Trabajo, Persona, Derecho, Mercado 6 (2022) 25-33

Firma invitada

La nueva Reforma laboral. El valor del consenso para un tiempo nuevo

Rocío Blanco Eguren

Consejera de Empleo, Empresa y Trabajo Autónomo (Junta de Andalucía)

“España se constituye en un Estado social y democrático de derecho”, dice nuestra Constitución española. Es la misma Constitución que, en su artículo 7, reconoce a los sindicatos y a las asociaciones empresariales, por su contribución a la “defensa y promoción de los intereses económicos y sociales”. Todo esto no es solo una nomenclatura abstracta, sino que constituye los puntos claves para entender quiénes y por qué de los actores de la Reforma laboral.

CEOE, CCOO y UGT llegaron en diciembre a un Acuerdo para la Reforma laboral. Es un pacto de gran importancia, en el que se aborda por consenso un tema complejo, y donde, en principio, los intereses eran contrapuestos.

Pero es que, en realidad, las reformas no son otra cosa que herramientas que se ponen al servicio de los agentes económicos y sociales para convertirlos en ventajas y avances reales.

Si en 1980, cuando se abordó el Estatuto de los Trabajadores, era difícil alcanzar un gran consenso sobre un tema tan complejo, hoy lo es más. En un mundo como el actual, de polarización extrema, donde el debate de ideas ha sido sustituido por los zascas de Twitter, el consenso es casi un milagro.

En nuestro país y en nuestra Comunidad Autónoma, tenemos unos problemas de paro estructural muy serios, que son de dos tipos: uno de calidad y otro de cantidad del empleo. El de cantidad del empleo se evidencia en nuestro paro juvenil –uno de los más altos de Europa–, en nuestro paro de larga duración, y en el paro de los mayores de 45 años, que también es muy elevado. Y el otro problema es de calidad laboral, porque tenemos una elevada temporalidad: un 26 % en España y un 33% en Andalucía, ambas muy superiores a la media europea.

No solo eso, sino que hay que añadir una rotación laboral enorme: uno de cada cinco contratos tiene una duración de un día. Y es ahí, en la temporalidad, donde incide más la Reforma del 2021.

El Gobierno no ha establecido unos objetivos concretos de cuánto prevé reducir la tasa de temporalidad gracias a la Reforma (tampoco ha señalado cuánto bajará el paro o subirán los salarios, otra de sus metas). En su Informe de prospectiva España 2050 esperaba que en 2023 la temporalidad española se situaría en el 23%, pero entonces no se había aprobado la Ley.

No obstante, si todos los contratos por obra y servicio hoy en día vigentes en España –unos 1,4 millones–, pasaran a ser indefinidos, la tasa de temporalidad bajaría al 17 %, lo que nos situaría muy cerca de los países europeos de nuestro entorno.

Transcurridos más de dos meses desde la promulgación del Real Decreto-ley 32/2021, seguimos inmersos en la importante labor de interpretación de la norma. Esta interpretación no es fácil, por varias razones:

Por razones de tiempo y de competencia no cabe abordar aquí por mi parte el análisis en profundidad de todos los cambios de la Reforma. Sí me gustaría, no obstante, destacar algunos elementos que me parecen las claves de la misma:

El contraste entre estos cuatro objetivos reformistas y su alcance en la realidad deberá ser evaluado. Su eficiencia dependerá, seguramente, de factores ajenos a la propia Reforma, como la ruptura con prácticas de rotación laboral, la digitalización de los medios de la Inspección en la lucha contra el fraude, la transformación de las ETT con fijos-discontinuos, la capacidad de la negociación colectiva de vincular salarios con productividad, la mejora de los sistemas de formación de los trabajadores o la mayor utilización por las PYMES de herramientas de flexibilidad interna más propicias en las grandes plantillas.

Desde mi punto de vista, se ha aprobado una Norma que permite consolidar lo mejor del modelo laboral vigente del 2012, que ha servido para superar dos crisis, la del 2009 y la actual.

No es, desde luego, una derogación de la Reforma laboral de 2012. Más bien, estamos ante una modificación parcial y relativamente incisiva de algunos aspectos del marco normativo de las relaciones laborales, que la reforma de 2012 definió, y que ésta ha venido a consolidar, salvo en lo tocante a la contratación temporal, que la Reforma del 2012 no abordaba directamente.

Podemos defender la Reforma laboral del 2012. Hay motivos para hacerlo; entre ellos, que la Unión Europea ha dicho que no habría acceso a numerosos Fondos europeos si esa Reforma –impulsada en su día por la propia Unión Europea– se derogaba sin ofrecer una Reforma laboral a la altura. Más aún, teniendo en cuenta nuestra situación de endeudamiento nacional que sostiene el BCE (1.432.228 millones de euros, que supone ya el 122,1% del PIB), la delicada situación de nuestras arcas públicas y, al mismo tiempo, una condicionalidad oculta de los Fondos europeos. Una “condicionalidad” –off the record– sujeta a la pervivencia de los aspectos nucleares de la Reforma del 2012. Pero un análisis objetivo debe subrayar que esta Reforma laboral, claramente, no era la definitiva. Con la flexibilidad y con esa menor tasa de paro, también vinieron externalidades negativas que se tradujeron en una mayor temporalidad y una mayor dualidad laboral, entre otros efectos negativos que nuestro Mercado laboral debe combatir para ser funcional.

Respecto a la Reforma del 2021, esta esta se ha abordado desde una perspectiva que ha pasado por hacer una valoración desprejuiciada de la Reforma de 2012 y de sus efectos –transcurridos casi diez años desde su entrada en vigor–, para detectar aquellos extremos en los que la Reforma no ha tenido el impacto deseado y/o se han producido disfunciones, para corregirlos. Y en el resultado ha tenido mucho que ver la acertada decisión de que la Reforma se pactara en la Mesa del diálogo social, a lo que se une que las Reformas pactadas son más estables y duran más en el tiempo; de ahí que la Comisión Europea reclamase como “garantía de éxito” el Acuerdo de “todos los actores económicos españoles”.

Mucho se ha escrito en los últimos años sobre la necesidad de renovar nuestro “contrato social” sobre nuevas bases. Desde mi óptica, esta legislación del 2021, que aspira a ser parte central de este contrato social para el siglo XXI, se ha conseguido gracias a la responsabilidad de los interlocutores sociales, sin que se haya puesto en peligro a los trabajadores y a las empresas, por ese orden.

Bien mirada, la Reforma ahora instrumentada podría leerse como un desarrollo de la Reforma de 2012, a la que en buena medida vendría a cerrar. Varias razones, a mi entender, así lo acreditan.

En primer lugar, el hecho de que algunos puntos de la Reforma consistan en desarrollos de la regulación previa. Tal es el caso de los ERTEs, que son objeto de un interesante desarrollo a la luz de la experiencia durante la pandemia, en la que, dicho sea de paso, la regulación de los ERTEs del 2012 –ahora completada– se mostró utilísima, y de los contratos formativos, respecto de los cuales se introducen modificaciones menores.

En segundo lugar, el que otros cambios vengan a incorporar a la Ley la que ha sido una previsión extendida en la contratación colectiva posterior a la Reforma: desaparece la posibilidad de que los convenios puedan perder su eficacia en defecto de pacto, al generalizarse la ultraactividad del convenio colectivo, decaído en su vigencia y denunciado, sin límite temporal, si bien es cierto que tanto para la ultraactividad como para el convenio sectorial la interpretación judicial y la evolución de la negociación habían relativizado ambos aspectos de la Reforma de 2012.

En tercer lugar, el que otras modificaciones supongan rectificaciones puntuales de algunas Instituciones introducidas en 2012, como es el caso de “la prioridad aplicativa del convenio de empresa”, de la que ahora se excluye la materia salarial, sobre la que, sin embargo, sigue abierta la posibilidad del llamado “descuelgue”. La inaplicación se conserva, al igual que la modificación sustancial de las condiciones de trabajo y la movilidad geográfica, por lo que las empresas conservan importantes instrumentos de adaptación, con algunos cambios que no son de calado.

Además, como digo, la irrenunciable opción del legislador de hace una década por la flexibilidad interna frente el recurso al despido –cuyo régimen tampoco se altera en la Reforma de 2021– se mantiene en gran medida; en particular, en lo que respecta al instrumento de flexibilidad interna por excelencia: la modificación sustancial de las condiciones de trabajo, regulada en el artículo 41 del Estatuto de los Trabajadores, y avalada por el Tribunal Constitucional, que consideró conforme a la Constitución española la facultad de las empresas de acordar unilateralmente la modificación de condiciones de trabajo de alcance colectivo pactadas en acuerdos o pactos colectivos extraestatutarios (STC 8/2015, de 22 de enero).

Mencionar también otros elementos, pensados en términos de flexiguridad para asegurar –a las empresas– alternativas a los despidos colectivos: reducciones de jornada, ERTEs y –el más original–, el Mecanismo RED, que se ofrece como una forma de evitar el recurso al despido colectivo. En estas figuras se incorporan medidas probadas durante el Derecho de la Emergencia COVID, como: la distinción de supuestos de “limitación” y de “impedimento”, los beneficios en cotización y en acceso a la protección por desempleo, y el establecimiento de obligaciones de formación y de mantenimiento del empleo.

El objetivo de las nuevas relaciones laborales tiene que ser lograr combinar el aumento de la seguridad laboral para el trabajador –con la calidad del empleo como norte– y la flexibilidad para las empresas, que permita incrementar la competitividad y la consiguiente reducción del paro. Es lo que Europa formula como flexiseguridad. Los dos términos del concepto son igualmente imperativos: ni sirve una flexibilidad ilimitada que precarice al grueso de la población laboral, ni sirve tampoco una seguridad ultraburocrática, que impida a las empresas disponer de márgenes de adaptación a Mercados cambiantes.

En cuarto lugar, el que el RDL aborde la modernización de una Institución, la de las “contratas y subcontratas” –que hace diez años no se tocó–, y que, además, lo haga en el sentido adecuado de garantizar a los trabajadores de la contratista la aplicación del convenio colectivo del sector de la actividad que ejecutan en la contrata, como ya ocurre en la contratación pública, evitando de este modo la competencia desleal de algunas empresas con convenios propios de escasa calidad. Para éstas, además, el objetivo pasa por que la contratación fija discontinua se extienda al ámbito de su prestación de servicios. La subcontratación es hoy día uno de los mayores focos de precariedad; de ahí que ésta sea una Reforma muy dirigida a las empresas multiservicios, y los trabajadores subcontratados son uno de los colectivos que pueden salir más beneficiados. Hasta ahora había un gran fraude con las empresas multiservicios, que competían a la baja, y con ellas los trabajadores que perdían en salarios, lo que también ha llevado a que los salarios, de media, bajen. Ahora deberán aplicar los sueldos del convenio del sector de la actividad realizada, o el de la empresa principal, aunque todo lo relacionado con las condiciones de trabajo seguiría sujeto al convenio de empresa. Solo podrá aplicarse el convenio de empresa si mejora el nivel salarial del sectorial.

En quinto lugar, en fin, el hecho de que el más relevante de los cambios operados –la reforma de la contratación temporal y de las modalidades de contratación–, venga –creo– a completar la Reforma de 2012. Los ERTEs y el impulso de la formación también son elementos interesantes y ayudarán a modificar la temporalidad.

Así, el primer cambio de importancia de esta Reforma radica en el restablecimiento de una presunción que fue eliminada en una de las más profundas Reformas del Estatuto de los Trabajadores, aparte de la llevada a cabo en 2012: la efectuada en el año 1994. Efectivamente, el artículo 15 original del ET contenía la siguiente redacción: “el contrato de trabajo se presume concertado por tiempo indefinido. No obstante, podrán celebrarse contratos de trabajo de duración determinada…”. Una redacción que fue alterada por la Ley 11/94, en la que se establecía que “el contrato de trabajo podrá concertarse por tiempo indefinido o por una duración determinada”, y que se ha venido manteniendo hasta el reciente RDL 32/21. A pesar de esta modificación en la redacción, la regla ha sido la contratación indefinida y la excepción la contratación temporal, siempre que concurriesen las causas fijadas en la ley que justificasen esta excepcionalidad. Nadie había venido manteniendo lo contrario: en la teoría, porque en la práctica no ha sido así.

Por ello, el hecho de que el RDL establezca la presunción de la contratación indefinida tiene una doble importancia, la pedagógica –para cambiar la cultura– y la propiamente jurídica.

El contexto económico en el que se produce la actual Reforma no es que sea boyante, pero, ahora, auspiciado por las Instituciones Europeas, se ha tenido la necesidad de enfrentar el problema. La desmesurada temporalidad española, considerablemente más alta que la media europea, no solo ha tenido y tiene efectos sociales deletéreos, sino también efectos desestabilizadores del Sistema de Protección Social y del Sistema Económico.

Lo verdaderamente rompedor es la desaparición de los tres supuestos tradicionales de contratación temporal, que se sustituyen por dos nuevos, que dejan sin presencia la obra o servicio determinado, uno de los instrumentos más utilizados para las empresas. Pero no se trata de propiciar cambios semánticos, ni transformaciones formales en las modalidades de contratación, sino de promover las condiciones económicas y regulatorias en las que la temporalidad se vaya reconduciendo hacia fórmulas de mayor estabilidad, y se actúe, de verdad, sobre la dualidad del Mercado laboral español, a todas luces excesiva. España tiene demasía de contratos temporales, lo que no solo se explica por razones estructurales y sectoriales (el peso del turismo, hostelería y agricultura), sino por motivos incluso culturales, por los que la temporalidad se ha utilizado históricamente como mecanismo de flexibilidad más que como herramienta de gestión de los recursos humanos. De ahí que la Reforma laboral plantea este elemento, ligado a un cambio cultural, pasando su propósito –como sabemos– por limitar, en muy alta medida, las causas y la duración de los contratos temporales, hasta ahora ortodoxos. En consecuencia, la alternativa que se ofrece a las empresas es el contrato fijo-discontinuo, una figura muy poco utilizada, nacida en 2007, que no interrumpe el vínculo empresa-trabajador, cuyo régimen se modifica, y que está llamada a ser el elemento que impulse ese cambio cultural desde la temporalidad hacia la estabilidad en el empleo, y casi el único recurso al alcance de las empresas cuyas actividades sean de carácter estacional y de temporada.

Sin embargo, hay sectores muy dependientes de la estacionalidad como la agricultura, el comercio y el turismo –sin que la Reforma apunte a ninguno de ellos en concreto sino a todos en general–, cuyo peso en el PIB es relevante, y que van a tener dificultades –más que otras áreas de la actividad económica–, para adaptarse a esta figura contractual. Igualmente, no sería de recibo que los fijos-discontinuos se conviertan en los nuevos temporales, pero con un despido más caro.

La reducción de las posibilidades de contratación temporal también se dirige al sector de las empresas de trabajo temporal. En este sentido, se les permite la celebración de contrato fijo-discontinuo con persona contratada para ser cedida –algo que los tribunales les habían negado–, y que resulta coherente con la voluntad de promover esta modalidad de empleo indefinido. Ello se hace vía modificación del artículo 16 ET y del 10.3 de la Ley 14/94. El artículo 10 ya permitía que las ETT pudieran celebrar un contrato de trabajo para cubrir varios contratos de puesta disposición sucesivos con empresas usuarias diferentes, siempre que dichos contratos de puesta a disposición estuvieran plenamente identificados al firmar el contrato de trabajo y obedecieran a un supuesto de contratación laboral permitido. Además, se delega en la negociación colectiva (dice la Norma: “los convenios colectivos podrán”) la posibilidad de fijar una garantía de empleo para quien se ha contratado como fijo-discontinuo.

A todas estas restricciones para la contratación temporal –contratación para la que se refuerza la causalidad, se establecen limitaciones a su duración y penalizaciones a su encadenamiento–, se añade un incremento de las sanciones por el uso indebido de estas modalidades, además de una nueva regla, según la cual en estos casos se considerará una infracción por cada una de las personas trabajadoras afectadas. No obstante, las multas solo son efectivas si realmente se pueden vigilar y aplicar, y esperamos sea así. Además, ello debería haber ido acompañado de incentivos a la contratación porque podemos correr el riesgo de que aumente la economía sumergida y la contratación a tiempo parcial, tanto de fijos como de fijos-discontinuos.

Otra gran área que toca la Reforma es la de la negociación colectiva, en la que más que “innovar” se han recuperado elementos tradicionales de nuestro Derecho, no recogidos en 2012. Se fomenta el papel de los convenios colectivos, al establecerse expresamente la posibilidad de que fijen: planes de reducción de la temporalidad; criterios generales sobre la adecuada relación entre el volumen de la contratación de carácter temporal y la plantilla total de la empresa; criterios objetivos de conversión de los contratos de duración determinada o temporales en indefinidos; preferencias entre las personas con contrato de duración determinada o temporales, incluidas las personas puestas a disposición; y porcentajes máximos de temporalidad y consecuencias de su incumplimiento.

Son competencias que los negociadores ya tenían pero que pueden verse fomentadas, al ser recogidas en la Norma con marcada finalidad pedagógica.

En definitiva, en la Reforma destacan dos ideas sencillas pero importantes, para aventurar las líneas maestras de esta nueva regulación laboral: la primera es el necesario refuerzo y extensión de la protección jurídica del trabajador en el desarrollo de una relación contractual, que ya nadie discute que está en vías de transformación por la nueva realidad económica. A pesar de la precarización laboral existente en algunos sectores económicos, sigue “haciendo mucho frío” fuera del contrato de trabajo, con lo que, lejos de querer diluirlo con nuevas figuras pseudolaborales, la Reforma tiene presente que el contrato de trabajo, con toda su regulación tuitiva, es uno de los pilares de un Estado del Bienestar que, junto con la sanidad, la educación y el acceso a una vivienda digna, conforman el núcleo del contrato social. La segunda idea es la constatación del reconocimiento de la competitividad empresarial como un bien jurídico a proteger. Por muy repetida que haya sido la palabra “derogar” en el anuncio de estas nuevas medidas laborales, no se discute la necesidad de contar con unas empresas competitivas, como premisa indispensable del desarrollo económico y sustento del progreso social. Si la protección del trabajador no está reñida con la competitividad de las empresas, es necesario encontrar la fórmula de relación entre estos dos intereses. Y, en este sentido, el papel de la negociación colectiva debe ser, de nuevo, fundamental: no podemos olvidar que es el pacto lo que fundamenta la Norma y le da estabilidad.

Sin embargo, la Reforma no aborda los grandes cambios en los pilares de nuestra regulación laboral, los retos del mercado de trabajo diez años después de la anterior, ni las modificaciones del mundo laboral que se han visto catalizados por la pandemia: el modelo híbrido de teletrabajo, la digitalización de los puestos, la creciente brecha digital, los nuevos desafíos del Mercado de trabajo que impone la robotización, o el hecho demográfico en España. El Derecho del Trabajo que tenemos está pensado para un modelo tradicional de grandes empresas, integradas verticalmente; y ahora mismo las empresas funcionan en red. Tampoco están adaptadas al propio concepto de trabajador, fuera del que existía en el siglo XIX. Echo de menos mejoras en el fomento del empleo juvenil y del talento senior, que faciliten la reducción del desempleo estructural, y haber tenido mucho más presentes los desafíos sociales, tecnológicos y ecológicos del siglo XXI.

En resumen, y para concluir, no es poco lo que tenemos que hacer. Sin embargo, no partimos de cero. No podemos desechar el excelente trabajo de modulación y adaptación de las Instituciones laborales que han ido haciendo nuestros Tribunales de Justicia. Tampoco podemos olvidar que nuestro marco normativo no acaba en los Pirineos, ya que estamos sujetos no solo a los avances constantes de la Política Social comunitaria sino a las regulaciones fundamentales de los múltiples Tratados y Convenios Internacionales, que nos afectan y que son fruto de largos y laboriosos debates conceptuales que deben iluminarnos en la resolución de los problemas que se nos presenten. Tenemos, finalmente, la experiencia de las recientes Reformas laborales. Espero podamos utilizar todo ello con sabiduría.

No hay un crecimiento más social que la creación de empleo. Por ese motivo, nosotros estaremos al lado de empresarios y trabajadores, dentro de nuestras competencias, velando por el cumplimiento de la Norma y de lo pactado en la negociación colectiva, que no solo es un derecho fundamental, sino que es el instrumento clave para facilitar la adaptación de la empresa y trabajadores a los cambios actuales, avanzar en el aumento y el incremento del empleo y en la mejora de su calidad.

Finalmente, se ha llegado a una posición de Reforma bastante equilibrada, y se ha alcanzado a través de un Acuerdo. El objetivo del Acuerdo ha hecho que, finalmente, se trate de una Reforma “más descafeinada” de lo que la parte sindical hubiese querido, y más estricta de lo que preferían muchos empresarios, pero en ella no hay nada de derogación sino actualización y adecuación. En definitiva, es una Reforma muy pragmática, porque se reforma lo que se ha podido pactar. Empresarios y sindicatos han sido generosos en sus posturas, en aras de lograr un acuerdo: los sindicatos no vuelven al Estatuto anterior al 2012 y la patronal admite que la contratación pierda flexibilidad, ya que hasta ahora está prácticamente descausalizada. De alguna manera, desde posiciones ideológicas totalmente contrarias, las partes han yuxtapuesto sus propuestas del Mercado de trabajo, habiéndose dejado llevar por la experiencia empírica para cambiar sencillamente lo que no funciona, de forma que, curiosamente, en esta cuestión, la Reforma del 2021 no es antagónica sino complementaria de la del 2012.

Más allá de las medidas concretas que se han pactado, buena parte del valor de esta reforma laboral está en otro punto: en el propio consenso. Porque recupera la verdadera esencia de ese “Estado social y democrático” del que hablaba al principio. Porque pone en el centro la concertación social: el acuerdo entre trabajadores y empresarios. Y porque un acuerdo por consenso, que nunca puede ser de máximos, también supone una prima a las dos partes que lo firman. Este es precisamente lo que otorga fortaleza a la Reforma, pues, una vez pactada por parte de los representantes de esos intereses, solo un consenso similar podría sustituirla legítimamente. Es cierto que en la Reforma del 2021 no están todas las medidas que quisiéramos, pero negociación y acuerdo, además de ser incompatibles con la imposición, exigen equilibrio entre las posiciones de cada parte. Un atributo con el que cuenta esta Reforma. Hemos aprendido que debemos centrar nuestras energías en construir el futuro, más que en revisar el pasado, articulando nuevos consensos que favorezcan soluciones compartidas que preserven el crecimiento y la competitividad, y, además, mantengan la confianza en España y en Andalucía. Nuestro país y nuestra Comunidad Autónoma se lo merecen.