La tutela del Derecho al Medioambiente frente a la responsabilidad empresarial de los grupos de sociedades

The protection of the right to the environment with regard to the corporate liability of groups of companies

Noemí Jiménez Cardona

Profesora Lectora de Derecho Mercantil

Universitat de Barcelona

njimenezcardona@ub.edu 0000-0003-3197-4775

Recibido: 07 de abril de 2024 | Aceptado: 26 de mayo de 2024

IUS ET SCIENTIA • 2024 • ISSN 2444-8478

Número extraordinario. Monográfico: «Medio Ambiente, seguridad y salud»

pp. 52-79 · https://dx.doi.org/10.12795/IESTSCIENTIA.2024.mon.03

RESUMEN

PALABRAS CLAVE

El presente artículo centra su análisis en el derecho al medioambiente como derecho humano universal y su protección frente a los supuestos de responsabilidad que se desencadenan bajo una relación de grupo. Asimismo, se examinan los principales mecanismos jurídicos que permiten articular una posible comunicación de responsabilidad entre la sociedad filial explotadora de la actividad y la empresa matriz del grupo. Concluye el estudio con una reflexión sobre la conveniencia de extender en sede medioambiental los criterios interpretativos adoptados desde otros campos de la responsabilidad extracontractual (vgr. Derecho de la Competencia) a fin de alcanzar un régimen de responsabilidad extracontractual común en materia de grupos societarios.

Responsabilidad medioambiental

Grupos de sociedades

Responsabilidad empresarial

Levantamiento del velo

ABSTRACT

KEYWORDS

This article focuses its analysis on the right to the environment as a universal human right and its protection against liability assumptions that are triggered under a group relationship. It also examines the main legal mechanisms for articulating a possible communication of liability between companies. The study concludes with a reflection on the advisability of extending the interpretative criteria adopted in other areas of non-contractual liability to the environmental field (e.g. Competition Law) in order to achieve a common non-contractual liability regime for corporate groups.

Human rights

Environmental liability

Corporate groups

Corporate liability

Piercing the corporate veil

I. La configuración del acceso al medioambiente como derecho humano universal

En el contexto actual, la preservación del medioambiente y la responsabilidad empresarial no merecen ser vistas como concepciones contrapuestas, a la par que excluyentes, sino que más bien representan dos áreas de una misma realidad que permanecen estrechamente interconectadas y a las que les acompaña una creciente preocupación global. A pesar de que el derecho al medioambiente ya se encontraba recogido en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), de 19 de diciembre de 1966, al afirmarse en su art. 12.2, letra b, que «el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental, entre las medidas que deberán adoptar los estados, se encuentra el mejoramiento en todos sus aspectos de la higiene del trabajo y del medioambiente»[1], no ha sido hasta estos últimos años en los que la actual crisis climática y el impacto de la actividad empresarial, lo han vuelto a poner en el punto de mira de la conciencia colectiva.

En este sentido, basta citar la Resolución adoptada por la ONU, de 28 de julio de 2022[2], en la que, por vez primera, se consagra formalmente el acceso a un medioambiente sano, limpio y sostenible como un derecho humano universal. Pese a contar la declaración con la abstención de 8 países miembros (China, Federación Rusa, Bielorrusia, Camboya, Irán, Siria, Kirguistán y Etiopía), y carecer de efectos jurídicos vinculantes, constituye, sin duda, un hito significativo en la lucha contra la crisis medioambiental al situar la protección de este bien jurídico supraindividual en el eje rector que garantiza el ejercicio de otros derechos básicos y universales. Ello es así, porque si la degradación de nuestro entorno impide preservar unas condiciones mínimas de habitabilidad, difícilmente podrán desplegarse el resto de derechos ligados al desarrollo de la vida humana en todas y cada una de sus facetas, como acontece con el derecho a la alimentación, el derecho al agua o el derecho a la salud.

De igual modo, el reconocimiento del acceso al medioambiente como derecho humano universal también encuentra su plasmación en la aprobación de los Principios Rectores de la ONU sobre empresas y derechos humanos, así como en la Agenda 2030 que contiene los Objetivos de Desarrollo Sostenible (en lo que aquí se refiere, interesan especialmente los ODS 13 –acción climática–, 6 –agua limpia y saneamiento–, 7 –energía asequible y no contaminante– y 12 –producción y consumo responsables-), que han sido desarrollados con mayor grado de detalle, en nuestro ámbito nacional interno, en la Guía elaborada por la Red Española del Pacto Mundial sobre Empresas y derechos humanos: acciones y casos de éxito en el marco de la Agenda 2030[3].Todos ellos comparten una clara línea argumentativa: las empresas deben respetar los derechos humanos, entre los que se incluye el debido acceso al medioambiente, lo cual significa que deben abstenerse de infringir los derechos de terceros y hacer frente a las consecuencias negativas sobre los derechos humanos en las que hayan tenido algún tipo de participación.

Sin embargo, la experiencia nos demuestra como las empresas, en su mayoría multinacionales, debido a su extenso alcance y al desarrollo de actividades deslocalizadas de ámbito transnacional, despliegan un impacto directo en la configuración del entorno social como también del medio natural. Lo anterior puede constatarse con las tensiones que emergen entre la implementación de sus modelos organizativos, claramente orientados hacia la reducción y optimización de costes, y el mínimo respeto a los derechos humanos universales de terceros países o bien la tendencia, cada vez más acuciante, hacia la mercantilización de la naturaleza que, basada en la explotación desmedida de recursos hídricos, minerales, edáficos y climáticos, así como en el desarrollo de actividades sin sujeción a unos estándares mínimos de preservación del entorno, conducen irremediablemente hacia la privación o reducción cualitativa del debido acceso a esos recursos por parte de sus residentes, además de contribuir, de modo directo, a la pérdida de biodiversidad de los ecosistemas.

Ante los desafíos actuales que, cada vez con mayor urgencia, se abren paso para evitar que tales situaciones nos arrojen hacía un «colapso ecológico» (Borràs-Pentinat, 2022, 2-3), dentro de la crisis climática y ambiental en la que nos hallamos, la conocida como justicia transicional expande su ámbito de atención característico de la protección de los derechos humanos hacía otros bienes jurídicos de trascendencia colectiva, como es el medioambiente y el acceso a los recursos naturales, cuyas violaciones, reiteradas y masivas, repercuten en perjuicio de todos los miembros de la comunidad social (Rodeiro, 2024, 50).

Dentro de los distintos mecanismos de justicia transicional, entre los que encontramos aquellos que presentan un carácter netamente punitivo (vgr. procesos de declaración de responsabilidad e imposición de correctivos penales y/o administrativos), los orientados hacia la reparación y reversión del impacto causado al entorno, los de carácter divulgativo (informes, programas y campañas de difusión y concienciación colectiva, entre otros), y los de naturaleza legal; la justicia restaurativa emerge como un cauce de actuación esperanzador para revertir los daños ambientales a través de la restitución in natura del bien vulnerado o, en su defecto, por medio de una compensación económica (Rodeiro, 2024, 59-60). Además, con frecuencia también se exige, en uno u otro caso, la prestación de garantías suficientes en aras a su no reiteración futura a través de la suscripción de planes de contingencias o environmental due diligence programs, donde el agente productor del daño debe asumir estándares de diligencia debida dirigidos a la no causación futura de daños medioambientales[4]. De modo que, pese a su finalidad propiamente restitutiva, lo cierto es que también cumple con una finalidad preventiva y disuasoria por cuanto el sujeto responsable no queda eximido de una eventual rendición de cuentas corporativa (García Martín, 2023, 10-11).

De ahí que, en el ámbito medioambiental, la justicia restaurativa ofrezca un marco jurídico solvente para hacer frente a aquellas prácticas insostenibles que son cometidas por las grandes corporaciones y que producen efectos tan adversos como la contaminación, la degradación del entorno natural, la deforestación o el agotamiento de los recursos naturales. A diferencia de los modelos punitivos más tradicionales, los mecanismos de justicia restaurativa se enfocan en la restauración de los ecosistemas dañados, la compensación a las comunidades afectadas y la promoción de prácticas sostenibles que reduzcan el riesgo de padecer futuras transgresiones. Y todo ello teniendo en cuenta que los daños ambientales no solo afectan a los individuos directamente involucrados, sino también a las generaciones futuras y al ecosistema en su conjunto (Vallespín Pérez, 2023, 6).

Situándonos dentro de la perspectiva europea, la preservación de los recursos naturales y la mitigación de los impactos negativos sobre los ecosistemas han ocupado siempre un lugar primordial dentro de la línea de actuación marcada por las instituciones comunitarias. De ahí que el Derecho medioambiental de la UE, cuyo cuerpo normativo empezó a fraguarse desde la aprobación del Acta Única Europea en 1986 hasta encontrarnos actualmente con una más que nutrida amalgama de directrices y normas, constituya un marco legal completo, extenso y ampliamente desarrollado que, sin estar exento de algunos puntos críticos en cuanto a su diseño e implementación, confiere una exhausta protección jurídica del medioambiente si se compara con las regulaciones contenidas en los ordenamientos de terceros Estados (Bagni, C. – Mumta, I. – Montini, 2022, 16).

Así, bajo el paraguas del Pacto Verde Europeo y dentro del marco de los compromisos asumidos con motivo del Acuerdo internacional de París, la UE, se han promulgado diferentes instrumentos normativos con los que alcanzar una neutralidad climática para el año 2050. En este sentido, destacan el Reglamento (UE) 2020/852 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 18 de junio de 2020, con el que, gracias a fijar los criterios que deben aplicarse a las inversiones y productos financieros para medir su grado de sostenibilidad medioambiental, se pretende reorientar los flujos de capital hacia inversiones sostenibles con el que incentivar un crecimiento sostenible e integrador a largo plazo; el Reglamento (UE) 2021/241 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de febrero de 2021, que introduce el conocido Mecanismo de Recuperación y Resiliencia con el que se dota de fondos económicos a los Estados Miembros para la celebración de convenios, licitaciones de contratos y convocatorias de subvenciones y ayudas que tengan por finalidad, entre otros objetivos, el cumplimiento de las propuestas climáticas fijadas en el Pacto Verde y favorezcan la transición ecológica; o, más recientemente, la Directiva (UE) 2022/2464 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de diciembre de 2022, que viene a imponer a las sociedades cotizadas, grandes empresas y empresas de terceros países con actividad significativa, en consonancia con los operadores de los mercados financieros y de inversión, la obligación de divulgar y auditar determinadas cuestiones en materia de sostenibilidad (vid. art. 19 bis de la citada norma) con el propósito de garantizar la fiabilidad de los datos aportados, evitar el temido blanqueo ecológico y contribuir a la transición hacia un mercado único europeo sostenible e integrador[5].

De todo este impulso normativo, resulta indiscutible que las empresas se constituyen en agentes fundamentales imprescindibles para promover el avance de cualquier proyecto social en la medida que se erigen en el motor principal de la actividad económica, aportan un gran valor patrimonial a la sociedad y son fuente generadora de activos y recursos. De ahí que gran parte del éxito de esta proliferación de normas se haya debido al hecho de que, desde el ámbito comunitario, el abordaje de cualquier actuación que resulta fundamental para el desarrollo de la sociedad y la tutela de los bienes colectivos se ha intentado ejecutar siempre con el propósito de concienciar y, en la medida de lo posible integrar, a las empresas y el resto de agentes económicos.

Ahora bien, los operadores económicos no solo cumplen con una función vital de producción y abastecimiento, sino que también desencadenan notables impactos socio-laborales y medioambientales. Por este motivo, todo abordaje político y legislativo sobre cualquier aspecto estructural, como es la preservación del entorno natural, requiere partir de la premisa que ambos elementos, empresa y medio, constituyen, en realidad, dos vasos comunicantes y que, por tanto, la regulación que pretenda implementarse en cada uno de estos sectores debe hacer posible la consecución de unos mínimos intereses convergentes y complementarios.

Por lo que respecta a la protección y preservación del medioambiente dentro del espacio comunitario, el punto de equilibrio entre ambos elementos pasa obligatoriamente por el establecimiento de un modelo de producción y de consumo eficiente y retributivo que, orientado hacia la transición a una economía cíclica, permita el desarrollo de las libertades económico-patrimoniales derivadas de la libertad de empresa y la generación de riqueza, pero que, a su vez, resulte sostenible para el entorno y en el tiempo, gracias a la relocalización de las fuentes de producción, la reintegración de residuos en ecosistemas cercanos y la reducción en el uso de materiales y energías.

Cada vez son más las empresas que, en lo que parece ser una respuesta adaptativa a las demandas planteadas por sus diferentes stakeholders, han ido asumiendo en el terreno de la autorregulación (y, por lo tanto, de la voluntariedad), ciertos compromisos corporativos en materia de sostenibilidad. Un claro exponente lo encontramos en los compromisos que sobre medioambiente y desarrollo sostenible se incorporan, cada vez con mayor frecuencia, dentro de las distintas iniciativas de Responsabilidad Social Corporativa (Embid Irujo, 2019, 209-211). Sin embargo, al margen de las estrategias corporativas que tienen lugar dentro de la regulación privada en aras a reposicionarse con un mayor prestigio y excelencia empresarial ante sus respectivos grupos de interés (Alonso-Olea García, 2022, 20), es indispensable el impulso legislativo que promueva una renovación sistemática y fundamental de nuestro modelo económico.

Al hilo de mejorar la calidad de vida y el medio ambiente en el ámbito de los Estados miembros, así como de disponer de herramientas jurídicas específicas con las que hacer frente a la comisión de posibles daños medioambientales en nuestro entorno natural, se adoptó, después de una dilatada trayectoria de trabajos preparatorios sobre la materia (en este sentido, puede citarse la Comunicación de la Comisión CEE al Consejo y al Parlamento Europeo, sobre reparación del daño ecológico –más conocida como Libro Verde-), la Directiva 2004/35/CE sobre responsabilidad medioambiental en relación con la prevención y reparación de daños medioambientales[6].

La Directiva 2004/35/CE, cuya entrada en vigor tuvo lugar el 30 de abril de 2007, supuso la fijación de un marco jurídico común para la prevención y reparación de los daños medioambientales en la Unión Europea con el que suplir las diferencias existentes que hasta la fecha presentaban los distintos ordenamientos jurídicos de los Estados miembros. Su objetivo no es otro que garantizar que las empresas y demás entidades prestadoras de actividades sean declaradas, en primer lugar, responsables de los daños ambientales que causen al entorno y, en segundo lugar, obligadas a adoptar aquellas medidas necesarias para prevenir su reiteración futura. De ahí que la norma establezca la obligación a las empresas de adoptar medidas preventivas para evitar la ocurrencia de daños ambientales, así como también instaure un régimen de responsabilidad medioambiental propio y específico al margen del correspondiente a la responsabilidad civil extracontractual (Soldevila Fragoso, 2023, 2).

En cuanto a las principales notas características del régimen de responsabilidad medioambiental introducido por la citada Directiva, bien puede destacarse su naturaleza administrativa; el carácter ilimitado de la responsabilidad (el contenido de la acción indemnizatoria alcanzará la totalidad de los costes derivados de la reparación de la conducta lesiva y de las medidas adoptadas para su prevención futura); así como la imposición de una responsabilidad objetiva para las actividades empresariales que han sido consideradas de riesgo para el medioambiente y que aparecen previstas en su Anexo III.

Aun cuando la Directiva no ha pretendido imponer una armonización total del régimen de responsabilidad medioambiental (Soldevila Fragoso, 2023, 5-6), correspondiendo, por lo tanto, a los Estados miembros el desarrollo de dicho régimen mediante leyes de transposición específicas (en el caso de España ha sido con la promulgación de la Ley 26/2007 de Responsabilidad Medioambiental[7] con la que se han introducido, como bien se indicará en posteriores apartados de este trabajo, disposiciones más rigurosas en determinados aspectos que los inicialmente previstos en el texto comunitario), lo cierto es que ha venido a revolucionar, en este ámbito particular, los cimientos del tradicional sistema de responsabilidad por culpa.

Como se hace constar en la Exposición de Motivos del texto comunitario (vid. considerandos 2 y 3), este nuevo giro normativo descansa en el gráfico y directo principio de «quien contamina, paga». Con base en esta expresión, los clásicos parámetros de imputación centrados en la culpa o negligencia del agente prestador de la actividad se han visto reemplazados por un sistema de responsabilidad objetiva. De modo que cuando sea posible establecer la relación de causalidad entre el daño medioambiental y la explotación de una actividad prevista en el Anexo III del texto comunitario, el agente explotador que ostenta el control sobre la actividad deberá asumir la obligación de devolver el recurso dañado a su statu quo, con independencia de si ha mediado culpa, dolo o negligencia en su actuación.

Debido a las importantes consecuencias jurídicas que comporta la implementación del principio de «quien contamina, paga», la correcta concreción e individualización del sujeto causante del daño se torna un aspecto crucial por cuanto será quién asuma íntegramente y en su totalidad, los costes derivados de la plena reversión del impacto que la actividad empresarial haya podido causar en el medio natural. Sin embargo, basta decir que ni la Directiva 2004/35/CE, como tampoco la Ley 26/2007, incorporan disposiciones detalladas y adecuadas que permitan delimitar con exactitud el ámbito subjetivo de aplicación de la norma. Estas deficiencias se tornan especialmente evidentes cuando el prestador de la actividad medioambientalmente dañina se corresponde con una sociedad integrada dentro de un grupo societario.

En estos casos, pese a la previsión de una regla específica sobre grupos de sociedades (vid. art. 10 de la Ley 26/2007, el cual será objeto de un análisis posterior), cabe cuestionarse si la responsabilidad se constriñe únicamente al prestador directo de la actividad por más que forme parte del entramado societario (lo cual puede ser una invitación a utilizar la separación jurídica de las sociedades como atractivos cortafuegos de responsabilidad, habida cuenta de que el alcance de esta, según la ley, es ilimitado), o bien, por el contrario, es posible extender el perímetro de responsabilidad del sujeto prestador hacia otras entidades mercantiles que, en virtud de la situación de grupo, ostentan un control directivo sobre el prestador directo de la actividad. A lo anterior se une, además, la complejidad propia que deriva de estar ante grandes organizaciones empresariales que operan a través de estructuras societarias, deslocalizadas y de ámbito transnacional.

Por lo que respecta a la responsabilidad medioambiental, actualmente nos encontramos con la reciente adopción, de este pasado 24 de abril de 2024, de la Directiva sobre diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad (en adelante, Directiva CSDDD)[8]. Con la promulgación de este nuevo texto normativo, cuya aprobación final, por otra parte, no ha sido especialmente sencilla dado el recelo que inicialmente habían expresado algunos países como Italia o Alemania respecto a las obligaciones plasmadas en la propuesta y la premura con la que ha debido afrontarse la tramitación del texto definitivo antes del cierre de legislatura del Parlamento Europeo con motivo de la convocatoria de elecciones para inicios de junio de 2024, se pretende asegurar que las empresas que operan dentro del mercado interior implementen acciones para identificar, corregir, suprimir y prevenir cualquier impacto negativo que sobre los derechos humanos o el medioambiente pudieran comportar no solo sus propias actividades, sino también las de sus filiales y proveedores.

A pesar de que la primera fase de aplicación de la Directiva CSDDD no entrará en vigor hasta 2027, lo cierto es que, desde el ámbito comunitario, se ha dado un paso decisivo para avanzar hacia la sostenibilidad empresarial. En este sentido, la flamante norma comunitaria junto con implementar toda una serie de obligaciones empresariales en orden a cumplir con unos estándares mínimos de diligencia debida en materia de derechos humanos, también comporta una afectación directa en el régimen de medioambiental producida en el seno de grandes estructuras societarias en la medida que ha venido a reforzar el alcance de la responsabilidad intragrupo al extender, en virtud de un sistema centrado en la asunción de los riesgos, las eventuales responsabilidades que por efectos adversos, reales y potenciales, hubieran podido incurrir las sociedades filiales a las sociedades de control por medio de la diligencia debida que las matrices debieron haber desplegado respecto de estas últimas (vid. Considerandos 16 bis, 16 ter y 23 de la Exposición de Motivos). De tal modo que, como regla general, el sistema parte de la premisa que la empresa matriz deberá ser responsable solidaria junto con la filial en caso de que esta última no cumpla adecuadamente con sus obligaciones. No cabe duda que, pese al momento tan incipiente en el que nos encontramos, la Directiva CSDD va a suponer un cambio de paradigma en el terreno de la prevención e impacto medioambiental y su implementación, de carácter gradual, obligará a reajustar el escueto régimen interno de responsabilidad medioambiental previsto en nuestra Ley 26/2007 de responsabilidad medioambiental.

II. La protección medioambiental en el ordenamiento jurídico español

En consonancia con las normas internacionales, la preservación del entorno medioambiental constituye un valor de merecida protección jurídica en nuestro ordenamiento jurídico interno. Como prueba de ello, el art. 45 de nuestra Carta Magna proclama, a modo de principio rector, el derecho de los ciudadanos a disfrutar de un medioambiente adecuado, así como la consiguiente obligación de reparar los daños que se hubieran podido ocasionar al entorno y recursos naturales. No obstante, siguiendo la dirección marcada por la reciente Resolución de la ONU, de 28 de julio de 2022 sobre el derecho humano a un medioambiente limpio, saludable y sostenible[9], sería del todo recomendable que en la próxima reforma constitucional se readaptará el sentido del art. 45 CE y pasase de ser configurado como un bien de significada relevancia constitucional a un derecho estructural y fundamental, cuya preservación constituye el verdadero pórtico de entrada para el desenvolvimiento de otros derechos y libertades fundamentales ligados a la vida.

Por el momento, este mandato constitucional se ha visto facilitado, de una parte, gracias a la labor legislativa y, de otra, a la propia dinámica competitiva del mercado, pues en los últimos años numerosos agentes económicos, ya sea por imposición legal como por ver en ello un claro aliciente para diferenciarse del resto de competidores, han adaptado sus procesos de producción y distribución a comportamientos que, además de resultarles eficientes en términos económicos, no repercutan perjudicialmente al entorno que rodea su actividad. Sin embargo, la probabilidad de que el ejercicio de una actividad empresarial acabe por materializarse en un resultado tan perjudicial como difícilmente cuantificable, como es el daño medioambiental, sigue estando presente. La escasa concienciación medioambiental de algunos agentes empresariales (motivada, claro está, por la búsqueda continua de un mayor rédito económico), así como el riesgo de lesividad que resulta connatural a la explotación de determinadas industrias, siguen siendo factores que pueden producir una afectación directa al contenido del art. 45 CE.

Junto a las dificultades que acompañan a los elementos objetivos del régimen de responsabilidad medioambiental, especialmente en lo que se refiere al alcance e individualización del daño (Aviñó Belenguer, 2015, 129-132; Castellano Jiménez, 2008, 369-371; García Rocasalva, 2018, 331-332; Ruda González, 2008, 156-159; Valencia Martín, 2010, 2-3; Vinaixa Miquel, 2006, 33-48), deben añadirse aquellas otras relacionadas con la determinación del sujeto responsable frente al que dirigir la pretensión de resarcimiento. En un principio, la figura del responsable debiera corresponderse con la del operador económico que realiza o es titular de la actividad a la que cabe imputar el resultado dañoso. Ahora bien, esta aseveración no encuentra siempre un fácil encaje dentro de la amalgama de supuestos que integran la realidad de nuestro tráfico económico. Así acontece, por ejemplo, cuando el daño medioambiental se comete en presencia de un grupo de sociedades donde cada operador económico desarrolla individualmente una actividad de mercado, pero lo hace bajo estructuras organizativas de orden plural y articuladas a través de nexos de dependencia y control entre los diferentes sujetos que las integran (Arriba Fernández, 2009, 341-355; Caba Tena, 2019, 111-119; Fernández Markaida, 2001, 149-153; Hijas Cid, 2017, 443-445; Latorre Chiner, 2020, 156-160; Paz-Ares Rodríguez, 2020, 636-641; Sánchez Calero, 2002, 7-9).

No cabe duda que la superación del clásico modelo societario por otras fórmulas organizativas de orden plural, dentro de las cuales los grupos societarios representan por su grado de cohesión y permanencia su máximo exponente, ha brindado a los actores económicos innumerables ventajas competitivas (Paz-Ares Rodríguez, 2019, 96-97; Rivero Lamas, 2003, 23-28). Sin embargo, la difusión en torno al órgano que toma de las decisiones empresariales, así como el ámbito interno en el que se fraguan, hacen que la concreción de las relaciones de responsabilidad entre los integrantes del grupo sea una cuestión realmente compleja, sobre todo si en la producción del daño concurre un elemento internacional (vgr. deslocalización entre la sociedad que adopta la decisión y aquella otra que ejecuta la actividad) (Ballesteros Pinilla, 2010, 2-6; Brino, 2019, 4-8; Durán Ayago, 2020, 186-189; García Álvarez, 2016, 149-153; Zamora Cabot, 2020, 33-35) o bien se está en presencia de una vulneración que afecta a bienes de naturaleza supraindividual como el que ahora nos ocupa.

Por esta razón, el tratamiento jurídico de la responsabilidad civil en materia medioambiental suscita, cuando menos, numerosos interrogantes que todavía se agravan si se analizan desde la óptica singular de los grupos de sociedades. Aun así, la problemática que subyace en las relaciones de responsabilidad en materia de protección medioambiental no es otra que la confrontación entre dos de los principios rectores bajo los que puede reordenarse la prestación de actividades empresariales y profesionales de los operadores económicos: de una parte, el principio de separación de personalidad jurídica, tanto entre los diferentes operadores económicos como entre éstos y las personas físicas o de derecho que los conforman (regla del entity law), y de otra, el reconocimiento de la legitimidad del grupo en orden a concebir dicha institución como una solo unidad empresarial a la que le pueden ser imputables tanto derechos como obligaciones (Caba Tena, 2019, 85-102; Girgado Perandones, 2002, 32-33).

A pesar de la relevancia que ocupan los grupos societarios en la realidad material del mercado, lo cierto es que nuestro ordenamiento jurídico todavía no ha dispuesto de un régimen legal dirigido a regular, con carácter global y sistematizado, las cuestiones que acompañan a este fenómeno societario. A falta de la más mínima previsión normativa, debe prevalecer el principio de separación de personalidad jurídica y su consiguiente limitación del riesgo empresarial, de modo que la responsabilidad en la que pudiera incurrir cada una de las empresas del grupo no podrá exceder, en principio, del ámbito de actividad que le resulte imputable (Arriba Fernández, 2009, 396-399). Lo anterior no supone, sin embargo, obstáculo alguno en orden a reconocer ciertas situaciones en las que es posible proceder a una comunicación o extensión de responsabilidad hacia la sociedad que, permaneciendo en la sombra, ha ostentado el poder de decisión sobre la actividad empresarial que ha ocasionado el daño (Basozabal Arrue, 2015, 72).

En todo caso, el control material o fáctico que es ejercido por una sociedad diferente a la que luego desempeña la actividad lesiva para el medioambiente es un elemento que no debe pasar desapercibido en los supuestos de responsabilidad civil extracontractual. De no tomar en consideración esta separación, aparentemente formal, de actividad entre una y otra sociedad, existiría el riesgo de encubrir, bajo una estructura de grupo, una evasión de responsabilidad gracias a la fragmentación de las actividades entre los diferentes agentes que componen tal figura colectiva. Riesgo este que finalmente puede conducir, en el peor de los escenarios, a situaciones en las que el perjudicado se vea imposibilitado de satisfacer su derecho de crédito porque se ha procedido, por ejemplo, a la descapitalización de la sociedad del grupo que ha sido declarada responsable (Largo Gil - Hernández Sainz, 2003, 419-424) o bien esta se halla declarada en concurso de acreedores (Fuentes Naharro, 2007, 151-152).

Lejos de negar la existencia de dicho fenómeno societario dentro de la realidad del tráfico económico, el interés del presente estudio no es otro que analizar, en primer lugar, si los criterios de atribución de responsabilidad seguidos por la normativa administrativa de protección medioambiental se ajustan a los supuestos de responsabilidad en los que entra en juego una situación de grupo de sociedades, para, acto seguido, examinar si esas mismas reglas de imputación también permiten declarar la responsabilidad de la sociedad matriz por las actuaciones de las sociedades filiales cuando, sirviéndose de su poder de dirección y control, la matriz ha motivado o consentido la actuación lesiva para el medioambiente.

III. Notas definitorias del régimen de responsabilidad medioambiental en la ley 26/2007

La responsabilidad medioambiental es una de las formas específicas en las que puede manifestarse la responsabilidad civil extracontractual o aquiliana y a las que el artículo 1902 de nuestro código civil proporciona amparo. Sin embargo, algunos de los rasgos identificativos bajo los que se expresa el daño ambiental han motivado que la responsabilidad originada por causa de este ilícito extracontractual no deba ser depurada por medio de los instrumentos generales que adjetivan esta responsabilidad, sino a través de un régimen jurídico singular y de naturaleza administrativa (Valencia Martín, 2023, 8-10).

A dicho objetivo ha venido a dar cumplimiento nuestro legislador mediante la promulgación de la Ley 26/2007, de 23 de octubre, de Responsabilidad Medioambiental (en adelante, LRM)[10]. Con ello, no solo se ha dado cumplimiento a la transposición de la Directiva 2004/35/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de abril de 2004, sobre responsabilidad medioambiental en relación con la prevención y reparación de daños medioambientales, sino que en ocasiones se ha superado el umbral de protección marcado por el propio instrumento comunitario (así acontece con la relación de actividades sujetas al régimen de responsabilidad objetiva) (Gomis Catalá, 2008, 112).

A efectos de delimitar el ámbito objetivo de la responsabilidad medioambiental (Esteve Pardo, 2008, 28-32; García Rocasalva, 2018, 231; Valencia Martín, 2023, 23-24), es preciso tener en cuenta que los bienes jurídicos que constituyen su objeto de protección (y que el texto normativo con frecuencia recoge bajo la expresión de «protección al medioambiente») son los referidos a los «recursos naturales» de origen acuático y terrestre. Estos, a su vez, comprenden de las especies silvestres (flora y fauna) y de sus hábitats (entendiéndose por tales las aguas, la ribera del mar, las rías, la biodiversidad y los suelos)[11]. Junto a la noción de entorno medioambiental, es importante precisar que «daño medioambiental» es todo «cambio adverso y mesurable de un recurso natural o el perjuicio de un servicio de recursos naturales, tanto si se produce directa como indirectamente» (art. 2.1.2º LRM).

La pretensión que persigue la LRM con la declaración de responsabilidad medioambiental es doble: de una parte, impeler a los agentes empresariales a cumplir con toda una serie de medidas de protección medioambiental para la puesta en marcha de su actividad (finalidad preventiva); y de otra, obligar a aquellos sujetos que han originado un impacto medioambiental negativo a revertir, con sus propios recursos económicos, sus consecuencias (función reintegradora). De ahí que el art 9.1 LRM expresamente haya previsto que el contenido de la responsabilidad sea de alcance ilimitado, debiendo el responsable sufragar el coste íntegro de todas las acciones que sean necesarias para restituir el medio afectado a su estado originario.

Por lo que respecta a las prestaciones que pueden originar la responsabilidad medioambiental, el propósito de esta norma es firme y dirigido a cualquier actividad que sea susceptible de ocasionar un impacto medioambiental negativo con independencia de su naturaleza –siempre que sea profesional– y del titular público o privado que la presta. En consecuencia, la exigencia de profesionalidad a la que se refiere el art. 2.11 LRM, que no de ánimo lucrativo, tan solo excluye de su ámbito de aplicación a las actividades que se desarrollen con carácter recreativo y de entretenimiento, es decir, aquellas que no guarden relación con el ámbito de actuación propio de la razón profesional del operador (Esteve Pardo, 2008, 40).

Dentro del ámbito objetivo de la LRM resulta transcendente distinguir la actividad que puede dar lugar a la obligación de responder. Ello es así porque la LRM, entre sus novedades más destacables, ha optado por articular la obligación resarcitoria a través de un régimen de responsabilidad dual (objetiva/negligente) en función de la actividad empresarial que origina o es susceptible de originar un daño medioambiental. En primer lugar, el art. 3.1 LRM establece un régimen de imputación objetiva para una lista heterogénea de actividades que, en todo caso, se corresponden con las enumeradas en el Anexo III de la propia ley. El fundamento que ha motivado al legislador a simplificar la atribución de responsabilidad para determinados supuestos es el riesgo de contaminación que algunas actividades entrañan para el entorno (vgr. por razón de los componentes o tecnologías empleadas en los procesos de producción/transformación industrial o bien porque la actividad se desarrolla en un paraje natural) (Casado Casado, 2008, 233-235).

En defecto del régimen anterior, en el apartado segundo del art. 3 LRM se fija la responsabilidad civil de carácter subjetivo. Con dicha previsión se viene a cubrir, a modo de cláusula de salvaguarda, todas aquellas conductas empresariales que, no incluyéndose en el numerus clausus del Anexo III, hubieran ocasionado un daño medioambiental o representaran una amenaza inminente de hacerlo. Únicamente indicar que la concreción de este régimen de responsabilidad, basado en la constatación de una actuación negligente, coincide, en términos generales, con el dispuesto en el art. 1902 del CC (por lo que será imprescindible la determinación del daño, del nexo causal y la concurrencia de culpa o negligencia – en este caso asimilable a la de un buen padre de familia ex art. 1104 del CC).

IV. La concepción del «sujeto responsable» y su traslación a los grupos de empresas

Delimitados los principales aspectos que integran el ámbito objetivo de la responsabilidad medioambiental, conviene, a continuación, dirigir el análisis hacia los sujetos frente a los cuales debe canalizarse tal obligación. En consonancia con la orientación marcada por la Directiva 2004/35/CE sobre protección medioambiental, la LRM ha optado por articular un régimen de atribución de responsabilidad basado en un modelo de canalización estricta (Gomis Catalá, 1998, 149-151). De tal forma que la obligación en torno a la adopción de las medidas de prevención y reparación de los daños ambientales recaerá, por norma general, en el sujeto que desarrolla o explota la actividad empresarial (que según los términos de los arts. 2.10 y 9.1 LRM se identifica con la figura del «operador»).

Este modelo de canalización estricta de responsabilidad queda, en cierto modo, matizado si se tiene presente que, junto a la figura del operador económico, como responsable principal, también podrán sumarse, adicionalmente, otros sujetos que, aun no interviniendo en la actuación lesiva, pueden ser declarados responsables de las obligaciones pecuniarias derivadas de la actuación empresarial del operador (Casado Casado, 2008, 234). La participación de estos últimos podrá ser de forma directa y solidaria (art. 13.1 LRM) o subsidiaria (art. 13.2 LRM).

Como se ha tenido la ocasión de anticipar, la identificación del sujeto responsable coincide con la noción de «operador» prevista en el art. 2.10 LRM. Como regla general, dicha figura se corresponderá con la persona física o jurídica que desempeñe una actividad económica o profesional susceptible de generar un impacto medioambiental dañino. No obstante, siendo consciente de que una interpretación estricta de la noción de operador puede conducir a una posible omisión de responsabilidad, el art. 2.10 LRM in fine ha ampliado considerablemente el círculo de sujetos sobre los que pueden recaer las correspondientes medidas de prevención y reparación. El riesgo que puede entrañar una interpretación formalista del concepto de «operador» ya fue puesta de manifiesto en su día por Serrano Paredes (1994, 8-9), quien advirtió posibles situaciones de responsabilidad parcial donde el verdadero propietario o sujeto que ejerce el control sobre la actividad lesiva pudiera quedar impune de la obligación de responder por los daños causados al medioambiente o incluso que dicha lesión no pudiera ser reparada por incurrir el propio operador en una situación de insolvencia. De esta forma, también actuarán en calidad de responsable principal aquellos otros agentes empresariales que, pese a no ejecutar por si mismos la actividad, ostenten un poder de supervisión o de control sobre la misma («en virtud de cualquier título controle dicha actividad o tenga un poder económico determinante sobre su funcionamiento técnico»).

Lo anterior permite reconocer que la LRM ha previsto una definición extensa y funcional en torno a la figura del operador. Con ello no solo se amplía considerablemente el ámbito subjetivo de responsabilidad, sino que también hace posible que la obligación de reparar pueda recaer sobre el verdadero agente que ha propiciado la actuación antijurídica y que, en ocasiones, no tiene por qué coincidir con el explotador directo de la misma (responsabilidad por control) (De Miguel Perales, 2008, 9).

La admisión de este planteamiento adquiere mayor virtualidad práctica cuando la lesión medioambiental es cometida por un agente económico cuya actuación tiene lugar bajo una relación de grupo. De abogar por tal visión integradora, no habría ningún inconveniente en incluir dentro de la figura del responsable a la sociedad matriz si la conducta que origina el daño medioambiental, pese a ser ejecutada por otra entidad, se encuentra inmersa dentro de su esfera de control (Arriba Fernández (2009, 112-114)[12]. Ello es así porque las notas de dependencia y control que presiden esta clase de fenómenos societarios podrían acomodarse al ámbito subjetivo del art. 2.10 LRM. Sin embargo, son varias las cuestiones que deben resolverse en orden a adecuar el régimen de responsabilidad medioambiental a las situaciones de grupos de sociedades.

La primera de ellas guarda relación con los términos de «control» y «poder económico» que emplea el art. 2.10 LRM para delimitar la figura del sujeto responsable (Casado Casado, 2008, 247-248). En particular, cabe precisar si se está en presencia de conceptos autónomos y específicos de este ámbito de responsabilidad o, por el contrario, la LRM se refiere a ellos siguiendo el sentido que habitualmente se emplea en el Derecho de grupos. La interpretación a favor de una u otra opción no es una cuestión baladí, ya que, de estar ante conceptos autónomos de la propia ley, los requisitos exigidos desde la perspectiva societaria resultarían insuficientes para apreciar la existencia de control o poder determinante para extender la responsabilidad medioambiental entre operadores.

Sobre este particular debe tenerse en cuenta que la LRM en ninguno de sus preceptos aporta definición alguna que nos ayude a clarificar aquello que debe entenderse por controlar u ostentar un poder económico sobre el funcionamiento técnico de la actividad. Únicamente señala que, para facilitar la determinación del operador económico (donde cabe incluir los supuestos en los que uno de ellos actúa de forma indirecta o mediata), deberá estarse a las especificaciones de las disposiciones administrativas de orden sectorial o bien a la información contenida en la autorización o licencia que, por razón de la actividad, en su caso corresponda.

Aunque pudiera darse a entender que con ello la LRM pretende limitar tanto la interpretación de la figura de operador como la de sus presupuestos a lo dispuesto únicamente en la normativa de carácter administrativo (entre los que se encuentran las nociones de control y de poder económico); lo anterior no es óbice para excluir sin más la posibilidad de recurrir a otras interpretaciones que sobre esas mismas nociones se han construido desde otros campos jurídicos. Ello es así porque, de una parte, el propio art. 2.10 LRM parte de una visión excesivamente amplia que no permite ser analizada solo con los instrumentos de Derecho administrativo (en caso contrario, el alcance de la expresión «en virtud de cualquier título, controle dicha actividad o tenga un poder económico» quedaría prácticamente vacío de contenido); y de otra, la remisión que efectúa el propio precepto a otras disposiciones de orden administrativo no debe entenderse como un parámetro normativo imperativo y excluyente[13].

Como se advierte de la fórmula verbal empleada («se tendrá en cuenta»), la previsión del art. 2.10 LRM obedece más bien a la intención, por parte de nuestro legislador, de ofrecer un criterio con el que afrontar, a título orientativo, los problemas de identificación de los sujetos responsables cuando entre los mismos medie una situación de control o de poder económico, pero sin excluir, en ningún caso, la posibilidad de que puedan entrar en juego otros parámetros que, por su ratio más específica, se adecúen mejor a las particularidades del supuesto que da pie al nacimiento de la responsabilidad medioambiental (como bien sucede en materia de grupos societarios) (De Miguel Perales, 2008, 8-9).

Si nos remitimos a lo que otros textos sobre protección medioambiental han dispuesto acerca de las relaciones de responsabilidad entre agentes económicos, cabe extraer algunas precisiones que, pese a no ser del todo profusas, sí son de utilidad para concretar aquello que cabe entender por control sobre una actividad económica en el ámbito de la protección medioambiental. Así, el Convenio de Lugano de 1993 precisa, por ejemplo, que la responsabilidad correrá a cargo del explotador, incluyéndose en dicha figura al operador económico que ejerza el control de la actividad[14]. Asimismo, el texto añade que para la determinación del sujeto que ejerce el control de la actividad no solo se valorarán las circunstancias jurídicas, sino que también deberán tenerse en cuenta las económicas y financieras. En idéntico sentido el Libro Blanco sobre responsabilidad medioambiental señala que será responsable «la persona que ejerza el control de la actividad incluida en el ámbito de aplicación del régimen que haya ocasionado los daños (el operador)», para luego matizar que «las entidades de crédito que no tengan un control operativo de la actividad no deben responder por los daños»[15].

Los requisitos previstos en un uno y otro texto normativo amplían el ámbito subjetivo de la responsabilidad, no limitando su alcance únicamente al sujeto que ejecuta o explota la actividad lesiva. A su vez, coinciden en gran medida con las precisiones que se han sistematizado desde la óptica del Derecho de sociedades. De ahí que nos parezca justo abogar por su traslación antes que admitir que se trata de conceptos autónomos e independientes propios de este ámbito de responsabilidad civil.

De acuerdo con lo anterior, el control al que alude la LRM, como también los citados textos internacionales, debe reconducirse a la capacidad que ostenta la sociedad que, no interviniendo en la ejecución de la actividad, asume la dirección y supervisión de la prestación económica que resulta levisa para el medioambiente (Vinaixa Miquel, 2006, 376). Solo así parece lógico que el Convenio de Lugano de 1993 exija para determinar si existe una situación de control una valoración de los sectores que son estratégicos para garantizar una política empresarial autónoma; y que el Libro Blanco, por su parte, excluya de responsabilidad al agente económico que, aportando solvencia económica, no ostenta ningún tipo de control operativo sobre la actividad.

V. La atribución de responsabilidad a la sociedad matriz por los daños medioambientales originados por la filial explotadora de la actividad

En sede de responsabilidad por daño medioambiental, de modo similar a lo que acontece para el resto de ámbitos de responsabilidad civil extracontractual en los que entra en juego una dinámica de grupo, no existe previsión alguna que traslade de forma automática la obligación de responder a la sociedad matriz de los actos cometidos por otra entidad que forma parte del grupo societario (en contra de reconocer una extensión automática de la responsabilidad entre empresas de un mismo entramado societario se han posicionado Arriba Fernández, 2009, 396-399; Fuentes Naharro, 2007, 220-221); Girgado Perandones, 2002, 29-31); Largo Gil - Hernández Sainz, 2003, 410-411; Paz-Ares, 1999, 247; Vinaixa Miquel, 2006, 376-378). A falta de un régimen específico que aborde las relaciones de responsabilidad entre los diferentes integrantes de una empresa de grupo, por el momento no cabe estimar la personificación del grupo como sujeto único a quien imputarle la responsabilidad civil. Ello comporta, como es lógico, que los presupuestos que fundamentan la presencia de un grupo societario permitan constatar su efectiva existencia, pero su concurrencia no habilita, con carácter general, para proceder a una comunicación de responsabilidad a la sociedad que ha ostentado el poder de decisión sobre la actuación del resto de integrantes.

Centrándonos de forma más concreta en lo dispuesto en la LRM, resulta cuanto menos sorprendente que la citada ley haya previsto una regla específica dirigida a clarificar el ámbito subjetivo de la obligación de responder cuando el daño medioambiental sea causado por un operador que está integrado dentro de una empresa de grupo. Así, el art. 10 LRM dispone expresamente que: «En el supuesto de que el operador sea una sociedad mercantil que forme parte de un grupo de sociedades, según lo previsto en el artículo 42.1 del Código de Comercio, la responsabilidad medioambiental regulada en esta ley podrá extenderse igualmente a la sociedad dominante cuando la autoridad competente aprecie utilización abusiva de la persona jurídica o fraude de ley».

Ahora bien, el esfuerzo mostrado por el legislador por dotar de carta de naturaleza a las particularidades que acompañan a este fenómeno societario, tan común en la realidad del tráfico económico, ha quedado, por otra parte, diluido debido a la vaguedad de su enunciado, sobre todo en lo que respecta a los presupuestos que deben estimarse necesarios para extender la responsabilidad medioambiental entre la entidad mercantil que desempeña la actividad y la sociedad que ostenta el poder de dirección dentro del grupo.

De acuerdo con el contenido del art. 10 LRM son varias las precisiones que deben señalarse al respecto. A diferencia de lo dispuesto en otras disposiciones normativas de carácter específico, la LRM no aporta una definición singular acerca de este fenómeno societario. Para apreciarse la existencia de una empresa de grupo, a efectos de dirimir una acción de responsabilidad civil medioambiental, deberá estarse a lo dispuesto en el art. 42.1 del Código de Comercio, cuya definición, dicho sea de paso, carece de una entidad global, puesto que el tenor del precepto es a los solos efectos de unificar la contabilidad registral entre las sociedades del grupo.

El art. 42.1 CCom señala, por su parte, que se estará en presencia de un grupo de sociedades cuando «una sociedad ostente o pueda ostentar, directa o indirectamente, el control de otra u otras». Hasta lo aquí expuesto resulta poco relevante para la LRM en la medida que los elementos fundamentales que caracterizan la noción de grupo ya encuentran cabida sin mayor dificultad en el contenido del propio art. 2.10 LRM. Por el contrario, recobra una mayor virtualidad práctica los diferentes supuestos presuntivos que reúne el art. 42.1 CCom dirigidos a corroborar la existencia de control de la sociedad dominante y que sirven de elemento constitutivo de la relación de grupo. A través del elenco de presunciones del art. 42.1 CCom es posible perfilar el contenido de los términos de «control» o «poder económico» empleados en el art. 2.10 LRM (Boldó Roda, 2006, 335-337; Caba Tena, 2019, 117-118); Fernández Markaida, 2001, 217-218; Morales Barceló, 2021, 26-28; Paz-Ares Rodríguez, 1999, 230-233; Vázquez Albert, 2018, 16-17).

Con todo, la remisión que la LRM efectúa a lo dispuesto en el Código de Comercio en materia de grupos societarios es en cierto modo comprensible. Difícilmente podría alcanzarse una respuesta satisfactoria a un fenómeno tan complejo y especializado, como el que ahora nos ocupa, desde una ley específica y tan singular que, además, ha sido elaborada desde la óptica de otro ámbito jurídico. Ahora bien, no deja ser en cierto modo cuestionable que el art. 2.10 LRM, relativo a la figura del operador responsable, arroje mayor claridad y precisión en materia de grupos societarios que la regla específica del art. 10 LRM.

Por lo que respecta al análisis del art. 10 LRM, su contenido parece remitirse a los presupuestos que nuestros órganos jurisdiccionales han venido exigiendo, con carácter general, para vencer el principio de independencia de la personalidad jurídica entre sociedades y traspasar su correspondiente limitación de la responsabilidad. En este sentido, un sector mayoritario de la jurisprudencia se ha mostrado favorable a recurrir a la doctrina del levantamiento del velo para resolver las relaciones de responsabilidad que pudieran suscitarse entre los integrantes de un grupo de empresas[16].

De abogar por este posicionamiento, no bastaría con corroborar la existencia de una relación de grupo, sino que, a falta de reconocimiento jurídico de la personalidad de dicha agrupación, también es imprescindible la apreciación de otros requisitos específicos que permitan extender la responsabilidad civil entre las sociedades que lo conforman (esto es, la constatación de una actuación fraudulenta o abusiva de la personalidad societaria – vid. Boldó Roda, 2006, 348-351–; una confusión patrimonial entre las sociedades del grupo que conduzca a una eventual infracapitalización o desplazamiento de patrimonios (Fernández Markaida, 2001, 221-223); así como el carácter instrumental de la sociedad filial al emplearse como barrera de protección ad hoc en orden a eludir eventuales responsabilidades) (Hijas Cid, 2017, 482-483).

Dentro de la doctrina del levantamiento del velo aplicable en sede societaria, cabe traer a colación, debido a la relevancia que ello puede tener en orden a las acciones de reparación por daño medioambiental, aquellos pronunciamientos jurisprudenciales que han terminado por extender la responsabilidad de la sociedad dominante a los supuestos en los que la actuación de otra empresa del grupo ocasiona un perjuicio patrimonial a terceros. Para que en estos casos pueda operar tal comunicación de responsabilidad se requiere que la sociedad que actúa como cabeza de grupo, debido a que no interviene directamente en la actuación, presente algún tipo de vinculación que permita vencer la ficción legal e imputar al agente que ha motivado, en realidad, el acto empresarial originario de la responsabilidad. Algunos ejemplos que han encontrado resguardo bajo esta doctrina pueden reconducirse, principalmente, a supuestos en los que la sociedad dominante se ha servido de su posición de garante o bien ha creado una apariencia de confianza con la que incentivar, en uno u otro caso, a los terceros a relacionarse con la sociedad dominada porque ello redunda en beneficio del grupo o en interés de la sociedad dominante[17].

Debe tenerse en cuenta que el ánimo defraudatorio que se esconde detrás de la apariencia de seguridad y/o de solvencia en las relaciones con sujetos ajenos al grupo, adquiere una singular importancia en los supuestos de responsabilidad medioambiental. Ello es así porque, en este ámbito particular de actuación, la separación, cuanto menos aparente, de la personalidad jurídica entre las diferentes sociedades que forman parte del grupo se erige en un instrumento útil para fragmentar la responsabilidad, ya de por sí difusa, que pudiera derivarse de la explotación de una actividad empresarial en el entorno medioambiental. Circunstancia esta que todavía se ve más agravada si se atiende al carácter ilimitado de la responsabilidad del que parte la LRM y de las múltiples medidas de reparación y prevención en las que puede materializarse.

Junto al empleo instrumental de la personalidad jurídica, otro riesgo que cabe constatar es aquel en el que una de las sociedades que se halla sometida bajo una situación de control pretenda prevalecerse de la apariencia de unidad e integración que mantiene respecto de la sociedad que encabeza la agrupación. Esta exteriorización del grupo no obedece a un ideal de transparencia, sino que más bien encubre el propósito de la filial por conseguir, gracias al prestigio técnico, experiencia o solvencia económica de la sociedad dominante, una posición más ventajosa en el procedimiento de licitación en el que se decide la concesión de la explotación de un medio o recurso natural. Luego, la cobertura que pudiera llegar a ofrecer la sociedad dominante no deja de ser ficticia porque en caso de tener que hacer frente a los incidentes que pudieran derivarse de la explotación de la actividad empresarial, bien podría acogerse a la garantía de la responsabilidad individual y limitada que le brinda el entramado societario. La idea anterior se ve reforzada con el hecho que la empresa matriz que «respalda» a la filial licitadora se halla, con frecuencia, deslocalizada en otro estado distinto al del operador de la actividad, por lo que la viabilidad de dirigírsele una acción de reclamación civil muchas veces se diluye entre cuestiones de jurisdicción y competencia judicial (Ballesteros Barros, 2018, 43-44; Chiara Marullo, 2020, 62-64; Girgado Perandones, 2002, 87-88; Vinaixa Miquel, 2006, 388-390).

Expuestas las precisiones generales de la doctrina del levantamiento del velo, si se contrastan con el contenido del art. 10 LRM se advierte como la virtualidad que cabe predicar de esta regla específica es manifiestamente escasa. Y ello por dos motivos fundamentales. De una parte, el art. 10 LRM reproduce una previsión del todo innecesaria porque, no solo como se acaba de exponer, parece aludir a los presupuestos generales de la doctrina del levantamiento del velo; sino porque ya es posible alcanzar idéntica conclusión jurídica por vía de la noción de responsable principal del art. 2.10 LRM (esto es, proceder a la extensión de responsabilidad entre sociedades cuando la que ha promovido la decisión que ha dañado el medioambiente es distinta a la entidad que ejecuta la actividad).

No obstante, es necesario matizar que no se está en presencia de una verdadera reiteración. De ser así bien podría celebrarse cuanto menos la consagración legal de la doctrina del levantamiento del velo para este ámbito específico de responsabilidad. La remisión que efectúa el propio art. 10 LRM respecto a la construcción del levantamiento del velo, mereciendo por ello todavía mayor crítica, es incompleta e inexacta toda vez que el precepto omite otros presupuestos que la jurisprudencia ha estimado esenciales para poder vencer los principios de personalidad jurídica y separación patrimonial entre sociedades.

El descuido de algunos de los presupuestos de la teoría del levantamiento del velo en el ámbito de las acciones de responsabilidad por daño medioambiental suscita cuanto menos dos cuestiones controvertidas. La primera se centra en discernir si el legislador ha pretendido ir un paso más allá hasta el extremo que cabe presumir la existencia de una utilización abusiva o fraudulenta de la personalidad jurídica cuando, de acuerdo con lo dispuesto en el art 10 LRM, se constate la presencia de un grupo societario sin más. La respuesta a tal cuestión entendemos que debe ser negativa, tal como sucede en el resto de ámbitos donde deben dirimirse cuestiones de responsabilidad extracontractual en el seno de un grupo societario. Ello es así porque la exigencia de los elementos de carácter subjetivo que deben concurrir en el comportamiento de la sociedad dominante no obedece a la fijación de una verdadera presunción que permita, con la mera constatación de un grupo societario, extender la responsabilidad entre sujetos, sino que más bien responde al ánimo de la LRM por consagrar aquellos requisitos necesarios para proceder a una comunicación de responsabilidad entre agentes empresariales (en sentido contrario, De Miguel Perales, 2008, 12).

Justo en este punto es donde aparece una segunda cuestión de mayor calado y que debe reconducirse en torno a descifrar si la consagración parcial que efectúa el art. 10 LRM acerca de los presupuestos de la teoría del levantamiento del velo es fruto de un mero descuido de nuestro legislador o bien, por el contrario, obedece a una omisión deliberada. La diferencia de optar por uno u otro planteamiento no es baladí. De ser esa la intención del legislador, cabría entender que el art. 10 LRM consagra un criterio autónomo de imputación aplicable a este ámbito específico de responsabilidad, cuya operatividad, dada la reducción considerable de requisitos, ofrecería una respuesta más expeditiva y ágil que en los otros ámbitos donde rige el planteamiento general del levantamiento del velo. De ser así, para que tuviera lugar la comunicación de responsabilidad entre ambas sociedades bastaría la simple constatación de un comportamiento abusivo o fraudulento por parte de la sociedad dominante hacia la entidad que explota la actividad.

A nuestro parecer, sin embargo, consideramos que no puede afirmarse que se esté en presencia de una verdadera regla autónoma de atribución de responsabilidad en materia de grupos de sociedades. La previsión del art. 10 LRM más bien es consecuencia de una mala praxis legislativa, cuya inconcreción debe solventarse, precisamente, aplicando los presupuestos de la doctrina del levantamiento del velo que se han consagrado por vía jurisprudencial. Ello es así porque es difícil interpretar que la voluntate legislatoris de la LRM fuera la de fijar una regla de imputación específica en materia de daño medioambiental, alejada de la tesis general consagrada por nuestra jurisprudencia, cuando ni siquiera la mencionada ley, como tampoco lo hace la Directiva 2004/35/CE, se han preocupado por precisar aquello que debe entenderse por «grupo societario» ni detallar los supuestos específicos bajo los cuales tal fenómeno puede manifestarse. Además, la explicación por la que el art 10 LRM únicamente hace referencia al abuso de derecho y al fraude de ley puede fundamentarse en el hecho que ambos elementos, propios de la teoría general del Derecho Civil, son los que, por su compleja concreción, han sido objeto de una mayor atención y desarrollo jurisprudencial[18].

Expuestas las consideraciones que la LRM, en consonancia con la doctrina del levantamiento del velo, parece recoger en materia de daños medioambientales, lo cierto es que tampoco han faltado criterios alternativos con los que superar la aparente separación de personalidades jurídicas a fin de llegar al operador que, explotando o no la actividad, dispone del control en la toma de decisiones que originan el daño (Paz-Ares Rodríguez, 2020, 248). Entre otras posibilidades, merece traer a colación lo dispuesto en el art. 1908 del Código Civil, así como el régimen de responsabilidad subsidiaria de la sociedad matriz como administradora de hecho de la entidad que explota la actividad.

Por lo que respecta al art. 1908 del Código Civil, advertir que la imputación de responsabilidad extracontractual por esta vía específica no encuentra un correcto acomodo en materia de grupos porque para que entrara en juego la ratio del precepto sería necesario equiparar la noción de «control» que ostenta la empresa matriz a la de «propiedad» (no se oponen a la aplicación del art. 1908 CC con preferencia sobre el régimen general de responsabilidad del art. 1902 CC: Basozabal Arrue, 2015, 208, y Girgado Perandones, 2002, 91). Sostener esta interpretación, que no deja de ser discutible desde una óptica societaria, atentaría contra el tenor del propio art. 1908 CC, pues no debe olvidarse que nuestro Alto Tribunal, en no pocas ocasiones, lo ha tildado de ser excesivamente casuístico en su redacción hasta el extremo de mostrar abiertamente su preferencia por el régimen general de responsabilidad ex art. 1902 CC (Ataz López, 2002, 9-10)[19].

Otra alternativa más idónea sobre la que sustentar el trasvase de responsabilidad entre sociedades consistiría en dar entrada a la sociedad matriz a través de la figura del administrador de hecho –rectius administrador oculto– de la sociedad que explota la actividad. Alternar el art. 10 LRM con esta vía de responsabilidad no solo encuentra cabida dentro del régimen general previsto por la normativa (tal posibilidad puede articularse, si bien de forma un tanto velada, a través del art. 13 LRM), sino que su aplicación podría ser relevante en los casos en los que la teoría del levantamiento del velo presenta disfuncionalidades. Esta vía, por ejemplo, constituiría un mecanismo idóneo para garantizar el derecho de resarcimiento de los perjudicados ante situaciones en las que el explotador de la actividad empresarial se hallase, fortuita o deliberadamente, inmerso en un proceso de disolución, puesto que la matriz también se constituiría en obligada directa, si bien con carácter subsidiario, respecto del explotador. Algunas críticas en torno el empleo desmesurado y casi sistemático que los órganos jurisdiccionales han hecho acerca de la doctrina del levantamiento del velo, así como los inconvenientes que esta construcción doctrinal suscita en el ámbito societario, han sido intensamente puestos de manifiesto por: Girgado Perandones (2002, 78) y Rojo Fernández-Río (1996, 397-398).

Siguiendo esta línea, el art. 13 LRM prevé un elenco de sujetos a los que exigirles el cumplimiento de las obligaciones pecuniarias. Junto a los que pueden responder en calidad de obligados solidarios (previstos en su apartado primero), deben desatacarse aquellos otros a los que la ley reserva su intervención a título subsidiario. Entre los enumerados en el apartado segundo del art. 13 LRM, debe destacarse a «los gestores y administradores de hecho y de derecho de las personas jurídicas cuya conducta haya sido determinante de la responsabilidad de éstas». A través de esta previsión sería posible articular una eventual comunicación de responsabilidad entre el agente explotador de la actividad y su matriz si, siguiendo el tenor del art. 263.3 de la Ley de Sociedades de Capital, se opta por una interpretación amplia de aquello que cabe entender por administrador de hecho (vgr. disposición de un poder de control sobre las prestaciones económicas que constituyen su objeto social) (Largo Gil - Hernández Sainz, 2003, 425-427; Morales Barceló, 2021, 22-23; Paz-Ares Rodríguez, 2020, 244-246; Rodríguez Sánchez, 2016, 69-70; Vázquez Albert, 2016, 31-32).

VI. El caso boliden a la luz de la jurisprudencia inglesa fundada en el deber de diligencia de la matriz

Como se ha tenido ocasión de corroborar, el análisis de la responsabilidad medioambiental exige la toma en consideración de aspectos jurídicos que rebasan, con creces, las instituciones propias de la responsabilidad civil extracontractual. Además, la limitación de instrumentos normativos que disponemos sobre la materia y el hecho que muchos de ellos respondan a la calificación de conceptos jurídicos indeterminados, evidencian como la resolución de tales cuestiones debe acompañarse necesariamente de una ardua labor interpretativa desde el terreno jurisprudencial.

La aplicación práctica del régimen de responsabilidad medioambiental por parte de nuestros órganos jurisdiccionales se ha visto considerablemente aligerada con la entrada en vigor del régimen de responsabilidad previsto en la LRM. Si bien no han sido pocos los supuestos donde los tribunales han debido pronunciarse acerca de la imposición de medidas de reparación y/o de prevención al agente explotador de una actividad empresarial que ha resultado nociva para el entorno medioambiental; lo cierto es que todavía no han tenido ocasión de manifestarse en torno a una hipotética extensión de legitimación pasiva tal como se recoge en el art. 10 LRM.

Dentro de nuestra casuística, hallamos un único precedente donde el responsable de la lesión medioambiental forma parte de un grupo societario internacional: el asunto Boliden (más popularmente conocido como desastre de Aznalcóllar)[20]. Sin embargo, los notables conflictos de competencia, legitimación y transitoriedad de las normas que han acompañado a la tramitación judicial de esta causa (nótese que los hechos acaecieron el 25 de abril de 1998, por lo que ni siquiera había entrado en vigor el régimen de responsabilidad medioambiental de la Directiva 2004/35/CE) han impedido obtener una resolución plenamente favorable para los intereses tanto públicos como medioambientales (Gómez Liguerre, 2012, 10-11; Valencia Martín, 2013, 200-203).

Tras dos largas décadas de cruda contienda judicial, y tras superar un enrevesado conflicto negativo de competencia entre la vía jurisdiccional civil y la administrativa que ha amenazado con dejar imprejuzgado el fondo de la cuestión[21], finalmente, ha sido el Juzgado de Primera Instancia núm. 11 de Sevilla quien, en su Sentencia de 28 de julio de 2023[22], ha desestimado íntegramente la demanda interpuesta por la Junta de Andalucía contra el Grupo Boliden (formado por BOLIDEN APIRSA, S.L., BOLIDEN AB y BOLIDEN BV) en la que se reclamaba el reembolso de los 89,8 millones que la Administración autonómica asumió con motivo de las actuaciones de recuperación del entorno natural tras el vertido producido por la rotura de la balsa minera que en ese momento era explotada por una de las filiales del grupo internacional.

La desestimación en primera instancia de la acción de regreso a favor de la Junta de Andalucía halla justamente su motivo en uno de los obstáculos que, de forma evidente y desde su inicio, han acompañado el seguimiento de esta causa judicial: la inaplicabilidad de la normativa europea de responsabilidad medioambiental y la ausencia de un marco normativo de referencia que pudiera servir de fundamento jurídico para imponer el principio de responsabilidad, directa o indirecta, a los titulares de explotaciones, en este caso, mineras.

En este sentido, como se expone en los razonamientos jurídicos de la citada Sentencia, ni el art. 81 de Ley 22/1973, de 21 de julio, de Minas, ni tampoco el Real Decreto 2994/1982, de 15 de octubre, sobre restauración de espacios naturales afectados por actividades mineras, preveían, en la forma y sentido que luego sí ha recogido nuestra Ley de Responsabilidad Medioambiental, ninguna obligación de restauración que impusiera a los titulares la carga de revertir el entorno natural afectado por su actividad a su estado anterior. En cuanto a la posibilidad de acudir a la regulación de la Ley de Responsabilidad Medioambiental, el órgano judicial concluye que no es de aplicación a este caso concreto puesto que los hechos enjuiciados escapan a todas luces del ámbito de aplicación de dicho texto normativo. Ante la falta de preceptos legales específicos, el órgano judicial también se muestra profundamente reacio en orden a estimar el principio contenido en el Derecho Medioambiental comunitario de quien contamina paga, porque, como bien se señala en la Sentencia, tampoco cabe reconocer que la Directiva pudiera desplegar, pese a ser una cuestión controvertida de por sí, efecto horizontal alguno, toda vez que la legislación comunitaria no es que no se encontrara vigente en el momento de los hechos, es que ni siquiera existía.

Desconociendo en este momento si los pronunciamientos contenidos en la Sentencia de 28 de julio de 2023 comportarán el cierre definitivo de esta causa tan controvertida (a tenor de las últimas declaraciones de la Junta de Andalucía en las que ha manifestado su deseo de recurrir el fallo en apelación bien podemos augurar que todavía le resta pendiente un largo recorrido por las distintas escalas judiciales), lo cierto es que el caso Bolidén representa, sin lugar a dudas, una oportunidad perdida para que nuestros tribunales entraran a valorar el papel que debe asumir la sociedad matriz respecto a los actos cometidos por sus filiales en la explotación de los recursos naturales[23]. Y ello además en lo que hubiera podido ser un escenario perfecto para delimitar los elementos fácticos que pudieran haber evidenciado un ánimo defraudatario e instrumental de la utilización de la personalidad jurídica, pues en este caso particular la empresa beneficiaria de la explotación minera fue rápidamente descapitalizada, procediéndose, incluso, durante la pendencia del proceso judicial, a la apertura de un concurso voluntario de acreedores[24].

En contra de lo que cabe apreciar en nuestro panorama interno, la jurisprudencia internacional ha mostrado un gran interés acerca de delimitar las relaciones de responsabilidad medioambiental entre sociedades pertenecientes a un mismo grupo. Además de citar las resoluciones tradicionales y más emblemáticas que se han dictado hasta la fecha[25], destacan los pronunciamientos de la Corte Suprema de Reino Unido que a raíz del asunto Chandler[26] ha desarrollado en causas posteriores como Veranta[27] y Okpabi[28].

Las citadas resoluciones abordan el alcance de la responsabilidad que puede corresponder a la empresa matriz por los daños medioambientales producidos por alguna de sus sociedades filiales por la explotación de recursos mineros o petrolíferos. Lejos de negar que una sociedad matriz pueda ser declarada responsable frente a terceros por los actos u omisiones cometidos por sus filiales, el Alto Tribunal inglés señala que corresponde a la matriz cumplir con un deber de diligencia respecto al seguimiento y ejecución de las políticas de grupo que la filial despliegue a nivel interno, pudiendo además también incurrir en responsabilidad cuando asuma de facto o comparta la gestión de parte de las actividades con su filial (por ejemplo, imponiendo a la filial una obligación de comunicación periódica, o directamente de autorización, a sus directores ejecutivos, o delegando la administración de la actividad a emisarios de la matriz).

Entre sus pronunciamientos relacionados con la responsabilidad, cabe subrayar los esfuerzos del Alto Tribunal inglés por desterrar su concepción formalista, más relacionada con el abuso o fraude del principio de separación corporativa, y reemplazarla por otra focalizada en el control y la gestión efectiva de la actividad que origina el resultado dañoso. Con base en dicha interpretación se requiere que la matriz haya cumplido con un mínimo estándar de diligencia para no quedar obligada a reparar el daño que la filial hubiera producido a terceros (vgr. no adoptar ni supervisar un plan de vigilancia). Asimismo, el deber de cuidado de la matriz no solo es predicable frente a la monitorización de las políticas de grupo, sino que también será exigible cuando asuma la gestión de las actividades de la filial o bien participe en su ejecución.

La extensión de responsabilidad basada en la observancia de un deber de diligencia entre empresa matriz y filial (Durán Ayago, 2020, 187-189) poco tiene que ver, sin embargo, con la doctrina en materia de responsabilidad extracontractual que hasta la fecha ha gozado de mayor recorrido práctico en nuestro sistema. En efecto, nos referimos a la teoría de la unidad económica que desde el Derecho de la Competencia se ha empleado para declarar la responsabilidad, tanto en sede administrativa (art. 61.2 LDC) como civil (art. 71.2 LDC) cuando la comisión de una infracción de la competencia, que a su vez ocasiona también daños a terceros, converge con la participación del infractor en un grupo de sociedades. En estos casos, la responsabilidad de la sociedad matriz no resta condicionada al cumplimiento de un estándar concreto de diligencia, sino que más bien obedece a la influencia decisiva que esta ejerce sobre su filial. Las notas de control e influencia decisiva hacen posible, a juicio de las autoridades de la competencia, entender que ambas entidades intervienen en el mercado como una unidad económica, de modo que se está en presencia de un único sujeto al que imputar la responsabilidad (Arpio Santacruz, 2019, 312-313; Herrero Suárez, 2021, 364-365; Jiménez Cardona, 2021, 57-58).

Ante la falta criterios específicos en materia medioambiental que vengan a cubrir la responsabilidad entre sociedades que operan bajo una relación de grupo, consideramos que una solución al respecto debiera pasar por la aplicación, por vía analógica, de los mecanismos que se han reconocido para las acciones de reclamación civil por infracciones a la libre competencia, máxime cuando los daños en uno y otro escenario comparten idéntica naturaleza jurídica. De ser así, se vendría a reconocer un régimen de responsabilidad solidaria, si bien de segundo grado, entre la sociedad que explota la actividad y la sociedad dominante al modo y manera de lo ya contemplado en sede de defensa de la competencia[29].

La apuesta por esta alternativa significaría también un paso importante para la construcción de una regulación de la responsabilidad extracontractual que fuera capaz de plasmar, desde una perspectiva general y sistematizada, unas mínimas bases para todos los supuestos en los que, siendo apreciable una relación de grupo, se manifestara un daño de esta naturaleza. Y quien sabe si con ello, además de aportar seguridad jurídica a los sujetos que, desde una u otra posición, se ven inmersos en esta clase de litigios, llega a ser un motivo suficiente a ojos de nuestro legislador para que afronte, de una vez por todas, la regulación de un completo y exhaustivo Derecho de grupos.

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[1] Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 16 de diciembre de 1966, ratificado por España mediante Instrumento de Ratificación de España del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, hecho en Nueva York el 19 de diciembre de 1966 (Ref. BOE-A-1977-10734). Puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.boe.es/buscar/doc.php?id=BOE-A-1977-10734 .

[2] Resolución aprobada por la Asamblea General el 28 de julio de 2022 sobre el derecho humano a un medioambiente limpio, saludable y sostenible (A/RES/76/300). Puede consultarse en el siguiente enlace: https://digitallibrary.un.org/record/3983329?v=pdf.

[3] Red Española del Pacto Mundial, Empresas y derechos humanos: acciones y casos de éxito en el marco de la Agenda 2030, de 1 de agosto de 2019. Puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.pactomundial.org/wp-content/uploads/2019/11/Empresas-y-derechos-humanos.pdf.

[4] Vid. el Informe «Study on due diligence requirements through the supply chain», elaborado por la Dirección General de Justicia y Consumidores de la Comisión Europea (2020, pp. 10, 25 y 48) donde se incluyen algunas propuestas de debida diligencia aplicables a las operaciones propias de las empresas para detectar impactos adversos sobre los derechos humanos y el medio ambiente, incluyéndose daños medioambientales como, por ejemplo, los efectos negativos relacionados con el cambio climático.

[5] En idéntica línea de actuación, también cabe hacer mención a la Propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo, de 22 de marzo de 2023 (COM 2023 - 166 final2023/0085 (COD), dirigida a combatir los comportamientos empresariales de blanqueo ecológico, greenwashing y green-claims mediante la prohibición de cualquier reclamo, alegación o expresión ecológica que resulte engañosa o genérica y no esté respalda con una certificación oficial: https://eur-lex.europa.eu/legal-content/ES/TXT/PDF/?uri=CELEX:52023PC0166

[6] Directiva 2004/35/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de abril de 2004, sobre responsabilidad medioambiental en relación con la prevención y reparación de daños medioambientales (Ref. DOUE-L-2004-81009). Puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.boe.es/buscar/doc.php?id=DOUE-L-2004-81009.

[7] Ley 26/2007, de 23 de octubre, de Responsabilidad Medioambiental (Ref. BOE-A-2007-18475). Puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.boe.es/eli/es/l/2007/10/23/26.

[8] Directiva sobre diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad, de 24 de abril de 2024 (P9_TC1-COD-(2022)0051). El texto aprobado definitivamente, todavía pendiente de publicación en el DOUE, puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.europarl.europa.eu/doceo/document/TA-9-2024-0329_ES.html#title2.

[9] Resolución aprobada por la Asamblea General el 28 de julio de 2022 (Ref. A/RES/76/300). Puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.miteco.gob.es/content/dam/miteco/es/ceneam/grupos-de-trabajo-y-seminarios/centros-de-documentacion-ambiental-y-espacios-naturales-protegidos/tafalla-resolucion-a-76-300_tcm30-559607.pdf.

[10] Debe tenerse en cuenta que algunas de las cuestiones sustantivas contenidas en la LRM han sido objeto de desarrollo parcial a cargo de disposiciones reglamentarias como el Real Decreto 2090/2008, de 22 de diciembre, por el que se aprueba el Reglamento de desarrollo parcial de la Ley 26/2007, de 23 de octubre (Ref. BOE-A-2008-20680, https://www.boe.es/eli/es/rd/2008/12/22/2090/con) y las órdenes ministeriales ARM/1783/2011, de 22 de junio (Ref. BOE-A-2011-11176, https://www.boe.es/eli/es/o/2011/06/22/arm1783); Orden APM/1040/2017, de 23 de octubre (Ref. BOE-A-2017-12356, https://www.boe.es/eli/es/o/2017/10/23/apm1040); y TEC/1023/2019, de 10 de octubre (Ref. BOE-A-2019-14728, https://www.boe.es/eli/es/o/2019/10/10/tec1023).

[11] Cfr. art. 2.1.17º con arts. 2.1.4º y 2.1.5º de la LRM.

[12] Es más, consideramos que tampoco existiría impedimento alguno en respaldar que el art. 2.10 LRM puede ofrecer una solución en idéntico sentido cuando lo que se pretende es diluir la responsabilidad civil mediante el empleo de sociedades interpuestas, pues en estos supuestos el impacto medioambiental habrá sido causado por un agente cuya actuación está bajo control de una de las sociedades filiales del grupo y esta a su vez se halla bajo la dirección unitaria de la matriz.

[13] Consideramos que esta interpretación de corte «aperturista» encuentra todavía un mayor respaldo si se contrasta el art. 2.10 LRM con la definición de operador contemplada en el art. 2.6 de la Directiva 2004/35/CE («operador: cualquier persona física o jurídica, privada o pública, que desempeñe o controle una actividad profesional o, cuando así lo disponga la legislación nacional, que ostente, por delegación, un poder económico determinante sobre el funcionamiento técnico de esa actividad, incluido el titular de un permiso o autorización para la misma, o la persona que registre o notifique tal actividad»). De su lectura se advierte como el texto comunitario señala, a título ejemplificativo, que la información contenida en un permiso administrativo debe considerarse un criterio a tener en cuenta para concretar el sujeto que ostenta el poder económico sobre la actividad, pero sin que en ningún caso deba ser el único parámetro válido para individualizar al responsable principal del daño.

[14] Convenio sobre la responsabilidad civil por daños resultantes de actividades peligrosas para el medioambiente, aprobado por el Consejo de Europa en Lugano el 21 de junio de 1993 (32 ILM 1993/128). Puede consultarse en el siguiente enlace: https://eur-lex.europa.eu/LexUriServ/LexUriServ.do?uri=COM:1993:0047:FIN:ES:PDF.

[15] Libro Blanco sobre responsabilidad ambiental, de 9 de noviembre de 2000 (COM/2000/0066 final). Puede consultarse en el siguiente enlace: https://eur-lex.europa.eu/LexUriServ/LexUriServ.do?uri=COM:2000:0066:FIN:ES:PDF.

[16] Como ya tuvo ocasión de señalar el TS en su emblemática Sentencia núm. 590/1984 de 28 de mayo (RJ 1984/2800) en la que, por vez primera, trasladó dicha doctrina al contexto particular de los grupos societarios, para extender la responsabilidad de una sociedad del grupo al agente del que en realidad proviene tal decisión empresarial es necesario corroborar que: a) el entramado que conforma el grupo societario encubre, conforme a los arts. 6.4 y 7.2 del Código Civil, un uso fraudulento o inadecuado de la personalidad jurídica de todos o algunos de sus integrantes; b) se evidencie el propósito de eludir algún tipo de responsabilidad personal o patrimonial respecto a acreedores, socios minoritarios o terceros; c) resulte apreciable un entorno de confusión entre sociedades que evidencie la falta de autonomía en la actuación empresarial de aquella sociedad que realiza la actividad o suscribe el negocio jurídico; y d) se proceda a una infracapitalización o desplazamiento patrimonial de la sociedad a la que le corresponde asumir individualmente la responsabilidad hacia otras sociedades del grupo sin justificación económica o jurídica que respalde tal operación. Tales requisitos han sido matizados con posterioridad por nuestro Alto Tribunal en múltiples resoluciones, entre las que pueden reseñarse, a título meramente enunciativo, las siguientes: STS núm. 445/2001 de 9 de mayo (RJ 2001/7386); STS núm. 845/2003 de 11 de septiembre (RJ 2003/6067); STS núm. 440/2005 de 30 de mayo (RJ 2005/4244); STS núm. 764/2006 de 20 de julio (2006/6549); STS núm. 614/2010 de 19 de octubre (RJ 2010/7588); STS núm. 212/2013 de 5 de abril (2013/4937); STS núm. 74/2016 de 18 de febrero (RJ 2016/566); STS núm. 47/2018 de 30 de enero (RJ 2018/296); STS núm. 598/2018 de 31 de octubre (RJ 2018/4729); o la más reciente STS núm. 5/2021 de 18 de enero (RJ 2021/99).

[17] Sin desvirtuar la premisa fundamental de considerar que los grupos de sociedades no son por si solos fenómenos constitutivos de fraude, una de las líneas marcadas por nuestro Alto Tribunal para entablar una comunicación de responsabilidad entre la sociedad cabeza de grupo y aquella otra cuya actuación es la que origina el daño patrimonial a terceros, es recogida en las STS núm. 530/2002 de 4 de junio (RJ 2002/6754); STS núm. 375/2005 de 25 de mayo (RJ 2005/5703); STS núm. 201/2008 de 28 de febrero (RJ 2008/4034); STS núm. 47/2018 de 30 de enero (RJ 2018/296); STS núm. 5/2021 de 18 de enero (RJ 2021/99); así como la SAP de Zaragoza (Sección 5ª) núm. 55/2010 de 5 de febrero (JUR 2010/223244) y la SAP de Madrid (Sección 20ª) núm. 5/2010 de 22 de diciembre (JUR 2010/92780).

[18] Vid. las STS (Sala Civil) núm. 743/1995 de 20 de julio (RJ 1995/5715); STS (Sala Civil) núm. 450/2001 de 8 de mayo (RJ 2001/7381); STS (Sala Civil) núm. 947/2004 de 30 de septiembre (RJ 2004/5897); STS (Sala Civil) núm. 21/2005 de 28 de enero (RJ 2005/1829); STS (Sala Civil) núm. 718/2011 de 13 de octubre (RJ 2011/7418); STS (Sala Civil) núm. 74/2016 de 18 de febrero (RJ 2016/566) y STS (Sala Civil) núm. 572/2016 de 29 de septiembre (RJ 2016/4724).

[19] En idéntico sentido, vid. las STS (Sala Civil) núm. 540/1994 de 1 de junio (RJ 1994/4568); STS (Sala Civil) 247/1998 de 17 de marzo (RJ 1998/1122); STS (Sala Civil) núm. 31/2004 de 28 de enero (RJ 2004/153); STS (Sala Civil) núm. 196/2005 de 14 de marzo (RJ 2005/2236); STS (Sala Civil) núm. 589/2007 de 31 de mayo (RJ 2007/343).

[20] El desastre de Aznalcóllar (1998) se originó por el vertido de residuos mineros procedentes de una explotación de piritas al río Guadiamar, a su paso por el municipio sevillano de Aznalcóllar. La fuga de residuos fue causada por la rotura de una balsa de decantación de la planta minera que estaba siendo explotada por Boliden Apirsa, S.L., filial de la multinacional sueca-canadiense Boliden AB. La rápida actuación de la administración estatal y autonómica en la adopción de medidas de reparación y contención de los vertidos impidió que el desastre natural acabase por manifestarse de un modo aún más evidente e irreversible. Sin embargo, las labores directas de reparación del ecosistema de Aznalcóllar, que fueron asumidas por la Junta de Andalucía y no por la empresa gestora de la actividad minera, supusieron un coste de 89,8 millones de euros para las arcas públicas. Dicho importe económico, cuya restitución pretende obtener la Administración pública por vía de regreso contra el grupo Boliden, es el que ha sido objeto de controversia en diversos procedimientos judiciales.

[21] Respecto al conflicto negativo de competencia que al amparo del art. 50 LOPJ se ha suscitado entre la vía jurisdiccional administrativa y la vía jurisdiccional civil, nos remitimos al estudio de Valencia Martin (2013, 16-19), así como a la STS (Sala de lo Contencioso-Administrativo) de 11 de noviembre de 2011 (RJ 2011/8444).

[22] Sentencia del Juzgado de Primera Instancia núm. 11 de Sevilla núm. 1021/2023, de 28 de julio de 2023 (ECLI:ES:JPI:2023:1021).

[23] De todas las resoluciones que hasta la fecha se han pronunciado sobre el desastre de Aznalcóllar la que más interés nos suscita en relación con el objeto del presente estudio es la del Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía de 23 de marzo de 2004, en la que se declara la obligación solidaria entre las sociedades del grupo Bolidén a reembolsar los costes de las medidas de reparación que fueron sufragados por la Junta de Andalucía. No obstante, dicha resolución fue anulada en apelación por el TSJ de Andalucía al apreciar que la administración autonómica carecía de competencia para incoar el procedimiento administrativo [vid. Sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (Sala de lo Contencioso-Administrativo) de 2 de noviembre de 2007 (RJ 2007/14501); de 17 de diciembre de 2007 (RJ 2007/14608); y de 25 de noviembre de 2008 (RJ 2008/15825)].

[24] Vid. el Auto del Juzgado de lo Mercantil núm. 1 de Sevilla núm. 152/2007, de 13 de junio (JUR 2007/368542) en virtud del cual se estima conveniente, a título cautelar, proceder al embargo de acciones de la matriz sueca por valor de 141 millones de euros.

[25] Vid. asuntos Bophal (In re Union Carbide Corp. Gas Plant Disaster, 809 F.2d 195 2d Cir. 1987); Amoco-Cadiz (In re Oil Spill by the «Amoco Cadiz», 471 F. Supp. 473 J.P.M.L. 1979); y Seveso (Sentencia de la Corte Suprema de Casación italiana de 22 de abril de 2013, núm. 9711).

[26] Chandler vs Cape Plc [2012] PIQR P17.

[27] Lungowe vs Vedanta Resources plc [2019] UKSC 2.

[28] Okpabi and others vs. Royal Dutch Shell Plc and another [2021] UKSC 3.

[29] Por lo que respecta a las acciones de indemnización por infracciones de la competencia, la sociedad matriz puede ser declarada responsable de los daños y perjuicios que el comportamiento de una de sus filiales ha podido ocasionar en el mercado aun cuando no hubiera formado parte del acuerdo restrictivo (de ahí que se llegase hablar, gráficamente, de responsabilidad ascendente o aguas arriba). Ahora, tras el conocido «cártel de los camiones» y a la vista de las novedosas Conclusiones presentadas el 15 de abril de 2021 por el abogado general Sr. Giovanni Pitruzella en el Asunto C-882-19 (Sumas, S.L contra Mercedes Benz Trucks España), también parece que se dé el visto bueno a una extensión de responsabilidad en sentido inverso, es decir, condenando a las sociedades filiales por los perjuicios que el comportamiento de la sociedad matriz hubiera podido causar en el mercado en los supuestos en los que pueda corroborarse una influencia determinante y la actividad empresarial de la filial se inserte en el mismo sector que el de la matriz.