un nivel de conchas en el que unas valvas estarían puestas boca abajo y otras boca arriba. Los detalles de este supuesto suelo están publicados de forma muy escueta, por lo que resultan de mala calidad científica para su uso fiable en el presente análisis (López Amador y otros 1996: 45-46). En realidad, no se habla aquí de un verdadero pavimento de conchas, por lo podría tratarse más bien de un nivel arqueológico que incluía conchas de moluscos en abundancia. Desde luego, aunque no se indica la especie, se afirma que sería una variedad de molusco no comestible. Tal vez por tratarse de un hallazgo confuso, en la obra que más se estudia este yacimiento no se cita tal pavimento (cf. Ruiz Gil y López Amador 2001). Aun así, se recogieron numerosas conchas, que se han estudiado como restos de fauna procedentes de Campillo (Menez 1996: 167) a pesar de que otros trabajos sobre este yacimiento no aluden a estas conchas (cf. Ruiz Mata y González Rodríguez 1994: 218-219). Las del género Glycymeris, el más usado para esta función en casi todos los casos conocidos hasta ahora, fueron recogidas todas en estado adulto, mientras que de Theba pisana se recolectaron algunos ejemplares juveniles (Menez 1996: 167). En estos confusos datos, que se han fechado en el siglo IX a.C. se han basado algunos autores para defender que el uso de pavimentos de conchas constituiría una costumbre indígena copiada por los fenicios (Suárez y otros 2001: 111).
De Doña Blanca, también en El Puerto de Santa María, existe en la literatura arqueológica una breve referencia a un pequeño pavimento de conchas fechado en el siglo VIII a.C. Como en otros sitios de este catálogo, en esta colonia oriental forraba la cara superior del umbral de una vivienda (Ruiz Mata y Pérez 1995: 105). A pesar de que se ha hecho alguna vez referencia a este caso al estudiar suelos de conchas del área malagueña (cf. Suárez y otros 2001: 110), se trata de un registro del que no se ha publicado imagen alguna. Tampoco se han dado a conocer sus medidas ni la identificación de la especie de molusco utilizada.
En la propia ciudad de Málaga, en concreto en la calle Císter, se ha localizado hace pocos años un santuario fenicio del que se conservaban dos altares taurodérmicos, del tipo que, en barro, imita fielmente las pieles de toros tal como éstas se recortaban en la Antigüedad. En unas dependencias que lindan con este complejo, aunque separadas por una calle, se pudo localizar una estancia que disponía de un suelo de conchas. Los excavadores señalan que este tipo de pavimentos se suele vincular al mundo no fenicio de Tartessos, es decir, a la población genéricamente conocida como indígena. Sin embargo no se decantan necesariamente por dicha interpretación a pesar de sostener que tales suelos se dan ya en el Bronce Final de la zona y que continúan durante el Hierro (Arancibia y Escalante 2006: 338 y 342). No se han dado a conocer ni las medidas de este pavimento ni la identificación específica de los moluscos empleados. Tampoco sabemos si la habitación se encontraba en el interior de la construcción o era una pieza de entrada a modo de zaguán. Es posible, no obstante, que todo ese lote de edificios formara parte de un complejo cultual más amplio que lo hasta ahora localizado (Arancibia y Escalante 2001: 356). En el área de excavación de la calle Císter no se hallaron pisos de moluscos anteriores a la ocupación fenicia de la zona. De hecho, no existe allí asentamiento precolonial alguno. Por esta razón, es posible que los arqueólogos hablen de pavimentos de conchas en el Bronce Final guiados por la idea, bastante común entre algunos investigadores malagueños como ya advertimos en nuestra introducción, de que su uso precedió a la instalación en la costa mediterránea andaluza de los más viejos establecimientos cananeos. Por ello, en apoyo de este axioma cronológico los autores se refieren a la defensa de esa idea que hacen en concreto Suárez y otros (2001: 111)[1].
En la localidad malagueña de Benalmádena se conoce el asentamiento del Cerro de la Era, en un entorno con escaso registro arqueológico prefenicio. Consiste de un edifico de los siglos VII y VI a.C. con un posible patio que servía de repartidor a distintas estructuras desarrolladas a su alrededor. Una de esas estancias se pavimentó con tierra apisonada, pero otra, de unos 8 m² de superficie, con conchas marinas (fig. 10). Destaca aquí el uso de la especie Glycymeris insubrica, aunque se intercalaron también algunos caparazones de Acanthocardia tuberculata. Este suelo se desarrolla alrededor de un muro en esquina fabricado con bloques de travertino, y apareció limitado también por una pared de adobe. Las conchas se dispusieron sobre una cama de lajas de pizarra. Se detectaron al menos tres capas superpuestas, lo que indica que el pavimento se rehízo en varias ocasiones mientras estuvo en vida el edificio. Éste se abandonó por completo a comienzos del siglo VI a.C., pues la ocupación posterior se hace con actividades de distinta índole entre las que se ha señalado la siderurgia. Aunque el asentamiento no conoció ocupación alguna después del siglo IV a.C., los pavimentos de conchas superpuestos se relacionan sólo con el edificio de los siglos VII y VI a.C., que los excavadores definen como “ínsula o caserío” (Suárez y otros 2001: 102-124).
No debería descartarse que el complejo del Cerro de la Era de los siglos VII y VI a.C. fuera un santuario. De hecho, su planta, que sigue modelos arquitectónicos fenicios, ha sido relacionada con el diseño de la construcción portuguesa de Abul, en la desembocadura del Sado (Suárez Cisneros 1999: 109)[2], y en la habitación con suelo de tierra batida apareció, entre otros elementos, un píthos decorado con grandes asteriscos negros sobre fondo blanco y rojo (Suárez y otros 2001: 111). El asterisco era una representación astral del Lucero, la Astarté fenicia (Escacena 2000: 153). En cualquier caso, por la situación periférica del suelo de moluscos, parece que éste pudo ocupar un área de acceso al conjunto. Ya hemos visto que en Aljaraque apareció también un nivel de placas de pizarra bajo las valvas, lo que sugiere de nuevo que estamos en una zona externa y/o que se arbitró esta solución para fortalecer la cimentación del mosaico de conchas. Si se tiene en cuenta que las conchas ya disponían de su propia cama, fabricada con arcilla y nódulos de yeso (García Alfonso 2007: 157), la primera hipótesis podría tener más fuerza que la segunda, apoyando así la posible función de este sector como vestíbulo del edificio.
En el Cerro del Villar, M.E. Aubet ha detectado también una muestra significativa del uso de pavimentos de conchas marinas, en concreto en el corte 5. El estrato IIb de esta cuadrícula, especialmente abundante en material arqueológico, mostraba en la base un piso de cantos y valvas de moluscos similar al suelo detectado al exterior del edificio del Sector 3/4. Se trata, por tanto, también de un suelo de conchas en un área externa a una construcción (Aubet 1999: 77). El empleo como piezas para solería justifica que no sufrieran manipulación culinaria, pues se recogieron de la costa ya como simples caparazones de animales muertos (Oller y Nebot 1999: 329).
En una de las casas mejor conocidas del yacimiento, la denominada casa 2, que se fecha en el siglo VII a.C., se halló una cisterna para agua de planta rectangular. Al parecer, a este depósito hidráulico se accedía por uno de los lados menores, y fue precisamente esta zona la que se pavimentó con conchas marinas (fig. 11). En la bibliografía correspondiente no se recoge la clasificación biológica de la especie utilizada (Delgado 2008: 75-77 y fig. 9).
Para el Cerro del Villar existen otros datos sobre pavimentos de moluscos, aunque no se han publicado en extensión que sepamos. En una casa del siglo VII a.C. con patio central empedrado y habitaciones abiertas a él, se halló una estancia con lucernas y un huevo de avestruz. En este ámbito se documentó un resto de suelo fabricado con conchas y arcilla (Aubet 1992: 74-75). Es posible, pues, que se trate de una pequeña capilla doméstica dotada de su propia alfombra de conchas en la entrada.
En Los Castillejos de Alcorrín, un gran asentamiento amurallado del término municipal de Manilva, se han localizado hasta la fecha dos puntos con conchas marinas dispuestas en mosaico. El más pequeño, pero en absoluto el menos interesante, supone hasta la fecha un unicum en este tipo de registros. Consiste de un conjunto de conchas colocadas en un escalón asociado a un foso defensivo de sección en U perteneciente a la denominada “fortificación interior” (Marzoli y otros 2009: 125). Aunque los excavadores señalan que tal vez responda a los restos de un pavimento colocado allí para proporcionar especial realce a aquel ámbito, el sitio donde aparecen las valvas y su vinculación a la estructura defensiva del oppidum resulta especialmente problemático para asumir esa explicación. Veremos más tarde cómo algunas maquetas orientales en cerámica que reproducen torres fortificadas muestran conchas adheridas fabricadas mediante pequeñas pellas de barro. En consecuencia, parece que aquí no estamos necesariamente ante un suelo genuino sino ante una superficie revestida con moluscos que podemos relacionar con la propia fortaleza y a la que pertenecerían las numerosas conchas desprendidas halladas en esa zona (Marzoli y otros 2009: 125). Dicha explicación no resultaría extraña en absoluto si lográsemos demostrar, como intentaremos luego, que este uso de las conchas marinas tenía carácter apotropaico. De esta forma se intentaba reforzar la defensa del recinto con un recurso mágico [3].
El segundo sector de Alcorrín con mosaico de conchas sí responde a lo que entenderíamos claramente por un suelo. Se trata del pavimento del porche al aire libre que precede a la entrada al “Edificio A”, situada en su fachada suroeste. Es un piso de forma trapezoidal que, como acabamos de señalar, constituye un gran anteumbral o acera de esa estructura arquitectónica (fig. 12). Se usaron para enlosarlo dos clases de moluscos marinos: mayoritariamente Cerastoderma edule o berberecho común, también conocido en la zona como almeja rayada, y Glycymeridae, la familia de las diversas almendras de mar (Marzoli y otros 2009: 128). No existen datos evidentes sobre la función específica que desempeñó esta construcción. Pero sí está clara su cronología, que tanto los materiales cerámicos como las fechas radiocarbónicas llevan al Hierro Antiguo, con dataciones que no precederían al siglo IX a.C. ni rebasarían el VI a.C. para todo el yacimiento. En el área del Edificio A, en concreto, los datos acotan algo más esta horquilla aunque no proporcionan aún la precisión deseable (Marzoli y otros 2009: 135).
En el lugar conocido como Casa de la Viña (Torre del Mar) se ha documentado una acumulación de conchas pertenecientes a la especie Glycymeris insubrica que podría haber formado parte de un pavimento (Martín Córdoba y otros 2008: 177). Aunque esta función no es segura, hay que señalar que tal molusco marino no corresponde por lo general a las especies usadas tradicionalmente como alimento, y que supone una variedad muy empleada en la zona de Málaga precisamente para los suelos aquí analizados. De tratarse de las conchas de un piso, éste podría haber pertenecido a una construcción que presenta tres habitaciones cuadradas que formaban parte de un complejo en parte excavado en la pizarra local. El edificio, fechado en el siglo VII a.C., conservaba al excavarse huellas de antiguos suelos de arcilla roja compactada. Es interesante resaltar que las valvas aparecieron en un área externa, es decir, fuera de las habitaciones (Martín Córdoba y otros 2008: 178). Ello podría sugerir que estamos tal vez ante los restos muy deteriorados de un umbral o de un pequeño acerado que precedía a alguna puerta.
La colocación de conchas en la entrada de los edificios no tuvo que estar limitada necesariamente al uso de caparazones auténticos. El caso del Cerro de las Cabezas, en Valdepeñas, puede constituir un ejemplo claro de que el objeto real transmite sus caracteres a la representación plástica del mismo, que en este caso se materializó esculpiendo una concha en relieve de la que divergen dos roleos (fig. 13). Como veremos, esta transferencia de propiedades –ahora las apotropaicas– es una de las plasmaciones típicas del pensamiento mágico.
En el Cerro de las Cabezas surge a fines del siglo VI a.C. la ciudad de época ibérica. Poco más tarde se levanta un edificio orientado en sentido este-oeste adosado a la muralla. Esta construcción disponía de un pórtico sustentado por cinco posibles columnas de madera apoyadas en sendos basamentos de piedra de los que se preservó al menos uno (Vélez y Pérez Avilés 2008: 39-41). Para la fase del siglo IV a.C. se ha localizado un hogar central rectangular que pudo funcionar como altar, ya que esta plataforma disponía de un filete de barro periférico al modo como se construyeron muchos otros altares de tierra de época protohistórica (cf. Escacena e Izquierdo 2001: 132-133; Arancibia y Escalante 2006: 338; Arruda 2007: 118-121), orla que aludía al contorno depilado de la piel de un bóvido (Escacena 2002: 60).
La concha esculpida del Cerro de las Cabezas de Valdepeñas, que los excavadores relacionan con la imitación de una vieira, se plasmó precisamente sobre una de las caras de la base pétrea que sostenía las columnas de madera del pórtico de acceso al templo (Vélez y Pérez Avilés 2008: 56-57). Si fuera realmente de la imagen de una concha de peregrino, a las especies ya citadas habría que añadir también Pecten jacobaeus como variedad usada en las entradas de edificios.
A fines del siglo VI a.C. se inaugura en El Oral (San Fulgencio) un asentamiento humano que desde sus comienzos dispuso de calles trazadas a cordel. Se trata de una fundación ex novo con arquitectura de tradición feniciopúnica. Entre sus viviendas destacan las que cuentan con patios que, en algunas ocasiones, tienen aliviaderos para las aguas de lluvia (Abad y Sala 2007: 73-78). Una de estas casas, la denominada “Unidad Constructiva 19”, disponía de una superficie pavimentada con conchas para la que se emplearon unas 400 valvas (Abad y Sala 1993: 171). Dicho suelo corresponde al umbral de la habitación VIIIC3, a la que se accede desde un patio interior, y se extiende sobre un lecho de arcilla. Estaba flanqueado por adobes colocados de canto. En esta misma construcción se documentó un canalillo que parte de las inmediaciones del pavimento de moluscos y que, después de acercarse a la pared meridional de esa misma habitación VIIIC3, perfora la muralla del asentamiento para desaguar fuera de la ciudad (Abad y Sala 1993: 181). Construido con sección en U, dicho conducto mostraba su interior enlucido con arcilla roja y sus dos paredes rematadas por sendas alineaciones de conchas marinas colocadas siempre con el natis hacia arriba (fig. 14). El estudio de los restos faunísticos del yacimiento relativo a la malacofauna no incluye el análisis de estas conchas (cf. Hernández 1993), por lo que no disponemos de información sobre la especie utilizada. Un dato del mayor interés recogido por los excavadores es, no obstante, la ausencia de esta clase de mosaicos en los poblados ibéricos (Sala y Abad 2006: 29).
En la casa IVH se pavimentó con conchas marinas un banco cercano a la entrada de una zona techada, aunque en este caso las valvas se limitan a una cenefa. Este poyo pudo ser en realidad el acceso a ese sector cubierto. Destaca aquí, además, que el muro en L conservado de esa construcción llevaba conchas incrustadas en el enlucido (Sala y Abad 2006: 29-30). Veremos más adelante que la costumbre de pegar conchas sobre algunas paredes tiene un paralelo claro en el Próximo Oriente, en concreto en una estancia que puede interpretarse como zaguán. Por eso proponemos que el banco de El Oral y ese muro en L constituyen tal vez lo que queda del umbral y del recibidor, respectivamente, de una estancia de tipo sacro, aunque ésta tuviera carácter doméstico y a ella se accediera desde un patio (fig. 15). Se trataría en realidad de una disposición parecida a la localizada en la Unidad Constructiva 19. Una hipótesis plausible permitiría interpretar ambas estructuras como capillas para el culto privado y/o familiar.
En 1977, M. Belén, M. Fernández-Miranda y J.P. Garrido publicaron los resultados de una de las primeras excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en el Cabezo de San Pedro (Huelva). Con base en una identificación previa de los restos faunísticos rescatados en dicha intervención (Driesch 1973: 9-31), aluden a conchas marinas de los géneros Glycymeris y Pecten halladas en el Sondeo M de la Zona I. Afirman en concreto que “no parecen ser restos de comida, pues su apariencia, desgastadas, con los bordes descascarillados y las cerraduras desdibujadas, es semejante a la que presentan las conchas arrojadas por la mar en una playa. Este fenómeno, de difícil interpretación, se produce también con piezas similares de Toscanos” (Belén y otros 1977: 211).
Casi una década después de darse a conocer estos datos, los restos malacológicos de Setefilla produjeron una impresión similar en quien los estudió. De esta forma, D.S. Reese llegó a afirmar que Glycymeris glycymeris, especie comúnmente denominada almendra de mar, muestra allí la superficie externa muy desgastada, probablemente por abrasión marina o también “por el uso (por ejemplo como bruñidor de cerámica)”, y que esta erosión afecta a la parte central. Y sostuvo por ello que todas las conchas fueron usadas como colgantes o adornos personales tal vez, “no como fuente de consumo”, porque se recogieron del litoral ya muertas (Reese 1983: 173).
Un hecho especialmente interesante de Setefilla tiene que ver con las precisiones cronológicas que pueden deducirse de la dilatada duración del asentamiento, que arranca de la primera mitad de segundo milenio a.C. (Aubet y otros 1983). Por ello, la estratigrafía lograda en el Corte 3 sirve para situar bien el momento de aparición de estos usos y su asociación a determinados fenómenos históricos y culturales, que allí quedan relegados a los estratos IX, VII y IV. No resulta superfluo, en consecuencia, señalar que en el estrato IX se detectan en la secuencia los primeros caracteres fenicios incuestionables (Aubet y otros 1983: 86-88), y que en el IV se documenta precisamente el final de los mismos. De hecho, a pesar de que este último se ha llevado hasta los siglos V y IV a.C. (Aubet 1982: 15), otra propuesta sitúa su comienzo en el VI a.C., cuando la Mesa de Setefilla alcanza la máxima ocupación de época protohistórica (Escacena 1979-80; 1993: 188-189).
Esta misma constante que alude al desgaste de las conchas volvió a detectarse en las excavaciones de Huelva practicadas en la zona baja de la ciudad, en concreto en la intervención de Puerto 6. La erosión observada aquí en los especímenes de Glycymeris no se señala para otras clases de conchas (Moreno 1988-89: 250 y 252). Glycymeris sp. y Glycymeris violacens son los taxones más representados en el registro de esta intervención arqueológica después de los ostreidos. Su deterioro reflejaría que las conchas se trajeron de la playa ya muertas. Esta circunstancia sugiere para el autor del informe que “no parecen ser un aporte directo de la dieta” (Moreno 1988-89: 264-265).
Estos tres ejemplos analizados como prueba indirecta del posible uso en su día de pavimentos de conchas, dos de Huelva y uno de Setefilla, deben alertar a los arqueólogos acerca de dos cuestiones. La primera se refiere a que el hallazgo de conchas marinas en los contextos protohistóricos hispanos no siempre tiene que ser relacionada con la alimentación humana. Por ello, resulta poco aclaratorio incluir, como a veces se hace, cualquier resto de molusco marino como prueba de prácticas mariscadoras. En 1995 por ejemplo, A. Morales y otros señalaron que el taxón Glycymeris, especialmente abundante en Toscanos, está presente en una gran cantidad de asentamientos del suroeste ibérico del primer milenio a.C., pero que se trata de una especie recogida en la costa post mortem, por lo que pudo contar con un empleo cultural no alimentario (Morales y otros 1995: 531-533). Esto habría tenido que bastar para retirar de la lista de especies explotadas para el consumo de boca cualquier ejemplar que presentara esa abrasión, porque su inclusión confunde sobre las verdaderas prácticas alimentarias antiguas. La segunda cuestión tiene que ver con la cronología en que aparece la familia Glycymeridae, la más empleada en los suelos de moluscos. Esta circunstancia la podemos deducir de enclaves con una cronología de ocupación especialmente dilatada. El caso del potente tell de Setefilla no es precisamente el más repetido en las secuencias estratigráficas de la Prehistoria Reciente meridional y de la Protohistoria, pero podría tener un compañero similar en Lebrija (Sevilla), donde Glycymeris glycymeris tampoco está presente en los niveles prehistóricos pero sí en los posteriores (Bernáldez y Bernáldez 2000: 139)[4]. Evidentemente, resulta más difícil precisar los límites de su espectro cronológico cuando los yacimientos no cuentan con estratos prehistóricos. En este caso, no podemos saber si, al menos a escala local, el empleo de conchas para pavimentar suelos surge en época protohistórica o conoció, por el contrario, vida anterior. Ocurre así, por ejemplo, en el Cabezo de San Pedro. Aquí los niveles más profundos, que cuentan casi siempre con Glycymeris, son ya del Hierro Antiguo (Del Amo y Belén 1981: 143-144). Un caso similar corresponde a la excavación del inmueble 85-86 de la calle San Isidoro, en Sevilla, donde las valvas de Glycymeris glycymeris se documentan exclusivamente entre los niveles 26 a 21, un paquete estratigráfico fechado también en el Hierro Antiguo (Bernáldez 1988: 108-109).
Por otra parte, que estas especies de la familia Glycymeridae no formaban parte de la alimentación de la época viene avalado, además, por su ausencia en sitios protohistóricos donde abundan en cambio otras variedades de moluscos marinos, a veces con señales de haber pasado por el fuego. En el Cerro de la Albina de La Puebla del Río (Sevilla), por ejemplo, se documentan en esta fase histórica caparazones de berberechos y de navajas, entre otros moluscos marinos y terrestres, asociados a hogares que muestran restos óseos de diversos animales consumidos (cf. Izquierdo 2010: 196; Bernáldez y Bernáldez 2001). Tampoco se ha constatado ninguna especie de este grupo en La Tiñosa (Lepe), sitio específicamente dedicado a la explotación de recursos marinos de las costas onubenses y que cuenta con malacofauna atlántica (cf. Morales 1978: 289).
Los datos reseñados hasta ahora, especialmente las evidencias directas de suelos de moluscos marinos, indican con claridad que dichos mosaicos se usaron en asentamientos protohistóricos de la Península Ibérica ubicados en la costa o en sitios no muy alejados de ella. Esta distribución no aleatoria podría tener una causa meramente económica, dado que la lejanía del litoral haría más caro el transporte de las valvas e induciría por tanto a su empleo casi exclusivo junto al mar. Habría, pues, una razón directamente proporcional entre la separación del litoral y la capacidad económica de las comunidades locales para su construcción, de modo que el coste de la obra aumentaría con la distancia a cubrir en el traslado de las carcasas. Aun así, esta variable debe ser analizada en el contexto de la geografía de la época, que en el caso concreto de Andalucía occidental mostraba un diseño costero distinto del actual acreditado por diversos estudios geológicos (Gavala 1959; Menanteau 1982; Arteaga y otros 1995). Sin embargo, si se pudiera demostrar algún día que las pruebas indirectas recogidas más arriba, como la de Setefilla por ejemplo, eran en realidad producto de pavimentos de conchas destruidos –cosa que habría quedado fielmente reflejada en el empleo de caparazones de animales muertos y en la erosión causada en la cara externa de las carcasas por el deambular de las personas sobre esos pisos–, esa primera distribución sería realmente engañosa. En consecuencia, habría que pensar en otra causa que explicara su reparto por el territorio. Podría argüirse así, tal vez, que esa dispersión estaría íntimamente asociada al significado de tales suelos, cuestión que abordaremos más tarde, y a su vinculación específica a alguna de las comunidades étnicas que habitaron en Tartessos.
En auxilio de alguna de estas hipótesis puede usarse sin duda el criterio cronológico. Así, ha quedado patente que en todo el ámbito meridional hispano los pavimentos de conchas marinas no existen en las fases prehistóricas, y que, por no formar parte de la dieta, las especies de moluscos usadas mayoritariamente para esos suelos, casi siempre del género Glycymeris por la extraordinaria dureza de sus cubiertas protectoras, tampoco se registran en niveles anteriores a la colonización fenicia aun contando con amplios listados de malacofauna.
De este conjunto de razones puede concluirse ya que estamos ante un fenómeno asociado a los colonos orientales que, a partir del siglo IX a.C., se establecieron en el mediodía ibérico. Sólo en el caso de la choza circular de Las Cabezas de San Juan la costumbre de dotar al umbral de una alfombra de conchas, por minúscula que ésta fuera, habría trascendido a las comunidades no fenicias de Tartessos. Ello si se asume la condición de que, por su mayor complejidad social respecto del resto de la población, los grupos fenicios no habrían sido receptores de la costumbre de levantar casas redondas. Admitiendo, pues, la excepcionalidad de este caso, todos los demás ejemplos conducen a ambientes de raíz oriental. Esto explicaría que, finalizada la colonización fenicia arcaica en la región, sobre todo en los sectores más occidentales, y expulsada en parte esta gente de algunos sitios en los que se había establecido, acabe repentinamente el uso de los pavimentos de conchas. Ninguno se ha constatado de hecho en la Turdetania posterior al siglo VI a.C. Sólo la zona levantina española habría conocido suelos de conchas del Hierro Reciente por el mayor arraigo allí del mundo púnico. En esta zona oriental de España, el testimonio más tardío está representado por una “decoración” de conchas hallada en un recinto cultual de Illa d’en Reixac, en Ullastret (Gerona), del siglo III a.C. El conjunto, de 35 valvas de Cardium, estaba dispuesto en tres filas, y apareció sobre un trozo de tabla de madera caído junto al vano de entrada a una estancia con acceso desde un patio interior del complejo (Martín y otros 1997: 52 y 61). Por eso podría corresponder a una serie de conchas adheridas de alguna forma a la propia hoja de la puerta.
Especialmente significativo resulta el hecho, acabado de sospechar en Ullastret, de que los pisos de moluscos estén asociados a las entradas de los edificios, condición que se cumple en todos aquellos casos en que las intervenciones arqueológicas disponen de suficiente amplitud como para detectar estructuras completas y no sólo trozos de muros. Así ocurre en el Carambolo, en la cabaña de Las Cabezas de San Juan o en El Oral, por recordar ahora sólo tres ejemplos de los varios estudiados. Los porcentajes son altísimos para esta función. Los sumarios que no quedan cobijados por este papel se deben en realidad a la carencia de datos que hablen de su ubicación en los complejos constructivos (fig. 16). Es más, como estaríamos al parecer ante una protección mágica de los vanos según veremos más adelante, se comprende que se usen barreras de conchas apotropaicas para domeñar posibles males venidos de las aguas que corren por las atarjeas, caso documentado en el canalillo que sale de la vivienda de El Oral y que perfora la muralla del asentamiento. Esta misma función podemos suponer para la cisterna del Cerro del Villar, aunque todo parece indicar que aquí se trató de amparar su contenido de influencias maléficas procedentes del exterior. Entraremos luego en más detalle sobre esta función mágico-religiosa.
El hecho de haberse documentado en estructuras que parecen meras viviendas, como ocurre por ejemplo en el caso localizado por Carriazo en el Carambolo Bajo o en el de la casa de El Oral, no impide reconocer que los pavimentos de conchas fueron profusamente empleados en contextos cultuales, siempre precediendo a las entradas de los templos o a la de los recintos más sagrados dentro de éstos. Así lo ha demostrado hasta la saciedad el santuario del Carambolo Alto, pero también el de Castro Marim o el de la calle Císter de Málaga. Ya hemos advertido antes que podrían ser también complejos sacros Aljaraque y el Cerro de la Era. Además, precisamente para El Oral sus excavadores han puntualizado el carácter especialmente cuidado y singular de la estancia que disponía del umbral de conchas en la Unidad Constructiva 19 (Sala y Abad 2006: 29), con lo que podría tratarse de una especie de capilla doméstica al modo de la documentada en el Cerro del Villar que contenía lucernas y un huevo de avestruz.
Hoy sabemos que el Carambolo fue básicamente un santuario fenicio que dominaba el paleoestuario del Guadalquivir. Ese mismo carácter semita se reconoce cada vez con mayor fuerza para el sitio de Castro Marim, y desde luego para gran parte de los enclaves malagueños aquí estudiados que cuentan con pavimentos de conchas. Para el poblado de El Oral, ya advertimos que sus excavadores reconocen las fuertes características orientales de su arquitectura y de su traza urbana. Ellos mismos recuerdan que los suelos de conchas no son típicos de la arquitectura ibérica, señalando un caso más tardío extrahispano en el sur de Francia (Sala y Abad 2006: 29), en concreto en Lattes (De Chazelles 1996: 303-304), donde los elementos fenicios no se limitan a este hecho (Escacena 2006: 142). En consecuencia, si la cronología y los contextos de los suelos de conchas occidentales permiten asociarlos a los colonos cananeos de la primera mitad del primer milenio a.C., o a sus herederos púnicos, cabría esperar su empleo en los territorios siropalestinos, patria de procedencia de esas comunidades semitas. Para que nuestra hipótesis saliera ilesa de esta comprobación, una condición absolutamente necesaria, además, sería que su fecha en la supuesta patria de origen fuera coetánea o anterior a la que muestran los casos coloniales.
Como en el caso hispano abordado antes, tampoco este pequeño catálogo de sitios pretende ser exhaustivo. Su objeto es recoger algunos testimonios que permitan indagar en el origen de los suelos de conchas y en su cronología en Siria y Palestina como focos de su posterior difusión hacia Occidente.
Tell Kazel, en la costa sur de Siria y muy cerca ya del Líbano, constituye sin duda uno de los casos mejor conocidos hoy sobre el empleo de conchas marinas para fabricar pavimentos y forrar enlucidos parietales. Las excavaciones en el área II, al sureste del yacimiento, han descubierto una zona residencial fechada en el siglo XIII a.C. (Capet 2003: 63). En este sector se ha encontrado un vestíbulo que permite acceder desde una calle a una habitación. Dicho zaguán disponía sólo de tres paredes revocadas con arcilla amarillenta que, aplicada sobre una película rojiza, servía de soporte a enlucidos de caparazones de moluscos marinos. A su vez, esta antesala conducía a una especie de rampa enlosada con guijarros y limitada por paredes tapizadas asimismo con conchas conservadas en varias capas. En este contexto hay también una especie de ventana de 1,20 m de anchura cuyo alféizar, a una altura de 60 cm, se alfombró igualmente con conchas, en este caso recubiertas por una película de color rojo muy deleznable. Toda esta zona se interpreta como un área de entrada al edificio (Capet 2003: 73-74).
Un segundo caso en este sector de ese mismo yacimiento corresponde a una habitación que contaba también con un piso de moluscos. Los caparazones se recogieron ya muertos en la playa porque mostraban una fuerte abrasión marina. Pero la gran cantidad de conchas localizadas junto a los muros de esta estancia sugiere que estamos aquí ante estucos desprendidos, señal de que las paredes estuvieron enlucidas también con valvas. En este compartimento se halló un vaso de cerámica encastrado en el suelo de conchas (Capet 2003: 87-90), elemento que recuerda muy de cerca el caso ya descrito en el yacimiento onubense de Aljaraque (fig. 17).
Una tercera muestra en este sitio es otro cuarto, peor conservado, también con suelo y al menos una pared forrados de conchas (Capet 2003: 91).
Tell Kazel se identifica con la antigua ciudad de Simyra, en la llanura de Akkar, ocho kilómetros al norte del río Nahr-al-Kabir al-Ganubi, conocido en la Antigüedad como Eleutheros (Badre 2006: 65). Todos los suelos de conchas localizados hasta ahora en dicha ciudad pertenecen al parecer a una sola construcción de especial relevancia y lujo, el Edificio II, que se data en el Bronce Final II. Se trata tal vez de un templo que acaba arrasado, como el resto del asentamiento, hacia el 1300 a.C., en coincidencia con el final del Imperio Hitita y por efecto de ataques de los Pueblos del Mar sobre el país de Amurru (Badre 2006: 80 y 92). La sospecha de estar ante un complejo sagrado se apoya en el hecho de que, después de su destrucción, se levanta allí un santuario a comienzos de la Edad del Hierro. Aunque este templo monumental contiene ya elementos arqueológicos y epigráficos claramente fenicios, la iconografía de los figurillas de índole religiosa halladas en él recuerda divinidades locales sirias que se han relacionado con Baal, con Baalat, con Milku y, acaso, también con Anat (Badre y otros 2007: 58-59).
Más desconocidos son los pavimentos de conchas encontrados en Tell el- ۥAjjul, al suroeste de Gaza, que corresponden al Bronce Medio II y que son, por tanto, de fecha anterior a los suelos de Tell Kazel. Los pisos de caparazones de moluscos marinos de Tell el- ۥAjjul se documentaron en un área cultual y se disponían en torno a un sumidero (Poyato y Vázquez Hoys 1989: 433). Aunque este desagüe se ha relacionado hipotéticamente con abluciones rituales, podríamos estar también ante un caso parecido al del poblado alicantino de El Oral, donde ya vimos una conducción de agua delimitada en sus dos flancos por sendas hileras de conchas.
La relación específica con estructuras hidráulicas, que ya hemos constatado en la cisterna española del Cerro del Villar, se repite en Megiddo (Loud 1948: fig. 50 y 52)[5], donde una estancia localizada en el Estrato VIII del área del palacio, pavimentada con conchas, disponía de un estanque (Poyato y Vázquez Hoys 1989: 513). Según la distribución de las distintas unidades constructivas, todo parece indicar que se trata de un patio, con lo que las conchas se habrían colocado en una zona no cerrada. Esta peculiaridad recuerda la disposición del nártex de conchas del santuario del Carambolo. De hecho, aunque este porche del Carambolo era un sector al aire libre o, como mucho, sólo cubierto por una ligera marquesina vegetal, en realidad se ubicaba en el interior del gran patio de entrada al área religiosa, no fuera por completo de la misma. En cualquier caso, en el Estrato VII de Megiddo se detectó otra pequeña estancia pavimentada con conchas marinas (Poyato y Vázquez Hoys 1989: 507).
Las características señaladas para estos casos orientales permite concluir que en Siria y en Palestina los pavimentos de conchas se conocían ya en el segundo milenio a.C. si no antes, pues se constatan al menos desde el Bronce Medio (Poyato y Vázquez Hoys 1989: 453). Como en la Península Ibérica, también aquí su uso estaba vinculado mayoritariamente a las zonas costeras o a comarcas no demasiado alejadas del mar. Por tanto, de nuevo podemos aplicar a esta región las reflexiones sobre su distribución que ya hemos llevado a cabo para los ejemplos hispanos. De la misma forma, podemos asociar su empleo en estos momentos básicamente a poblaciones cananeas precursoras de los fenicios del primer milenio a.C., cuestión que en ningún caso debería considerarse una característica exclusiva de esa gente sino más bien un rasgo conductual de los semitas occidentales del Oriente Cercano. Tal condición permitirá usar cierta información textual no estrictamente cananea para explicar el porqué de este comportamiento, como luego haremos. En cualquier caso, esta adscripción étnica debe entenderse sólo para el segundo milenio a.C. y, como mucho, para el primero, porque los pavimentos de conchas de esta fase, e incluso el depósito de moluscos de la zona sagrada de Beycesultan (área R), fechado también en el Bronce Reciente, han sido relacionados con costumbres más arcaicas responsables de la abundante presencia de conchas marinas en los santuarios minoicos (Poyato y Vázquez Hoys 1989: 513).
Del análisis de Tell Kazel podemos además deducir que, en determinadas ocasiones al menos, se forraron con valvas de moluscos también algunas paredes e incluso poyetes de vanos, fueran umbrales de puertas o alféizares de ventanas. Este último detalle resulta especialmente interesante para sustentar la hipótesis de que las superficies tapizadas con caparazones de moluscos pretendían en realidad cubrir con una protección mágica cualquier hueco del edificio, impidiendo así la entrada de genios nocivos, demonios o cualquier tipo de amenaza imprecisa o maleficio. Por esta misma razón, el husillo de Tell el- ۥAjjul se rodeó de su adecuada moqueta de conchas, porque constituía, como el canalillo de El Oral, un conducto por el que potencialmente podía penetrar cualquier mal.
En los contextos del Mediterráneo oriental, este tipo de suelos parece estar vinculado a estructuras especialmente suntuosas y destinadas al culto y/o a determinadas acciones rituales. En esos espacios sagrados, librar el ambiente de poderosas amenazas externas se convertía en perentoria necesidad si se quería mantener el carácter santo de la estancia. Dicha vinculación a ámbitos cultuales, reconocido en la bibliografía donde se refieren algunos de tales datos (Poyato y Vázquez Hoys 1989: 453), resulta del mayor interés a la hora de interpretar complejos arquitectónicos relevantes o de notable singularidad de las zonas coloniales fenicias de Occidente, por ejemplo la estructura de Los Castillejos de Alcorrín denominada “Edificio A” o las posibles capillas privadas del Cerro del Villar y El Oral.
Las semejanzas detectadas entre las evidencias orientales y las occidentales no se limitan, pues, a la elaboración de suelos de conchas, cosa que podría constituir una simple analogía evolutiva carente de razón causal entre esos dos distantes lotes de manifestaciones. Por el contrario, el hecho de que tanto en el mundo semita del Próximo Oriente como en las colonias fenicias del otro extremo del Mediterráneo esos pavimentos se coloquen en los mismos sitios de las construcciones (vanos, umbrales, porches de acceso, etc.), y que en numerosos casos dichos edificios sean de carácter religioso, convierte tales usos en verdaderas homologías, esto es, en parecidos cuya razón de ser se debe a que son producto de una receta común. Alcanzada esta primera conclusión mediante metodología evolucionista, la consecuencia más directa es admitir que, dado que en las tierras siropalestinas existen desde mediados del segundo milenio a.C. al menos, los suelos de Occidente son hijos directos de los de Oriente[6].
Si no fuera suficiente con la vinculación de las esteras de conchas a las entradas de los edificios para sospechar su función mágica como protectores de los vanos, la clave fundamental de nuestra explicación vendría avalada de forma explícita por un fragmento del poema mesopotámico que relata el descenso de Isthar a los infiernos:
A continuación Ereshkigal se dirigió a Nantar su visir:
—Haz abrir, Nantar, la puerta del Egalgina, el Palacio de Justicia. Esparce en el umbral conchas apotropaicas y convoca a los Anunnaki para hacerlos sentar en sus tronos de oro. Después rocía a Isthar con el Agua de la Vida y aléjala de mi presencia.
Nantar se marchó para que abrieran la puerta del Egalgina, luego esparció conchas apotropaicas y después de haber convocado a los Anunnaki los hizo sentar en sus tronos de oro. Rociada Isthar con el Agua de la Vida, fue alejada de la presencia de Ereshkigal.
La versión castellana de este texto corresponde a la publicada por F. Lara Peinado (2002: 310), y refleja con extremada claridad cuál era el papel de las conchas en los cuerpos de creencias mágicas y/o religiosas de las poblaciones orientales que ahora nos interesan. Este mismo carácter protector de los caparazones de almejas se recoge en traducciones de otros autores, por lo que parece existir escasa polémica sobre el término “apotropaicas” aplicado a las conchas (cf. Bottéro y Kramer 2004: 337). El fragmento literario referido es una adaptación acadia del mito de Isthar dado a conocer ya en 1865 por F. Talbot a partir de unos testimonios escritos en grafía cuneiforme procedentes de la biblioteca de Asurbanipal en Nínive, luego completados por hallazgos posteriores llevados a cabo en Assur (Bottéro y Kramer 2004: 332). Es más, por la traducción directa del acadio ninivita realizada por Jiménez Zamudio (2002: 103 y 192), se puede precisar que el vocablo “ia-arati” empleado para “conchas” se refiere en concreto a caparazones de moluscos bivalvos.
Un segundo apoyo a esta interpretación sobre el papel de las conchas en los accesos a los edificios lo proporcionan algunas representaciones plásticas que, desde esta hipótesis, ahora podemos comprender mejor. Se trata de maquetas de torres, elaboradas en cerámica, que se datan en el segundo milenio a.C. y que pudieron funcionar en contextos sacros como quemaperfumes. Uno de los ejemplares más elocuentes procede de Tell Fray, en Siria, datado hacia 1300 a.C. y conservado hoy en el Museo Nacional de Alepo (Fortin 1999: fig. 290). Se trata de una terracota cilíndrica hueca cuyo tramo inferior adquiere forma acampanada para dotarla de mejor base de sustentación. Esta parte soporta una terraza superior de planta cuadrada rematada por sendas prominencias de tendencia troncocónica en las cuatro esquinas. Dichos realces aluden al cuerpo de merlones, pero simbólicamente también a los cuernos peraltados que mostraban en los ángulos algunos altares orientales y que pueden tener su correlato literario en ciertos párrafos de la Biblia hebrea[7]. El diseño de estos thymiateria rematados como fortines se perpetuó luego en el mundo púnico al menos hasta época helenística. Los vemos por ejemplo en piezas de Ibiza que incluyen representaciones de Tinnit leontocéfala (Fernández y otros 2007), pero también en los llamados “pebeteros con corona mural” procedentes de sitios púnicos o que habían sido viejas colonias fenicias (Marín 2007). La función ritual de estas piezas sirias arcaicas como pequeños altares domésticos para incinerar plantas o resinas aromáticas se tiene, de hecho, por una de las más probables a pesar de conocerse a veces como representaciones de templos-torres (Fortin 1999: 282). Pero el detalle principal para la hipótesis aquí sostenida procede de las conchas de moluscos representadas sobre el cuerpo cilíndrico de la torre y sobre su remate cuadrangular. Estos detalles se elaboraron con pequeñas pellas de arcilla soldadas a la pieza y representan con todo detalle la forma de la concha y sus estrías radiales. Rodean en la parte inferior los vanos, en este caso ventanas geminadas, y en la superior el acceso al pretil de la terraza. Es decir, las conchas enmarcan y bloquean cualquier hueco o sector por el que se pueda acceder al edificio representado (fig. 18).
De similares características, aunque de mayor tamaño y quizás algo más antigua –de hacia 1600-1300 a.C.– es otra pieza siria que se diferencia de la anterior principalmente en su parte baja, que aquí es troncocónica y no cilíndrica. Conservada en el Museo del Louvre, todos los demás detalles se corresponden con los ya descritos en la torre-pebetero anterior, incluyendo tales semejanzas los cuernos que coronan las cuatro esquinas de la azotea y el hecho de disponer de ventanas con parteluz. Y de nuevo resultan notorias las representaciones de conchas de moluscos (fig. 19). Éstas aparecen ahora, si cabe, en mayor profusión, sobre todo en la base del voladizo que sostiene la terraza, que se dota en este caso de dos filas paralelas horizontales (Müller-Pierre 1992; 1997: nº 24).
Un tercer caso muestra el alero de la plataforma superior, también ahora de planta cuadrada, sostenido por cuatro ménsulas que pueden representar las cabezas de sendas vigas de madera (Bretschneider 1997: fig. 3). En esta torre de Tell Munbaqa (Siria) son precisamente esos posibles extremos de las traviesas que sobresalen de la construcción los que adquieren forma de concha, mientras que figuras de leones se colocan como marcos protectores de las ventanas (fig. 20).
Tan elocuentes imágenes refuerzan la idea de que las conchas de moluscos marinos tuvieron en ese mundo oriental un valor mágico que las convertía en dispositivos apotropaicos destinados a defender los vanos de los edificios para impedir la entrada de males externos, fueran éstos amenazas genéricas o peligros más explícitos. En el caso de las ventanas, ya hemos visto que la costumbre cuenta con un ejemplo directo en el alféizar o poyo alfombrado de conchas encontrado en el yacimiento sirio de Tell Kazel. Pero en la zona siropalestina no se han conservado fortalezas de aquella época en toda su altura, con lo que carecemos de una prueba de su uso real en las murallas. Aun así, debemos recordar ahora el pequeño tramo de conchas en mosaico relacionado con un sector de la fortificación hispana de los Castillejos de Alcorrín. Consecuencia de lo cual es que los arqueólogos de campo habrán de poner en adelante más precaución cuando encuentren conchas de moluscos que aparentemente no formen parte de la dieta y que, sin estar necesariamente integradas en pavimentos, puedan delatar la presencia de pequeños vanos, claraboyas, accesos a edificios, gateras, conducciones de agua e incluso puertas en las murallas de las ciudades. Se hace, pues, necesaria una mayor meticulosidad y pulcritud en cómo se registra la información arqueológica y en cómo se plasma ésta en la planimetría; porque sólo cuatro o cinco valvas sospechosas, desprendidas de su sitio original, pueden estar delatando la presencia de un hueco en la construcción que no se haya conservado o de apliques murales apotropaicos como los de la casa IVH de El Oral.
De las conchas representadas en las torres sirias en cerámica, y del ejemplo real hispano de Alcorrín, podría sospecharse, además, que ese pensamiento mágico que hacía a las carcasas de moluscos portadoras de dotes defensivas no se concretó sólo contra amenazas imaginadas de tipo inmaterial –malos espíritus, diablillos, maldiciones o enfermedades–, sino que se aplicó a peligros bélicos auténticos. Las conchas marinas habrían cumplido en ese mundo un papel similar, por tanto, al de leones, toros alados, querubines, esfinges, grifos y demás bestias fantásticas o reales que guardaban las puertas de las ciudades, de los templos, de las viviendas y de los mundos del más allá en múltiples culturas antiguas de casi todo el Oriente Próximo y de gran parte del Mediterráneo. Según se desprende de un párrafo de Heródoto, esta creencia pudo contar aún con ejemplos más extremos en los que se usaron, como en el caso de las conchas, animales genuinos que proporcionaban protección. El hecho narrado por el historiador griego no revelaría tanto una protección material, al modo como los perros cuidan las propiedades de sus dueños, sino una acción atribuible más a un efecto indirecto, derivado del pensamiento mágico-simpático. Según estas conductas mentales, la dramatización real de una acción prolonga sus efectos más allá del tiempo en que ésta se lleva a cabo. Tal creencia fue, por lo demás, especialmente abundante en el hombre arcaico desde tiempos prehistóricos. Dice al respecto Heródoto (Hist. I, 84, 1-5) que Meles, rey de Sardes, paseó un león por las murallas de su ciudad para reforzar su defensa, pero no lo hizo por un sector en el que faltaba la cerca por ser una zona especialmente escarpada. La consecuencia fue que el enemigo atacó por aquel preciso flanco y logró llevar a cabo el asalto. Este rito mágico real podía ser sustituido por tanto por una mera representación plástica del mismo, cosa que se observa bien en el león que protege la ventana de la torre-altar de cerámica de Tell Munbaqa (fig. 20). Así que la sustitución del felino por las conchas en otros sectores del edificio representado indicaría que estamos ante una misma creencia mágica que opta en cada caso por animales apotropaicos distintos.
La semejanza de la acción ejecutada con la realidad que se desea, o la búsqueda de que esta última adquiera las propiedades del objeto salvador, constituyen características bien conocidas de las mentalidades orientales antiguas. En el mundo hitita por ejemplo, el recurso a la magia para domeñar voluntades o para conseguir determinadas aspiraciones se concibió a través de tres manifestaciones concretas: la similitud, la contigüidad y la sustitución. Mediante la primera, algo llega a poder reemplazar a la realidad en tanto que ésta se parece a ese objeto o a ese acto. Por la segunda, cualquier cosa que ha permanecido en contacto con otra adquiere sus caracteres. En función de la tercera, un elemento o acción puede sustituir a la realidad si consigue de forma simbólica los rasgos de ésta (Álvarez-Pedrosa 2004: 91-92). Según estas formas en que opera allí la creencia mágica, las conchas de moluscos podrían haber adquirido su valor defensivo por alguna o varias de las tres razones. En cualquier caso entraremos en ellas más tarde, porque conviene señalar antes que muchas de las acciones mágicas se llevaban a cabo en las puertas de los edificios, lo que refuerza nuestra idea de que los umbrales de conchas no eran un mero adorno.
Se sabe, por ejemplo, que los médicos hititas realizaban encantamientos a la entrada de las casas para proteger todo su interior de la invasión de enfermedades, y que para ello se conjuraban en ocasiones las propias hojas de las puertas (Álvarez-Pedrosa 2004: 97-98 y 107)[8]. Como tales vanos simbolizan de alguna forma la transición entre estados distintos, la curación de los enfermos podía ser representada como acción mágico-simpática haciendo que éstos atravesaran huecos, especialmente puertas y arcos (González Salazar 2004: 153). En el caso de los accesos a las ciudades, que suponían en realidad una perforación de la muralla y por tanto la parte más débil de la fortificación, en el mudo griego se tuvo muy en cuenta su sacralización y su correspondiente consagración a algunos dioses protectores (Garlan 1974: 87). En este sentido, el umbral de la vivienda, del templo o de cualquier construcción se convierte en la línea divisoria fundamental entre el interior y el exterior, y por tanto en la zona donde pueden concentrarse los mayores esfuerzos mágicos destinados a proteger la entrada y todo el recinto al que se accede desde ella. En la Biblia hebrea a esta frontera se la dota de características especiales, hasta el punto de que se considera a veces pecado pisarla, una acción que en Siria acarreaba mala suerte (Frazer 1993: 421). Tamaña importancia dispensada a la puerta explica que, cuando los recubrimientos de conchas se plasman en su mínima expresión, casos que hemos visto en el Carambolo Bajo o en la choza circular de Las Cabezas de San Juan, el pavimento de moluscos se ciña estrictamente a lo que constituía el verdadero umbral, sin que se extienda al porche exterior ni al recibidor interno. Tal vez no sea gratuito que en ambas ocasiones, y ya que en este caso se empleaban tan pocas valvas, el efecto apotropaico intentara reforzarse mediante la multiplicación por siete de los caparazones empleados. Recuérdese que la única línea de conchas de la cabaña redonda de Las Cabezas de San Juan disponía de siete ejemplares, y que el pequeño umbral que Carriazo encontró en el “Poblado Bajo” del Carambolo contaba precisamente sólo con siete filas de conchas. Es de sobras conocido que el número siete simbolizó en el Próximo Oriente y en el Egipto antiguos la expresión numérica de la plenitud y de la perfección, por lo que no creemos necesario profundizar nuestra explicación por esta ruta. Pero sí queremos recordar que el siete tuvo también expresiones rituales de singular importancia en el mundo fenicio de Occidente. Por lo que atañe a la Península Ibérica, cabe señalar al respecto que son siete los orificios que muestra en su base el “Bronce Carriazo”, siete los sellos que cuelgan del collar sacerdotal del tesoro del Carambolo (Amores y Escacena 2003) y siete los botones de oro que formaban parte de la prenda que se ocultó en la acrópolis del asentamiento portugués de Castro dos Ratinhos (Berrocal-Rangel y Silva 2007: 172-173), tal vez un atuendo litúrgico. A pesar de que existen más ejemplos hispanos, estos tres bastan para señalar el uso ritual y simbólico del siete en Tartessos, adonde llegó de manos de la colonización cananea de comienzos del primer milenio a.C. No hemos podido recabar ninguna prueba de que tal creencia mágica y/o religiosa en torno al siete existiera en la Península Ibérica en momentos prehistóricos anteriores a la diáspora fenicia.
El empleo de conchas de moluscos con carácter apotropaico y ritual, especialmente vinculado con acciones que en la actualidad consideraríamos de tipo mágico más que de carácter religioso –dicotomía no necesariamente trasladable al mundo antiguo como ya adelantamos– se ha señalado en diversas ocasiones. En el libro de los muertos egipcio, una determinada valva recibía el nombre de “Mano de Isis”. Su función se vinculaba a la necesidad que tenía el difundo de que la diosa le ayudara a escapar, mediante una determinada fórmula mágica, de la red en que podían caer las almas despistadas en su tránsito al más allá (Lara Peinado 2005: 298). Son numerosas además, dentro del mundo griego, las referencias a la utilización de conchas en encantamientos, conjuros, imprecaciones de buena o mala suerte y demás prácticas de tipo mágico, sobre todo cuando se pretende conseguir anhelos amorosos, protección contra enfermedades o defensa ante el ataque de malos espíritus y démones, o incluso cuando se busca conciliar el sueño (Calvo y Sánchez Romero 1987: 87 ss.).
Si las conchas disponían de esta propiedad protectora en las mentes del mundo semita oriental y en la de los colonos que se dispersaron por el Mediterráneo, sería esperable su hallazgo en las tumbas. Que los difuntos fueran a su correspondiente sepultura acompañados de conchas de moluscos les proporcionaría un tránsito seguro al más allá, si es que no suponían una ayuda en su propia salvación. La investigación de este campo funerario es en realidad una meta distinta de la que nos hemos propuesto en el presente trabajo; de ahí que sólo nos preocupe ahora certificar si esta circunstancia se ha constatado en los enterramientos coetáneos a los pavimentos de conchas hispanos. La documentación al respecto es abrumadora, por lo que citaremos sólo algunos ejemplos que hemos podido recabar conforme inspeccionábamos aleatoriamente algunas necrópolis de las áreas geográficas donde están documentados los suelos de moluscos.
En El Molar (San Fulgencio, Alicante), un ustrinum contenía conchas marinas, pero otras veces éstas se colocaron como capas que cubrían al cadáver, en ocasiones en doble piso sobre el difunto o protegiendo las armas de éste por arriba y por abajo (Oliver 1996: 288). Aunque esta costumbre puede derivar del mundo fenicio, se mantiene en momentos tardíos en ambientes púnicos e ibéricos, hasta el punto de aparecer en alguna tumba del alto Guadalquivir fechada en época romana republicana (Jiménez Higueras 2005: 16) o en Villaricos (Almagro Gorbea 1984: 81)[9].
En la necrópolis de Cádiz se han estudiado recientemente las ofrendas funerarias de productos marinos, en concreto las relativas a peces y moluscos. Cabe señalar para dicho cementerio que Glycymeris, que es prácticamente el único género usado en Andalucía occidental para los pavimentos si exceptuamos el caso con ostras de Botica 10-12 en Huelva, no se cuenta nunca entre las ofrendas de alimentos –ya hemos visto que no se comía y por eso no está en La Tiñosa–. Sin embargo una tumba tardorrepublicana incluye, entre otros animales tallados en cristal de roca, un molusco bivalvo (Niveau de Villedary 2006: 604).
En Setefilla, la sepultura 65 del túmulo A, del siglo VII a.C., contenía una cáscara de Glycymeris, perforada por la charnela, que sirvió sin duda como amuleto personal de la persona allí enterrada (Aubet 1980-81: fig. 5, nº 4). Se trata en este caso de la tumba de una mujer porque la incineración está asociada a un vaso à chardon, una agrupación entre tipo de vasija y género del difunto común en las estructuras tumulares de Setefilla (Aubet 1995: 402). Esta vinculación de las conchas de moluscos a enterramientos femeninos se aprecia también en tumbas del Hierro Antiguo de Medellín (Almagro-Gorbea 2008: 399) y, en número bastante alto, en la necrópolis murciana del Cigarralejo, en Mula (Jiménez Higueras 2005: 17). En el mismo ajuar de Setefilla se documentó una pieza de bronce, también con forma de valva, que se ha interpretado en principio como lucerna (Aubet 1980-81: fig. 5, nº 7), lo que uniría los caparazones de los moluscos con la luz que el difunto necesita en el más allá. Aunque lucernas de bronce parecidas a grandes conchas se conocen también en el mundo oriental, donde su cronología es más vieja que en la Península Ibérica (Artzy 2006: 59 y fig. 2.5, nº 7, lám. 6), éstas recuerdan más de cerca a las lámparas de cerámica de un solo mechero.
Cuantos autores han percibido que las conchas de los moluscos podrían haber tenido un sentido apotropaico soslayan indagar en las razones de esta elección. Seguramente porque no es fácil hacer una distinción clara aquí entre la mera especulación y la explicación, este terreno se encuentra aún escasamente trillado, por no decir olvidado por completo. También en Oriente las carcasas de los moluscos se han tenido por amuletos que propiciarían la salvación personal y/o colectiva ante peligros más o menos definidos (Biggs 1963: 126), al modo profiláctico como actuaban los escarabeos en Egipto y, por extensión, en el mundo fenicio y púnico (Jiménez Flores 2007: 182). Es más, el hallazgo en Jericó de una concha de Cardium incrustada en un ladrillo de un muro levantó la sospecha, hace ya medio siglo, de que esta acción del constructor estuviera destinada a proteger el edificio del asalto de genios maléficos, en tanto que el caparazón radiado de dicho molusco podría aludir al Sol (Biggs 1963: 126). A pesar de ser una propuesta de interés, en aquel trabajo la hipótesis carecía de una argumentación sólida que la respaldara. Aún así, y a pesar de que no hemos podido recabar para nuestro trabajo muchos análisis que arrojen luz en estas últimas reflexiones, podríamos proponer unas cuantas líneas de trabajo que pueden servir como hipótesis en las que indagar en el futuro. Entraremos finalmente en ellas de forma crítica, ya que unas vías parecen prometer metas más suculentas que otras.
Lo primero que destaca de este uso mágico-religioso de las conchas marinas es su relativa versatilidad contextual. Aunque aquí nos hemos limitado mayoritariamente al análisis de su presencia en edificios, hemos podido señalar sucintamente también su reiteración en las sepulturas. Si en el primer caso su reparto hispano parece estar limitado a los sitios por donde anduvieron los fenicios y sus herederos púnicos, en el ambiente funerario su área de dispersión se agranda enormemente. Véase, si no, su presencia en la necrópolis de Milmada (Tarragona) y todos los casos catalanes y franceses recogidos por el excavador de este cementerio protohistórico: La Pedrera, La Oriola, Vilanera, Parrallí, Muralla NE de Ampurias, Moulin, Gran Bassin I, La Peyrou y Bonne-Terre (Graells 2008: 79-80). Además, cuando se emplearon para dotar de protección a los edificios, hemos podido constatar que se aplicaron profusamente a templos urbanos y a santuarios extraurbanos, pero también a otras construcciones que parecen simples viviendas, a cisternas, a conducciones de agua y a las murallas de las ciudades incluso. De ahí que la primera conclusión tenga que ser, necesariamente, que se creían protectoras de enemigos “imaginados” y de amenazas reales, tan reales como podía serlo un ejército atacante.
Hecha esta primera reflexión, podríamos sospechar que se eligieron las conchas de moluscos por su dureza, rasgo que precisamente es el factor seleccionado por la evolución biológica para resguardar al delicado animalillo que llevan dentro. Según los principios de similitud y de sustitución ya referidos para algunas creencias mágicas antiguas, la resistencia ante ataques externos que estos caparazones proporcionan a los moluscos que disponen de ellos podría transferirse al humano que los portara o al edificio que se parapetara con ellos. Este argumento nos parece lógico. Tiene a su favor, a nuestro entender, la inexistencia de objeciones en contra. Salvando las distancias evolutivas y el salto de lo real a lo simbólico que se opera en el caso humano, se diría que es la misma razón que ha encontrado el cangrejo ermitaño para ocultarse en la concha vacía de una caracola marina. Aun así, debemos reconocer que no hemos localizado textos explícitos que avalen tal conjetura, y que el principal problema para esta hipótesis es determinar por qué sólo se acudió a las conchas de los moluscos bivalvos y no a otros tipos de carcasas protectoras.
Es tentador también sospechar que la creencia comenzara en sitios costeros. De hecho, su reparto en Oriente y Occidente revela que el empleo para pavimentos tienen una distribución porcentualmente muy ceñida a ambientes litorales. En tal caso, las valvas acumuladas en los concheros de playa, amontonadas allí por los diversos movimientos del mar, supondrían, al menos de forma simbólica, líneas que el agua no podía rebasar ni con las olas ni con las mareas. Con ello, las concentraciones de conchas en la playa –cosa que recordarían los pavimentos desde esta explicación concreta– serían vistas como una línea de salvación de los náufragos y como una barrera efectiva ante las amenazas del mar por la gente de tierra firme, fuesen éstas reales o imaginadas. Esta segunda idea tampoco cuenta con referencia literaria evidente, pero tiene tal vez a su favor el hecho de que un cometido similar se les adjudicó en el mundo antiguo por los navegantes, e incluso por gente de tierra adentro, a numerosos objetos apotropaicos: nudos, anclas, redes, etc.
La tercera propuesta, sin duda también problemática, es, si cabe, más alambicada, aunque los caminos tortuosos nada frenan al pensamiento mágico y/o religioso y a su simbología. En este caso estaríamos claramente ante una situación operada según el principio de sustitución, mediante el cual una cosa reemplaza a la realidad si dispone de un diseño parecido al de ésta. Se trataría de que las conchas recordaran, a quienes la empleaban como elemento apotropaico, los genitales femeninos externos. Que sepamos, esta metáfora no dispone hasta ahora de textos semitas antiguos que la certifiquen[10]. No obstante, resulta del mayor interés científico porque proporciona una explicación bastante parsimoniosa que, como tal, puede aplicarse a otras situaciones históricas parecidas. Además, dejaría aclarado por qué se eligieran sólo los moluscos bivalvos y no los de forma de caracol por ejemplo.
Por la similitud que presentan entre sí, las almejas y las vulvas humanas han sido relacionadas en múltiples contextos culturales de la antigüedad. De hecho, el argumento de que la presencia de conchas en las tumbas tiene que ver con la sexualidad femenina cuenta con apoyo explícito en diversos trabajos (p. e. Oliver 1996: 301). Desde la mitología antigua mediterránea hasta el Nacimiento de Venus de Botticelli, los textos y la iconografía han señalado esta relación entre el erotismo, las conchas marinas y la diosa del amor. Entre los antiguos babilonios, la concha fue símbolo de la mujer embarazada (Stol y Wiggermann 2000: 51-52). A la propia Astarté se la representó con frecuencia toda ella como una gran concha marina, en concreto sobre la espectacular tridacna del mar Rojo (Stucky 1974; 2007). También es cierto que en muchos templos medievales fueron las puertas el lugar predilecto para colocar imágenes cargadas de fuerte sensualidad, entre ellas grandes vulvas y nalgas femeninas (Weir y Jerman 1986). La intención de tales esculturas era distraer al Maligno para que éste no entrara en el templo, con lo que se preservaba su interior como lugar santo y, por tanto, como morada digna de la divinidad. Se creía que el lascivo Satanás debería ser muy débil a la hora de resistir la tentación de mirar los genitales femeninos y demás miembros cargados de atracción carnal, en tanto que se le consideraba especialmente perverso en sus apetencias sexuales y más inclinado aún a la lujuria; también porque envidiaba el trasero humano, que le faltaba como a cualquier bestia (Morris 2004: 60-70). Además, si estas representaciones eróticas lograban distraerlo, el mal de ojo producido sólo por su mirada quedaba automáticamente conjurado.
Si en los ambientes semitas antiguos los moluscos bivalvos pudieron tenerse por metáforas de la vulva, tal vez la explicación más probable sería esta tercera. Y si no disponemos de textos de la época, vinculados al mundo cananeo o al fenicio posterior, que certifiquen esa equivalencia entre los genitales femeninos y las conchas, contamos en cambio con la tradición medieval como apoyo verosímil. Para colmo, esta costumbre hizo que durante la Edad Media se plasmaran esos símbolos eróticos también sobre las entradas de algunas fortalezas (Morris 2004: 262). Es más, esta hipótesis sería la misma que daría cobijo al uso de amuletos fálicos en el mundo romano, donde su valor apotropaico es de sobras conocido. Aquí se ha propuesto también la misma razón, la apetencia de los espíritus maléficos por los símbolos de fuerte carga erótica y la irresistible atracción que dichos elementos ejercerían sobre los démones; tanta, que los hacían olvidar sus malas intenciones para con los humanos mientras se recreaban en su contemplación. Una misma explicación sería suficiente, pues, para dar cuenta de una creencia simbólica de tan larga trayectoria histórica, que se prolongó como tales pavimentos de conchas al menos hasta el siglo II a.C. en la antigua ciudad francesa de Lattara (hoy Lattes) y que fue el origen, sin duda, de los pavimenta punica tipo Selinunte o Kerkouane (fig. 21). En ellos, la monumentalización de la arquitectura púnica por influencia griega llegó a sustituir las conchas por teselas de piedra regularmente distribuidas, pero no los desubicó de las entradas de los templos, donde seguían ejerciendo por tanto su papel apotropaico por la fuerza de la tradición. Esta misma función se ha sospechado para los mosaicos de conchas que, a modo de alfombras colocadas en las puertas de entrada, caracterizan a algunas casas de Lattara, donde también se experimentó el cambio de las conchas de los moluscos por piedrecillas de colores (De Chazelles 1996: 295-296) (fig. 22). No obstante, en algunos de estos sitios el carácter propiciatorio de la seguridad se ha vinculado más a las figuras de animales elaboradas con los moluscos -que representan caballos, pájaros o peces- que a los propios caparazones de éstos (Belarte y Py 2004: 392).
De confirmarse en el futuro la hipótesis que en este artículo hemos presentado, mucho antes de que este pensamiento mágico se manifestara en las creencias romanas y en las de la gente del Medievo, entre los semitas antiguos el mismo proceso mental habría convertido a las valvas de los moluscos marinos en conchas de salvación.
Un número considerable de colegas y amigos han contribuido a que este artículo pueda salir adelante, unas veces indicándonos sugerencias y en otras ocasiones aportándonos conocimientos sobre el fondo de la cuestión o sobre bibliografía relativa al tema. Debemos expresar nuestro especial agradecimiento a los siguientes: María Belén, Feliciana Sala, José Á. Zamora, José Suárez, Ana Arancibia, Mª Cruz Marín, Eduardo Ferrer, Mª Luisa de la Bandera, Lorenzo Abad, Rocío Izquierdo, Eduardo García Alfonso, José Beltrán, Ana Delgado, Francisco Gómez, José F. García Fernández y Carmen García Sanz.
Trabajo elaborado en el marco de los proyectos HAR2008-01119 y HUM2007-63419/HIST, y en Grupo HUM 402 del III Plan Andaluz de Investigación.
Después de entregado este trabajo a Spal, la profesora M. Belén, colega nuestra en la Universidad de Sevilla, nos indicó la existencia de la referencia de Flaubert a los suelos de conchas. Nuestra compañera leía la obra Salambó durante la Navidad de 2010-11 y de inmediato nos comunicó el hallazgo de este párrafo por conocer ya nuestro estudio. Le agradecemos esta cita, que tan bien nos viene como entrada. La traducción corresponde a la edición de la Edaf S.A. (Madrid, 1991), pág. 226.
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Recepción: 14 de julio de 2010. Aceptación: 3 de diciembre de 2010
[1] Parece que es un simple error que Arancibia y Escalante (2006: nota 17) olviden citar este trabajo por su primer autor, J. Suárez.
[2] Citado en García Alfonso 2007: 157.
[3] Durante mucho tiempo, especialmente desde que en el siglo XIX J.G. Frazer propusiera una distinción nítida entre magia y religión, ambos términos se han usado para expresar conceptos excluyentes. En coincidencia con otros autores que han estudiado ciertas mentalidades simbólicas del mundo oriental antiguo (p.e. Marco 2007: 18), en este trabajo empleamos el término mágico dentro del mismo campo simbólico que origina el pensamiento religioso. La diferencia entre ambos conceptos es, por decirlo de alguna forma, sólo de cantidad, no de sustancia. La dicotomía frazeriana entre los dos vocablos y sus correspondientes significados, tumbada, entre otros autores, por J. Braarbig (1999) –citado en Marco (2007: 18)– no es científica, porque con frecuencia se suelen calificar como magia las prácticas rituales ajenas y como religión las propias.
[4] Las autoras del estudio faunístico no identifican en su trabajo la intervención arqueológica a la que se refieren sus datos. Se trata del sondeo practicado en 1986 en el Cabezo del Castillo, en concreto en la calle Alcazaba (Caro y otros 1987).
[5] Citado en Badre (2006: 80).
[6] La Arqueología Evolutiva toma prestado del análisis biológico darwinista el método para distinguir los tipos de semejanzas y las consecuencias de su aplicación. Corresponden a analogías los parecidos derivados de la convergencia independiente hacia un mismo aspecto. Por el contrario, las homologías explican las semejanzas por transferencia de rasgos entre las partes. Aquí los parecidos se pueden deber tanto a préstamos interindividuales o intragrupales como a la participación en una herencia común. Que los delfines y los leones tengan mamas es una homología derivada de ancestros compartidos que ya contaban con ellas. En cambio, al color blanco de las perdices nivales y al de los osos polares se ha llegado de forma independiente por adaptación paralela al medio. Este segundo caso sería una semejanza analógica que no llevaría implícita la necesidad de ningún parentesco.
[7] “Degüella el novillo ante Yavé, a la entrada del tabernáculo de la reunión; toma la sangre del novillo, y con tu dedo unta de ella los cuernos del altar, y la derramas al pie del altar” (Éxodo 29, 11-12). Traducción de E. Nácar y A. Colunga (1991: 99).
[8] Este autor cita un texto donde puede leerse: “Recogen los instrumentos rituales y cierra la puerta. La unge con aceite refinado y dice: “Que (la puerta) aparte el mal y guarde el bien”” (KUB 9, 31 Ro II 35-38).
[9] Las obras citadas en este párrafo, especialmente la de Oliver y la de Jiménez Higueras, contienen una relación más exhaustiva que la nuestra de tumbas prerromanas con conchas marinas, con indicación además de la bibliografía de referencia.
[10] A pesar de haber resultado infructuosas, agradecemos a J.A. Zamora, del Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo (Zaragoza), las pesquisas lingüísticas llevadas a cabo a requerimiento nuestro.