ISSN: 2255-5129

© 2025. E. Universidad de Sevilla. CC BY-NC-SA 4.0

Nº 24 | Primer Semestre 2025

Azorín. Clásico y moderno

Francisco Fuster

Alizanza Editorial. Madrid. 2025

377 pgs.

Reseña por Francesc-Andreu Martínez Gallego

Universitat de València

Como citar esta reseña:

Martínez Gallego, Francesc-Andreu (2025): “Al servicio de la autoridad y de La sintaxis: Azorín” [Reseña del libro Azorín. Clásico y moderno, por Francisco Fuster]. Revista Internacional de Historia de la Comunicación, (24), pp. 210-214.

al servicio de la autoridad y de La sintaxis: Azorín

Francisco Fuster es un joven profesor del departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia que, a partir de una tesis doctoral sobe El árbol de la ciencia (1911) y Pío Baroja, se adentró en la fructífera Edad de Plata de la literatura española. Lo hizo con una premisa. La literatura y el periodismo eran tan concomitantes que no admitían el estudio segmentado. A partir de ahí, llegaron trabajos biográficos sobre literatos/periodistas prominentes, casi siempre precedidos por recopilaciones rescatadas o realizadas ex novo por el autor para deleite de lectores y para estimular el reencuentro del lector actual con clásicos imperecederos. Baroja, pero también Julio Camba –el libro sobre este periodista lo reseñamos en el número 21 de RIHC: Julio Camba. Una lección de periodismo, ganador del Premio Antonio Domínguez Ortiz de biografiáis–, Darío, Cela, Ramón y Cajal, Blasco Ibáñez, Josep Pla, Julio Caro, Ortega y Gasset, Unamuno, Valle Inclán, Antonio Machado, Agustí Calvet Gaziel y, por supuesto, Azorín, son algunos de los “mundos” penetrados por Fuster en sus indagaciones y relecturas.

Fuster ha llamado la atención sobre la contundente masculinidad del canon sobre la Edad de Plata y ha propuesto una mayor atención a mujeres como Carmen de Burgos, Concha Espina, María Lejárraga, Isabel Oyárzabal, Sofía Casanova o María Goyri, así como a María de Maeztu, Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken o María Blanchard, y a Concha Méndez, Rosa Chacel o María Teresa León, Maruja Mallo, Remedios Varo o María Zambrano. Aunque es evidente que libros como el de Bernardo Díaz Nosty, Voces de mujeres. Periodistas españolas del siglo XX (Renacimiento, 2020) y alguna otra monografía, están pugnando por la modificación del canon, es evidente que queda camino por recorrer. Sería, por ejemplo, de desear que el buen manejo de Fuster con el género biográfico, lo aplicase a alguna de esas mujeres que se hicieron un espacio, con dificultad, en un mundo intelectual masculinazado y con hechuras estrechas para el paso de mujeres inteligentes y combativas en los terrenos del arte, la literatura, la ciencia o el periodismo.

Francisco Fuster es autor prolífico, que dedica mucha energía a su indagación. Plantearse la biografía de Azorín no fue cosa fácil, ni estar trabajando en ella tres o cuatro años. Para empezar, Azorín es lo contrario a Blasco Ibáñez. Fabricar la biografía de quien su mejor novela es su vida –la biografía que le dedicó Javier Varela, El último consquistador: Blasco Ibáñez (1867-1928), Tecnos. 2015, da buena cuenta de ello– es cosa difícil pero rodada y celebrada; realizar la biografía de alguien a quien casi nunca le pasa nada, de alguien que siempre estuvo calificándose de “pequeño”, que adoptó en casi todo actitudes flemáticas y contemplativas, es difícil, pero además ingrato o poco agradecido. Blasco es la pólvora de la mascletá. Azorín hubiese preferido no pisar la calle para evitar el ruido.

Solo alguien muy ducho en el género biográfico podía intentar el desafío. Y Francisco Fuster lo es. Sucedió en España que los seguidores de la Escuela de Anales en las décadas finales del siglo XX no tuvieron el éxito comercial que conocieron los autores franceses de dicha escuela y algunos, a continuación, exploraron nuevos caminos para conseguirlo. De ahí que, con la entrada del siglo XXI, la biografía abanderó un presunto regreso del sujeto histórico al epicentro de la narrativa histórica, al tiempo las librerías llenaban sus estantes de biografías que se vendían mejor que los libros de historia. Estas nuevas biografías, a veces de gran calidad, venían a redescubrirnos algo que ya Lytton Strachey, autor en 1918 de Victorianos eminentes, ya nos había dicho: “los seres humanos son demasiado importantes para tratarlos como meros síntomas del pasado”. En efecto, la concreción del pasado se entendía como vivido y, por ende, protagonizado por individuos, unos señeros, otros no tanto, pero con la relevancia de aportarnos elementos no centrales o no canónicos, pero tan importantes como aquellos. Fuster, por los años en los que se formó, aprendió de los debates que giraban en torno al revival de la biografía y, con fino paladar, se adentró en ella para convertirse en un certero cultivador del género.

Su libro sobre Azorín, como y sucedió con el de Camba, tiene la bondad de ser útil para el desconocedor del personaje, pero también para quien ha indagado sobre él. Por varias razones. Porque nos permite salvar las parcialidades y confrontarnos con una vida entera, donde todo tiene resolución, sea o no la que hubiese querido el protagonista. Porque no construye el personaje en función de moldes preestablecidos, sino que deja que fluyan las contradicciones, las ideas y venidas, los reveses, de manera que aquello que la vida enseña al que la vive es lo que modifica al personaje y lo hace más complejo. Y porque el autor no deja nada fuera, aunque realiza un libro ni demasiado largo ni demasiado breve -300 páginas–, por él discurren novelas, ensayos, obrar dramáticas y muchos artículos de prensa: claro que no están todos; eso sería un catálogo y no una biografía. Pero si he dicho que nada queda fuera era por referirme a lo esencial, a lo definitorio. A lo que nos puede ayudar a realizar una compresión cabal de Azorín.

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José Martínez Ruiz, Azorín, valenciano de Monóvar, nacido en 1873 –el año de la Primera República– y muerto en 1967, con 94 años, es una personalidad cumbre en el uso del castellano, hasta el punto de definir un estilo personal de escritura, un estilo azoriniano dominado por la sencillez, que en él significa precisión en el sustantivo, alejamiento de la vana adjetivación y evitación de dobles sentidos. El suyo es el arte del punto y seguido y de la precisión. Del sujeto-verbo-predicado para ahorrar paráfrasis y subordinaciones. En la literatura, Azorín se sitúa en medio de la generación del 98, con Unamuno, Valle Inclán o su íntimo amigo Pío Baroja. En el periodismo, el oficio que le dio de comer, practicó desde la corresponsalía extranjera hasta la crónica parlamentaria, pasando por la crítica literaria o lo columnismo de opinión.

Azorín escribió en El escritor (1942) que «El misterio del escritor no lo penetrará jamás nadie. El misterio de la obra literaria no será jamás por nadie enteramente esclarecido». Cuando menos, Francisco Fuster lo ha intentado. Y yo diría que lo ha conseguido. El autor nos ofrece una biografía hecha de muchas lecturas, paciencia y el don de la escritura eficaz que estimula la lectura. Siguiendo un estricto orden cronológico, la biografía avanza a través de dos estrategias narrativas: la permanente contradicción del literato y la depuración de su estilo que lo hacen imprescindible aun para aquellos que se desasosiegan o se irritan ante sus contradicciones.

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El libro contiene una recopilación de fotografías en la parte final, antes de la bibliografía. Fue lo primero que hojeé. Y me provocó un extraordinario desasosiego. Hay fotografías de Azorín de niño, de joven, de adulto y de mayor. En todas, absolutamente en todas, su rostro es serio, un poco imperturbable. En todas menos en una: cuando saluda al general Franco. Sonríe. Lo confieso: su sonrisa me heló la sangre.

A Azorín le había leído novelas y sobre todo, crónicas parlamentarias. Recuerdo que en 2000, con buenos colegas –Inmaculada Rius, Enrique Bordería, Antonio Laguna–, montamos una exposición en las Cortes Valencianas denominada Las imágenes del parlamento, donde mostrábamos como transciende a la opinión pública la actividad parlamentaria, desde las Cortes de Cádiz hasta las puertas del siglo XXI. En la exposición y en el catálogo le dedicábamos a Azorín el epíteto de uno de los mejores cronistas de la historia del parlamentarismo español, en compañía de Francisco Cañamaque, Manuel Vicent, Luis Carandell o Víctor Márquez Reviriego.

Lo tenía entonces por un periodista osado, que rompía con el estilo ampuloso y retórico, para ofrecer crónicas fluidas en las cuales el ambiente era tan importante como la palabra y el gesto tan definitorio como el argumento. También lo tenía por un periodista liberal, con cierto deje conservador por sus orígenes familiares.

La lectura del libro de Fuster nos muestra un periodista con los dedos pegados a la máquina de escribir, un periodista autor de más de seis mil artículos a lo largo de su vida, pero también un periodista temeroso, amo de un pasado presuntamente anarquista en su juventud, que ahora me parece su manera de “matar” freudianamente al padre y de hacer ruido para que se notase su llegada al mundo de las letras, al saltar de Monóvar a Madrid. Un periodista que no duda al poner su pluma, su tecla, al servicio del patrón que le ofrece un cargo al que aspira –diputado a Cortes– y que no duda al hacer piruetas como la de transformar el conservadurismo de quien ha seguido con devoción –a Antonio Maura, a Juan de la Cierva– para devenir en republicanismo federal pimargalliano, eso sí, cuando la República ya ha sido proclamada. Un periodista que se hace perdonar su pasado republicano –no demasiado intenso y a su vez contradictorio, puesto que se mueve entre el federalismo y el centralismo de Lerroux– mostrándose untoso con las Jerarquías del Nuevo Estado surgido de la guerra civil y muy especialmente con Franco. Por eso le sonríe.

Aun así, la sangre helada del preámbulo gráfico se transformó en otra cosa con la lectura atenta, fácil y de un tirón. No diría en sangre caliente, pero si en calentada, entibiada, por la comprensión. Comprender no es compartir. Pero ahora tengo el conocimiento que me faltaba sobre los vínculos familiares del escritor, sobre las enfermedades que lo asediaron, sobre su fidelidad a la amistad incluso de aquellos que no pensaban en absoluto como él, sobre su liberalismo o su afrancesamiento, y de su gusto para mirar desde fuera para conocer aquello de dentro, sobre su sentido nada afectado de la elegancia, o sobre el dolor del exilio, características todas de un Azorín poliédrico, complejo y, finalmente, comprensible.

A la postre, entendí perfectamente la cita orteguiana que abre el libro: “La biografía es eso: sistema en que se unifican las contradicciones de una existencia”. Sí. Uno no va por la vida con la rigidez típica del rigor mortis. Uno va acertando y equivocándose, siendo coherente e incoherente, lúcido o ciego, cínico o sincero. Uno puede querer entrar en la academia y querer salir de ella o renegar de los premios hasta que los recibe. Y así sucesivamente. Y tanto da que se llame José que Azorín.

Otra cosa he sacado del buen libro de Fuster sobre el grafómano que fue Azorín. Unas ganas locas de volver sobre sus artículos, sobre algunos ensayos y sobre algunos libros del amigo de la elipsis, de no emparejar adjetivos, del cuidado de la forma, de la búsqueda del color en las palabras, de cultivar un estilo amparado en la sintaxis. Sobre el Azorín de la brevedad y la contundencia, sobre el hombre sintético que en 1908 escribía en su cortísimo preámbulo a El Político: “Lo que este libro contiene es el fruto de mis lecturas y de mis observaciones personales. Hagan otros largos y profundos tratados, yo, al cabo de leer muchos libros y de tratar a muchas gentes, he visto que sé muy poco. Esto poco que sé he querido exponerlo con brevedad y sin confusión”. Azorín era un patrón de medida, el hombre que justipreciaba cada palabra antes de usarla.

No solo existe un estilo azoriniano. Nadie, en las facultades de Periodismo, debería aprobar la carrera sin dominarlo. Y tal vez todo comience con la lectura de Azorín. Clásico y moderno, el buen libro de Francisco Fuster. La admiración por la escritura del de Monóver crecerá, pero también la visión de un hombre a la eterna búsqueda de cobijo bajo el manto del poder, fuese quien fuese quien llevase tal manto. Lo dijo Ramón J. Sender: “Está Azorín de acuerdo con todas aquellas cosas que han alcanzado alguna aceptación oficial en el presente o en el pasado”.

Leer el Azorín de Fuster y leer a Azorín se convertirán, en estos tiempos oscuros, en plantarle cara a cualquier “cultura” de la cancelación, a salir de nuestras cámaras de eco, a quitarnos las anteojeras ideológicas, a sacar nuestras propias conclusiones tras debatirnos con los porqués de las contradicciones vitales y, sobre todo, a soltar narcisos y vanidades para rescatar austeridades y modestias.