Trabajo, Persona, Derecho, Mercado 8 (2024) 15-50

https://dx.doi.org/10.12795/TPDM.2024.i8.01

Recibido: 29/04/2024; Aceptado: 1/08/2024; Versión definitiva: 1/08/2024.

e-ISSN: 2660-4884 · © 2024. E. Universidad de Sevilla.

CC BY-NC-SA 4.0

La reformulación de la indemnización por despido improcedente a la luz de la Carta Social Europea

Reformulating Compensation for Unfair Dismissal in Light of the European Social Charter

Antonio Álvarez del Cuvillo

Profesor TU de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
de la Universidad de Cádiz

antonio.alvarez@uca.es

ORCID: 0000-0003-2103-347X

Resumen: Este artículo analiza la regulación de la indemnización por despido improcedente en España a la luz de la Carta Social Europea y las decisiones del Comité Europeo de Derechos Sociales. Se expone la problemática del actual modelo indemnizatorio español, que, al basarse exclusivamente en la antigüedad y el salario del trabajador, no ofrece una compensación adecuada a los trabajadores más vulnerables en el mercado de trabajo. Además, se critica la predictibilidad absoluta del sistema de indemnización, que ha convertido al despido improcedente en un mecanismo normalizado para la gestión de las plantillas, vaciando de contenido el derecho humano a no ser despedido sin justa causa.

En respuesta a estas deficiencias, el trabajo propone una revisión profunda del sistema de cálculo de indemnizaciones, sugiriendo la implementación de un modelo más flexible, pero al mismo tiempo estructurado y equilibrado. Para ello, se propone dividir la indemnización en tres componentes: el lucro cesante derivado de la pérdida del empleo –al que se le debe aplicar la indemnización por despido objetivo procedente–, los daños morales vinculados a la antijuricidad del despido –que deben ser suficientemente disuasorios– y los perjuicios acreditados fehacientemente que no puedan subsumirse en las categorías anteriores.

Palabras Clave: despido improcedente, Carta Social Europea, indemnización por despido, daños morales.

Abstract: This article analyzes the regulation of compensation for unfair dismissal in Spain in light of the European Social Charter and the decisions of the European Committee of Social Rights. It discusses the problems with the current Spanish compensation model, which, by basing itself exclusively on the seniority and salary of the worker, fails to provide adequate compensation to the most vulnerable workers in the labor market. Additionally, the absolute predictability of the compensation system is criticized, as it has turned unfair dismissal into a normalized mechanism for managing staff, emptying the human right not to be dismissed without just cause of its substance.

In response to these deficiencies, this work proposes a profound revision of the compensation calculation system, suggesting the implementation of a more flexible, yet structured and balanced model. To this end, it is proposed to divide the compensation into three components: the loss of earnings derived from the loss of employment—to which the compensation for objective fair dismissal should be applied—the moral damages linked to the unlawfulness of the dismissal—which should be sufficiently deterrent—and the verifiably proven damages that cannot be subsumed under the previous categories.

Keywords: Unfair dismissal, European Social Charter, dismissal compensation, moral damages.

Y si se le obliga a mirar la misma luz, ¿no se le dañarían los ojos? ¿No apartará su mirada de ella para dirigirla a esas sombras que mira sin esfuerzo? ¿No creerá que estas sombras son realmente más visibles que los objetos que le enseñan?

Platón, República

Sumario:

1. Introducción: la mirada reveladora de los “otros”. 2. Un modelo deficiente de protección frente al despido individual ilícito. 3. El papel de la Carta Social Europea y de la decisión condenatoria del CEDS. 3.1. La discordancia entre la normativa española y la CSE. 3.2. Sobre la obligatoriedad de la aplicación de la CSE y del dictamen del CEDS. 4. Propuestas de reforma. 4.1. Alternativas y pasos en falso. 4.2. Primer componente de la indemnización: la compensación del lucro cesante asociado a la pérdida del empleo. 4.3. Segundo componente de la indemnización: los daños morales asociados a la antijuricidad de la conducta. 4.4. Tercer componente de la indemnización: perjuicios acreditados no subsumidos en los componentes anteriores. 5. Conclusión. 6. Bibliografía.

1. Introducción: la mirada reveladora de los “otros”  ^ 

Cuando una norma jurídica está firmemente asentada en el ordenamiento de un país y, de hecho, constituye una de las instituciones nucleares del sistema, su contenido se “naturaliza”. Los actores sociales terminan aceptándola como un dato fáctico de la realidad o del orden natural de las cosas, en torno al cual ajustan sus expectativas y llevan a cabo sus estrategias. Estas normas básicas o nucleares apenas se cuestionan, pues es muy difícil concebir regulaciones alternativas y, cuando estas se formulan abiertamente en el debate público, se genera miedo, incertidumbre y tensión emocional.

Esto es lo que sucede en el ordenamiento español en lo que respecta al cálculo de las indemnizaciones por despido improcedente. A pesar de que se trata de una regulación muy deficiente, hasta hace bien poco apenas se ha cuestionado de manera seria, más allá de algunas críticas doctrinales[1] que no han tenido una influencia significativa ni en la actividad legislativa ni en la doctrina judicial. De este ensimismamiento solo ha podido liberarnos la mirada reveladora de los “otros”, en este caso, del Comité Europeo de Derechos Sociales (CEDS), en relación con el cumplimiento de la Carta Social Europea (CSE). La reciente decisión de fondo condenatoria de este órgano[2] –por lo demás, coherente con su doctrina previa– parece exigir una reforma legislativa inmediata, que abre una ventana de oportunidad para la construcción de una regulación más razonable y equitativa de la protección por despido injusto. A la luz de los contenidos de la CSE y de su interpretación por el CEDS podemos apreciar mejor las deficiencias de nuestro sistema de compensación del despido ilícito y construir unas nuevas reglas compatibles con las obligaciones internacionales asumidas por España. Pero también puede suceder que esta luz nos termine deslumbrando y que no seamos capaces de encontrar un nuevo rumbo[3]; podría parecer, por ejemplo, que no cabe otra alternativa que una indemnización “a la carta” carente de estructura, pero esto se debe simplemente a que habitualmente nos falta imaginación cuando nos situamos en terreno desconocido. Este artículo pretende proporcionar algunas pautas que sirvan de orientación a los interlocutores sociales y al legislador para construir un nuevo sistema que sea razonable y equilibrado.

Para alcanzar este propósito, es preciso identificar primero cuáles son las deficiencias de nuestro sistema, más allá de su eventual disconformidad con los contenidos de la CSE. En segundo lugar, se profundizará en la decisión del CEDS y en su discutido carácter vinculante. Por último, se propondrá un nuevo modelo para el cálculo de la indemnización por despido improcedente, que permita ponderar de manera equilibrada los distintos intereses en juego.

2. Un modelo deficiente de protección frente al despido individual ilícito  ^ 

Las deficiencias del modelo español de protección frente al despido no se limitan a la fijación de la indemnización por despido improcedente. En este trabajo no nos podemos detener en todas ellas, pero sí que es preciso mencionar brevemente aquellas disfunciones que terminan contribuyendo a la normalización del despido improcedente. En efecto, se ha pretendido diseñar una regulación que proporcione la máxima flexibilidad al empleador para gestionar el volumen y composición de sus plantillas, pero, como consecuencia de ello, se ha generado un marco estructural que favorece que se produzcan muchos despidos y que gran parte de ellos se terminen calificando como improcedentes. Paradójicamente, esto provoca un perjuicio a las empresas, particularmente a las más pequeñas, que tienen menos margen para definir sus estrategias.

Así, en lo que respecta al despido disciplinario, en contraste con la regulación de otros países, no se exige ningún tipo de procedimiento; ni siquiera se requiere una audiencia previa al trabajador[4] y a sus representantes legales y tampoco se establece ningún tipo de preaviso, sea cual sea la causa disciplinaria alegada o aunque no se alegue causa alguna[5]. De este modo, se incentiva la adopción de decisiones apresuradas, poco ponderadas y a veces directamente asociadas a un estímulo emocional inmediato, lo que, a su vez, tiende a producir un mayor número de despidos injustificados. Esta laxitud tampoco facilita la recopilación de evidencias por parte del empresario o la aplicación previa de sanciones menos graves para incumplimientos menores que permitan documentar la reincidencia o la desobediencia, lo que también a menudo influirá en la calificación del despido. Por otra parte, el legislador de 2012, buscando, una vez más, la máxima flexibilidad posible, ha definido las causas técnicas, organizativas y productivas de manera particularmente imprecisa; los jueces, sin embargo, no han renunciado a controlar la racionalidad de la medida empresarial[6], lo que ha terminado generando una mayor incertidumbre respecto a la concurrencia de la causa. Por último, como es sabido, en la práctica empresarial se ha generalizado el fraude en la contratación temporal –situación a la que se ha empezado a poner límites efectivos con la reforma de 2021–; en este contexto, frente a la impugnación de la extinción de los contratos temporales, los empresarios han tenido muchas dificultades para defender la causalidad del contrato, lo que ha llevado ineludiblemente a la declaración de improcedencia.

Ahora bien, sin duda los problemas más graves de la regulación se refieren a la determinación de las indemnizaciones por despido improcedente, que se basan solo en la antigüedad y el salario y, por tanto, son absolutamente previsibles. Hay que recordar que, en nuestro ordenamiento –al contrario que en otros países–, también se establece una indemnización para los despidos objetivos procedentes, que compensa al trabajador por los daños sufridos debido a la pérdida del empleo derivada de una causa que no le resulta imputable. Como es sabido, esta indemnización es de 20 días de salario por año de servicio, con un máximo de 12 mensualidades, mientras que en el despido improcedente se fija una indemnización de 33 días de salario por año, con un máximo de 24 mensualidades. En este contexto, la cantidad adicional respecto a la indemnización por despido objetivo –concretamente, de 13 días de salario por año de servicio–, expresa y materializa el desvalor que nuestro ordenamiento atribuye a la antijuricidad del despido. Desde el punto de vista del interés privado del trabajador, esta cantidad adicional constituiría una estimación abstracta de los daños morales sufridos por el acto empresarial ilícito, dado que los daños patrimoniales derivados de la pérdida del empleo serían idénticos a los del despido objetivo procedente. Al mismo tiempo, este importe de 13 días por año constituye una garantía general del principio de causalidad del despido, en la medida en que realmente consiga disuadir a los empleadores de llevar a cabo despidos ilícitos.

Aquí empiezan los problemas, porque ciertamente, el salario y la antigüedad, como veremos, son indicadores válidos, aunque necesariamente simplificados, del daño patrimonial causado por la pérdida del empleo, pero no guardan ninguna relación con los daños morales sufridos por el trabajador ni con la finalidad del ordenamiento de garantizar el principio de causalidad. Desde luego, el hecho de que un trabajador cobre un salario más elevado que otro, no implica que sufra un agravio de mayor entidad por un despido ilícito; esta cruda representación del valor diferenciado de la dignidad humana en función de los ingresos económicos de la persona agraviada, parece evocar de algún modo los sistemas indemnizatorios de épocas arcaicas, que en algunos casos exigían importes diferenciados en función del status social y la riqueza del ofendido[7]. Por su parte, la antigüedad en la empresa tampoco tiene particular conexión con la entidad del agravio, salvo quizás en los casos en los que el modo en el que se realiza el despido pueda traicionar de alguna manera una larga relación de confianza, lo que aludiría, sin embargo, a supuestos muy concretos y a la consideración de circunstancias específicas, más allá de la antigüedad en abstracto.

Pero, sobre todo, la indemnización adicional de 13 días por año no toma en consideración en absoluto el grado de antijuricidad de la conducta o la culpabilidad del empresario[8], factores indispensables para graduar el desvalor del comportamiento impugnado. Supongamos el caso de un trabajador con seis meses de antigüedad que cobra el salario mínimo diario para 2024 (37,8 Euros) y que es despedido por no querer hacer horas extraordinarias no estructurales o por sugerir informalmente al empresario la posibilidad de disfrutar de las vacaciones legalmente reconocidas[9]; este trabajador podría ser despedido efectivamente de manera verbal o tácita (pues esto no tiene otras consecuencias que la improcedencia), sin alegar causa alguna o, aún peor, alegando causas disciplinarias claramente falsas. En este caso, la cuantía de la indemnización por despido ilícito sería de 623,70 €. Ahora imaginemos el caso de un ingeniero con un salario de 4000 € mensuales –con pagas prorrateadas–, con 20 años de antigüedad en la empresa, que es despedido por un motivo disciplinario o económico de cierta entidad, pero que finalmente el juez considera insuficiente para fundamentar la extinción; en este supuesto, la indemnización alcanzaría al tope máximo legal, en este caso, de 96000 €[10], más de 150 veces superior a la anterior[11]. Esta desigualdad extrema entre los trabajadores tiene, a su vez, su correlato en una inaceptable desigualdad entre los empresarios, en la medida que, aquel que creía actuar conforme a Derecho debido a la relativa indeterminación de la causa ha sufrido una reprensión del ordenamiento jurídico mucho mayor que aquel que ha burlado abiertamente sus mandatos. En mi opinión, esta forma de calcular la indemnización por despido improcedente es arbitraria y, por consiguiente, contraria al principio de igualdad formal previsto en el art. 14 CE; ciertamente, no lo ha considerado así el Tribunal Constitucional [ATC 43/2014, F5 b)], aunque creo que esto se debe a que los argumentos sobre la irracionalidad de la utilización del salario y la antigüedad no se le presentaron de manera adecuada en la cuestión de constitucionalidad[12]. De cualquier modo, es evidente que estos criterios generalmente benefician a las personas mejor situadas en el mercado de trabajo y perjudican a las más vulnerables. En concreto, tienen un claro impacto desfavorable sobre las mujeres, las personas de origen extranjero y los jóvenes[13]. Indudablemente, este impacto no puede justificarse en aras a la consecución de un fin legítimo –en la medida en que la antigüedad y el salario no afectan ni a la gravedad del ilílcito ni a su carácter disuasorio–, por lo que el modo de cálculo constituiría también una discriminación indirecta múltiple e interseccional.

Más allá de la perspectiva de la igualdad de trato –tanto a nivel individual como a nivel grupal–, hay que subrayar que este sistema sitúa en una posición de vulnerabilidad extrema a las personas de escasa antigüedad, para las cuales la indemnización es extremadamente baja. De hecho, en muchos casos, el empresario ni siquiera tendrá que pagar esta irrisoria cantidad, dado que el trabajador no asumirá los costes económicos, de tiempo y de esfuerzo necesarios para impugnar judicialmente la decisión extintiva, sobre todo al haberse suprimido los salarios de tramitación en los casos en los que el empresario sustituye la readmisión por una indemnización, que son la inmensa mayoría.

Por lo demás, dado que el ordenamiento jurídico atribuye una indemnización para compensar la pérdida del empleo en el despido procedente por causas objetivas, el desvalor que el ordenamiento atribuye a la antijuricidad de la conducta sería, como ya se ha dicho, de 13 días de salario por año de servicio. En el ejemplo que se ha puesto anteriormente, este importe sería de 245,7 €, cantidad en absoluto disuasoria para evitar un despido puramente arbitrario. Desde un paradigma puramente económico, basado en la maximización de la utilidad, esta cantidad se convierte en el “precio” para cometer un ilícito[14], lo cual resulta inadmisible. Así, cuando un empresario tenga una elevada capacidad económica y dirija su agresión a las personas más vulnerables en el mercado de trabajo, podrá permitirse el “pago del despido” sin ningún esfuerzo y, por tanto, no tendrá la más mínima dificultad para ignorar abiertamente el mandato legal como si no existiera[15].

Solo desde un formalismo extremo rayano en el cinismo puede sostenerse que estos trabajadores vulnerables –a menudo mujeres, inmigrantes y jóvenes– se ven amparados realmente por el principio de causalidad en el despido. Sin embargo, este principio es una exigencia del art. 35 CE, tal y como se desprende de la doctrina del Tribunal Constitucional[16]. También lo ha reconocido explícitamente el Comité de Derechos Económicos y Sociales de la ONU en relación con el art. 23.6 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el art. 6 del PIDESC[17]. Por consiguiente, la ausencia de garantías frente al despido injustificado en el caso de los trabajadores más vulnerables, implica también un motivo adicional de inconstitucionalidad de nuestro sistema de cómputo, que, por consiguiente, no solo se opone al art. 14 CE, sino también al art. 35 CE[18]. A mayor abundamiento, el principio de causalidad del despido se enuncia también de manera explícita y contundente, tanto en el Convenio 158 OIT como en la Carta Social Europea revisada. No obstante lo anterior, esta vulneración del derecho humano al trabajo se invisibiliza a partir de la generalización de una creencia empresarial –racionalizada por algunos discursos teóricos–, que sostiene que la previsión de una compensación económica supone algo así como la admisión de un “despido libre indemnizado”, ignorando abiertamente la exigencia expresa de causa justa que opera tanto en el plano constitucional como en el internacional[19]. Salta a la vista que esta posición no resiste un análisis racional, como tampoco lo resistiría la afirmación de que en nuestro país se admite el “acoso sexual indemnizado” porque se exija una compensación reparadora y disuasoria cuando se produzcan estas agresiones. La indemnizacion, tanto en el caso del despido ilícito como en el del acoso sexual, es una garantía de efectividad del derecho, no el precio que hay que pagar por infringirlo[20]. De ello se colige que si la indemnización no consigue este propósito, es necesario cambiar las reglas de cómputo.

En este contexto de desprotección, a menudo la única posibilidad de que los trabajadores de escasa antigüedad perciban una indemnización mínimamente digna se remite a los “salarios de tramitación”, lo que implica un riesgo de distorsión de la finalidad que tiene esta institución de compensar un daño patrimonial específico. Así, la supresión de esta indemnización en los casos en los que el empresario opta por la indemnización, ha llevado a muchos profesionales del Derecho a una denodada lucha por obtener calificaciones de nulidad de manera un tanto forzada[21], acudiendo a interpretaciones extensivas de los derechos fundamentales o difuminando el carácter necesariamente grupal de la discriminación prohibida por el segundo inciso del art. 14 CE. Esto puede llevar a una cierta banalización de los derechos fundamentales –incluyendo la prohibición de discriminación– y a una saturación inapropiada de los mecanismos específicos de tutela, como la presencia del Ministerio Fiscal.

En otro orden de cosas, la tutela degradada frente al despido ilícito de los trabajadores de escasa antigüedad y salario despliega efectos secundarios muy importantes sobre las relaciones de poder entre las partes del contrato de trabajo[22], condicionando enormemente el ejercicio efectivo de los derechos laborales. Debe recordarse que el tejido productivo español está compuesto fundamentalmente por pequeñas empresas, en las que las relaciones entre empresario y trabajador asumen un carácter personal, directo e informal y donde la presencia sindical es escasa y relativamente débil, en caso de que exista. En este contexto, no es habitual que se produzcan reclamaciones judiciales o denuncias administrativas durante el tracto de la relación, de modo que la movilización formal de los derechos laborales se remite, en su caso, al momento de la extinción o a supuestos de ruptura de la relación personal que en último término van a desembocar casi irremisiblemente en una extinción del contrato. No obstante, los derechos legalmente reconocidos pueden movilizarse en el seno de procesos de negociación informales, en gran medida condicionados por las relaciones de poder entre las partes. La extinción del contrato es la consecuencia final de un conflicto laboral o interpersonal mal gestionado y, por tanto, las partes ajustan consciente o inconscientemente sus expectativas a esta posibilidad. Indudablemente, para el trabajador, la pérdida del empleo se convierte en una amenaza muy significativa, particularmente en un contexto de desempleo estructural masivo. En cambio, el límite más importante al poder descarnado del empleador es el coste total de la eventual extinción, fuertemente condicionado por las indemnizaciones de despido improcedente. En definitiva, la existencia de una indemnización disuasoria en el despido improcedente constituye un elemento clave –normalmente, el más importante– para la eficacia real del Derecho del Trabajo en las empresas de pequeña dimensión.

Ahora bien, la indemnización tasada y perfectamente previsible no solo favorece el ejercicio arbitrario del poder empresarial, sino que también facilita una cierta sustitución del despido objetivo procedente por el despido disciplinario improcedente[23]. Dicho de otro modo, a menudo los empresarios consideran que concurre causa suficiente para despedir, pero prefieren acudir a un despido disciplinario fraudulento, sencillamente porque les resulta más rentable, dado que la previsibilidad absoluta de la indemnización tasada permite llevar a cabo cálculos de coste-beneficio.

En primer lugar, debe recordarse que el despido objetivo procedente implica una obligación de preaviso de 15 días, durante los cuales el trabajador tendrá derecho a una licencia retribuida de seis horas semanales, que a menudo se sustituye por una compensación económica equivalente a los días de preaviso. Sin embargo, en un despido disciplinario fraudulento no se exige preaviso alguno[24]. En segundo lugar, la defensa de la procedencia de la extinción requiere la elaboración de una carta de despido precisa y detallada [ Cfr. 105.2 LRJS], lo que implica un coste de justificación del despido que se puede ignorar si se asume directamente la improcedencia. Pero, sobre todo, si el despido objetivo fuera impugnado, el empresario tendría que enfrentarse a un proceso judicial largo y costoso[25], de resultado incierto[26]; en lo que respecta a los trabajadores de escasa antigüedad, todo esto puede soslayarse reconociendo directamente la improcedencia del despido y la indemnización correspondiente en el acto de conciliación administrativa, lo que, por otra parte, explica el elevado número de conciliaciones[27]. A esto se añade la marcada “cultura de la temporalidad” inserta en el empresariado español, a pesar de los cambios positivos llevados a cabo tras la reforma laboral de 2021. Cuando un trabajador impugna judicialmente la extinción de un contrato temporal por considerar que no existía una causa que justificara la temporalidad, debe hacerlo en todo caso a través del proceso por despido y la consecuencia final de la estimación será, nuevamente, la calificación de la extinción como un despido improcedente. Dado que su importe depende de la antigüedad, generalmente será muy bajo, por lo que el mecanismo indemnizatorio es uno de los elementos que están reforzando el fraude de ley en la contratación temporal[28].

De todo ello deriva que el despido disciplinario improcedente se ha terminado convirtiendo en un instrumento “normal” de gestión de las plantillas, difuminándose su carácter de conducta ilícita. Así, a menudo se asume que la indemnización por despido injustificado integra los “costes de despido” en España[29], ignorando cualquier referencia a la causalidad de la extinción. Es como si, por ejemplo, se utilizaran los importes medios de las indemnizaciones asociadas a la vulneración de los derechos fundamentales, para afirmar que “los costes” de acosar sexualmente a los empleados son excesivamente altos; se está asumiendo que el empresario tiene derecho a despedir sin causa a cambio de un precio y por ello se reclama la reducción de su “elevado” coste. Posteriormente, las reformas laborales flexibilizadoras no se han enfocado particularmente sobre la definición de las causas económicas –al menos, con éxito– ni sobre la cuantía de las indemnizaciones por despido económico procedente, sino más bien sobre los costes asociados al despido improcedente. Como consecuencia de ello, cada reforma continúa incrementando la vulnerabilidad de los trabajadores de menor antigüedad y salario, sin terminar de solucionar el problema de las indemnizaciones elevadas de los trabajadores más antiguos, que son las que en realidad tienen impacto económico significativo[30].

En este marco institucional, las empresas tienen incentivos para prescindir de los trabajadores antes de que adquieran “excesiva“ antigüedad, lo que favorece la rotación involuntaria. Esta circunstancia desincentiva, a su vez, la inversión en formación, tanto para el empresario como para el trabajador, en detrimento de la productividad. Por su parte, muchos trabajadores antiguos en la empresa terminan asumiendo que el importe de la indemnización por despido improcedente es una especie de salario diferido que se han ganado a través de su experiencia y al que no piensan renunciar bajo ningún concepto; esto desincentiva la rotación voluntaria, lo que también afecta negativamente a la competitividad. De hecho, se dan casos en los que los trabajadores desean cesar en la prestación de servicios –incluso para incorporarse a otro empleo–, pero, en lugar de dimitir, tratan de forzar un despido improcedente, generando conflictos innecesarios. En el peor de los casos, si la empresa, en este marco de incentivos, ha construido un estilo gerencial basado en el miedo a perder el puesto de trabajo, se encontrará con un grupo de trabajadores precarios con motivación muy limitada y, por otro lado, con un grupo de trabajadores antiguos con escasa motivación que pretenderá sustituir lo antes posible por empleados más vulnerables.

En definitiva, ni siquiera hace falta acudir a la CSE para concluir que el sistema español de compensación por el despido improcedente es muy deficiente y genera numerosos problemas jurídicos, sociales y económicos. Sin embargo, no cabe duda de que, en términos de oportunidad, ha sido la suscripción de la versión revisada de la Carta, el sometimiento al procedimiento de reclamaciones y la condena del CEDS, lo que ha permitido abrir un espacio en el debate público para una reforma que, de cualquier modo, es muy necesaria.

3. El papel de la Carta Social Europea y de la decisión condenatoria del CEDS  ^ 

3.1. La discordancia entre la normativa española y la CSE ^ 

En el año 2021, el Reino de España suscribió por fin la versión revisada de la Carta Social Europea de 1996, asumiendo el compromiso de garantizar los derechos sociales que allí se regulan. Entre ellos se encuentra la protección frente al despido (art. 24), cuya redacción se aproxima a la de los artículos 4 y 10 del Convenio 158 OIT, y, por consiguiente, abarca tanto el derecho de todos los trabajadores a no ser despedidos sin que existan razones válidas, como el derecho a “una indemnización adecuada o a otra reparación apropiada” en caso de despido injusto. De la argumentación expuesta en el epígrafe anterior se desprende con claridad que el sistema español de protección frente al despido no garantiza una reparación apropiada para los trabajadores más vulnerables, lo que, a su vez, termina vaciando de contenido el principio de causalidad del despido. Por consiguiente, no cabe duda de que el sistema español vulnera el art. 24 CSE. A esta conclusión ha llegado también la última decisión del Comité. Sin duda, este resultado era previsible, por cuanto en resoluciones anteriores se habían evaluado negativamente los sistemas de compensación de Finlandia, Francia e Italia[31], por motivos equivalentes a los alegados en la reclamación de UGT.

Por eso mismo, la última decisión del CEDS comienza recapitulando cuáles son, de acuerdo con su doctrina general, los requisitos generales que debe cumplir un sistema de compensación frente al despido injustificado (Apdo. 69): a) debe incluir el reembolso de las pérdidas económicas producidas entre la fecha del despido y la decisión del órgano competente; b) tiene que preverse la readmisión del trabajador y/o una compensación económica proporcional al daño y suficientemente alta como para disuadir al empleador y reparar el daño sufrido por la víctima; c) si hubiera un tope máximo para los daños patrimoniales, la víctima debe poder acceder a una compensación de daños morales a través de un procedimiento suficientemente ágil[32]. También recuerda el Comité que en decisiones anteriores se han considerado insuficientes determinados topes máximos (Apdo. 71), que en realidad, eran muy similares, o incluso idénticos al español (Apdo. 78).

En particular, se considera que los topes máximos previstos por el sistema español no permiten considerar la situación específica del trabajador despedido (Apdos. 74 y 80). Por lo demás, se destaca que la indemnización predeterminada facilita que los empleadores realicen cálculos de coste-beneficio, lo que en último término puede incentivar que lleven a cabo despidos improcedentes (Apdo. 73). Por consiguiente, la indemnización no es suficientemente disuasoria (Apdo. 80). En definitiva, el CEDS considera que el sistema indemnizatorio español no cumple con la CSE, porque no siempre permite una indemnización ajustada a las circunstancias particulares del caso ni garantiza el cumplimiento efectivo de la exigencia de causa justa.

En esta ocasión, el CEDS no se ha pronunciado sobre la facultad que nuestro ordenamiento atribuye generalmente al empresario de optar por la compensación económica en lugar de por la readmisión. Sin embargo, previsiblemente habrá de hacerlo en el futuro, en relación con otra reclamación, todavía pendiente, presentada en este caso por CCOO. Esta reclamación se fundamenta en la doctrina del CEDS, que anteriormente había condenado a Finlandia por no prever en su ordenamiento la posibilidad de la readmisión frente a los despidos ilícitos[33]. A este respecto, el CEDS entendía que, aunque la readmisión no se prevea expresamente en el texto de la CSE, debe entenderse implícita en la mención que se hace a “[...] otra reparación apropiada”. No puedo compartir este razonamiento, dado que la propia redacción de la Carta parte de la base de la que la indemnización puede operar como un remedio apropiado, con independencia de que también se admitan otras alternativas y, precisamente por eso, se utiliza la conjunción disyuntiva “o”. Deben ser, por tanto, los Estados firmantes los que establezcan, si lo consideran oportuno, mecanismos alternativos a la compensación que resulten operativos en su contexto jurídico, social, económico y cultural. Ciertamente, el CEDS no pretende que se aplique la readmisión por defecto en todos los supuestos, sino que, por el contrario, remite la consideración de su adecuación al órgano judicial competente; en todo caso, tal vez podría argumentarse que en nuestro sistema se estaría despojando al juez de esta posibilidad al atribuir automáticamente al empleador la facultad de optar por la indemnización. Sin embargo, el Comité ha matizado posteriormente su doctrina, puesto que ha considerado ajustado a la Carta el régimen establecido en el ordenamiento francés, según el cual, aunque el juez tiene la potestad de proponer la readmisión, esta se termina sustituyendo por una indemnización si cualquiera de las partes se opone a ella, salvo en caso de despido nulo[34]. En definitiva, esta potestad del empleador de oponerse a la readmisión es equivalente a la prevista por el ordenamiento español, por lo que entiendo que este último se ajusta también en este punto a las previsiones de la CSE.

Por otra parte, el Comité tampoco ha valorado específicamente las reglas del sistema español en lo que respecta al abono de los salarios de tramitación. Desde luego, como se ha visto, en esta última decisión reitera en abstracto su doctrina general, que considera que la compensación debe cubrir el reembolso de las pérdidas económicas producidas entre la fecha del despido y la decisión del órgano competente. Este planteamiento resulta también criticable si se interpreta en sentido extensivo –es decir, aplicable automáticamente a todos los despidos injustificados sin excepción–, puesto que el texto de la Carta determina los resultados a alcanzar –la prohibición de despido sin causa justificada y la adecuación de la indemnización–, pero no los medios utilizados para conseguirlos. No se explica en ningún momento por qué los salarios de tramitación podrían resultar en todo caso imprescindibles para que la indemnización sea adecuada, tomando en consideración que los sistemas jurídicos de los estados firmantes pueden ser muy diferentes entre sí[35]. En principio, esta cantidad cubriría el “lucro cesante” derivado de la pérdida del puesto de trabajo, pero en los casos en los que no se aplica la readmisión, sino una indemnización compensatoria, la cuantía del lucro cesante es incierta y necesariamente debe calcularse a través de una estimación abstracta (sin que guarde relación alguna con el retraso judicial). Por supuesto, en caso de readmisión, si la persona despedida no hubiera estado trabajando durante la tramitación de la demanda, parece claro que se le habría producido un perjuicio patrimonial por la pérdida momentánea del empleo que, en principio, debería ser compensado económicamente; dicho de otro modo, en este caso, no basta con la reintegración para garantizar una restitución integral de los daños patrimoniales sufridos y a este supuesto debe referirse el CEDS. Sin embargo, en el caso español, el contrato se extingue inmediatamente con la comunicación empresarial y el trabajador puede acceder directamente a las prestaciones por desempleo o incorporarse a otro trabajo; si el despido se declarara improcedente, como regla general, el empleador tendrá la opción de sustituir la readmisión por una compensación económica, por lo que, generalmente, cuando el trabajador pone la demanda, no tiene ninguna expectativa real de reincorporarse a la empresa, sino solo de obtener la indemnización[36]. En este caso, los salarios de tramitación no serían más que una estimación posible del daño patrimonial sufrido por el despido, pero esta fórmula tiene el defecto de que depende de una circunstancia totalmente ajena a los hechos del caso, como es el eventual retraso de la Administración de Justicia. Por lo demás, ciertamente la recuperación de los salarios de tramitación para todos los supuestos contribuiría a eliminar el desincentivo que actualmente tienen los trabajadores para acudir a los tribunales[37], pero este resultado también podría conseguirse a través de una indemnización suficientemente alta. En definitiva, a falta de mayor precisión por parte del CEDS –que no condena a España en este punto–, entiendo que la obligatoriedad de los salarios de tramitación solo opera en caso de readmisión del trabajador, que es cuando se genera un daño patrimonial cierto, siempre que la indemnización que compense el ilícito sea por sí misma adecuada y disuasoria, lo que no sucede actualmente.

3.2. Sobre la obligatoriedad de la aplicación de la CSE y del dictamen del CEDS ^ 

Para entender bien esta problemática, es imprescindible separar tres planos que a menudo aparecen mezclados entre sí en las distintas argumentaciones: a) el carácter vinculante de la CSE en el plano internacional; b) el carácter vinculante de las decisiones del CED para determinar las obligaciones internacionales y c) el posible efecto directo sobre los particulares o sobre los jueces nacionales, tanto de la CSE como de la doctrina de su órgano de control[38].

El carácter vinculante de la Carta en el plano internacional está fuera de toda duda, puesto que se trata de un Tratado Internacional en materia de Derechos Humanos ratificado por España en el que las partes signatarias asumen formalmente determinadas “obligaciones” jurídicas[39]. En definitiva, el contenido de la CSE no es puramente programático, sino que impone obligaciones jurídicas internacionales al Estado español y al resto de los firmantes. Esta conclusión no se ve afectada por el hecho de que, en la actualidad, no existan mecanismos coactivos eficaces para imponer forzosamente el cumplimiento al Estado infractor, de modo que los Estados pueden incumplir sus compromisos internacionales con cierta impunidad[40]. En todo caso, eso sería un argumento para criticar las insuficiencias del sistema de garantías actual, pero no para negar el carácter obligatorio de la Carta, del mismo modo que las deficiencias en la regulación de la indemnización por despido improcedente no implican que el empresario tenga realmente derecho a despedir al trabajador pagando un precio. No se puede confundir la normatividad de un enunciado con la efectividad de los mecanismos de coacción establecidos en un momento dado.

Por otra parte, precisamente los instrumentos de garantía de cumplimiento de la Carta actualmente existentes se basan en la intervención del CEDS, a través de la revisión de los informes nacionales y del procedimiento de reclamaciones colectivas. Desde luego, el CEDS no es un órgano jurisdiccional, no resuelve supuestos particulares judicializados y no genera “jurisprudencia” en sentido estricto, pero nada de esto supone que sus decisiones sean meras opiniones como las que pueda emitir cualquier particular. Se trata precisamente de la institución formalmente establecida en el marco del Consejo de Europa para controlar la aplicación efectiva de las obligaciones internacionales reconocidas en la CSE y asumidas por los Estados firmantes. Se configura como un colegio de expertos en derechos humanos nombrados por los Estados miembros que dictamina acerca del grado de cumplimiento de los compromisos internacionales asumidos a partir de una evaluación de carácter jurídico. Por lo tanto, no hay duda de que su interpretación permite identificar si un determinado Estado ha incumplido un precepto en el plano internacional, puesto que es esa precisamente la función para la que este órgano ha sido creado. Desde luego, es legítimo criticar tanto la calidad de las técnicas de argumentación de este órgano como las conclusiones concretas a las que llegue en cada caso[41], pero esto no implica que, como institución, carezca de autoridad para formular una interpretación auténtica de la Carta en el ámbito internacional, proporcionando sentido a sus preceptos, pues toda interpretación de un texto normativo requiere acudir a un contexto de significados compartidos, construido en este caso por el Comité. Por lo demás, en lo que respecta a la protección internacional de los derechos humanos, la necesidad de una cierta homogeneidad en la interpretación de los compromisos asumidos resulta indispensable, pues, de lo contrario, precisamente por el carácter genérico con el que estos se redactan, podrían vaciarse totalmente de contenido con suma facilidad, convirtiéndose en meras proclamaciones propagandísticas de los Estados signatarios[42]. Una vez más, en el debate público se está utilizando la relativa impunidad de los estados infractores como argumento para mostrar la ausencia de carácter vinculante de las decisiones del CEDS; sin embargo, esta impunidad no se refiere en realidad al contenido de estas decisiones, sino al cumplimiento de la Carta, cuya garantía se encomienda al Comité. Por ejemplo, si un estado decidiera incumplir abiertamente el art. 24 de la Carta, estableciendo el despido ad nutum, no sufriría otra sanción internacional que la declaración del CEDS de falta de conformidad del derecho nacional con los compromisos asumidos. No se puede negar eficacia jurídica a estas declaraciones en el plano de la normatividad internacional, por más que desgraciadamente sean insuficientes para garantizar el cumplimiento pleno de los derechos humanos que formalmente se reconocen.

Por último, la posibilidad de aplicar directamente la CSE en los litigios entre particulares es una cuestión de derecho interno, que no viene determinada por su articulado, sino que depende del ordenamiento jurídico de cada Estado miembro. Como regla general, en el plano de las obligaciones internacionales, lo relevante es el resultado final, esto es, que los derechos reconocidos en la Carta se vean finalmente garantizados, sin importar los medios que cada Estado utilice para ello; estos medios incluirían tanto la actividad legislativa como la práctica judicial generalizada[43]. Debe recordarse que la aclaración al art. 24 del Anexo de la Carta determina que la fijación de la compensación puede venir determinada “por las leyes o reglamentos nacionales, por los convenios colectivos o por cualquier otro procedimiento adecuado a las circunstancias nacionales”; en este sentido, la expresión “cualquier otro procedimiento” admite la posibilidad de que sean las autoridades judiciales quienes determinen el importe de la indemnización[44], siempre que ello sea posible en el sistema jurídico examinado.

Por otra parte, desde la perspectiva interna, no cabe ninguna duda de que las disposiciones de la Carta constituyen normas jurídicas integradas en el ordenamiento jurídico español, conforme a lo previsto en el art. 96.1 CE. A pesar de que los preceptos de la Carta se dirijan expresamente a los Estados miembros y no a los particulares[45], hay que tener en cuenta que los órganos judiciales constituyen uno de los poderes del Estado y que se encuentran también vinculados por las obligaciones internacionales ( Cfr. art. 9.1 CE y art. 29 de la Ley 25/2014). Por ello, no resulta para nada extraño que los órganos judiciales españoles –incluyendo el TS–, estén aplicando con normalidad los preceptos de la Carta –incluyendo el artículo 24–, ya sea de manera directa[46] o como elemento interpretativo para orientar la interpretación de otras normas más específicas.

En este contexto, dado que el CEDS es el órgano que determina en el plano internacional si un Estado ha vulnerado o no las disposiciones de la Carta, lógicamente su doctrina debe tomarse en consideración cuando estas se pretenden aplicar en el plano interno como consecuencia de la incorporación inmediata de las normas internacionales al ordenamiento nacional[47]. Si el ordenamiento español reconoce expresamente efecto directo a las obligaciones internacionales asumidas por el Estado y, al mismo tiempo, existen órganos de control que determinan si estas se han incumplido, resulta ineludible atender a los pronunciamientos de estos órganos para interpretar las normas internacionales incorporadas al ordenamiento interno. Dicho de otro modo, en un sistema monista como el español no puede admitirse una disociación entre el plano internacional y el plano interno, de modo que los órganos judiciales deben interpretar las obligaciones internacionales en consonancia con el contexto común de significados generado por los órganos de garantía de los derechos humanos. De hecho, la Sala IV del Tribunal Supremo ha acudido de manera explícita a la doctrina del CEDS respecto a la redacción de la CSE de 1961 para fundamentar la necesidad de un preaviso en el contexto de la extinción durante el período de prueba del antiguo contrato de apoyo a los emprendedores[48]. En definitiva, no resulta, en realidad, problemático que las disposiciones de la CSE operen en el ordenamiento jurídico español como disposiciones normativas vinculantes, ni que su interpretación se vea integrada por la doctrina del CEDS, lo que ya ha sucedido anteriormente en otros casos. En mi humilde opinión, el debate se ha generado en este caso sencillamente porque la decisión adoptada resulta especialmente “incómoda” en un marco regulatorio en el que se ha normalizado la lógica perversa del “despido libre indemnizado”.

En realidad, los obstáculos más importantes para la aplicación directa de la Carta se refieren más bien a las eventuales limitaciones del control de convencionalidad, institución que eventualmente permitiría al juez inaplicar una disposición nacional contraria al Derecho Internacional, conforme al art. 31 de la Ley 25/2014 y la jurisprudencia del TC. A este respecto, el TS español ha admitido sin ningún problema la posibilidad de que los jueces nacionales lleven a cabo este control de convencionalidad en relación con los preceptos de la CSE, pero solo en caso de que estos proporcionen suficiente claridad y certeza, para evitar que se produzcan situaciones de inseguridad jurídica[49]. A este respecto, hay que destacar que el art. 24 CSE no establece ningún sistema indemnizatorio en particular, sino que se limita a exigir el resultado de que la compensación económica sea adecuada.

Por ello, no considero factible que los jueces españoles puedan sencillamente inaplicar el sistema indemnizatorio previsto en los arts. 56.2 ET y 110 LRJS, por deficiente que este esa, determinando automáticamente la indemnización a su propio arbitrio o sustituyendo estos preceptos legales por un sistema indemnizatorio radicalmente distinto que pudieran concebir por sí mismos[50]. Ahora bien, en caso de que la indemnización resultante de la aplicación mecánica de los criterios legales fuera “inadecuada” para cubrir los daños reales constatados o insuficientemente disuasoria por su cuantía irrisoria, deberán plantearse compensaciones adicionales, que habrían de superponerse a la indemnización legalmente tasada. De hecho, la idea de que todos los posibles daños están subsumidos en la indemnización tasada no se desprende necesariamente de la literalidad de la ley, sino más bien de una doctrina jurisprudencial del TS, que, aunque ciertamente está muy consolidada, progresivamente se ha ido matizando para atender a las circunstancias particulares de determinadas situaciones. Así, el propio TS ha terminado admitiendo la compatibilidad de la indemnización por vulneración de derechos fundamentales con la indemnización tasada asociada a la extinción del art. 50 ET –equivalente a la de despido improcedente–, modificando de facto su doctrina anterior[51]. Igualmente, el TC ha admitido sin vacilación alguna la posibilidad de indemnizar las lesiones de derechos fundamentales llevadas a cabo con objeto de obtener pruebas de cara a un despido disciplinario, con independencia de que este sea calificado como improcedente (o incluso, procedente)[52]. No se trataría, por tanto, de inaplicar la ley, sino más bien de modificar la doctrina jurisprudencial hasta ahora vigente, también en estos aspectos. En este contexto, los jueces pueden –y deben– reconocer entidad a los daños patrimoniales o morales que fueran específicamente alegados y acreditados por el trabajador, que tuvieran una identidad propia respecto a los que se desprenden automáticamente del despido[53]. En lo que respecta al carácter “disuasorio” de la compensación, el órgano judicial podrá advertir en determinados casos que el empresario ha llevado a cabo el despido ilícito con absoluta impunidad debido a la limitación excesiva de la cuantía; esta circunstancia generaría daños morales específicos que habrían de ser indemnizados. Sin embargo, es evidente que estas posibilidades de los órganos judiciales se refieren a supuestos excepcionales y que el cumplimiento pleno de la Carta solo puede producirse a través de una reforma legislativa[54].

4. Propuestas de reforma  ^ 

4.1. Alternativas y pasos en falso ^ 

La necesaria reforma del modo de cálculo de las indemnizaciones por despido improcedente corre el riesgo de verse distorsionada por la inercia de las prácticas empresariales en relación con la normalización de esta forma de despido como mecanismo fisiológico de gestión de la dimensión de las plantillas. Si se quiere mantener esta dinámica disfuncional, es preciso que la cuantía exacta de la indemnización siga siendo absolutamente previsible de antemano, sobre la base de la creencia errónea de que el marco jurídico internacional admite el “despido libre indemnizado”. En este contexto, las grandes empresas podrían llegar a admitir un “incremento” de la indemnización, por ejemplo, volviendo al módulo de 45 días de salario por año. Sin embargo, el problema de fondo no es que las indemnizaciones por despido sean siempre “demasiado bajas”; de hecho, no hay que descartar que en algunos casos, las indemnizaciones puedan ser “demasiado altas”, dado que no hay ninguna conexión entre su importe y el daño sufrido, la antijuricidad de la conducta o la necesidad de disuasión. Un aumento de las indemnizaciones máximas no contribuiría en absoluto a reducir la precariedad absoluta de los trabajadores más vulnerables y, al mismo tiempo, seguiría produciendo una notable insatisfacción de los empresarios con la cuantía de las indemnizaciones, que terminaría conduciendo en el futuro a nuevos recortes, sin cambiar para nada el paradigma. Ciertamente, el sistema actual mejoraría sustancialmente, aunque no se modificara el modo de cálculo si se estableciera un tope mínimo de cuantía suficiente[55], que redujera la vulnerabilidad de las personas de menor antigüedad y salario de manera significativa y, al mismo tiempo, se introdujesen de nuevo los salarios de tramitación. Sin embargo, la indemnización seguiría sin ser disuasoria para las empresas con mayor capacidad económica. Asimismo, la falta de conexión con la antijuricidad de la medida o la culpabilidad del empresario continuaría causando graves desigualdades entre empresarios y entre trabajadores (en este último caso, incurriendo, como se ha visto, en discriminación indirecta). Por lo demás, el establecimiento de un tope máximo absoluto para los daños morales no parece, en principio, compatible con la doctrina del CEDS.

Tampoco resolvería completamente el problema una expansión de la “tutela real”, es decir, de la readmisión obligatoria. Ciertamente, es posible plantearse la nulidad del despido en supuestos adicionales a los previstos actualmente. De hecho, en el caso del despido verbal o tácito, la nulidad me parece imprescindible para garantizar un mínimo de seguridad respecto a la producción de la extinción. Sin embargo, lo cierto es que la readmisión obligatoria constituye un remedio ilusorio, salvo en la Administración Pública y en las organizaciones particularmente grandes. En la práctica, en toda Europa opera generalmente como una sanción puramente simbólica, que a menudo se termina sustituyendo por una compensación económica pactada entre las partes o establecida por el juez[56], dado que el despido injustificado casi siempre provoca una ruptura efectiva de la relación personal entre las partes, si es que no derivaba de una ruptura previa. En estos casos, es muy frecuente que los propios trabajadores no deseen seguir trabajando para el empresario; la readmisión es casi siempre una construcción ficticia que se instrumentaliza para conseguir otros fines, como el pago de los salarios de tramitación o el abono de una indemnización que sea realmente adecuada.

En el extremo opuesto a nuestro sistema de valoración tasada y completamente previsible se encontraría la atribución al juez de una capacidad plena para determinar el importe de la indemnización a su prudente arbitrio en función de las circunstancias concurrentes en cada caso. Sin embargo, esto no garantizaría que las indemnizaciones fueran siempre adecuadas y disuasorias, pues nada impide que algunos jueces terminen estableciendo indemnizaciones insuficientes. Desde luego, para garantizar la adecuación de las indemnizaciones, sería necesario establecer un importe mínimo legal[57]. Por otra parte, parece razonable establecer también topes máximos para el lucro cesante derivado de la pérdida de empleo y para los daños morales, pero esto último tiene algunas dificultades de encaje con la doctrina del CEDS[58].

Por lo demás, la determinación de la cuantía de la compensación resulta un tanto problemática si el legislador no establece ninguna orientación sobre los parámetros a considerar. Por supuesto, los daños patrimoniales emergentes efectivamente constatados pueden cuantificarse sin excesiva dificultad. Sin embargo, el lucro cesante derivado de la pérdida del puesto de trabajo y los daños morales vinculados al carácter antijurídico del despido no pueden, en realidad, cuantificarse con precisión, por lo que habría que acudir a estimaciones puramente abstractas. En este contexto, si no se imponen ciertos parámetros homogeneizadores –a través de las normas legales, la costumbre, la práctica judicial o la jurisprudencia–, existe un riesgo de que las indemnizaciones concedidas a los trabajadores difieran significativamente en situaciones muy similares, produciéndose entonces situaciones de desigualdad manifiesta entre trabajadores y también entre empresarios. En este contexto, creo que el sistema de regulación óptimo sería uno que proporcionara suficiente margen de discrecionalidad a los órganos judiciales para que pudieran adaptarse a las circunstancias particulares de cada caso, pero que, al mismo tiempo, estableciera unos parámetros claros para el cálculo. Estos parámetros deberían estructurar suficientemente la decisión judicial, garantizando una compensación adecuada, disuasoria y proporcionada a la gravedad del ilícito.

A mi juicio, para ello resulta indispensable dividir la indemnización en varias partes, con objeto de permitir una ponderación adecuada de los distintos factores que entran en juego. Por eso mismo, propongo la división de la indemnización en tres componentes: 1) la compensación del lucro cesante asociado a la pérdida del empleo por causa no imputable al trabajador; 2) la representación del desvalor que el ordenamiento atribuye a la conducta prohibida, que al mismo tiempo debe garantizar el carácter disuasorio de la indemnización; 3) la indemnización adicional por daños emergentes acreditados no cubiertos por los otros dos apartados.

4.2. Primer componente de la indemnización: la compensación del lucro cesante asociado a la pérdida del empleo ^ 

Desde luego, uno de los elementos que debe abordar la indemnización por despido improcedente es la compensación de los daños patrimoniales causados por la pérdida del empleo. El principal perjuicio patrimonial que se produce en estos casos es el lucro cesante correspondiente a los ingresos que el trabajador dejará de percibir como consecuencia del despido ilegítimo. En un contexto de desempleo estructural masivo, la pérdida del empleo puede suponer una merma de ingresos considerable; de hecho, en algunos casos –como el de los trabajadores maduros–, incluso puede suponer un riesgo de caer en situaciones de exclusión social. Ciertamente, las prestaciones de desempleo, en caso de que se tenga derecho a ellas, pueden contribuir a minorar esta pérdida, pero es evidente que no lo hacen de manera plena.

Por supuesto, la cuantificación de este “lucro cesante” es incierta, puesto que depende de la celeridad con que el trabajador despedido encuentre un empleo en el futuro y de las condiciones laborales de esta nueva ocupación. En este sentido, para cuantificar con cierta precisión los daños, es necesario entrar en valoraciones probabilísticas basadas en diversos factores, ya sea “objetivos” o “subjetivos”. Entre los factores objetivos[59] podrían tomarse en consideración las tasas de desempleo en el área geográfica de referencia, teniendo en cuenta, si es posible, el valor que el mercado de trabajo atribuye a las cualificaciones específicas del trabajador. En cambio, los factores subjetivos se referirían a las circunstancias personales de la persona despedida que pudieran dificultar su inserción laboral futura. Todas estas estimaciones resultan un tanto problemáticas, porque a menudo puede ser difícil –o incluso imposible– obtener los datos necesarios o “capturar” de manera eficaz todos los factores que resultan relevantes en un caso concreto. Existe, por tanto, un riesgo de que se termine acudiendo a fórmulas excesivamente complejas y de difícil aplicación, que en el fondo solo proporcionen una ilusión de exactitud, en la medida en que el intérprete deba adoptar una multiplicidad de decisiones discrecionales para cuantificar los distintos componentes. Por otra parte, la consideración explícita de factores de vulnerabilidad o causas de discriminación en el cómputo de la indemnización resulta contraproducente, no solo porque podría desencadenar reclamaciones de “discriminación retributiva inversa” –dado que el TJUE interpreta de manera simétrica el principio de igualdad de trato–, sino, sobre todo, porque implican un riesgo palpable de desencadenar “efectos boomerang”. Si los empresarios perciben que es más caro despedir a las personas que se encuentran en una situación más precaria en el mercado de trabajo –por ejemplo, las mujeres mayores de 50 años–, es evidente que esta circunstancia podría incidir en sus decisiones de contratación, incrementando aún más esta precariedad.

Como hemos visto, en el ordenamiento jurídico español se determina una indemnización para los despidos “objetivos” procedentes, que pretende abarcar las pérdidas patrimoniales asociadas a la pérdida del empleo por una causa no imputable a la conducta del trabajador. En otros países no se prevén estas indemnizaciones, pero, en el caso español, las elevadas tasas de desempleo parecen aconsejarlo. A este respecto, se renuncia a la “ restitutio ad integrum” de todos los daños patrimoniales que pudieran surgir, precisamente debido a la imposibilidad de determinar con precisión el lucro cesante. En el caso del despido objetivo procedente, sí que nos encontramos ante una decisión “normal” de gestión empresarial, por lo que resulta apropiado acudir a criterios que permitan concretar de antemano la cuantía de la indemnización, proporcionando seguridad jurídica tanto a los empresarios como a los trabajadores. Por ello se acude a dos criterios relativamente “objetivos”, que son la antigüedad y el salario. Por supuesto, pueden plantearse –y, de hecho, se plantean– numerosas controversias jurídicas respecto a la determinación de estos dos elementos, pero, aún así, estos conflictos siempre se presentan como situaciones “anómalas” respecto a la generalidad de los casos, en los que no se discute ni la antigüedad ni el importe del salario. En cambio, si la indemnización por despido procedente se dejara a elementos más inciertos, como consideraciones probabilísticas, parece claro que la incertidumbre sería excesiva.

En este contexto, el salario es un criterio adecuado, porque está directamente relacionado con el perjuicio patrimonial derivado de la pérdida del empleo, dado que coincide con la utilidad patrimonial que este proporciona. Por eso mismo, el impacto desfavorable que este criterio genera sobre los colectivos más vulnerables en el mercado laboral está suficientemente justificado, siempre que la brecha salarial no se pueda atribuir a discriminaciones directas o indirectas. Por supuesto, cuando el salario fuera discriminatorio, también lo sería la indemnización por despido, pero, en caso contrario, las diferencias en el importe de la compensación serían una consecuencia automática de la desigualdad salarial que se ha considerado conforme a Derecho.

Por otra parte, la consideración de la antigüedad permite compensar tanto la eventual depreciación del “capital humano general”, es decir, la cualificación general del trabajador que podría volverse obsoleta con el tiempo, como, sobre todo, la pérdida de “capital humano específico”, esto es, la cualificación que solo es directamente aplicable a la empresa en la que se obtuvo[60]. En este sentido, el criterio de la antigüedad permite abordar hasta cierto punto los problemas específicos que produce el despido a los trabajadores maduros que han trabajado durante muchos años en una misma empresa. Al vincular la indemnización al tiempo de servicios en la empresa, se desincentiva el despido de las personas de elevada antigüedad –que quedarían, en principio, en una posición más vulnerable– y, en su caso, se les atribuye una compensación particularmente alta, pero, al mismo tiempo, no se desincentiva la contratación de personas mayores, como sucedería si la edad fuera el criterio determinante. Por todo ello, entiendo que el criterio de la antigüedad también se justifica si de lo que se trata es de compensar daños patrimoniales derivados de la pérdida del puesto de trabajo y no otras circunstancias[61].

Ahora bien, este tipo de daños no se ven alterados por la calificación del despido. Lógicamente, en el despido disciplinario procedente no se devenga ninguna indemnización, pero ello no se debe a que no se hayan producido perjuicios, sino a que estos no pueden imputarse al empresario. En cambio, la indemnización por despido objetivo procedente cubre exactamente los mismos perjuicios que habrían de incluirse en la compensación por despido improcedente para compensar los daños patrimoniales derivados de la pérdida del empleo. Por lo tanto, el modo de cálculo debería ser exactamente el mismo.

No obstante lo anterior, podría argumentarse que en el despido objetivo procedente, el empresario actúa conforme a Derecho, por lo que la intensidad de la imputación del daño es menor y se produce un cierto reparto del riesgo entre el trabajador y el empresario, que no sería posible en el despido improcedente. Sin embargo, a mi juicio, esta argumentación no es correcta, porque la indemnización actualmente vigente para el despido objetivo procedente puede ser superior o inferior al daño efectivamente producido. Por ejemplo, un trabajador muy antiguo con una elevada cualificación puede ser despedido de manera procedente, recibir una indemnización muy alta y encontrar trabajo inmediatamente; en cambio, si el mismo trabajador fuera despedido de manera improcedente y se acudiera a un sistema alternativo que hiciera valoraciones sobre la posibilidad de encontrar un empleo, podría encontrarse con una indemnización muy baja, debido a la alta demanda de sus cualificaciones específicas en el mercado de trabajo. Para que haya equidad, la estimación del lucro cesante debe ser exactamente la misma en los dos casos, por más que, lógicamente, deban añadirse otros componentes en el despido improcedente para cubrir otros perjuicios. De cualquier modo, esta argumentación puede rescatarse en lo que respecta a los posibles daños patrimoniales emergentes. Es razonable que en el despido procedente estos perjuicios se vean subsumidos en la indemnización tasada, con objeto de garantizar la previsibilidad de la indemnización de cara a la gestión racional del volumen de las plantillas. En cambio, es oportuno que estos daños puedan reclamarse de manera específica en los casos de despido improcedente, dado que en estos casos no debería operar ningún reparto de riesgos entre trabajador y empresario, por tratarse de una conducta ilícita.

En base a lo anterior, mi propuesta es que la parte de la indemnización que compensa el lucro cesante derivado de la pérdida del empleo coincida exactamente con la que en cada momento el ordenamiento atribuya al despido objetivo procedente, que actualmente sería de 20 días de salario por año de servicio hasta un máximo de 12 mensualidades.

4.3. Segundo componente de la indemnización: los daños morales asociados a la antijuricidad de la conducta ^ 

La segunda parte de la indemnización representaría el desvalor que el ordenamiento atribuye a la antijuridicidad de la conducta y, al mismo tiempo, materializaría la necesidad de que la compensación predeterminada por la ley tenga realmente un efecto disuasorio. Ambas finalidades están íntimamente relacionadas entre sí y no pueden separarse, pues la segunda es una consecuencia directa de la primera. De este modo, sería posible visibilizar la diferencia sustancial que el ordenamiento, en base a un principio elemental de justicia, debería establecer en todo caso entre un despido objetivo procedente y un despido improcedente, más allá de los daños patrimoniales derivados de la pérdida del empleo.

Este componente de la indemnización puede suscitar una cierta polémica, al menos en teoría, porque su naturaleza parece aproximarse a la de los llamados “daños punitivos”, en la medida en que la previsión de indemnizaciones proporcionales a la gravedad del ilícito y a la capacidad económica del infractor parece dirigirse más a disuadir a los empresarios de cometer la conducta prohibida que a compensar efectivamente a las víctimas. Los daños punitivos provienen del ámbito jurídico anglosajón, pero su relativa traslación a los sistemas europeos continentales y latinoamericanos –que ha venido de la mano de la tutela antidiscriminatoria– presenta algunas dificultades dogmáticas[62]. Podríamos decir que, cuando se prevén estos daños, el sistema jurídico instrumentaliza el interés privado de los particulares al servicio del interés general de la sociedad consistente en que no se cometan determinadas ilegalidades. Esta idea, en sí misma, no resulta especialmente problemática, pero aplicada al Derecho de Daños contrasta con la asunción generalizada de que las indemnizaciones se dirigen a compensar los daños patrimoniales y morales que ha sufrido un sujeto; desde esta perspectiva, si se atribuye al trabajador un beneficio económico que no alude a un daño efectivamente sufrido por la víctima, se estaría produciendo un enriquecimiento injusto de esta. Si asumimos esta argumentación, resultaría más coherente con la lógica de los sistemas europeos continentales limitar las indemnizaciones a la compensación del daño efectivamente sufrido, acudiendo al ius puniendi del Estado para aplicar sanciones públicas que estuvieran dirigidas específicamente a prevenir la conducta prohibida. Sin embargo, es evidente que no existe ninguna sanción en la LISOS para los despidos ilícitos, seguramente porque sería muy poco operativa; dicho de otro modo, es prácticamente imposible controlar la procedencia de los despidos si no se cuenta con la iniciativa del trabajador afectado. Es por ello, que los daños aparentemente punitivos resultan particularmente importantes en materia de despido (ya sea injustificado o contrario a derechos fundamentales).

Sucede, sin embargo, que la argumentación que se ha expuesto anteriormente sobre los “daños punitivos” olvida la naturaleza ficticia de los daños morales. Se parte de un esquema de pensamiento implícito –nunca admitido expresamente–, según el cual, las víctimas realmente estarían sufriendo un daño económico que tendría un valor determinado, al margen de las dificultades para determinar con precisión su cuantía. En realidad, estos daños son una estimación puramente abstracta que convierte un agravio inmaterial en una obligación económica cuyo importe será más elevado cuanto más grave haya sido la ofensa. Ninguna cantidad de dinero puede borrar la producción de la ofensa y, por tanto, nunca es posible la restitutio ad integrum. Así pues, los daños morales constituyen una ficción jurídica bastante artificiosa, que, sin embargo, resulta necesaria para producir una cierta “satisfacción” emocional a la víctima –conectando con determinados procesos psicológicos– con objeto de canalizar efectivamente el conflicto social generado por la afrenta[63]. La satisfacción del agraviado se produce, no solo por el beneficio económico que obtiene, sino también por el sentimiento de realización de la justicia, que permite materializar la vigencia de la norma infringida, demostrando así que el Derecho y el orden social amparan a la víctima, más allá las meras proclamaciones formales. Desde este punto de vista, los daños morales son, por su propia naturaleza “punitivos” y, por tanto, resulta oportuno aplicarles elementos asociados a la prevención y a la retribución, sin olvidar, eso sí, que, en último término no son sanciones públicas, sino compensaciones destinadas a aliviar el agravio sufrido por la víctima de un comportamiento ilícito, materializando la realización del valor de la justicia y la solvencia del sistema jurídico para canalizar los conflictos sociales.

En la determinación de estos daños debería influir el grado de antijuricidad de la extinción, porque, como ya se ha dicho, no debe merecer el mismo desvalor un despido completamente arbitrario que otro efectuado “de buena fe”, en base a una cierta fundamentación objetiva que, en último término, no se termine considerando de suficiente entidad; en uno u otro caso, la efectiva satisfacción de la víctima frente a la injusticia cometida requiere de una sanción diversa. Igualmente, en los casos de impugnación de contratos temporales sin causa, también debería ser más alta la indemnización cuando existiera fraude de ley en la contratación, en lugar de un error relativamente excusable del empresario. Por otra parte, el importe de la indemnización también debe atender a los posibles incumplimientos formales, puesto que estos ciertamente incrementan el desvalor jurídico del acto, produciendo daños morales adicionales a la víctima; de lo contrario, cuando el empresario sepa que no tiene una causa justificada para despedir, de manera que el despido será declarado improcedente, no tendrá ningún incentivo para cumplir con las obligaciones formales asociadas al despido. Sería conveniente que la ausencia de forma escrita implicara la nulidad del despido, pero, en caso de que se mantuviera la actual calificación de improcedencia, no cabe duda de que debería incrementar significativamente la cuantía de la indemnización. Del mismo modo, también tendrían que tenerse en cuenta los posibles incumplimientos de obligaciones procedimentales en el despido disciplinario como la omisión de la audiencia al trabajador y a sus representantes legales[64], cuando viniera exigida por el ordenamiento.

En otro orden de cosas, la sanción prevista en abstracto debe ser eficaz para impedir la producción del ilícito, de modo que su comisión no pueda contemplarse por la empresa como una posibilidad normalizada y sometida a la lógica del coste-beneficio. Esto requiere que su importe no esté completamente determinado de antemano y, por otra parte, que este se pueda elevar significativamente en función de la capacidad económica de la empresa[65]. Ciertamente, el carácter disuasorio de la indemnización –exigido por el CEDS– se vincula intensamente con el interés general, pero no es de ningún modo ajeno al interés privado de la víctima. En efecto, la satisfacción adecuada de los daños morales requiere que el pago suponga un esfuerzo significativo para el empleador y no un gasto rutinario que pueda sufragar con facilidad, pues esto último implicaría una palpable sensación de injusticia por parte de la víctima. Ciertamente, esto implica que, ante el mismo ilícito, unos trabajadores percibirán cantidades más elevadas que otros, pero esta es una consecuencia directa de las circunstancias objetivas en las que se desenvuelve la relación de servicios.

Para cuantificar el importe exacto de los daños morales resulta oportuno fijar topes mínimos y máximos, como sucede en las sanciones estrictamente punitivas (penales y administrativas). La relativa arbitrariedad que presenta cualquier cuantificación de daños morales aconseja establecer una escala mínima que garantice que todos los jueces se ubiquen en el mismo espacio de significados compartidos. Esto se entiende más fácilmente a partir de un ejemplo extremo: la nota numérica que pone un profesor solo puede expresar la valoración positiva o negativa de un alumno si se ubica en una determinada escala de calificación; un “5” o un “7” no significan nada si no se sitúan en unos determinados márgenes numéricos. Por supuesto, en nuestra sociedad el dinero no tiene un valor puramente abstracto, dado que se relaciona con el poder de consumo y los jueces pueden tener ideas relativamente compartidas acerca de lo que en nuestra sociedad significa, por ejemplo, tener 6.000 €; no obstante, sigue sin existir una equivalencia exacta entre la cuantificación económica y la magnitud del agravio, por lo que el problema es básicamente el mismo, aunque en un grado menos elevado.

Estos umbrales mínimo y máximo no deben construirse en base a la antigüedad o el salario, dado que estos elementos no guardan ninguna relación con la antijuricidad de la conducta y, además tienen un impacto desfavorable sobre colectivos vulnerables que en este caso carecería de justificación objetiva y razonable. Así, por ejemplo, en lugar de establecerse un umbral mínimo de “seis meses de salario”, debería determinarse una cantidad económica concreta o, si se busca una actualización automática, una serie de mensualidades o multiplicadores del SMI.

Sería deseable que estos topes fueran determinados a través del diálogo social, ponderando todos los intereses en juego. Ahora bien, la indemnización mínima no puede ser tan baja que termine disuadiendo a la persona trabajadora de reclamar frente a un despido ilícito, como sucede actualmente en muchos casos, de manera que su cuantificación debe tomar en consideración los costes medios que supone para el trabajador el proceso de despido. Por ese motivo, en mi opinión, la cuantía del importe mínimo guarda cierta relación con la eventual previsión de los salarios de tramitación. Si se recuperaran estos salarios también para los casos en los que el empresario optara por la indemnización, entonces no sería tan costoso para el trabajador llevar a cabo el proceso, lo que podría afectar a la cuantía del importe mínimo. Personalmente me inclino por mantener la supresión de los salarios de tramitación en los casos en los que no hubiera readmisión, pero a cambio de establecer una indemnización mínima que compense suficientemente los costes del proceso. Por su parte, el tope máximo marcaría el límite del desvalor que el ordenamiento permite atribuir a la infracción cometida, en aplicación del principio de proporcionalidad, como sucede con todas las sanciones estrictamente punitivas[66]. Posiblemente, este importe máximo debería ser particularmente elevado para las empresas de mayor capacidad económica.

Ahora bien, a primera vista, la fijación de un importe máximo podría resultar contraria a la exigente doctrina del CEDS, que parece aferrarse a la ficción de una reparación “integral” de los daños morales. Esta postura me parece criticable; de hecho, en realidad, la fijación de un tope máximo suficientemente elevado podría tener un efecto disuasorio mucho más importante que la referencia a una cantidad incierta, puesto que no hay nada que impida que en la práctica judicial se terminen consolidando indemnizaciones “excesivamente bajas”. No obstante, creo que es posible satisfacer la necesidad de establecer límites máximos a la cuantificación del desvalor asociado a la antijuricidad, permitiendo al mismo tiempo la consideración de otros daños morales independientes, con lo que se respetaría la doctrina del CEDS. Esto nos lleva a la tercera parte de la indemnización.

4.4. Tercer componente de la indemnización: perjuicios acreditados no subsumidos en los componentes anteriores ^ 

El tercer componente de la indemnización se referiría a los perjuicios morales o patrimoniales específicos que pudieran generarse en determinados supuestos particulares en atención a las circunstancias concurrentes, y que no pudieran subsumirse en los factores anteriormente mencionados. Dado que estos elementos son totalmente imprevisibles y dependientes de las circunstancias de cada caso, no es posible establecer topes máximos. Esto no implica que se produzca una incertidumbre excesiva para los empresarios, dado que estos perjuicios no se devengarían de manera automática, sino que se tomarían en consideración exclusivamente en los casos en los que se hubieran alegado, especificado y acreditado en el proceso judicial, como sucede con normalidad en materia de Derecho de Daños. De este modo, se daría pleno cumplimiento a la doctrina del CEDS respecto a la inadecuación de los topes máximos absolutos.

Los daños morales adicionales se referirán a la especial lesividad de los actos de materialización del despido o al singular menoscabo sufrido por la persona trabajadora, más allá de la consideración del carácter antijurídico de la extinción. Lo importante es que estos supuestos generen un daño moral emergente que pueda constatarse en el proceso y que no derive únicamente de la ausencia de causa o del incumplimiento de requisitos formales. El supuesto más claro es el de la vulneración de los derechos a la intimidad o a la protección de datos para obtener pruebas de la concurrencia de una causa disciplinaria. Otro caso podría ser el de la afectación del derecho al honor por la inclusión de graves imputaciones completamente falsas en la carta de despido o por darle a esta comunicación una difusión innecesaria. Un último ejemplo sería el de un despido realizado a través de maniobras que sitúen al trabajador en una posición de especial indefensión –más allá de la ausencia de forma o requisitos procedimentales–, dificultando así su defensa jurídica[67]. En definitiva, parece claro que estos supuestos generalmente aludirán a la vulneración de derechos fundamentales que, por su carácter accesorio al despido, no desencadenen automáticamente la calificación de nulidad, en sintonía con la doctrina de la STC 61/2021, por lo que su admisión no produciría ningún cambio radical en nuestro ordenamiento.

En cuanto a los daños patrimoniales, estos vendrían dados por los eventuales perjuicios económicos relacionados con las circunstancias particulares del caso –como, por ejemplo, gastos de desplazamiento o mudanza asumidos por el trabajador–, pero también podrían incluir elementos de “lucro cesante” que no se pudieran subsumir en la valoración de la pérdida del puesto de trabajo considerada en sí misma, como, por ejemplo, el hecho de que el trabajador haya tenido que dimitir de un empleo en buenas condiciones o renunciar a una oferta de trabajo en firme para incorporarse a un puesto del que es expulsado rápidamente y sin causa alguna[68].

Por otra parte, dentro de los daños patrimoniales adicionales deberían incluirse los salarios de tramitación, cuando estos resulten oportunos, por haberse generado un daño patrimonial efectivo como consecuencia del retraso en la solución jurisdiccional. Como hemos visto, el pago de estos salarios es ineludible cuando el trabajador no hubiera obtenido ingresos durante la tramitación del proceso judicial y finalmente se produjera la readmisión, en la medida en que no hay ninguna otra percepción imputable al empresario que compense el lucro cesante derivado de la pérdida momentánea del empleo. En cambio, en los casos en los que el empresario opte por la indemnización y el trabajador no hubiera tenido ninguna expectativa de ser readmitido, el daño causado por la pérdida del empleo no dependerá en lo más mínimo del retraso judicial, de modo que estará suficientemente cubierto con la indemnización de 20 días de salario por año de servicio, hasta un máximo de 12 mensualidades. Esta regulación sería compatible con la doctrina del CEDS, puesto que este órgano no ha condenado específicamente en este punto el sistema español, sino que se ha limitado a enunciar en abstracto la necesidad de reembolsar estas pérdidas económicas. Lógicamente, esta necesidad no aparece de manera automática, sino solo cuando efectivamente se puede identificar un daño patrimonial que no haya sido compensado, como sucede en el caso de la readmisión.

Desde luego, el legislador español podría optar libremente por recuperar los salarios de tramitación también para los supuestos de sustitución de la readmisión por una compensación económica, quizás para evitar desincentivos a la readmisión. No obstante, esta solución resulta muy cuestionable[69], porque entonces la cuantía final de la compensación dependerá de un elemento totalmente ajeno a la responsabilidad del empresario, como es el menor o mayor retraso en la administración de justicia. Por otra parte, también parece excesivo que el importe de estos salarios, más allá de los primeros 90 días lo termine asumiendo el Estado, más aún cuando no resulta en absoluto anómalo que el proceso se prolongue mucho más en caso de que la sentencia sea recurrida; se estaría efectuando un gasto público para cubrir los daños causados por un ilícito privado que ya habrían sido cubiertos con otras partidas si no se produce la readmisión. Asimismo, los “salarios de tramitación” se basan en los ingresos del trabajador despedido, por lo que resultan apropiados para compensar daños patrimoniales ciertos, pero no para hacer explícito el desvalor del ordenamiento por la conducta antijurídica. Por lo demás, si los parámetros para el cálculo de la indemnización terminan siendo pactados en el diálogo social, es posible que la recuperación de los salarios de tramitación para todos los despidos improcedentes suponga la eliminación de otras percepciones más conectadas con el daño realmente sufrido por el trabajador, como las relativas al lucro cesante o al tope mínimo de la indemnización.

5. Conclusión  ^ 

La reciente decisión del CEDS relativa a la falta de conformidad del sistema de indemnización por despido improcedente español con el art. 24 de la CSE abre una ventana de oportunidad para reformar sustancialmente una regulación deficiente que, además de vulnerar las obligaciones internacionales asumidas por España, genera numerosos problemas jurídicos, económicos y sociales. En cualquier caso, se trata de una decisión vinculante que debe ser necesariamente acatada por España, por lo que cualquier modificación normativa deberá armonizarse con la doctrina del CEDS. Ahora bien, ello puede producir una cierta sensación de falta de asideros, en la medida en que el esquema indemnizatorio rígido basado, exclusivamente en la antigüedad y el salario, ha constituido durante varias décadas una de las instituciones básicas del Derecho del Trabajo español.

No obstante, es posible configurar un nuevo modelo indemnizatorio que permita equilibrar razonablemente los intereses en juego y, al mismo tiempo, respete las obligaciones internacionales asumidas por España. Para ello, propongo dividir la indemnización en tres componentes: 1) el lucro cesante derivado de la pérdida del empleo no imputable al trabajador, que debe coincidir exactamente con la indemnización por despido objetivo procedente, manteniendo la relevancia de la antigüedad y el salario; 2) los daños morales asociados a la antijuricidad de la conducta, que habrán de determinarse discrecionalmente, pero dentro de unos topes mínimos y máximos y tomando en consideración una serie de parámetros predeterminados y 3) los daños morales y patrimoniales acreditados que no puedan subsumirse en las estimaciones anteriores, que deberán alegarse y probarse fehacientemente y que tendrán un carácter excepcional, salvo en lo que respecta a los salarios de tramitación devengados en caso de readmisión.

Por supuesto, esta reforma podría venir acompañada de una mayor precisión en la definición de las causas económicas, técnicas, organizativas y productivas, así como de una procedimentalización mínima de los despidos disciplinarios. Estos elementos podrían contribuir a una mayor certidumbre para las empresas acerca de la procedencia e improcedencia del despido, lo que facilitaría en último término el abandono del despido injustificado como una práctica normalizada de gestión de las plantillas.

6. Bibliografía  ^ 

Álvarez del Cuvillo, A. (2007). Vicisitudes y extinción de la relación de trabajo en las pequeñas empresas. CES.

Álvarez del Cuvillo, A. (2009). Informe sobre la regulación del despido en Europa . Temas Laborales. 99, 259-297.

Álvarez del Cuvillo, A. (2015). Disfunciones de un marco jurídico orientado a la discrecionalidad del empresario. En J. Mercader Uguina (Ed.), Las relaciones laborales en las pequeñas empresas (pp. 87-136). Tirant lo Blanch.

Baylos Grau, A.y Pérez Rey, J. (2012). El despido o la violencia del poder privado. Trotta.

Baylos Grau, A. (2021). Despido injustificado e indemnización: marco regulador deficiente y reforma necesaria. Revista de Derecho Social, 93, 7-15.

Desdentado Bonete, A. (2011). Introducción a un debate. Los despidos económicos en España. En A Desdentado Bonete, A. y la Puebla Pinilla, A., Despido y crisis económica. Los despidos económicos tras la reforma laboral Un análisis desde el Derecho y la Economía. Lex Nova.

Díaz Rodríguez, J.M (2022). La interpretación y aplicación de la Carta Social Europea, en particular, en materia de extinción del contrato de trabajo. Documentación Laboral. 125, 57-74.

Durán Heras, A. (1999). Costes del despido económico: efectos económicos y bienestar colectivo. Documentación Laboral. 58. 29-53.

Godino de Frutos, A. (2023). La indemnización por despido improcedente ante la Carta Social Europea revisada: control de convencionalidad y posible reforma legislativa. Trabajo y Derecho. 98. 1-13.

Gorelli Hernández, J. (2023). Razones para un cambio en la indemnización por despido improcedente. IUSLabor. 1, 6-45. https://doi.org/10.31009/IUSLabor.2023.i01.01

Jimena Quesada, L. (2024). La primera decisión de fondo contra España del comité Europeo de Derechos Sociales: evidentemente vinculante. Lex Social. 14 (1), 1-6. https://doi.org/10.46661/lexsocial.10364

Molina Navarrete, C. (2023). La “obsolescencia legalmente programada” del despido improcedente en España. Por qué y cómo corregirla en virtud de la Carta Social Europea Revisada. Labos. 4 (3), 182-211.

Molina Navarrete, C. (2024). La nueva indemnización por despido improcedente: ¿cómo debe cambiar la reprobación vinculante del Comité Europeo de Derechos Sociales (CEDS)?. Diario La Ley. 10494, 1-18. https://doi.org/10.20318/labos.2023.8257

Panozzo, O.R. (2020). Análisis jurídico y económico del despido incausado en Argentina: fundamentos para la implementación de fórmulas matemáticas para su justa cuantificación. IJ Editores.

Salcedo Beltrán, M.C. (2022). Rumbo a la Carta Social Europea: navegando en aguas procelosas hacia el reconocimiento de los derechos sociales y sus garantías. Documentación Laboral. 123, pp. 33-55.

Sanz de Galdeano, B. (2021). La ineficacia de la regulación legal de despido y su necesaria reconsideración a la luz de la normativa internacional. Labos. 2 (3), 60-76. https://doi.org/10.20318/labos.2021.6487

Toharia Cortés, L, Malo Ocaña, M.A. (1997). Las indemnizaciones por despido: su origen, sus determinantes y las enseñanzas de la reforma de 1994. Documentación Laboral. 51.

Vivero Serrano, J.B. (2024). La protección frente al despido injustificado como derecho humano en la Carta Social Europea y su influencia sobre España. Diario La Ley. 10519, 1-19.


[1] Álvarez del Cuvillo (2007), pp. 364-384; 2009, pp. 290-292; 2015, pp. 116-136; Desdentado Bonete (2011), pp. 31; Baylos Grau y Pérez Rey, (2012), pp. 152-155. Las críticas han sido más frecuentes a partir de la degradación de la tutela de despido con la reforma del 2012.

[2] Decisión UGT v. España, de 20-3-2024.

[3] Así, por ejemplo, Godino de Frutos, 2023, pp. 9-10, reconoce que no puede encontrar un sistema indemnizatorio que garantice el cumplimiento absoluto de la CSE en relación con la doctrina del CEDS. Es una dificultad comprensible, porque las alternativas exigen un cambio de paradigma y no meros cambios puntuales.

[4] A este respecto, también se han planteado dudas respecto al cumplimiento de las obligaciones internacionales asumidas por España, aunque no nos podemos detener en ello en este trabajo.

[5] En otros países, en el despido disciplinario se aplica con carácter general un período de preaviso, que solo se exime en caso de que concurra una causa de especial gravedad que haga intolerable el mantenimiento, incluso temporal, de la relación de trabajo (“despido extraordinario”). Vid. Álvarez del Cuvillo, 2009, pp. 268, 275, 279, 280, 289.

[6] Sanz de Galdeano, 2021, pp. 64-65.

[7] Un ejemplo muy gráfico sería el “precio del honor” al que se hace referencia en ciertos manuscritos de la Irlanda altomedieval. Ofender el honor de un “rey” –había unos 150– podía costar al ofensor siete esclavas, equivalentes a veintiún vacas –dado que las esclavas funcionaban más bien como unidad de medida–, mientras que el honor de un campesino rico valía dos vacas y media; el “precio del honor” de un señor dependía del número de sus dependientes.

[8] Gorelli, 2023, pp. 18-19.

[9] Aunque la interpretación judicial de la “garantía de indemnidad” es muy amplia y expansiva –en parte, como reacción a las palpables disfunciones del despido improcedente–, lógicamente no puede cubrir cualquier forma de ejercicio o movilización de los derechos laborales.

[10] Si no se aplicara el régimen transitorio relativo a la situación anterior a la reforma de 2012, sería de 88000 €.

[11] “Así se revela de forma indubitada cualquiera que sea la estadística que se maneje, hasta el punto de que la diferencia de indemnización puede ser de más de 100 a 1” (Molina Navarrete, 2023, p. 197).

[12] La dificultad del TC para apreciar la arbitrariedad se debe al establecimiento de una misma percepción económica, en la que se confunden los daños derivados de la pérdida del puesto de trabajo (respecto de los cuales el salario y la antigüedad son indicadores válidos), con los daños derivados de la antijuricidad de la conducta donde el salario y la antigüedad carecen de sentido. Por lo demás, tampoco se planteó la posibilidad de la discriminación indirecta que expongo a continuación. En cualquier caso, la infracción del principio constitucional de igualdad de las indemnizaciones por despido injusto basadas exclusivamente en la antigüedad y el salario, no parece una idea descabellada, en tanto que ha sido acogida por la Corte Costituzionale italiana en sus sentencias 194/2018 (F.11) y 150/2020 (F13.1).

[13] Esta conclusión se desprende con claridad de las estadísticas oficiales sobre indemnizaciones medias (DESP-1), aunque hay que aclarar que estas lamentablemente no distinguen el despido lícito del ilícito. Según los datos de 2022, tendríamos una brecha de indemnizaciones medias entre hombres y mujeres del 15% y entre españoles y extranjeros del 68,7%. Lógicamente, la brecha por razón de edad alcanza proporciones extremas (superiores al 98% entre el tramo de mayor edad y el de menor edad), dado que los trabajadores jóvenes no pueden tener en ningún caso una antigüedad elevada, al margen de que, además sus salarios sean más bajos. Inciden en esta vulnerabilidad de determinados grupos sociales victimizados a partir de las estadísticas oficiales, Baylos Grau (2021), p. 14; Molina Navarrete (2023), pp. 197-198; Gorelli Hernández (2023), p. 14.

[14] “Desde una perspectiva estrictamente económica la fijación de un precio, por la terminación del contrato de trabajo, puede entenderse como una asignación del derecho a acabar con la relación laboral. Desde este punto de vista, si el empresario puede libremente prescindir de cualquier trabajador, será él quien tenga asignado este derecho” (Panozzo, 2020, p. 79). De manera crítica, destaca esta idea, Gorelli Hernández (2021), p. 19. Sin embargo, nada de esto quiere decir que toda indemnización económica imaginable se configure como un precio para cometer el ilícito; no lo es, por ejemplo, la compensación económica relativa a la vulneración de derechos fundamentales. Por supuesto, la diferencia fundamental está en la previsibilidad.

[15] Sanz de Galdeano, 2021, pp. 68-69 considera que la previsibilidad de la indemnización, unida a la supresión de los salarios de tramitación, conduce a prácticas cercanas al despido libre.

[16] Según la STC 22/1981, el derecho al trabajo establecido en el art. 35 CE comprende “[...] el derecho a la continuidad o estabilidad en el empleo, es decir, a no ser despedidos si no existe una justa causa” (F8), argumentación que reiteran la STC 192/2003 y la STC 8/2015; asimismo, la STC 20/1994 establece que “La reacción frente a la decisión unilateral del empresario prescindiendo de los servicios del trabajador [...] es uno de los aspectos básicos en la estructura de los derechos incluídos en ese precepto constitucional y a su vez se convierte en elemento condicionante para el pleno ejercicio de los demás de la misma naturaleza [...] En efecto, la inexistencia de una reacción adecuada contra el despido o cese debilitaría peligrosamente la consistencia del derecho al trabajo y vaciaría al Derecho que lo regula de su función tuitiva, dentro del ámbito de lo social como característica esencial del Estado de Derecho (art. 1 C.E)”. Ciertamente, de manera muy criticable, la STC 8/2015 admite la posibilidad de un período de prueba de un año en el “contrato por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores” [F3 c)], pero lo hace en razón de una argumentación concreta –que, en todo caso, no comparto–, ligada a su carácter excepcional y transitorio en un contexto de grave crisis económica y dentro de los márgenes del período de prueba.

[17] Observación General nº 18 de 24-11-2005, Apdo. II, 6.

[18] Así, por ejemplo, la citada sentencia nº 194/2018 de la Corte Costituzionale italiana (F13) también considera que el sistema tasado de antigüedad y salario vulnera el art. 4 de la Constitución italiana (derecho al trabajo) y el art. 35 (tutela del trabajo), en tanto que la indemnización no siempre compensa suficientemente al trabajador, no siempre es disuasoria y puede generar una situación de precariedad que ponga en peligro el ejercicio de otros derechos laborales

[19] Esta posición se termina deslizando sutilmente en la, por otra parte, meritoria argumentación de Vivero Serrano (2024). El discurso comienza atribuyendo al derecho a no ser despedido sin justa causa la calificación de “derecho humano light” (p. 5), contradicción en los términos que podría entenderse como una crítica a determinados desarrollos o a la falta de difusión de la doctrina del comité de la ONU, pero que termina cimentando la devaluación del derecho humano en clave interpretativa, en una especie de profecía autocumplida. Posteriormente, la regulación de la OIT se reconduce artificialmente a la “prohibición del despido libre no indemnizado” (p. 9); esta expresión negativa cumple la función retórica de aludir suavemente al “despido libre indemnizado”, sin mencionarlo explícitamente (pues todo aquello que no está prohibido, está permitido). Lo cierto es que el art. 4 del Convenio 158 prohíbe de manera especialmente contundente el despido sin justa causa (“no se pondrá término [...]”); ciertamente, en al art. 10 del Convenio se hace referencia a la indemnización u otros remedios, pero lo hace precisamente para establecer mecanismos de garantía al servicio de esa tajante prohibición. También el Convenio 190 menciona mecanismos de reparación frente al acoso, pero eso no quiere decir que “prohíba el acoso no indemnizado”, lo cual sería inadmisible. Por consiguiente, la indemnización por despido ilícito debe ser disuasoria y, de hecho, el propio autor, propone la fijación de un tope indemnizatorio mínimo y el replanteamiento de los despidos en fraude de ley (p. 15), al ser consciente de que la causalidad no está siempre garantizada en el sistema actual.

[20] Podría argumentarse que en el acoso sexual, el daño producido por la conducta ilícita es inevitable, mientras que en el despido podría hipotéticamente restaurarse a través de la readmisión. Sin embargo, lo cierto es que, en la mayoría de los casos, el despido supone la ruptura efectiva de la relación, haciendo inviable o poco aconsejable la reintegración del trabajador; tampoco aquí puede volverse atrás en el tiempo y suponer que no ha sucedido nada. La devaluación teórica de la causalidad se ha visto favorecida de algún modo por los excesos de algunos planteamientos pro-trabajador, que en el pasado tendían a insistir ilusoriamente en que la causalidad solo se garantizaba realmente con la readmisión, lo que ha terminado confluyendo, de manera paradójica, con el interés empresarial en que se permita el despido arbitrario a cambio de un precio.

[21] Sanz de Galdeano, 2021, pp. 66-67 hace referencia a la proliferación de demandas en las que la pretensión principal es la nulidad.

[22] Álvarez del Cuvillo (2015), pp. 100-101; Gorelli Hernandez (2023), p. 19.

[23] Esta práctica se reconoce explícitamente en la Exposición de Motivos de la Ley 35/2010. En la actualidad, las estadísticas oficiales (DESP-E1) proporcionan ciertos indicios al respecto. En efecto, desde el año 2021 al 2022 aumentaron considerablemente (un 24%) los despidos objetivos individuales, a pesar de que se redujeron notablemente los despidos colectivos. Seguramente esto se explica por las consecuencias de la reforma laboral, que supuso una apreciable reducción de la contratación temporal y un aumento de los contratos indefinidos; en este contexto, los empleadores terminaron reaccionando a las variaciones cíclicas de la demanda con despidos económicos, en lugar de extinguiendo contratos temporales. Sin embargo, el número de despidos disciplinarios individuales también aumentó considerablemente (un 26%), lo que solamente puede entenderse desde una utilización económica de esta figura.

[24] Así, para un trabajador con un año de antigüedad, la indemnización por despido procedente con preaviso sería de 35 días (20 + 15), mientras que la de despido improcedente sería de 33 días.

[25] Sanz de Galdeano, 2021, p. 63, destaca el coste de la prueba pericial en los despidos económicos.

[26] Las estadísticas de “Asuntos judiciales sociales” del CGPJ (AJS-E2) ponen de manifiesto que las sentencias normalmente son favorables al trabajador. Aunque el asunto merece una investigación más sosegada, a mi juicio esto se debe fundamentalmente a las deficiencias en la tramitación de los despidos –sobre todo, respecto a la precisión en la comunicación escrita–, en las pequeñas empresas, que son la mayoría.

[27] Según las estadísticas de “Asuntos judiciales sociales” del CGPJ (AJS-E2), el número de trabajadores afectados por conciliaciones es muy superior al de los trabajadores afectados por sentencias judiciales. También interpretan el elevado número de conciliaciones como indicio de la normalización del despido improcedente, Molina Navarrete (2023), p. 197; Sánz de Galdeano (2021), p. 63.

[28] Baylos Grau, 2021, p. 13. En otra parte he defendido que el criterio básico de dualidad en el mercado de trabajo español no se reduce a la modalidad contractual, sino a la estabilidad o inestabilidad del vínculo, ligada en último término a la antigüedad en la empresa (Álvarez del Cuvillo, 2007, p. 381).

[29] De hecho, las estadísticas oficiales de costes de despido en España, citadas en notas anteriores, no distinguen en función de si el despido es lícito o ilícito

[30] No obstante la contundencia de esta crítica, asumo que la cuestión presenta algunos matices, por cuanto los empresarios no pueden saber de antemano con absoluta certeza si un despido por causas empresariales es o no procedente, dado que ello depende en último término de la calificación judicial. Por eso mismo propongo más adelante que el importe de la indemnización se vincule al grado de antijuricidad de la conducta o la culpabilidad del empresario; también creo que las causas técnicas, productivas y organizativas podrían precisarse más para ofrecer más garantías y que el riesgo de improcedencia del despido disciplinario decaería con una regulación más exigente del procedimiento (con audiencia al trabajador, un período de preaviso como regla general e incentivos para llevar a cabo advertencias o sanciones frente a conductas menos graves).

[31] Sociedad Finlandesa de Derechos Sociales v. Finlandia, de 8-9-2016 (Reclamación nº 106/2014); CGIL v. Italia, de 11-9-2019 (Reclamación nº 158/2017); CGT-CO v. Francia, de 23-3-2022 (Reclamación nº 171/2018); Sindicato CFDT del metal de la Meuse v. Francia de 5-7-2022 (Reclamación nº 175/2019); Sindicato CFDT General de Transportes y Medio Ambiente de Aube v Francia de 19-10-2022 (Reclamación nº 181/2019). Esta doctrina también se desprende de algunas conclusiones a los informes nacionales (Turquía, 2012; Eslovenia, 2012; Finlandia, 2012; Macedonia del Norte, 2016, etc). Por otra parte, la disconformidad ya se podía advertir en las conclusiones emitidas en 2024 respecto al informe español de 2023 relativo a infancia, familia y migrantes.

[32] Por lo tanto, parece admitirse la posibilidad de limitar los daños patrimoniales, en tanto que se admita la posibilidad de reclamar daños morales ilimitados. Esto resulta criticable, porque, como veremos, los daños morales son una ficción jurídica necesaria, que deriva del hecho de que la restitución integral de la víctima es materialmente imposible, mientras que los daños patrimoniales emergentes podrían ser perfectamente cuantificables (no así el lucro cesante en la mayoría de los casos). No obstante lo anterior, los daños morales ilimitados podrían corresponderse con perjuicios muy específicos y excepcionales, como los producidos por la vulneración de derechos fundamentales; en este sentido, las conclusiones de 2012 respecto a Eslovenia admiten, en principio, la remisión a la normativa antidiscriminatoria para reclamar estas indemnizaciones.

[33] Sociedad Finlandesa de Derechos Sociales v. Finlandia, Apdos. 55-58. En el mismo sentido, Conclusiones sobre el informe de Finlandia de 2012.

[34] Sindicato CFDT del metal de la Meuse v. Francia, Apdos. 85-87; Sindicato CFDT General de Transportes y Medio Ambiente de Aube v Francia, Apdos. 122-125. El artículo L.1235–3 del Code du Travail establece: “Si le licenciement d’un salarié survient pour une cause qui n’est pas réelle et sérieuse, le juge peut proposer la réintégration du salarié dans l’entreprise, avec maintien de ses avantages acquis. Si l’une ou l’autre des parties refuse cette réintégration, le juge octroie au salarié une indemnité à la charge de l’employeur [...]. De acuerdo con el artículo L.1235-3-1, esta facultad de opción no se aplicaría a los despidos nulos.

[35] La mención aparece por primera vez como un enunciado puramente abstracto en las conclusiones de 2012 relativas a Turquía, que tenía una indemnización claramente insuficiente de 4 a 8 meses de salario y, salvo error u omisión, nunca se ha desarrollado en relación con el ordenamiento de ningún país.

[36] Por eso mismo, sería deseable que nuestro ordenamiento permitiera al trabajador solicitar exclusivamente la indemnización como pretensión principal, sin que, en tal caso, el empleador infractor tuviera la posibilidad de readmitirlo contra su voluntad. A su vez esto permitiría eliminar el exiguo plazo de caducidad de 20 días, que solo encuentra justificación en la posibilidad de que el trabajador se reintegre a la empresa.

[37] En este sentido, el Apdo. 52 de la Decisión del caso CGT v. Francia destaca que una indemnización muy baja puede desincentivar el recurso a la acción judicial.

[38] Subraya estos tres tipos de problemas con otra terminología, Salcedo Beltrán, 2022, pp. 42.

[39] Esta apreciación se ve corroborada por la literalidad del texto, que no solo hace referencia a “derechos”, sino que también utiliza expresiones como “[...] la Carta contiene obligaciones jurídicas de carácter internacional” y “Las partes se comprometen a considerarse vinculadas”. Este carácter imperativo contrasta con la naturaleza programática que el art A.1a) establece respecto a la parte I del Tratado.

[40] Invoca sutilmente este argumento Vivero Serrano (2024), p. 12-14, incurriendo inadvertidamente en la falacia naturalista (es decir, el paso automático y no explicado del plano fáctico al ámbito del “deber ser”). Desde luego, el autor reconoce el carácter vinculante de la Carta y, también, por cierto, el monopolio del CEDS para declarar el incumplimiento de las obligaciones internacionales que en ella se regulan (p. 12). Si nos mantenemos en una perspectiva interna al discurso jurídico, estas dos premisas solo pueden llevar a la conclusión de que España estaría obligada a modificar su ordenamiento para adaptarlo a la decisión adoptada por este órgano, con independencia de que su contenido sea o no directamente aplicable por los tribunales. Sin embargo, se afirma, por el contrario, que el Estado español es libre para atender o no este requerimiento (pp. 13-14), lo que resulta incoherente con las premisas anteriores; esta libertad se aplica seguramente al plano fáctico (“si España decide incumplir el Tratado, no sufrirá sanciones tangibles”), pero no al plano estrictamente jurídico o normativo (“España no está obligada a cumplir con el dictamen del CEDS”).

[41] Vivero Serrano (2024), critica de manera muy elocuente tanto la técnica argumentativa de este órgano (p. 12), como las conclusiones que adopta respecto a la protección por despido (pp. 9-11). Por supuesto, estas críticas son legítimas y, de hecho, personalmente comparto algunas de ellas, como he expuesto anteriormente. No obstante, las críticas doctrinales no pueden afectar realmente a la autoridad de este órgano para interpretar las disposiciones de la CSE.

[42] “Cabalmente, no es posible discernir entre aplicación e interpretación cuando nos vemos interpelados por la efectividad de los tratados de derechos humanos” (Jimena Quesada, 2024, p. 3).

[43] Así, por ejemplo, en su decisión de fondo correspondiente al caso Sindicato CFDT del metal de la Meuse v. Francia, hace referencia a la doctrina de la Cour de Cassation francesa, que, como es sabido, niega efecto directo a los preceptos de la Carta y carácter vinculante a las decisiones del Comité. El CEDS recuerda que la Carta establece obligaciones jurídicas que vinculan a los Estados miembros y que está facultado para emitir evaluaciones jurídicas respecto a si estas obligaciones se han cumplido (Apdo. 91); en este contexto, dado que las disposiciones de la Carta no pueden ser aplicadas directamente por los tribunales –de acuerdo con la doctrina de la Cour de Cassation–, la única conclusión posible (Apdo. 92) es que Francia está incumpliendo sus obligaciones internacionales.

[44] En este sentido, Molina Navarrete, 2023, p. 202.

[45] Esgrime este argumento, Díaz Rodríguez, 2022, p. 71.

[46] A modo de ejemplo, la STS (Social), de 19-9-2023 (nº 566), F. 5.6. invoca expresamente el 24 b) de la Carta –que es el que se examina en este trabajo–, como uno de los argumentos que permite conceder una compensación económica frente a una extinción ilícita en una relación laboral penitenciaria.

[47] En este sentido, la STC 116/2006 (F. 5) atribuye relevancia hermenéutica al Comité de Derechos Humanos de la ONU, haciendo mención genérica y abstracta a la necesaria consideración de los órganos de garantía previstos en los tratados de derechos humanos. También la STC 155/2009 considera oportuno atender al “[...] cambio de doctrina de los órganos de garantía encargados de la interpretación de los tratados y acuerdos internacionales a los que se refiere el art. 10.2 CE” para analizar la relevancia constitucional de un caso. De manera aún más clara, la STC 61/2024 [F.4 c)] señala “[…] conviene referirse también al argumento sostenido por la Audiencia Nacional acerca de que los dictámenes emitidos por los comités de la ONU no constituyen títulos ejecutivos que generen automáticamente el derecho a una indemnización, para afirmar que no puede deducirse de esa constatación, y no lo hace la Audiencia Nacional, una ausencia de obligación estatal de cumplimiento de los tratados de derechos humanos ratificados e incorporados al ordenamiento español, obligación esta derivada de una correcta intelección del art. 96.1 CE. Este compromiso de cumplimiento lleva aparejada la exigencia de respeto a los mecanismos internacionales de garantía de tratados cuando exista, como es aquí el caso, una voluntad estatal expresa de sumisión a dichos mecanismos”.

[48] SSTS (Social), de 11-5-2022 (nº 421) y de 28-3-2022 (nº 268). Se considera que el art. 9.1 CE exige la interpretación concordante de las normas nacionales e internacionales, debiéndose procurar que nuestro ordenamiento deje de estar confrontando con la CSE, según la doctrina del CEDS.

[49] En este contexto, el STS (Social), de 6-7-2023 (nº 489), F3.9, entre otras referidas a la misma cuestión, se plantea abiertamente el control de convencionalidad del art. 52 d) ET en relación con diversos instrumentos internacionales, incluyendo el art. 24 CSE. En este caso, considera que no se infringe la Carta, pero debe observarse que, en un primer momento, el Alto Tribunal admite el mecanismo del control en abstracto.

[50] En este sentido, resulta muy criticable la famosa SJS (Social) nº 34 de Madrid, de 21-2-2020, que decidió inventar un sistema totalmente alternativo de reacción frente a los despidos injustificados carente de toda base normativa.

[51] Esta compatibilidad se reconoce a partir de la STS (Social) de 17-5-2006 (RCUD 4372/2004).

[52] La STC 61/2021 (F.6) manifiesta que la indemnización por vulneración de derechos fundamentales es independiente de la calificación del despido.

[53] Este trabajo no se enfoca en estas soluciones parciales de los jueces al problema de la regulación española, pero hay que recordar que existen varias Salas de TSJ que están admitiendo indemnizaciones adicionales en supuestos bastante excepcionales, que esta posición es rechazada por otras Salas y que la cuestión está pendiente de unificación de doctrina por parte del TS.

[54] En este sentido, Vid. Apdo. 79 de la Decisión UGT v. España.

[55] Vivero Serrano, 2024, p. 15.

[56] Álvarez del Cuvillo, 2009, pp. 269, 273, 277, 279, 281, 289, 292, citando referencias de cada país.

[57] Molina Navarrete, 2023, p. 206.

[58] Molina Navarrete, 2023, p. 207, propone la posibilidad de fijar un tope máximo para los daños morales, pero no para los patrimoniales, dado que estos podrían determinarse con mayor certeza. Personalmente, su propuesta me parece muy razonable, pero, sin embargo, a mi juicio, choca con la doctrina del CEDS, que parece conectar la ausencia de límites máximos fundamentalmente respecto a los daños morales y no tanto respecto a los patrimoniales, partiendo de la suposición errónea de que los daños morales pueden ser compensados íntegramente. Como se verá, estas contradicciones pueden abordarse dividiendo la indemnización en varias partes.

[59] Puede encontrarse un esfuerzo apreciable por determinar con precisión el lucro cesante en torno a factores objetivos en Panozzo (2020), pp. 97 y ss.

[60] Toharia Cortés y Malo Ocaña, 1997, p. 17; Durán Heras, 1999, p. 37

[61] Sobre la admisión de la antigüedad como criterio retributivo –no en relación con las indemnizaciones por despido– Vid. SSTJE Danfoss, de 17-10-1989 y Cadman, de 3-10-2006.

[62] Mercader Uguina (2024), p. 9, hace referencia a los “daños punitivos escondidos”, criticando con acierto la desatención a la lógica de la compensación de las víctimas. Sin embargo, los daños punitivos responden a una dinámica estructural de las relaciones jurídicas actuales y no tienen visos de desaparecer súbitamente de los ordenamientos europeos y latinoamericanos –al contrario, su importancia es creciente–. Por ello, la doctrina académica tiene el reto de insertarlos de manera frontal –y no “escondida”– en el discurso jurídico, lo que implica abordar de manera explícita todos los problemas teóricos y operativos que ello plantea.

[63] Así ha sucedido en todos los sistemas indemnizatorios tradicionales como el wergeld (compensación económica a la familia o la comunidad de una persona asesinada). Estos intercambios económicos no están concebidos para eliminar la pérdida –lo cual es imposible–, sino más bien para canalizar racionalmente el conflicto social generado por el asesinato de un modo que no se genere una escalada de violencia que termine destruyendo a las comunidades implicadas. La propia palabra “pagar”, en las lenguas romances (y en inglés) deriva del latín pacare, que significa “apaciguar”, “calmar”.

[64] Asimismo, resulta oportuno, de lege ferenda extender estas obligaciones procedimentales a todos los supuestos de despido disciplinario, lo que también concuerda con las obligaciones internacionales asumidas por España.

[65] En este sentido, el art. 39.2 LISOS toma en consideración la “cifra de negocios de la empresa” en la graduación de las sanciones. Este dato es más relevante que el “número de empleados”, que no siempre guarda una relación directa con la capacidad económica.

[66] El límite máximo no puede vincularse al propósito de “reducir los costes del despido”, dado que el despido improcedente es un acto ilícito. Sin embargo, debe atender a una relación de proporcionalidad respecto a la gravedad del ilícito (por ejemplo, sería excesivo establecer penas de cárcel en este caso).

[67] En un caso que me relató un abogado en ejercicio, una trabajadora de origen latinoamericano fue despedida precisamente cuando se trasladó a su país de vacaciones, dificultando así su capacidad de reacción frente a la extinción.

[68] Cfr. STSJ (Social) País Vasco, de 23-4-2024 (nº 1040).

[69] Molina Navarrete (2023), pp. 204-205 pone de manifiesto las dos objeciones que se exponen a continuación –lógicamente, aportando otros matices–, aunque finalmente se muestra partidario de un resurgimiento de los salarios de tramitación en todos los despidos improcedentes.