Viaje alrededor de la exposición universal de Viena

II

LA VIDA

L

a entrada en Viena no es siniestra como la de Londres, ni encantadora como la de París. En la primera de estas últimas ciudades parece que se entra de un forajido; en la segunda parece que se entra casa de una dama de mundo; el forastero, al entrar en Viena, puede figurarse que entra casa de un diplomático muy elegante y estirado en la vejez, pero que se viste con la misma ropa de la juventud.

Las calles no tienen aceras, pero están perfectamente empedradas; los barrios extremos son pobres, estrechos y tortuosos, pero en su arreglo exterior revelan el orden y la pulcritud de los que habitan; los carruajes que conducen al viajero no son lindos ni coquetones, pero son fuertes y están tirados por buenos caballos. En suma: Londres y París ofrecen a primera vista los terribles contrastes de la miseria y el lujo fundidos, mientras que Viena inspira sentimientos de armónica sociabilidad, como si en su seno todos lo pasaran bien.

Al descender de un cómodo carruaje en una magnífica estación, mas suntuosa por sus condiciones que por sus adornos, no asaltan tampoco al viajero esos ganapanes de la extranjería, mugrientos y chillones, que arrancan las maletas, introducen por los ojos los anuncios, y aturden los oídos con sus reclamos. Los alemanes, que no dejan de estar prestos para anunciarse, lo hacen, con todo, de una manera tranquila y respetando los derechos del individuo. Lo necesario aquí, más quizá que en parte alguna, es leer bien las tarifas de conducción para que no lleven por ella cinco o seis veces más de lo que vale. En este punto son hasta poetas.

Sacando la cabeza por la ventanilla del coche, ¿quién no la saca al entrar en una población desconocida?, lo primero que impresiona es la traza monumental de los edificios particulares, y la casi ausencia de los anuncios públicos. Un observador sagaz podría decir entonces: — «He aquí un pueblo que desea mostrarse al exterior de la vida, lee lo suficiente para estar enterado de todo, sin necesidad de cartelones que se lo indiquen.»

Y así es la verdad. Los alemanes cuidan de su casa por fuera tanto como por dentro. Diversos de los ingleses que desprecian el exterior, y de los franceses que lo aman demasiado, ellos guardan armonía en ambas condiciones de su vivienda. Por eso los constructores les fabrican casa que se confunden y hasta exceden en esplendor a los palacios: por eso los inquilinos dedican a la limpieza externa un cuidado extremoso, que el mismo dueño tal vez no se atrevería a exigir. — Por lo que hace a la difusión de la lectura privada, eso ya merecerá capítulo aparte en sazón y tiempo oportunos.

Un consejo que nos sale al paso tenemos que consignar en gracia del viajero: si al llegar a Viena, o a cualquier punto civilizado del globo, no sabe en qué posada hospedarse, grite al automedonte que le conduzca: — «¡Hotel de France!», — y de seguro que llega a una casa donde le esperan a la puerta, le facilitan lo que pide y lo pasa muy bien. En todas las ciudades de la tierra hay un Hotel de Francia, y por ampliación, un Hotel de París y un Gran Hotel. Estos tres nombres son los tres garfios del áncora de salvación para el indeciso y atribulado caminante. Después buscará su vida como le parezca.

Supongamos, por consiguiente, que el viajero se dirige al Gran Hotel. Lo primero que debe hacer allí es conservar su vergüenza española, si puede, y resistir cuanto le sea posible el peligroso contagio de la vergüenza austriaca.

Decimos vergüenza austriaca, porque la vergüenza, como otras muchas cosas que hemos admitido en el reino moral con algo de precipitación, tiene tiempos, países y vicisitudes de todas especies. Tal acto, tal palabra, tal idea, que, en una época, en un pueblo y en un idioma son groseros y pecaminosos, pasan a la categoría de leves y hasta dignos en otra lengua, en otro tiempo o en otro país.

Es, por ejemplo, vergüenza en Austria no vivir en el piso principal del Hotel, es vergüenza meterse en un carruaje de un caballo, es vergüenza sentarse en la ópera más atrás de la fila segunda o más delante de la décima; se consideran vergonzosos, en fin, una porción de actos de la vida, que el extranjero puede y debe cometer sin reparo alguno. Convendríamos en vivir con poca escalera, si no hubiese en los hoteles, como hay, un salón máquina que eleva al cansado paseante con la mayor comodidad y en pocos segundos desde la misma portería hasta el cuarto o quinto piso de la casa.

Convendríamos en desdeñar el coche de un caballo, si no fuera tan decente y corriera lo mismo que los de dos.

Convendríamos en adquirir sillones de las filas privilegiadas, si no fuesen éstos exactamente cómodos, elegantes e idénticos que los de las proscritas. Todo lo que es diferencial en el fondo y en la forma de la existencia, comprendemos bien que se acepte o se deseche por las distintas clases, en gracias de la armonía a que las propias clases propende o deben propender; pero lo que es similar y armónico, lo que no constituye diferencias sensibles, lo que pertenece casi al orden de la metafísica, eso no solamente no lo comprendemos, sino que no lo aconsejamos seguir.

Bien es verdad que los alemanes conservan el culto a las categorías mucho más escrupulosamente que los ingleses mismos, tan guardadores de ellas. Desde que se entra en Alemania no hay modo de que se confundan ni codeen los que viajan en el mismo tren: salas de espera aparte, entrada y salida aparte, comedores aparte, manjares aparte, precios aparte, atenciones y consideración aparte; en una palabra, el de primera siempre primero, el de segunda siempre segundo, el de cuarta el último siempre. ¡Qué jaleos armarían nuestros compatriotas con estas leyes sociales!

Hay, pues, que desentenderse, decimos, de la vergüenza austriaca, y quedarse con lo que define nuestra Constitución, o sea lo que se funda en los eternos principios de la moral y de la justicia; si no está uno perdido.

Así y todo, es necesario un bolso abierto para pasar la vida. El real español, el franco francés, el chelín de Inglaterra equivalen en Austria a florines de diez reales que, como a torpes palabras, se los lleva el viento.

Hasta son de papel, para que la indiferencia pública los eche a volar con menos trabajo. La moneda no existe en ninguna parte.

Un florín al cochero, un florín al portero, un florín al barbero, un florín al mozo de comedor, un florín a la planchadora, un florín a cualquiera y en cualquier parte: el florín es la unidad que carece de suma, es el punto de apoyo de la insignificancia, es el comino del gusto, porque no valer ni un florín, es no valer ni un comino.

Suponiendo, por consiguiente, que el viajero desea mejor gastar sus florines en satisfacción propia que en vergüenza austriaca, la dejaremos instalado en el piso tercero, cuarto o quinto de su hôtel, lo cual le costará dos, tres o cuatro duros por solo pisar las tablas, medio por el servicio, medio por la luz, medio por pedir agua, y medio lo menos por no incomodar a nadie.

Aconsejámosle sí que baje al comedor primero, no a los segundos, terceros o cuartos, porque aquí hay ya diferencias de servicio, diferencias de calidad y diferencias verdaderas de goce.

No sabemos quién ha cundido en el Mediodía de Europa que en el Norte se come mal. Un pueblo como Viena donde existen magníficos pescados, hermosas carnes, leches y mantecas sin par, vino excelente, pan sin segundo, verduras de cultivo esmerado, mariscos de producción variada y sabrosa, mucho dinero y mucho lujo, era imposible que tuviera mala cocina. Tendránla, en efecto, para nuestro gusto, las clases indígenas de las poblaciones; pero el viajero encuentra en Alemania, como en todos los demás países, la cocina de su deseo y hasta la de su capricho, sirvientes que le entiendan en francés, pulcritud y cortesía que rayan el exceso, cosmopolitismo gastronómico, en fin, como se ha proclamado en todas las naciones civilizadas. Lo que hay es que aprender a comer.

Para conseguirlo no es necesario entrar en ningún colegio: hasta hacerse amable con el mozo de una fonda y abdicar en él la dirección de la mesa para que se deslice este interesante acto de la vida por la dulce pendiente de un sibarítico confortamiento. Eso se consigue con un miserable florín deslizado a la primera ocasión. El mozo entonces viene al oído del extranjero y le dice: «Pedid de eso, — No pidáis de lo otro. — Hoy hay tal cosa escogida. — Lo que apetecéis podéis hallarlo en tal parte.» Y con esta tradición melodramática, hecha de buena fe al dueño de la fonda, se obtiene una comida inmejorable.

Debemos advertir que al usar la palabra deslizado, no deberíamos emplear otra cualquiera. Los mozos y sirvientes de Alemania no cobran nunca el gasto en que intervienen, ni aun la propina que es de voluntad el darles: tampoco se usa aquí el procedimiento del contador con su dama o sus damas que cobran a la entrada o a la salida. Unos caballeros, a quienes los españoles les llamamos Sálen, porque responde a ese grito de guerra, que es el infinitivo germánico (Zahlen) del verbo pagar, andan por las salas de los cafés, fondas o tabernas, con un libro de memorias en la mano y una escarcela bajo el faldón del frac, atendiendo a todos los que desean satisfacer el gasto que han ocasionado. El Sálen, que no dejaría salir a nadie sin este requisito, pregunta el pormenor del consumo, y con una ligereza admirable forma su cuenta, que a veces no es la cuenta del parroquiano, pero que siempre le tiene cuenta al dueño de la casa. Entrega su talón arrancándolo del libro, y recibe la propina para los camareros.

Es hasta donde se puede llegar la violación de la teoría de las propinas. — La propina es un invento generoso, ideado para recompensar con libre albedrio la mayor o menor solicitud de los servidores. Tal acción justa es más o menos propinable, según el esmero y cariño con que se ejecute; por lo cual dejando al que la disfruta la tasa de su valía, se establece entre servidor y servido un lazo de mutua correspondencia que redunda en provecho de ambos y por reflexión en el dueño del establecimiento. Pero los franceses, en su afán por reglamentarlo todo, y casi nos atreveríamos a decir de profanarlo todo, elevaron a comunista la teoría de la propina, estableciendo la caja social de los dependientes. Desde entonces quedó recompensada lo mismo la solicitud de desidia, el agrado que la aspereza; y lo que es peor, comenzaron a ser medidos por el mismo rasero generoso que el tacaño, y el benéfico que el egoista. La propina se redujo a tasa, lo graciable se convirtió en obligatorio; y para que nada faltase a la profanación, se dispuso que los dueños retiraran el 30 por 100 de los productos, como primeros criados que se declaraban de sus industrias respectivas.

Los franceses, sin embargo, conservaran la costumbre de que cobre el mozo, o por lo menos de que reciba la propina, con lo cual no han suprimido siquiera las «gracias»; pero los alemanes que hilan más delgado, y que cuando ejercen una mala costumbre la ejercen con perfección, han separado por completo el mozo del parroquiano: exigen la propina, pero suprimen las gracias; hacen que se ejecute el don, pero lo declaran estéril. La propina, pues, se ha transformado en sobreprecio.

Hé aquí por qué aconsejamos que se de la vuelta a la idea primitiva, restableciendo el galardón al mozo cortés y solicito; pero hé aquí el por qué nos valemos de la forma de deslizar, cuidando que el amo no se entere de este nuevo florín que nos estafa.

En Viena, volvemos a decirlo, se come y se bebe muy bien a todas horas; pero se come y se bebe muy despacio y, sobre todo, frio. No hay medio de que un mozo sirva la sopa caliente, ni el frito, ni el café, ni nada. Mucho tiempo entre plato y plato, y por añadidura la comida fria. ¿Consistirá en la pesadez alemana? ¿Será precepto de higiene? — Ambas cosas tienen, sin duda alguna, parte en este fenómeno gastronómico; mas no toda la responsabilidad de su insistencia. Porque en Alemania hay muchos franceses, hay muchos italianos que sirvan, y que lo harian a gusto del parroquiano que les recompensase. Otra razón debe haber en el fondo de este asunto, y nosotros vamos a resolverla con esperanza de obtener la sorpresa de nuentro público.

Los alemanes llevan la cocina por partida doble. Créanlo o no los que lean, rianse o dejen de reirse de nuestro aserto, juramos, por la fe de Caballero Español, que no decimos más que la verdad. —Nacen, pues, unas pobres chuletas de cabrito (que las preparan de un modo maravilloso) al amor de la tenue lumbre de la retuesta y dora, ábrese el interior de una blanca patata con el espumoso hervir de la fresca manteca; apártanse del horno los avergonzados cangrejos, que se resisten a bañarse ante el público en bordelesa salsa; y todo ello llegaría a un punto a la mesa del gastrónomo, si el filosofismo alemán no lo sujetase a la fria especulación del arte de contar.

Hasta ahora los manjares calientes salian de las manos del jefe de cocina para la boca del publico. Pero ¿qué diria Hegel si así se faltase a las reglas de la lógica? —El comer comprende dos miembros bien distintos. Es alimentación y mercancía, es sujeto y objeto, es yo y es no yo. Tergiversarlos con la síncopa de sus raíces naturales, es elevar a empirismo el recto uso de los instrumentos de apreciación. Dentro de la naturaleza coexisten las bases de toda armonía, y dentro de la toda armonía hay pausas salibíticas que corresponden a la lengua inarticulada de los hechos brutos. Una disgregación de partes componentes, realizada para satisfacer espiritualismos ilusorios, constituye apócope flagrante del pleno albedrío de la personalidad humana. La razón pura, única fuente de chuletas…

Decimos mal: un arrebato de filosofismo, a que no podemos sustraernos en esta tierra alemana, nos conducía fuera de la discusión. Las chuletas estaban calientes; pero pasaron desde el asador al libro diario, del libro diario al libro mayor, de éste a la libreta provisional del Sr. Sálen: se tomó razon de ellas en el tesoro, se les puso el visto bueno por el jefe de contabilidad, y cuando llegaron a la mesa de parroquiano estaban frias.

DOI: http://dx.doi.org/10.12795/mAGAzin.2018.06

Otriversos

Un Caballero Español

Fuente: Un Caballero Español [seud. de José de Castro y Serrano] (1873): La Ilustración Española y Americana, XVII (1 de mayo), 270-271.