Domingo Fernández Agis
Universidad de La Laguna
dferagi@ull.edu.es 0000-0002-0702-1125
Recibido: 15 de agosto de 2022 | Aceptado: 24 de noviembre de 2022
IUS ET SCIENTIA • 2022
Vol. 8 • Nº 2 • pp. 54-65
ISSN 2444-8478 • http://doi.org/10.12795/IESTSCIENTIA.2022.i02.04
RESUMEN |
PALABRAS CLAVE |
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Dificultades inherentes a la construcción, comprensión y defensa de la identidad en el mundo actual. La comprensión de los fundamentos, sentido y aplicabilidad de los bienes culturales ha de tener en cuenta una serie de factores que son difíciles de comprender. Todo ello nos llevará a plantear de otro modo la construcción de la verdad y su específica conexión con la realidad. Factores clave de nuestra realidad existencial, de índole tecnocientífica, filosófica y jurídica, permanecen paradójicamente ocultos en gran medida porque no se les concede la debida importancia ni se proyectan sobre ellos las consecuencias de la debida atención que habría que prestarles. |
Identidad Verdad Realidad Vida Tecnociencia Derecho |
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ABSTRACT |
KEYWORDS |
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Difficulties inherent in the construction, understanding and defense of Identity in today’s world. The understanding of the foundations, meaning and applicability of cultural goods must take into account a series of factors that are difficult to understand. All this will lead us to approach the construction of truth and its specific connection with reality in another way. Key factors of our existential reality, of a techno-scientific, philosophical and legal nature, remain paradoxically hidden to a great extent because they are not given due importance nor are the consequences of the due attention that should be paid to them projected on them. |
Identity Truth Reality Life Technoscience Law |
Confieso que considero que, con respecto al asunto que vamos a abordar, es difícil hablar de lo que se piensa en realidad. Por eso es posible llegar a reconocer que recaemos una y otra vez en lo que ha sido y es para nosotros la infernal trivialidad. No obstante, por mi parte puedo decir que mi mayor ilusión es dejarla definitivamente atrás.
Ahora he de mostrar de nuevo que he dado forma a lo que sólo parecía ser un callado refluir magmático. Este es el reto que voy a afrontar en estas páginas. En ellas tengo que conseguir que quede grabado lo que permanece inserto en el consagrado fluir de la más oculta verdad. En efecto, factores clave de nuestra realidad existencial, de índole tecnocientífica, filosófica y jurídica, permanecen paradójicamente ocultos en gran medida porque no se les concede la debida importancia ni se proyectan sobre ellos las consecuencias de la debida atención que habría que prestarles.
Mi principal objetivo es compartir con ustedes la luz que he conseguido arrojar sobre tan esenciales asuntos, que innumerables veces resultan ignorados o, cuando menos, minusvalorados.
En su más amplio sentido, la cultura puede definirse como el conjunto de ideas, procedimientos técnicos, objetos y artefactos que permiten la adecuada adaptación de un colectivo humano al entorno en que vive.
No es ese, sin embargo, el sentido en que se ha venido utilizando el término. Por el contrario, la palabra cultura ha sido empleada a lo largo del tiempo para denotar algo que marca la diferencia esencial entre cierta élite y el resto de la sociedad. En efecto, los grupos sociales que han monopolizado el control institucional y económico no han dejado tampoco de señalar la distancia que les separaba del resto, recurriendo para ello a ciertos signos culturales. Así, desde el vestido a la literatura o la música, una serie de productos servían de mecanismo de auto-reconocimiento entre los miembros de determinada élite social, al tiempo que significaban la diferencia entre estos y aquellos otros a los que se consideraba indignos de disfrutar de dichas producciones culturales.
La evolución social y, en especial, la irrupción de los medios de comunicación de masas provocaron la aparición de la llamada cultura de masas, que vino a actuar como elemento antagonista de la cultura de élite. Esta contraposición sigue vigente en nuestros días, si bien es cierto que a estas alturas de la historia ha quedado demostrado que es posible una cultura que llegue a toda una extensa población y cuyos contenidos tengan densidad y calidad. Mientras que también es posible la persistencia de una cultura elitista que, apoyándose en la creación y exaltación de signos de radical diferencia, aporte en definitiva al orden social poco más que los palpables efectos de su obstinada voluntad de aislamiento.
En otro orden de cosas, resulta hoy incuestionable el alejamiento que se ha producido entre política y cultura. Un alejamiento tan nítido que ni siquiera la denominada “cultura subvencionada” es capaz de ocultar.
En tales circunstancias no sería difícil, incurrir en el error de no conceder a la cultura la importancia que ha de tener en nuestra época. Sería uno de esos errores que no admiten disculpa alguna, y esto por varias razones.
En primer término, hay que tener en cuenta que el declive de las vanguardias artísticas no conlleva la aniquilación de toda forma de compromiso mutuo entre política y cultura. Por el contrario, conlleva la necesidad de un replanteamiento que puede ser enriquecedor si, desde una y otra parte, somos capaces de asumir la aventura que supone orientar el cambio social, a través de la creación cultural o de la gestión de los asuntos públicos, sin el apoyo de dogmas inamovibles.
En la sociedad actual, por otra parte, los elementos aglutinantes y movilizadores tienen más que ver con la cultura que con las ideologías en sentido estricto. La cultura puede proporcionarnos, o más bien debe hacerlo, unas formas de relación con el mundo que no pueden encerrarse en el recetario dogmático que constituye la columna vertebral de las persistentes ideologías. Por lo demás, hoy ninguna de aquellas recetas de construcción y consolidación ideológica, cuyas raíces se hunden profundamente en la historia, parece adecuada para aplicarla a la realidad, sin provocar que ésta chirríe de inquietantes formas. El mundo del siglo XXI desafía cada instante a quienes pretenden interpretarlo con esquemas previos cerrados de antemano. Por todo ello, la relación entre política y cultura se presenta como una de las grandes aventuras de nuestra época.
En segundo lugar, no puede olvidarse la importancia que la cultura, considerada como industria, ha alcanzado en estos momentos. Pensemos que nuestra sociedad ha sido definida como sociedad de la información y que, en ella, la elaboración y transmisión de contenidos culturales no sólo tiene importancia por el valor intrínseco de los productos creados y puestos en circulación –un valor que es intraducible sin distorsión en términos económicos-, sino también por la repercusión que esa transmisión tiene en el contexto de la circulación de mercancías.
Es preciso realizar una reflexión, desde el ángulo político, de la incidencia de los nuevos medios de creación y transmisión, las nuevas formas de relación económica y social que conllevan, los riesgos y las ventajas de vivir en una sociedad que los utiliza de forma cotidiana. El estudio de estos factores nos lleva de antemano a constatar su creciente complejidad.
En opinión de Jacques Derrida, “hay que distinguir entre verdad y realidad” (Derrida, 1980, p. 57). Todo lo que está implícito tras ello, nos lleva a pensar en el gran reto que ha sido y será siempre, construir la unidad sin aniquilar la diferencia.
En otro orden de cosas y por paradójico que parezca, no debemos entender la unidad, partiendo del presupuesto interpretativo de la aplastante homogeneidad. En última instancia, la unidad que es fruto de la opresión, en lugar de serlo del respeto a la diferencia, es una falsa unidad, a pesar de ofrecer a primera vista una imagen inversa. La verdadera homogeneidad sólo surge como enormemente ocasional y muy bien valorado fruto del desarrollo entrópico. Paradójicamente, en términos sociales, la tendencia al desorden puede acabar siendo inestimablemente constructiva.
Jacques Rancière, en su obra titulada, El espectador emancipado, propuso un enfoque muy sugerente y original para aproximarnos a la problemática subyacente al asunto que estamos abordando.
En su opinión, refiriéndose al proceder ideal del que denomina el “maestro ignorante”, considera que es en tan singular modo de actuar “donde pueden entrar en juego las descripciones y las proposiciones de la emancipación intelectual y ayudarnos a reformular el problema. Pues esta mediación auto-evanescente no es algo desconocido para nosotros. Es la lógica misma de la relación pedagógica: el papel atribuido allí al maestro es el de suprimir la distancia entre su saber y la ignorancia del ignorante. Sus lecciones y los ejercicios que él da tienen la finalidad de reducir progresivamente el abismo que los separa” (Rancière, 2010, p. 15). La originalidad y radicalidad de este planteamiento pedagógico resulta tan chocante en principio como en definitiva resulta ser convincente y esclarecedor.
A propósito de todo ello, sostiene Rancière que “por desgracia, no puede reducir la brecha excepto a condición de recrearla incesantemente. Para reemplazar la ignorancia por el saber, debe caminar siempre un paso adelante, poner entre el alumno y él una nueva ignorancia. La razón de ello es simple. En la lógica pedagógica, el ignorante no es solamente aquel que aún ignora lo que el maestro sabe. Es aquel que no sabe lo que ignora ni cómo saberlo. El maestro, por su parte, no es solamente aquel que detenta el saber ignorado por el ignorante. Es también aquel que sabe cómo hacer de ello un objeto de saber, en qué momento y de acuerdo con qué protocolo” (Rancière, 2010, p. 16).
Refiriéndose a la distancia intelectual existente entre quien ejerce el magisterio y el alumnado sobre el que aplica su estrategia educativa, afirma que “la distancia no es un mal a abolir, es la condición normal de toda comunicación” (Rancière, 2010, p. 17). Con ello viene a decirnos que si no accedemos a la experiencia de la separación, no nos esforzaremos en buscar el modo más adecuado para lograr la experiencia de la consecuente aproximación.
Estos planteamientos no sólo afectan a la forma de concebir la pedagogía y de llevarla a la práctica. Esto nos queda claro cuando advertimos que en líneas generales sostiene, sin duda con gran acierto, que “los artistas, al igual que los investigadores, construyen la escena en la que la manifestación y el efecto de sus competencias son expuestos, los que se vuelven inciertos en los términos del idioma nuevo que traduce una nueva aventura intelectual. El efecto del idioma no se puede anticipar. Requiere de espectadores que desempeñen el rol de intérpretes activos, que elaboren su propia traducción para apropiarse la ‘historia’ y hacer de ella su propia historia” (Rancière, 2010, p. 28). Llegando a la sorprendente y contundente conclusión de que “una comunidad emancipada es una comunidad de narradores y de traductores” (Rancière, 2010, p. 28).
Por otra parte, aludiendo al impacto de las nuevas tecnologías, señala algo de crucial importancia que no ha dejado de cobrar fuerza a lo largo de los últimos años. Nos dice que “numerosos comentaristas han querido ver en los nuevos medios electrónicos e informáticos el fin de la alteridad de las imágenes, si no el de las invenciones del arte. Pero la computadora, el sintetizador y las tecnologías nuevas en su conjunto no han significado el fin de la imagen y del arte más que lo que la fotografía o el cine lo hicieron en su momento. El arte de la era estética no ha cesado de jugar sobre la posibilidad que cada medio podía ofrecer de mezclar sus efectos con los de los otros, de adoptar su papel y de crear así figuras nuevas, despertando posibilidades sensibles que ellos habían agotado. Las técnicas y soportes nuevos ofrecen a esas metamorfosis posibilidades inéditas. La imagen no dejará tan pronto de ser pensativa” (Rancière, 2010, p. 127).
Otras aportaciones a las que considero ineludible hacer referencia son las de Michel Serres. Este original pensador, en su obra titulada Atlas, sostiene que “disolviendo las antiguas fronteras, el mundo virtual de la comunicación conquista nuevas tierras: se suma a los desplazamientos y a menudo los sustituye. Las páginas del antiguo atlas de geografía se prolongan en redes que se burlan de las orillas, de las aduanas, de los obstáculos, naturales o históricos, cuya complejidad dibujaban no hace tanto los fieles mapas; el paso de los mensajes supera las rutas de peregrinación. Al igual que las ciencias y las técnicas se ocupan más de lo posible que de la realidad, así nuestros transportes y nuestros encuentros, nuestros hábitats se van haciendo más virtuales que reales” (Serres, 1995, p. 12). Sin embargo, hemos de repensar esta cuestión y asumir las impactantes consecuencias ontológicas de la singular virtualidad que ha alcanzado su sólida consolidación en el momento presente.
Todo ello nos debería inducir a replantear y redefinir el concepto de realidad. Elocuente resulta, a ese respecto que en el mundo actual haya cerca de dos millones de robots dotados de competencias sociales. Dichos robots son muy eficientes y van aumentando sus competencias a un ritmo estremecedor. Esto suscita un palpable entusiasmo, pero también inquietud en muchos seres humanos.
Por todo ello, la reflexión acerca de las relaciones entre ética y robótica es cada vez más importante. Para adentrarse en tal orientación merecen ser destacados los trabajos de Oliver Blendel sobre este tema y también, modestia aparte, los míos. Entre ellos, haré referencia explícita a mi artículo titulado “Ética, derecho y progreso científico. La apuesta por la verdad y la lucha contra los prejuicios”, publicado en Ius et Scientia (Fernández Agis, 2021).
En cualquier caso, en opinión de Michel Serres, “cuando cambia la ciencia, el aprendizaje se transforma: cuando los canales de enseñanza cambian, el saber de transforma; y las instituciones le van a la zaga” (Serres, 1995, p. 14). Por ello considera que buscar una adecuada respuesta a las preguntas a las que a continuación voy a hacer referencia tiene una relevancia crucial: “¿Cómo se mezclan las nuevas, virtuales, con las antiguas? ¿Qué plano único podemos trazar?” (Serres, 1995, p. 14).
Una de las claves para encontrar una adecuada respuesta a esas cuestiones consiste en considerar y avalar de la forma más consecuente la importancia de no olvidar que existe ya la posibilidad de utilizar las imágenes y expresiones verbales grabadas de una persona, para que un sistema conciliador y reproductor de IA genere imágenes, gestos y palabras, que harán creer a cualquiera que son realmente producidos por la persona en cuestión, cuando en realidad lo son por la IA.
En todo caso, dado el denso trasfondo del asunto, es necesario afirmar que no sólo la inteligencia artificial, sino aún más la inteligencia natural, nos está conduciendo en esta época a efectuar un profundo replanteamiento del concepto de culpabilidad.
Ante todo, hemos de decir que toda aproximación al concepto de culpa es arriesgada y compleja, porque conlleva de entrada un radical cuestionamiento de lo que creemos ser. En efecto, al acercarnos a ella observamos su intrínseca complejidad, debida al cruzamiento de niveles y factores que confieren sus rasgos específicos a todo proceso o acción susceptible de provocar o favorecer la culpabilidad. Lo jurídico, lo cívico, lo religioso, lo psicológico y lo político, son sólo algunos de los planos fundamentales que se interseccionan continuamente en esta cuestión. Además de ello, hay que señalar que la dificultad que su estudio plantea no es, en absoluto, un asunto que pueda afrontarse como si se tratase de un problema meramente teórico. Por el contrario, en él la dimensión e implicaciones prácticas acaban desplazando a la teoría. En consecuencia, existen insospechadas interacciones entre temporalidad, acción y responsabilidad. Por ello no es extraño que se haya podido afirmar, como ha hecho Roberto Esposito, que “la culpa no es sólo el motivo, sino el resultado de la condena” (Esposito, 2005, p. 50). No en vano podemos advertir que la culpa se retuerce en el tiempo, como una serpiente venenosa que intenta ascender por una superficie intensamente vertical. Hago esta metafórica alusión como incitación a pensar que el reconocimiento de la culpabilidad puede ser un esencial aspecto de la materialización de la justicia, aunque también puede haber tras ella una concreción de la injusticia.
Judith Butler, por su parte, señala que “ninguno de nosotros comienza el relato de sí mismo, ni advierte que, por razones urgentes, debe convertirse en un ser que se autorrelate, a menos que se enfrente a ese interrogante o a esa atribución procedente de otro: ‘¿Fuiste tú?’” (Butler, 2009, pp. 23-24). Se realiza así una apelación a la culpabilidad que aparece ya unida, como indefectiblemente lo está, a la responsabilidad del sujeto agente. No obstante, la responsabilidad, como la propia culpa, tiene una dimensión objetiva y otra subjetiva. De esta forma se advierte a primera vista la complejidad del asunto.
Para profundizar en estos asuntos, Roberto Esposito se remite a Benjamin y a Kafka. En todo caso, se sumerge a placer en esta confusión de planos para concluir que “Benjamin refiere este mecanismo sacrificial a la distinción entre el ámbito de la ‘vida desnuda’ y el ámbito de lo ‘viviente’, esto es, de aquel que se separa de la objetividad de la vida para hacerse sujeto de ella. Sobre este último se descarga la violencia del aparato jurídico: de hecho, su mecanismo inmunitario consiste en perpetuar la vida mediante el sacrificio de lo viviente” (Esposito, 2005, p. 51). Esto conllevaría apoyar la defensa de la vida sobre la permanente amenaza de acabar con ella, sea ésta una amenaza real o sea más bien una coartada para justificar una determinada política que, en definitiva, sí que constituye una amenaza real a la vida en algunas de sus manifestaciones. Como vemos, la apuesta es contradictoria pero, a pesar de ello, se ha mantenido en pie en distintos momentos históricos.
La alusión al sacrificio conlleva igualmente la superposición del plano del sujeto individual y el de la vida, en general. No escasean en la historia los ejemplos que nos permiten comprobar cómo vida y sujeto son sacrificados con sangrante frecuencia en el altar del poder. En este punto, Esposito sigue adelante adentrándose en su interpretación de Benjamin, al sostener ésto: “la vida conservada por su contigüidad con la muerte; la muerte instalada en el horizonte de la vida” (Esposito, 2005, pp. 52-53).
Si tenemos presente que se ha querido ver, a partir de Freud, la verdad del individuo en el deseo, suscita aún más inquietud dar pleno sentido a una afirmación tan contundente como esta: “La violencia despierta el vértigo del deseo”(Esposito, 2005, p. 56). La violencia estaría en el epicentro de la comunidad, de forma análoga a como se encuentra en el interior del individuo. Por eso piensa Esposito que “se podría decir que la violencia es el interior de la comunidad crecido hasta desbordar ruinosamente fuera de sí” (Esposito, 2005, p. 56).
En definitiva, si la violencia fluye con tanta facilidad por el entramado social es porque, de forma latente o manifiesta, se encuentra ya presente en cada uno de sus puntos. “La violencia de la violencia reside no tanto en su arbitrariedad, ni, precisamente, en su intensidad, cuanto en su comunicabilidad” (Esposito, 2005, pp. 56-57).
Por otra parte, comentando la “Epístola a los tesalonicenses” de San Pablo, Esposito señala que “lo que tiene mayor peso –por adherir de manera perfecta al paradigma inmunitario de la religión –es el modo en que eso sucede, la manera en que el mal es frenado: el katékhon frena el mal conteniéndolo dentro de sí. Le hace frente, pero desde el interior: albergándolo y acogiéndolo hasta el punto de ligar a la presencia de éste su propia necesidad” (Esposito, 2005, p. 93). Detallando más su interpretación de tal concepto, señala que “el katékhon es exactamente esto: el positivo de un negativo. El anticuerpo que protege al cuerpo cristiano de aquello que lo amenaza” (Esposito, 2005, p. 94). Se plantea además una pregunta cargada de significación: “¿Quién es el katékhon de este tiempo? Se ha dicho que para algunos es la institución política que asegura el orden; el Estado, en todas sus formas. Para otros más bien es la Iglesia (…) Pero acaso la respuesta más convincente a esta pregunta sea que el epicentro categorial del katékhon se ubica en el punto de cruce entre la religión y la política” (Esposito, 2005, p. 96).
Desde tales presupuestos, la referencia al pensamiento foucaultiano resulta muy esclarecedora. Así pues, afirma que “cuando Foucault identifica como objeto del biopoder a la población, no se refiere ni a los sujetos individuales titulares de determinados derechos, ni a su confluencia en un pueblo concebido como el sujeto colectivo de una nación, sino al ser vivo en su constitución específica” (Esposito, 2005, p. 193).
Entendamos aquí que el ser vivo no puede existir sino como parte de un colectivo singular, de lo que apelando tanto a la similitud como a la diferencia, podemos considerar una población. Esposito se refiere a que todos ellos tienen en común la posesión de un cuerpo. “Y a este cuerpo –a un tiempo individual por ser propio de cada cual y general por estar relacionado con toda la especie- se dirige la biopolítica en su intento de protegerlo, potenciarlo, reproducirlo con una finalidad que va más allá del viejo aparato disciplinario porque concierne a la existencia misma del Estado en su ‘interés’, a la vez económico, jurídico y político” (Esposito, 2005, p. 194).
El lugar central del cuerpo, entendido como terreno en el que se libra el combate interminable de la biopolítica, no debe hacernos olvidar que ese mismo lugar es el que abre la posibilidad de una estrategia colectiva. El poder se dirige a ese terreno, en el que el sujeto y la especie interseccionan configurándose como población. “Según la doctrina clásica del derecho civil, el cuerpo humano no es jurídicamente confundible con la cosa. Punto de partida de esta distinción sigue siendo la suma divisio romana entre personae y res: sólo de estas últimas pueden apropiarse las primeras”(Esposito, 2007, p. 136).
El cuerpo, añade Esposito, no puede pertenecer a otros, ni tampoco “al sujeto con el que coincide en la dimensión del ser y no en la del tener –el cuerpo no es algo que se posee, sino aquello que se es” (Esposito, 2007, p. 136). Más allá de la confrontación con el dualismo psicológico, el sentido de esta última afirmación de Roberto Esposito tiene un calado histórico y abarca tanto aspectos metafísicos como morales. Si somos cuerpo, en lugar de poseer un cuerpo, todo poder que desde el exterior del individuo se ejerce sobre su cuerpo, conlleva una posesión o al menos un intento de posesión del propio individuo.
Este sugerente concepto lo expresó Christophe Bonneuil en una conferencia que impartió en Paris en la ENS en el año 2012, bajo el título de “La naissance de la génétique”. Con dicho concepto quería hacer referencia a cómo el desarrollo de la genética está influyendo en sectores tales como la agricultura y la ganadería, produciendo significativas mutaciones en las estrategias de producción industrial, fomentando que se asuman desde la aspiración a materializar radicales promesas y cambios de cara al futuro de la naturaleza y la humanidad.
Por otra parte, no podemos dejar de hacer referencia a que resulta igualmente necesario tener en cuenta que el uso de la ingeniería genética está transformando también los mercados a gran escala.
Esto debe hacernos asumir la necesidad de realizar un replanteamiento de cómo interpretamos la vida y de qué manera nos podemos ver ahora reflejados en la concepción que tenemos de ella, como si de un nuevo y singular espejo se tratara.
¿Qué decir a propósito del espejo que nos mira y en el que nos miramos? Durante siglos se detuvo sobre él la mirada y el pensamiento de innumerables personas. Sin embargo, en los últimos tiempos tan sólo se le presta una sólida atención a los espejos construidos en base a las tecnologías de la información y la comunicación.
En todo caso, lo primero que tendríamos que advertir es que, en el fondo, lo que menos ejerce la función de espejo es lo que está ante nosotros, como iluminador objeto fijado a una pared.
Jaeger lanzó sobre este asunto la sugerente idea que reproduzco a continuación: “Porque está inmóvil, el espejo es también movimiento perpetuo hacia el mundo, y está, desde el fondo de su ‘reserva’, por entero entregado a él” (Jaeger,1971, p. 232).
Desde luego, sean cuales sean su soporte y operatividad, el espejo se mueve hacia el mundo, pero lo hace en la misma medida en que el mundo se desplaza hacia él.
Si hablamos del ser humano, hay que recalcar la problematicidad de dicha interacción, puesto que no es nada fácil que tal movimiento del espejo hacia el ser humano y del ser humano hacia el espejo resulte ser fluido y clarificador. Suele suceder que el ser humano no llega a verse en realidad, pues sólo toma conciencia de una pequeña parte de lo que ve en el espejo hacia el que se inclina en un momento determinado o en el curso de una continuada praxis rutinaria. Los automatismos ahorran tiempo pero, en alguna medida, siempre resultan cegadores.
Por otra parte, conlleva terribles riesgos no advertir la presencia de la cantidad de espejos que nos rodean. Muchos de ellos no reflejan directamente nuestro rostro, pues son otros rostros humanos. Sin embargo, la expresión que adoptan al mirarnos realiza asimismo una función especular.
Muchas veces, además, lo hacen de manera más elocuente, profunda e impactante que los espejos que hay adheridos a las paredes.
También hemos de referirnos, al pensar en la función especular, al espacio urbano en el que discurre nuestro transcurrir vital. Ante todo, hemos de reconocer que la población pocas veces se siente bien acogida y aceptablemente amparada en el espacio urbano en el que ha de habitar. Tal y como ha sabido subrayar Boulkroune, la ciudad es como un texto que hay que saber leer, aprendiendo a correlacionar la semiótica de lo urbano con la del lenguaje (Boulkroune, 2006, pp. 398 y ss.) La ciudad es un espejo de lo que somos y, por difícil que nos resulte aceptarlo, no lo es menos de lo que deseamos llegar a ser.
Una de tantas cosas que deberíamos aprender de las terribles experiencias derivadas de la Pandemia del Covid-19 es, precisamente en relación a la alusión que acabo de hacer a la ciudad como espejo de lo que somos, cómo lo que podemos hacer en las instituciones civiles, sanitarias, educativas, culturales, en los centros comerciales o en los lugares de ocio, nos da el reflejo más realista de lo que somos y lo que podemos llegar a ser.
Es imprescindible hacer alusión a una obviedad que, paradójicamente, en innumerables ocasiones no se ve ni se vive como tal. Me refiero a la legislación vigente, que debemos esforzarnos en conocer de manera adecuada y que deberíamos interpretar también como un singular espejo que nos permite no sólo ver lo que somos sino también lo que podemos llegar a ser. Por todo ello podríamos sostener que la filosofía del derecho es también una filosofía de la vida. Por ello debemos considerar esenciales sus aportaciones para la elucidación de la identidad y la construcción colectiva de su singular veridicción.
Tal y como he expuesto en mi artículo titulado “Jacques Derrida: deconstrucción y justicia”, en la tarea de abordar la comprensión del inmenso calado individual y social de estos factores resulta esencial tener en cuenta las aportaciones de Jacques Derrida a la filosofía del derecho, que son tan sustanciales como poco conocidas. Entre ellas, el método de la deconstrucción que creó ese original y brillante pensador, nos permite reconocer y llegar a otorgarle a lo que he denominado “El espejo de la ley” la importancia y potencialidad que le corresponden (Fernández Agis, 2022, pp. 308 y ss.).
Al abordar estas cuestiones, he llegado a la convicción de que, al igual que cualquier persona que se adentre en profundidad en los terrenos aquí explorados, tengo que alcanzar de nuevo un punto al que tan sólo en pocos instantes de mi vida he logrado acceder. Puedo considerarlo como un lugar especial, en el que se unen la más bella exterioridad y lo más sublime que se encuentra en mi interior. En cualquier caso, es el único lugar en el que intuyo la presencia de la plenitud de mi ser y en el que deseo habitar. Siento que, dada su magnitud, tengo poco tiempo y escasas oportunidades para lograrlo, aunque ya puedo vislumbrar su existencia y mi conexión tan profunda con él.
En su obra titulada Mente y materia, Erwin Schrödinger sostiene que “el aburrimiento se ha convertido en el peor azote de nuestras vidas” (Schrödinger, 2006, p. 51). Para ofrecernos algunas claves explicativas de tan dramática circunstancia, plantea entre otras cosas que “tendemos a pensar en contra de la realidad, es decir, en ‘rayos visuales’ que salen de los ojos y no en ‘rayos de luz’ que inciden sobre los ojos desde el exterior” (Schrödinger, 2006, p. 63). Viene a decir con ello que tenemos una peligrosa tendencia a proyectar nuestros prejuicios, en lugar de esforzarnos lo necesario para abrir nuestra mente a lo real y llegar así a construir una verdad que sea un fiel reflejo de la realidad.
Sostiene además la sugestiva apreciación de que “el mundo me es dado de una sola vez: no uno existente y otro percibido. Sujeto y objeto son una sola cosa” (Schrödinger, 2006, p. 70). Concluyendo que “podemos afirmar, o así lo creo, que las teorías actuales de la física sugieren fuertemente la indestructibilidad de la Mente frente al Tiempo” (Schrödinger, 2006, p. 112).
Todo ello nos induce a pensar que son muchos los prejuicios que hemos de aniquilar y que los peores son aquellos que nos llevan a rechazar la más sublime verdad, tantas veces aplastada por los prejuicios que nos dicen que no es otra cosa que una pueril creencia.
En definitiva, tendríamos que pensar de forma correcta en el tremendo daño que nos hace interpretar de manera tan inadecuada la dimensión real de la finitud.
Por lo demás, Erwin Schrödinger, en su obra titulada, ¿Qué es la vida?, expone que
“de lo que un organismo se alimenta es de entropía negativa. O, para expresarlo menos paradójicamente, el punto esencial del metabolismo es aquel en el que el organismo consigue librarse a sí mismo de toda la entropía que no puede dejar de producir mientras esté vivo” (Schrödinger, 2017, p. 112).
Al respecto habría que subrayar que la denominada entropía positiva es en realidad para nosotros la más degradante y autodestructiva, pues el incremento del desorden se produce en la misma dirección en la que se efectúa comúnmente la disolución de nuestro ser.
La conclusión a la que llega Erwin Schrödinger en su obra, ¿Qué es la vida?, es que existe la inmortalidad, pero que no puede identificarse con la inmortalidad subjetiva, pues la inmortalidad del yo no es la inmortalidad de la conciencia subjetiva, sino la de su base y sustrato universal.
Esto no debería entenderse como un consuelo definitivo sino como un punto de partida para el proceso de indagación imaginable, más cargado de emotividad e inquietudes. Hay que reconocer que él no formula esta conclusión con claridad, pero es de agradecer que lo haya intentado y que haya tenido la valentía de hacer públicos los resultados que ha alcanzado en su intento.
Otro autor al que deseo hacer referencia, en este momento conclusivo del presente ensayo, es John Allen Paulos quien, en su obra La vida es matemática, sostiene que “como entidades surgidas de manera natural en el universo, también somos, en cierto sentido, ‘materia matemática’: cambiamos y nos desarrollamos de acuerdo con relaciones que se expresan en términos matemáticos” (Paulos, 2015, p. 15).
Partiendo de tales presupuestos formula esta sugerente pregunta: “¿Cómo pueden la complejidad algorítmica y la entropía de Shannon equilibrar logros del pasado con potenciales de futuro?” (Paulos, 2015, p. 19).
En definitiva, la conclusión general que podemos derivar de tan sabias palabras es que, tomando como base una verdad concluyente y dotada de una fundamentación sustancialmente consolidada, hemos de prestar atención a las líneas de pensamiento que pueden conducirnos al encuentro con otras concluyentes verdades. En definitiva, valorando los objetivos alcanzados en este trabajo, hemos de considerar que la elección del punto de partida no sólo abre o cierra la posibilidad de alcanzar la meta añorada, sino también el ritmo que va a seguirse para acercarnos a ella. Tal meta puede estar tildada por el apelativo racional al acercamiento al ser o puede también encontrarse confinada en el seno de una pesimista apelación al predominio de la nada. Pero, en cualquier caso, hemos de adoptar frente a ella una actitud de coherente apertura intelectual y permitirle a nuestra perseguida meta hablar de sí misma, haciendo a través de ello constatación de la presencia o la ausencia más esenciales.
Partiendo de tales presupuestos, he de decir que espero que este trabajo haya contribuido al esclarecimiento de los importantes asuntos abordados en él, relacionados con la identidad y la verdad.
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