Justicia algorítmica y proceso civil: ¿puede la IA valorar la prueba en apelación?

aLGORITHMIC JUSTICE AND CIVIL PROCEDURE: CAN AI ASSESS EVIDENCE ON APPEAL?

P. Ramón Suárez Xavier

Universidad de Málaga

ramonsuarez@uma.es 0000-0002-6937-4209

Recibido: 12 de abril de 2025 | Aceptado: 16 de junio de 2025

IUS ET SCIENTIA • 2024 • ISSN 2444-8478

Vol. 11 • Nº 1 • pp. 32-53

https://dx.doi.org/10.12795/IESTSCIENTIA.2025.i01.02

RESUMEN

PALABRAS CLAVE

Este trabajo analiza la viabilidad de incorporar inteligencia artificial (IA) en la apreciación de la prueba en el proceso civil, con especial atención a la segunda instancia. A partir de un estudio doctrinal y comparado, se examina el concepto y evolución de la prueba, sus principios constitucionales y los límites del uso de tecnologías predictivas. Se argumenta que, si bien la IA no puede sustituir la función valorativa del juez, sí puede actuar como herramienta de apoyo. Se abordan riesgos como la falta de transparencia algorítmica, el sesgo y la posible afectación al derecho a la tutela judicial efectiva. Finalmente, se proponen criterios para su uso ético y garantista. El artículo busca contribuir al debate sobre justicia digital y transformación judicial.

Inteligencia artificial

Prueba judicial

Justicia predictiva

Segunda instancia

Derecho procesal

Tutela judicial efectiva

ABSTRACT

KEYWORDS

Artificial intelligence

Judicial evidence

Predictive justice

Appellate review

Procedural law

Effective judicial protection

1. Introducción

La incorporación de la inteligencia artificial (IA) en el ámbito judicial ha generado un intenso debate en torno a las posibilidades, limitaciones y desafíos que esta tecnología representa para el sistema jurídico contemporáneo. En particular, la llamada “justicia predictiva” ha adquirido protagonismo en los últimos años como una forma de anticipar el resultado de los procesos judiciales mediante el análisis automatizado de datos históricos, sentencias previas y patrones argumentativos. Este fenómeno plantea una reconfiguración profunda de algunos de los principios más tradicionales del derecho procesal, como la inmediación, la oralidad y la libre apreciación de la prueba.

A nivel comparado, los avances en justicia predictiva han sido desiguales, pero significativos. Francia ha implementado programas piloto con IA judicial como el sistema Prédictice, cuyo objetivo es analizar jurisprudencia y facilitar previsiones razonables sobre el desenlace de litigios. En Estados Unidos, plataformas como COMPAS han sido utilizadas para evaluar riesgos de reincidencia en el ámbito penal, aunque con críticas severas respecto a su opacidad y sesgo racial. En China, el desarrollo del “juez robot” se enmarca dentro de una política de modernización judicial que busca aumentar la eficiencia y reducir la carga de trabajo de los tribunales. Estos ejemplos revelan la existencia de un fenómeno global, aunque con modelos, objetivos y niveles de transparencia muy distintos.

En el caso español, el debate ha empezado a tomar fuerza tanto en la doctrina jurídica como en el ámbito institucional. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) ha manifestado interés por explorar herramientas de IA que puedan servir de apoyo a jueces y magistrados, siempre dentro de un marco normativo garantista. Sin embargo, la posibilidad de que una IA participe activamente en la valoración de la prueba –en especial en segunda instancia, donde se reexamina el acervo probatorio– abre interrogantes fundamentales sobre el alcance de la intervención humana en la actividad jurisdiccional y la compatibilidad de estos sistemas con el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva consagrado en el artículo 24 de la Constitución Española.

Desde una perspectiva doctrinal, la discusión se encuentra en un punto de inflexión: mientras algunos autores defienden la potencial neutralidad y eficiencia de los sistemas de IA, otros alertan sobre la deshumanización del proceso judicial y la imposibilidad de que un algoritmo capture las dimensiones valorativas, emocionales o contextuales que acompañan a la prueba. La pregunta, por tanto, no es solo si la inteligencia artificial puede ser técnicamente capaz de intervenir en la apreciación probatoria, sino si debe hacerlo, y bajo qué condiciones jurídicas, éticas y procesales.

Este trabajo tiene como objetivo analizar la posibilidad de que una IA asuma funciones de apoyo o sustitución en la apreciación de la prueba, con especial énfasis en la segunda instancia, y examinar los límites que impone el marco constitucional y procesal español. Para ello, comenzaremos revisando el concepto de prueba en el proceso civil, diferenciando entre medios de prueba, práctica probatoria y actividad de valoración. Luego, profundizaremos en el papel de la apreciación judicial de la prueba, su marco normativo y los estándares aplicables. Posteriormente, se abordará el fenómeno de la justicia predictiva, con atención a su desarrollo técnico, impacto jurídico y posibles aplicaciones en la valoración de la prueba. Finalmente, se expondrán algunas reflexiones sobre la viabilidad de su uso en segunda instancia, identificando los principales desafíos, riesgos y oportunidades que ello implica.

Todo ello con la finalidad de contribuir a una discusión informada, crítica y propositiva sobre uno de los mayores retos contemporáneos del derecho procesal: la integración de la inteligencia artificial en una función –la judicial– que ha sido históricamente entendida como exclusivamente humana.

2. Breves incursiones sobre la prueba en el proceso civil

La prueba ha sido tradicionalmente considerada el elemento central del proceso judicial, al punto de afirmarse que “la prueba es sin duda la clave de bóveda del proceso” (Lorca Navarrete, 2023, p. 2). Sin prueba de los hechos, la administración de justicia sería imposible, pues no habría forma de verificar las afirmaciones de las partes (Devis Echandía, 1972).

Históricamente, sin embargo, el concepto y la práctica de la prueba han evolucionado significativamente. En el derecho antiguo y medieval prevalecían sistemas formales y rituales de prueba, como los ordalías o juicios de Dios y la llamada prueba tasada o legal, donde la ley preestablecía el valor de cada medio probatorio (Taruffo, 2008).

Bajo el sistema de prueba tasada el juez no gozaba de discrecionalidad: su función se limitaba a aplicar reglas fijas que atribuían un valor probatorio específico a ciertos medios de prueba (Taruffo, 2008, p. 133). Por ejemplo, se exigía cierta cantidad de testigos para “probar plenamente” un hecho, o se consideraba la confesión de parte como prueba plena decisiva (Taruffo, 2008, p. 134). Este modelo pretendía evitar la subjetividad judicial –surgió en una época de desconfianza hacia los jueces–, pero sacrificaba la búsqueda de la verdad real en favor de la certeza formal.

Con el advenimiento de la Ilustración y las reformas liberales de los siglos XVIII-XIX, se criticó la rigidez de la prueba tasada y se liberalizó la valoración de la prueba. Las codificaciones modernas introdujeron el sistema de la libre convicción o libre apreciación de la prueba por parte del juzgador, confiando en su razonamiento antes que en fórmulas rígidas (Taruffo, 2008). En el proceso civil contemporáneo de tradición continental se consagra la sana crítica como criterio de valoración, que exige al juez formar su convicción de forma razonada y conforme a reglas lógicas y de experiencia, sin estar atado a tarifaciones legales. De este modo, el juez actual actúa más como un investigador racional de la verdad que como un mero calculador de puntajes probatorios predeterminados. Incluso en los sistemas anglosajones, donde históricamente el juicio con jurado impuso el desarrollo de estrictas reglas de evidencia, se comparte la idea fundamental de que el objetivo de la actividad probatoria es acercarse a la verdad de los hechos controvertidos bajo estándares justos. Ya Jeremy Bentham a inicios del siglo XIX destacaba la centralidad de la prueba al afirmar que “el arte del proceso no es esencialmente otra cosa que el arte de administrar pruebas” (Bentham, 1827).

En suma, a lo largo de la historia procesal se ha transitado desde concepciones ritualistas o formalistas de la prueba hacia un modelo racional, centrado en la convicción motivada del juez o tribunal acerca de la realidad de los hechos debatidos en el proceso.

III. Medios de prueba, práctica probatoria y valoración judicial

El término prueba admite distintas acepciones en el ámbito procesal. Por un lado, se entiende por medios de prueba los distintos instrumentos o fuentes a través de los cuales se pretende demostrar los hechos alegados en juicio. Tradicionalmente, los medios probatorios en el proceso civil incluyen la declaración de testigos, los documentos (públicos o privados), los informes periciales de expertos, el reconocimiento judicial o inspección directa por el juez, y la declaración de parte (como la confesión) entre otros.

La doctrina procesal los define como cualquier elemento que pueda ser utilizado para establecer la verdad o falsedad de un hecho relevante en el proceso. En palabras de Chiovenda, medio de prueba es todo elemento que “suministra al juez los medios para crear su convencimiento sobre la existencia o inexistencia de los hechos” (Chiovenda, 1923, p. 365).

Del mismo modo, Silva Melero resumía que la prueba “es un medio o instrumento que se emplea en el proceso para establecer la verdad” (Silva Melero, 2005, p. 47). Por otro lado, hablamos de práctica de la prueba para referirnos a la actividad procesal de introducción o aportación de esos medios de prueba en el juicio. Practicar la prueba implica llevar al proceso los elementos probatorios mediante los actos procesales correspondientes –por ejemplo, la deposición de un testigo en la vista oral, el aporte de un documento en la fase probatoria, o la realización de una pericia por un experto–, todo ello con las formalidades que establecen las leyes procesales.

Esta dimensión activa de la prueba alude a la acción de probar o demostrar: es la actividad que despliegan las partes (e incluso, subsidiariamente, el tribunal) para presentar las pruebas y lograr que el juzgador conozca los hechos. En este sentido dinámico, probar es “trasladar al proceso los hechos, documentos y demás elementos probatorios capaces de conferir veracidad a las alegaciones de las partes”.

Esta actividad probatoria se encuentra íntimamente ligada al derecho a la prueba que asiste a cada parte, esto es, la facultad de utilizar los medios probatorios pertinentes para sustentar sus afirmaciones de hecho y convencer al órgano jurisdiccional (Montero Aroca, 2017).

Finalmente, la valoración de la prueba (o apreciación probatoria) se refiere al juicio crítico que realiza el tribunal sobre el material probatorio aportado, a fin de determinar qué hechos considera probados y con qué grado de certeza. En los sistemas modernos, la valoración queda confiada a la libre convicción motivada del juez, dentro de los márgenes que marca la ley. Esto significa que el juzgador formará su convicción acerca de los hechos apreciando en conciencia cada prueba, sin reglas legales predeterminadas sobre su eficacia, pero deberá expresar en la sentencia las razones lógicas o de experiencia que le llevan a dar por probado o no un hecho (principio de sana crítica).

La legislación española consagra expresamente este principio: el artículo 348 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC) establece que “el tribunal valorará los dictámenes periciales según las reglas de la sana crítica, sin estar obligado por el dictamen de los peritos”. Previsiones similares rigen para la valoración de otros medios, como la testifical (p. ej., art. 376 LEC para los testigos).

En definitiva, los medios de prueba son las fuentes de información sobre los hechos; la práctica probatoria es el conjunto de actos procesales para incorporar dicha información al proceso; y la valoración es el proceso intelectual mediante el cual el juez, aplicando la razón y la experiencia, decide qué hechos tiene por ciertos a la luz de las pruebas aportadas. Cabe mencionar que esta concepción tripartita de la prueba (medios –actividad– valoración) no agota todas las formas de entender el término. Algunos autores incluyen además la idea de resultado de la prueba, entendiendo por “prueba” el grado de convicción alcanzado o el hecho tenido por demostrado al final del proceso. Sin embargo, a efectos analíticos en el proceso civil conviene distinguir los tres planos mencionados: los instrumentos probatorios, su desarrollo procesal y la estimación final de su eficacia por el juzgador.

La carga de la prueba en el proceso civil conectada que está a la actividad probatoria está la noción de carga de la prueba (onus probandi). La carga de la prueba es la responsabilidad que tiene cada parte de aportar la prueba de determinados hechos si quiere obtener una decisión favorable. En virtud del principio dispositivo que rige el proceso civil, son principalmente las partes quienes introducen los hechos y las pruebas, de modo que recae sobre ellas el riesgo de la falta de prueba.

En términos clásicos, quien afirma un hecho en juicio debe probarlo, especialmente si dicho hecho es constitutivo de sus pretensiones. El ordenamiento positivo suele articular este principio en reglas de distribución de la carga probatoria. El derecho español lo recoge en el art. 217 LEC, que en síntesis dispone: incumbe al actor probar los hechos constitutivos del fundamento de su demanda, y al demandado probar los hechos impeditivos, extintivos o excluyentes del derecho del actor. Si tras la fase probatoria persiste la incertidumbre sobre un hecho relevante, habrá de decidirse en contra de la parte que soportaba la carga de probarlo (art. 217.7 LEC).

Es decir, la falta de prueba de un hecho controvertido recaerá en perjuicio de la parte que, según la regla general, estaba obligada a probarlo. Esta regla, derivada del aforismo romano actori incumbit probatio (incumbe al demandante la prueba) y de su correlato reus in excipiendo fit actor (el demandado que alega hechos nuevos asume la posición de actor respecto de ellos), es común a la mayoría de sistemas jurídicos. Por ejemplo, el Código Civil italiano en su art. 2697 establece la misma directriz, y el Código Civil alemán (BGB) y la jurisprudencia alemana también parten de que cada parte debe probar los hechos que fundamentan su pretensión o su defensa (Rosenberg, 2014).

En el derecho anglosajón, la burden of proof en los casos civiles normalmente recae sobre el claimant (demandante) para probar los elementos de su cause of action, mientras que el defendant asume la carga de probar las affirmative defenses que alegue. Cabe destacar que la carga de la prueba tiene dos facetas en el sistema anglosajón: la burden of production, que es la carga de aportar suficientes elementos de prueba durante el proceso para que una alegación sea considerada (so pena de que el juez retire el asunto por falta de prueba mínima), y la burden of persuasion, que es la carga definitiva de convencer al juez o jurado sobre la veracidad de los hechos en disputa bajo el estándar aplicable (generalmente, preponderancia de la evidencia en lo civil). En el sistema continental, esta distinción formal no se hace, pero existe de hecho la idea de que cada parte debe al menos presentar un mínimo de prueba sobre los hechos que le incumben (o de lo contrario sus alegaciones serán desestimadas sin necesidad de mayor análisis) y, en última instancia, lograr que el juez se convenza “en grado razonable” de la veracidad de sus afirmaciones. La razón de ser de la carga de la prueba es asegurar que, ante la incertidumbre, el proceso tenga una solución basada en reglas de justicia y no quede paralizado. Si ningún litigante lograra probar convincentemente un hecho esencial, las normas de carga asignan quién pierde en tal caso (normalmente, quien tenía la carga y no la cumplió). Estas reglas fomentan que las partes se esfuercen en probar sus afirmaciones y evitan la indefensión de la contraparte.

Ahora bien, en ciertos supuestos excepcionales, algunos ordenamientos contemplan alteraciones a la carga habitual de la prueba por razones de equidad o política legislativa –por ejemplo, invirtiendo la carga en casos de responsabilidad objetiva, de discriminación (donde una vez probado un indicio de trato discriminatorio corresponde al demandado demostrar que hubo causa lícita), o aplicando criterios de mayor facilidad probatoria–, pero son excepciones tasadas.

En términos generales, tanto en los sistemas civiles continentales como en el common law, la carga de probar un hecho corresponde a quien afirma su existencia jurídica, bajo pena de perder el juicio respecto de ese hecho si no logra acreditarlo suficientemente.

4. Derecho a la prueba: fundamento constitucional y límites

Dado el papel crucial de la actividad probatoria en el proceso, los ordenamientos modernos reconocen un verdadero derecho a la prueba en favor de las partes, como una emanación del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y al debido proceso. En España, este derecho está consagrado a nivel constitucional: el art. 24.2 de la Constitución reconoce el derecho de todos los ciudadanos “a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa”.

Esta formulación supone que cada parte tiene la facultad de proponer y practicar las pruebas que considere relevantes para sustentar sus posiciones fácticas, y que el tribunal debe permitir su uso siempre que sean pertinentes (relacionadas con el objeto del proceso) y útiles para esclarecer los hechos.

La pertinencia y utilidad actúan así como límites internos al derecho a la prueba: la ley procesal y el juzgador pueden rechazar pruebas impertinentes (ajenas al asunto) o superfluas (irrelevantes por redundancia), sin que ello vulnere el derecho de defensa. Como señaló el Tribunal Supremo español, el derecho a la prueba no despoja al tribunal de su facultad de rechazar diligencias probatorias inadmisibles o irrelevantes (STS 292/2018).

En términos similares, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sostenido que el derecho a un juicio justo (art. 6 CEDH) comprende el derecho a presentar pruebas, pero no obliga a admitir toda prueba ofrecida, sino aquellas que realmente contribuyan al esclarecimiento del caso, quedando las demás sujetas a la discreción judicial legítima (Caso García Ruiz vs. España, 1999).

El fundamento constitucional del derecho a la prueba radica en garantizar la igualdad de armas y la contradicción en el proceso. Cada parte debe tener la oportunidad de sustentar fácticamente sus pretensiones o defensas, de controvertir la versión contraria y de influir en la convicción del juez. De ahí que se incluya como componente del debido proceso tanto en sistemas continentales (v.gr. lectura constitucional del art. 24 CE en España; art. 111 de la Constitución italiana tras la reforma del “giusto processo” que exige formaciones probatorias en contradicción) como en el mundo anglosajón (donde el Due Process Clause de la Quinta y Decimocuarta Enmienda en EE.UU ampara el derecho a presentar pruebas y refutar las de la contraparte, y el Sixth Amendment en materia penal consagra el derecho a confrontar a los testigos adversos).

En Alemania, aunque la Ley Fundamental no contiene una cláusula expresa sobre la prueba, el derecho a ser oído (Rechtliches Gehör, art. 103.1 GG) se interpreta incluyendo la facultad de presentar alegaciones y medios probatorios antes de la decisión judicial. Ahora bien, el derecho a la prueba no es absoluto. Además del requisito de pertinencia ya mencionado, existen límites materiales derivados de otros derechos fundamentales y de la legalidad. Por ejemplo, no se puede fundamentar una decisión judicial en pruebas obtenidas ilícitamente que vulneren derechos fundamentales (p.ej., pruebas derivadas de violación de la intimidad, comunicaciones privadas o inviolabilidad de domicilio, salvo autorizaciones legales especiales).

En el ordenamiento español, la doctrina del Tribunal Constitucional desde 1984 ha consolidado la exclusión de la prueba ilícita, y el art. 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial dispone la nulidad de aquellas pruebas obtenidas con vulneración de derechos fundamentales. Igualmente, en el common law anglosajón, aunque el objetivo es esclarecer la verdad, se excluyen pruebas por motivos de política jurídica, como la regla de exclusión de pruebas ilícitas en procesos penales estadounidenses (exclusionary rule) o la inadmisibilidad de ciertos testimonios por privilegios (v.gr. secreto profesional abogado-cliente, privilegio conyugal) para proteger relaciones sociales valoradas por el derecho. En sede civil, los privilegios también operan y, aunque la exclusión por ilicitud de la prueba es menos frecuente que en lo penal, se pueden dar casos (por ejemplo, grabaciones no consentidas que violan la legislación en materia de protección de datos).

Otro límite importante al derecho a la prueba es el respeto a los plazos y la preclusión procesal. Las partes deben proponer la prueba en el momento procesal oportuno; vencido ese trámite, no pueden exigir introducir pruebas extemporáneas (salvo circunstancias excepcionales). Esto se conecta con la necesidad de preservar la eficiencia y celeridad del proceso. Un ejemplo claro se ve en la segunda instancia o apelación civil: generalmente, los sistemas jurídicos restringen la posibilidad de aportar pruebas nuevas en la apelación, permitiéndolo solo en situaciones tasadas (v.gr. documentos de fecha posterior o de imposible obtención en primera instancia).

Esta limitación busca respetar la función revisora de la segunda instancia y el principio de inmediación de la prueba, según el cual la valoración óptima de ciertos medios (p.ej., la credibilidad de un testigo) requiere la percepción directa que tuvo el juzgador de primera instancia.

Por tanto, el derecho a la prueba se ejerce principalmente en la primera instancia, quedando en la apelación circunscrito a la revisión de la legalidad de la apreciación probatoria y a la admisión de nueva prueba solo excepcionalmente.

5. Perspectivas comparadas: sistemas continental vs. Anglosajón y otras tradiciones

Aunque los principios esenciales de la prueba presentan similitudes generales, existen notables diferencias de énfasis y metodología entre los distintos sistemas procesales, particularmente entre la tradición continental europeo (civil law) y la anglosajona (common law), así como matices propios en países como Italia o Alemania. En los sistemas de civil law (España, Italia, Alemania, Francia, etc.), el proceso civil se caracteriza por ser principalmente escrito y dirigido por el juez, aunque con iniciativa de parte. Esto influye en la forma de desarrollar la prueba.

Por ejemplo, en un juicio civil español o italiano, tras los escritos iniciales se celebra una fase de fijación del objeto litigioso (audiencia previa, udienza) y luego un juicio oral donde se practican las pruebas admitidas. El juez desempeña un rol activo moderando el debate: puede interrogar directamente a los testigos para aclarar puntos, encargar peritajes oficiales en ciertas materias, e incluso en algunos casos ordenar prueba de oficio si la ley lo autoriza (como sucede en materias de orden público, filiación, etc.).

La ley italiana (art. 257 CPC) y la española (art. 429.1 LEC) permiten al juez acordar pruebas no propuestas por las partes sólo excepcionalmente, para evitar indefensión y cuando sea imprescindible para la verdad material. En Alemania, tradicionalmente más inclinada al principio de investigación judicial, el juez civil también puede sugerir o requerir pruebas si lo considera necesario para esclarecer la verdad (aunque rige el principio de aportación de parte en cuanto a los hechos, Verhandlungsmaxime).

Por contraste, en el modelo anglosajón adversarial el protagonismo en la producción de la prueba recae casi enteramente en las partes. Son los abogados quienes localizan y presentan las evidencias ante un juez que actúa como árbitro garantizando que se cumplan las reglas del juego. Históricamente, la presencia del jurado como decisor de los hechos en los juicios civiles angloamericanos condicionó fuertemente el derecho probatorio: para proteger al jurado de información potencialmente engañosa o prejuiciosa, se desarrolló un complejo sistema de reglas de exclusión y filtros de admisibilidad de la prueba (Wigmore, 1904).

Por ejemplo, la conocida regla del “hearsay” (oído) excluye en principio los testimonios de oídas, y existen numerosas doctrinas que impiden la entrada de prueba si su perjuicio supera su valor probatorio (Regla 403 de las Federal Rules of Evidence de EE.UU., por ejemplo). En los procesos civiles continentales, sin jurado que proteger, no existen reglas tan estrictas de admisión: prima el principio de libertad probatoria, admitiéndose en general todos los medios que no estén prohibidos y dejando al juez valorar su credibilidad.

Por ello, pruebas como declaraciones de terceros referidas por un testigo (oídas) no están automáticamente vetadas en un juicio civil español o alemán; el juez las recibe y luego les dará, quizá, menor valor por su carácter indirecto, pero no se excluyen ab initio como en el common law. Otra diferencia se aprecia en la fase preparatoria: los sistemas anglosajones cuentan con un descubrimiento pretrial (discovery) muy amplio, donde las partes, antes del juicio, se intercambian pruebas y pueden tomar declaraciones bajo juramento (depositions), requerir documentos, etc., de forma obligatoria.

Esto hace que mucha prueba ya esté recabada anticipadamente. En la tradición continental, no existe un discovery tan desarrollado; la obtención de pruebas se concentra en la fase judicial, aunque cada parte debe anunciar las pruebas de las que quiere valerse y puede pedir al tribunal que requiera documentos o información específica a la contraparte (p.ej., exhibición documental del art. 328 LEC español, o mecanismos similares en Alemania bajo ciertos supuestos de cooperación probatoria).

La menor amplitud del discovery se equilibra en algunos países con cargas dinámicas de la prueba: por ejemplo, en España se ha hablado de la doctrina de la “facilidad probatoria”, por la cual si una parte está en mejor situación para aportar determinada prueba, puede exigírsele un mayor deber de colaboración so pena de que su falta de aporte revierta en su contra (STS 3/1993, sobre accidente médico, invocando el art. 217.7 LEC).

En cuanto a la valoración de la prueba, ya se señaló la convergencia actual hacia la libre apreciación motivada del juzgador profesional en los sistemas continentales. Italia, por ejemplo, consagra en el art. 116 del Codice di Procedura Civile que “il giudice valuta le prove secondo il suo prudente apprezzamento, salvo che la legge disponga altrimenti”, reconociendo así la libre convicción razonada como regla general (salvo casos de prueba legal expresos, como ciertas actas públicas que hacen fe hasta querella de falsedad). Alemania, en el §286 de su ZPO, establece de forma análoga que el tribunal decide sobre la verdad de los hechos “nach freier Überzeugung” (según su libre convicción) basada en el resultado del juicio oral. En los países anglosajones, cuando hay jurado, la valoración es secreta y no se exige motivación (el jurado emite veredicto “culpable/no culpable” o determina la responsabilidad civil con un veredicto general o especial).

No obstante, en procedimientos sin jurado (bench trials), el juez anglosajón también debe valorar la prueba y usualmente redacta findings of fact donde asienta qué consideró probado. Paradójicamente, a pesar de los distintos enfoques, tanto un juez civil continental como un jurado anglosajón buscan formarse la convicción acerca de la verdad de los hechos disputados; simplemente lo hacen bajo reglas procesales distintas y con exigencias de motivación diferentes. Otro aspecto comparado relevante es el derecho a la prueba de oficio por parte del juez.

Mientras que en sistemas como el italiano o el español la iniciativa probatoria judicial está limitada (aunque no totalmente ausente, especialmente en materias civiles con interés público), en otros sistemas continentales ha habido tradiciones de mayor actividad judicial. Por ejemplo, el modelo tradicional francés de “juge inquisiteur” en lo civil se ha ido atenuando, pero el juez conserva potestades para dirigir la instrucción del caso.

En cambio, en el common law puro el juez rara vez ordena una prueba por iniciativa propia; se considera que hacerlo comprometería su imparcialidad o sacaría al juez de su rol de árbitro. Aún así, incluso en el common law moderno, el juez tiene ciertas facultades residuales (como citar testigos suplementarios para clarificar un hecho, o nombrar un perito neutral en casos complejos, algo previsto en las Reglas Federales de Evidencia 706). Finalmente, en la segunda instancia o apelación, las diferencias se mantienen.

En general, los sistemas de civil law tradicionales (v.gr. Italia antes de 2012) permitían una apelación amplia en la que incluso cabía practicar prueba adicional si se consideraba necesaria para revisar el fallo de primera instancia. España, con la LEC 2000, limitó bastante esta posibilidad: la apelación civil española es básicamente revisora, admitiendo prueba nueva solo en supuestos excepcionales (art. 460 LEC, por ejemplo, si se ofrece un documento de fecha posterior al juicio de primera instancia o que no pudo aportarse antes por causa no imputable).

Alemania, tras las reformas de 2002, también restringió la introducción de nuevos hechos o pruebas en la Berufung (apelación), buscándose que la segunda instancia no se convierta en un “segundo primer grado” sino que corrija errores jurídicos o valorativos manifiestos. Por su parte, en el sistema anglosajón, la apelación civil típicamente no reexamina hechos ni admite nuevas pruebas; las Cortes de Apelación se ciñen al expediente formado en el juicio y solo analizan errores de derecho o la razonabilidad del veredicto.

Esta diferencia tiene implicaciones importantes de cara a la inteligencia artificial y la justicia predictiva en segunda instancia: un sistema de IA aplicado a la valoración de la prueba tendría que operar principalmente sobre el registro ya existente (transcripciones, pruebas documentales registradas) más que sobre una nueva producción de prueba, dado que la segunda instancia rara vez genera evidencia adicional. En conclusión, el estudio de la prueba en el proceso civil revela un rico entramado doctrinal y normativo, con raíces históricas profundas y desarrollos contemporáneos sofisticados.

Hemos visto cómo la prueba puede entenderse como medio, como actividad y como resultado; cómo se distribuye su carga entre las partes; y cómo su garantía se erige en derecho fundamental con ciertas modulaciones. También se han contrastado las perspectivas de diversos sistemas jurídicos –español, italiano, alemán, anglosajón– apreciando similitudes en los principios rectores y diferencias prácticas en su implementación.

Con esta base conceptual y comparada sobre la función probatoria, estamos en mejor posición para analizar desafíos actuales, como la incorporación de la inteligencia artificial en la apreciación de la prueba en la segunda instancia, manteniendo siempre la coherencia con los principios procesales fundamentales y el derecho a la tutela judicial efectiva.

6. Sobre la apreciación de la prueba

Si por un lado las partes tienen producir prueba sobre los hechos alegados, por otro, al juez o tribunal le corresponde una serie de obligaciones relativos a la apreciación o valoración de la prueba.

Se trata, tal y como define la doctrina de una operación intelectual realizada por el juez con la que se determinará la eficacia de los medios de prueba practicados para la fijación de los datos fácticos mediante, según los casos, la convicción judicial o la constatación de los presupuestos legalmente previsto (Ortells Ramos, 2002).

Para Taruffo, la valoración de la prueba tiene por objeto establecer la conexión final entre los medios de prueba presentados y la verdad o falsedad de los enunciados sobre los hechos en litigio. La valoración pretende establecer si las pruebas disponibles para el juzgador apoyan alguna conclusión sobre el estatus epistémico final de esos enunciados y, de hacerlo, en qué grado. Esta definición se centra en el resultado de la valoración que lleva a cabo el juzgador: un enunciado sobre los hechos está probado cuando, sobre la base de las pruebas, se considera verdadero (Taruffo, 2008).

El mismo autor considera que la apreciación de la prueba no obedece a criterios estrictamente psicológicos, ya que también ahí entran en escena los enfoques racional y jurídico (Taruffo, 2008).

Sin embargo, la prevalencia del modelo puramente racional terminó dando lugar a un sistema más flexible: el sistema de la libre valoración de la prueba[1], que es una regla de valoración de la prueba que permite al órgano con competencia para sancionar apreciar las pruebas existentes en el procedimiento según su libre convencimiento y sin tener que otorgar a alguna de ellas un valor o credibilidad superior que venga predeterminada por la ley.

En este sentido, la LEC, en su artículo 218, párrafo segundo, ha establecido que las sentencias deben estar lo suficientemente motivadas en los razonamientos fácticos o jurídicos que conducen a la valoración de las pruebas y a la aplicación e interpretación del derecho. Dicha motivación debe basarse en los elementos de hecho y de derecho jurídicos del pleito, que se consideran individual o conjuntamente conforme a las normas de la lógica y de la razón.

En este sentido, según dispone el artículo 348 de la LEC, “los Jueces y Tribunales apreciarán la prueba según su prudente criterio, valorando conjuntamente y de manera ponderada todos los medios de prueba que se hayan aportado al proceso”.

Dicho principio se consagra la autonomía e independencia del juez para evaluar y ponderar las pruebas presentadas por las partes, sin estar vinculado por reglas rígidas o preestablecidas. El artículo 346 de la LEC establece que el juez podrá apreciar la prueba de acuerdo con las reglas de la lógica, los conocimientos científicos y las máximas de experiencia, siempre y cuando sean pertinentes para el caso.

La LEC también establece que el juez tiene la facultad de valorar la credibilidad de los testigos y decidir si sus declaraciones son veraces y confiables. El artículo 384 de la LEC señala que “el juez o tribunal formará su convicción sobre la base de las pruebas practicadas en el juicio, apreciándolas con libertad y conforme a las reglas de la lógica y la experiencia”.

Es importante destacar que la libre valoración de la prueba no implica un arbitrio absoluto por parte del juez, sino que debe ser fundamentada y motivada. El artículo 348 de la LEC establece que “la valoración de la prueba deberá ser motivada, expresando las razones que justifiquen el criterio adoptado”. Esto garantiza la transparencia y permite a las partes conocer las bases en las que se ha fundamentado la decisión del juez.

Ahora bien. Pasando al cierne de la cuestión tratada en el presente trabajo, conviene cuestionar si sería posible la utilización de recursos de justicia predictiva basados en inteligencia artificial para la sustitución de la actividad de valoración de la prueba por el juez.

7. El principio del juez natural predeterminado por la ley como límite al uso judicial de la IA

Las revoluciones burguesas, la Revolución Francesa y la Independencia de las Trece Colonias Inglesas, i. e. la Revolución Americana, han instituido un sistema organizativo totalmente nuevo para el Estado, pero también establecieron un rol de derechos y libertades fundamentales que en cierta medida provenían de la concepción naturalista de derecho (Suárez Xavier, 2020).

Tales valores jurídicos no han surgido del vacío. Mas bien lo contrario. Fueron fruto del Liberalismo, basándose en las ideas de Adam Smith, planteando una defensa amplia de la libertad, la propiedad y el libre comercio como forma de auto regulación de la economía, así como del rechazo al control económico y social por parte del Estado (Hayek, 1978).

La herencia del Estado Monárquico y Absolutista se manifestaba en la forma de desconfianza social frente no solamente a las viejas estructuras burocráticas de las monarquías y del colonialismo, sino también frente a las autoridades, al personalismo y a la aristocracia.

En su lugar, el Estado Liberal ha elegido el discurso que emergió de las ideas iluministas a las cuales también ya nos hemos referido, consagrando los valores de la libertad e igualdad como cánones supremos de la sociedad y de su organización política.

En efecto, especialmente en Europa, había una sensación de desconfianza hacía los jueces, lo que sumado a la doctrina positivista y pandectista, la confianza excesiva en la ley y la idea codificadora, que tiene por base la noción de sistema y completitud del ordenamiento jurídico.

Toda esta idea de completitud, de la subsunción[2] como metodología jurídica básica, casi cartesiana para la interpretación de las normas jurídicas por sus operadores, se completaban por la supuesta neutralidad del juez y del interprete.

La idea de neutralidad defendida por los positivistas y, más recientemente por los procedimentalistas, ha impuesto a la interpretación judicial la idea de neutralidad, requiriendo una postura en la que el juez, el intérprete, sea capaz de quitarse las vestes de su precomprensión, para buscar la única respuesta posible en el ordenamiento jurídico.

Para ello, no bastaba que las leyes previesen las normas aplicables a una determinada situación jurídica. También era necesario determinar con antelación el juez encargado de calificar jurídicamente, de resolver una determinada cuestión bajo estos fundamentos lógico-interpretativos casi matemáticos[3].

En dicho sentido, se prevé una serie de garantías jurídicas de forma a garantizar no solo el cumplimento de la voluntad de la ley, concretada por una sentencia, sino que se establece una serie de obligaciones para el intérprete de las normas, es decir, el juez.

Ya nos hemos referido a que, aún en el siglo XIX, la Constitución Liberal de 1812 había previsto un régimen de responsabilidad para los jueces, lo que demuestra que esta desconfianza hacia los nobles y las castas mantenidas por el privilegio. No por otro motivo, la CE de 1812 reguló, por primera vez en nuestro ordenamiento, el ingreso en la carrera judicial mediante el sistema de oposiciones conforme determinaba su artículo 94.

Pero los orígenes del derecho a la predeterminación del juez natural anteceden a la Constitución Española de 1812. Para Díaz Revorio (2004), su primer antecedente es la Carta Magna de Inglaterra, de 1215, que incorporaba el derecho al debido proceso bajo la expresión per legem terrae o law of the land.

Nosotros no estamos de acuerdo con dicha concepción. Como se sabe, los orígenes de este derecho parecen claramente delineadas en el Liber Iudiciorum. Si bien es verdad que su texto original fue objeto de diversas alteraciones, parece también claro que otros textos como las Siete Partidas consagraban dicho derecho, por lo cual parece más adecuado decir que sus orígenes remontan a la edad media.

La revolución americana, antes comentada, ha consagrado dicho derecho en distintas Cartas, García Chávarri pone de manifiesto que se hallan también antecedentes del derecho a un debido proceso en las Cartas (Charters), en tanto acuerdos de reconocimiento de determinados derechos y garantías dados por el monarca a favor de las personas que asumieran tareas de colonización en nombre de la Corona inglesa. Entre ellas, se tienen las Cartas de Virginia (1606), Massachusetts (1629), Maryland (1632), Connecticut (1662), Carolina (1663), Rhode Island (1663), Pennsylvania (1681), Delaware (1701) y Georgia (1732) (García Chávarri, 2013).

Diez-Picazo Giménez (1991), también afirma que dicho derecho finalmente se consolida a nivel constitucional, con la Constitución de los Estados Unidos de América, de 1787, especialmente con la aprobación de la Quinta Enmienda, aprobada en 15 de diciembre de 1791, donde se lee que “nadie será obligado a responder de un delito castigado con la pena capital o con otra infamante si un gran jurado no lo denuncia o acusa, a excepción de los casos que se presenten en las fuerzas del mar o tierra o en la milicia nacional cuando se encuentre en servicio efectivo en tiempo de guerra o peligro público; tampoco se pondrá a persona alguna dos veces en peligro de perder la vida o algún miembro con motivo del mismo delito; ni se le compelerá a declarar contra sí misma en ningún juicio criminal; ni se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni se le ocupará la propiedad privada para uso público sin una justa indemnización.

Desde una óptica histórica europea, se puede afirmar que el punto de partida para la garantía de la predeterminación del juez por la ley tiene origen en la Revolución Francesa de 1789, con la elaboración del Decreto de Organización Judicial, de 26 de agosto de 1790, que en su artículo 17 establecía el principio del juez natural. Según sus términos, el orden constitucional de las jurisdicciones no podrá ser modificado, ni los ciudadanos privados de sus jueces naturales, mediante comisión alguna, ni a través de otras atribuciones o avocaciones que las determinadas por la ley (nuestra traducción).

Dicho precepto se adoptará como una garantía de los ciudadanos frente a los poderes públicos en la Constitución Francesa de 1781, en su artículo 4, sustituyendo la expresión juez natural por juez asignado por la ley.

Sin embargo, es con la Constitución Francesa de 1795 cuando se establecen su contenido definitivo, cuando su artículo 204 determina que nadie puede ser privado de los jueces que la ley asigna, mediante comisión alguna, ni a través de otras atribuciones que las determinadas por una ley anterior (nuestra traducción).

En este sentido, se establece no solamente la obligación de que el juez deba dictar una sentencia mediante la prohibición del non liquet, sino también se determina que dicho juez esté previsto de forma abstracta en la ley y, más, que dicha previsión debe ser anterior al momento de la determinación de dicho juez.

En efecto, desde dicho momento se prohíben institutos clásicamente utilizados por el derecho canónico y medieval, tales como la comisión, atribución y la avocación, que estaban previstos en derecho visigodo, por ejemplo y a los cuales ya nos hemos referido en el epígrafe anterior.

Ignacio Diez-Picazo aclara que, mediante la prohibición de la comisión, se buscaba impedir la posibilidad de creación de tribunales ex novo, i. e., tribunales extraordinarios para manifestarse sobre unos casos concretos. En lo que respecta a la atribución, se buscaba prohibir la constitución de tribunales especiales, es decir, con creados para conocer de una o algunas materias específicas y, con el término avocación, evitar la vis atractiva que pretendiera alguna autoridad política, administrativa o de cualquier otro orden de traer para si en enjuiciamiento de un determinado procedimiento.

Dicho principio se difunde en las distintas constituciones que se van a suceder en Europa. Especialmente en España, se recoge en las distintas constituciones a las cuales ya nos hemos referido con antelación.

Con el pasar del tiempo, la concepción del juez predeterminado por la ley adopta una forma unívoca, más allá de la triple prohibición, lo que se justifica, según Ignacio Diez-Picazo, porque la prohibición de la creación de tribunales extraordinarios, se consolida como único caso específico pendiente de una prohibición expresa, ya que los casos de avocación y la comisión de resuelve en el supuesto genérico de la reserva de ley para creación de tribunales.

Pero dicha discusión de reaviva con las cuestiones relativas a la constitución de los tribunales posguerra, con la necesidad de juzgar los delitos cometidos por los nazis, cuando se resignifica el principio del juez predeterminado por la ley para reasumir su configuración original de triple prohibición.

Esta panorámica histórica, y también filosófica, que explica el surgimiento de estas garantías, pero no es solamente eso lo que interesa, ya que dicho derecho tiene un amplio desarrollo no solo en la Constitución Española de 1978, sino también en la jurisprudencia.

En efecto, el artículo 24 de la Constitución determina que todos tienen derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.

En efecto, parece claro que la delimitación original del principio se encuentra ya pacificada y consensuada en el Estado Social y Democrático de Derecho Español. Pero aquí y en otros países, la discusión vuelve a reavivarse desde otros aspectos.

Primero, hay que averiguar si la garantía del juez natural predeterminado por la ley se restringe a la determinación del organismo judicial o si, aún más, puede llegar a la determinación de las personas encargadas de juzgar, indicando al juez-persona.

En segundo lugar, en dilucidar si la garantía del juez legal puede llegar a imponer al poder legislativo algunas limitaciones ulteriores incluyendo la vinculación del juez competente en un determinado territorio, que se corresponde con el llamado problema del juez del territorio.

Por otro lado, y desde una perspectiva genérica, lo que se busca es indagar si el principio del juez natural no se constituye, por un lado, en una garantía formal, desde su preconstitución y determinación fijada por ley, también una garantía material, que implica que la competencia sea previamente instituida al juez más idóneo para conocer de cada caso[4].

Afrontar dichas cuestiones exige una postura técnica y didáctica capaz no solamente de comprender la extensión y efectos de la regulación impuesta por el artículo 24 de la Constitución Española, sino también de definir con claridad los conceptos procesales que emplea el precepto.

Inicialmente, lo primero que tenemos que sentar es que el término juez, empleado por el artículo 24 debe ser interpretado en sentido amplio, compuesto tanto por los jueces como por los magistrados, de la forma que señala el artículo 117.3, así como de una perspectiva excluyente, al apartar de dicha concepción los tribunales de honor y excepción, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 117.6 de la Constitución.

Por otro lado, la dicción del artículo 24.2 no hace referencia a un juez identificado, sino a un juez identificable, significando un deber positivo del legislador de establecer unos criterios de competencia que permitan el previo conocimiento desde una perspectiva abstracta de cuál sería la autoridad jurisdiccional competente para conocer de un caso en concreto.

Pero no solamente eso, porque el concepto se desborda en el sentido de que la definición previa se exige no solamente considerando de la competencia genérica, sino también de la competencia funcional, para decidir sobre los recursos y distintos incidentes procesales.

En este sentido, hay que comprender que el derecho a la tutela judicial efectiva viene siendo diseñado por la doctrina del Tribunal Constitucional como un derecho complejo, compuestos por las diferentes vertientes de entre las cuales se puede destacar el derecho al juez natural predeterminado por la ley.

Dicha predeterminación, entiende el Tribunal Constitucional, va más allá de la posibilidad de identificación del tribunal competente por medio de las normas legales de competencia objetiva, territorial y funcional (STC 47/1982, de 12 de julio), alcanzando la composición y forma de la composición de sus miembros, bien así el procedimiento establecido para su designación (STC 47/1983– de 31 de mayo) de manera que la designación irregular del juez o de la sala que conoce a un procedimiento vulnera el derecho al juez natural predeterminado por la ley (STC 31/1983, de 27 de abril).

No hay, en dicho sentido, ninguna limitación de orden jurisdiccional, incluso porque hasta los preceptos aplicables en principio al proceso penal, como el derecho a un proceso con garantías, se aplica a la generalidad de los procedimientos (STC 13/1981, de 21 de mayo) y se podría afirmas de forma categórica que sus efectos se entienden aplicables incluso a los procedimientos administrativos.

Resulta relevante resaltar que el artículo 9 de la Constitución Española, determina que la garantía del principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

Lo mismo se puede afirmar de la garantía de un juicio justo y sin indefensión, ya que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional consolida el entendimiento de que “la idea de indefensión engloba, entendida en un sentido amplio, a todas las demás violaciones de derechos constitucionales que puedan colocarse en el marco del artículo 24 CE” (STC 48/1984, de 4 de Abril y STC 146/2003, de 14 de julio, STC 199/2006, de 04 de agosto y STC 28/2010, de 27 de mayo).

Pero podríamos ir todavía más allá, para comprender que el derecho al juez natural predeterminado por la ley, que es parte del núcleo duro constituido por los distintos derechos que componen el derecho fundamental a tutela judicial efectiva, incluiría además el derecho al juez-persona natural predeterminado por la ley, como defiende Ignacio Diez-Picazo.

Sobre el tema, cabe aclarar que el autor se refiere al derecho orgánico, sosteniendo junto con Andrés de la Oliva, a quien cita directamente, que también las pequeñas violaciones en las normas orgánicas que se referirían a materia administrativa y, en principio, sin mayor transcendencia procesal, generarían violaciones al derecho al juez natural predeterminado por la ley.

Se trata de una conclusión llamativa, porque implica que una materia que inicialmente podría ser considerada eminentemente administrativa y sin cualquier transcendencia procesal, asume relevancia no solamente desde la óptica constitucional y procesal, sino que establece un punto de conexión entre las tres distintas formas de analizar a la jurisdicción (aunque en este particular consideramos que haya muchas más).

En efecto, parece que la evolución de los sistemas jurídicos aumenta su complejidad, pero a la vez nos conduce hacía el punto de partida de la indefinición del carácter de las normas, como pública y privadas, y la superación de la concepción del derecho y del proceso como categorías estándares, en las cuales el juez asume el papel de unidad fungible.

Esta visión que se intenta superar dentro de las limitaciones impuestas por la ley, la cultura y el tiempo influyen en la forma como comprendemos los derechos y su extensión.

Parece que, sin darse cuenta, Diez-Picazo vislumbra un aspecto que a nosotros nos importa, y que a bien decir nos parece el punto principal a tratar en este epígrafe.

La idea de que se pueda considerar la administración de justicia vista desde una perspectiva administrativa como algo distinto a la función jurisdiccional ya no se sostiene en el estado actual de cosas, considerando la evolución de la sociedad y de los estados.

La figura imaginaria del juez como único destinatario e interesado por las normas orgánicas, de reparto y organización de la oficina judicial ya no es suficiente para afrontar a los problemas que, si no se han presentado, seguramente se presentarán ante la justica como organismo y la jurisdicción como servicio público.

En efecto, y aunque no haya disposición constitucional o legal expresa, debemos partir de la consideración de que el artículo 24 consagra además el derecho a un juez-persona. Pero nosotros nos distanciamos también de la persona fungible que Diez-Picazo presenta en su concepción para tratar de persona humana.

La afirmación no es baldía. Entendemos que el derecho al juez natural comprende el derecho de los ciudadanos a que sus expedientes judiciales sean finalmente decididos por un juez o magistrado persona, desde una perspectiva orgánica, biológica, es decir, el juez debe ser de forma inexcusable, de acuerdo con el artículo 24 un homo sapiens.

Ello implica que el enjuiciamiento de un procedimiento no solamente debe ser realizado por una autoridad legalmente investida, de acuerdo con todos los preceptos legales, constitucionales y administrativos necesarios para la regular designación a efecto, sino que debe realizarse la predeterminación material, territorial y funcional de dicho organismo con antelación por la ley y, además, este sujeto debe, de per si, conocer los hechos que se le someten, sin que quepa la potestad de delegar dichas competencias a ninguna otra persona y menos que dichas funciones puedan ser realizadas por sujetos artificiales, programas informáticos o dejadas a cualquier suerte de azar.

En otras palabras, el principio del juez natural se consubstancia como un derecho de protección a los justiciables, pero también como un mandato obligatorio e indelegable a los jueces y magistrados, que no pueden delegar su cumplimiento a un tercero.

Por ello, cabe destacar que el artículo 22 del Reglamento UE 2016/679, determina que todo interesado tendrá derecho a no ser objeto de una decisión basada únicamente en el tratamiento automatizado, incluida la elaboración de perfiles, que produzca efectos jurídicos en él o le afecte significativamente de modo similar.

Según nuestra visión, las violaciones de este precepto afectan de forma clara y patente al principio del juez predeterminado por la ley, lo que tendrá significativa transcendencia para el análisis de la jurisdicción predictiva.

A tenor de ejemplo, podríamos citar como infracciones administrativas de transcendencia procesal, capaces de vulnerar el derecho fundamental al juez natural predeterminado por ley, los procedimientos constantes en la Ley Orgánica del Poder Judicial, en los artículos 196 al 199, referente a la formación de las salas, así como los artículos 200 al 202, que se refieren a la designación de magistrados suplentes, y los artículos 217 al 228, que se refieren a la abstención y a la recusación, aunque en este caso se trataría de una infracción administrativa, pero también de naturaleza procesal.

En otras palabras, la violación de las normas referentes a la composición de las salas conduciría a una violación del Derecho al Juez predeterminado por la ley, considerando que no se ha respectado el procedimiento legalmente definido para su formación, hipótesis donde la infracción administrativa tiene reflejos procesales.

En lo que se refiere al derecho de recusación y la obligación de abstención, en los casos definidos por los artículos 217 al 228, cabe destacar que constituye a la vez garantía procesal y deber del juez o magistrado, ya que su inobservancia configura falta muy grave, según el artículo 417.8 de la LOPJ.

En lo que respecta a la creación, segregación, fusión, incorporación de partidos judiciales, habrá que atender a los requisitos establecidos por el art. 4.3[5] de la Ley 38 de 28 de diciembre de 1988, de demarcación y planta judicial. Sin embargo, de que aquí, rara vez podríamos plantear la transcendencia procesal de una infracción administrativa.

Todas las consideraciones hechas hasta este punto se sostienen en el hecho de que la actividad jurisdiccional demanda el conocimiento, que es encomendado en exclusiva órgano jurisdiccional. No cabe ninguna especie de delegación de la actividad de conocimiento. Tanto es así que la apreciación de la prueba compete al juez dentro de los límites de la prueba tasada, bajo el principio de la sana crítica (LEC art. 299) y de acuerdo con, y así dispone el artículo 218 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, las normas de la lógica y de la razón para la valoración y apreciación de las pruebas y del derecho.

Cabe destacar que el Tribunal Constitucional en su sentencia 44/1989 de 20 de febrero, ha decantado en entendimiento que “por ser facultad que pertenece a la potestad jurisdiccional, corresponde en exclusiva a los Jueces y Tribunales ponderar los distintos elementos de prueba y valorar su significado y trascendencia en orden a la fundamentación del fallo contenido en la sentencia. Y esta libertad del Órgano Judicial para la libre valoración de la prueba, implica, como también señala la misma doctrina (STC 175/1985, de 15 de febrero) que pueda realizar deducciones lógicas de la actividad probatoria llevada a cabo, siempre que no sean arbitrarias, irracionales o absurdas, siendo el Juez o Tribunal de instancia soberano para la apreciación de la prueba, con tal de que esta libre apreciación sea razonada, (…) lo que quiere decir que la resolución judicial ha de contener el razonamiento sobre las conclusiones de hecho a fin de que las partes puedan conocer el proceso de deducción lógica del juicio fáctico seguido por el Órgano Judicial”.

En este sentido, parece claro que el principio de juez natural impide la delegación de las competencias judiciales, ya que ello podría producir la violación de las garantías que componen el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, previsto en el artículo 24 de nuestra Constitución, pero no su uso como apoyo a la decisión, que ciertamente configura una influencia en la decisión final del juez.

8. JUSTICIA PREDICTIVA Y APRECIACIÓN DE LA PRUEBA

Todas las consideraciones hechas hasta este punto se sostienen en el hecho de que la actividad jurisdiccional demanda el conocimiento, que es encomendado en exclusiva órgano jurisdiccional. No cabe ninguna especie de delegación de la actividad de conocimiento. Tanto es así que la apreciación de la prueba compete al juez dentro de los límites de la prueba tasada, bajo el principio de la sana crítica (LEC art. 299) y de acuerdo con, y así dispone el artículo 218 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, las normas de la lógica y de la razón para la valoración y apreciación de las pruebas y del derecho (Suárez Xavier, 2021).

Cabe destacar que el Tribunal Constitucional en su sentencia 44/1989 de 20 de febrero, ha decantado en entendimiento que “por ser facultad que pertenece a la potestad jurisdiccional, corresponde en exclusiva a los Jueces y Tribunales ponderar los distintos elementos de prueba y valorar su significado y trascendencia en orden a la fundamentación del fallo contenido en la sentencia. Y esta libertad del Órgano Judicial para la libre valoración de la prueba, implica, como también señala la misma doctrina (STC 175/1985171, de 15 de febrero) que pueda realizar deducciones lógicas de la actividad probatoria llevada a cabo, siempre que no sean arbitrarias, irracionales o absurdas, siendo el Juez o Tribunal de instancia soberano para la apreciación de la prueba, con tal de que esta libre apreciación sea razonada, (…) lo que quiere decir que la resolución judicial ha de contener el razonamiento sobre las conclusiones de hecho a fin de que las partes puedan conocer el proceso de deducción lógica del juicio fáctico seguido por el Órgano Judicial”.

En este sentido, parece claro que el principio de juez natural y el principio de exclusividad impiden la delegación de las competencias judiciales, ya que ello podría producir la violación de las garantías que componen el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, previsto en el artículo 24 de nuestra Constitución.

Si bien es verdad, que no impedirían la utilización de sistemas basados en IA capaces de apoyar a los jueces y magistrados en la apreciación de la prueba. En otras palabras, si bien nos parece que no tendría cabida la sustitución de la actividad de apreciación de la prueba del juez por la IA, sí que sería posible su utilización como apoyo a la valoración.

En este sentido, cabe destacar que la inteligencia artificial (IA) tiene el potencial de desempeñar un papel significativo en la apreciación de la prueba por parte de los jueces y magistrados en el proceso civil. Aunque la toma de decisiones judiciales sigue siendo un ámbito principalmente humano (Suárez Xavier, 2023), existen diversas formas en las que la IA puede complementar y asistir a los profesionales del derecho en esta área.

En primer lugar, la IA puede ser utilizada como una herramienta de análisis de grandes volúmenes de datos y documentos legales relevantes para un caso. Los sistemas de IA pueden procesar y organizar rápidamente la información, identificando patrones y tendencias que podrían ser relevantes para la apreciación de la prueba. Esto puede ayudar a los jueces y magistrados a tener una visión más completa y detallada de los hechos en cuestión, así como seleccionar documentación relevante en grandes volúmenes de datos.

Además, la IA puede contribuir en la evaluación de la credibilidad de los testigos. Al analizar la entonación, el lenguaje corporal y otros indicadores, los sistemas de IA pueden ayudar a identificar posibles inconsistencias o signos de engaño en las declaraciones de los testigos. Esto puede servir como una herramienta complementaria para los jueces al evaluar la fiabilidad de los testimonios presentados (Díaz Astudillo, 2020).

Asimismo, la IA puede ser útil en la identificación de precedentes y jurisprudencia relevante. Los sistemas de IA pueden buscar y analizar rápidamente una amplia base de datos de casos anteriores, proporcionando a los jueces información detallada sobre cómo se han resuelto situaciones similares en el pasado. Esto puede ayudar a los jueces a tomar decisiones más consistentes y fundamentadas en relación con la apreciación de la prueba.

Otra aplicación de la IA en la apreciación de la prueba es el uso de sistemas de reconocimiento de voz y procesamiento de lenguaje natural. Estos sistemas pueden transcribir y analizar automáticamente los testimonios orales, permitiendo una revisión y referencia más eficiente por parte de los jueces. Esto podría ahorrar tiempo y recursos, al tiempo que facilita el acceso a la información clave para una mejor apreciación de la prueba.

Otrosí, la IA puede ser utilizada en la detección y análisis de evidencia digital. En la actualidad, gran parte de la información relevante para un caso se encuentra en formato electrónico. Los sistemas de IA pueden ayudar a examinar y analizar grandes cantidades de datos digitales, como correos electrónicos, registros telefónicos, mensajes de texto, etc. Esto puede ayudar a los jueces a identificar y evaluar la evidencia digital de manera más eficiente y precisa.

Sin embargo, ello no implica que la utilización de estos métodos debe ocurrir libremente, sino que sometida a estándares garantistas de los derechos procesales de las partes, así como basándose en el derecho a la protección de datos personales y en la limitación impuesta por el artículo 18, apartado 4 de la Constitución Española.

No obstante, es importante señalar que la apreciación de la prueba sigue siendo una tarea compleja que involucra elementos subjetivos y la aplicación del razonamiento jurídico. La IA no debe reemplazar el juicio humano ni tomar decisiones por sí misma. En cambio, debe ser vista como una herramienta complementaria que ayuda a los jueces y magistrados en su labor, proporcionando información y análisis que pueden respaldar su toma de decisiones[6].

Además, el uso de la IA en la apreciación de la prueba plantea desafíos legales y procesales que deben ser abordados de manera adecuada. Es necesario garantizar la transparencia en los algoritmos utilizados, así como proteger la privacidad y los derechos de las partes involucradas en el proceso judicial y, especialmente, el principio dispositivo, en se tratando del proceso civil.

Todas estas cuestiones juegan un papel de extrema relevancia a la hora de que dichas herramientas puedan ser utilizadas en la Administración de Justicia, como forma de apoyo a la actividad probatoria.

Por otro lado, y pasando al punto principal de la cuestión que nos ocupa, ¿cómo sería posible garantizar en segunda instancia que el mismo algoritmo que apoyó la toma de decisión en primera instancia pueda reexaminar de forma justa el mismo acervo probatorio en segunda instancia? Es lo que intentaremos responder desde ahora.

9. A modo de conclusión: justicia predictiva y segunda instancia. Apuntes relevantes

Conforme hemos analizado el uso de la IA como herramienta de sustitución o apoyo de la valoración de la actividad probatoria conlleva una serie de cuestiones.

Destacaremos, por su importancia, los riesgos relacionados con la utilización de estos mismos algoritmos empleados en primera instancia en la segunda instancia.

Garantizar que el mismo algoritmo que apoyó la toma de decisiones en primera instancia pueda reexaminar de forma justa el mismo acervo probatorio en segunda instancia es un desafío complejo dentro del proceso judicial. Ello porque en vía de recurso las partes pueden plantear nuevas pruebas o, bien, señalar eventuales errores en la valoración de la prueba, lo que implicaría exigir – o no – que una misma herramienta pueda valorar de forma diferente el mismo hecho, desafío complejo.

Sin embargo, existen medidas que podrían implementarse para abordar esta cuestión y salvaguardar los principios de imparcialidad y el respeto al derecho fundamental a un recurso efectivo, previsto en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, en su artículo 13, minimizando, así, los riesgos de la utilización de estas tecnologías.

En primer lugar, es fundamental asegurar la transparencia y comprensión del algoritmo utilizado en el análisis de la prueba. Esto implica que el funcionamiento y las reglas del algoritmo deben ser claramente definidos y accesibles para las partes involucradas en el proceso. Las personas afectadas deben tener la capacidad de comprender cómo se lleva a cabo el análisis de la prueba y cómo se llega a las conclusiones.

Además, se debe permitir el acceso a los datos y algoritmos utilizados en el análisis de la prueba en primera instancia. Esto permite que las partes puedan cuestionar y evaluar críticamente el proceso de toma de decisiones automatizado. De esta manera, se fomenta la rendición de cuentas y se garantiza que cualquier sesgo o error en el algoritmo pueda ser identificado y corregido.

Asimismo, es importante establecer un mecanismo de revisión y apelación adecuado en segunda instancia. Esto implica que el análisis de la prueba realizado por el algoritmo en primera instancia sea sometido a un nuevo examen por parte de un tribunal o juez independiente. Este tribunal debe contar con la facultad de evaluar y cuestionar los resultados obtenidos por el algoritmo, y tomar decisiones basadas en su propio análisis y razonamiento jurídico, garantizando, así, el derecho a la tutela judicial efectiva.

Para garantizar la imparcialidad en segunda instancia, se podría considerar la utilización de diferentes algoritmos o sistemas de inteligencia artificial. Esto reduciría la posibilidad de que un solo algoritmo esté sesgado o presente fallas sistemáticas. Al tener múltiples perspectivas algorítmicas, se promovería una mayor objetividad en el análisis de la prueba y se minimizaría el riesgo de decisiones erróneas o injustas.

Además, se deben establecer salvaguardias legales y éticas para proteger los derechos de las partes involucradas. Esto incluye el derecho a ser escuchado, el derecho a impugnar las pruebas y el derecho a un juicio justo. Las partes deben tener la oportunidad de presentar argumentos y pruebas adicionales en segunda instancia, y el tribunal debe considerar y evaluar estas nuevas evidencias de manera adecuada.

Por último, es importante tener en cuenta que la intervención humana es esencial en el proceso judicial. Aunque los algoritmos pueden brindar análisis y apoyo, la toma de decisiones finales debe recaer en los jueces y magistrados, quienes deben considerar todos los elementos presentados y valorar la prueba según los estándares establecidos en las normas procesales. Los algoritmos no deben reemplazar la sana crítica y la interpretación humana en el proceso de apreciación de la prueba.

En conclusión, para garantizar que el mismo algoritmo utilizado en primera instancia pueda reexaminar de forma justa el acervo probatorio en segunda instancia, es necesario promover la transparencia, el acceso a los datos y algoritmos, establecer un mecanismo de revisión y apelación eficaz en estos escenarios tecnológicos, considerar el uso de múltiples algoritmos, establecer salvaguardias procesales, y mantener la intervención humana como elemento decisivo en la toma de decisiones. Al abordar estos aspectos, se puede buscar un equilibrio adecuado entre el uso de la inteligencia artificial y la garantía de un proceso judicial justo y equitativo.

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Wigmore, J. H. (1904). A Treatise on the Anglo-American System of Evidence in Trials at Common Law (Vol. I). Boston: Little, Brown & Co.


[1] Para Taruffo, dicho sistema implica en que el juzgador ya no está obligado a seguir reglas abstractas: tiene que determinar el valor probatorio de cada medio de prueba específico mediante una valoración libre y discrecional. esa valoración tiene que hacerse caso por caso, conforme a estándares flexibles y criterios razonables. La idea básica es que esta clase de valoración debe conducir al juzgador a descubrir la verdad empírica de los hechos objeto de litigio, sobre la única base del apoyo cognitivo y racional que ofrecen los medios de prueba disponibles.

[2]. La subsunción fue definida de distintas formas. Kelsen y Hart han tratado de pensar su aplicación por medio de premisas, en la forma de sus postulados “dada una norma debe haber cumplimiento”, “dado incumplimiento, debe haber sanción”. Otros como Robert Alexy han pensado la subsunción en un sistema ordenado de premisas, es decir, “(1) es una norma, ya sea expresado en una regulación o emanada judicialmente. (2)-(n+2) son reglas semánticas que vinculan el concepto empleado para expresar el antecedente de la norma (T) con el concepto empleado que describe el caso (S). (n+3) es la descripción del caso. (n+4), finalmente, es el juicio legal que expresa la solución del caso. (n+4) se sigue lógicamente de (1) - (n+3).”. Dicha forma de ordenación ha contribuido para la comprensión de las normas jurídicas como algoritmos, como defiende Luigi Viola. Véase ALEXY, Robert. “Sobre la ponderación y la subsunción. Una comparación estructural”. Revista Foro Jurídico. N. 09. 2009. ISSN 2414-1720. Lima, pp. 40-48.

[3] Dicha idea proviene de la idea defendida tanto por Kant como por Kelsen de que el derecho necesita ser percibido y, para ello, se encuadra en una determinada categoría óntica. Para Kelsen, “na teoria do conhecimento de Kant, a ciência jurídica como conhecimento do Direito, assim como todo conhecimento, tem caráter constitutivo e, por conseguinte, `produz´ o seu objeto na medida em que o apreende como um todo com sentido.”. Pero también Kelsen entendía el derecho como un fenómeno (phai + noumenon), que significa aquello que se presenta o se ofrece. Dicha concepción fenoménica y la concepción de método que adoptan el positivismo y el procedimentalismo dieron las bases fundamentales para comprender el modelo interpretativo y los principios de la actuación jurisdiccional que siguen vigente en nuestros días. Para más Véase KELSEN, Hans. Teoria pura do direito. 6. ed. São Paulo: Martins Fontes, 1998. ARAÚJO CARNEIRO, Walber. Hermenêutica Jurídica Heterorreflexiva: uma teoria dialógica do direito. Ed. Livraria do Advgado, Salvador, 2010.

[4] La cuestión fue ampliamente tratada por AGUIRREZABAL GRÜNSTEIN, Maite. “La competencia como presupuesto procesal y el principio del juez natural”. Revista Chilena de Derecho Privado. N. 30. Santiago, 2018, pp. 251-259.

[5] Cabe resaltar que el art. 4.1 del referido diploma legal, así como los anteriores artículos que lo preceden, incurre en error al afirmar que “Los Juzgados de Primera Instancia e Instrucción y los Juzgados de Violencia sobre la Mujer tienen jurisdicción en el ámbito territorial de su respectivo partido”. En realidad, el término jurídicamente adecuado para la disposición sería competencia territorial, no jurisdicción.

[6] Así lo entiende SIMÓN CASTELLANO, Pere. “Inteligencia artificial y Administración de Justicia: ¿Quo vadis, justitia?”. IDP. Revista de Internet, Derecho y Política, 2021, no 33.