Trabajo, Persona, Derecho, Mercado 5 (2022) 187-209
https://dx.doi.org/10.12795/TPDM.2022.i5.08

El problema de la discriminación inversa: ¿es posible discriminar a quienes pertenecen a los grupos sociales dominantes?

The problem of reverse discrimination: is it possible to discriminate members of dominant social groups?

Antonio Álvarez del Cuvillo

Universidad de Cádiz

ORCID: 0000-0003-2103-347X

antonio.alvarez@uca.es

Resumen: Este trabajo pretende ofrecer un marco teórico para resolver los problemas interpretativos relacionados con las alegaciones de “discriminación inversa”. En este ámbito resulta muy patente la discordancia entre una noción individualista de discriminación, vinculada al principio de igualdad formal y la noción de discriminación en sentido social, relacionada con la erradicación de las desigualdades sistemáticas entre los grupos humanos. A estos efectos, partimos de la base de que toda discriminación implica siempre tanto un perjuicio individual como un perjuicio social, pero que tanto uno como otro pueden ser puramente hipotéticos o potenciales. Desde ese prisma se analizan diversos supuestos de posible discriminación inversa para determinar en qué medida se relacionan realmente con la prohibición de discriminación.

Palabras clave: Discriminación inversa; concepto de discriminación; acción positiva

Abstract: This paper aims to provide a theoretical framework to address legal interpretation issues related to reverse discrimination claims. In this area, there is a clear contradiction between an individualistic notion of discrimination, linked to the principle of formal equality, and a social notion of discrimination, related to the eradication of systemic inequalities between human groups. We assume that discrimination should always imply both individual and social harm, but that includes potential or hypothetical harm as well. From this perspective, various assumptions of possible reverse discrimination are analyzed to determine to what extent they are really related to the prohibition of discrimination.

Keywords: Reverse discrimination; concept of discrimination; affirmative action

Sumario:

1. La discriminación inversa como “campo de batalla” entre dos paradigmas contradictorios de la nocion de discriminación. 2. Un punto de articulación: perjuicio individual y perjuicio social. 3. Clarificación de distintos supuestos de aparente discriminación inversa. 3.1. Inexistencia de perjuicio individual ni social: la falsa conciencia de la mayoría oprimida. 3.2. Perjuicio individual sin perjuicio social: las distinciones positivas. 3.3. Disociación entre el perjuicio individual y el perjuicio social: discriminación por asociación y victimización de las “ovejas negras”. 3.4. El posible perjuicio social de los grupos dominantes en los contextos de inversión de status: el estrecho margen de la discriminación inversa. 4. Conclusiones. 5. Bibliografía

1. La discriminación inversa como “campo de batalla” entre dos paradigmas contradictorios de la nocion de discriminación  ^ 

Sin duda existe un consenso muy elevado en las sociedades capitalistas avanzadas respecto a la oportunidad, conveniencia o necesidad de la prohibición de discriminación, no solo respecto a la actuación de los poderes públicos, sino incluso frente a los sujetos privados, como pueden ser los empleadores. En efecto, desde un amplio abanico de posiciones ideológicas se sostiene que la discriminación vulnera el valor fundamental de la dignidad humana, por lo que la interdicción de estas conductas resulta esencial para garantizar los derechos humanos y se configura como uno de los elementos esenciales de las sociedades democráticas.

Ahora bien, este consenso respecto al carácter “odioso” de la “discriminación” enmascara discrepancias muy significativas respecto al contenido de esta categoría. En efecto, en la práctica existe una amplia variedad de usos contradictorios del término “discriminación”, no solo en el lenguaje coloquial, sino también en el discurso especializado de los operadores jurídicos y la doctrina judicial y académica. A grandes rasgos podríamos señalar que existen dos grandes paradigmas para entender la discriminación[1], que a los efectos de este trabajo denominaremos “perspectiva individualista” y “perspectiva social”.

La perspectiva individualista está íntimamente relacionada con el principio de igualdad formal, construido a partir del ideal aristotélico de que las cosas iguales deben ser tratadas del mismo modo, mientras que las cosas desiguales tienen que recibir un trato desigual en proporción a su diferencia. Así pues, desde esta óptica, la “discriminación” se identifica con los tratamientos diferenciados que carecen de justificación, que están prohibidos expresamente por la ley o, en todo caso, que utilizan como criterio de distinción determinadas categorías “sospechosas” de resultar irracionales o arbitrarias o bien porque no atienden a diferencias que realmente resulten significativas o bien porque responden a características consideradas “innatas”, “no modificables” o derivadas del ejercicio de derechos fundamentales[2]. Así pues, en este caso, el discurso enfatiza el perjuicio individual que sufren las personas a las que se les aplica un trato peyorativo que carece de una justificación objetiva y razonable, según las representaciones abstractas de la construcción del “mérito” en la ideología liberal, a pesar de que estas pautas valorativas puedan ser incoherentes con los supuestos en los que la discriminación es económicamente racional, pero sigue siendo ilegítima.

En cambio, la perspectiva social se vincula al principio de igualdad sustancial, porque parte de la base de que existen determinados grupos que se encuentran, de hecho o de derecho, sometidos a una posición sistemática de subordinación, sujeción u opresión que implica un deterioro de su estatuto jurídico, económico, político, social o simbólico. Como consecuencia de esta situación de inferioridad, las personas adscritas a estos grupos ven limitadas sus oportunidades vitales y el acceso a los bienes y servicios producidos por la sociedad y se encuentran en una posición de desequilibrio en el desenvolvimiento de sus relaciones sociales. Desde este planteamiento, la discriminación sería el tratamiento peyorativo derivado de la adscripción a determinados grupos victimizados que tiende a mantener y reproducir la posicion socio-jurídica de desigualdad sistemática en la que se encuentran estos colectivos y las personas que pertenecen a ellos. Para distinguir esta óptica de la perspectiva individualista –que está muy extendida en la ideología liberal dominante– se ha acuñado el término “subordiscriminación”[3], que utilizaremos a lo largo de todo este trabajo.

Ambas perspectivas están muy presentes tanto en el discurso teórico como en la práctica jurídica, por lo que podríamos decir que la noción generalmente admitida de discriminación es un concepto “híbrido” que abarca tanto una dimensión individual como una dimensión social. No obstante, a pesar de que existen algunos puntos de confluencia entre ambas tesis, en realidad estos paradigmas son, a grandes rasgos, contradictorios y mutuamente excluyentes, lo cual no impide que en la práctica a menudo se apliquen de manera combinada, incurriendo en numerosas incoherencias y contradicciones lógicas. En este contexto, cabe plantearse si es posible formular un esquema teórico que permita articular de manera coherente y operativa la dimensión individual y la dimensión social de la noción de discriminación, dado que estas aparecen de algún modo imbricadas en el derecho positivo.

Un espacio privilegiado para analizar el conflicto entre estas dos visiones de la discriminación y poner a prueba los criterios de articulación entre ellas que puedan postularse, es el campo de la “discriminación inversa”. Esta categoría, al igual que el término genérico de “discriminación”, también registra usos lingüísticos muy variados incluso en el discurso jurídico especializado, pero generalmente se aplica a los tratamientos que provocan un perjuicio a las personas pertenecientes a los grupos sociales dominantes o mayoritarios precisamente por su adscripción a estos colectivos. Se trataría, por tanto, de una forma de discriminación que operaría en sentido contrario al usual, perjudicando a las personas adscritas a los grupos privilegiados, a pesar de que estos generalmente se encuentran en una situación de ventaja relativa respecto a los grupos subordinados.

Desde el paradigma individualista, gran parte de las medidas destinadas específicamente a erradicar las desigualdades sociales sistemáticas, sobre todo las acciones positivas que utilizan directamente la adscripción al grupo como criterio de distinción, podrían calificarse a priori como discriminatorias en este sentido inverso. En efecto, si se postula en abstracto –sin tomar en consideración las desigualdades que operan en la práctica– que los hombres y las mujeres son “iguales” o que también lo son todas las personas, con independencia de su origen étnico o racial, las distinciones “positivas” (antisubordiscriminatorias) resultarían, en principio, injustificadas, dado que tratan de manera distinta a quienes son formalmente iguales. En el mejor de los casos, la justificación de estas diferencias de trato debería someterse a un escrutinio especialmente estricto, por afectar a categorías “sospechosas” de resultar irracionales o arbitrarias. Paradójicamente, en los ordenamientos en los que el test de racionalidad opera de manera diferenciada en función de cuál sea la causa de discriminación alegada, el escrutinio para las medidas de acción positiva sería más estricto cuanto más importante y reconocida fuera la causa de discriminación en la sociedad. Así, por ejemplo, en el ordenamiento norteamericano, las exigencias de razonabilidad son mayores en lo que refiere a la “raza”, seguramente debido a la historia de esclavitud, segregación y opresión de la población afroamericana en Estados Unidos. Sin embargo, siguiendo esta lógica, si la “raza” se analiza como una categoría abstracta –disociada de la situación real de desigualdad sistemática de la población afroamericana–, las distinciones positivas destinadas a erradicar esta situación especialmente odiosa para esta sociedad norteamericana, serían enjuiciadas con especial severidad, lo que parece contradictorio e incoherente.

En cambio, desde el paradigma social (antisubordiscriminatorio), el propio concepto de “discriminación inversa” podría entenderse como una contradicción en los términos que carece de sentido y que simplemente deriva de una apropiación por parte de los grupos dominantes de la categoría jurídica “discriminación”, que termina por diluir su potencial transformador, legitimando así el orden de poder desigual, en cuyo caso, no solamente la prohibición de discriminación dejaría de cumplir su función emancipadora, sino que, además, se convertiría en un instrumento de dominación. En efecto, si la discriminación se define como el tratamiento que reproduce el status de inferioridad de determinados grupos sociales, entonces resulta imposible –y de hecho, absurdo–, suponer que los miembros de los grupos dominantes puedan considerarse víctimas de ella.

El propósito de este trabajo no es otro que definir un punto de articulación entre estas nociones contradictorias de discriminación y proyectarlo sobre el problema de la discriminación inversa. De este modo, no solo se pretende establecer un marco teórico que permita abordar de manera apropiada los problemas interpretativos relacionados con la discriminación inversa, sino también someter a evaluación una propuesta determinada de articulación de las dimensiones social e individual de discriminación, aplicándola a un caso concreto.

2. Un punto de articulación: perjuicio individual y perjuicio social  ^ 

Hemos de comenzar nuestra argumentación aclarando que no pretendemos que nuestra propuesta de articulación de los dos paradigmas de la discriminación se constituya como un punto medio de equilibrio entre dos extremos igualmente perniciosos. En realidad, como el lector seguramente ya ha adivinado por los matices de la exposición anterior, consideramos que la concepción más adecuada de la prohibición de discriminación es la que se sustenta sobre la dimensión social y que, de hecho, en realidad esta perspectiva es la única que se sostiene desde una interpretación histórica, sociológica, teleológica, sistemática e incluso literal del derecho positivo vigente.

En efecto, no cabe ninguna duda de que la normativa antidiscriminatoria surgió de manera específica para erradicar determinadas desigualdades sistemáticas muy arraigadas que afectaban –y afectan– a determinados colectivos porque estas vulneraban –y vulneran– la dignidad humana de las personas adscritas a esos grupos[4]; por tanto, compartimos la idea de que la prohibición de discriminación se configura como un mandato relativamente autónomo del principio de igualdad, en el que la parificación no se constituye como un fin en sí mismo, sino como un medio al servicio de la eliminación de las desigualdades sistemáticas que vulneran la dignidad humana y que constituyen un orden político y social manifiestamente injusto.

Esta finalidad emancipadora se aprecia de manera particularmente clara en las convenciones de Naciones Unidas destinadas a combatir la discriminación de colectivos específicos. Así, la Convención Internacional para la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial de 1965 y la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer de 1979 no se refieren en abstracto al sexo o a la raza como clasificaciones presuntamente irracionales en el plano lógico, como se aprecia en los propios títulos que se utilizan para denominarlas (“eliminación de todas las formas de discriminación”). Más bien atienden de manera expresa a una realidad social desigual que supone, en la teoría o en la práctica, exclusiones o limitaciones concretas del disfrute de los derechos humanos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales reconocidos en el ámbito de la ONU, de las mujeres o de determinadas minorías raciales, afectando, por tanto, a su dignidad como seres humanos. De manera aún más evidente, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de 2006, naturalmente no se refiere a la discapacidad como una clasificación neutra que pueda motivar en abstracto diferencias de trato irrazonables de manera simétrica –es decir, tanto a quienes tengan discapacidad como a quienes no la tengan– sino a una serie de circunstancias que, en interacción con determinadas barreras sociales impide o dificulta el disfrute pleno de los derechos humanos, lo que termina exigiendo una normativa de protección específica que elimine estas barreras sociales.

En este contexto, disociar la normativa antidiscriminatoria de la lucha contra las desigualdades sistemáticas que realmente operan en la sociedad, constituye una distorsión manifiesta de su finalidad que puede terminar desactivando su operatividad. La perspectiva puramente individualista concibe las causas de discriminación enunciadas en las normas antidiscriminatorias simplemente como clasificaciones abstractas que entrañan un riesgo de producir diferencias de trato irracionales, en un sentido o en otro, por no estar directamente relacionadas con diferencias significativas, por ejemplo, respecto a la cualificación profesional real. Ese proceso de abstracción invisibiliza las desigualdades realmente existentes en la sociedad, proyectándolas sobre un plano lógico-formal desconectado de la realidad material concreta. En último término, esta forma de proceder permite concebir la discriminación como una situación anómala, excepcional o patológica, ocultando así las situaciones cotidianas que reproducen las relaciones de dominación, lo que termina legitimando el orden de poder desigual[5].

Asimismo, hay que recordar que la doctrina del Tribunal Constitucional español reconoce abiertamente que la prohibición de discriminación se configura como un mandato específico relativamente autónomo del principio general de igualdad, que encuentra su justificación en una finalidad claramente social, que es la lucha frente a las desigualdades sistemáticas que históricamente han afectado y que afectan a determinados grupos sociales:

La virtualidad del art. 14 CE no se agota, sin embargo, en la cláusula general de igualdad con la que se inicia su contenido, sino que a continuación el precepto constitucional se refiere a la prohibición de una serie de motivos o razones concretos de discriminación [...] Esta referencia expresa a tales motivos o razones de discriminación no implica el establecimiento de una lista cerrada de supuestos de discriminación, pero sí representa una explícita interdicción de determinadas diferencias históricamente muy arraigadas y que han situado, tanto por la acción de los poderes públicos como por la práctica social, a sectores de la población en posiciones, no sólo desventajosas, sino contrarias a la dignidad de la persona que reconoce el art. 10.1 CE [SSTC 3/2007, 233/2007, 117/2011, 66/2015, entre muchas otras].

Ahora bien, nada de esto implica que la discriminación –al menos en sus aspectos más básicos– solo pueda predicarse de categorías que se encuentran insertas en un sistema de dominación vigente y hegemónico que imponga resistencias palpables al disfrute igualitario de los derechos básicos como sucede con el sistema de sexo-género, con las relaciones de dominación asociadas a determinados origenes raciales o étnicos o con las diversas circunstancias que englobamos en la categoría de “discapacidad”.

En primer lugar, hay que destacar que el listado de motivos de discriminación está abierto, tanto en el texto de la Constitución Española como en un gran número de instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos, por lo que no necesariamente se aplican a grupos sociales que han sido victimizados en el pasado. Las nuevas causas de discriminación pueden reconocerse como consecuencia de una toma de conciencia respecto a sistemas de opresión históricamente arraigados, como ha sucedido con la orientación sexual, pero también pueden aparecer de manera sobrevenida en relación con cambios económicos, políticos, tecnológicos, culturales o sociales, como sucede con la discriminación por el contenido del material genético o las formas de discriminación “por razón de casta” que puedan surgir en países occidentales al hilo de la inmigración de personas procedentes de otros países. Así pues, no solo se condenan determinadas situaciones presentes en la realidad histórica o actual, sino también una serie de conductas que responden a una lógica de victimización o segregación y que, por ello, pueden generar en el futuro nuevos desequilibrios sociales que afecten a la dignidad de la persona.

En segundo lugar, algunas causas de discriminación claramente reconocidas en los textos normativos no tienen una conexión tan estable con las desigualdades sociales sistemáticas como sucede con las categorías asociadas al sexo y al género o con la polaridad entre los “blancos” y las “minorías raciales”. En efecto, la identidad de los grupos dominantes y de los grupos victimizados en función de la “ideología”, e incluso, en algunos casos, de la “religión” o el “origen étnico”, puede variar notablemente en función de las circunstancias aplicables a cada caso concreto. Así, por ejemplo, en sociedades muy polarizadas en bloques ideológicos (izquierda/derecha, separatistas/unionistas), la discriminación puede operar fácilmente en un sentido o en otro en función del estado de las relaciones de poder en cada contexto concreto, incluyendo los microcontextos como podría ser la realidad de una empresa en particular. En realidad, podríamos decir que en estas causas sí que existe una cierta dosis de abstracción, aunque en último término el desvalor no viene de que generen distinciones irracionales o arbitrarias, sino de su potencial para generar grupos estigmatizados o victimizados en contextos concretos.

En tercer lugar, pueden existir categorías históricamente oprimidas que actualmente no lo sean, pero que mantengan un claro potencial segregador y de exclusión de determinados grupos de la dignidad humana. Así, por ejemplo, en la actualidad no parece verificarse ninguna desventaja específica de los “judíos” en el mercado de trabajo español. Sin embargo, despedir a un trabajador al identificarlo como “judío” es un tratamiento claramente discriminatorio y esta calificación no deriva de la arbitrariedad o irrazonabilidad del motivo, que en todo caso determinaría la improcedencia del despido, pero no la nulidad. En efecto, en la prohibición de discriminación, nuestro ordenamiento atiende a dos tipos de perjuicio, íntimamente relacionados entre sí: de un lado, un perjuicio individual sufrido por la víctima, en la medida en que el trato peyorativo fundado en la adscripción al grupo social agrede a su identidad social y por tanto causa un daño moral y, de otro lado, un perjuicio social difuso derivado del potencial segregador de esta categoría, que entraña un riesgo de victimización grupal en el contexto social en el que se produce el tratamiento controvertido. Así, la conducta discriminatoria es socialmente dañina porque tiende a situar a los grupos afectados en una situación sistemática de inferioridad, aunque a veces no lo consiga como conducta aislada.

En cuarto lugar, por más que la finalidad social (antisubordiscriminatoria) sea evidente en la regulación positiva de la prohibicion de discriminación, lo cierto es que también algunos textos normativos se orientan por una perpsectiva más formalista o individualista, que incluso en ocasiones puede percibirse como una protección aparentemente simétrica. Así, el tratamiento de la discriminación en el CEDH y la jurisprudencia del TEDH se sitúa claramente en la órbita del principio de igualdad formal[6].

Por otra parte, la normativa antidiscriminatoria de la Unión Europea (así como la doctrina del TJUE) es especialmente ambigua y compleja en su integración de las perspectivas individual y social; aunque reconoce expresamente instituciones como la discriminación indirecta o la acción positiva, que solo pueden entenderse cabalmente desde la óptica antisubordiscriminatoria, al mismo tiempo tiende a considerar las causas de discriminación como clasificaciones contrarias a un principio general de igualdad de trato considerado en un plano abstracto y que, por tanto, permite una tutela simétrica. De hecho, la jurisprudencia del TJUE admite abiertamente la posibilidad de la discriminación inversa, puesto que ha tomado en consideración a menudo las reclamaciones basadas en la supuesta discriminación de miembros de los grupos dominantes[7].

Asimismo, el Tribunal Constitucional español, a pesar de que reconoce la especificidad de la prohibición respecto al principio de igualdad y aunque admite las distinciones positivas, hace referencia al “carácter bidireccional de la parificación entre los sexos”, aunque sea para reconocer inmediatamente que son las mujeres quienes han estado sometidas a un trato discriminatorio (SSTC 229/1992 y 13/2009). De esta referencia puede deducirse que las mayorías pueden reclamar algún tipo de tutela frente a diferencias de trato basados en la pertenencia a la mayoría, aunque esta tutela no tenga por qué ser simétrica respecto a la que se brinda a los grupos victimizados. De hecho, son muy numerosas, aunque en general bastante antiguas, las sentencias de este órgano en la que se estiman las pretensiones de “varones discriminados”, en particular en la extensa saga relativa a la pensión de viudedad (SSTC 103/1984, 42/1984, 253/1988, 144/1989, 176/1989, 142/1990, 158/1990, 58/1991, 102/1992), pero también en el caso de los ayudantes técnicos sanitarios que se vieron perjudicados por el impacto de acciones protectoras de la mujer (STC 81/1982).

En último término, incluso las Convenciones antidiscriminatorias de Naciones Unidas, en las que el propósito social resulta especialmente saliente, generalmente hacen referencia a una serie de límites para la acción positiva, que parecen estar dirigidos a proteger el interés individual de las personas que pudieran verse perjudicadas por determinados tratamientos preferenciales mal planteados, asumiendo, por tanto, que existe un principio de igualdad genérico que puede verse a priori afectado por estas medidas.

Lógicamente, la dogmática jurídica debe ubicar en términos teóricos la tutela de los derechos individuales reconocidos expresamente por esta normativa y jurisprudencia.

La necesaria búsqueda de un punto de articulación entre el paradigma antisubordiscriminatorio y el respeto a la dignidad de las personas adscritas a grupos sociales que no se encuentran globalmente sometidos a una posición sistemática de inferioridad o incluso que pertenecen a grupos dominantes, exige construir un concepto teórico y analítico de discriminación. A este respecto, en otros trabajos hemos propuesto que la conducta discriminatoria se conforma por la confluencia de dos elementos constitutivos: de un lado la adscripción a uno o varios grupos o categorías sociales y de otro lado, el perjuicio individual y social provocado por el tratamiento derivado de esta adscripción, que lesiona la dignidad humana en tanto que tiende a situar a determinados grupos en una posición socio-jurídica de inferioridad[8]. Así pues, solamente serían discriminatorios los tratamientos desiguales de carácter grupal, que estuvieran funcional o sistemáticamente orientados a la marginación de determinados grupos sociales y de los individuos que los integran. Ahora bien, esto no implica que la conducta solo pueda calificarse como discriminatoria cuando consiga por sí sola situar a todos los integrantes del grupo en una posición de inferioridad, lo cual resulta imposible, sino que lo que se exige es que la conducta pueda contemplarse como la manifestación de una pauta sistemática de degradación de la posición de los integrantes de un grupo que, si se generaliza o se reproduce, contribuiría a situarlos en una posición de inferioridad. Por consiguiente, el perjuicio colectivo es siempre un daño potencial, por más que la intensidad del riesgo generado por el tratamiento discriminatorio varíe significativamente en función de su grado de conexión con las pautas sociales dominantes. Así, por ejemplo, más allá del daño personal sufrido por las víctimas, el despido de una trabajadora por quedarse embarazada implica un riesgo mayor de degradación efectiva de la posición global del grupo social afectado que el despido de un trabajador por ser identificado como “judío”, simplemente porque la desigualdad de las mujeres en el mercado de trabajo español está actualmente muy extendida o generalizada y en gran medida se basa en el hecho del embarazo y la maternidad, mientras que la exclusión de los “judíos” se trata de una conducta claramente anómala y desviada de las pautas sociales actualmente dominantes. Sin embargo, desde una perspectiva abstracta, ambas conductas responden a la misma lógica de degradación sistemática de la posición socio-jurídica del colectivo afectado.

Así pues, utilizaremos este marco teórico para evaluar los distintos supuestos en los que en el debate político, social y jurídico se suele aludir a la “discriminación inversa”. A estos efectos se distinguirá entre cuatro posibilidades: a) la inexistencia de perjuicio individual o social; b) el perjuicio individual sin perjuicio social; c) la disociación entre el perjuicio individual y el perjuicio social y d) el posible perjuicio social de la mayoría en los contextos de inversión de status.

3. Clarificación de distintos supuestos de aparente discriminación inversa  ^ 

3.1. Inexistencia de perjuicio individual ni social: la falsa conciencia de la mayoría oprimida  ^ 

Para considerar adecuadamente las alegaciones de discriminación inversa es preciso tomar en consideración el fenómeno social que hemos denominado “conciencia de la mayoría oprimida”[9], según el cual, el acceso progresivo de las personas pertenecientes a grupos victimizados a una posición social, económica o simbólica que antes estaba reservada a los grupos sociales dominantes tiende a generar sobre las personas que pertenecen a estos últimos una sensación de amenaza que habitualmente se traduce en la percepción de que los integrantes de los grupos dominantes están siendo injustamente tratados o discriminados por su pertenencia a la mayoría social, a pesar de que esta conclusión se oponga abiertamente a la evidencia empírica. La “falsa conciencia de la mayoría oprimida” puede deberse a una diversidad de factores, como la necesidad de fortalecer la autoestima[10] o simplemente en la defensa inconsciente de una situación de privilegio material o simbólico que se considera “normalizada” y que no se pretende compartir con otros grupos.

Un ejemplo muy claro es el del reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo, contemplado por determinados sectores como una agresión a las parejas heterosexuales, solamente por el hecho de que las parejas homosexuales hayan podido acceder a un status jurídico (material y simbólico) equivalente al suyo. Asimismo, la asignación de más papeles protagonistas a las mujeres y a miembros de minorías étnicas o sexuales en las películas comerciales provoca en muchas personas la impresión de que prácticamente no existen películas protagonizadas por hombres blancos heterosexuales, aunque evidentemente estas sigan siendo mayoritarias. En términos más relacionados con el Derecho social, el acceso progresivo de los extranjeros –o de las personas de origen extranjero– en condiciones de igualdad a la asistencia sanitaria o a las prestaciones sociales genera la idea equivocada –pero muy extendida entre la ciudadanía– de que estos gozan de algún tipo de estatuto jurídico privilegiado frente a los nacionales. Esta percepción social se ve claramente amplificada por la instrumentalización de ella que hacen determinados grupos políticos. En la medida en que los discursos abiertamente supremacistas, misóginos, xenófobos y homófobos dejan de tener cabida en los espacios más institucionalizados y estructurados (no así en privado o en las redes sociales), el planteamiento más habitual de los grupos de ultraderecha consiste en sostener que la mayoría social se encuentra de algún modo oprimida o subordinada a los grupos tradicionalmente victimizados, generalmente como parte de una conspiración orquestada por las élites, conectando así también con los anhelos e inseguridades de la clase media.

Por supuesto, por más que este tipo de pretensiones estén muy presentes en el debate público, carecen de toda significación en el plano jurídico, pero sin duda estos aspectos ideológicos pueden influir en la configuración de las alegaciones de discriminación inversa[11], de modo que es preciso comprobar que estas se refieren a un perjuicio real y no solamente a una representación ideológica.

Por otra parte, en la normativa antidiscriminatoria encontramos determinadas medidas específicamente dirigidas a erradicar discriminaciones realmente existentes en la práctica que no pueden calificarse como medidas de acción positiva porque se integran en el contenido de la prohibición de discriminación en supuestos determinados, imponiendo responsabilidades jurídicas exigibles a sujetos concretos. Así sucede con la obligación de llevar a cabo “ajustes razonables” en el empleo de personas con discapacidad. Estás medidas formarían una suerte de “contenido adicional” del derecho a no ser discriminado –siendo el “contenido esencial” simplemente el mandato de parificación– y, dado que se conectan con la búsqueda de la igualdad real frente a una realidad fáctica de desigualdad sistemática, por su propia naturaleza no pueden construirse de manera simétrica o bidireccional. Así, por poner un ejemplo extremo, carece de sentido proponer ajustes razonables para las personas sin discapacidad. Del mismo modo, las medidas adoptadas por las empresas para prevenir el acoso sexual y sexista naturalmente deben partir de la base de que estas conductas se ubican estructuralmente en un contexto sistemático de dominación masculina. Esta tutela asimétrica exigida por la garantía material de la prohibición de discriminación no puede considerarse en ningún caso como una discriminación inversa.

3.2. Perjuicio individual sin perjuicio social: las distinciones positivas  ^ 

Aunque las alegaciones motivadas en la “falsa conciencia de la mayoría oprimida” a menudo son vagas e imprecisas, haciendo referencia un sentimiento difuso de agravio que es difícilmente sostenible en sede judicial, la problemática de la discriminación inversa en el campo jurídico tiende a focalizarse más bien sobre las “distinciones positivas”, es decir, sobre las medidas de acción positiva que se materializan a través de un tratamiento preferencial basado en la adscripción directa a un grupo social determinado[12]. De hecho, como una manifestación más de la confusión terminológica generalizada en el campo de la teoría sobre la discriminación, en ocasiones se emplea el término “discriminación inversa” como un sinónimo de “acción positiva” o incluso ambas nociones se terminan fundiendo amigablemente en el babélico oxímoron “discriminación positiva”. En realidad, esta identificación ha terminado contaminando el estudio de la acción positiva como institución jurídica, que generalmente se ha centrado exclusivamente en los posibles perjuicios que pudieran afectar a los grupos sociales dominantes. Desde nuestra perspectiva[13], la acción positiva no se refiere solo a los tratamientos preferenciales, dichos tratamientos no siempre utilizan la técnica de la adscripción directa, cuando lo hacen no siempre afectan a los miembros de la mayoría y, por último, pueden presentar otros problemas técnicos o aplicativos que hay que tomar en consideración y que no se refieren solamente a los derechos de los miembros de los grupos dominantes. En todo caso, indudablemente hay situaciones en las que estas personas sufren perjuicios individuales como consecuencia de la aplicación de una distinción positiva, que deben ser evaluados jurídicamente.

Desde luego, en términos generales, la posibilidad de llevar a cabo estas distinciones positivas está, en principio admitida –y a veces incluso fomentada o exigida– por la normativa internacional, por el Derecho de la Unión Europea y por nuestro ordenamiento jurídico interno, como reconoce también la jurisprudencia del TJUE y del TC. Por consiguiente, está claro que en el plano jurídico no puede calificarse toda distinción positiva como una discriminación inversa ilegítima.

No obstante, lo cierto es que tanto en la normativa antidiscriminatoria como en la jurisprudencia que la aplica, se establecen determinados límites para las distinciones positivas, tomando en consideración la posibilidad de que estas tengan un impacto desproporcionado sobre las personas pertenecientes a grupos no discriminados que se vean afectadas por ellas. Ciertamente, estos límites se han configurado de manera un tanto estricta, poniendo más énfasis en la garantía del principio de igualdad formal que en la realización material del mandato de erradicación de las discriminaciones realmente existentes[14]. De cualquier modo, no corresponde a este trabajo analizar críticamente estos límites y condicionamientos, sino más bien la calificación que debe otorgarse a las medidas que pudieran sobrepasarlos, en el bien entendido de que, aunque las distinciones positivas podrían analizarse desde una perspectiva más favorable a la igualdad sustancial, aún así no hay duda de que algunas de ellas pueden resultar excesivas, desproporcionadas o ilícitas.

A este respecto, entendemos que el supuesto arquetípico es el de una distinción positiva que razonablemente se orienta a erradicar una situación de desigualdad sistemática realmente existente en un contexto concreto, pero que provoca un impacto desproporcionado sobre las personas perjudicadas por el trato preferencial, que ven limitadas injustamente sus oportunidades vitales como consecuencia de que los costes de una política social justificada se han repercutido sobre la esfera de sus derechos individuales. En estos casos, podemos decir que existe un perjuicio individual, pero no un perjuicio social, por lo que nos encontramos con una conducta ilícita, pero no estrictamente discriminatoria.

Supongamos que en un determinado área de conocimiento universitaria, como es habitual, la inmensa mayoría de los catedráticos son varones, aunque existe un mayor equilibrio de género –o incluso un predominio femenino– en el resto del profesorado y, para abordar este problema se atribuye una plaza de cátedra a una mujer en detrimento de un candidato varón que en este caso concreto tiene unos “méritos profesionales” indiscutiblemente superiores, como consecuencia de una preferencia absoluta basada en el sexo. El candidato preterido puede alegar que ha sufrido un perjuicio significativo en su derecho a la promoción, que resulta desproporcionado respecto al beneficio social pretendido por la medida, al margen de que en este caso se vería también afectado el principio constitucional de mérito y capacidad que rige el acceso a la función pública. Pero en ningún caso podría sostenerse que “los hombres” se han visto discriminados como grupo, salvo incurriendo en las distorsiones propias de la “falsa conciencia de la mayoría oprimida”. En efecto, en un caso como el mencionado, no existe ningún riesgo de degradación de la posición socio-jurídica de los varones como colectivo, puesto que estos siguen manteniendo en términos grupales una posición manifiesta de dominio en la distribución de los puestos de catedrático.

En definitiva, en estos casos no debe aplicarse en sentido estricto la prohibición de discriminación, sino el principio formal de igualdad[15] aunque a veces los tribunales utilicen la palabra “discriminación” en sentido impropio como desigualdad injustificada o prohibida por la ley. La ubicación del conflicto en sede de principio de igualdad y no de prohibición de discriminación tiene consecuencias muy concretas respecto a los esquemas de justificación de la diferencia de trato que resultan aplicables, la consideración de la discriminación indirecta (que no debe ser posible si no hay un perjuicio sistemático de grupo) y quizás también respecto al alcance de la obligación respecto a los sujetos privados, que en principio no se encuentran vinculados por el principio de igualdad en sentido estricto y donde de hecho no resulta exigible la consideración objetiva del “mérito”, aunque en estos casos puede también argumentarse que existe una cierta vinculación derivada de la tranposición del Derecho de la Unión Europea que tiene una dimensión parcialmente formalista[16].

Ciertamente, es posible concebir otros supuestos en los que la medida de acción positiva se aplique en un contexto en el que realmente no existan desigualdades sistemáticas que sea necesario erradicar o incluso que se utilice la retórica de la acción positiva para justificar medidas en beneficio de grupos privilegiados. En este contexto sí que podrían calificarse algunas medidas ilícitas como “discriminatorias” aunque en sentido estricto no constituirían formas de discriminación inversa, por no referirse realmente a grupos dominantes en el contexto de referencia.

En definitiva, allí donde solamente existe un perjuicio individual, pero no un perjuicio social, no puede hablarse de discriminación en sentido propio y, por tanto, tampoco de discriminación inversa, por lo que deberá acudirse a la lógica del principio de igualdad formal.

3.3. Disociación entre el perjuicio individual y el perjuicio social: discriminación por asociación y victimización de las “ovejas negras”  ^ 

Un tercer tipo de supuestos son aquellos en los que la conducta controvertida perjudica a un individuo que pertenece a un grupo dominante o no victimizado, pero al mismo tiempo provoca un impacto social desfavorable sobre un colectivo que realmente se encuentra en una posición jurídica de subordinación en la sociedad. En estos casos la conducta sí que puede calificarse claramente como discriminatoria, pero no como una discriminación inversa, dado que perjudica a individuos que pertenecen a las mayorías o incluso a subgrupos de las mayorías asimilados a los grupos victimizados, pero no a los grupos mayoritarios en sí mismos considerados.

El supuesto más sencillo de apreciar, porque en él el perjuicio social se manifiesta de manera muy clara, es el de la discriminación por asociación, admitida en nuestro sistema a partir de la STJUE Coleman de 17-7-2008 y de la STC 71/2020. En efecto, en el caso de la discriminación por asociación se perjudica a una persona por su conexión con otra que pertenece a una categoría victimizada, por lo que al daño personal que sufre la víctima concreta del trato peyorativo, se añade el riesgo manifiesto de degradación de la posición socio-jurídica del colectivo afectado.

En estos casos, el impacto social de la conducta controvertida se advierte claramente, por existir una víctima secundaria concreta perteneciente a un colectivo subordinado al que no pertenece la víctima primaria. Pero esta disociación puede aparecer también en otros supuestos en los que el perjuicio social es más difuso, pero aun así resulta reconocible.

Así sucede con el fenómeno que hemos denominado “el castigo de la oveja negra”[17], es decir el perjuicio sistemático que se aplica (intencionadamente o no) a las personas que no se ajustan a los roles preestablecidos en un sistema concreto de dominación, o precisamente a los miembros de los grupos dominantes que asumen roles socialmente atribuidos a los grupos dominados. A este respecto, los supuestos pueden ser numerosos y variados, aunque habitualmente se refieren a la discriminación por razón de género.

-El caso paradigmático es el de las represalias frente a los “varones desobedientes” que no se atienen al comportamiento socialmente esperado para el género socialmente asignado desde las pautas tradicionales[18]. Excluimos aquí los supuestos de discriminación por razón de orientación o identidad sexual, porque estos han generado categorías autónomas (que también afectan a las mujeres y a las personas que se identifican como “no binarias”). Pero existen muchos otros supuestos en los que existe una disciplina social que castiga consciente o inconscientemente a los varones que no se atienen al comportamiento esperado para los “hombres” o que asumen roles o funciones adscritos a las mujeres. Este fenómeno se plantea de manera paradigmática en la discriminación por razón de género, porque, aunque el sistema de dominación masculina sitúa a los hombres como grupo en una posición de privilegio, también conlleva a veces limitaciones sobre los individuos que pertenecen a dicho grupo que restringen sus posibilidades vitales y el libre desarrollo de su personalidad. Como se ha señalado “El privilegio masculino no deja de ser una trampa [...] que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad”[19]. En otras causas de discriminación, estos mecanismos son teóricamente posibles, pero no parecen muy comunes en la práctica, más allá de los que pueden reconducirse a la discriminación por asociación o a la discriminación por error: así, por ejemplo, un payo puede recibir un trato desfavorable por asimilarse a los gitanos que viven a su alrededor o por ser socialmente percibido como “gitano”, pero en este caso no se castiga la desviación del rol social prescrito. De cualquier modo, podrían concebirse mecanismos de disciplina similares a los del género en categorías relativas al nacimiento u origen social, como las clases sociales o las castas en los sistemas sociales que las reconocen.

-Ahora bien, la prohibición de discriminación no se aplica únicamente a las represalias, sino que también afecta simplemente a cualquier diferencia de trato peyorativa que pueda aplicarse sobre los varones que asumen roles feminizados[20] o en su caso a los miembros de mayorías que asumen espacios generalmente asignados a las minorías, aunque no exista ninguna intencionalidad disciplinaria, sino meramente una consecuencia de la degradación asociada a estos espacios en una sociedad desigual.

El ejemplo más importante es el de las represalias sufridas por los varones que ejercen derechos laborales asociados a las responsabilidades familiares, tengan o no una intención de reforzar las pautas de género, dado que también pueden imponerse simplemente como consecuencia de la visión negativa que se tiene de la asunción de estas responsabilidades desde determinada ideología empresarial. A este respecto, como es sabido la STC 26/2011 acuñó la categoría de la “discriminación por circunstancias familiares”, que resulta claramente incoherente en términos teóricos, porque las circunstancias familiares no implican en sí mismas la pertenencia a un grupo victimizado. No obstante, la argumentación de la sentencia, como no puede ser menos, se basa en la necesidad de la corresponsabilidad en las tareas de cuidado exigida por el principio de igualdad entre hombres y mujeres (F5). En efecto, en estos casos la víctima del perjuicio individual causado por la conducta impugnada es un varón, pero la lesividad social de esta conducta perjudica fundamentalmente a las mujeres como grupo, dado que tiende a dificultar la distribución equitativa de las responsabilidades familiares, por lo que contribuye a reproducir las desigualdades sistemáticas entre hombres y mujeres. En realidad, sucede que nos encontramos ante una discriminación “por razón de género” y el Tribunal Constitucional lo admite en el cuerpo de la argumentación, pero no utiliza esta expresión, seguramente para eludir la polémica del uso del término “género”, contestado desde determinadas posiciones ideológicas y conseguir así articular el consenso que realmente existía sobre el fondo del asunto; en este sentido, resulta inteligente la propuesta del voto particular de entender que se trata de una discriminación indirecta, que presenta menos incoherencias teóricas que la solución mayoritaria, aunque sigue sin admitir el hecho de que simplemente es posible que una conducta que perjudica individualmente a un miembro del grupo dominado pueda afectar negativamente al grupo subordinado, del mismo modo que es posible beneficiar a individuos del grupo dominante para beneficiar al grupo victimizado (como sucede en el establecimiento de permisos de cuidado concebidos para varones).

Aquí podríamos incluir también los supuestos de medidas de acción positiva o de acción protectora en el ámbito del fomento del empleo o de la protección social destinadas a compensar las desventajas que sufren las mujeres en el mercado de trabajo y en el nivel contributivo de la seguridad social debido al desequilibrio en el reparto de las tareas de cuidado, cuando estas utilizan la técnica de adscripción directa al “sexo” femenino, excluyendo así a los varones que se encuentren en una situación comparable a las mujeres por haber sufrido perjuicios en sus carreras profesionales debido a la asunción de dichas tareas.

Este tipo de problemas se han enfocado tradicionalmente desde la óptica del principio de igualdad formal en sentido estricto, en tanto que se produce un tratamiento desigual de situaciones sustancialmente iguales. Así se planteó en su día en la clásica sentencia Décimo Circuito de Apelaciones norteamericano, Charles E. Moritz v. Commissioner of Internal Revenue de 1972, relativa a la exclusión de una deducción fiscal de un varón soltero que había cuidado a su madre y donde estaba en juego la protección igual de la Decimocuarta enmienda a la Constitución. Pero también es la perspectiva que predomina en las SSTJUE Griesmar, de 29-11-2001 y TJUE, WA v. INSS, de 12-12-2019, dada la relativa simetría con la que este Tribunal ha abordado la interpretación de las directivas antidiscriminatorias.

Ahora bien, también es posible enfocar estos supuestos desde la perspectiva antisubordiscriminatoria, tomando en consideración que estas medidas provocan, como mínimo, un efecto boomerang simbólico contra las mujeres, al cristalizar en la norma los estereotipos que les atribuyen tareas de cuidado sin que esto resulte estrictamente necesario para articular la diferencia de trato, dado que esta podría referirse directamente a las tareas de cuidado, manteniendo, por tanto, el beneficio de las mujeres que, de manera mayoritaria, las desarrollan. En algunos casos también podría producirse un efecto boomerang más material, en la medida en que estas medidas, especialmente si se multiplican, tienden a generar incentivos para que se mantenga este reparto desequilibrado de tareas, cuando, en realidad, podría ser incluso oportuno incentivar que sean los varones quienes asuman más responsabilidades familiares[21]. De hecho, este criterio podría utilizarse también para revisar resoluciones jurisprudenciales en las que determinadas medidas de acción protectora se consideraron adecuadas desde la óptica de la “discriminación inversa” (o, en realidad, del principio de igualdad formal), es decir, solo desde la perspectiva de los varones, pero donde no se tomaron en consideración los posibles efectos secundarios sobre las mujeres, bien es verdad que en un contexto social y jurídico distinto del actual[22].

-Otro supuesto relacionado con el anterior es el que se produce como consecuencia de determinadas formas de discriminación indirecta, que afectan a colectivos integrados mayoritariamente, pero no exclusivamente por mujeres o bien por minorías étnicas o grupos particulares de edad. Tomemos el ejemplo clásico de dos categorías profesionales que desempeñan un trabajo de igual valor, pero en las que una está feminizada y otra masculinizada, obteniendo esta última una retribución significativamente superior. Desde un punto de vista procesal, la diferencia retributiva podría indudablemente impugnarse de manera genérica a través del proceso de conflicto colectivo, pero ciertamente los particulares afectados también podrían reclamar a título individual que no se les aplique la diferencia de trato indirectamente discriminatoria. Lógicamente, aunque el motivo justificativo de la impugnación sería el perjuicio sufrido por las mujeres como grupo social, los trabajadores afectados de sexo masculino también podrían solicitar que se les abonaran las diferencias retributivas. Se trataría, una vez más, en este caso, de una “discriminación por razón de género” en la que existe una disociación entre el perjuicio individual y el perjuicio colectivo, pero puede plantearse también respecto a otros motivos prohibidos. No obstante, no se trataría de una “discriminacion inversa” en sentido estricto.

-Por último, también pueden enmarcarse en este apartado los supuestos en los que se excluye directamente al grupo social dominante de un ámbito laboral concreto, por lo que la conducta se asemeja a la “discriminación inversa” que se describe en el epígrafe siguiente, pero con la diferencia de que se provoca un impacto desfavorable sobre los colectivos victimizados. Una vez más, los ejemplos imaginables se refieren fundamentalmente a la discriminación por razón de género. Así, en la cadena de restaurantes “Hooters” solo se contrata a camareras de sexo femenino que respondan a determinados cánones estandarizados de atractivo físico, que deben “aceptar” un uniforme que las sexualiza y que asumen en sus contratos de trabajo que estan dispuestas a asumir con naturalidad comentarios y bromas de naturaleza sexual de los clientes, lo que las sitúa en evidente riesgo de sufrir acoso sexual. En este caso, el perjuicio sufrido por los varones como grupo por ser excluidos de la contratación es relativo, en comparación con el impacto de este modelo de negocio sobre la reproducción de las relaciones personales asimétricas entre hombres y mujeres, situando a estas últimas en unas condiciones de trabajo degradantes o, como mínimo, en una situación de alto riesgo de ser acosadas. En este caso, si se excluye a un candidato varón del puesto de camarero, este sufre sin duda un perjuicio individual por no ser contratado - máxime cuando la situación degradante o el peligro de acoso afecta únicamente a las mujeres– pero este daño individual convive con el perjuicio social que sufren las mujeres como grupo por la consolidación de esta forma de organizar el servicio de un restaurante.

3.4. El posible perjuicio social de los grupos dominantes en los contextos de inversión de status: el estrecho margen de la discriminación inversa  ^ 

Por último, es preciso que nos ocupemos de los únicos supuestos que realmente podrían calificarse como “discriminación inversa” en sentido estricto, que serían aquellos en los que la víctima individual pertenece a un grupo dominante, pero el perjuicio social de la conducta controvertida también afecta fundamentalmente a este grupo, debido a su potencial segregador o de negación de la dignidad humana de sus integrantes en un contexto social determinado, normalmente separado del marco global. Ciertamente, es muy difícil que estas conductas por sí solas vayan a revertir la posición de dominio del grupo –prácticamente imposible en las causas de discriminacion comúnmente aceptadas–, pero recordemos que, según la posición que defendemos, lo que se considera “odioso” es el potencial segregador de la aplicación de una pauta sistemática de degradación de un colectivo, aunque este no responda a los grupos históricamente discriminados, precisamente para “prevenir injusticias similares en el futuro”[23].

Sin embargo, cabe plantearse si estos supuestos son realmente posibles en términos empíricos, dado que la desigualdad en las relaciones de poder en principio bloquearía la virtualidad de las conductas discriminatorias, especialmente de aquellas que hipotéticamente vinieran de las personas pertenecientes a colectivos vulnerables. La respuesta es que estas situaciones realmente pueden producirse en determinadas circunstancias, aunque naturalmente son mucho menos comunes de lo que se proclama desde la “falsa conciencia de la mayoría oprimida”. Y en efecto, son posibles porque la realidad social es mucho más compleja que las representaciones esquemáticas que hacemos de ella; así, por ejemplo, los grupos mayoritarios no son homogéneos ni monolíticos, por lo que, ni todos sus integrantes se encuentran en una posición de privilegio equiparable, ni los actos discriminatorios tienen que venir necesariamente de los miembros de las minorías o de aquellos que se encuentran en una posición más vulnerable.

Una vez más, en el ámbito del género encontramos supuestos que responden a una lógica tradicional de reparto de roles y que perjudican, no solo a los individuos varones, sino también en cierto modo a los varones como grupo en determinados ámbitos muy específicos y restringidos, por más que en términos globales el patriarcado sitúe a los varones como grupo en una posición ventajosa.

Un ejemplo de carácter institucional podría ser la imposición del servicio militar obligatorio exclusivamente a los varones, que deriva claramente de la ideología de género del modelo patriarcal clásico; ciertamente, en este caso, desde una perspectiva antisubordiscriminatoria podría postularse que existe un perjuicio para las mujeres, en tanto que el monopolio de la violencia física derivado de la atribución de la función militar termina siendo un instrumento de dominación. No obstante, este perjuicio sería muy indirecto y difuso, en contraposición con el perjuicio material concreto que en principio sufrirían los varones como grupo al situarse en una situación de trabajo forzoso para el Estado que no se impone a las mujeres, si bien no es imposible que se aleguen ambas causas de discriminación de manera acumulativa.

Un ejemplo más vinculado a un contexto informal podría ser el de las dificultades de empleo que encuentran los masajistas varones, en la medida en que tanto las clientes femeninas como los clientes masculinos heterosexuales tienden a sentir una mayor incomodidad si les atiende un hombre que si les atiende una mujer, por razones distintas en cada caso, pero en todo caso relacionadas con la carga histórica de las formas tradicionales y sistemáticamente desiguales de relación sexual entre hombres y mujeres, dado que el masaje no tiene un contenido sexual pero se caracteriza por el contacto físico, afectando de algún modo a la intimidad de los clientes. Aunque el contexto del patriarcado resulta indispensable para comprender el perjuicio concreto que sufren los varones para acceder a esta profesión, resulta complicado postular un perjuicio social directo sufrido por las mujeres, más allá de la idea genérica de que la segregación ocupacional termina incidiendo en la infravaloración de las profesiones feminizadas.

Un supuesto distinto, que sí que puede aplicarse a diversas causas de discriminación y no solo al género es la de los microcontextos sociales en los que se produce una inversión de roles, de status o de posiciones jerárquicas, que se opone al flujo que ordinariamente siguen las relaciones de poder en el contexto más amplio. Tomemos el ejemplo de una empresa de capital chino localizada en España, en la que la mayoría de los trabajadores y todos aquellos que ocupan posiciones jerárquicas fueran de origen chino, pero un trabajador de “origen español” ocupara una posición subordinada. Es concebible que este trabajador pueda ser preterido en la promoción o en el ascenso debido a su origen étnico (mayoritario en la sociedad española, pero minoritario en la empresa); también sería posible que recibiera una retribución inferior a la de otras personas que realizaran un trabajo de igual valor o incluso que sufriera acoso discriminatorio por su adscripción racial o étnica. Esto puede sucede sencillamente porque las mismas pautas de segregación que se presentan en la sociedad respecto a determinadas categorías pueden reproducirse en otras en relación con otras categorías cuando las relaciones de poder varían.

Estos supuestos marginales de inversión de poder son perfectamente compatibles con la existencia de un sistema de dominación más amplio. De hecho, en el campo de la Antropología se ha postulado que los “ritos de inversión de status” que existen de algún modo en todas las sociedades humanas a menudo contribuyen a reforzar la estructura jerárquica que simbólicamente revierten[24]. Desde otra perspectiva, las actitudes de discriminación contra los miembros de grupos dominantes pueden conectarse con el marco estructural si se contemplan como “revanchas” o válvulas de escape de la pérdida de autoestima derivada de la posición general de la subordinación o simplemente como proyecciones o imitaciones de la conducta discriminatoria ejercida por los miembros de los grupos dominantes. De cualquier modo, en el microcontexto en el que las relaciones de poder están invertidas, la conducta tiene un potencial segregador que niega la dignidad humana de las víctimas por su pertenencia al grupo y este contexto resulta relevante, por cuanto la valoración del perjuicio colectivo no se refiere a un espacio social determinado[25].

En estos supuestos de inversión de status, debe aplicarse la tutela antidiscriminatoria básica que hemos vinculado al “contenido esencial” del derecho y que consiste básicamente en un mandato de parificación o de trato digno, pero esto no implica que la protección deba ser simétrica respecto a los supuestos en los que las víctimas pertenecen a colectivos victimizados. En términos generales, estas situaciones son realmente anómalas, por lo que no requieren la aplicación de una protección específica que intente maximizar la efectividad de la tutela antidiscriminatoria frente a las resistencias de las pautas sociales dominantes, como sucede con el concepto de discriminación indirecta.

4. Conclusiones  ^ 

La conclusión de estas reflexiones es que la “discriminación inversa” realmente puede producirse, pero tiene un carácter más bien anómalo o excepcional y se refiere a un número de supuestos muy reducidos, en los que debe aplicarse la tutela antidiscriminatoria básica, pero no es preciso adoptar medidas específicas adicionales (como el principio de transversalidad de género, los ajustes razonables o la prohibición de discriminación indirecta), por no existir una posición de subordinación global. No pueden confundirse estos supuestos de auténtica discriminación inversa con la mera equiparación de los colectivos marginados al status de las mayorías, que no es más que una realización de la igualdad, ni con la aplicación de medidas de acción positiva dirigidas a conseguir la igualdas sustancial. Tampoco puede confundirse la “discriminación inversa” con las distinciones positivas que realmente se orientan a minimizar las desigualdades sistemáticas entre los grupos, pero lo hacen de un modo desproporcionado, que deberían reconducirse al principio de igualdad (aunque los sujetos privados podrían verse obligados al mandato de parificación como consecuencia de la aplicación del derecho de la Unión Europea). Por último, existen supuestos –sobre todo en materia de género y en la discriminación por asociación– en los que los que las víctimas individuales son miembros de los grupos dominantes, pero la conducta controvertida tiende a reproducir el estatus de inferioridad de los grupos subordinados; estos casos no responden al esquema de la discriminación inversa, por lo que sí que resulta oportuna la aplicación de pautas específicas, como la obligación de interpretar las normas conforme al principio de transversalidad de género.

En otro orden de cosas, el problema de la discriminación inversa pone de manifiesto la necesidad de un modelo teórico que parta de la base de que todo acto de discriminación debe implicar un perjuicio social sobre determinados grupos humanos, pero que al mismo tiempo asuma que este perjuicio social puede ser solamente potencial. Ahora bien, esto implica que no siempre existen las mismas resistencias sociales a la aplicación del principio de no discriminación y que, por tanto, en el caso de los grupos victimizados es necesario adoptar medidas específicas –de acción positiva, de prohibición de discriminación indirecta y de integración del concepto de discriminación– que garanticen la igualdad sustancial de estos grupos.

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[1] MacKinnon 1979, 107 y ss.

[2] Esta justificación individualista de la prohibición de discriminación está muy extendida en la doctrina y en la jurisprudencia, pero presenta numerosas deficiencias si se pretende que este criterio permita identificar la conducta discriminatoria. En primer lugar, la discriminación sigue siendo ilegítima en los casos en los que resulta económicamente racional, como por ejemplo, si una empresa despide a una persona negra debido a los constatados perjuicios racistas de sus clientes. En segundo lugar, las diferencias de trato fundadas en características inmutables no tienen por qué ser ilegítimas; por ejemplo, en el estado actual de la tecnología, no cabe ninguna duda de que una persona ciega no puede ser chófer de autobús. En tercer lugar, es posible encontrar diferencias de trato basadas en características que no son innatas ni derivan del ejercicio de un derecho fundamental y que aún así sean discriminatorias; por ejemplo, el hecho de que una discapacidad se haya contraído a causa de un accidente provocado por una conducta negligente o dolosa de quien lo sufre no excluye que se aplique la prohibición de discriminación por razón de discapacidad. En definitiva, el carácter “odioso” de la discriminación no viene dado por la irracionalidad económica ni por el tipo de categoría utilizada, sino por el daño que causa a sus víctimas; en este sentido, aunque manteniéndose en la perspectiva individualista, Puyol González 2006, 91.

[3] Barrere Unzueta 2011.

[4] Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, Fernández López 1986, 81-113.

[5] Marion Young 2000, 329.

[6] Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, Fernández López 1986, 113-134. Esta perspectiva no ha cambiado sustancialmente con la inclusión del Protocolo 12. Por otra parte, la jurisprudencia del TEDH es a menudo sensible a las diferencias sociales realmente existentes respecto a determinados grupos, pero ello no es óbice a que el paradigma básico del que se parta siga siendo el principio de igualdad formal.

[7] Recientemente en la STJUE, WA v. INSS, de 12-12-2019.

[8] Álvarez Alonso, Álvarez del Cuvillo 2006, en especial, para la cuestión que nos ocupa, 1033-1034.

[9] Álvarez del Cuvillo 2010b, 93.

[10] Lowery, Knowles,Unzueta 2007, 1248.

[11] Pincus 2000.

[12] La “acción positiva” o “acción afirmativa” también sufre la indeterminación conceptual y terminológica que aqueja a la discriminación y a la discriminación inversa. Algunos autores reservan este término para las distinciones positivas (tratamientos preferenciales que tienen efectos perjudiciales sobre un individuo), distinguiendo así entre “acción positiva” y “medidas de igualdad de oportunidades”. No compartimos esta distinción, no solo porque no responde al propio origen histórico del término “affirmative action”, sino porque el propio término “igualdad de oportunidades” resulta sumamente problemático.

[13] Álvarez del Cuvillo 2010a.

[14] Casas Baamonde 2019, 37 y 40.

[15] Álvarez del Cuvillo 2010a, 21-22; Casas Baamonde 2019, 24-25.

[16] Álvarez del Cuvillo 2010a, 21-23.

[17] Álvarez del Cuvillo 2010b, 98 y ss.

[18] Álvarez del Cuvillo 2010b, 98-99.

[19] Bourdieu 2000, 68.

[20] Casas Baamonde 2019, 24 y 48-49.

[21] Vid. Barrere Unzueta 2018, 34.

[22] En este sentido, Cfr. STC 128/1987 sobre plus de guarderías para mujeres y “hombres viudos” y STJUE Abdoulaye de 16-9-1999 sobre asignación económica a mujeres que inician permiso por maternidad.

[23] Ruiz Miguel 1996, 128.

[24] Turner 1988, 171, 175, y 180.

[25] Álvarez Alonso y Álvarez del Cuvillo 2006, 1034-1038.