La muerte del otro o la externalización del riesgo / The death of the other or the externalisation of risk / A morte do outro ou a externalização do risco
Velasco, Mathias 1
1. Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Argentina, velmathias@gmail.com, https://orcid.org/0009-0000-0983-6064
Recibido: 15/06/2025
Aceptado: 26/08/2025
DOI: https://dx.doi.org/10.12795/astragalo.2025.i40.07
Resumen
Este artículo problematiza la insensibilidad colectiva ante las crisis globales y la amenaza de la extinción, argumentando que una actitud de alivio retrospectivo y lógicas de externalización —particularmente de la muerte del otro— adormecen nuestra respuesta. Partiendo de una revisión bibliográfica que entrelaza la domesticación de la muerte (Ariès) y la absorción de la alteridad (Lévinas) con la espectacularización social (Debord), el texto analiza cómo estas dinámicas filosófico-existenciales se convierten en condiciones intrínsecas del capitalismo moderno y el colonialismo ecológico. Para anclar esta discusión, el artículo presenta datos empíricos y una problematización contextualizada en la historia y el territorio de Argentina, explorando cómo la fragmentación y dominación territorial han sido herramientas del colonialismo interno y la marginación de pueblos indígenas, con la arquitectura y el urbanismo jugando un rol clave en la materialización de estas violencias. Se evidencia que la vulnerabilidad, antes desigual, hoy se generaliza a espacios geosociales históricamente protegidos, señalando los límites de la externalización. Concluye que la superación del sistema dominante requiere reconstruir un nosotros ampliado mediante una ética internacional de interdependencia, esencial para una justicia y habitabilidad planetaria compartidas.
Palabras claves: muerte del otro, externalización del riesgo, capitalismo, alteridad, interdependencia.
Abstract
This article addresses the collective insensitivity to global crises and the threat of extinction, arguing that an attitude of retrospective relief and externalization logics —particularly of the death of the other— numb our response. Drawing from a literature review that intertwines the domestication of death (Ariès) and the absorption of alterity (Lévinas) with social spectacularization (Debord), the text analyzes how these philosophical-existential dynamics become intrinsic conditions of modern capitalism and ecological colonialism. To ground this discussion, the article presents empirical data and a contextualized problematization within the history and territory of Argentina, exploring how territorial fragmentation and domination have been tools of internal colonialism and the marginalization of indigenous peoples, with architecture and urbanism playing a key role in the materialization of these violences. It demonstrates that vulnerability, once unequal, is now generalizing to historically protected geosocial spaces, signaling the limits of externalization. The article concludes that overcoming the dominant system requires rebuilding an expanded we through an international ethic of interdependence, essential for shared planetary justice and habitability.
Keywords: death of the other, risk externalization, capitalism, alterity, interdependence.
Resumo
Este artigo problematiza a insensibilidade coletiva diante das crises globais e da ameaça de extinção, argumentando que uma atitude de alívio retrospectivo e lógicas de externalização —particularmente da morte do outro— adormecem nossa resposta. Partindo de uma revisão bibliográfica que entrelaça a domesticação da morte (Ariès) e a absorção da alteridade (Lévinas) com a espetacularização social (Debord), o texto analisa como essas dinâmicas filosófico-existenciais se convertem em condições intrínsecas do capitalismo moderno e do colonialismo ecológico. Para ancorar essa discussão, o artigo apresenta dados empíricos e uma problematização contextualizada na história e no território da Argentina, explorando como a fragmentação e dominação territorial têm sido ferramentas do colonialismo interno e da marginalização de povos indígenas, com a arquitetura e o urbanismo desempenhando um papel chave na materialização dessas violências. Evidencia-se que a vulnerabilidade, antes desigual, hoje se generaliza para espaços geossociais historicamente protegidos, assinalando os limites da externalização. Conclui-se que a superação do sistema dominante requer a reconstrução de um nós ampliado por meio de uma ética internacional de interdependência, essencial para uma justiça e habitabilidade planetárias compartilhadas.
Palavras-chave: morte do outro, externalização do risco, capitalismo, alteridade, interdependência.
…El hombre del fin del milenio se percata al fin de que ha dejado atrás todo "post-", todo "después". Baudrillard piensa el "después”, del "después", el fin de toda ilusión respecto a que pueda haber un fin, (en el doble sentido de término y de meta): un fin del fin, que, al contrario de la hegeliana "negación de la negación", no implica ningún "progreso", ninguna "asunción”, sino a lo sumo un desvío, un ponerse al margen de lo irreversible.
(Duque 2002, 113).
1. Introducción
Dentro de un mundo globalizado donde el paradigma dominante en el reconocimiento del ser se centra primordialmente en el individuo, la perspectiva de Philippe Ariès (2000, 230-35) nos ofrece una mirada crítica a través de su concepto de la domesticación de la muerte en la modernidad. Él describe una transformación histórica en la cual la muerte, que en épocas anteriores era un evento más natural, público y comunitario, se desplaza progresivamente hacia la esfera privada e íntima, cargándose de tabúes y protocolos medicalizados. Esta privatización de la muerte, donde la sociedad occidental moderna parece priorizar la extensión de la vida individual y tiende a ocultar o negar la realidad de la muerte en el ámbito social, refleja una profunda escisión en nuestra relación con la finitud y la alteridad.
Este retraimiento de la muerte a la esfera íntima establece un potente paralelismo con la reflexión que hace Félix Duque en la introducción del libro El tiempo y el otro de Emmanuel Lévinas (1993, 9-12). Para Duque, la filosofía occidental ha tendido a absorber al otro, asimilándolo a la esfera de sí mismo —el yo— incluso, demostrado a través del tiempo, en términos de propiedad. Impidiendo así una relación ética genuina basada en la radical alteridad. La domesticación de la muerte puede ser vista como una manifestación de esta absorción: al encapsular y ocultar la muerte, como parte de la esfera privada, la sociedad occidental no sólo niega la finitud del propio sujeto, sino que también desdibuja la presencia radical del otro en su vulnerabilidad y trascendencia. Si la muerte deja de ser un evento público que nos confronta con la fragilidad compartida, la interpelación ética que emana del Otro se debilita. Este ocultamiento, en la línea de Lévinas, dificulta el encuentro con la otredad que irrumpe en la experiencia, incluida la otredad fundamental que es la mortalidad (Lévinas 1993, 118-19). “Yo no defino al otro por el porvenir, sino al porvenir por la otredad, ya que el porvenir mismo de la muerte consiste en su total alteridad” (Lévinas 1993, 125). Esta dificultad para sentir una profunda empatía por la pérdida de vidas en contextos de crisis global podría ser, en parte, una consecuencia no solo de esta domesticación de la muerte y del individualismo, sino también de una lógica de la espectacularización de la vida social. Como ya anticipaba Guy Debord en los años sesenta, la primacía de las imágenes y la representación sobre la experiencia directa tiende a diluir el impacto de la realidad cruda, volviendo el sufrimiento ajeno un mero dato o una imagen fugaz, lo que debilita nuestra respuesta ética y solidaria (Debord 1995).
Esta profunda escisión ética y la consiguiente invisibilización de la alteridad, articuladas en la domesticación de la muerte, no son meros fenómenos filosóficos o existenciales; por el contrario, se revelan como condiciones intrínsecas y constitutivas de las lógicas sistémicas de acumulación y externalización propias del capitalismo moderno. Es en este terreno abonado por la des-responsabilidad, la obra de Jason W. Moore (2020, 27) nos ofrece un marco sólido para comprender las raíces sistémicas de estas emergencias y la distribución desigual de sus consecuencias. Argumenta que el capitalismo, en su incesante búsqueda de acumulación, opera a través de una concepción de la naturaleza como una condición externa e inagotable, lo que inevitablemente conduce a la ecología del desastre que presenciamos. Esta lógica extractivista y productivista inherentemente genera una distribución desigual de las vulnerabilidades, donde las comunidades con menor poder político y económico son las que sufren de manera desproporcionada los impactos de la degradación ambiental, mientras que los beneficios se concentran en otros lugares. Esta dinámica se manifiesta claramente en el colonialismo ecológico, donde los países del Norte Global externalizan los costos ambientales de su consumo y producción hacia el Sur Global, reproduciendo patrones históricos de explotación.
Esta tendencia a la externalización y la distancia con el Otro, que Ariès y Lévinas nos ayudan a comprender en relación con la muerte y la alteridad, encuentra un eco significativo en la perspectiva de Bruno Latour. En su llamado a aterrizar nos urge a reconocer nuestra profunda imbricación con la Tierra y a abandonar las abstracciones de una globalización desterritorializada que nos ciega a las consecuencias concretas de nuestras acciones (Latour 2019, 37). La muerte del otro, un concepto que exploraremos en este trabajo, se relaciona directamente con esta lógica de distancia y externalización. La facilidad con la que se ignora el sufrimiento y la muerte causados por la crisis ecológica en poblaciones lejanas se ve facilitada por esta desconexión, por esta incapacidad de aterrizar las consecuencias en un sentido de responsabilidad compartida. En contraposición a esta dinámica, una ética internacionalista demandaría una respuesta global basada en la responsabilidad compartida y la solidaridad, reconociendo la interdependencia de las naciones y la necesidad de justicia ambiental para todos, como Latour nos invita a reconsiderar nuestra relación fundamental con el planeta.
2. Colonialismo ecológico y geopolítica del desastre
Como sostiene Moore (2020, 193-94), el modelo capitalista no solo consume recursos, sino que impulsa una apropiación continua de la naturaleza al organizarla y valorarla como algo externo y disponible para la explotación. Esto genera una dinámica de poder global donde los costos ambientales y sociales se distribuyen asimétricamente, concentrándose en los márgenes mientras los beneficios se acumulan en el centro. Esta asimetría se manifiesta con contundencia en lo que denominamos colonialismo ecológico: una forma de dominación donde agendas y políticas ambientales globales, impuestas por actores poderosos del Norte Global, priorizan sus objetivos por encima de las realidades y necesidades locales en los países en desarrollo. A menudo, esta presión se disfraza de discursos de protección ambiental o desarrollo sostenible, pero bajo esta fachada, lo que se articula es una externalización sistemática de los costos ambientales y sociales, cargando el peso de la degradación sobre las regiones y poblaciones más frágiles del planeta.
Esta dinámica de poder se traduce en las complejas realidades que configuran la cadena de producción tanto de bienes como de servicios, estructuras fundamentales del sistema económico global. Un ejemplo de esto es la explotación desproporcionada de recursos naturales en territorios con regulaciones ambientales laxas o inexistentes. En África, la extracción de minerales críticos como el cobalto, el níquel y el litio genera graves impactos, incluyendo la contaminación del agua que afecta a poblaciones vulnerables (Pelletier 2021). Resulta significativo que los países donde se extraen estos minerales a gran escala no suelen coincidir con aquellos donde se concentra la fabricación de las tecnologías que lo requieren, evidenciando una clara asimetría en la distribución de los costos y beneficios asociados a esta industria global.
Otro caso que ilustra esta dinámica es la promoción de técnicas agrícolas de monocultivo, como la expansión de la soja en América Latina. La adopción masiva de semillas genéticamente modificadas, impulsada por la búsqueda de eficiencia en los países desarrollados, tiene profundas implicaciones en los territorios del Sur Global (Moore 2020, 311). Estas prácticas, aunque orientadas a la producción a gran escala para mercados distantes, agotan los nutrientes del suelo local y demandan un uso intensivo de fertilizantes, generando impactos ambientales y sociales significativos en las regiones productoras. La producción masiva de soja en estas áreas no está directamente ligada al consumo local, lo que implica una clara externalización de las consecuencias ecológicas y sociales de este modelo agrícola.
Otro ejemplo de esta dinámica de transferencia desproporcionada de costos ambientales y sociales se evidencia con claridad en el manejo de los desechos electrónicos a nivel global. Tal como lo subraya el informe de la World Health Organization, WHO, (2021) Children and digital dumpsites, E-waste exposure and child health, países con altos niveles de consumo y generación de desechos electrónicos, como China y Estados Unidos, a menudo exportan una parte significativa de estos residuos hacia naciones en desarrollo. Estos países receptores, incluyendo lugares en Ghana, Nigeria, India y otras partes de Asia, suelen carecer de la infraestructura y la capacidad regulatoria necesarias para procesar los desechos de manera segura.
Esta situación tiene graves consecuencias para las poblaciones vulnerables, especialmente los niños. El informe destaca cómo los niños en estas regiones, a menudo involucrados en el reciclaje informal en vertederos digitales, se exponen a sustancias tóxicas peligrosas. Mientras que países con altos índices de vida disfrutan de buena calidad ambiental, la externalización de los desechos electrónicos traslada la carga de la contaminación y los riesgos para la salud hacia comunidades con menor poder y recursos, afectando directamente la salud y el desarrollo de su infancia.
3. La distribución desigual de la vulnerabilidad
Para continuar la discusión sobre las consecuencias asimétricas del sistema capitalista, es crucial analizar la distribución desigual de la vulnerabilidad. Este aspecto, intrínsecamente ligado al colonialismo ecológico, revela cómo las consecuencias de los sistemas productivos que ponen en riesgo al ecosistema afectan de manera desproporcionada a los sectores más desfavorecidos de la sociedad. La distribución desigual de la vulnerabilidad constituye un eje central para comprender la persistencia y las consecuencias del colonialismo ecológico. Lejos de ser una afectación homogénea, los impactos de las crisis ambientales globales se ceban de manera desproporcionada en aquellas comunidades que históricamente han contado con menor poder político y económico. Esta asimetría las vuelve intrínsecamente más susceptibles a las repercusiones negativas de acciones y modelos de desarrollo impulsados a menudo por actores externos, mientras que los beneficios derivados de estos procesos tienden a concentrarse en otros lugares, perpetuando un ciclo de injusticia.
La muerte del otro se erige como una consecuencia directa de esta dinámica, donde los efectos deletéreos de ciertas prácticas económicas y ambientales se experimentan de forma tangible en poblaciones geográfica o socialmente distantes de los centros de poder y de decisión. Esta distancia facilita una forma de negación por delegación por parte de los actores dominantes, quienes pueden, consciente o inconscientemente, ignorar o minimizar los profundos impactos que sus acciones generan en territorios y comunidades que perciben como ajenas. No obstante, el panorama contemporáneo revela una preocupante generalización de la vulnerabilidad, que trasciende las fronteras tradicionales de la marginación. Fenómenos globales como la crisis climática, las pandemias y las fluctuaciones económicas han comenzado a implantarse en espacios geosociales antes considerados protegidos, afectando a sectores y geografías que históricamente gozaron de mayor estabilidad y privilegio. Esto significa que la exposición a riesgos y la erosión de la seguridad ya no se limitan a las periferias del sistema global, sino que también inciden en núcleos urbanos centrales y en poblaciones que previamente se sentían inmunes. Si bien las desigualdades estructurales persisten y, de hecho, se agudizan, esta expansión de la vulnerabilidad subraya que la lógica de externalización tiene límites cada vez más difusos, demostrando que, en un mundo interconectado, nadie es completamente inmune a las consecuencias de un modelo de desarrollo insostenible.
La muerte del otro es, en última instancia, una forma de delegación moral: una transferencia de consecuencias sin transferencia de culpa. Es el síntoma de una cultura que ha deslocalizado no sólo sus residuos y sus industrias, sino también su responsabilidad. En el régimen moral contemporáneo, profundamente atravesado por el individualismo liberal, el otro —especialmente cuando es lejano, pobre o racializado— puede morir sin que su muerte comprometa nuestras narrativas de justicia, nuestras biografías emocionales o nuestras estructuras jurídicas. Esta externalización de la muerte no sólo encubre la violencia sistémica, sino que configura una forma de negación estructural: el dolor ajeno no interpela porque no pertenece al mismo nosotros. En este sentido, recuperar una ética de interdependencia no es, entonces, sólo una cuestión política o ecológica, sino también ontológica: implica reconstituir un nosotros ampliado en el que ninguna muerte quede fuera del campo de lo que duele, de lo que importa, de lo que exige una respuesta.
Para ilustrar esta intrincada relación entre la distribución desigual de la vulnerabilidad y el colonialismo ecológico, podemos considerar varios ejemplos significativos. Las olas de calor extremas, cuya frecuencia e intensidad se ven exacerbadas por el cambio climático, revelan una vulnerabilidad desigual. La devastadora ola de calor de 2023 mostró cómo las personas mayores con bajos ingresos y limitado acceso a recursos básicos como el aire acondicionado enfrentaron una mortalidad significativamente mayor en comparación con grupos más jóvenes y con mayores recursos. Datos recientes corroboran esta tendencia, y las proyecciones para regiones como el sur de Europa y España son alarmantes (Gallo et al. 2024).
Otro patrón paradigmático reside en la sequía, un peligro natural destructivo con amplias consecuencias en la producción de alimentos, el sustento de comunidades y la estabilidad social. Por ejemplo, hasta principios de mayo de 2022, la escasa temporada larga de lluvias (marzo-mayo) en Etiopía, Kenya y Somalia resultó en la cuarta temporada consecutiva por debajo de la media, una situación sin precedentes con graves repercusiones en la seguridad alimentaria de la región. Si bien el régimen de precipitaciones de Djibouti difiere, también experimentó irregularidades significativas en 2021. Por otro lado, el alto riesgo de sequía en países como Moldavia y Ucrania, según datos del World Resources Institute (2023), conocido por las siglas WRI, subraya cómo incluso regiones no tradicionalmente vulnerables pueden verse gravemente afectadas.
Precisamente en estos contextos de vulnerabilidad extrema, donde los desastres climáticos se entrecruzan con desigualdades estructurales, a diferencia del biopoder que Foucault (2007) describe como la gestión estatal de la vida de las poblaciones, en cuanto a la regulación y optimización de sus procesos vitales, el concepto de necropolítica desarrollado por el pensador camerunés Achille Mbembe (2011) va más allá: se refiere a una forma de soberanía contemporánea que ejerce el poder no tanto a través de la administración de la vida, sino mediante la capacidad de decisión sobre quién puede vivir y quién debe morir, o, más sutilmente, quién es expuesto a la muerte. En esencia, es la subordinación de la vida al poder de la muerte, donde ciertas poblaciones son abandonadas a su suerte, despojadas de protección y expuestas a condiciones letales: "...la idea de que la racionalidad propia a la vida pase necesariamente por la muerte del Otro, o que la soberanía consista en la voluntad y capacidad de matar para vivir" (Mbembe 2011, 25). La crisis recurrente de la sequía en el Cuerno de África, por ejemplo, no es solo un fenómeno natural; se convierte en una manifestación de la necropolítica cuando la inacción global o las políticas deficientes condenan a millones a la hambruna y el desplazamiento, señalando a estas vidas como aquellas cuya desaparición es, si no activamente buscada, al menos tolerada o incluso facilitada por estructuras de poder globales que priorizan otros intereses (FAO 2022).
Como último ejemplo, se puede nombrar el aumento acelerado del nivel del mar, impulsado principalmente por el deshielo de glaciares y la expansión térmica oceánica producto del calentamiento global —con un incremento global significativo desde 1993 y proyecciones alarmantes para 2100 según la National Aeronautics and Space Administration, más conocida como NASA—, representa una amenaza existencial para las comunidades costeras e islas bajas. Esta situación es especialmente crítica para los Pequeños Estados Insulares en Desarrollo, PEID. A pesar de su mínima contribución histórica al cambio climático, estas 39 naciones, como se evidenció en la Cuarta Conferencia Internacional sobre las PEID, enfrentan una vulnerabilidad extrema exacerbada por factores como la pandemia, conflictos globales y, fundamentalmente, el cambio climático. Paradójicamente, estos estados destinan más recursos al servicio de su deuda que a inversiones cruciales en sanidad y educación, lo que limita drásticamente su capacidad para implementar medidas de adaptación y alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS, mientras ven cómo la elevación del mar erosiona su territorio y compromete su futuro.
Desde una perspectiva filosófica, esta negación del otro contraviene radicalmente la ética de la alteridad, quien sitúa el rostro del otro como el punto de partida de toda responsabilidad (Lévinas 1993, 120). Para Lévinas, la muerte del otro no puede ser indiferente: es una interpelación que nos exige responder, nos saca de nosotros mismos, nos llama a una responsabilidad anterior incluso al contrato social o al reconocimiento de derechos. Sin embargo, en el marco de una economía-mundo que fragmenta, deslocaliza y abstrae las consecuencias de nuestras acciones, el rostro del otro desaparece detrás de las cadenas de suministro, de los algoritmos, de las estadísticas. Así, la muerte se vuelve una cifra, un número gestionable, administrado por discursos tecnocráticos o narrativas securitarias.
Ejemplos actuales abundan: desde las muertes masivas en el Mediterráneo de migrantes que huyen de guerras o desastres climáticos (IOM 2025), hasta las poblaciones indígenas desplazadas por megaproyectos extractivos en América Latina o el África subsahariana (IWGIA 2025). En todos estos casos, las muertes no sólo son resultado de un sistema de acumulación desigual, sino que también son moralmente externalizadas: su visibilidad es efímera, su escándalo es breve, y su duelo no encuentra espacio en la esfera pública global. Esta desconexión evidencia cómo las estructuras actuales permiten que las consecuencias letales de decisiones políticas, económicas o tecnológicas queden simbólicamente desconectadas de quienes se benefician de ellas.
Tal como lo sugiere Boaventura de Sousa Santos (2022) con su propuesta de un pluriverso de los derechos humanos, se trata de construir un marco donde las distintas formas de concebir la vida, el dolor y la justicia puedan dialogar sin quedar subsumidas a una lógica hegemónica. Aceptar la interpelación de la muerte del otro —en su alteridad irreductible— es, en este sentido, el primer paso hacia una justicia verdaderamente global.
4. Ética internacionalista y negación por delegación
Así como el colonialismo ecológico describe una imposición asimétrica de cargas ambientales y la distribución desigual de la vulnerabilidad expone las consecuencias dispares de la crisis, la ética internacionalista representa el polo opuesto a esta dinámica de injusticia. En este contexto, la ética internacionalista se refiere a un marco de principios que aboga por la responsabilidad compartida y la cooperación global para abordar los desafíos ambientales planetarios. Reconoce la interdependencia de las naciones y la necesidad de actuar colectivamente, especialmente considerando las diferentes capacidades y responsabilidades históricas en la degradación ambiental. Un principio fundamental de esta ética es el de Responsabilidades Comunes pero Diferenciadas, RCPD, el cual, como se articula en el derecho ambiental internacional, establece que, si bien todos los Estados comparten la responsabilidad de abordar la destrucción ambiental global, esta responsabilidad no es uniforme. Aquellos que históricamente han contribuido más a los problemas ambientales y poseen mayores recursos tienen una obligación mayor de liderar la acción y apoyar a los países en desarrollo.
La intervención de la ministra de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente de Cuba, Elba Rosa Pérez Montoya, en el Diálogo Ministerial sobre finanzas climáticas durante la Conferencia de las Partes número 26 de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, COP26 en Glasgow, ejemplifica la invocación de este principio (2021). Su énfasis en la urgencia de repensar la arquitectura financiera global hacia una que sea más justa, transparente y equitativa, basada en las RCPD, subraya la necesidad de que los países desarrollados cumplan sus compromisos de proporcionar fondos y apoyo a las naciones en desarrollo para implementar sus obligaciones climáticas. Su rechazo a cualquier medida que limite el acceso a estos recursos para los países en desarrollo resalta la importancia de una ética internacionalista que promueva la equidad y la no discriminación en la acción climática global.
Otro pilar de la ética internacionalista en la crisis ecosocial es la cooperación científica y la compartición de conocimiento. Iniciativas que fomentan la investigación colaborativa en el ámbito internacional para comprender mejor los intrincados impactos del cambio climático, desarrollar fuentes de energía renovable y promover prácticas agrícolas sostenibles son cruciales, precisamente para y por los derechos universales de las culturas en su diferenciación. La libre circulación y el acceso equitativo a este conocimiento son esenciales, especialmente para aquellos países y comunidades más vulnerables a los efectos del cambio climático. Organizaciones, como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, conocida como UNESCO, a través de su apoyo a instituciones como la Organización Europea para la Investigación Nuclear, CERN, y el Centro Internacional de Física Teórica, ICTP, demuestran este compromiso al facilitar la colaboración científica internacional y brindar oportunidades de formación teórica y práctica a científicos de países en desarrollo. Según la UNESCO (2022), Isidor Rabi, Premio Nobel de Física, afirmó que “La UNESCO debe ser la catalizadora de la ciencia en el mundo. No estimo que deba ser la que dirija directamente los centros científicos que se creen, pero sí debe concebir sus planes iniciales, impulsar su puesta en marcha y velar por que se mantengan en funcionamiento”.
La ayuda humanitaria y el apoyo a países vulnerables ante los desastres naturales exacerbados por el cambio climático representan también una faceta importante de una ética internacionalista basada en la solidaridad y la responsabilidad global. La provisión de asistencia técnica, apoyo financiero y ayuda humanitaria por parte de otros países y organizaciones internacionales refleja un reconocimiento de la interconexión y la obligación moral de ayudarse mutuamente en momentos de crisis. No obstante, es crucial examinar críticamente la forma en que se canaliza esta ayuda. La perspectiva de organizaciones indígenas, campesinas, de mujeres y jóvenes, advierte sobre las dinámicas de poder desiguales y las prácticas coloniales que aún pueden persistir en algunas grandes Organización No Gubernamental Internacional, ONGI, socavando la autonomía local y la efectividad de la ayuda (Doane 2024). Una verdadera ética internacionalista debe priorizar la rendición de cuentas, la transparencia y el respeto por las prioridades y el conocimiento de las comunidades locales.
En contraste con esta visión de cooperación y responsabilidad compartida, la negación por delegación emerge como un mecanismo psicológico y social que obstaculiza una acción global efectiva ante la crisis ecosocial. Se manifiesta cuando individuos, grupos o naciones niegan su propia responsabilidad o la urgencia de actuar, cediendo la preocupación o la solución del problema a otros. Esta delegación puede tomar diversas formas: desplazar la responsabilidad a las generaciones futuras, depositar la carga de la acción únicamente en los consumidores individuales sin abordar las estructuras sistémicas, asumir que los avances tecnológicos futuros resolverán la crisis sin necesidad de cambios profundos en el presente, o incluso delegar la preocupación y la acción a instituciones internacionales sin un compromiso nacional robusto. Al externalizar la responsabilidad, los actores pueden mantener una distancia psicológica y moral de la crisis, evitando la necesidad de enfrentar las implicaciones de sus propias acciones e inacciones.
En el contexto del colonialismo ecológico, la negación por delegación puede operar de manera particularmente insidiosa. Los países y las corporaciones que se benefician de la explotación de recursos en territorios vulnerables pueden delegar la responsabilidad de los impactos ambientales y sociales a los gobiernos locales o incluso a las propias comunidades afectadas, sin abordar las dinámicas de poder desiguales que facilitan esta explotación. La distancia geográfica y cultural entre los centros de consumo y los lugares de extracción contribuye a esta negación, permitiendo que las consecuencias negativas de las prácticas insostenibles permanezcan invisibles para una gran parte de la población en los países desarrollados. En Settler Colonialism, Ecology, and Environmental Injustice, Kyle Whyte (2018) analiza cómo el colonialismo de asentamiento perpetúa formas de injusticia ambiental al desplazar los costos ecológicos hacia comunidades indígenas y marginadas, mientras los beneficios se concentran en otros lugares. Esta dinámica permite a los actores dominantes eludir la responsabilidad directa por los impactos ambientales y sociales generados por sus actividades.
Comprender cómo opera la ética internacionalista y cómo se contrapone a la negación por delegación es fundamental para analizar las barreras y las oportunidades para una respuesta global justa y efectiva a la emergencia planetaria.
5. Colonialismo interno y marginación de pueblos indígenas en Argentina
La exploración del colonialismo ecológico, la distribución desigual de las vulnerabilidades y la negación por delegación nos ha permitido desentrañar cómo el paradigma dominante de desarrollo perpetúa la invisibilización de ciertos Otros, tanto a escala global como local. La hipótesis inicial de este trabajo sostenía que la domesticación de la muerte de Ariès y la escisión en la alteridad de Lévinas no son meros conceptos teóricos, sino que se manifiestan concretamente en la disminución de la empatía y la responsabilidad hacia las tragedias que afectan a comunidades distantes, debilitando la interpelación ética que emana de su sufrimiento y finitud. Los análisis de Jason W. Moore sobre el capitalismo y la ecología del desastre, junto con el llamado de Bruno Latour a aterrizar las consecuencias de nuestras acciones, refuerzan esta comprensión.
Las dinámicas humanas históricamente han manifestado una tendencia competitiva hacia la fragmentación y dominación del territorio, cuya expresión más palpable hoy se observa en el diseño de nuestras ciudades. Estas urbes, reflejo de una lógica estratificadora, externalizan sistemáticamente riesgos y costos hacia sus periferias y comunidades vulnerables, materializando así la muerte del otro en el espacio físico. En este contexto, la arquitectura y el urbanismo, disciplinas intrínsecamente ligadas a la concepción, diseño y construcción del mundo habitado, han jugado y continúan jugando un papel central en la interpretación y configuración de este territorio. Por ello, se vuelve primordial una profunda revisión crítica de estas disciplinas, asumiendo la interdependencia inherente de los problemas contemporáneos aquí abordados. Esto implica reinterpretar su rol social y reconsiderar aspectos fundamentales como el uso y el impacto de los materiales en su ciclo de vida (desde la producción hasta la implementación), así como el diseño de los espacios en su configuración territorial, lenguaje y modos de habitar. Todo esto debe repensarse en función de las necesidades tanto ecológicas como sociales que la complejidad y la sostenibilidad de nuestro sistema planetario demandan para su futuro.
En este marco de análisis global, la historia de los pueblos originarios en Argentina emerge como un caso paradigmático de colonialismo interno y de cómo la muerte del otro ha sido sistemáticamente construida y externalizada. La formación del Estado-nación argentino fue un proceso complejo que se consolidó a lo largo del siglo XIX, marcado por la disolución del Virreinato del Río de la Plata, las guerras civiles, la sanción de la Constitución de 1853 y la progresiva articulación de un sistema federal. Este proceso implicó la unión de las provincias, la definición de un territorio y la creación de instituciones políticas y administrativas para organizar el país. Precisamente durante esta consolidación estatal, y especialmente entre 1878 y 1885 con campañas de conquista como la conocida Conquista del Desierto, se implementó una política deliberada y sistemática de genocidio de los pueblos indígenas. Este no se limitó a la aniquilación física, sino que, como detalla el capítulo Reducir y Controlar del libro El país de no me acuerdo (Delrio et al. 2018), implicó la desestructuración de sus formas de vida, el despojo territorial, la apropiación de niños y la asimilación forzada. Estas estrategias de reducción y control se materializaron directamente en el territorio y sus ciudades, donde la arquitectura y el urbanismo actuaron como herramientas cruciales para configurar un paisaje que externalizaba sistemáticamente riesgos y costos hacia las periferias o comunidades vulnerables. Por ejemplo, la planificación de fortines militares y nuevas colonias agrícolas en los territorios despojados, así como el establecimiento de reducciones y campos de detención, como la Isla Martín García, evidencian cómo el diseño y la organización del espacio fueron instrumentales para el disciplinamiento y la desestructuración indígena. Se buscó negar la existencia cultural y jurídica de sus pueblos, asimilándolos bajo la narrativa de una nación homogénea. Esta negación radical de su alteridad fue una manifestación brutal de la absorción del Otro en un proceso de Argentinización forzado, donde las vidas y cosmovisiones indígenas fueron subsumidas o eliminadas en pos de un proyecto nacional hegemónico. La domesticación de la muerte operó aquí al invisibilizar y normalizar las masacres y el sufrimiento, relegándolos a un margen de la historia oficial.
Durante gran parte del siglo XX, esta lógica genocida, concebida como un continuum de prácticas que trascienden la eliminación física masiva, persistió. Los pueblos originarios continuaron siendo sujetos de discriminación, despojo de tierras y exclusión social y económica. Se les negó el acceso a servicios básicos, la titularidad de sus territorios ancestrales y el respeto a sus prácticas culturales, estableciendo una excepción normalizante donde, pese a su incorporación formal a la sociedad, sus derechos ciudadanos fueron sistemáticamente negados o limitados, inscribiendo marcas raciales, étnicas y políticas que denotaban una condición diferencial (Delrio et al. 2018). Esta invisibilización sistemática permitió la externalización de los costos del desarrollo económico del país sobre sus espaldas y territorios. Sus tierras, ricas en recursos naturales, fueron y siguen siendo objeto de apropiación para actividades extractivistas (agronegocio, minería, explotación forestal) que benefician a la economía dominante, mientras las comunidades indígenas sufren directamente la degradación ambiental, la contaminación y el desplazamiento. Sus formas de vida, íntimamente ligadas a la tierra, son directamente amenazadas, y su finitud se vuelve una cifra más en la estadística de un modelo de desarrollo que no los reconoce.
Es crucial reconocer que la dinámica de dominación y externalización de impactos sobre el territorio y sus habitantes no es una cuestión puramente contemporánea, sino que encuentra profundas raíces históricas. En el proceso de identificación y análisis de los desafíos actuales, se hace inevitable comprender que el acto humano de establecer dominancia sobre el territorio tiene antecedentes ancestrales. Si esta raíz estructural no es reconocida como parte fundamental del problema, se corre el riesgo de complejizar nuestras prácticas con la ilusión de nuevas aproximaciones, mientras que, en esencia, la lógica extractivista y de acumulación, con sus impactos externalizados sobre otros, continuará perpetuándose en el tiempo.
Esta situación en la que al sujeto le sucede un acontecimiento que no asume, que ya nada puede hacer sobre él, pero con la que sin embargo se enfrenta en cierto modo, es la relación con los demás, el cara a cara con los otros, el encuentro con un rostro en el que el otro se da y al mismo tiempo se oculta. Lo otro ‘asumido’ son los demás (Lévinas 1993, 120).
En el contexto argentino, el rostro de los pueblos originarios, históricamente oculto, sigue emergiendo con una interpelación ética ineludible. Aunque la Constitución Nacional de 1994 reconoció la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas y sus derechos territoriales (Art. 75, Inc. 17), la implementación efectiva de estas garantías es un desafío constante. Las comunidades siguen luchando por la titulación de sus tierras, contra el avance de las fronteras extractivas y la criminalización de sus reclamos. Esta brecha entre el reconocimiento legal y la realidad de la violencia estructural es una manifestación persistente de la negación por delegación, donde la responsabilidad por su bienestar y sus derechos es continuamente eludida o postergada por el Estado y la sociedad dominante. De esta manera, la muerte del otro se actualiza en cada desalojo, cada cuerpo de agua contaminado, cada cultura ancestral en riesgo de desaparecer.
Un ejemplo contemporáneo de esta compleja relación entre reconocimiento y externalización se observa en la provincia de Neuquén, Argentina. En diciembre de 2022, la legislatura aprobó por unanimidad la Ley de Consulta Libre, Previa e Informada a las Comunidades Indígenas (Ley 3.401), réplica de un Decreto del Ejecutivo consensuado con la Confederación Mapuche de Neuquén y en sintonía con el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, OIT. Esta ley, la primera en Argentina de su tipo, es fundamental para intentar reconducir la relación con el Estado y la industria hidrocarburífera, especialmente en el contexto de la explotación del yacimiento Vaca Muerta mediante el fracking (fractura hidráulica que utiliza toneladas de químicos e ingentes cantidades de agua, método altamente contaminante) que lleva una década y ha ocasionado innumerables conflictos con las comunidades indígenas que habitan la zona. Esta dinámica extractivista ha transformado radicalmente el tejido urbano provincial. La mancha urbana de la ciudad de Neuquén, en particular, ha experimentado un crecimiento acelerado, pasando de ser una ciudad tradicionalmente ligada a la producción de la tierra a consolidarse como un núcleo urbano de consumo y servicios cuya economía central se realimenta de la actividad hidrocarburífera de Vaca Muerta. La ley es relevante por su alineamiento con instrumentos jurídicos internacionales, por considerar a las comunidades como sujetos políticos y por establecer un procedimiento para la consulta.
Sin embargo, esta legislación, aunque es un avance positivo y así lo reconoce la Confederación Mapuche de Neuquén, presenta limitaciones significativas que diluyen su verdadero potencial. Por un lado, restringe el derecho a la consulta solo a aquellas comunidades que ya poseen una personería jurídica formal, dejando fuera a muchas otras por diversas razones administrativas o históricas. Por otro lado, y quizás lo más crucial, el resultado de la consulta no es vinculante. Esto significa que la administración puede, en última instancia, adoptar la medida en cuestión sin importar la opinión de las comunidades, lo que desvirtúa el propósito de una consulta genuina. El gran desafío pendiente reside, por tanto, en lograr una implementación efectiva que garantice una participación real y que la voz de los pueblos originarios sea verdaderamente escuchada y respetada.
En suma, los sucesivos gobiernos han alentado el espejismo de Vaca Muerta contra viento y marea a través de diferentes políticas públicas. Tanto es así que esta promesa se ha convertido en uno de esos temas que exaltan por igual a conservadores, liberales y progresistas, más allá de sus diferencias ideológicas. Han convertido Vaca Muerta en una suerte de fetiche intocable, que se refuerza más por las promesas que por los resultados, pese a los costos sociales, económicos y ambientales del fracking e incluso a la amarga sensación de fracaso que cada tanto asoma hasta en sus más acérrimos defensores (Svampa y Viale 2021, 154).
Más allá del ámbito provincial, los informes anuales del International Work Group for Indigenous Affairs, IWGIA (2024; 2025) confirman un escenario de profunda adversidad para los derechos de los pueblos indígenas a nivel nacional. La asunción de una nueva gestión de gobierno a fines de 2023 ha impulsado reformas normativas que profundizan un paradigma alejado del reconocimiento de los derechos indígenas, especialmente los territoriales. Iniciativas como el Régimen de Incentivos a las Grandes Inversiones, RIGI, buscan favorecer megaproyectos extractivistas sin contemplar la consulta ni los impactos ambientales, lo que implica una continuidad en la externalización de los costos hacia los territorios y comunidades indígenas. La eliminación del Registro Nacional de Comunidades Indígenas, RENACI, y, de manera más crítica, la derogación de la Ley de Emergencia Territorial (Ley 26.160) —que suspendía los desalojos—, han creado un marco de creciente vulnerabilidad e inseguridad para las comunidades, que se traduce en una previsión de multiplicación de despojos territoriales. Esta escalada de medidas, que priorizan la expansión económica por sobre los derechos colectivos, subraya la persistencia de una concepción estatal que ve a los pueblos indígenas y sus territorios como un escollo a superar.
Entonces, la verdadera prueba de una ética basada en la alteridad radica en cómo las políticas públicas y las dinámicas sociales logran integrar plenamente a los pueblos originarios, evitando que su visibilidad se convierta en el preámbulo de una nueva forma de exclusión y despojo. El desafío es construir un nosotros que celebre y respete la alteridad, en lugar de asimilarla o desplazarla. Con frecuencia, estas políticas resultan ineficientes, haciendo que la expresión y la resistencia por parte de los sectores vulnerados se vuelvan indispensables para su propia visibilización, catalizar un cambio real y construir nuevas narrativas y paradigmas relacionales de interdependencia (Svampa y Viale 2021, 199).
Mientras que, para el mundo colonizador, la nostalgia de las ruinas es la memoria perturbadora de la ‘cara oscura de la modernidad’, para el mundo colonizado es simultáneamente la memoria perturbadora de una destrucción y señal prometedora de que la destrucción no ha sido total, y de que lo que se puede rescatar como energía de resistencia aquí y ahora es la vocación original y única de un futuro alternativo (Santos 2022, 60).
Lo que propone De Sousa Santos frente a esta persistente resistencia es la necesidad de articular una lucha que haga frente a los tres modos de dominación modernos: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Esto implica la construcción de alianzas en sus distintas escalas, preservando las diferencias culturales y con un trabajo político en el terreno, caracterizado por la determinación, pero sin caer en el determinismo (Santos 2022, 65-67).
Así, la lucha por el reconocimiento y la justicia para los pueblos originarios se convierte en un microcosmos de un desafío global más amplio: cómo las sociedades pueden confrontar sus lógicas hegemónicas de desarrollo, reconocer la radical alteridad de quienes han sido históricamente marginados y construir un futuro que no se limite a replicar viejas exclusiones bajo nuevas formas. Es un llamado a una ética de la interdependencia que, al aceptar la interpelación del Rostro del Otro, se comprometa con la justicia y la habitabilidad para todos, en una trama de vida verdaderamente compartida.
6. Redes miceliales como analogía de la interdependencia
Ante esta realidad construida de fragmentación y externalización, se vuelve esencial recuperar una ética de interdependencia que permita la reconstrucción de un nosotros ampliado. Un marco donde ninguna muerte pueda ser ignorada y la responsabilidad se extienda a las consecuencias deslocalizadas de nuestro accionar. En este contexto, construir una narrativa alternativa que entienda lo ecológico y lo social como componentes inseparables de un mismo tejido es una prioridad ineludible para cualquier agenda de desarrollo humano.
El medio ambiente natural no existe. El mundo es en todas sus partes algo concebido, diseñado, construido. Y, lo que es más importante, el espacio siempre es concebido y construido por otras especies, distintas a aquella que lo ocupa. Esta es la razón por la cual las relaciones con el mundo nunca son simplemente físicas o naturales, sino siempre política. Estar en el mundo significa, para cada especie, vivir en el espacio concebido y construido por otros. Vivir significa ocupar, invadir un espacio ajeno y negociar un espacio compartido (Coccia 2021, 179).
En esta línea, la analogía de las redes miceliales nos ofrece una poderosa metáfora para comprender esta interconexión. En un bosque, lo que vemos en la superficie son árboles individuales, plantas, animales. Sin embargo, bajo tierra, existe una vasta y compleja red de micelio, la estructura subterránea de los hongos, que conecta las raíces de diferentes especies. Esta red permite un intercambio bidireccional de nutrientes, agua y señales químicas, operando como un sistema de interdependencia radical y solidaridad implícita. La supervivencia de cada parte está intrínsecamente ligada a la salud del todo, impidiendo que una sección pueda externalizar sus desechos o su declive sin afectar, a la larga, a toda la red.
La crisis ecosocial actual nos revela que las relaciones entre el sistema humano y el ecológico, así como entre los propios seres humanos, deben ser interpretadas como una red micelial global. Conceptos como el apoyo mutuo, coexistencia, simbiosis, red de coordenadas, pretenden garantizar la idea de progreso intelectual, corporal y moral, dejando de entender a la sociedad como una máquina para interpretarla como lo que es, un organismo (Sheldrake 2020, 212-15). Durante mucho tiempo, la lógica dominante nos llevó a percibirnos como entidades aisladas, capaces de extraer recursos y externalizar los costos —la muerte del otro— a un espacio ilimitado o a Otros lejanos, ya sean comunidades marginalizadas o ecosistemas distantes. Creímos que el sufrimiento ajeno o la degradación ambiental no nos afectarían de forma directa.
Sin embargo, la realidad del colapso ya en curso desvanece esa ilusión. Las consecuencias globales son la clara señal de que nuestras conexiones subterráneas, nuestras redes miceliales de interdependencia, se están fracturando. La contaminación en un río distante, la pérdida de biodiversidad en una selva remota, o la injusticia social en una comunidad vulnerable, resuenan en la estabilidad planetaria. Ya no existen espacios donde externalizar, porque estamos todos conectados en esta red micelial invisible.
Esta relación de interdependencia es la que expresa Haraway (2016) en su manifiesto donde trabaja la idea del problema de morir y vivir con responsabilidad a través del concepto de Chthuluceno. “Las fuerzas chthónicas impregnan toda Terra, incluyendo a su población humana, que deviene con una multitud enredada de otros seres. Todos estos seres viven y mueren, y pueden vivir y morir bien, pueden florecer —aunque no libres de mortalidad y dolor— sin practicar la doble muerte para sobrevivir” (Haraway 2016).
Ignorar la muerte del otro o persistir en la externalización de riesgos es similar a que una parte del micelio envenenara el suelo de la red; tarde o temprano, la toxicidad se extiende a todas las conexiones, llevando a la autodestrucción colectiva de todo el bosque global. La ética de interdependencia, por lo tanto, no es una opción moral secundaria, sino una necesidad existencial para la supervivencia de nuestra especie dentro de este vasto y delicado sistema planetario.
En este punto, la arquitectura y el urbanismo emergen como disciplinas cruciales para traducir esta ética de interdependencia en el espacio físico. Si las ciudades son, como hemos visto, el reflejo de la fragmentación y la externalización, también deben ser los laboratorios para la sanación de esta red. Adoptar un enfoque de acupuntura urbana, como proponía Jaime Lerner (Lerner 2005), implicaría intervenciones precisas y estratégicas que, como pequeñas agujas, estimulen puntos clave del tejido urbano y territorial para restaurar flujos, conexiones y equilibrios rotos. Esto no solo se refiere a la infraestructura física, sino también a la reconciliación con los sistemas ecológicos locales, la recuperación de la biodiversidad, la gestión circular de recursos y la promoción de espacios que fomenten la convivencia y la interdependencia entre comunidades y entre especies. De esta manera, el diseño y la planificación del territorio dejan de ser herramientas de dominación para convertirse en instrumentos de reparación y cohabitación, vitales para la sostenibilidad de la red global de vida.
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Breve CV
Mathias Velasco es Arquitecto egresado de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Formación que abarca una perspectiva integral del territorio, con énfasis en el análisis crítico, la sostenibilidad y el impacto social. Amplia experiencia en el sector público, mayormente para sectores vulnerables de la sociedad que ha proporcionado una profunda comprensión de las complejidades en la planificación y gestión territorial.