La polémica entre Sedano e Iriarte: punta y raíz de la espina

THE CONTROVERSY BETWEEN SEDANO AND IRIARTE: TIP AND ROOT OF THE SPINE

Pedro Ruiz Pérez

Universidad de Córdoba

ORCID: 0000-0002-1950-9136

Enviado: 06-05-2019

Aceptado: 01-07-2019

Publicado: 23-12-2019

Resumen

López de Sedano abrió su Parnaso español con la traducción por Espinel del “Arte poética” horaciano. La crítica por Iriarte en 1777, como preámbulo a su propia versión de la epístola, originó una serie de réplicas y contrarréplicas hasta 1785, con la respuesta en el tomo VII del Parnaso y el “diálogo joco-serio” de Iriarte Donde las dan las toman. La polémica se desplaza de los rasgos de la traducción al diseño y realización de la antología de Sedano. El análisis de la respuesta final en los Coloquios de la espina pone de manifiesto las diferencias estéticas entre los dos autores, representantes de dos posiciones opuestas en la concepción del buen gusto y las vías para su actualización. La valoración de las reglas y de la poesía del siglo XVII son dos de los puntos centrales de la discrepancia.

Palabras clave: López de Sedano, Tomás de Iriarte, Parnaso español, Coloquios de la espina, neoclasicismo.

Abstract

López de Sedano opened his Parnaso español with Espinel’s translation of horatian “Arte poética”. Criticism by Iriarte in 1777, as a preamble to his own version of the epistle, gave rise to a series of answers and rejoinders until 1785, with the response in volume VII of the Parnaso and Iriarte’s “joco-serious dialogue” Donde las dan las toman. The controversy moves from the features of translation to the design and production of Sedano’s anthology. The analysis of the final answer in the Colloquios de la espina reveals the aesthetic differences between the two authors, representing two opposing positions in the conception of good taste and the ways to update it. The evaluation of the rules and the poetry of the seventeenth century are two of the central points of the discrepancy.

Keywords: López de Sedano, Tomás de Iriarte, Parnaso español, Coloquios de la espina, neoclasicism.

Los empeños de la preceptiva y de la crítica por distinguir las variantes entre sátira e invectiva mantienen su pertinencia para la elucidación de algún episodio en la amplia avenida de las polémicas y debates literarios, en particular en la segunda mitad del siglo XVIII. En esas décadas el proceso de institucionalización de la literatura se acelera a impulsos de la consolidación de sus pilares más sólidos: la edición y reedición de los textos, el florecimiento de la crítica literaria, la penetración de la literatura romance en el sistema de enseñanza y el asentamiento del sistema académico, con sus prebendas y su carácter normativo. En este escenario las pugnas entre escritores se multiplican, con una mezcla bastante proporcionada de elementos propios del debate crítico y de manifestaciones de rivalidades no muy larvadas en el campo literario y cultural que se estaba dibujando en esos años (Álvarez Barrientos et al. 1995; Aguilar Piñal 1996). En no pocas ocasiones la apelación a lo jocoserio (Étienvre 2004), con su aparente tono desenfadado y ligero, disimula el filo de la invectiva personal, y en esta laten de manera más o menos consciente y manifiesta unas diferencias de concepción poética que matizan la imagen del neoclasicismo hasta descubrir en esta noción historiográfica posiciones francamente contrapuestas. Un caso representativo de esta situación es el enfrentamiento que mantienen durante más de una década dos figuras que bien podemos considerar emblemáticas: Tomás de Iriarte, activo polemista, por iniciativa propia o por ataques ajenos, y albacea y continuador de la labor de su tío Juan, y Juan José López de Sedano, referencia inexcusable por su empresa de publicación de los nueve volúmenes del Parnaso español entre 1768 y 1778.

No se trata de una polémica desconocida ni desatendida por la crítica, en particular por tener su espoleta en las discrepancias en torno a diferentes propuestas de traducción de la epístola Ad Pisones de Horacio, con el valor otorgado por la preceptiva clasicista como Arte poética. Así, ya Menéndez Pelayo recogía la noticia en su Biblioteca de traductores españoles (243) y la incardinaba con tino en la posición de predominancia en el marco institucional y su tendencia a la polémica por su actitud de dictador del gusto que aquella le permitía; el contexto de la obra del polígrafo santanderino explica lo escueto de la referencia y, en el caso que nos ocupa, lo ceñido de la misma a las discrepancias en torno a la corrección en las versiones del texto horaciano. Antes había dado la noticia Álvarez Baena (1790, III: 31) y con posterioridad la amplió en su estudio monográfico Cotarelo y Mori (1897). En esta perspectiva se incluye el artículo de Fernando Durán (1999), en cuyas páginas se contextualizan algunas de las vertientes de la polémica al inscribirla en la actualización del horacianismo en la segunda mitad del siglo XVIII y el papel que en la recuperación de los modelos clásicos desempeñó la empresa editorial de Antonio de Sancha. Más recientemente, Cáseda Teresa (2010) ha dedicado un artículo a esta polémica, con un enfoque que, pese al título, se centra sobre todo en la crítica de Iriarte, aunque sin una solución de continuidad precisa entre los roces que dieron origen a la pugna, en torno a las traducciones horacianas de Espinel y del propio Iriarte, y el debate acerca de los méritos y deficiencia del Parnaso español. Este es, sin duda, el aspecto que ofrece mayor trascendencia en esta pugna entre dos aspirantes a ocupar el centro del campo literario desde diferentes posiciones y con distintas estrategias, confrontadas abiertamente en una polémica que hizo correr mucha tinta a lo largo de los años y en la que latían algunas diferencias de peso dentro del proyecto ilustrado y neoclásico, si es que podemos seguir manteniendo esta noción de unidad.

1. La punta de la espina

Valga resumir brevemente una historia conocida, y hacerlo en torno a algunos hechos significativos. En 1768, muy posiblemente sin un proyecto bien definido, López de Sedano publica sin revelar explícitamente su identidad el “tomo I” del Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos, impreso por Ibarra y promovido por Sancha, en cuya librería se anuncia la venta en la portada del volumen. Ni la empresa, ni sus pretensiones, ni el aparato editorial que la sustentaba propiciaban la indiferencia, pero eran un blindaje suficiente como para preservar a la obra de ataques inmediatos. El flanco débil debía buscarse en otros resquicios del plan, y la traducción de Horacio por Vicente Espinel se perfiló como una puerta abierta, aun cuando no se entrara en todo el alcance de la propuesta de Sedano. De hecho, el antólogo eligió este texto para abrir su volumen y, consiguientemente, toda la recopilación de un muestrario, con muy escasas excepciones, de la poesía del siglo XVI y, más significativo aún, del XVII. Inserta en el volumen de Diversas rimas que el poeta y narrador rondeño dio a luz en 1591, no era, ni mucho menos, la composición más desconocida del índice de este volumen pionero, dominado por traducciones, versiones e imitaciones de modelos clasicistas y donde hoy nos sigue llamando la atención la presencia de los entonces inéditos e incluso desconocidos poetas de la llamada escuela antequerano-granadina (Osuna 2003). En este horizonte el texto inicial destaca por su carácter de tintes preceptistas, su consideración de referente oracular y su posición cronológica, en el eje entre las dos centurias. La elección respondía, sin duda, a una lúcida visión de la relevancia del horacianismo en las dos últimas décadas del Quinientos1 y su proyección en la poética cultista que penetrará y culminará en el primer tercio del Seiscientos. También reflejaba esta dispositio la decidida apuesta en la reivindicación de una poética castellana no fragmentada por las distinciones propuestas por Velázquez en sus Orígenes de la poesía castellana (1754).

De difícil determinación en el momento y, sobre todo, de impugnación directa, la línea de ataque se desarrollaría en otro flanco, a partir de las ideas normativas y académicas de propiedad y decoro, volcadas sobre la exactitud de la traducción y las debilidades estilísticas. Es la vía escogida por Iriarte, quien despliega la batería de impugnaciones en el preámbulo de su traducción del texto horaciano publicada en 1777, cuando, con ocho volúmenes en la calle, la colección de Sedano se acerca a su conclusión2 y cuando el nombre del responsable figuraba ya en portada desde el tomo VI, aparecido en 1772. Nueve años después de su publicación en el Parnaso Iriarte arremete contra la traducción de Espinel, sin duda, como una forma de abrir el espacio para situar en el campo su propia versión; y, junto a ello, el autor canario aprovecha para poner en cuestión el conjunto de la empresa de Sedano, cuando ya ostentaba un papel de referencia en el escenario de las letras españolas, y en torno a él se situaban un buen número de iniciativas de recuperación de obras del pasado3 y de relectura del discurso que conformaban. El ataque cobra tintes de virulencia cuando las impugnaciones de los presuntos errores de Espinel en la comprensión del original y las soluciones propuestas en su versión vernácula se desplazan a la elección por parte del “colector” del Parnaso y a los juicios críticos con que acompaña el texto, con un tono en que la crítica literaria es sustituida por la descalificación personal.

La respuesta de Sedano no se hizo esperar demasiado. El año siguiente, en las páginas del “juicio” que desde el volumen II (1770) se habían hecho habituales en la colección, se registra la respuesta y el contraataque. El responsable del Parnaso y de la reedición del texto de Espinel no se limita a justificar su decisión y defender la calidad de la traducción, avalando sus juicios valorativos previos. En el mismo tono que su impugnador, Sedano devuelve las críticas, poniendo de relieve lo dudoso de algunas decisiones traductológicas de Iriarte, la falta de acierto prosódico de no pocos de sus versos y, en general, lo cuestionable de la labor del crítico en el campo de las letras, incluyendo su papel de editor de las obras de su tío, en la que se manifiestan los mismos rasgos que habían sido señalados como defectos en la colección de Sedano. La guerra literaria quedaba declarada.

En la batalla siguiente la pugna abandona el espacio de los paratextos y asume el completo protagonismo en un volumen dedicado en exclusiva a la contienda y a su carácter global, sistemático. La iniciativa de Iriarte en esta etapa marca los puntos del debate, para extenderlos a todos los aspectos y vertientes del Parnaso, desde la ortografía adoptada por Sedano a la repercusión de su antología. Para ello el “oficial traductor de la primera Secretaría de Estado” (como lo presentó Menéndez Pelayo) compone un diálogo entre tres personajes a modo de transparentes máscaras: el ingenuo D. Cándido, que había aceptado la validez del Parnaso y se sorprende de las descalificaciones presentadas, D. Justo, que habría de hacer honor a su nombre dictando la sentencia más adecuada en el debate, y el mordaz y vitriólico Traductor, directo portavoz del autor que había sido cuestionado en su ejercicio de romanceamiento de Horacio. Para su respuesta Iriarte compone un volumen de 239 páginas, nada menos, frente a las 9 páginas dedicadas al asunto en el tomo IX del Parnaso; lo hace imprimir en la Imprenta Real de la Gaceta en 1778 con el explícito título de Donde las dan las toman, diálogo joco-serio sobre la traducción del “Arte Poética” de Horacio que dio a luz D. Tomás de Iriarte, y sobre la impugnación que de aquella obra ha publicado D. Juan José López de Sedano al fin del tomo IX del “Parnaso Español”, por Tomás de Iriarte, y así se anuncia en la Gaceta del 16 de octubre (Cáseda Teresa 2010: 12). Con la presunta amenidad del diálogo y la no menos presunta buena voluntad de una sociabilidad conversacional, con algo de salón o tertulia de café, Iriarte ordena a través de las intervenciones de su alter ego sus diferencias con la obra de Sedano, que se extienden a todas las dimensiones de la colección desde las más superficiales a las más profundas, aunque sean estas, precisamente, las que pasan más desapercibidas, como diluidas en el ácido de un ataque que aprovecha (o inventa) los errores más evidentes, por superficiales, para convertirse en un virulento ataque ad hominem dirigido a ridiculizar a su oponente y negarlo en su integridad. El recurso a la correspondencia privada de Vicente de los Ríos para, mediante una adecuada selección y, posiblemente, una manipulación, arrojar piedras ajenas sobre el tejado de Sedano sólo es una muestra de la falta de límites que, bajo la coartada de lo jocoserio, se impone en la cada vez más encendida polémica, que Iriarte no dejó de alimentar al incluir Donde las dan las toman en el volumen VI de la recopilación de sus obras (1805)4.

El alcance del incendio lo demostrará la respuesta de Sedano, con la misma o mayor pretensión de contundencia, aunque no de manera tan inmediata, pues la contestación se demorará siete años respecto a la primera aparición del Diálogo joco-serio de Iriarte. Una posible razón puede hallarse en la extensión que Sedano otorga a su nuevo contraataque, ocupando un millar de páginas; por más que se tratara de un reducido formato en octavo (como el del Parnaso), la cantidad de páginas revelaba una voluntad de prolijidad minuciosa, para no dejar crítica sin respuesta, desdoblada en justificación de lo propio y cuestionamiento de lo ajeno. El resultado fue la distribución en cuatro tomos, uno por cada una de las unidades en que se distribuyó lo que mantenía la forma dialogada y el tono jocoserio para canalizar su invectiva. Así aparecen en Málaga los Coloquios de la espina, entre D. Tirso Espinosa, natural de la ciudad de Ronda, y un Amanuense natural de la villa del Espinar, sobre la traducción de la “Poética” de Horacio, hecha por el licenciado Vicente Espinel, y otras espinas y flores del Parnaso español. Los publica el doctor D. Juan María Chavero y Eslava, vecino de la misma ciudad de Ronda. Como se aprecia, Sedano vuelve a omitir su nombre en la portada, como hiciera en los cuatro primeros volúmenes del Parnaso, pero su identidad resulta evidente, como manifestaron anotaciones manuscritas en algunos de los ejemplares conservados. Antes de entrar en el contenido, el rótulo inicial es revelador por la referencia al inicio de la polémica y la conversión de la onomástica del primer traductor (Espinel) en base de los juegos de palabras (espina, Espinosa, Espinar, espinas) que condicen también con el filo agudo y el carácter punzante que ha adquirido la contienda5. Del ataque de Iriarte mantiene la forma en un diálogo entre D. Tirso, que pregunta, y el Amanuense, que actúa como sombra del autor, asumiendo su punto de vista y sus respuestas y declarándose en ocasiones colaborador de Sedano. Sin manifestarlo expresamente, prolonga también la mezcla de lo serio (en sus respuestas en seso) y lo jocoso (con pullas irónicas y abundante empleo de proverbios y locuciones populares), aunque acaba derivando en cierta chabacanería, que se impone en las palabras que cierran el coloquio IV: “béseme el rabo”. Este último desplante es índice del alto componente de invectiva presente en esta última respuesta, coronando la espiral iniciada con los primeros comentarios de Iriarte contra Espinel y, sobre todo, su editor. La cobertura de las pullas personales la compone una prolija y en no pocos pasajes farragosa revisión de las afirmaciones de Donde las dan las toman a la que va dando, en general, cumplida cuenta, sin que falten puntos en que la reticencia se impone, se despachen con una irónica referencia a lo insostenible de la acusación o se responda con una argumentación ad hominem, haciendo a Iriarte partícipe de los que se presentan como defectos en la práctica editorial. Generalmente, D. Tirso traslada pasajes literales (y no escuetos) de la sátira de Iriarte, los cuales ya, a su vez, contenían en muchos casos citas de Sedano, con lo que se multiplican los niveles de voces y ecos, con la complicación de las referencias oblicuas y un no siempre inequívoco uso de las marcas tipográficas de mayúsculas, comillas y cursivas; una situación característica es que D. Tirso alude a una crítica del “Traductor”, para transcribir un largo pasaje de la misma donde se incluye una cita de segundo nivel del “Colector” y párrafos de una carta de “su amigo” (Vicente de los Ríos), antes de que el Amanuense la retome para darle respuesta, con cierta frecuencia reiterando partes del pasaje, en cita de cita de cita. Eso sí: lo que se pierde en claridad de la lectura vale como una verdadera recopilación de todo el trazado de la polémica, desde las iniciales notas valorativas de Sedano acerca de la traducción de Espinel.

Sin ser una rara avis en las prácticas de la república literaria de la segunda mitad del siglo XVIII (Castañón 1973), al trasladar el enfrentamiento a la palestra delimitada por los diálogos jocoserios, se trasponen las fronteras del plano teórico de las discrepancias de ideas poéticas para impregnarse en alto grado del componente de rivalidad personal, con la que el añoso marco del género de raíces clásicas y humanistas ve sustituida su naturaleza dialéctica por la cobertura de una forma de invectiva que mantiene la convención de una polémica literaria mientras se dirime en el fondo como un ajuste de cuentas personales, en listado creciente conforme arreciaba la batalla por la ocupación del centro del campo, la preeminencia en la república de las letras del momento (Álvarez Barrientos 2006; De Lorenzo Álvarez 2017).

Tomás de Iriarte y López de Sedano compartían no pocos rasgos y tenían una significativa diferencia de edad6, de manera que era prácticamente inevitable el enfrentamiento, comenzando, según hemos comprobado, con el intento de asalto por parte del más joven a las posiciones de referencia ocupadas por el de más edad. Ambos procedían de la periferia geográfica y habían buscado en Madrid una vía de medro social y una puerta de entrada al parnaso. Ambos se apoyaban en una base familiar, en términos de la condición de hidalguía, reclamada hasta su reconocimiento por Sedano, o en términos de herencia de una posición de relieve en el campo intelectual, como hace Iriarte al dejarse conducir por su instalado tío Juan, del que busca presentarse como indiscutible albacea literario. En sus carreras, características de los hombres de letras, ocupan cargos en la administración desde los que saltan a posiciones académicas o ‘intelectuales’, Sedano desde la Biblioteca Real a la Academia de la Historia7, Iriarte desde la Secretaría de Estado a la dirección del Mercurio histórico y político (1772) y el paralelo intento de arbitrar en la república literaria con la publicación de Los literatos en Cuaresma (1773)8; en sintonía con el movimiento general del siglo, las posiciones tempranas se vinculan más al principio de la erudición, mientras que las posteriores adquieren un sesgo más ligado al de la política, siempre en términos de matiz al considerar un período en que se establecieron estrechos lazos entre ambas vertientes de la cultura y la ideología. En medida notable, ambos componentes se encontrarán, junto a lo estrictamente personal, en la contienda suscitada en torno a la traducción de Horacio. Para Iriarte sería una más de su amplia serie de polémicas, con las que se abría camino en el campo literario; para Sedano, cumplida ya la cincuentena, representó algo más: a los ataques del traductor de Horacio cabe atribuir que la publicación del Parnaso español se interrumpiera, cuando los indicios apuntaban a que no era esta la voluntad de su compilador. En diversos pasos Sedano, ante las acusaciones de falta de orden formuladas por Iriarte apoyándose en la opinión de Vicente de los Ríos, replica que ha ido dando forma a los sucesivos tomos del Parnaso al hilo de los descubrimientos de textos, lo que implica asumir esa falta de plan previo y el carácter abierto de su empresa. De hecho, cuando en el IV de los Coloquios de la Espina (I, 178) recoge la opinión de su impugnador sobre una supuesta intención de que “los tomos fuesen nueve como las musas”, el Colector lo niega de inmediato por boca del Amanuense (I, 179); el personaje vuelve más tarde sobre el asunto y precisa que aún queda para “la conclusión de la colección principal del Parnaso, que a lo menos debe constar de una docena de tomos, porque en mi tierra ninguna obra acaba hasta que se concluye” (II, 171); y añade: “Dije poco ha la colección principal, y lo dije porque esta, aunque la más sobresaliente, es una parte sola de las cuatro en que se divide el Plan general y metódico de la obra del Parnaso español, de cuya noticia y particularidad se instruirá el público cuando el Colector lo determinase” (II, 172). Lo cierto es que estos propósitos, si existieron, debieron de chocar con resultado catastrófico con las críticas de Iriarte, pues lo cierto es que la colección no pasó del tomo IX, pese a que Sedano viviría casi treinta años más tras su publicación y casi veinte tras insistir en su diseño en los Coloquios. Iriarte había dejado, pues, el campo abierto para otra empresa, iniciada poco después y más cercana a sus criterios estéticos y filológicos, la colección impulsada por Ramón Fernández, con Pedro Estala al timón en las primeras entregas (Arenas Cruz 2003), antes de ser sustituido en este papel por Quintana, quien muy posiblemente se mantuvo en este papel hasta la aparición del vigésimo volumen, que ponía punto final a la colección.

La colección de Ramón Fernández se convirtió con estos cambios en la dirección en un sutil termómetro de las inflexiones que se iban produciendo en un campo en el que el neoclasicismo mostraba una diversidad de perfiles, antes de su disolución definitiva a lo largo del primer tercio del siglo XIX. El propio Sedano ya había intervenido en fechas tempranas en las disputas resultantes de los intentos de tomar posiciones en el campo e inflexionar en un sentido determinado las doctrinas estéticas relativas a los modelos del pasado, con los debates respecto al valor de los dechados nacionales frente a los foráneos, las prácticas frente a los dogmas, la crítica literaria frente al academicismo y la versión española de la querella de antiguos y modernos. Adscribiéndose al bando que optaba por los primeros elementos de estos pares opositivos, su modelo confesado en varios pasajes de los Coloquios de la espina (II, 78) era el Diario de los literatos (tan distante, por ejemplo, de la Poética de Luzán), y en los años en que debía de estar preparando el primer volumen del Parnaso lo manifiesta con su labor en las entregas de El Belianís literario: discurso andante (dividido en varios papeles periódicos) en defensa de algunos puntos de nuestra bella literatura, impreso desde 1765 en los talleres de Ibarra y presentado con el seudónimo de Patricio Bueno de Castilla, toda una declaración de intenciones y preferencias. En medio de las críticas contra lo que se entendía como excesos del barroco y signo de una decadencia, tal como se presentara en los Orígenes de la poesía española de Velázquez, la apelación a “nuestra bella literatura” traslucía un propósito que no era muy distinto al del Parnaso: sacar lo “bueno de Castilla”, que otorgaba a nuestras letras una condición patricia, no la orfandad que veían sus impugnadores. Iriarte, a su vez, militaba en el bando opuesto, más atento a la latinidad, las normas clásicas y los modelos franceses9. He aquí otra más de las razones del choque a propósito de la traducción de Espinel y el indicio de que había motivos más profundos para una confrontación que movió tantos (y tan duros) ataques y contraataques y consumió tantas resmas de papel impreso.

2. Las raíces de la espina

Antes de intentar profundizar en los programas latentes que se confrontan en el orden estético en la pugna entre los dos protagonistas y sus posiciones, sirva comenzar con un acercamiento a lo que actuó a modo de espoleta, tanto por lo que tiene de significativo en sí mismo como por su conexión con la pólvora conceptual guardada en los dos arsenales crítico-poéticos. No puede pasar inadvertido un hecho capital: la traducción en cuestión no ocupa un lugar cualquiera entre los miles de páginas que acabará teniendo la colección del Parnaso; ni siquiera se entremete entre el resto de los textos de un volumen que bien podría haber encabezado Villegas, uno de los referentes poéticos del propio Sedano10, pero también de Vicente de los Ríos, que lo reeditó con notable aparato unos años después11, y al que ni siquiera Iriarte puede ponerle más objeciones que las motivadas por la selección y algunos juicios del Colector; también podía haber servido de portada Garcilaso, recientemente reeditado por Azara, fray Luis de León o Argensola, todos ellos en el canon de Iriarte (II, 42)12, o un Quevedo no demasiado cuestionado en el momento. Sin embargo, el elegido es un más bien oscuro Espinel, que sólo vuelve a aparecer en el volumen III. La razón no estriba, a mi juicio, en la calidad del verso del rondeño, por más que Sedano lo reivindicara; lo trascendente debía de ser, a todas luces, la demostración de que España y su poesía contaban en fecha relativamente temprana y en los umbrales del siglo barroco con una muestra de atención a los modelos clásicos y una capacidad de conocer y reconocer sus propuestas. No podían escribir con una carencia completa de arte los herederos del traductor de Horacio, y sobre esta base podría asentarse una reivindicación de una tradición hispana con visos de clasicismo, un modelo al que mirar más cercano e igualmente valioso que el proporcionado por las letras greco-latinas y francesas, y con el valor añadido de pertenecer a la tradición nacional. Como una estrategia complementaria cabría tomar la llamativa inclusión a lo largo de los volúmenes de cuatro nombres recientes y aun contemporáneos, con elementos de continuidad con la estética inmediatamente anterior, comenzando por el conde de Torrepalma y concluyendo con Meléndez Valdés (el más joven y más tarde vencedor, ante Iriarte, del mencionado concurso académico), además de un Luzán menos preceptista que versificador y Jorge Pitillas, seudónimo de José Gerardo de Hervás.

Iriarte pudo sentir la inquina ante estos rivales poéticos y quizá hasta una punzada de decepción, pero no debió de ser este el impulso para su réplica, toda vez que no se trató de defender un texto propio ya compuesto, sino la situación inversa: en 1777 el canario presenta sus ataques a la versión de Espinel al ofrecer su propia traducción, como si hubiera compuesto esta para sostener el ataque, más que contra el poeta quinientista contra quien lo reivindicaba en el marco de las discusiones sobre el (neo)clasicismo y la poesía española (Arce 1981; Sebold 1989). Desde posiciones ilustradas y ortodoxamente neoclásicas Iriarte ofrece lo que él entiende como una versión más canónica del tratadito poético horaciano. Tanto o más que de volver al original, se trataba de negar el valor del acercamiento de Espinel y, por extensión de su recepción en la poesía del siglo XVII y su reivindicación por Sedano en los juicios de su colección; de paso, se cuestionaba la existencia misma de esta y sus criterios de selección y ordenación. En esta vía se nos aparece el foco que alumbra la aparentemente remota conexión entre el punto de partida de la disputa y el alcance que esta adquiere, tanto en la virulencia del ataque y la réplica como en lo sistemático de la empresa de demolición de Iriarte y el reconocimiento que de ello implica el millar de páginas compuestas por Sedano para darle respuesta. Se entiende en este modo la acumulación de referencias a comentaristas y traductores franceses que Iriarte despliega en Donde las dan las toman, como si fuera la esperada respuesta al contraataque del autor del Parnaso, y que le sirven para sustentar la solidez de su posición en lo más canónico de la tradición clásica y su actualización en la preceptiva gala, desde la que la colección de Sedano era tan rechazable por su contenido como por sus criterios de ordenación y, sobre todo, por sus pretensiones de proporcionar para la renovación del buen gusto unos modelos procedentes de los tiempos condenados como corruptores del mismo. Por ello, lo que había comenzado como una diferencia de valoración de los méritos de una traducción particular acaba tras las más de doscientas páginas del Diálogo joco-serio, con una causa general contra la obra de Sedano, de la que se sintetizan todos los defectos:

Concluyamos, pues, por no hablar más del Parnaso español, que aquella obra, según queda demostrado, no tiene método; que en ella se dan por dignas de imitación poesías de ningún mérito y capaces de pervertir el buen juicio; que los prólogos de ella están llenos de especies contradictorias; que las memorias de los poetas contienen noticias equivocadas y por lo general muy diminutas; que los índices y juicios de las obras insertas en ella, además de ser casi todos copiados unos de otros, dan ideas falsas acerca de la poesía; que el estilo del sr. Sedano tiene los vicios de mala gramática, oscuridad, impropiedad de voces y abundancia de pleonasmos, cacofonías, repeticiones, etc.; y, últimamente, que carece de corrección ortográfica (1805, 221).

La posición de Iriarte queda suficientemente clara en este dictamen tan poco favorable y tan integral respecto a la empresa de Sedano. Más verboso en su respuesta, llena de pliegues y circunlocuciones, además de transcribir literalmente los ataques recibidos, Sedano es menos preciso. No obstante, el carácter de su réplica la convierte en una palestra privilegiada en que se dirimen las diferencias, al tiempo que las ramificaciones de la argumentación abren perspectivas imprevistas. Seguimos, pues, lo expuesto en el IV de los Coloquios de la espina para perfilar el alcance de las diferencias que el Parnaso mostraba frente al metódico programa de Iriarte, siendo este precisamente, además de la primera de sus críticas, el punto en que mejor se manifiestan las discrepancias entre dos conceptos de la poesía y de su función.

En su correspondencia con el Colector el inicial compañero de proyectos, Vicente de los Ríos, dio principio a la conversión de un desideratum en crítica, convenientemente aguzada por Iriarte haciendo uso de esas cartas. Para ambos la colección ideal debería estar regida por un claro principio organizativo, basado en los géneros, la cronología o, cuando menos, por la reunión de las obras de un mismo autor. Este debía ser el plan o el método que echaban en falta en el Parnaso. En su respuesta Sedano no sólo explicita lo incompatible de estos criterios y sus limitaciones (I, 132); también defiende su decisión de primar sobre el orden la incorporación de los textos a que fuera teniendo acceso (I, 141), ante la imposibilidad de esperar a tenerlos todos reunidos antes de establecer el plan e iniciar la publicación. El tono defensivo de este pasaje no debe dejar en el olvido lo que ya había afirmado en su respuesta inicial a la objeción de Iriarte: “no había yo oído hasta ahora que el método diese amenidad que hallasen los hombres de juicio, ni los que no le tienen; antes, por el contrario, estaba creyendo que el método muchas veces embaraza e impide la amenidad y la abundancia, y así se ve que los ingenios príncipes, grandes y originales no han querido sujetarse a las prisiones y raterías del método” (I, 63-64)13. En términos horacianos, Sedano se inclina por el deleite o “amenidad” y, sin mencionarlas, manifiesta su desdén por las reglas y su capacidad de mejorar lo que se debe al ingenio grande, lo que, más allá de la pretendida uniformidad neoclásica, supone toda una declaración de principios, tan fundamental en su obra que no duda en retomarla cuando los Coloquios se aproximan a su conclusión, rechazando la contraposición entre abejas y zánganos propuesta por Iriarte (II, 160-161). Obviamente, el Traductor de Horacio reclama para sí la imagen de la abeja, emblema clásico del poeta, que toma lo mejor de los modelos y produce con ello algo valioso para la sociedad. Frente a ello, el zángano, reproche dirigido a Sedano, no produce nada útil y actúa sólo por diversión. El aludido rechaza la contraposición y el papel que se le adjudica, pero sin renunciar a sus posiciones, regidas por la voluntad del delectare, que es lo realmente dulce, de nuevo con Horacio. A través del Amanuense reivindica su ideal poético, en el que asume lo que su impugnador denostaba como vicios:

si yo hubiera nacido poeta, según me peta esto de metáforas, tropos o trapos, hubiera sido un poeta muy oriental y debería haber nacido en los tiempos de las dinastías de los Xerifes en España, que fue después de la irrupción de los moros, porque no me agrada la poesía que no está llena de estas figuras y que [se] arrastra por la tierra como carro (II, 162).

La referencia a lo oriental (aún antes de la reivindicación romántica) no es en absoluto gratuita, y en ella se concitan los valores de primitivismo, tradición hispana frente a la pureza europea, la inclinación por el adorno y una tendencia a la variedad que es justo lo que le reprochaba Iriarte. Sedano, en cambio, sólo ve en la preferencia de su oponente algo que no se levanta del suelo, sin posibilidades de volar, con todos sus riesgos e imperfecciones. Si el airado Traductor está “imbuido en las reglas del método y el buen orden” (IV, I, 111), Sedano se sitúa en las antípodas: para él, en boca de D. Tirso, la poesía no debe sujetarse a las reglas, sino al deleite:

La poesía es en el país de las artes y ciencias una provincia libre, que, aunque tiene sus leyes peculiares, no se sujeta con gusto a las reglas y establecimientos de otras facultades, porque tiene que atender a los dos principales fines de su institución, deleitar y enseñar (I, 144).

No se trata sólo de que la pretendida aspiración de perfección en el método haga imposible la realización de una empresa como la suya, según expresa el mismo personaje acudiendo a uno de sus frecuentes refranes (“por miedo de gorriones no se siembren cañamones”, I, 120), tras alegar la dificultad:

Señor, si a este pozo nadie ha entrado jamás, ¿cómo quiere v.m. que yo me entienda con ese orden y esa cronología? Yo entraré en el pozo, abriré los cajoncitos y escogeré aquellas [composiciones] que mejor me parezcan según mi inteligencia, y haré mi joya. Pero lo demás de sacarlas todas de un pozo tan profundo y de unos depósitos tan insondables como él, para irlas colocando por esa idea, no hay vida para ello, y v.m. se estará toda la suya sin tener joya (ibidem).

La razón es más profunda. Aunque pudiera hacerlo, Sedano rechaza someterse a las normas, marcando una clara diferencia con su opositor. Si este apelaba a las leyes académicas para atacar la expresión y la ortografía del Parnaso, su autor se complacía en su afirmación del libre discurrir, sin ceñirse a ningún precepto, ni los más nimios de la gramática ni los que se presentaban como principios universales del arte: la poesía no se sujeta con gusto a reglas.

Se tornan significativas en este punto las referencias a la obra de Tomás Antonio Sánchez y aun a ejemplos más lejanos para sustentar su labor compiladora y antológica. En la extensa nota a pie de página (I, 128-131) la Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, que se encuentra “tan recientita y chorreando sangre”, se propone como “cimiento de la fábrica del Parnaso español14, por su recuperación de textos inéditos y desconocidos y su consecuente condición asistemática. El argumento podía ser esperable en el contexto de esos años y el reconocimiento de la paralela empresa del erudito medievalista, pero también arrastraba, como los ecos de lo oriental, el aprecio por unos versos que se compusieron al margen de los preceptos clásicos y conforman la base de la tradición literaria española, aparentemente ajenos a modelos antiguos o foráneos. Frente al clasicismo universalista, la peculiaridad hispana. Posiblemente por ello Sedano aproveche la línea de respuesta a la identificación del número de volúmenes de su proyecto con el de las nueve musas para señalar las que considera referencias para la composición del Parnaso: las Flores de poetas ilustres de Pedro Espinosa (1605) y las Poesías varias de José de Alfay (1654), que le sirven también para reclamar el valor de las colecciones que no siguen un orden preciso (I, 95). Aunque, al margen de los reprobados romanceros, no abundaron las antologías poéticas en el siglo XVI, quizá Sedano podría haber acudido a la de 1554, si estaba en su conocimiento; por su carácter más ordenado o por ignorarla, la elección de modelos rehúye el Cancionero general de obras nuevas y recae en dos antologías del cuestionado siglo XVII y altamente significativas para el devenir de su lírica: las Flores de Espinosa (además de coincidir con la estética y la escuela de los poetas antequerano-granadinos inéditos que aparecen en el tomo I del Parnaso) son una de las más visibles puertas de entrada (al menos, impresas) del cultismo, respondiendo al gusto del poeta que las compuso; por su parte, la segunda es obra de un librero, atento a los gustos del público, el cual con obras de las décadas previas retrata la orientación hacia el concepto y la jocosidad dominantes hasta mediados del siglo XVIII. Tres de los rasgos barrocos con mayores anatemas del clasicismo se materializan en estas antologías, sin que Sedano muestre incomodidad, sino más bien una cierta cercanía. Claramente la hay en lo relativo a los sutiles criterios de ordenación de Espinosa (Molina Huete 2003) y Alfay, asumidos en la reivindicación del valor de la varietas tan característica del barroco, y que Sedano anuncia ya desde el primer volumen, como recuerda en los Coloquios por boca del Amanuense:

dice aquel bien claro en el Prólogo que no se propuso método alguno en cuanto a graduación de autores u orden de materias, porque cualquiera que se quisiese seguir sería molesto y tal vez insoportable en una obra en que la variedad y diferencia deben constituir su perfección y excitar la curiosidad y el buen gusto (I, 143).

Sin embargo, el rechazo a las exigencias extremas del orden no implica que en la obra no haya una mínima articulación, “que aun en los otros siete tomos que se capitulan procuró el Colector observar la distribución y orden que le fue posible” (I, 152). La posibilidad vuelve a aparecer como una conciencia de las circunstancias (principalmente la cantidad de textos sepultados en archivos ignotos), frente a las que el compilador opone su erudición, su empeño y unos criterios, aunque estos no se correspondan con los imperantes en la ortodoxia neoclasicista. A lo largo de las dos páginas siguientes el Amanuense ofrece a D. Tirso y al lector una detallada enumeración de las relaciones existentes entre los textos de cada tomo, con un pormenor que evidencia lo que un lector atento del Parnaso puede intuir, siempre que no considere imprescindible los criterios de ordenación impuestos por Iriarte. El asunto atañe, lógicamente, a la validez de la antología del Sedano, pero la trasciende con mucho, como se comprueba al atender a los vínculos con la disputa que los Coloquios recogen casi a continuación de lo relativo al orden y la variedad. Iriarte había acudido en su impugnación del Parnaso a cuestionar, en relación con su falta de método, el carácter lírico de toda la poesía incluida en él, excluyendo, obviamente, las tragedias del volumen VI; en este punto el censor apela a la distinción de lo que hoy llamaríamos subgéneros o variedades de la poesía lírica, en las que se había detenido en sus Tablas poéticas (1617) Cascales, paladín de la preceptiva clasicista15, esbozando una clasificación. Casi con la misma rigidez con que las estableció el erudito murciano y las aplicó a su impugnación de la poesía de Góngora, Iriarte enumera unas diferencias (bucólica, didáctica, propiamente lírica...) que el Amanuense, en nombre de Sedano, relativiza (“yo llamaría siempre poesía lírica a lo que no son tragedias ni poemas épicos”, I, 164-165) y más adelante satiriza D. Tirso, atacando la pedantería de quien encarna en su actitud la desmesura barroca que se supone que desdeña y que encarnó el protagonista de la sátira de Isla:

a que se sigue la caterva de las demás especies de composiciones a que no quiero detenerme a dar la explicación, como son los epigramas, los enigmas, escolios, himnos, encomiásticos, peanes, epinicios, panegíricos, yámbicos, diras, palinodias, genetliacos, trenos o lamentaciones, endechas, elegías, epicedios, nenias, epitafios, parentalias, epodos, jeroglíficos, emblemas y otra cáfila de cosas que no se conocen, como muchos de estos, acá en nuestra lengua. ¿Está v.m. ya contento con esta lista y enumeración de greguerías con que me ha hecho volver a la edad de los Gerundios y al gremio de los pedantes? (II, 60).

La apelación a “nuestra lengua”, obviamente la de uso corriente en esos años, extiende el rechazo al vincularlo a actitudes arcaizantes o extranjeras, si no es lo mismo en este punto.

En la misma línea, aunque pudiera parecer más anecdótico, se situaría la discrepancia acerca del verso suelto, cuya flexibilidad es apreciada por Sedano frente lo que considera un dogmatismo del “señor Iriarte, porque para él siempre es prosaico todo lo que no tiene consonante” (I, 193), es decir, lo que no está formalmente codificado de acuerdo con unos valores inmutables; si bien nuestros criterios filológicos llevarían a otorgar al Traductor la razón al cuestionar algunas opciones textuales de Sedano apelando a la libertad métrica, no es menos cierto que en sus grandes líneas entendemos como más moderna la resistencia a la tiranía de la norma.

En definitiva, la apuesta del Parnaso y la justificación a posteriori oponen a los estrechos principios del orden, de la clasificación y del decoro, tal como los defiende Iriarte, una reivindicación de la varietas, la flexibilidad y el rechazo a los preceptos, a medio camino de las pervivencias barrocas en su etapa final y de los albores de una nueva estética que acabará barriendo el neoclasicismo, en ambos extremos con una valoración de la tradición nacional que la obra de Sedano recompone frente a las pretensiones universalistas (por no decir afrancesadas) de la norma clásica.

La valoración de lo nacional por parte de Sedano aflora también en su respuesta a los argumentos de Napoli Signorelli, que Iriarte traslada para impugnar los comentarios vertidos a propósito de la tragedia española. Tras refutar los dicterios del tratadista italiano con argumentos estrictamente filológicos, usa como remate el motivo de desacreditación de sus palabras por los ataques previos a otros autores españoles, como Nasarre, Velázquez, Montiano y Casiri, no todos ellos en la misma posición estética que Sedano, pero dignos de su defensa frente a lo que se extendía en las décadas finales de siglo como cuestionamiento de los aportes españoles a la cultura europea. Otra forma de patriotismo en Sedano, más activa, es la que él considera una aportación a la tradición nacional, con una colección que pretende mejorar el gusto de la nación (I, 166) y que a su juicio cumple con su propósito, frente a la negación de Iriarte. Ya lo había afirmado en el prólogo del tomo VII, reclamando para su obra “la calidad de aquellas cuya aceptación decide del actual estado y gusto de la nación en materia de literatura (…) dicha obra ha conseguido fijar el concepto que teníamos formado de que no era tan deplorable como se presumía, según lo prueba el aplauso que ha merecido a todo género de gentes y la satisfacción con que la recibe el público” (II, 175). Ante la distinción de Iriarte entre un público ilustrado y otro vulgar, para menospreciar la recepción del Parnaso, Sedano la reduce a parodia por medio del Amanuense (“el público que alaba el Parnaso, que no es el ilustrado, sino como si dijéramos el de Lavapiés, el Barquillo, las Maravillas y sus adyacencias”, II, 165), antes de argumentar D. Tirso:

suponiendo como verdad constante la aceptación que ha merecido esta obra a todo género de gentes, y cuya prueba real y demonstrativa es la fácil venta y buen despacho que ha tenido, se manifiesta irrefragablemente que el gusto de la Nación en materia de literatura no estaba, en efecto, tan depravado o deplorable como se pudiera y nos lo hacían temer, pues es claro que, a no haber conservado todavía, aunque amortiguado, algún vigor y actividad en el año de 1769 (…) (porque donde hubo fuego cenizas quedaron), seguramente no hubiera admitido ni aplaudido una obra reducida puramente a fragmentos y producciones de poetas que florecieron en los tiempos del más acendrado y esquisito gusto que ha tenido ni tal vez logrará la Nación (II, 180).

Así, la defensa de su obra se convierte en una abierta reivindicación de la poesía de los siglos XVI y XVII, sin la distinción de Velázquez entre un siglo de oro y otro de decadencia, reivindicación que extiende al tiempo presente contra los ataques sobre su pretendido mal gusto, de modo que el objetivo de su empresa se dibuja como una apuesta por reconectar los elementos de una tradición, para vivificarla sin atender a reglas ni a modelos extranjeros, como podía reprocharse a Iriarte. Refuerza esta postura con la relativización que introduce respecto al papel de las Academias (II, 19) y la declaración de su preferencia por la labor de Feijoo y el Diario de los literatos, distantes del clasicismo canónico y volcados en una crítica que desplaza el carácter sistemático por la función de la amenidad, como se le reprocha al Parnaso. Esta es la verdadera utilidad de su obra, conseguida, además, por medio del deleite, cumpliendo con las dos vertientes del consejo horaciano en la obra cuya traducción dio origen a toda la polémica.

El casus belli fue la elección de la versión quinientista española de la que bien podía considerarse la ‘biblia del clasicismo’, que Iriarte pudo entender en todo su valor programático e implícitamente declarativo, aunque optó por atacarla desde el punto de vista de su corrección traductológica, para cuestionar al paso el entendimiento de los clásico en el siglo XVII y zaherir la empresa de Sedano: en lugar de atacar de frente su revalorización de la tradición hispana, Iriarte saltó de los defectos señalados en Espinel a los que se extendieron por toda la empresa de su editor, como si quisiera dejar tierra baldía en este frente y levantar sobre ella los ideales que trataba de fijar en su propia traducción de Horacio. Sedano, por su parte, contestó afirmándose en los principios de su empresa y tratando de dejar al descubierto las debilidades de su oponente y la poética que defendía. A ello obedecía su rechazo explícito del modelo humanista de anotación filológica (I, 193), propugnado por Iriarte al amparo de los consejos de Vicente de los Ríos, y el rechazo lo extiende a todo el modelo de edición, supeditando a través del Amanuense los principios del rigor textual (“¿Qué doctos de cucuza serán los que gasten su doctrina y su calor natural en esta restitución y corrección?”, II, 45) a la búsqueda de la amenidad y, a través de ella, su efecto en los lectores. Y este se convierte en el argumento definitivo, cierre del millar de páginas dedicadas a la réplica a los ataques recibidos. Más que una muestra de orgullo o sugerencia de la envidia de su feroz crítico, podemos ver en el modo en que invierte el juicio de Iriarte una oblicua afirmación del valor del gusto (Sánchez Blanco 1989), también para la apreciación de una obra, como si volviera a repetir los argumentos de Lope en el Arte nuevo ante la Academia de Madrid. La amplia recepción no es motivo de descalificación; antes bien, es el síntoma del acierto y, con algo de tautología, la demostración de que el buen gusto (Checa Beltrán 1998) no es patrimonio de unos pocos ilustrados, sino que se extiende al conjunto de la nación, al menos de la parte interesada en la materia literaria y que ha sabido apreciar el esfuerzo de Sedano y, en última instancia, la calidad de la poesía que ha reunido, aun con los lunares que pudiera admitir. La razón es que su obra ha roto el velo de ignorancia y el menosprecio en que era tenida la poesía, como explicitan los dos interlocutores cuando los Coloquios entran en su conclusión:

Amanuense. (…) Se tenía eso de hacer versos y de ser poeta, generalmente hablando, como una de las cosas más viles y bajas que había que tener, y no solo entre las gentes de pocas obligaciones literarias, sino aun entre las de mucho copete, muchos pelendengues y muchas campanillas científicas. El llamarle a uno poeta o que hacía coplas era uno de los apodos más ridículos para despreciar a un pobre hombre (…) pero el Parnaso lo remedió todo (II, 183);

D. Tirso. (…) El Parnaso comprende la noticia y las mejores obras de nuestros mayores poetas, de que hasta su publicación se vivía en una casi total ignorancia, así por su grande escasez como por el abandono universal que se padeció entre nosotros en esto de conservar las memorias de nuestros héroes literarios, y solo se conservaban en los rincones de las librerías de una u otra persona curiosa o comunidad. Ahora bien, ya sabe v.m. que el único medio para dar a conocer las buenas obras y los buenos autores es la reimpresión de ellas, con que, habiéndolo conseguido la colección del Parnaso en aquella clase que le correspondía, era preciso que suscitase como suscitó y fomentó el gusto en este ramo de las buenas letras, que hasta entonces había estado tenido en poco y como por cosa de menos valer (II, 182-183).

La defensa de su obra se convierte en un contraataque. Al reivindicar la función cumplida, devuelve la crítica como si apuntara a que una parte considerable de las razones de la situación, además de en la ignorancia de las obras que se condenan, radica en las posiciones desde las que Iriarte ha formulado su rechazo. El Parnaso ha demostrado que, frente a los dicterios neoclasicistas, existe una más que digna tradición hispana, que es posible recuperarla y revivificarla sin incurrir en una fosilización filológica y que el encuentro con el público del momento contribuye a despertar el buen gusto aletargado, en absoluto desaparecido del todo (Molina Huete, 2013). Si el Parnaso venía a representar un cuestionamiento del neoclasicismo más estricto, en el debate subsiguiente la confrontación de modelos se hace manifiesta. Ha habido y hay vida al margen de los preceptos o, precisamente, gracias a que se encierran bajo llave, como defendió Lope.

3. Una cuestión espinosa

Sin duda lo es el intentar plantearse a través de esta ‘anécdota’ la proyección en unas categorías historiográficas y críticas. No obstante, sí se impone la evidencia de que las aguas del neoclasicismo dieciochesco distaban mucho de permanecer estancadas bajo una lámina que la rutina ha presentado sin fisuras. La polémica entre Sedano e Iriarte a cuenta del Parnaso vendría a sumarse a una creciente tarea de matización y de exploración de las variadas vetas que la segunda mitad del XVIII presenta, en particular en la confrontación de las distintas estrategias desplegadas con el propósito común de restaurar la edad dorada, con sus diferencias respecto a qué es lo que consideraban como tal y las vías que se empleaban para reconectar con ella (Urzainqui Miqueléiz 2007). Sin mencionarla, la cuestión del barroco subyacía en el centro de estas diferencias, que actualizaban la dicotomía entre las reglas y el gusto.

Leyendo a la inversa los reproches que Iriarte le formuló al Parnaso adivinamos los principios del neoclasicismo que abanderaba. Allí se perfilaba la fe absoluta en las reglas bajo las apelaciones al plan y el método, el valor de un orden que se plasmaba en la exacta clasificación de la poesía, la rigurosa disposición de sus muestras, la subordinación a unos principios como criterio de selección, la exactitud como resultado de las prácticas filológicas y la regularización de las formas tanto en la métrica y la rima como en la gramática y la ortografía.

Bajo la innegable desobediencia de Sedano a estos principios esgrimidos por Iriarte se dibuja una actitud que participa de la mentalidad ilustrada en la voluntad de recuperar e inventariar, de construir una historia orientada a iluminar el presente de la nación16 y en la fe en el valor de la poesía y la literatura, pero que, sin embargo, se separa del patrón neoclasicista en el rechazo a las normas o, más bien, en la falta de fe en su eficacia y en una reclamación del gusto, sin atenerse a la ortodoxia del “buen gusto”, así como en la confianza en una ‘conciencia nacional’ traducida en reivindicación de lo propio.

En el espacio de intersección se esbozan los principios de un neoclasicismo español (Sebold 1985 y 2003), emergente entre los debates suscitados en torno a lo que luego se formulará como canon, aunque este no ofrecerá a los ojos del autor del Parnaso una imagen rígida y excluyente, tal como su amplia selección (que podía haber sido más amplia) muestra, sin confundir espigar con convertir en patrón indiscutible. Así lo manifiesta al admitir parte de los defectos señalados por Iriarte en las fábulas burlescas de Góngora o en lo que aquél considera obras inmorales, pero también al defender su decisión, pese a ello, de incluirlas en su muestrario, pues el concepto de “parnaso” “tiene una extensión que abraza lo que no abrazaría la simple colección, y en el Parnaso sabe v.m. muy bien que tienen cabida todos los poetas de alguna fama, aunque se les distinga en la graduación del lugar, pues los que no pueden montar las cumbres ocupan las faldas” (I, 170). Si en un principio pudo tener algún peso en el propósito de Sedano el deseo de no excluir las piezas curiosas como muestra de su indagación erudita, en debate con Iriarte acaba formulando una noción del parnaso hispano como un conjunto heterogéneo pero orgánico, hallando en sus virtudes y limitaciones, sus cumbres y sus faldas, el discurso que permitirá reavivar el buen gusto al reconectar con su legado.

En términos meramente estéticos, percibimos la emergencia de un principio de gusto frente a las reglas, usadas por Iriarte como armas arrojadizas. En otra perspectiva, percibimos la raíz de la construcción de una historia literaria nacional, donde esta condición implica tanto la asunción completa de un pasado como la defensa de su especificidad. Cuestión espinosa esta también, pero que en medio del fárrago de los Coloquios de Sedano comienza a apuntar unas líneas de desarrollo y una salida de la situación, aunque encuentre en el camino los abrojos de la polémica.

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1 Entre otras elecciones genéricas, con una clara hegemonía de los moldes clasicistas, destaca la opción por la Ode ad florem Gnidi como única muestra de la poesía de Garcilaso y como manifestación de lo temprano de la presencia del venusino en la lírica hispana.

2 Sobre el peso de esta crítica en la interrupción del Parnaso se manifiesta Sedano en 1785(II, 170-174). Citaré siempre por esta edición actualizando grafía y puntuación; se trata siempre del tomo IV, dividido en dos partes con diferente paginación, por lo que en lugar del año menciono parte y página.

3 Podrían enumerarse la reedición de Garcilaso tras siglo y medio de silencio editorial o la empresa de recuperación de las obras de Lope de Vega, entre otros ejemplos señeros y una actividad extendida, repertoriada por Bautista Malillos (1988).

4 Sigo este texto en las citas que no recojo directamente de López de Sedano 1785. En todos los casos aplico a la transcripción de los originales un criterio de modernización ortográfica y de puntuación, respetando la fonología.

5 Este carácter se hace explícito en el texto del epigrama inserto entre el largo título y el pie de imprenta en la portada del primer volumen: “Invenias quod quisque velit. non omnibus unum est / Quod placet: hic spinas colligit, ille rosas”, incluido sin referencia de autor y correspondiente Petronio, Carmina, 26.

6 Sedano nació en 1729, e Iriarte lo hizo en 1750. Los 21 años que lo separan es la distancia cronológica que se establece entre dos generaciones sucesivas. La primera alcanza la primera madurez con la llegada al trono de Carlos III (1759); la siguiente asiste ya instalada al cambio de monarca en 1788. Como tendré ocasión de detallar más adelante, las diferencias ideológicas aparejadas tienen su correlato en el plano de las ideas poéticas.

7 En ambas instituciones coincidió con Juan de Iriarte, tío de su rival; la relación con el mayor de los escritores canarios sale a relucir como argumento de respuesta a las críticas del sobrino.

8 La distancia con la Academia se acrecentó para Iriarte con su derrota ante Meléndez Valdés en el concurso convocado por la “docta casa” en 1780 para premiar composiciones sobre la vida en el campo, a lo que contestó airadamente. La compleja relación se plasmaría en la redacción, a instancias de Floridablanca, de su Plan de una Academia de Ciencias y Buenas Letras, en el que veía una opción para la profesionalización y el sustento de los escritores.

9 Ilustrarían la diversidad de posiciones los elementos del horizonte cultural señalados por Françoise Étienvre, respectivamente, la búsqueda de un Parnaso (2007) por parte de Sedano y la apuesta por la traducción como factor de renovación cultural (2006) en el caso de Iriarte.

10 De hecho, sus “Delicias” se transcriben inmediatamente después de la versión por Espinel del “Arte poética” de Horacio.

11 Con este proyecto las diferencias se convirtieron en disputas por la autoría de un trabajo que comenzó siendo compartido o así lo declara Sedano (I, 73).

12 De manera precisa, en las primeras páginas de Donde las dan las toman el Traductor portavoz de Iriarte lo señala con claridad: “¿Por qué se le da el primer lugar en una Colección de poesías escogidas? ¿No había algo de Garcilaso, de los Argensolas o de otro gran poeta nuestro con que encabezar (digámoslo así) el primer tomo del Parnaso? ¿No había para este fin obra que no fuese traducción?” (1805: 15).

13 Mantengo las cursivas del original para indicar que son citas literales del texto del detractor.

14 Los cuatro tomos de la colección de Sánchez se publicaron entre 1779 y 1790, por lo que es más cierta la referencia a su inmediatez que la sugerencia sobre su valor modélico para el Parnaso; lo que Sedano podría encontrar en ella era más bien un aval a su propuesta.

15 Antes lo había hecho el Pinciano en su Filosofía antigua poética (1596), llamándolas “clases” y “especies”, y lo desarrollaría Luzán en su Poética (1737 y 1789) ya desde el subtítulo de Reglas de la poesía en general y de sus principales especies, aunque sin detenerse en la lírica.

16 Véase Álvarez Barrientos 2004 y, en general, los trabajos recogidos en Romero Tobar 2004 y 2008, donde se revisa el papel de la literatura en la construcción de una historiografía no sólo en lo que toca al discurso de las bellas letras.