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Anduli
Revista Andaluza de Ciencias Sociales
ISSN: 1696-0270 • e-ISSN: 2340-4973
EL TURISMO EN EL ESPACIO ANDINO:
COLONIALISMO, SIMULACRO Y MEMORIA
TOURISM IN THE ANDEAN SPACE: COLONIALISM,
SIMULATION AND MEMORY
Jose-Luis Anta-Felez
Universidad de Jaén
jlanta@ujaen.es
https://orcid.org/0000-0001-7063-5288
Resumen
El mundo andino está muy poco ex-
plotado turísticamente, debido tanto a
la falta de infraestructuras, como a su
desarrollo como producto. Aún así el
turismo existe y es, en algunos lugares,
abrumador. Este se establece en un
doble juego de mercado: 1) se ofertan
infraestructuras hoteleras y recorridos
que son claramente un producto para
los turistas extranjeros y, 2) se recrea
todo un discurso sobre el patrimonio. El
mercado turístico andino tiene tres ver-
tientes autocontenidas, que abordan 1)
el mundo indígena, ya sea al histórico
o al presente, aunque sin confundirlos
ni hacer una conexión entre ambos, 2)
el mundo colonial, y 3) un cierto apara-
taje natural. Este trabajo, basado en la
mirada crítica decolonial y la etnografía
nacida del trabajo de campo sobre el
terreno, analiza el juego entre los dis-
cursos y las prácticas sociales, desde
el punto de vista tanto desde el punto
de vista del visitante como del lugareño,
por tanto recreando algunas de sus pa-
radojas y contradicciones. Este analisis,
obviamente con una mirada desde un
espacio decolonial y perspectiva políti-
ca, trata de recuperar la epistemología
del sur.
Palabras clave: decolonial; Atacama;
desierto; turismo; artesanía; epistemo-
logía; Andes
Abstract:
The Andean world is underexploited
for tourism due to both the lack of
infrastructure and the lack of its
development as a product. Still,
tourism exists and is, in some places,
overwhelming. As such, it establishes
itself in a double market game: 1) it
offers hotel infrastructures and tours that
are clearly a product for foreign tourists,
and 2) it recreates a whole discourse on
heritage. The Andean tourism market
has three self-contained aspects,
which address 1) the indigenous world,
either the historical or the present,
although without confusing them or
making a connection between them,
2) the colonial world, and 3) a high
quality natural environment. This work,
based on a critical decolonial view and
ethnography developed from eld work,
analyzes the game between discourse
and social practice from the point of
view of both visitors and locals, thereby
recreating some of its paradoxes and
contradictions. This analysis, obviously
from a decolonial and political view,
attempts to recover the epistemology of
the south.
Keywords: decolonial; Atacama; desert;
tourism; crafts; epistemology; Andean
Cómo citar este artículo/citation: Anta-Felez, José Luis (2021). El Turismo en el espacio Andino: colonialismo,
simulacro y memoria. ANDULI (20), 2021 pp.219-233. http://10.12795/anduli.2021.i20.12
Recibido: 03-08-2020 Aceptado: 24-09-2020 DOI: http://10.12795/Anduli.2021.I20.12
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1.El turismo como nuevo sistema colonial
El turismo de masas es un fenómeno que ha alcanzado al mundo andino de ma-
nera muy supercial, las cifras más optimistas del Consejo Mundial del Turismo
1
hablan de que toda América Latina recibe escasamente el 4% del turismo global y si
contamos que éste es absorbido fundamentalmente por el Caribe, especialmente el
mexicano y la costa de Brasil, es evidente que gran parte del continente es, turísti-
camente, una incógnita. Por otro lado, una de las principales características de esta
zona es la gran disparidad de infraestructura turística existente entre las diferentes
zonas, y si se hace referencia al mundo andino es de proporciones radicales, ya
no son sólo diferencias nacionales, sino de tipo regional, incluso local: en Perú, por
ejemplo, las diferencias entre las zonas de inuencia de Machu Picchu y los lugares
aledaños son, a vista de pájaro, enormes. Así, mientras que en Cuzco podemos
encontrar hoteles de todo tipo, algunos realmente lujosos que en nada tienen que
envidiar a los europeos o norteamericanos, a tan sólo cinco kilómetros, en el pueblo
de Huanchae los hoteles brillan por su ausencia, y eso que estamos hablando de
una población que tiene una cierta importancia a nivel local. Esta zona del mundo no
es, consecuentemente, una zona fuera del estándar del turismo de masas, incluso
podría decirse que es un buen ejemplo. Así, la gente que acude a Machu Picchu se
hospeda en general en el Cuzco, desde allí toma un tren que le lleva hasta las ruinas
que están a 112 kilómetros, lo que, en total, con la entrada al recinto, suma al día
de hoy en torno a unos 140 Euros, algo más de 460 soles peruanos. El recorrido se
puede hacer también de manera alternativa, utilizando el numeroso transporte local
en autobús, lo que reduce el precio en un 90%, se trata, obviamente, de una sola
jornada y es realmente extraño que alguien este más de un día. Lo interesante de
este ejemplo es que se crea una doble dimensión en las poblaciones locales, por un
lado, están los que trabajan para está industria turística, y ya de por sí con enormes
diferencias: desde los gerentes de los grandes hoteles al indígena que se busca la
vida vendiendo recuerdos en la puerta del recinto, y los que viven al margen de ésta
(Osorio; Best, 2015. Taylor, 2001). Obviamente en un lugar que tiende a ser una
suerte de parque temático de las culturas incaicas, las miradas se concentran sobre
el turista y las posibilidades económicas que ofrece. Pero, regresando a la primera
idea, las diferencias entre lo que está en el circuito turístico y lo que está fuera son
realmente importantes (Boukhris; Peyvel, 2020. Nogues, 2003).
Estas diferencias que establece el mundo andino están atravesadas, a su vez, por
las propias dinámicas internas, donde los ujos de la gente tienen su propia dirección
y no siempre coinciden con los turísticos, aunque no hace falta recordar que aquí,
como en ya cualquier parte del globo, el fenómeno turístico hace prácticamente una
única realidad de todo, encontrando gente de “paseo” en cualquier parte, por recón-
dita que parezca (Pitor Pakan, 2020). Esta conuencia de dinámicas, por decirlo
rápido, entre la vida para el turismo y la vida local más alejada de él, recrea un mun-
do, por un lado, de paradojas, y, por otro, de contradicciones (Gama; Favila, 2018.
Pereiro, 2013). En el primer caso se trata únicamente de la adaptación de los usos
locales a los nes del turismo, en el segundo, la abolición de lo local en función del
turista, la gente ya no es, sino en función del turista y la realidad se hace discursi-
va según los medios y nes de las empresas turísticas (Carrigan, 2011. Chambers;
Buzinde, 2015). Si, como decía, en Cuzco la realidad se establece para seguir los
parámetros del turismo, como puede ocurrirle en cierta medida a muchos lugares de
1 Datos para 2019, diapositiva 3 del informe:
https://www.unwto.org/global-and-regional-tourism-performance
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Europa o Estados Unidos, siendo la cultura local únicamente una realidad recreada
en función de los elementos que el turismo, más bien las empresas de sector, recla-
man. La contradicción es que la gente, ya sea de dentro o los de fuera, prácticamente
no pueden ver nada que no haya sido construido en función de la maximización de la
ganancia vía el turista, por su parte otras partes del mundo andino se recrean en la
paradoja. Así en un lugar como La Paz los turistas ven con una mezcla de asombro
exótico y de repulsión cómo se vende de todo en la calle y la inmensa mayoría de
ellos no estarían dispuestos a pasar por la experiencia de comer un trozo de carne
que se corta sobre la acera, sin darse cuenta, a su vez, que el lete que se comerán
en el restaurante del hotel proviene de ese mismo lugar. No es más que una enorme
paradoja que se da entre las calicaciones morales sobre nuestra alimentación, lo
que es obvio es que al nal cada parte establecerá unas conclusiones diferentes.
Pero, además, desde la paradoja, en el mundo andino la movilidad de la gente es
permanente y en cierta medida algunos de los conceptos que podemos entender
bajo la idea de turismo en occidente (la recreación, el ocio, la ruptura de la rutina,
etc.) están también presentes en las poblaciones locales. En primer lugar, porque
en el mundo andino hay una alta proporción de gentes que son parte de occidente
y mayoritariamente acomodada a sus usos, maneras y “costumbres”, por lo que es
normal que viajen, hagan turismo y se muevan de manera muy parecida a como lo
haría cualquier occidental. A esto hay que sumar que existe todo un núcleo, relati-
vamente duro, de movilidades –es obvio que por razones laborales los andinos se
mueven mucho– en torno a peregrinaciones y visitas, más o menos ritualizadas, a
lugares de carácter religioso. Esta particular forma de turismo religioso tiene una
importancia dentro de los niveles locales, incluso regionales, que no puede pasarse
por alto y es evidente que para muchas de las personas del mundo andino acudir a
estas estas tiene una gran multiplicidad de sentidos, de donde el de turismo no es
en nada el menor. Esta doble dimensionalidad del espacio andino, ser objeto del y
por el turismo, marca enormes diferencias que donde más se aprecian es en el sen-
tido del mercado, generalmente porque remarca las diferencias sobre las estructuras
del turismo (hoteles o elementos patrimoniales sólo para occidentales) y las que se
hacen por el turismo interno (casas de huéspedes o venta de objetos de electrónica
importados desde el suroeste asiático, por ejemplo). No se trata, como se podría
suponer, de que exista un “mundo” andino construido para los turistas occidentales y
otro para ser vivido por los turistas nacionales o regionales, sino que existe una ma-
nera diferente de vivir la apropiación de ese espacio y el contenido especíco que se
espera con respecto a los conceptos como el ocio o lo exótico. Por ejemplo, cuando
se visita Machu Picchu los pocos peruanos que lo hacen, en relación con el número
de forasteros del hemisferio Norte, verán en la recreación patrimonial que está pen-
sada casi exclusivamente en un turista alemán o norteamericano, y que es tan poco
atenta a la historia, como proclive a contar lo extraordinario del lugar (Bouchard;
Carlotto; Usselmann, 1992). Por igual, el popular turismo religioso que se da en el
mundo andino tiene lecturas que son siempre parte de una construcción identitaria
altamente articializada y acorde a los intereses políticos y sociales del momento
2. Metodología y punto de vista
Operativamente, en lo que se reere a entender esta realidad andina, el problema
no está sólo, que también, en qué posición se toma para entender los discursos, que
tienden a ser homogéneos por sí mismos y que dependen de qué lugar se ocupa
para su interpretación, si no ver que la diferencia está en las cargas estructurales que
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se manejan
2
. Un ejemplo rápido sería ver que está hecho ex-proceso para el turista
local y para el forastero, es decir, observar el nivel del mercado en función de qué
intereses, pues evidentemente aquí el discurso tiende a desdoblarse en virtud de su
funcionalidad y operatividad racional. Porque el turista, sea del tipo que sea, cuando
compra, cuando hace el acto del consumo, también quiere que el objeto tenga su
propio discurso y la carga simbólica, no digamos ya su precio, estará en función de
este. Y aunque siempre será construido desde fuera de la cultura local tiene implica-
ciones que lo hacen característico y denitorio. El objeto toma, en un sentido literal,
una vida propia al inspirar en sus formas imágenes y sistemas de representación
que, por un lado, están contenidas y por otro, le exceden. El objeto para y por el
turismo es claramente un contenedor ideológico y sistémico de cosas que se com-
pran y, a su vez, se quieren vender así. El mercado turístico andino tendrá así, tres
vertientes autocontenidas: por un lado, la referencialidad al mundo indígena, ya sea
el histórico o el presente, aunque sin confundirlos ni hacer una conexión entre am-
bos; por otro, al mundo colonial; y por último, a un cierto aparataje natural. Discursos
contradictorios entre si, pero que se caracterizan por su maleabilidad y plasticidad a
la hora de presentar el discurso que los contiene y envuelve, y que no dejan de ser
claramente un elemento de cierta nostalgia de un pasado que se muestra tan glorio-
so como trágico, tan diverso como exótico. El objeto turístico es, en consecuencia,
una multiplicidad de elementos que pasan por un discurso de lo nostálgico, no de lo
histórico, y que abarcan desde dónde se duerme, qué se come, qué se visita o qué
souvenir se adquiere. Todo al nal es como un enorme paquete que tiene un nivel de
construcción en función de la rentabilidad económica, pero también como forma de
representación de la dialéctica nosotros/vosotros. Un juego de ambigüedades donde
existe una suerte de teatro donde todos representan un papel previamente pactado,
obviamente por y también, para el mercado (Miller, 1999).
San Pedro de Atacama (Chile) está enclavado en la mitad del desierto del mismo
nombre, compuesto por un pequeño poblado y con unos ayllus a su alrededor, sin
duda es un oasis en la mitad de uno de los desiertos más espectaculares de la tierra.
Fuera de los grandes circuitos turísticos es un lugar que se ha sumado al carro del
turismo de “masas” en los últimos 30 años
3
, hasta el punto de que la realidad del
lugar ha sido profundamente trastocada en función de la realidad turística, pudiendo
armarse que ya nada es igual. En realidad, nunca es igual a nada, pero digamos
que ha vivido un proceso acelerado de cambio hacía un modelo plenamente occi-
dentalizado, a la vez que se ha revalorizado un incipiente núcleo de neo-indigenismo
(Aguilera, 2006. Díaz Araya, 2006). El turismo es sólo uno de los factores del cambio,
por estructurante y estructurado, pero no el único y quizás es posible observar la rea-
lidad desde aquí, aunque quedaría coja si no se atiene a otros muchos fenómenos
paralelos, incluso interconexionados (Quijano, 1992). De hecho, en San Pedro se
2 Sin entrar en mayores disquisiciones sólo recordar que el turismo no es un “objeto” de la antropo-
logía social, acaso de los contextos turísticos. A su vez, recordar la fascinación de la antropología
por el turismo y, en concreto, por la gura del turista-viajero, donde se dan juegos de espejos más
que interesantes. Aún así se trata de mundos bien diferentes que en cierta medida se distorsio-
nan para que unos y otros sean reejos de lo que no son, pero se parecen cuando se aplica algún
tipo de distancia (Boukhris, 2017. Toselli, 2006). Para una mirada de este mismo trabajo tras la
crisis del Covid-19, véase: Everingham; Chassagne, 2020).
3 Se trata, sociológicamente, en general de un turismo juvenil internacional un tanto underground
y mochilero, asociado al turismo de aventuras, alternativo y de “cierta tolerancia” legal. Por otro
lado, sigue siendo un destino familiar de grupos nacionales en la exploración del discurso histo-
ricista chileno y algunos, pocos, turistas a la busca de un destino con un cierto grado de exclusi-
vidad (Anta, 2007. Martín-Cabello; Anta; Garcia-Manso; Pérez Redondo, 2017).
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pasó por las tres conocidas fases de la relación de los nativos con los extranjeros:
primeramente unos y otros se miraron con admiración y respeto, esto ocurría, más
o menos, hasta los primeros 2000; luego se pasó a un modelo de integración con
el turismo, donde el discurso predominante era resaltar las bondades de éste y las
posibilidades de cambio y desarrollo que traería; y la tercera fase, el desencanto del
turismo, está por venir, aunque hay evidentemente rasgos al respecto de esto y que
se relacionan con la creciente neo-atacamización, la creación de una conciencia in-
dígena en ciertos grupos de jóvenes, y que se ha saldado en los últimos años con la
quema en parte de la Iglesia y de uno de los almacenes del museo arqueológico (Ba-
rros, 2004. Boissevain; Hernández, 2005). Son dos hechos diferentes, obviamente,
el del desencanto por lo que ha producido el turismo y la creación de una conciencia
neo-indígena, que seguramente tiene más que ver con la combinación de una mirada
impuesta por los cientícos sociales, la emigración y la creación gubernamental de
agencias, leyes y dispositivos legales. Pero aún así es evidente que el desencanto si
bien está por venir ya empieza a dar sus primeros frutos.
3. Atacama y la conversión al turismo
Si se observa con atención lo que Atacama “vende” a los turistas, se puede llegar a
la conclusión de que el modelo está demasiado elaborado, probado y contrastado
como para ser algo espontáneo y local, y si se realiza una etnografía mínima no se
tardará en llegar a la conclusión de que lo que tenemos delante es algún tipo de neo-
colonización. Como en cualquier otra parte del mundo andino las imágenes se suce-
den sin solución de continuidad, alternando los tópicos indígenas, el mundo colonial
y las referencias a la naturaleza (MacCannell, 2005. Morales, 2006). Aunque obvia-
mente las referencias al mundo indígena contemporáneo están, por decirlo rápido,
sublimadas y referencializadas hacía una serie de elementos que son más bolivianos
que cualquier otra cosa. En este sentido es evidente que los “paquetes” turísticos se
manejan en varios niveles diferentes y el mundo atacameño es demasiado particu-
larizado como para que sea un atractivo por si sólo. El desierto es, en este sentido,
demasiado grande y lo focalizan como recursos no sólo San Pedro sino también
otros muchos sitios como Iquique, Arica o Calama. Por ello, para poder competir el
recurso a los tópicos, tiene, si cabe, que ser mucho más especíco. Y lo boliviano es
un referente que como producto es bien conocido, se produce en suciente cantidad
y tiene los elementos signicativos como para que se venda por sí mismo. Pero qué
es lo boliviano, cómo se podría preguntar lo mismo del producto peruano si vamos
hacia la zona de Arica, más al norte.
Si partimos de la idea de que existe una cierta lógica caníbal en las formas empresa-
riales asociadas al turismo tenemos, a su vez, que observar que cuanto más fuerte
sea el poder discursivo del Estado más capacidad existe de que todo termine por
convertirse en algo asociado al turismo (Chassagne; Everingham, 2019. Mignolo,
2011). En este sentido gran parte de lo que ocurre en Atacama desde que es territo-
rio chileno (a nales del siglo XIX) está en relación con una posición geoestratégica
que delimita en buena parte su discurso identitario. Lo que podría ser Atacama en
relación a su gente, la hipotética idea de que existe algo relacionado con una posible
cultura atacameña (Lican Antai en lenguaje histórico-arqueológico) es sólo parte de
una construcción cientista y un discurso por parte del Estado que no se corresponde
con la realidad social de la gente que allí vive. Pero, sin embargo, en función de que
Atacama vende un cierto aparataje turístico es evidente que las ideas de un lugar
único, con una fuerte personalidad y diferenciado de las zonas limítrofes, de fuerte
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carácter boliviano y consecuentemente anti-chileno, haciéndose el factor discursivo
de la identidad constantemente patente. Existe, de esta manera, una fuerte paradoja
entre la idea de exclusividad que de Atacama se quiere dar y la realidad asociada al
componente andino que lo incluiría en una matriz mucho más general. Y en cierta
medida se resuelve acudiendo a elementos que, previamente ensayados sobre la
población local, habían funcionado desde hace un siglo, a saber: un fuerte discurso
asociado a la idea nacional chilena, una referencialidad a las culturas arqueológicas
y un discurso muy contemporáneo asociado a las ideas “contraculturales” y “alterna-
tivas” (Bengoa, 2011, 2014. Martín-Cabello; García-Manso, 2015). En cierta medida
es un algo que readapta el ideario de discursividades asociadas al turismo en el
mundo andino, a la especicidad de Atacama y concretamente a los elementos que
el Estado Chileno plantea.
Hay un cierto juego metafórico que explica bastante bien esta idea. Evangelina es
una artesana que se dedica a realizar pequeños trabajos con el telar, en realidad
su trabajo son pequeñas bandas que antaño servían para adornar los sombreros y
que al día de hoy son utilizados para decorar, en ellos se representan guras antro-
pomorfas y animales característicos del mundo andino. Ella trabajó mucho durante
años para que su trabajo y el de otros artesanos de Atacama tuviera un reconoci-
miento propio y se diferenciara de aquellas cosas que se traían desde Bolivia, que
seguramente están estandarizadas y realizadas de manera más o menos mecánica
(Larraín, 1990). La cosa no era fácil, primeramente, porque la diferencia real de los
productos no era mucha y, segundo, porque el precio entre uno y otros era enorme.
Así pues, la diferenciación estaba en una pequeña etiqueta que “avisara” a los posi-
bles turistas-compradores de que se estaba ante “auténtica” artesanía atacameña.
Obviamente esto partía de una idea anterior: que lo atacameño existía de manera
diferenciada de su entorno y que tenía los sucientes recursos simbólicos propios
como para crear una serie de productos característicos. Pero en un primer momento
de lo que se trataba era comercializarlos vía una asociación de artesanos indígenas,
es decir, un sistema reglado jurídicamente por el Estado chileno, de reunir a los
artesanos, fundamentalmente dedicados a la confección de textiles en diferentes
tipos de telar y a la creación de pequeñas piezas de barro, para que se habilitara una
pequeña etiqueta que identicara el producto propio del ajeno. Junto a la etiqueta se
ideó un pequeño discurso, que con el tiempo se ha perfeccionado, que reclamaba
para sí un ideal de pureza y autenticidad, que homeopáticamente adscribían a sus
productos. Todo ello terminaba por justicar unos productos que eran, por un lado,
claramente no competitivos en precio y, mucho menos, en cuanto a la transmisión de
unos símbolos que estaban visiblemente asociados al mundo andino y que los ata-
cameños hacían artesanía, con una función diferente que la que le daba el turismo.
Tradicionalmente la “tragedia” de Atacama era que no existía algo claramente ata-
cameño, no tanto por los habitantes de la zona, que han vivido desde siglos en su
propia dinámica, sino por aquellos que reclamaban purezas, identidades y diferen-
ciaciones, ya sea como parte de su mirada, en el caso de los turistas, antropólogos o
arqueólogos que por allí hemos rondado, o de la de los políticos, burócratas varios y
educadores que buscaban excusas para una ferviente chilenización de la zona, fren-
te al posible elemento contaminador indígena. Pero esta suerte de tragedia se tornó
a partir de los años 90 del siglo XX, cuando era evidente que el turismo, por un lado,
y por otro, la recepción positiva de los atacameños a los planes gubernamentales
de dotarles de herramientas de identicación historicista permitía la creación de un
discurso pleno, sin fallas ni cortapisas. No importaba si Atacama quedaba reducida
a una ruptura con su historia, ni importaba si los habitantes de la zona fueran o no
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indígenas, no importaba nada que un análisis de la realidad hubiera dado al traste. Y
no importaba porque se podía recrear todo y nada, se podía decidir quién era quién
y cuál era su papel. Y así la asociación de artesanos vio cómo podían poner una
etiqueta que identicaba lo atacameño. Porque en realidad no importaba si lo que
se vendía tenía o no una tradición tras de sí, o si el que lo hacía era o no un joven
venido desde Santiago de Chile, lo que era determinante es que se perteneciera a
la asociación que, a su vez, daba el derecho a poner la etiqueta de producto ataca-
meño. En este sentido todo en Atacama dejaba de ser una realidad para tornarse en
un simulacro del nuevo discurso de lo atacameño. Era obvio que ésta era una puerta
que una vez abierta daba un giro nuevo a la realidad y que destapaba la caja de los
truenos. Porque permitía que cualquier cosa fuera trastocada discursivamente en un
simulacro.
El problema –por problematizar algo que por denición no lo es– del simulacro es
que exige que todo lo sea. Que la realidad se reduzca al mínimo posible. Y, además,
que la carga discursiva sea lo más importante posible, así la posibilidad de delegar
permanentemente en las decisiones que marquen unos Otros, diferentes que los
actores. El simulacro, en este sentido, es un guión ajeno que asumen unas gentes
que dejan de ser individuos en función de una vida como actores, aparentemente
más rica, más moderna, en consonancia con la globalidad, pero sin olvidar que es
en función de un guion ajeno (Grosfoguel, 2012. Mignolo, 2005). En este sentido es
evidente que no hay nada que reprocharles, ya que nosotros mismos vivimos en
esa des-realidad desde hace mucho, imponiendo el modelo a todos aquellos con los
que contactamos. Regresando a la gente de Atacama tenemos que tener en cuenta,
además, que sus habitantes viven en un desierto, con todo lo que esto supone. No
tanto en la medida que es algo que les aísle, que no es así a priori, sino cuanto más
que viven en un espacio natural aparentemente extremo –aunque como ecosistema
es de una enorme fragilidad–. Lo que durante siglos había dado una personalidad a
sus gentes era que tanto San Pedro de Atacama, como las diferentes poblaciones
que lo circundan, eran una suerte de islas de a-historia, de vivir conscientes de que
el desierto era una fuente de riqueza en la medida que estaban inmiscuidos en medio
de una nada que era central en la vida del sistema sud-andino. Pero al sumarse a
la historia de Chile y concretamente al recrear un algo diferenciado, vía un discurso
atacameño, sus cosas dejaban de ser lo importantes que fueran para incluirse en el
destino de otros. Atacama, en un largo proceso que vino a culminarse a nales del
siglo XX, podía decirse que se sumó a la historia. Y su papel era obviamente algo
que tenía que ver con ese desierto que le rodea: tanto en cuanto que representaba
un potencial como proveedor de materias primas (cobre, silicio, fosfatos y otros mi-
nerales), cuanto más que tenía un cierto sentido dentro del orden turístico. En este
sentido era muy importante que desde un momento dado ya no sólo fueran ciertos
productos los que llevaran la etiqueta de atacameño, sino un buen número de gente,
lo fueran o no, y obviamente había muchos dispuestos a ser parte de algo que de
por sí tenía un discurso bien trenzado, interesante e, incluso, de una cierta elegancia.
Todos parecían ganar: el Estado chileno triunfaba claramente en una zona de alto
contenido geoestratégico al re-signicar a sus habitantes según sus criterios y fuera
de los “peligrosos” políticamente discursos andinistas, que a la postre daban la razón
a Bolivia; a las empresas mineras les ofrecía impunidad; a los turistas un paisaje na-
tural “bien” culturizado; y a los habitantes de Atacama ventajas materiales inmediatas
y un contenido histórico pleno de modernidad.
De hecho, los atacameños se muestran como un grupo resistente y revisionis-
ta en la medida que adaptan diferentes tradiciones y sistemas de supervivencia a
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los ejercicios vivenciales diarios, renegociando, incorporando y construyendo su
realidad de una manera altamente activa. En cualquier caso, estas negociaciones
y construcciones tienen múltiples caminos, algunos sin duda tan sorpresivos que
los propios actores se ven superados en sus ideas iniciales (Gundermann, 2003a,
2003b). Cuando los habitantes de Socaire a nales de los años 80 del siglo XX po-
nían en marcha de nuevo el baile del talatur y realizaban incorporaciones que ellos
veían como lógicas y que, además, se les decía permanentemente su unión como
algo superior, el sistema de cosmovisiones andinos, no había algo así como una con-
ciencia indígena, entendida esta como un hecho étnico diferencial. Pero cuando en
los 90 el gobierno chileno varía su discurso, con respecto a los habitantes de ciertas
zonas, de demonizarlos a reintegrarlos en la diferencia (que no a la diversidad). Y,
así, los atacameños se vieron sino legitimados, al menos en la rme creencia de que
estaban siendo comprendidos. Y, obviamente, negociaron su “nueva” adscripción
étnica.
La ley indígena era, en este sentido, un nuevo marco que, por un lado, permitía el
reconocimiento a ciertos derechos, inminentemente materiales, como la adscripción
de ciertos recursos, tierra y agua, y a realizar ciertas actividades de carácter ritual,
religioso y social que hasta entonces sólo habían sido comprendidas como obstácu-
los para el desarrollo (CONADI, 2003). Para los atacameños todo marchaba moral-
mente bien. De hecho, que la ley convirtiera a unos sujetos en “indígenas” no era un
problema y que tuviera una clara sustancialización basada en una mira nalista de
su proceso cultural no era un problema a priori, pues, sin duda, la hipotética ganancia
material era superior a todo esto. Incluso que se chilenizara su mirada andina no era
un problema, pues ellos desde hace décadas se veían a sí mismos como chilenos
por encima de cualquier otra cosa. Dicho de otra manera, ¿qué problema podría su-
poner el considerar una única cosa el ser indígenas-chilenos si ambos conceptos por
separado estaban desarrollados entre ellos y a cambio ganaban un marco jurídico
que les permitía el usufructo y negociación de su espacio, su memoria y, lo que era
determinante, el agua que corría por el canal desde hace algo más de mil años?
En efecto, qué problema podría haber, el marco jurídico impuesto por el centralismo
santiaguino era una ventaja a todas luces. Pero, obviamente empezó a haber proble-
mas, y, sobre todo, con lo más obvio, la propia lógica mestiza de los atacameños. Si
estas se podrían plantear como un ejercicio multicultural dado a su alrededor parecía
plantear lo contrario, que vivían en un país multicultural se admitía que los atacame-
ños lo fueran por sí mismos era el precio que tenían que pagar y tras una negocia-
ción muy poco lineal y con grandes asimetrías entraron en el extraño catálogo de
indígenas chilenos. Es obvio que la creación de una identidad no es fácil y convertir
el sabor local en una realidad identitaria era parte de un juego de poderes donde los
agentes sociales tenían que luchar en múltiples frentes, que iban desde buscar un
lugar para los afuerinos, los turistas, las ONGs, los creadores de desarrollismos, los
mineros y, cómo no, con la iglesia y los investigadores sociales que, incluso, vivían
entre ellos desde hace tantas décadas que eran más creyentes de los indígenas que
gran parte de los habitantes locales (Núñez, 1992). Además de todo ello, la negocia-
ción ponía elementos materiales realmente complejos, tanto a nivel infraestructura
básica, caso de tener electricidad de manera permanente, carreteras asfaltadas o
acceso a la televisión, como de ser los auténticos beneciarios de los recursos natu-
rales y patrimoniales. Por esto mismo cuando en los primeros años del nuevo milenio
se produjo un intento de quemar parte de los depósitos del museo arqueológico o
cuando poco después se quemaron algunas de las guras de santos de la iglesia
sólo unos pocos fueron capaces de leer en las pintadas reivindicatorias, aquellas que
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rmaban el proceso iconoclasta en nombre de la étnica likan-antai, la culminación de
una larga marcha de negociaciones de lo propio y lo ajeno, la identidad en una pa-
labra (Gundermann, 2004). De hecho, podemos ver este tipo de aparente fanatismo
identitario como un problema y, seguramente, lo es a un nivel social, pero su lectura
es también la de recrear la idea extrema de un proceso que había pasado de un pue-
blo con una lógica mestiza a una clara contraposición de los saberes, de los espacios
y de las lógicas desde posiciones únicas, nalistas y existencialistas.
4. Las máscaras del mercado
En, consecuencia, se puede decir que la creación de una Atacama sólo chilena, sig-
nicó la reelaboración del complejo tapiz que suponía pertenecer a un mundo más
grande tal cual es el andino. En cierta medida esto no era una novedad y la creación
de estructuras neo-indígenas era algo que se venía practicando desde hace muchos
años y los discursos estatalistas en Chile era sólo el último capítulo de un enorme
tratado sobre el tema. Evidentemente en Atacama se creó un mercado turístico en
función de la combinación de esos elementos que eran característicos de toda la
zona andina: la simbolización de lo indígena, la historia colonial y el aparataje natu-
ral. Pero se hizo según un canon, digamos, adaptado al discurso centralista y colo-
nialista chileno. Esto sí era una novedad, pues mientras que el desierto está ahí, y, en
última instancia, es un extremo natural que es fácil de recrear, las ideas indígenas y/o
coloniales eran más complejas, pues no había ni indígenas, ni suciente arquitectura
patrimonial perteneciente a una época colonial que pudiera ser digna de venderse,
más a más si tenemos en cuenta que hay que competir con el paquete turístico tan
cercano de Machu-Picchu o de Tihuanaco. Además, en Atacama la recreación de
una cultura indígena histórico-arqueológica era realmente compleja de vender, ya
que en realidad no se trató nunca de una gran civilización, con piezas arqueológi-
cas “espectaculares” y, sin embargo, se dio la vuelta al argumento en función de la
creación de un atractivo que argumentara la sencillez, vía la grandeza del desierto.
Para ello fue necesario utilizar una combinación de elementos, por un lado, el poner
etiquetas, pero, por otro, crear un contexto. Y aquí radica la principal novedad del
Atacama neo-indígena para el turista.
Esta idea de un nuevo contexto para un nuevo grupo indígena se enmarcaba en la
idea, más general y natural, de estar todo enclavado en un desierto, lo que producía
un cierto aparato de estar ante un elemento extremo, pero, sobre todo, de ser algo
aislado y, en cierta medida, de ser “virgen”. Consecuentemente, el discurso se ha
centrado en cierta medida en lo auténtico, palabra que por muchas razones tiene sig-
nicados diversos que han sido, de una manera u otra, ampliamente aprovechados.
Pero como en todo discurso de lo auténtico, su verdadera máscara es la representa-
ción de un enorme simulacro. En cierta medida es otro de esos juegos metafóricos:
la máscara, que tan cara es en el mundo andino. Y podemos armar que no es que
en Atacama las cosas sean cción, es que son simplemente una máscara nueva
sobre elementos que tienen otra cara. Máscara que está puesta para producir un
efecto, crear una nueva función y recrear un determinado estado de las cosas. En
este caso la máscara no esconde al poder, es la propia cara del discurso del poder.
Por decirlo rápido, la máscara son las condiciones sociales y materiales del merca-
do, en este caso turístico, pero lo mismo da si hablamos de la minería, educación,
religión o migración. Así ocurre con una pequeña ciudadela de periodo incaico que
se encuentra a las afueras de San pedro, el Pukará de Quitor, enclavado en uno
de los lugares más bellos de la zona, desde donde se divisa el río, los ayllus y los
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volcanes enmarcados en su brillante desierto. Resulta anecdótico, por común que se
cuente una determinada historia al respecto, mostrándolo como un bastión defensivo
frente al español invasor (cuando la historia seguramente es otra bien diferente, ya
que hacía medio siglo que estaba abandonado cuando pisaron los adelantados de
Pizarro) o que se esconda que su reconstrucción se hizo con dinero de la Comisión
Nacional para el Quinto Centenario (organismo español) o que ni los arqueólogos, ni
los historiadores, ni los restauradores se ponían de acuerdo de cómo era en realidad.
Lo que no resulta anecdótico es que se intente vender la idea a los turistas de que
existe una clara conexión entre esta ciudadela y los indígenas atacameños actuales,
porque ni una cosa, ni otra responden a criterios que no se sostienen si no es con un
discurso planeado desde fuera.
La cuestión es que al igual que ocurría con la artesanía, aquí se puso una etiqueta y,
automáticamente, se convirtió al Pukará a los criterios del grupo neo-indígena. Crite-
rios establecidos en la creencia discursiva de los grupos que detentan el poder desde
la municipalidad (el ayuntamiento). Pero esto va más allá, ya que se trata también de
una de las máscaras para el mercado. En 1992 yo estaba en San Pedro alojado con
el equipo de la Universidad de Antofagasta que se afanaba en terminar la restaura-
ción del Pukará. Para poder trabajar con una cierta comodidad se instaló un enorme
andamio, al que se puso una tirolina hecha con un grueso cable de acero trenzado,
y que facilitaba enormemente la tediosa tarea de acarrear piedras y arena. Pero en
un momento dado el cable se rompió y no sólo arrastró al andamio, sino que por muy
poco no se lleva al equipo de trabajadores. El problema se concentraba en dos solu-
ciones diferentes y paralelas, primero, reforzar el andamio poniendo unos contrafuer-
tes que permitieran la tensión del cable. Segundo, la realización de un pequeño ritual
de ofrenda a la tierra (pachamama) con la nalidad de aplacar su ira. Tanto una cosa,
como otra se hicieron y obviamente todo funcionó, permitiendo la buena marcha del
trabajo. En cierta medida cabría poner algún tipo de adscripción a todo esto, pero la
realidad es que no es posible a priori, pues tanto los trabajadores de la universidad,
como aquellos que hicieron y participaron del ritual, no tenían claro que ellos solo
vivían en ese desierto con esas prácticas, los unos restaurar y los otros agradecer
a la tierra. Incluso alguien tan distante de todo ello como yo, jamás escuché a nadie
adscribirse ni como indígena, ni mucho menos como atacameño. Pero años después
los turistas tenían que vérselas con carteles, cobradores de entradas y todo tipo de
mensajes que adscribían aquello al mundo indígena atacameño. En última instancia
nunca ya nada fue igual. Incluso, si se quiere ver así, el mundo Atacameño se recreó
en una suerte de mundo juvenil: jóvenes indígenas reclamando por su identidad y
jóvenes turistas reclamando por su cuota de libertad.
5. Conclusiones para una Atacama decolonial
No está exento de paradojas que un lugar tan exotizable como San Pedro de Ataca-
ma se haya terminado por convertir en una simbiosis de las culturas juveniles con-
temporáneas, aunque el proceso llevaría muchas páginas explicarlo, es entendible
como un enorme juego de máscaras: los turistas son en su mayoría un grupo de
jóvenes europeos y norteamericanos en la búsqueda de la última Arcadia. Mientras
que el grupo social que vivía por Atacama se ha visto reducido y marginado y, a lo
más, se hace presente también de manera juvenil desde una adscripción a un neo-
indigenismo políticamente correcto y asimilacionista. No se trata de entender que
este es el camino de la historia, como algunos proclaman, sino que es la historia de
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occidente en su sentido más pleno, donde los márgenes quedan localizados y jados
para el bien de su mercado global.
Pero Atacama es, ante todo, un espacio de interculturalidad donde conviven de ma-
nera conjunta varias matrices interpretativas
4
. Obviamente entender que estamos
ante un único espacio permite tener, por un lado, una unidad de análisis y por otro,
un elemento común de comparación. Pero el territorio por sí mismo tampoco explica
nada y, de hecho, son los propios habitantes de Atacama quienes tradicionalmente
se niegan a verlo como un espacio unitario. Muy por el contrario, es este espacio,
como cualquier otro, una fuente de recursos físicos y simbólicos que se usa y rein-
terpreta según las necesidades de cada momento. En Toconao, uno de los oasis al
Este del Salar de Atacama desde hace tres décadas se empezó a usar piedra pómez
para construir las casas y gracias a los cercanos yacimientos, a su gran capacidad de
aislamiento y a su facilidad para trabajarlo, le hacía, sin duda, un material muy apete-
cible, frente al tradicional adobe. En realidad, no había ningún problema, pues en ese
mismo momento hacían su parición los grandes bloques de cemento, que permitían
rapidez, abilidad y dureza a la hora de construir. Prácticamente toda la comunidad
se sumó a los nuevos materiales y los canteros no daban abasto con la piedra pómez
y el resto de los oasis con los bloques de cemento. Obviamente el adobe siguió sien-
do importante, pero pasó a un segundo plano. Con el tiempo, la reinterpretación de
los materiales no se hizo esperar: en este pequeño pueblo de Toconao se dedicaron
a labrar pequeñas representaciones en la piedra pómez: primeramente, y siguiendo
una tradición andina que provenía de la colonia, el campanario del pueblo y seguida-
mente guras antropomorfas, generalmente de mujeres trabajando en un telar. Estas
guras se venden en el propio pueblo en un puestecito que tiene diferentes dulces
infantiles, de marcas multinacionales, y a donde se acercan los turistas a comprar
un souvenir. Por su parte, las casas de adobe tradicionales de Atacama, que res-
ponden a un patrón conocido como espacio intermedio, se dejaron de hacer tal cual,
utilizando como novedad los bloques de cemento y los techos de calamina, mientras
que una serie de gente venida de fuera y que se establecieron en San Pedro de
Atacama de manera más menos estable sí que siguieron el patrón hasta conseguir
que varias publicaciones lo reconocieran como una arquitectura destacable a varios
niveles, sobre todo con lo que se conoce como “arquitectura con encanto”, es decir,
una arquitectura de moderna factura, pero que aprovecha los materiales y conceptos
tradicionales de la zona.
Es evidente que este tipo de mirada, donde todo es reinterpretado según elementos
adquiridos o apropiados de otros está íntimamente asociado a la idea de territorio,
reconociendo obviamente que la gente se mueve sobre él (Dannemann; Valencia,
1989. Martínez, 1990). De hecho, no es el conocimiento local el que plantea los
problemas y las soluciones, ni, incluso los elementos que sirven a la matriz interpre-
tativa. Es, por el contrario, una manera de comunicación intercultural que es global
a la manera del capitalismo. Y lo mismo que podemos ver en Atacama es visible en
México o en casi cualquier parte de África. La interculturalidad es, en este sentido,
un estado más que una posición. Para entender esto es importante que nos plantee-
mos primeramente que el territorio tiene una composición humana que desde una
4 La interculturalidad, entendida en su manera más pragmática, es la interacción de varios grupos
culturales en un mismo espacio-tiempo. A un nivel epistemológico la cosa es un poco más com-
pleja porque exige de sistemas de mediación y agenciamiento y, en última instancia, romper con
ideas preconcebidas de homogeneidad, autenticidad y sincronía. Es por esto mismo que enten-
demos la interculturalidad como la diacronía cultural de un grupo en relación a su interacción con
los demás.
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dimensión histórica y sociológica es realmente muy variada. Por un lado, tenemos
que el desarrollo histórico desde antes de la colonia ha sido una constante mezcla
interétnica de donde se han contrapuesto claramente los modelos culturales, uno
propio de la metrópoli, asociado ya sea al Imperio Inca, al español o al impuesto por
el capitalismo del conglomerado minero-industrial, marcado por y desde Santiago
de Chile; por otro lado, una población poco homogénea pero que ha tenido un cierto
grado de unidad por la vinculación con las cosmovisiones andinas. Obviamente todo
esto es especialmente complejo desde una perspectiva histórica que, además, ha
venido a radicalizarse con la aparición en la zona de tres nuevos actores: los turistas,
las diferentes organizaciones industriales y de ayuda y por un grupo de personas
que, fundamentalmente, desde Santiago han venido a asentarse en el territorio, los
conocidos como afuerinos. Pero, además, los actores tradicionales, ya fueran los
pertenecientes al cúmulo de administradores coloniales, intercoloniales o neo-colo-
niales, así como los habitantes de Atacama han tomado nuevos papeles, algunos de
ellos de carácter político, cuando no comprometido con su realidad más inmediata.
Este variado complejo paisaje humano, donde el turista se ha convertido en un sujeto
más, pone a prueba, sin duda, la idea de cultura y más la idea de multiculturalidad.
Los patrones se disuelven permanentemente sobre la idea de territorio, que parecía,
al menos a primera vista, lo único que daría sentido y unidad a todo ello. Y, sin em-
bargo, se trata de un espejismo más. Porque lejos de servir de unidad de análisis,
incluso como elemento histórico, la constante reapropiación del espacio (cultural,
histórico y social) le hace algo demasiado frágil como para proponerlo como un único
todo. Sólo nos queda entender o la dinámica histórica, como propone Barros (1997),
o la sociología de Gunterman (2003b), o el conglomerado de operaciones globales y
su interpretación local (Rivera, 1999, 2004). En cualquier caso, sólo podemos hacer
acercamientos muy locales, pues en las distancias largas todo tiende a parecerse
entre sí. Y nada más lejos de la realidad. En primer lugar, es evidente que existe
una identidad desterritorializada (Bengoa, 1996), más allá de una “cultura híbrida”
(García Canclini, 1989) y que Atacama vive un proceso acelerado de recreación de
una imaginación, a veces identitaria, a veces sólo grupal y pocas, pero signicativas,
de manera sentimental que supera en su proceso la propia idea de territorio. En
este sentido podría hablarse con Appadurai (1996) de “nuevos roles” en los actores.
Todas estas ideas ponen a Atacama no en el centro de la discusión, pero sí como un
lugar privilegiado para su estudio. Y, obviamente, no me reero a los procesos loca-
les –palabra que personalmente me parece sospechosa de un etnocentrismo exage-
rado–, sino más bien a las negociaciones de las identidades locales, que permiten
ver estructuras que tienen múltiples puntos de inexión, cuando no guras que han
terminado por permear toda la realidad (Maybury-Lewis, 1997). Al romper con las
estructuras sociales y observar las dinámicas comunitarias podemos concluir que no
existen niveles previos de determinación y estaticidad. Los actores toman el prota-
gonismo sobre las instituciones, no para llegar al individualismo, sino para entender
las múltiples interacciones, procesos y sistemas que llevan a que la gente piense y
haga las cosas de una determinada manera en un momento dado. Esta manera de
ver las cosas nos permite entender que la vieja discusión entre estructura e historia
no es tal y que los conceptos asociados, como tradición, cultura y resistencia se han
de poner en entre dicho.
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