DOI:https://dx.doi.org/10.12795/rea.2024.i48.09
Formato de cita / Citation: Tutor-Antón, A. (2024). Around the conjunction of new social movements and identity. Exploring identity politics. Revista de Estudios Andaluces,(48), 182-201. https://dx.doi.org/10.12795/rea.2024.i48.09
Correspondencia autores: aritz.tutor@ehu.eus (Arítz Tutor-Antón)
Arítz Tutor-Antón
aritz.tutor@ehu.eus 0000-0001-5496-2369
Departamento de Sociología y Trabajo Social, Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación.
Barrio Sarriena, s/n. 48940 Leioa (Bizkaia, Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitate), España.
INFO ARTÍCULO |
RESUMEN |
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Recibido: 06-03-2024 Revisado: 21-03-2024 Aceptado: 09-05-2024 PALABRAS CLAVE Reconocimiento Diferencia Materialismo Universalismo Particularismo |
El artículo se aproxima a las políticas de identidad desde la genealogía y paraguas que ofrece la teoría de los Nuevos Movimientos Sociales. El objetivo es desentrañar de qué modo se relacionan, y eventualmente se articulan, los Nuevos Movimientos Sociales que ponen en el centro cuestiones posmaterialistas como la identidad y los movimientos clásicos que pugnan por cuestiones redistributivas. Este acercamiento se realiza desde una revisión teórica, de modo que la perspectiva planteada se desarrolla en el ámbito epistemológico, desde un punto de vista cualitativo y hermenéutico. El texto explora los vínculos entre estas nuevas formas de acción colectiva y la reivindicación identitaria, actualizando el enfoque sobre una expresión política que está plenamente vigente y en constante auge. Después, se hace un repaso de las críticas que ha recibido, relacionando éstas con el contexto histórico y político. Con un análisis de las rutas críticas que han ahondado en la tensión entre la vindicación de lo particular y lo universal, se busca formular tesis que sirvan para extrapolar y generalizar de situaciones concretas a demandas compartidas. Finalmente, se consideran algunas salidas políticas y epistemológicas que hagan compatible estas luchas con acciones políticas de mayor alcance social e impacto político. |
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KEYWORDS |
ABSTRACT |
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Recognition Difference Materialism Universalism Particularism |
This paper approaches identity politics from the genealogy and umbrella offered by the theory of New Social Movements. The aim is to unravel how New Social Movements that put postmaterialist issues such as identity and classic movements that fight for redistributive issues are related, and eventually articulated. This approach is carried out from a theoretical review, so the proposed perspective is developed in the epistemological field, from a qualitative and hermeneutical point of view. The text explores the links between these new forms of collective action and the claim to identity, updating the focus on a political expression that is fully in force and constantly rising. Afterwards, there is a review of the criticisms it has received, relating these to the historical and political context. With an analysis of the critical routes that have delved into the tension between the vindication of the particular and the universal, it seeks to formulate theses that serve to extrapolate and generalize from concrete situations to shared demands. Finally, some political and epistemological solutions are considered that make these struggles compatible with political actions of greater social scope and political impact. |
La igualdad de la humanidad está en el respeto a la diferencia. En su diversidad está su semejanza.
EZLN, Primero de Enero del año 2021
Las reivindicaciones identitarias como fenómeno social y como explicación de las motivaciones de la acción política, suscitan actualmente una notable atención. Quizá se deba a que parece captar mejor las necesidades, los placeres y obligaciones que realmente persuaden a las personas a movilizarse (Heller, 2003). El marco de la identidad es atractivo como alternativa a los incentivos materiales, respondiendo así a las deficiencias de la racionalidad instrumental como explicación de la elección estratégica (Polletta & Jasper, 2001). Históricamente, la identidad colectiva ha sido una forma de llegar a los impactos de lo cultural en los movimientos sociales (Brown, 2019), pero cuando la identidad (colectiva) se convierte en una razón en sí, hablamos de políticas de identidad. En este trabajo, tomamos los movimientos identitarios como parte de los Nuevos Movimientos Sociales (Plotke, 1995), ya que su operativa coincide y porque la irrupción política de los sujetos que los protagonizan se entiende, en gran medida, bajo este paradigma (Treré, 2013; della Porta, 2015; Ballesté, 2017). Tal como lo afirma Melucci (1999), la propensión de un individuo a implicarse en la acción colectiva de los NMS está así ligada, en parte, a la capacidad diferencial para definir una identidad, esto es, al acceso diferencial a los recursos que le permiten participar en el proceso de construcción de una identidad.
A su vez, retomar este tema cuya discusión aparentemente fue superada en la década de los 2000, tiene un gran interés y es insoslayable para los movimientos transformadores, porque es un asunto recurrente. En el Estado español, por ejemplo, la expulsión de Izquierda Unida del Partido Feminista en febrero del año 2020, por discrepancias de cómo regular los derechos de las personas transgénero, así lo ilustra. Lo mismo ocurre con el auge de la denominada derecha identitaria o ultraderecha[1] (Almansa, 2019) contra las reivindicaciones LGTIBQ+ en el amplio sentido, contra las personas migrantes o en las diversas formas de islamofobia (Escalona, 2020) a nivel global. Todo ello pone en evidencia que el componente identitario[2] juega un papel crucial en el papel político y de movilización social (Inglehart, 1997). Muestra, asimismo, una deriva hacia identidades integristas (Tarrow, 1997) que esencializan y bloquean la idea de alianzas entre diferentes.
La vigencia de esta problemática lo demuestran, asimismo, los diferentes ensayos que se han dedicado al tema desde el ámbito periodístico y académico (Bernabé, 2018; Lilla, 2018; Dudda, 2019; Di Cesare, 2021; Serra et al., 2021). En todos estos trabajos se problematizan las llamadas políticas de identidad, políticas de la diversidad, la lucha por el reconocimiento o el derecho a la diferencia (Young, 1990). Tras esas denominaciones se encuentra, con matices, el mismo deseo de reconocimiento. Todo ello da a entender que ha habido un cambio en la correlación de fuerzas en las protestas y que la mentalidad colectiva que antes se materializaba en la clase obrera por su experiencia de unas condiciones materiales similares, ahora se da en torno a temas como la identidad. Para algunos autores como Bernabé (2018), el hincapié en la visibilización de determinados segmentos de la población se percibiría como una injusticia por aquellos sectores que tradicionalmente habrían ostentado el poder, dando lugar a posturas reaccionarias y a la aparición de postulados ultraderechistas. Fraser (2020a) lo llama neoliberalismo “progresista”, porque celebra la diversidad, la meritocracia y la emancipación al tiempo que desmantela las protecciones sociales y vuelve a externalizar la reproducción social.
En consonancia con estos debates presentes, esta investigación defiende revisitar la teoría de los Nuevos Movimientos Sociales para entender el resurgir de las luchas identitarias y la recuperación de un vocabulario de guerra cultural (Rojo-Martínez et al. 2023). La elección del paradigma de los Nuevos Movimientos Sociales antes que otras tendencias dentro del análisis de los movimientos sociales (como la teoría de la movilización de recursos (McCarthy & Zald, 1973, 1977; Zald & McCarthy, 1979, 1987; Jenkins, 1983; Kerbo, 1982) o la teoría de la estructura de oportunidad política (Tarrow, 1989, 1993) se debe a que es un enfoque que abarca y explica mejor los movimientos identitarios y a que es más reciente. Además, y debido a la importancia que esta teoría le da a la cultura como componente fundamental de la novedad de estos movimientos, es más sólida a la hora de ligar lo cultural con lo identitario. Asimismo, la crítica hecha a los Nuevos Movimientos Sociales es extensible a la que se le hace a la fragmentación derivada de una cierta lectura de los movimientos en pos del reconocimiento y la diferencia. Para articular todas estas reflexiones, y por tratarse de un artículo teórico, se han utilizado fuentes bibliográficas y las teorías de autores clave[3] para construir la matriz explicativa.
El artículo está dividido en cuatro partes. En la primera se explica el aparato metodológico. A continuación, se defiende la pertinencia de la elección de la teoría de los Nuevos Movimientos Sociales para entender el núcleo de los movimientos de raíz identitaria y se realiza un somero repaso sobre su aparición y evolución. En la tercera parte, se revisan y discuten las críticas hechas a la reivindicación identitaria (con muchos puntos en común con la crítica más amplia a los Nuevos Movimientos Sociales). Finalmente, a modo de conclusión, se esboza una salida epistemológica y práctica a una disyuntiva actual muy presente en el debate político ¿es posible integrar sin costos el paradigma del reconocimiento y el paradigma de la redistribución? ¿Constituyen dos caras equivalentes de la misma moneda? ¿Existe el riesgo de subsumir uno en el otro de modo tal que ciertas demandas queden desperfiladas?
Esta investigación explora las perspectivas y teorías que se acercan al paradigma de los Nuevos Movimientos Sociales y los combina con los acercamientos a la problemática de la identidad. Para ello, se ha realizado una lectura de los principales autores y corrientes con tal de tener una visión global sobre el estado de la cuestión. A partir de ahí, se ha desempeñado una labor hermenéutica (Herrera, 2009; Alvarado & Ospina, 2009) que, básicamente, ha consistido en indagar, comprender, traducir e interpretar. La estrategia elegida para el abordaje del material bibliográfico ha sido tomar como base la visión procesual de Buechler (2000) y Melucci (1996; 1999). Este enfoque intenta reconciliar las interpretaciones estructuralista y construccionista, ya que entienden que la identidad, también colectiva, es construida como un continuo, pero, al mismo tiempo, debe entenderse respecto unos términos establecidos histórica y estructuralmente. La identidad colectiva es una construcción social e inventada de lo colectivo (Snow, 2001) a través de la negociación y la renegociación, y que evoca un sentido de nosotros (Melucci, 1989). Ante una visión estática de la identidad, se opta por una visión procesual, dinámica y relacional.
Además, para distinguirlo del estudio tradicional de la identidad colectiva en los movimientos sociales, nos hemos fijado en las políticas de identidad en los NMS. La identidad colectiva ha existido siempre en todos los movimientos sociales (Jenson, 1995), también en aquellos de corte (pre)moderna o materialista, pero ahora, los conflictos se desplazan hacia la defensa y la reivindicación de la identidad y, sobre esta premisa, exigen una identificación. Entonces, aparecen demandas que reivindican el derecho de los individuos a ser ellos mismos. El significado de la acción se encuentra en la acción en sí, más que en los objetivos pretendidos; es decir, lo que caracteriza a los movimientos no es lo que hacen, sino lo que son (Melucci, 1999)[4]. En resumen, las políticas de identidad toman la identidad colectiva como un producto (Flesher, 2010).
A partir de estos fundamentos, hemos ordenado los principales aportes y categorías a través de los cuales poder avanzar en el desarrollo conceptual. Estos elementos tomados como categorías analíticas posibilitan hacer un análisis de la identidad aplicada a los Nuevos Movimientos Sociales y ayudan a comprender cómo se enmarca la identidad (y a qué hace referencia) respecto estos ejes (tabla 1).
Tabla 1. Esquema de pensamiento sobre la identidad.
Identidad desde la configuración (pre)moderna |
Identidad desde la configuración posmoderna |
Vínculo comunitario/asociativo |
Vínculo asociativo |
Materialismo |
Posmaterialismo |
Redistribución |
Reconocimiento |
Universalismo |
Particularismo |
Campo de acción institucional y parainstitucional (Estado y Sociedad Civil) |
Campo de acción no institucional |
Movimiento Social |
Nuevo Movimiento Social |
Identidad (colectiva) |
Identificación |
Fuente: elaboración propia a partir de diversos autores.
Lo expuesto en la tabla 1 se desarrolla en el artículo. De esta manera, el vínculo comunitario/asociativo lo teorizó Tönnies (1932), el (pos)materialismo lo tratan, entre otros, Johnston y Klandermans (1995), el reconocimiento, Melucci (1999)[5], el particularismo, Melucci (1999, p. 103; 1996, p. 105), el campo de acción no institucional, entre otros, Inglehart (1991), la conceptualización en torno a los NMS, entre otros, Offe (1988) y la identificación, Melucci (1995, p. 50).
En cualquier caso, y a modo de descargo, esta tabla representa posiciones analíticas que en la realidad no siempre juegan de modo estanco. Como advierte Melucci (1996, p. 79) los movimientos sociales contemporáneos de las sociedades complejas (su modo de nombrar los NMS) no son “nuevos” ni “viejos” en sí mismos, sino que comprenden diferentes orientaciones y sus componentes pertenecen a diferentes capas históricas de una sociedad determinada. Las nuevas formas de poder, nuevas formas de dominio están incorporándose, usando de modo instrumental también aquellas precedentes en la estructura social de tipo capitalista (moderno) y del tipo precapitalista (premoderno) (Melucci, 1999, p. 91). La noción de identidad (colectiva) y de lo identitario nos puede ayudar a describir y explicar esta conexión en la unidad aparente que subyace.
En las últimas décadas, la teoría social, y más específicamente la sociología de la acción colectiva, han venido estudiando los movimientos identitarios, englobados bajo la categoría de Nuevos Movimientos Sociales (Dalton & Kuechler, 1992; Gusfield & Laraña, 1994). El apelativo de ‘nuevo’ no se refiere a la novedad, pues ya se documentan movimientos parecidos en el siglo XIX (Calhoun, 1995), sino a una organización y fines particulares. En concreto, los denominados movimientos identitarios se fundan en la construcción simbólica de identidades a través de estrategias y repertorios de acción que difieren de los grandes momentos de movilización anteriores (Chihu, 1999). Por tanto, la teoría de los Nuevos Movimientos Sociales agrupa a aquellos movimientos sociales que irrumpieron la linealidad moderna y destronaron la explicación marxista de matriz productivista como único marco para entender la acción colectiva. En este sentido, este paradigma permite explicar la génesis y funcionamiento de los movimientos sociales que tienen como meta el reconocimiento de alguna identidad.
En efecto, la estructura de los Nuevos Movimientos Sociales presenta algunas novedades respecto los movimientos anteriores. Entre otras, la crítica hacia la ideología del modernismo y progreso, las estructuras organizacionales descentralizadas y participatorias, la solidaridad interpersonal versus la burocracia tradicional, la lucha por el espacio autónomo contra la ventaja material, los temas de índole cultural y moral, la organización abierta y fluida, la participación inclusiva y no ideológica, y la mayor importancia de lo “social” frente a lo económico (Vargas, 2008).
En consecuencia, cambia también la definición sociopolítica de clase. Las nuevas movilizaciones ya no se autodefinen como expresión de clase o de categorías socioprofesionales. La identidad no se construye respecto a la clase, respecto a una relación de producción o una relación social ligada al trabajo (Neveu, 2002). Por contra, la identidad se construye en términos de vivencias y de parámetros socioculturales (Melucci, 1996, p. 6), como una conexión cognitiva, moral y emocional de un individuo con una comunidad, categoría, práctica o institución más amplia. Es una percepción de un estado o relación compartida, que se puede imaginar en lugar de experimentar directamente, y es distinta de las identidades personales, aunque puede formar parte de ella (Polletta & Jasper, 2001).
La memoria cultural compartida es imprescindible para construir la identidad (Heller, 2003). En esta línea, los grupos de identidad se pueden definir en contra de otro grupo, como pertenencia y permanencia a un proyecto compartido o como una construcción desde fuera[6] (generalmente se combinan). Ello demuestra cómo la identidad se va conformando en relación con los demás. Sin embargo, la identidad también puede construirse en base a una opresión sentida de manera común. Para el marxismo, la explotación por el capital fue lo que dotó a la clase obrera de una comprensión privilegiada del capitalismo y de una unidad interna. Lo mismo ocurre con la identidad oprimida que sufren las mujeres o colectivos señalados como étnicos o racializados. Esta identidad se adquiere a fuerza de descubrir (y describir política y culturalmente) una discriminación. En este caso, los colectivos se ven afectados (Garcés, 2008), se perciben como agraviados y eso los lleva a que muchas veces acaben relacionando el racismo o la violencia de género que sufren con otras explotaciones, como la explotación de clase.
No obstante, para Melucci (1996), estos movimientos sociales desplazan sus objetivos de lo político hacia las necesidades de autorrealización de los actores en su vida cotidiana. La acción colectiva se ubica en el ámbito cultural, y en un mundo regido por el dominio de la información, los movimientos sociales tienden a cumplir la función de cuestionar los códigos simbólicos dominantes introduciendo nuevos significados sociales (Chihu, 1999).
La expansión de la sociedad de consumo y la aparente abundancia material[7], junto con un gran porcentaje de población con altos niveles educativos y la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo asalariado (Robles, 2007), hicieron que las condiciones subjetivas asociadas a la toma de conciencia política cambiaran. A un nivel macrohistórico lo que ocurría era la crisis y cuestionamiento de los postulados de la modernidad (Pastor, 2006), que se agudizaron con la entrada de corrientes teóricas que desplazaban la primacía del conflicto capital-trabajo asalariado como marco explicativo. Así, a finales de los años 60 cobran importancia los movimientos feminista, ecologista/pacifista, que sitúan en el centro del debate político y epistemológico el antagonismo capital - trabajo reproductivo y el conflicto entre el capital y la vida, respectivamente. Estas protestas estaban fuertemente tematizadas, por lo que se considera que llevan una fuerte carga de identidad colectiva como cohesionador de grupo.
Un movimiento social es una institución en la medida que está conformado por un conjunto de normas preestablecidas, provenientes de la sedimentación de una memoria y práctica histórica, y que formal o informalmente constituye una guía para la acción colectiva. Son espacios-marcos delimitados en los que se desarrolla una forma de entender e interpretar el mundo y actuar en él, o sea, es un sistema de narraciones y un sistema de registros culturales (Ibarra & Tejerina, 1998) y de pertenencia, además de una historicidad autoproducida y autocontrolada.
La naturaleza de los movimientos de raíz identitaria está ligada a los Nuevos Movimientos Sociales, que aparecen a raíz de la transformación de la estructura de los conflictos en la sociedad durante el proceso macrohistórico de modernización. Esta transformación implica que las personas se liberan de los amarres de clase, religión y familia (Ortiz, 2006). En este sentido, la modernidad originó el paso de una formación comunitaria a una asociativa. Ferdinand Tönnies (1932) lo teorizó como el pasaje de una organización tipo comunidad a una organización tipo sociedad. Con la emergencia de la modernidad y la sociedad industrial los lazos comunitarios se debilitan y la autoconstrucción del yo se individualiza. Las comunidades de origen dejan de ser el presupuesto sobre el que se erige el relato personal, la narrativa sobre uno mismo. Así, la asociación sería la construcción artificial, en sociedad[8], con la que las personas establecen uniones a través del contrato y el acuerdo, basados en el interés individual. Este nuevo sujeto se relaciona con los otros a través de lazos de carácter racional-instrumental y se organiza mediante instituciones como el mercado y el Estado (Marcet, 2015). El resultado es un grado de individualización sin precedentes (Taylor, 2010), pero no de la disolución total de los lazos estructurales y culturales. De este modo, se da una mutación del sujeto, de su papel en la sociedad y de los mecanismos que constituyen su identidad. Para Touraine (1990, p. 27):
Después de una larga historia en la que el actor ha sido definido por su privación de sentido –era el pecador, el proletario, el explotado-, aparecen actores sobrecargados de sentido en los que crítica cultural y crítica social se manifiestan a la vez (...) Su objetivo de autogestión indica, sobre todo, su voluntad de dejar de ser una materia prima para la acción política o ideológica; de ser productores de su propio sentido.
Si hasta ahora su sentido era producido como objeto, desde fuera, por la intelectualidad, ahora aparece una voluntad de autodeterminación, de (auto)referenciarse[9] potenciando la propia subjetividad y un camino personalizado para lograrlo. La conformación del nuevo sujeto se basa en productos individualizados que proyectan la ilusión de unicidad (desde la compra de un objeto distinguido hasta el consumo de una experiencia auténtica e intransferible). Prevalece la generación de narrativas del yo (Quessada, 2006) frente a atributos estructurantes clásicos (el nivel educativo o la organización familiar tradicional), que pierden importancia. Tal como destaca Inglehart (1991, p. 487):
En la sociedad industrial avanzada, el determinismo económico es cada vez menos creíble a causa del (...) rendimiento decreciente y (...) la población no crece hasta agotar los límites de alimento disponible (...) en la sociedad industrial avanzada la economía sigue siendo importante, pero ya no es el factor crítico. Las motivaciones, como el prestigio y la autorrealización, se han hecho mucho más importantes. Y puesto que tanto el prestigio como la autorrealización están culturalmente definidas, los factores culturales se han convertido en una influencia crucial sobre el comportamiento humano.
Así pues, el lugar central de las relaciones y de los conflictos sociales se desplaza del campo del trabajo hacia el campo más amplio de la cultura (Touraine, 1990, p. 28). Este nuevo enfoque de los movimientos sociales, reintegra y rehabilita el análisis de las dimensiones culturales, identitarias e ideológicas de la movilización, y también de su contexto político, pues las estructuras sociales y los marcos culturales son inseparables (Neveu, 2002, p. 117). Estos movimientos retornan a la defensa del sujeto y exponen la subjetivación frente a la racionalización, ya que mientras el sujeto se funda en sus derechos naturales, el ciudadano lo hace en la razón. Ante el universalismo moderno que se funda en una razón uniforme, debe haber pluralismo de valores, ya que al fin y al cabo, los juicios morales y sociales son medios de mantenimiento y reproducción de los valores culturales, de las normas sociales y de los mecanismos de socialización (Touraine, 1990, p. 428). La pérdida de validez de los metarelatos como marcos de referencia, interpretación e identidad hace que el sujeto se inserte en una red de relaciones complejas y móviles, en la que se valorizan los atributos diferenciales. En esta línea, los movimientos que priorizan cuestiones identitarias destacan por anteponer la diferencia, en contraste con los movimientos universalistas y totalizadores típicos de la modernidad (Alguacil, 2007). Estos movimientos se apoyan en una comunidad de intereses que traduce el movimiento potencial en acción y que se articula alrededor de un objetivo común, de un desafío identificable y de una identidad de grupo y colectiva (Tarrow, 1997). La unión a un movimiento (a un Nuevo Movimiento Social, por caso) no se puede pensar únicamente como una acción de puro raciocinio; antes bien, se debe incorporar la percepción y la comprensión de la identidad a la caracterización de la preferencia y la conducta del sujeto (Sen, 2011). El sujeto, entonces, es reexplorado poniendo al frente sus necesidades, concediéndole un nuevo pedestal autónomo y autointerrogante que aflore sus potencialidades, alejándolo de un universalismo que busca equivalencias uniformizadoras e imposibles en una sociedad concebida como unidad homogénea y vista como una totalidad (Gledhill, 1990).
Por lo tanto, cuando hablamos de Nuevos Movimientos Sociales, hablamos de nuevos sujetos políticos que se posicionan desde una episteme renovada. Este nuevo paradigma bajo el cual se articularía el sujeto sería el posmaterialismo. Este nuevo registro de la acción colectiva se imbrica en lo que Daniel Bell (2006) ha denominado sociedad postindustrial y en un entorno de economía flexible, típica organización atribuida al posmodernismo. Siguiendo esta lógica, ya no hay un sujeto material compacto obrero, sino un líquido-heterogéneo-múltiple posmaterialista. Según Inglehart (1991) las prioridades valorativas básicas de las poblaciones occidentales se transformaron desde el materialismo hacia el posmaterialismo, desde la prioridad de la seguridad física –ligada a las necesidades materiales: mantenimiento del orden, crecimiento económico, lucha contra el crimen- hacia un mayor énfasis en la autoexpresión y la identidad, el sentimiento de pertenencia a la comunidad y la calidad de vida –ligado a las necesidades no fisiológicas: deseo de mayor participación en política, libertad de expresión, importancia de las ideas-. Los niveles sin precedentes de seguridad económica y física adquiridos en la posguerra pudieron hacer que la preocupación por estas cuestiones se diera por hecho o por derecho y que se desarrollaran nuevos valores a partir de estas certidumbres. No obstante, el mismo Inglehart (1991: 173) advierte que, aunque la hipótesis de la escasez implica que la prosperidad lleva a la difusión de valores posmaterialistas, a su vez, la hipótesis de socialización implica que ni los valores de un individuo ni los de una sociedad en su conjunto cambian de la noche a la mañana, es decir que “existiría un desajuste temporal apreciable entre los cambios económicos y los cambios políticos”. Por tanto, la oposición materialista/posmaterialista va más allá de la dimensión temporal y se convierte en un eje central de polarización entre las poblaciones occidentales, reflejando el contraste entre dos formas de ver el mundo fundamentalmente distintas. Los valores materialistas/posmaterialistas formarían parte de un síndrome más amplio que engloba las motivaciones que se tienen para trabajar, las ideas políticas, las actitudes ante el ecologismo y la energía nuclear, el papel que juega la religión en la propia vida o las luchas de expresión de la diferencia. En cierta manera, el posmaterialismo[10] es también el resultado de la evolución del relato en los movimientos contestatarios a partir de los años 70, que se alejan de unas metas centradas en el crecimiento económico y el progreso técnico, y superan al homo economicus y sus metas exclusivamente materialistas.
Así, desde el campo de la cultura y lo cultural, los Nuevos Movimientos Sociales pudieron constituir tanto una crítica de la regulación social capitalista, como una crítica de la emancipación social socialista tal como fue definida por el marxismo estatal de las Repúblicas Populares de corte soviético. El eje de comprensión se desplaza desde la lucha de clases hacia la identificación de nuevas formas de opresión, siempre desde un prisma que mira más allá del bienestar material, incardinado por reivindicaciones de raíz cultural y poniendo el énfasis en la calidad de vida (Sousa, 2001). Uno los resultados palpables del marco posmodernista y la orientación cultural de lo posmaterial ha sido la pródiga irrupción de lógicas identitarias en las luchas sociales y en las concepciones sobre la subjetividad y su inserción en el mundo. El eje se traslada de la demanda de redistribución a la demanda de reconocimiento. La lucha por el reconocimiento de la diferencia se convirtió en la forma paradigmática del conflicto político. En estos conflictos ‘postsocialistas’, la identidad de grupo reemplaza al interés de clase como motivo principal de movilización política. El reconocimiento cultural reemplaza a la redistribución socioeconómica como remedio contra la injusticia y objetivo de la lucha política (Fraser, 2011; Butler & Fraser, 2017). Debido a la emergencia de estas nuevas prioridades, el análisis social comenzó a hacer mayor hincapié en las condiciones de reproducción y en los valores asociados a ello. Bajo este prisma se examina la interacción del trabajo remunerado y las tareas no remuneradas en la reproducción de cuerpos, hogares, comunidades, sociedades y entornos, y las formas en que estas actividades se organizan para apoyar –o socavar- el desarrollo humano. Ello facilita la exploración tanto del trabajo precario como de la vida precaria, como condiciones mutuamente constitutivas de subordinación y opresión (Meehan & Strauss, 2015).
Estos nuevos movimientos se movilizarían, entonces, por nuevos tipos de amenazas a la autonomía individual ejercido por actores corporativos, lo que Habermas (1981) llamó la colonización del mundo de la vida. Los conflictos se desarrollarían en torno y enmarcados en las esferas de vida, aquellas que permiten el cuidado y el progreso personal, tras el necesario velo del ámbito productivo.
Las esferas de la vida se reivindican frente a lo público producido por lo estatal y lo productivo emanado de lo laboral. La politización de lo social, abre un campo para el ejercicio del sujeto (individual y colectivo) y revela, al mismo tiempo, las limitaciones de la ciudadanía de extracción liberal (Sousa, 2001). La acción de estos movimientos no se orienta preferentemente hacia el Estado, sino que privilegia la democratización del acceso a lo político desde componentes subjetivos y culturales. La politización de lo cotidiano, de la vida cotidiana, comporta uno de los pilares de esta apertura sociopolítica: lo personal es político (D’Anieri et al., 1990). En efecto, es la afirmación misma de la vida cotidiana (Taylor, 2010; Heller, 1987), recentrar la vida política alrededor de las cuestiones inmediatas, así como la constatación de la relación entre socialidad y subjetividad, entre lenguaje y conciencia o entre instituciones e individuos (Brah, 2011). El definirse por una fuerte carga cultural y afirmar que todo es político, liquida la disociación entre lo público y lo privado (Melucci, 1996, p. 102), haciendo que relaciones de poder que antes no eran cuestionadas por ser privadas, se expongan, se debatan y se combatan (Wieviorka, 2009). Se inventan nuevas maneras de vivir juntos, pues politizan cuestiones que no pueden ser fácilmente codificadas bajo el código binario del universo de acción social que subyace a la teoría política liberal (Offe, 1988), que categorizaba cualquier acción política como privada o pública. La mutación del sujeto se realiza pasando de una matriz productivista, a ser comprendido por molduras culturales y morales (Díaz-Parra, 2013) y a buscar marcos de reconocimiento.
Esta mutación no afecta a la totalidad del cuerpo social o de sus reivindicaciones, pero sí que marca un cambio en las prioridades de las protestas que llevan ciertos sectores de la población (capitaneados por los estratos medios bienestantes) que se identifican como actores emergentes. Estos desplazamientos de los marcos de sentido también se notaron en las maneras de organizarse políticamente. No se trata de un rechazo de la política, sino, al contrario, de la ampliación de la política hasta más allá del marco liberal de la distinción entre Estado y sociedad civil (Sousa, 2001). La acción política pasó al campo no institucional, cuya existencia no está, de nuevo, prevista en las doctrinas de la democracia liberal y del Estado del Bienestar (Offe, 1988: 174). Estos nuevos movimientos desbordaron el horizonte de la representatividad democrática institucionalizada y convocaron a pensar en la estrechez de tal representatividad parlamentaria (Entel, 1996, p. 43). En este terreno, desarrollan un sentido de identidad colectiva en el que no exigen representación, sino autonomía. La lógica que les subyace consistiría en la defensa de un territorio físico y/o moral (Ibarra et al., 2002, pp. 67-68), que no es negociable en términos de canjearlo por delegación representativa o contrapartidas materiales, ya que es un feudo básicamente identitario.
Al respecto, Neveu (2002) identifica nuevos valores y reivindicaciones que acompañan a la movilización. Los movimientos sociales clásicos trataban sobre todo la redistribución de las riquezas y el acceso a las sedes de decisión. Los Nuevos Movimientos Sociales inciden en la autonomía y contienen una importante dimensión expresiva, de afirmación de estilos de vida o identidades (el orgullo gay, por ejemplo). Se ve la valorización del cuerpo, del deseo y la naturaleza, reivindicación de las relaciones que escapan a la racionalidad calculadora y cuantitativa del capitalismo moderno. Del mismo modo, cambia la relación con lo político. A partir de este momento ya no se trataría tanto de desafiar al Estado o de apropiarse de él, como de construir espacios de autonomía contra él, de reafirmar la independencia de formas de sociabilidad privadas en contra de su impronta. Los conflictos y contradicciones ya no pueden resolverse con la perspectiva prometedora y coherente de la sociedad industrial avanzada por medio del estatismo (Donaldson et al., 2002) que subsume bajo su lógica uniformizadora a todo el pluriverso de identidades.
La caracterización de los Nuevos Movimientos Sociales como una emergencia que representa la totalidad de la acción social contemporánea y sus valores como hegemónicos dentro de las motivaciones de los actores ha sido, empero, rebatida. Varios autores (Mees, 1998; Melucci, 1994; Cohen, 1985; Amin, 1989; Tucker, 1991) inciden en la idea de que no es sencillo establecer una transformación tan uniforme y lineal en/de los movimientos sociales, dando el salto hacia otros parámetros de organización, o delimitar claramente lo significativamente nuevo o novedoso. Los propios movimientos identitarios no son exclusivos del siglo XX. La identidad nacional, por ejemplo, ha sido un agente movilizador a lo largo de la historia. Igualmente, en la investigación de E.P. Thompson sobre la formación de la clase obrera inglesa en el siglo XVIII, el componente identitario tiene una importancia fundamental para entender el devenir de este sujeto histórico. Para el autor la formación de la clase obrera es un hecho de historia política y cultural tanto como económica (Díez Rodríguez, 2013). Al igual que el ludismo, la conciencia de clase nació al calor de reivindicaciones laborales y en contra de la competencia desleal de las máquinas, pero al mismo tiempo alrededor de la defensa de un conjunto de normas y obligaciones morales. Lo mismo ocurre con las luchas ocurridas en EE. UU. entre los siglos XVIII y XX, en los que los conflictos culturales jugaron un papel central: desde las luchas de religión o la definición adecuada de la cultura estadounidense con respecto a los grupos de inmigrantes, hasta conflictos raciales durante todo el siglo pasado (Plotke, 1995). En la segunda mitad del siglo XX, se indagó sobre cómo afectaba la llegada del espacio de los flujos (global y opuesto al espacio de los lugares, que es local) a las identidades, sobre las cuales planeaban temores de pérdida o disolución, y, en consecuencia, aumentaban las proclamas nacionalistas, religiosas o fundamentales (Castells, 2001).
La manera en que la cultura actúa sobre los Nuevos Movimientos Sociales sí que es destacable respecto a movimientos anteriores, porque no solo establece valores sociales o normas, sino también como definición y mantenimiento de identidades. Para Melucci, estos movimientos sociales desarrollan la dimensión de la identidad y su base social trasciende la estructura de clases, ya que no se definen por la pertenencia a una clase, sino por la pertenencia a una generación, la pertenencia de género o la orientación sexual (Chihu & López, 2007). Efectivamente, la acción colectiva puede surgir a partir de una lógica distinta a la de la estructura económica: la política, la cultural, la de las relaciones étnicas, la de las relaciones entre géneros o la de las relaciones con la naturaleza (Chihu, 2000).
El eclipse del materialismo en la teoría social reciente puede asociarse con esta nueva orientación. El agotamiento de enfoques materialistas, como la fenomenología existencial o el marxismo estructural, desafía las presunciones ontológicas y epistemológicas que han apoyado los enfoques modernos (Coole & Frost, 2010). El giro cultural que privilegió el lenguaje, la cultura, la identidad o los valores apartó la preocupación por las cuestiones materiales.
Pero no se puede dar la espalda a estas cuestiones, que siguen estando de plena actualidad. Una señal del interés en estos horizontes es el llamado nuevo materialismo[11], un campo de estudio que somete la objetividad y la realidad material a una reevaluación radical para ver de qué manera se produce, reproduce y consume nuestro entorno. Para los materialistas críticos, la sociedad es materialmente real y socialmente construida: nuestras vidas materiales siempre están culturalmente mediadas, pero no se explican puramente con patrones culturales. Por eso, ponen énfasis en la relación de la materialidad con lo político y en cómo los factores materiales pueden llevar a remodelar nuestra comprensión del hecho político, en un momento en que la relación entre las personas, la materialidad y la vida sociopolítica se está intensificando (Lundborg & Vaughan-Williams, 2015). En otras palabras, una respuesta política universal no puede separar la ‘cultura’ de la ‘economía política’ (Harvey, 2003).
El estallido de la crisis financiera del 2008-2009 ha hecho aún más visibles (Casellas & Sala, 2017) las duras condiciones de vida de quienes se enfrentan a la expulsión de posiciones de seguridad económica (y cuán sujetos están a ellas), y ha demostrado la total vigencia de las reivindicaciones materialistas: defensa de empleos y salarios, mejoras sociales y de equipamientos, etc. Otro tanto ha ocurrido con los movimientos sociales que han enfrentado las consecuencias sociales de la pandemia (della Porta, 2020; Rohlinger & Meyer, 2022). La subsistencia sigue siendo el leit motiv predominante de muchas protestas, y la clase y los intereses materiales son todavía factores importantes para entender la realidad social. La misma economía moral de la multitud, una aproximación antropológica a los efectos de la economía política[12], incluye la cultura en el análisis de clase (de cómo la lucha contra las privaciones capitalistas también se plantea desde el terreno de la dignidad o de la responsabilidad) (Palomera & Vetta, 2016). Los movimientos sociales están mucho más moldeados por la realidad social que la realidad social moldeada –performativamente- por los movimientos sociales, y aunque la evolución de la sociedad moderna ha cambiado el papel de los movimientos, creando nuevos espacios de acción social (Eder, 1998), la materialidad cotidiana sigue siendo determinante.
En este sentido, una de las grandes novedades que el paradigma de los Nuevos Movimientos Sociales instituyó fue la lucha por reivindicar y defender los ‘mundos de vida’. La disolución parcial de los roles sociales de empleados y consumidores, de clientes y ciudadanos, ayudó a desarrollar contra-instituciones partiendo del mundo de la vida (Habermas, 1981), es decir, la esfera no productiva, aquella que no contemplan los índices que únicamente reflejan valores asociados al trabajo como actividad económica. En otras palabras, el ámbito reproductivo, el de los cuidados, pasaba a primer plano como terreno de intervención social. En este caso, esta brecha sí que pudo significar una novedad respecto a los focos de protesta anteriores, que se centraban sobre todo en aspectos economicistas vinculados al mundo del trabajo y sus espacios (la fábrica como prototipo). Ahora el núcleo de la acción social incluía de manera destacada los ambientes y espacios reproductivos (la casa y el cuerpo como prototipos). Los movimientos que giran en torno a reivindicaciones identitarias tienen su nicho preferentemente en los ámbitos y situaciones de los mundos de vida.
Esto va asociado intrínsecamente a los valores posmaterialistas antes mencionados, al énfasis que se hace en los factores culturales, e incluso morales o emocionales. En efecto, hay muchas maneras de acercarse y expresar la subjetividad (la importancia del consumo como conformador de sujetos[13], por ejemplo), pero el trabajo sigue siendo uno de los grandes estructurantes y reguladores sociales y establece en gran medida la identidad social, que está ligada a la posición socioeconómica. El trabajo es el medio principal por el que el capital valoriza, y por ello estructura y afecta a los demás ámbitos de la vida:
La pregunta por la producción del valor es central pero no en un sentido economicista o que concibe el trabajo como esfera separada y restringida de la vida social y esto a pesar de que el principal rasgo del capitalismo es su capacidad de reducir el valor a la economía. Por valor, con Marx, entendemos producción de existencia, eso que se evidencia en el concepto de fuerza de trabajo, en su fallida e imposible conversión en mercancía toda vez que existe un hiato imposible de suprimir entre praxis humana en potencia y tarea efectiva. La expresión en potencia no refiere aquí solo a un rasgo temporal del proceso productivo (que el capital racionaliza como teleológico), sino que, además –y, sobre todo- caracteriza la multiplicidad lingüística, afectiva, intelectual, física, cooperativa –en fin: la vida- que el capital pone a trabajar. (Gago, 2015, pp. 29-30)
No se puede renegar de la materialidad del trabajo y de lo que emana de él, pues en el capitalismo esta forma de valorizar es central en la vida social y sigue determinando al resto de esferas no-productivas, que continúan supeditadas a la esfera material y no se pueden tratar como independizadas o entenderlas como ajenas y sin relación con el proceso productivo. Por eso, cabría interrogarse sobre si los valores posmaterialistas representan la apertura y desarrollo de una nueva serie de elementos subjetivos que componen la identidad o si representan un tipo de vínculo, más que campos nuevos en los que se abona la conformación del yo, pues estas esferas –lo doméstico, lo corporal- siempre han estado presentes, aunque en la construcción teórica de la modernidad solamente hayan tenido eco como contraparte binaria, no valorizada, de lo productivo y asalariado (Meehan & Strauss, 2015).
Al respecto, el sociólogo Michel Maffesoli establece una distinción interesante entre identidad e identificación (Imbert, 2010). Para este autor, la primera es de orden histórico, pertenece de pleno a la modernidad, se inscribe en la continuidad, en la herencia de modelos. Para la identidad el yo está determinado por el nacimiento, la formación, la cultura o la clase social y se trasmite a través de los aparatos de mediación social –familia, trabajo, escuela, grupos de pares-; es una lógica de reproductiva de modelos, donde opera una transmisión de valores. La identidad es un modo de ser. La identificación, en cambio, es más propia de la posmodernidad, del orden de lo que Maffesoli califica de lábil o lo que Bauman llama relaciones líquidas: algo que no está sujeto a un contrato fijo, irreversible, que se puede revocar y sustituir en cualquier momento. En las sociedades contemporáneas hay un desligamiento continuo de los lazos que conectan los individuos con colectividades, cada quien se vuelve el centro de un minúsculo universo privado y los cuerpos e instituciones intermedios pierden importancia como mediadores sociales[14]. La identificación está vinculada a las modas, a las apariencias a las necesidades de responder, a la demanda de mercado (en términos económicos y de imagen), etc. El hundimiento de los metarelatos genera unas identidades flotantes, cambiantes, sujetos a las tendencias de consumo[15].
Por lo tanto, los valores posmaterialistas, más que novedades epistemológicas o de cognición, son maneras de acercarse a fenómenos antes infratratados, pero no una invención teórica de campos no descubiertos de la subjetividad (Castoriadis, 2006, p. 167); son parte del repertorio ya conocido de la cultura moderna (Offe, 1985; McAdam, 1994, p. 52). En todo caso, serán valores que den más importancia a cuestiones no materiales, pero no como forma alternativa de construir la identidad, sino como una nueva expresión, más discontinua y lábil, de establecer relaciones.
Otro de los cuestionamientos a los movimientos de raíz identitaria es el esencialismo en el que caen a veces y que no les permite aliarse con otros colectivos. Para Chantal Mouffe (1989) la creación de nuevas posiciones del sujeto, que posibilitan articulaciones comunes (en torno, por ejemplo, al antiracismo, antisexismo o anticapitalismo), son luchas que continúan la tarea de profundizar la revolución democrática de la modernidad. Para Mouffe, la continuidad entre la modernidad y la posmodernidad es evidente, y el incluir la defensa de los derechos de la mujer o de los inmigrantes no debe ir en detrimento de la defensa de clase, sino que deben enriquecerse mutuamente desde una situación de equivalencia. La idea de democracia radical acoge el desarrollo de la filosofía posmoderna como un instrumento indispensable en el logro de sus objetivos. Las nuevas perspectivas para la acción política continuarían, entonces, con la estela de luchas precedente, destacando los siempre múltiples y contradictorios sujetos, habitantes de una diversidad de comunidades y abandonando la idea de un único espacio constitutivo para lo político. En definitiva, la importancia de la crítica posmoderna reside en desarrollar una filosofía política que busca conformar una nueva forma de individualidad que pueda ser verdaderamente plural y democrática.
No obstante, aunque Mouffe destaque y comparta que la democracia radical es la demanda de reconocer lo particular, lo múltiple, lo heterogéneo y que la lucha de los movimientos de reivindicación identitaria pase por ejercer la multiplicidad de las posiciones del sujeto, lo cual es positivo, también aclara que estos derechos individuales solo pueden ser ejercidos colectivamente. Mouffe defiende que este particularismo político no rechaza el universalismo, sino que constituye una nueva articulación entre lo universal y lo particular.
Al igual que ocurrió con la excesiva culturalización de disciplinas y enfoques sociopolíticos, el hecho de reivindicar la diferencia centrándose únicamente en el eje identitario (y en el caso de una identidad u opresión concreta) puede debilitar la posibilidad de conectar diferentes expresiones de ruptura normativa. La política posmoderna tiende a ser insular, en contraste con los énfasis universales y colectivos de la política moderna (Best & Kellner, 1997), y gravita alrededor de la cultura, la identidad personal y la vida cotidiana. Esta forma micropolítica ha devenido muchas veces en la creación de subcomunidades políticas que no apelan a una voluntad de disrupción general (Zeballos, 2016), sino a un esencialismo de las diferencias (Arditi, 2000). Esta manera de entender la identidad colectiva comprende un círculo de reconocimiento en el que se inscribe el orden de preferencias actual (los valores y las prioridades de las que se deduce el interés) y que permite el desarrollo de expectativas (Revilla, 1996). Esta perspectiva individualizadora y reductora de lo que es la identidad resulta en un liberalismo de la identidad que expulsa el ‘nosotros’ del discurso político (Lilla, 2018) y abre la puerta a un mercado de la diversidad y la diferencia (Bernabé, 2018). Así, la defensa de la identidad se asume únicamente en términos de autonomía individual y de derechos individuales. Las diferencias entre las personas aparecen como innatas e ineluctables y ello imposibilita el desarrollo de movimientos políticos de oposición con base amplia.
Este irredentismo del sujeto dificulta que las demandas puedan transcender políticamente. El reconocimiento de la identidad se despolitiza y pasa a desarrollarse bajo el marco de la individualidad, lo que lo convierte en una compensación de índole personal, en lugar de un desafío a las relaciones de explotación (Bondi & Lamas, 1996). Ante esto, diversos autores (Di Cesare, 2021; Brah, 2011; Hobsbawm, 2000) recalcan la importancia de politizar y dotar de dimensión colectiva a estos reclamos identitarios. En esta línea, Fraser (2011) ve necesario distinguir entre las soluciones afirmativas y las transformadoras. Las soluciones afirmativas limitan la acción política, pues en lo redistributivo se quedan en la defensa del estado de bienestar liberal y en el plano del reconocimiento en el multiculturalismo. Por el contrario, las soluciones transformadoras en lo redistributivo significan una reestructuración profunda de las relaciones de producción y a nivel de reconocimiento una deconstrucción que desestabiliza o desdibuja las identidades establecidas. La verdadera lucha emancipadora no se queda únicamente en afirmar las identidades, sino que pugna por transformarlas.
Al inicio nos preguntamos sobre la relación entre los Nuevos Movimientos Sociales y las políticas de identidad. Una de las contribuciones de esta investigación ha sido constatar que los movimientos sociales de nuevo cuño vehiculan las políticas de identidad. La primacía de la búsqueda de la identidad sobre otros ejes económicos o políticos, fue una de las características que permitieron declarar su novedad respecto a otros movimientos sociales anteriores (Casquete, 1996, 2001; Tilly, 1998). Sin embargo, en la actualidad, esta búsqueda de identidad parece haberse convertido en un fin en sí mismo, dando lugar a las cuestiones o guerras culturales (Chomsky, 2022) y haciendo que la polarización política no se dé entre ideologías, sino entre identidades (Roudinesco, 2023).
En el estudio de los (nuevos) movimientos sociales la identidad y la identidad colectiva han sido ampliamente estudiados, pero hoy en día abundan las dinámicas identitarias que se mueven en el eje conceptual de la identificación y en el político de aislamiento y exclusión. La identidad tomada así, como una cuestión de identificación, implica unas prácticas de diferenciación que se realizan mayormente a través de un trabajo discursivo de vinculación y marcado de fronteras simbólicas (Hall, 1996). El discurso se construye desde dentro (Grillo, 2020), sobre una articulación entre sujeto y prácticas discursivas. La consiguiente subjetivación que estas prácticas discursivas producen, abre el campo de las políticas de identidad.
La noción de identidad colectiva se refiere a la identidad que se forja sobre la base del reconocimiento de algún origen común o características compartidas con otras personas o grupo, o con un ideal. Los marcadores identitarios (gestos, (g)ritos, vestimenta) crean un reconocimiento mutuo y de vinculación emocional al colectivo, como ocurre en el caso de la Plataforma de Afectadas por la Hipoteca (PAH), entre otros, con la camiseta verde (Emperador, 2022). En contraste, la identificación y su enfoque discursivo ven la identidad como un proceso nunca completado (Hall, 1996), pues la identificación actúa en el ámbito de lo imaginado (Butler, 1993), como ocurre, por caso, con las manifestaciones queer.
El auge de los movimientos centrados en la reivindicación de la identidad (colectiva) atrajo la atención a partir de los años 60 del siglo pasado y cobró la magnitud hodierna con los movimientos del año 1968. Actualmente, lejos de remitir, las luchas por cuestiones identitarias o en las cuales la identidad tiene gran importancia siguen siendo muy relevantes. Aparentemente, mientras que los movimientos sociales revolucionarios intentaron durante el siglo XX buscar qué era lo que relacionaba a grupos diferentes, el activismo del siglo XXI es adicto a exagerar las diferencias entre los individuos (Bernabé, 2018). Eso crea una encrucijada entre el universalismo del deseo de la emancipación y los presupuestos básicos desde los cuales cada colectividad o individuo se pronuncia.
Desde el análisis académico se ha tratado de explicar esta esquizofrenia en los (nuevos) movimientos sociales con orientación identitaria. Así, se asume que en la acción de todo movimiento social están presentes dos componentes, un componente expresivo (el proceso de constitución de una identidad colectiva) y un componente instrumental (la obtención de recursos políticos y sociales para el desarrollo de esa identidad) (Revilla Blanco, 1996). En síntesis, el componente expresivo aludiría a la dimensión cultural y el componente instrumental a la dimensión política. Bajo esta óptica, se diría que estas dos dimensiones chocan y que son irreconciliables entre sí. Pero no deberíamos asumir que la identidad es lo opuesto al interés, a los incentivos, a la estrategia o a la política (Polletta & Jasper, 2001).
El paradigma posmaterialista, más centrado en la perspectiva individual y personal, destaca el sujeto y sus múltiples formas de subjetivización y de interacción (y, de ahí, las múltiples conexiones que emergen y se enlazan con luchas por la reivindicación o contra diferentes opresiones), que hasta ahora había sido excluido. Pero esta práctica política debe hacer frente a la fragmentación, ya que no se trata solo de abordar las identidades o una sumatoria de ellas, sino también entender el carácter estructural y sistémico de ellas y su vinculación (Curiel & Galindo, 2015). Hallar la raíz común de las diversas explotaciones y opresiones permite ejercer mejor el derecho a la diferencia, y para eso es imprescindible ligar las políticas de la identidad con las luchas predecesoras y contemporáneas con las que aparentemente no comparten objetivos o criterios.
De lo contrario, existe el peligro de caer en lo post-político, en el sentido –siguiendo a Sangeeta Kamat- en que las contradicciones de clase se sublimarían en otras formas de diferencia, primando las identidades de género, casta o tribales, en la medida en que no suponen una amenaza para el orden capitalista (Romano & Díaz-Parra, 2017), pudiendo llegar incluso a comercializarse (Harvey, 2003). La diferencia se desprende así de su condición atópica, aquella que la dota de negatividad, de la fricción del diferente. La forma neoliberal de producción y consumo elimina la alteridad atópica, la negatividad; lo completamente distinto cede a la positividad, es decir, a una extensión del yo, de lo igual, de lo otro que es igual. Los peligros de la apropiación capitalista son enormes, en cuanto el sistema capitalista se funda en crecer y hallar nuevos nichos que explotar, de modo que produce externalidades y engulle sistemas de relaciones que en un principio estaban fuera de su lógica, como el campo de la identidad y del reconocimiento. Este modelo de reconocimiento actuaría como normalizante, en cuanto ofrece un reconocimiento meramente publicitario, es decir, una ficción que no es capaz de intervenir de manera efectiva en la praxis vital (Honneth, 2006), y puede acabar reforzando el statu quo, en lugar de desafiarlo (Bernstein, 2002).
No obstante, otra de las contribuciones de esta investigación ha sido precisar que las cuestiones materiales siguen siendo importantes y visibilizar cómo, también, los NMS se abren a políticas de alianzas y a las luchas bivalentes (reconocimiento y redistribución). Los movimientos de raíz identitaria no se dejan atrapar necesariamente en el esquema que etiqueta y encasilla sus luchas de forma estanca. De hecho, ninguna persona es únicamente miembro de un tipo de comunidad, pues padece al mismo tiempo diferentes ejes de opresión, tal como explica la teoría de la interseccionalidad. Incluso puede darse el caso de un individuo que tiene un rol subordinado en un eje de división social y, por contra, domine en otro (Fraser, 2011). La cuestión es, por tanto, entrelazar las múltiples demandas, sean de la naturaleza que sean. De igual manera, los (nuevos) movimientos sociales no son realidades estáticas que se puedan segmentar radicalmente y tanto sus miembros como las colectividades que las conforman albergan reivindicaciones de toda índole.
Todo ello se vio reflejado claramente en los movimientos de indignados y contra la austeridad que surgieron en la década de 2010. Aquellas expresiones de descontento (con la incertidumbre y la precariedad, con la representación política) vincularon inseparablemente demandas culturales y socioeconómicas (Pleyers, 2018), muchas aunadas en torno a la idea de dignidad, que es tanto un deseo de reconocimiento como de condiciones materiales para una vida vivible.
Por eso, las luchas por el reconocimiento, la diferencia y la reivindicación de la identidad pueden ser válidas siempre y cuando se respete la bivalencia de cualquier persona o colectivo, esto es, que se vinculen las luchas por la redistribución con las luchas por el reconocimiento, como dos caras de la misma realidad social. Únicamente de esta manera se logrará una incidencia real en el nivel sociopolítico y un impacto y transformación del accionar cotidiano.
Además de unir la lucha por el reconocimiento y la redistribución para avanzar hacia soluciones transformadoras, se debería cuestionar la propia construcción de la identidad. La identidad muta y es algo que se va produciendo de acuerdo con las circunstancias históricas y sociales. Obviamente hay un núcleo irradiador, pero eso no debe empujar hacia esencialismos estériles que no se abren al diálogo ni a las alianzas (Kauffman, 1990). Stavros Stavrides (2016) ha imaginado esta disyuntiva entre identidades cerradas y abiertas en términos de umbral y enclave. Para el autor, los umbrales tienen el poder de inspirar y expresar sueños colectivos y de proyectar otros mundos posibles, mientras que el enclave representa al encuadramiento de las identidades. Por eso, él apuesta por los umbrales, figura metafórica en el que la identidad no tendrá un carácter cerrado y unas fronteras rígidas, sino unas fronteras flexibles que ofrezcan puntos de encuentro con la alteridad. Este planteamiento parece imbricarse con lo expuesto por Sennet (2014) sobre los sistemas abiertos y cerrados o lo que Holloway (2002) denomina como ‘no-identidad’, un punto de partida no estabilizado ni que presuponga parcelas que puedan limitar la acción social (Tutor, 2020). Esta identidad en construcción, que se imbrica con la performatividad, concibe la identidad como algo que se produce y no como algo dado pasivamente. En la misma dirección se expresó Habermas (1981) al teorizar la acción comunicativa, lo cual adquiere mayor importancia en un mundo completamente informacional, que es en el que se mueven y se producen las nuevas generaciones y los Nuevos Movimientos Sociales.
La introducción de nuevos conceptos puede facilitar la tarea de abrir el concepto de identidad. Así, desplazar la noción de identidad por la más fluida de experiencia, permite poner el énfasis en aquello que se va construyendo a partir de una identidad, pero sin dar preferencia a uno de los varios componentes identitarios que componen a los sujetos. La experiencia como una práctica para dar sentido a la realidad y como lugar de producción del sujeto (Brah, 2011). En palabras de Garcés (2006), la pregunta por lo común exige hoy la valentía de hundirse en la propia experiencia del mundo. De este modo, se pueden reconocer características comunes que adquieren un estatus universal a través de la acumulación de experiencias similares –pero no idénticas- en diferentes contextos, y sin tener que recurrir a esencialismos (Brah, 2011). Estas identidades en movimiento ayudan a enlazar las dimensiones políticas (la representación, la redistribución) y culturales (el reconocimiento) de las luchas. Este tripe movimiento sintetiza la noción de justicia contemporánea (Fraser, 2020b).
El reconocimiento de las diferencias no excluye la convivialidad y el encuentro entre diferentes (Lima, 2015). Esta convivialidad no se debe entender como una integración en la totalidad social que controle a los sujetos y anule su autonomía, sino como un ensamblaje que, partiendo de las experiencias individuales y colectivas, pueda articular una expresión política colectiva. La identidad puede apelar a aquello que lo diferencia, pero también puede apelar a las opresiones y explotaciones que sufren en común. De esta manera, se pasa de la negociación estanca entre diferentes posiciones del sujeto, a la teorización de la multiposicionalidad, a fin de evitar el relativismo paralizante (Smith, 2020). A fuerza de conectar las diferentes posiciones y luchas, se consigue que la reivindicación identitaria no se reduzca a una lucha terapéutica por la autodefinición y el autodescubrimiento. De hecho, el despliegue y la autoafirmación, como momento de enunciación, es una etapa en un proceso de politización y transformación más amplio (Galindo, 2017). La multitud de diferencias no tiene que conducir a abandonar la idea de contradicción y de dialéctica, ya que lo que une las diferencias, precisamente, son esas contradicciones y antagonismos (Holloway, 2011). La tarea, más que unificar, es conectar y vincular las diferentes luchas. El radicalismo trata de la construcción de enlaces. Un caso específico de racismo tiene lugar como fruto de unas interacciones interpersonales entre los individuos específicos, pero el racismo en sí es construido tanto global como localmente (Smith, 2002). Tal como señala Sen (2011), las identidades son plurales, y la importancia de una identidad no necesariamente debe borrar la importancia de las demás, el sentido de pertenencia a una comunidad, no tiene por qué borrar o destruir otras asociaciones y filiaciones. Para Melucci (1996, p. 188), una sociedad diferenciada sólo puede funcionar basándose en el reconocimiento y la valoración de las diferencias, pero, al mismo tiempo, la creciente diferenciación del sistema exige una intensificación proporcionada de sus mecanismos de integración.
El alejamiento del particularismo para llegar a una solidaridad, también en el caso de la praxis de los NMS, conjuga la diferencia con la colectividad y la politización de las demandas. En otras palabras, universaliza los intereses, a través de una universalidad concreta que se construye políticamente a partir de la particularidad. Esta universalidad política, la única manera de reconocer el antagonismo y de incluir la dimensión y lucha identitaria transformadora, no debe hacerse desde la diferencia, sino desde la asunción de la desigualdad inherente a cada colectivo e individuo, como medio para lograr la efectiva igualdad, que no uniformidad (Castro-Gómez, 2020).
Esta investigación se ha realizado gracias al Programa Posdoctoral de Perfeccionamiento de Personal Investigador Doctor del Gobierno Vasco.
El autor se compromete a comunicar cualquier conflicto de intereses existente o potencial con relación a la publicación de su artículo.
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[1] La ultraderecha, más que en postulados de la diversidad cultural se basa en la exaltación de un fundamentalismo cultural (Stolcke, 1995). Dejando atrás “las categorías del nazismo universal, los fascistas más intelectualmente exigentes comenzaron a levantar barricadas espirituales y éticas en defensa de la identidad y la cultura contra la tiranía de la democracia “americana” y la sociedad multiétnica” (Griffin, 2021).
[2] Las políticas de identidad (identity politics) se refieren a la construcción de identidades políticas y culturales mediante luchas o asociaciones que priorizan los intereses de los grupos con los que se identifican (Best & Kellner, 1997).
[3] Básicamente, se toman algunos autores de la escuela francesa (Touraine), alemana (Habermas, Offe) e italiana (Melucci).
[4] El movimiento de las mujeres proporciona un buen ejemplo de esta situación. El objetivo del movimiento no es sólo la igualdad de derechos, sino el derecho a ser diferentes (Melucci, 1999).
[5] “Estos sujetos no se identifican sólo porque pertenecen a una categoría social, sino también por su oposición al sistema, en cuanto red informativa. Al hacer un análisis empírico se establecen vínculos y se pueden reintroducir categorías sociológicas de reconocimiento y de identificación” (Melucci, 1999).
[6] Este construir desde fuera incluye desde el etiquetado neoliberal que produce identidades como nichos de mercado, hasta las categorías legales que diferentes instituciones asignan a los colectivos y que les presupone unos atributos.
[7] Una de las críticas realizadas a este paradigma es su excesivo eurocentrismo (Santamarina, 2008). En efecto, las condiciones en las cuales se generaliza el Estado del bienestar y una abundancia de los bienes de consumos únicamente se dan en el contexto temporal de la época posterior a la Segunda Guerra Mundial y el contexto espacial occidental.
[8] Curiosamente, la palabra ‘societario’ es un adjetivo relativo a las asociaciones, especialmente a las obreras.
[9] Todos los movimientos sociales tienen carácter reflexivo, pues se articulan en torno a normas y significados socialmente compartidos (Gusfield, 1994), pero en este caso también entra en juego decisivamente la autonomía, un marco reflexivo producido autóctonamente.
[10] Para Fernández (1994) sería más acertado hablar de valores posconsumistas o posadquisitivos, ya que los intereses por la democratización de la vida social, por el control del proceso de trabajo o por la preservación de un medio ambiente habitable son nítidamente materialistas. Para el autor lo que está en juego es la disyuntiva expresada en el título del conocido libro de Erich Fromm ‘¿Tener o ser?’ (1978), entre una decidida opción por el ser (la identidad) y contra el tener.
[11] Este nuevo materialismo (new materialism) se inspira en tradiciones materialistas desarrolladas antes de la modernidad o en filosofías que hasta hace poco tiempo seguían siendo corrientes desatendidas o marginadas dentro del pensamiento moderno, y desde esta perspectiva sus intervenciones podrían categorizarse como materialismos renovados. No tratan únicamente la inmediata materialidad, sino que adoptan algunos enfoques posteriores. Así, mantienen una orientación posthumanista que concibe a la materia misma como viva o como agencia expositora, consideran una serie de cuestiones biopolíticas y bioéticas sobre el estado de la vida y del ser humano y contiene un reacercamiento desde posiciones críticas y no dogmáticas a la economía política global, donde se explora de nuevo la naturaleza y la relación entre los detalles materiales de la vida cotidiana y las estructuras geopolíticas y socioeconómicas más amplias (Coole & Frost, 2010).
[12] Trata de comprender procesos político-económicos más globales y abstractos, historizando desposesiones cotidianas a las que se ven sometidas las clases populares (es decir, las condiciones de la reproducción social en determinados tiempos y espacios históricos).
[13] El consumo como un mecanismo cultural que conforma sujetos activos se convierte en un factor de identidad. El consumo se vuelve también configurador de otras realidades, como la misma forma de la ciudad, a partir de dejar atrás el rigor y el purismo formal –y funcional- del modernismo anterior (Agulles, 2017).
[14] Toda acción o estrategia política necesita de instituciones mediadoras entre lo particular y lo universal, para generar movimientos amplios (Díaz-Parra, 2013). La particularidad del cuerpo no se puede entender independientemente de su inserción en los procesos socioecológicos generales y globales (Harvey, 2003). Las especificidades nos deben poder llevar de regreso a elementos básicos que se puedan comparar y relacionar entre sí (Sassen, 2015).
[15] Aunque los Nuevos Movimientos Sociales critiquen duramente esa sociedad de consumo, ciertas corrientes políticas que defienden la diferencia fomentan esas identidades flexibles a medida y consumibles.