http://dx.doi.org/10.12795/PH.2019.v33.i02.02

una historia desnuda. Subjetividad, autoría y discurso
histórico en la temprana modernidad

a naked history. Subjectivity, authorship and historical discourse in early modernity

Cesc Esteve Mestre

Universitat de Barcelona

ORCID: 0000-0001-6610-4708

Recibido: 02-04-2019

Aceptado: 27-05-2019

Publicado: 23-12-2019

Resumen

En los siglos XVI y XVII tuvo lugar un debate teórico que enfrentó a los partidarios de una escritura histórica ‘desnuda’, esto es, desprovista de valoraciones y artificios retóricos, y a los partidarios de una concepción de la historia más tradicional, en la que se prestaba un gran valor al juicio de los hechos narrados y a la elocuencia, pues se estimaba que de ellos dependían en gran medida la capacidad de instrucción y la utilidad moral y política de la disciplina. El debate concernía a cuestiones capitales sobre la naturaleza y el deber ser de la historia y tuvo implicaciones muy significativas respecto a la concepción del escritor de historias como autor y a la regulación de la subjetividad en el discurso histórico. Dedicaré el artículo a ilustrar estos aspectos del debate en los tratados de Agostino Mascardi (1636), Jerónimo de San José (1651) y Pierre Le Moyne (1670).

Palabras clave: ars historica, retórica, subjetividad, autoría, primera edad moderna.

Abstract

A theoretical debate took place in the sixteenth and seventeenth centuries between those in favour of a ‘naked’ historical writing, deprived of assessments and rhetorical devices, and those in favour of a more traditional idea of history, in which the author’s opinions and eloquence were considered of great value and key to history’s moral and political instruction. Important issues regarding the nature and duties of history were involved in this debate, which also had a significant impact on the idea of the historian as an author and on subjectivity and bias in historical narrative. In this article I will consider these particular aspects of the debate in the theoretical treatises written by Agostino Mascardi (1636), Jerónimo de San José (1651) and Pierre Le Moyne (1670).

Keywords: ars historica, rhetorics, subjectivity, authorship, early modern age.

0. Introducción

Los teóricos de la historia de los siglos XVI y XVII sostuvieron un debate que, descrito a grandes rasgos, enfrentó a los partidarios de una historia ‘desnuda’, esto es, de una escritura ceñida a la descripción de los hechos, sin elementos valorativos, y sujeta a un estilo simple, y a los partidarios de una concepción de la historia de mayor tradición y más extendida, en la que el juicio de los hechos narrados y la instrucción de los lectores eran considerados cometidos indispensables de la labor historiográfica, pues habrían sostenido la utilidad moral y política de la disciplina, y en la que se estimaba conveniente, o al menos aceptable, un mayor grado de libertad formal y de artificiosidad en la escritura. El debate concernía a cuestiones capitales sobre la naturaleza y el deber ser de la historia tales como las funciones propias de la disciplina, las diferencias y afinidades con la oratoria, la filosofía y la poesía, la división y la jerarquía de los géneros de la historia, los principios de objetividad e imparcialidad y las disposiciones retóricas más apropiadas a la narrativa histórica. Mi propósito es analizar este debate en los tratados de teoría historiográfica de Agostino Mascardi (1636), Jerónimo de San José (1651) y Pierre Le Moyne (1670) y examinar con mayor detenimiento sus implicaciones más significativas respecto a la concepción del escritor de historias como autor y a la regulación de la subjetividad en el discurso histórico.

1. Los términos del debate

El tratado hispánico de teoría historiográfica en el que el debate sobre la historia desnuda aparece planteado con mayor claridad y detalle es el Genio de la historia de Jerónimo de San José, publicado en Zaragoza en 16511. San José se hace eco del debate, que califica de “controversia no pequeña”, en el capítulo quinto de la parte tercera del tratado, donde reflexiona sobre la “Elección de lo que ha de escribir, y juicio para lo que ha de censurar el historiador”. Es al ponderar precisamente la dificultad de esta segunda tarea, lo que ha de enjuiciar y censurar el escritor de historias, cuando el tratadista estima oportuno resolver una cuestión previa y en nada menor, a saber, si es lícito que el historiador incluya en el relato la valoración de los hechos. San José reporta las opiniones de aquellos que se muestran contrarios a que se añadan juicios a la narración estricta de la acción, pues entienden que, al hacerlo, el historiador usurparía una función, la de extraer enseñanzas y llegar a conclusiones valorativas sobre lo relatado, que a toda ley correspondería al lector, que la ejercería según su talento o necesidad. Añade San José que los partidarios de esta tesis consideran que las advertencias y las instrucciones que muchos escritores incorporan al relato son superfluas y redundantes, pues serían añadidos torpes y frívolos que no aportarían nada que no estuviera ya en los sucesos referidos.

Frente a estos, y en el extremo opuesto, habría los que “querrían que la historia fuese toda sermonario”, los mismos que se deleitarían con relatos atestados de moralidades, advertimientos políticos y “prolija erudición intempestiva”. Se trata de un modelo de escritura que San José describe con términos peyorativos y rechaza de plano al entender que se sitúa en tierra de nadie, pues su resultado no sería propiamente ni un sermón ni una historia. San José huye de los extremos: defiende la presencia contenida de censuras en la narrativa histórica y plantea a continuación varios recursos retóricos que a su entender podrían contribuir a lograr el equilibrio deseable entre la descripción y la valoración de los hechos (San José 1768: 153-154; sobre el autor y su tratado: Lafaye 1992; Cacho Palomar 2000; Egido 2000; Fontana Elboj 2002).

La polémica que reporta San José es en efecto una controversia ‘no pequeña’ que recorre la historia del pensamiento historiográfico hasta sus raíces clásicas, como sucede con la mayoría de los tópicos y debates del ars historica2. Cabe precisar que las tesis de los partidarios de una escritura histórica estrictamente descriptiva no dieron lugar a tratados y a teorías neta y enteramente distintas u opuestas a las de los autores con concepciones más tradicionales de la historia. Por lo general, las opiniones de unos y otros se expresaron en un marco discursivo en el que se asumía que la historia era en esencia un género de escritura con unas reglas retóricas propias. La teoría de la historia desnuda se defendió sobre todo desde dentro de esta tradición, implicó la revisión de algunas ideas clásicas sobre la importancia y los usos de la retórica en la historia y comportó en ciertos aspectos una renovación del ars historica, pero no llegó a constituir una corriente de pensamiento radicalmente alternativa. Ni San José ni la mayoría de tratadistas que reportaron y discutieron los argumentos a favor de la historia desnuda identificaron con precisión a sus antagonistas. Este hecho concuerda con la ausencia de obras de referencia que sustentasen el modelo de la historia desnuda. No obstante, las alusiones genéricas a los partidarios de este modelo se repitieron con frecuencia y cabe identificarlos de forma plausible a partir de algunas de sus tesis. A este respecto, conviene distinguir por su índole y repercusión unos argumentos de otros, y situarlos en un espectro de razonamientos en uno de cuyos extremos se encontraría la supresión del juicio de lo narrado y la prohibición de todo artificio retórico, y en el extremo opuesto la regulación de la mesura, el encaje y el tono de las valoraciones del historiador.

Como he señalado más arriba, el debate concierne a varias cuestiones capitales del ars historica de la temprana modernidad, desde la naturaleza retórica de la disciplina hasta la emergencia de una concepción moderna de la historia y de una teoría más preocupada por la validez de los métodos de investigación del pasado que por la escritura histórica. De Reynolds (1953) a Grafton (2007), pasando por Nadel (1964), Struever (1970) y Regoliosi (1991), buena parte de la bibliografía de referencia sobre la historiografía humanista y la teoría historiográfica moderna se ha ocupado de forma parcial o tangencial del debate y no cabe citarla aquí. Resulta igualmente inviable rastrear en este trabajo todas las instancias e implicaciones del debate y por ello me limitaré a examinarlo en un repertorio breve pero representativo de fuentes, pues Mascardi, San José y Le Moyne abordan y resuelven el debate desde la perspectiva que en su época fue dominante, y orientaré mi análisis hacia los aspectos que repercutieron más significativamente en las formas de regular la subjetividad del escritor de historias y de entender su condición de autor3.

2. Los elementos del juicio histórico

Para apreciar la extensión y las varias implicaciones del debate es preciso atender al hecho de que para los tratadistas modernos la idea del juicio (alrededor del cual se articula la discusión en los tratados que comentaré) engloba elementos y cometidos tales como las conjeturas, las enseñanzas, los elogios y vituperios y los preceptos, las máximas y las sentencias que se extraen de los acontecimientos narrados. Al reflexionar sobre las formas y usos de estos elementos, el italiano Agostino Mascardi, en sus Dell’arte istorica trattati cinque, publicados en Roma en 1636, y el francés Pierre Le Moyne, en su tratado De l’histoire, publicado en París en 1670, aluden, como San José, a la controversia derivada de las tesis de los defensores del relato desnudo4.

En la segunda parte del tercer capítulo del tratado tercero, que versa sobre “Come debba esser letta l’istoria, e se chi la compone può lodevolmente mescolare con la narrazione gl’insegnamenti”, Mascardi se pregunta si el historiador puede insertar en su obra enseñanzas morales y políticas y aduce las razones de quienes se muestran contrarios a ello. Consideran estos que ‘lo propio’ del historiador es instruir mediante ejemplos y que por ello no debe apropiarse de un recurso reservado a los filósofos, el precepto, entendido como la fórmula expresiva de las enseñanzas, que constituyen el fondo del problema. Estiman, además, que resulta ofensivo para la inteligencia del lector que el historiador se afane en extraer de los hechos las lecciones (“cavar i documenti dal fatto”) y que pretenda dárselo todo masticado, como si presumiera una débil capacidad de discernimiento en el lector:

Oltre che ingiuriosa può parere a chi legge la sollecitudine dello scrittore, se temendo ch’altri non sappia, per diffalta di giudicio e di discerso, cavar i documenti dal fatto, egli per modo di dottrina, in mezzo alla narrazione gli rappresenta, e in guisa di nutrice amorevole, mastica el cibo al fanciullo, che non ha forza per sé medesimo (Mascardi 1859: 193-194).

Mascardi discrepa de estas opiniones y arguye que si la filosofía puede coger prestados ejemplos de la historia para confirmar sus doctrinas es igualmente lícito que la historia adopte preceptos filosóficos para mostrar las razones de los hechos. Respecto a la segunda objeción, Mascardi replica que los esfuerzos del historiador por facilitar la comprensión de las lecciones bien pueden deberse a la presuposición de que su lector no pueda prestar toda la atención debida a la narración a causa de sus varias ocupaciones y distracciones (Mascardi 1859: 194)5.

En el tercer capítulo del tratado quinto, “Della lode e del biasimo”, Mascardi vuelve a hacerse eco del debate, al dirimir “se pecchi contro le leggi del suo mestiere” el historiador que recurre al elogio y al vituperio, una licencia muy perjudicial para la disciplina según los que consideran que el historiador debe “narrare schiettamente i fatti come accadettero”. Añade Mascardi que los que prohíben al historiador enjuiciar las acciones que explica implícitamente le niegan también el derecho a alabar y reprender (Mascardi 1859: 329-330). Aquí, de nuevo, el tratadista italiano toma partido por la tradición de pensamiento que defiende el elogio y la crítica del historiador no como un privilegio, sino como un deber, y se adhiere a continuación a las tesis que regulan el ejercicio de este deber en términos distintos y más restrictivos de los que se permiten al orador, una cuestión que comentaré con mayor detalle en el último apartado de este trabajo (Mascardi 1859: 331-332).

Pierre Le Moyne señala en el artículo primero de la cuarta disertación de su tratado que el juicio de las cosas y de las acciones es un derecho del historiador y arguye que si bien es una parte de la labor historiográfica menor que la narración en términos cuantitativos, no lo es en cambio ‘en espíritu’, pues en el juicio convergen a su entender las tareas que justifican los mayores servicios de la historia: “C’est-là [en el juicio] qu’il [el historiador] donne des instructions & des conseils: des arrests d’honneur & des sentences d’infamie: & qu’il establit une escole pour l’avenir, & un tribunal pour le passé” (Le Moyne 1670: 169-170). En el juicio, prosigue Le Moyne, reside la razón, la opinión y el ejemplo de los grandes hombres, por ello es un deber y un derecho inalienable del historiador “contre l’avis de quelquesuns, qui le voudroient reduite à la simple fonction de gazetier” (Le Moyne 1670: 170-171). En el artículo cuarto, Le Moyne explicita más si cabe el vínculo entre los elementos mencionados anteriormente al señalar que el elogio y el vituperio son las partes principales del juicio (Le Moyne 1670: 187).

En el primer artículo de la disertación quinta, Le Moyne defiende el uso de las sentencias en el discurso histórico frente al rechazo que suscita entre los “chagrin” (los “melancólicos” en la traducción castellana del padre Francisco García), a los que según el tratadista las sentencias, o sus intensos resplandores, provocan dolor de cabeza, y entre los “severos”, a quienes supuestamente las sentencias lastimarían la imaginación. Le Moyne considera que la condena de las sentencias motivada por “el mal humor” de unos y otros no puede prevalecer frente a la razón, el ejemplo y la autoridad de los padres de la historia, quienes siempre habrían usado las sentencias (Le Moyne 1670: 193-194). El tratadista explicita el vínculo entre el juicio, el provecho de su enseñanza (pilar de la utilidad de la historia) y la sentencia al reportar la definición de esta última según Aristóteles: “est une proposition generale, qui declare ce qu’il y a de bon ou de mauvais; ce qui est à suivre, ou à fuir en la vie” (Le Moyne 1670: 194)6. Los vínculos entre todos los elementos que conforman el juicio vuelven a estrecharse en el artículo segundo, dedicado al uso y las reglas de la sentencia, donde el tratadista establece que los lugares ordinarios para la inserción de sentencias en el relato son las arengas, los juicios, los elogios y las reflexiones y enseñanzas que se ofrecen después de la narración de acciones relevantes (Le Moyne 1670: 204-205).

El título del artículo cuarto de la disertación quinta promete versar en parte sobre el uso de las enseñanzas y los preceptos, pero al llegar a la cuestión Le Moyne arguye que no se distinguen ni en la forma ni en la finalidad de la sentencia y que por tanto vale para estos elementos todo lo establecido con anterioridad sobre la sentencia. Una de las reglas en las que más insiste el tratadista es la que establece un uso sobrio, moderado y detenido de sentencias y preceptos para evitar así la censura “des chagrins ou des sages” (los sabios son aquí los ‘severos’ de la alusión anterior; Le Moyne 1670: 215-216)7. Para Le Moyne, el abuso de la sentencia en la narrativa histórica merece reprensión porque perjudica al estilo, a la comprensión y a la credibilidad de la historia. A su entender, la acumulación de sentencias menoscabaría la tersura del discurso y, con ella, su facilidad para hacerse entender, y cuestionaría de raíz el carácter intrínsecamente precioso y raro de la sentencia, incompatible, por definición, con las cosas abundantes (Le Moyne 1670: 200). Un uso continuo de sentencias levantaría sospechas sobre la propiedad y la credibilidad del relato, que degeneraría en el ‘sermonario’ que Jerónimo de San José condenaría más tarde en su tratado con la misma contundencia que Mascardi: “Che ogni tratto di penna sia una sentenza riesce a chi legge, od ascolta, sazievole e odioso” (Mascardi 1859: 460).

3. Las raíces clásicas del debate

Del conjunto de consideraciones que configuran las respuestas de los teóricos a los partidarios de la historia desnuda quizá son las que conciernen al uso del elogio y del vituperio las que más claramente revelan la herencia clásica del debate, su inscripción en la tradición retórica del pensamiento historiográfico y más en particular sus vínculos con la discusión sobre las relaciones entre la historia y la oratoria epidíctica. En el ya mencionado capítulo “Della lode e del biasimo”, Mascardi consigna los argumentos de quienes niegan al historiador el derecho a alabar y censurar (los mismos, añade, que no consienten que realice juicios, pues la alabanza y el reproche serían sus componenetes principales, tal y como señalaría Le Moyne en su tratado). Estiman, en este caso, que los elogios y vituperios son licencias reservadas al orador, que además exigen adoptar un estilo artificioso, o pomposo, que traiciona la simplicidad que debe caracterizar a la prosa histórica. Pese a discrepar de estas tesis, es el mismo Mascardi quien aduce testimonios de Cicerón a favor de distinguir la oratoria de la historia y de reservar los elogios y vituperios en exclusiva para la primera. Más importante aun es que Mascardi atribuya al senador romano la convicción de que la alabanza y la crítica serían recursos con los que el orador alteraría los hechos y ‘oprimiría’ a la verdad (Mascardi 1859: 329-330). Con ello, Mascardi ilumina la dimensión epistemológica del debate y concede mayor protagonismo a una premisa fundamental de la crítica de los partidarios del relato desnudo. El problema que comportaría enjuiciar los hechos, y con ello sacar conclusiones, formular preceptos y repartir elogios y vituperios, no sería, en este caso, la usurpación de funciones propias del lector, del filósofo o del orador, ni una indeseable corrupción del estilo, sino la inobservancia del deber máximo del historiador: decir la verdad.

Ya a finales del siglo XVI, Henri de la Popelinière había detectado que entre los deberes del cronista de representar fielmente los hechos y enjuiciar el mérito de los protagonistas de la historia había un conflicto de difícil resolución. Años antes, en la década de los 60, Francesco Patrizi y Jean Bodin habían advertido que el respeto por la verdad histórica se observaba al relatar los hechos tal como habían tenido lugar, poniendo esmero en la exactitud, no en el artificio, que concebían como una especie de foco de infección de la veracidad (Guion 2010: 12-13). El juicio, el elogio y la crítica y la destilación de sentencias comportaban la adopción del estilo oratorio que, a su vez, implicaba el uso de los recursos formales necesarios para satisfacer las finalidades de persuasión e instrucción que tradicionalmente se habían atribuido a la historia.

La dependencia de esta constelación de tareas y recursos se aprecia, desde la perspectiva de los defensores del necesario auxilio de la retórica, en las palabras de Le Moyne, quien define la historia como una narración de cosas verdaderas, grandes y públicas, escrita con ingenio, elocuencia y juicio, para instrucción de los particulares y los príncipes, y para el bien de la sociedad (Le Moyne 1670: 76-77). Con esta definición, Le Moyne pretendía corregir las deficiencias que a su entender presentaba la definición de Gerardus Vossius en su Ars historica, publicada en 1623. Le Moyne reprocha al tratadista holandés que haya reducido la historia a “simple connoissance des choses particulieres, qui meritent d’estre consignées à la memoire des hommes, pour leur apprendre à bien vivre”, que la haya despojado de todas sus cualidades narrativas y literarias y, con ellas, de buena parte de su dificultad, mérito y grandeza y que haya vaciado de sentido el arte de la historia al hacer prescindible el dominio de las reglas de escritura (Le Moyne 1670: 73-74). La crítica a Vossius es reveladora respecto a la posición de Le Moyne en el debate, escorada hacia el extremo donde se defendía con más ahínco la afinidad de la historia con la retórica y la poesía8. Vossius ocupaba una posición más centrada en el espectro de opiniones sobre la cuestión, pues a su vez se había mostrado en desacuerdo con Giacomo Zabarella, quien en sus Opera logica, publicadas en 1578, había establecido que la historia era una narración de hechos desprovista de cualquier artificio. Para Vossius (y para muchos otros teóricos contemporáneos) esta definición sería aplicable a los anales pero no a la historia ‘perfecta’, esto es, a los relatos de mayor complejidad temática y estructural, en la que en ningún caso podía echarse en falta el juicio9. El mismo Le Moyne aclara que su definición concierne a la historia ‘perfecta’, que solo en ella deben concurrir el espíritu, la elocuencia y el juicio, rasgos ausentes en los géneros imperfectos o menores como las leyendas, las crónicas y los comentarios (Le Moyne 1670: 79)10.

Las diferencias con Vossius emergen de nuevo respecto a las formas y los usos del juicio en el discurso histórico, pues para el tratadista holandés deben mantener la distancia y la autonomía respecto a los modos propios de la oratoria demostrativa (Guion 2010: 13). Le Moyne, en cambio, elude estas prevenciones, aduce las autoridades clásicas (Cicerón, Polibio, Luciano de Samosata) que afirman que todo gran historiador ha de ser un excelente orador y da a entender que la elocuencia (y por tanto, la retórica que la hace efectiva) es indispensable para que el juicio, con sus elogios y censuras y sus lecciones y modelos, resulte persuasivo y que, por ello, su papel es esencial para que la historia devenga provechosa:

Et puis, si le jugement luy manque [a la historia], d’où tirera-t-elle le discernement qu’elle doit faire des actions & des personnes? Si elle est begue ou muette, où prendra-t-elle les paroles & la persuasion qu’elle doit prester aux Princes, aux Ministres des Princes, aux Generaux de leurs Armées? Et dequoy fera-t-elle les éloges & les couronnes des hommes illustres, si elle est dépourveuë & de l’esprit qui est l’artisan de ces couronnes, & de l’éloquence qui en est l’étoffe? (Le Moyne 1670: 81).

4. Autoría y control de la subjetividad

Para algunos de los partidarios del relato desnudo había otra poderosa razón para exigir que la narrativa histórica se limitara a describir los hechos de una forma llana y dejara para el posterior juicio público, como quería Bodin, cualquier clase de valoración (Guion 2010: 12). El perjuicio de erigirse en juez, en este caso, no derivaba de los efectos de adoptar el estilo discursivo del orador, sus artificios y afectaciones, sino de conceder protagonismo a la subjetividad, los prejuicios ideológicos y las emociones e intereses del escritor. Los defensores de la historia retórica, al poner el énfasis en la importancia del juicio, alimentaron sin quererlo las reticencias a la subjetividad del escritor. Sostiene Le Moyne que en el uso del juicio es donde el historiador deja de ser un mero “faiseur de contes” (un “relator de cuentos”, en la traducción castellana) para transformarse en estadista, militar y árbitro de la política. En el juicio es donde, al menos simbólicamente, el historiador exhibiría todo su conocimiento y poder y realizaría su contribución más valiosa a la preservación de la salud pública:

C’est là [en el juicio] que la science du bien & du mal se doit déployer: que la politique & la morale ont leur place: que la vertu est couronnée, & le vice chastié: que l’historien qui n’est presque par tout ailleurs qu’un faiseur de contes, devient homme d’estat & homme de guerre; se fait le juge des princes & de leurs ministres; l’arbitre de leurs bonnes & de leurs mauvaises actions. C’est-là qu’il donne des instructions & des conseils: des arrests d’honneur & des sentences d’infamie: & qu’il establit une escole pour l’avenir & un tribunal pour le passé (Le Moyne 1670: 170).

El problema de esta asunción de poder no radicaba tanto en la usurpación de funciones ajenas, cuanto en la capacidad del historiador, voluntaria o inconsciente, de condicionar la valoración de los hechos, de sesgar la interpretación de la historia, de ponerse en su lugar y de hablar por ella. Le Moyne emplaza abiertamente al historiador a hacerse oír y notar en sus juicios y sentencias, también a exhibir su elocuencia e ingenio. Es, el del juicio y el aviso, el lugar en el que al escritor se le invita a imprimir su sello personal en el relato y a revelarse como el autor de su historia. Por todo ello, estos lugares de la narrativa histórica eran percibidos como los más propicios para manipular los hechos o inculcar opiniones.

La defensa del relato desnudo de valoraciones y artificios buscaba proteger al lector de esta posible manipulación y pretendía neutralizar los efectos de la subjetividad del autor en la narración mediante la restricción de su intervención ideológica (el juicio) e intelectual (la formulación de sentencias). La crítica del estilo artificioso y de la voluntad misma de estilo, desacreditados como rasgos impropios del género, perseguía el mismo fin. Los partidarios de buscar la máxima objetividad y neutralidad en el discurso histórico a través de la aplicación de estas reglas fueron minoría, como fue minoritaria también la adopción de medidas extremas por parte de los historiadores, tales como incorporar a las obras los documentos de archivo y publicarlos íntegramente y en su estado original, exentos de cualquier comentario o nota, como hicieron hacia finales del siglo XVII en Inglaterra algunos historiadores de la iglesia para subrayar su compromiso con la imparcialidad (Preston 1971)11.

La influencia limitada del modelo del relato desnudo se explica por el hecho de enfrentarse a una muy antigua y autorizada tradición de pensamiento que había justificado la razón de ser de la disciplina en su capacidad de instrucción moral y política y su disposición a extraer de los hechos históricos verdades de carácter general o antropológico, superiores por ello a las verdades empíricas. La orientación pragmática de la historiografía, es decir, la voluntad de que su saber sirviera al presente y al futuro, sancionaba las responsabilidades éticas y sociales del historiador, su triple estatuto de narrador, juez y educador. Y sancionaba asimismo el vínculo de la disciplina con los géneros oratorios deliberativo y demostrativo. Esta tradición crítica también había favorecido una presencia fuerte del autor en la narrativa histórica en aras de la veracidad, al conceder más crédito a las historias contadas por quienes habían participado en los hechos relatados o los habían presenciado, frente a las historias sobre hechos antiguos, basadas en testimonios literarios12.

La adopción de una narrativa desnuda implicaba renegar de todos estos principios y renunciar a un poder y a un prestigio intelectual y social muy apreciados por los historiadores. No obstante, los tratadistas no fueron del todo ajenos o insensibles a los problemas que este modelo de escritura pretendía resolver, y tomaron medidas para limitar y canalizar la influencia de la oratoria, para establecer una retórica propia del discurso histórico, menos permisiva con las licencias literarias, y para controlar la subjetividad del autor en el relato. Mascardi, Jerónimo de San José y Le Moyne coinciden en recetar sobriedad en el uso de sentencias y mesura en la cantidad y el tono de los elogios y vituperios. Estiman que las enseñanzas más adecuadas a la narrativa histórica son las que designan como oblicuas o indirectas, esto es, las que apenas se distinguirían formalmente de la exposición de la acción y no entorpecerían su desarrollo fluido; las que el lector podría colegir fácilmente de la explicación de los hechos, y las que el cronista pondría en boca de los protagonistas de la acción, por ejemplo al reproducir sus parlamentos. Estiman también que los elogios y vituperios más provechosos y eficaces serían los menos aparentes y pomposos. Advierten que el abuso de preceptos y sentencias hace al historiador pedante y odioso a los oídos del lector, y que conviene que algunos de ellos los formulen personajes históricos que tengan autoridad y credibilidad para ello:

Con questa regola [la elección cuidadosa de los personajes en boca de los cuales se ponen las sentencias] il componitor dell’istoria, mentre racconta, ed egli in propria persona apparisce, dovrà sobriamente adoprarle, per cessar il sospetto dell’arroganza, e per non usurparsi le parti altrui; nè sarà partito, se non sicuro e lodevole, che quando l’evidenza della cosa non comandi in contrario, egli ordinariamente si vaglia delle sentenze accompagnate dalla ragione, o espressa, o accennata, o sottintesa: perchè non lascerà per una parte il suo componimento povero di sì bel lume; e per l’altra sarà di maggiore soddisfazione al leggente, il quale persuaso dalla ragione conosce d’imparare, ma non s’accorge ch’altri gli insegni. [...] Ma introducendo con le diceríe personaggi stranieri, e d’alto intendimento dotati, potrà liberamente sfogare il talento, che forse avesse, d’ammaestrar con le sentenze i leggenti: purchè dalle regole del decoro lasci prescriversi il tempo, il luogo, la misura ed il termine (Mascardi 1859: 461).

Y de la misma suerte, y con la precisión dicha se podrá hacer esto [insertar sentencias] en las conciones y locuciones rectas y oblicuas de los personajes introducidos: que como se representan hablando y ponderando, tiene allí lugar toda moralidad, exhortación y advertimiento; el cual atribuyéndose, no a la persona del escritor, sino a la del que se introduce en la historia, viene todo a refundirse en pura narración. Puede también cumplir con esta parte en la misma corriente de la narración, sin cortar el hilo de ella, encajando a su tiempo una breve sentencia que descubra el alma de lo que se va diciendo, y sirva como de aviso y recuerdo al lector embebecido en la lectura, para lo cual se requiere gran arte y destreza singular. Pero mucho mayor será la de aquel que de tal manera supiere ordenar la narración, que ella misma sin alterarla, ni añadirla, ni mezclar sentencia diferente de lo que allí se dice, esté representando todo el advertimiento y dotrina que encierra el caso que refiere. A esto solo llegan los grandes maestros de la historia y elocuencia, que son ya tan dueños del arte, y de las cosas que escriben, que en las mismas palabras con que desnuda y puramente las relatan, embeben el documento y la moralidad que allí puede observarse, y lo están representando las mismas palabras (San José 1768: 154-155)13.

Como sus colegas, San José plantea varias formas de insertar sentencias y preceptos en el relato, pero en su caso las organiza jerárquicamente e identifica como óptima la modalidad en la que la descripción de los hechos basta para transmitir su enseñanza. Se trata de un ideal que parece muy cercano al de la historia desnuda, entendida como una escritura en la que los hechos hablarían y aleccionarían por ellos mismos. Cabe notar, en todo caso, que para San José esta historia desnuda no sería el resultado de una escritura desprovista de artificio, sino todo lo contrario, la culminación del dominio pleno de la retórica aplicado a la prosa histórica.

En conjunto, las medidas propuestas por los tratadistas pretendían acotar un grado de artificiosidad aceptable, que no distorsionase el estilo breve y llano del género, dosificar el protagonismo del autor, disimular su subjetividad y atenuar su inherente parcialidad a fin de preservar el respeto por la autonomía interpretativa del lector. Son medidas que se sustentaban en criterios de pertinencia o propiedad, de decoro y de eficacia persuasiva y en la voluntad de redefinir unos usos oratorios distintivos de la historia y resolver el debate sobre la historia desnuda con los principios y métodos de la tradición retórica.

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1 El interés de este hermano de la orden de los Carmelitas descalzos por la historia venía de lejos, pues había cultivado el género como cronista oficial de la orden y como biógrafo de San Juan de la Cruz. En 1639 compuso una primera versión del Genio de la historia que quedó manuscrita y que había elaborado a petición de Fray Francisco de Santa María para que sirviera de defensa frente a los ataques que había recibido su Historia profética de la Orden de Nuestra Señora del Carmen, publicada en 1630 (Amado 1994: 67-68, n. 28 y 30). En 1641 se instaló en Zaragoza, en el convento de San José, y dedicó los últimos años de su vida a ampliar y reescribir el Genio de la historia hasta convertirlo en una de las reflexiones teóricas más extensa y densa de la tratadística hispánica altomoderna. Este artículo forma parte de los trabajos de los proyectos de investigación “Censura, textualidad y conflicto en la primera edad moderna” (FFI 2015-65644-P) y “Mímesis. Figuraciones textuales del autor en la edad moderna” (FFI 2015-65454-P).

2 Las respectivas concepciones de la historia de Dionisio de Halicarnaso y Luciano de Samosata, dos de las principales autoridades clásicas del ars historica, revelan divergencias relacionadas con el debate sobre la historia desnuda. Dionisio entiende que la escritura histórica, como cualquier otro género literario, tiene como propósito educar y edificar y que debe explotar los recursos de la retórica para la óptima consecución de estos fines. Luciano concede mayor relevancia en la historia al cometido de explicar los hechos de forma objetiva y veraz, asume que el conocimiento inmediato de la materia histórica, en crudo, es posible y que este conocimiento debe restringir y canalizar el uso de los recursos retóricos en la historia, frente a la mayor libertad con la que se emplearía en la oratoria y la poesía, pues los artificios retóricos, en sí mismos y sobre todo en función de sus usos, tendrían potenciales efectos de distorsión y deformación de la verdad. Véase a este respecto Fox 2001. Como se verá, también Cicerón advirtió sobre la conflictiva relación entre la retórica y la representación veraz de los hechos históricos.

3 El trabajo de Guion (2010), que cito en varias ocasiones, realiza un repaso somero pero comprensivo de las opiniones de un numeroso grupo de tratadistas sobre cuestiones vinculadas al debate y es especialmente útil para hacerse una idea de su recorrido y vigencia durante los siglos XVI y XVII.

4 Ambos autores eran jesuitas. Le Moyne reconoce a Mascardi como una autoridad en teoría historiográfica. En 1676 se publicó una traducción castellana del tratado de Le Moyne, realizada por el también padre jesuita Francisco García. En 1695 se publicó en Londres una traducción al inglés, Stock 1919. Existe una edición moderna del tratado en francés en Ferreyrolles 2013. No se realizó ninguna traducción castellana de los tratados de Mascardi en el siglo XVII, pero hay evidencias de que la obra se conoció en España: Pineda 2012. Sobre Mascardi, Bellini 2002 y Doni Garfagnini 2002: 325-370.

5 La segunda réplica de Mascardi se basa en un presupuesto muy extendido en la historiografía moderna sobre el lector tipo de obras de historia, caracterizado a menudo, por interés de los propios historiadores, como un hombre de estado con múltiples ocupaciones de gobierno, aficionado a la historia política y militar por razones obvias, pero con poco tiempo para leer. Este lector tipo sirve también para justificar las múltiples historias abreviadas que se confeccionaron en los siglos XVI y XVII.

6 Mascardi (1859: 456) también reporta la definición aristotélica de la sentencia, en la que basa su propia definición: “La sentenza è un detto universale intorno alle cose, che nelle azioni umane abbracciar si debbono, o tralasciare”. Subraya el tratadista que las sentencias ‘rectas’ conciernen a las acciones humanas y que por ello solo expresan verdades prácticas, no especulativas o doctrinales. La aclaración refuerza la pertinencia de la sentencia recta en la historia.

7 Las cuatro reglas principales en el uso de las sentencias son: sobriedad, discreción, justeza y gravedad (Le Moyne 1670: 199). El tratadista hace depender de una o varias de ellas sus consideraciones sobre la naturaleza y el uso de sentencias y preceptos.

8 Le Moyne fue un poeta y un teórico de la literatura reconocido en su época: es significativo que el primer artículo de la primera disertación de su tratado verse sobre la “alianza” entre la historia y la poesía y que considere que “qu’il faut estre poëte pour estre historien” (Le Moyne 1670: 1-11), reflexiones motivadas por su propia trayectoria como escritor, al haber decidido en la madurez dedicarse a la historiografía y al ars historica. Su obra histórica, iniciada hacia 1665, quedó inédita, Stock 1919: 67-68.

9 Otro influyente teórico de la historia como Justo Lipsio, por ejemplo, estableció en nota añadida a los Politicorum Libri Sex, I, 9, publicados en 1589, que las tres partes que integraban la historia ‘legítima y perfecta’ eran la verdad, la declaración y el juicio (Ballesteros Sánchez 2010: 129). De esta fórmula se hicieron eco Antonio de Herrera y Tordesillas en su Discurso sobre los provechos de la historia, escrito a principios del Seiscientos e inédito hasta el siglo XIX (1804: 5) y Luis Cabrera de Córdoba en el tratado De historia, para entenderla y escribirla (1611: 47v).

10 En el prefacio de las Mémoires d’Estat de François Annibal, editadas por el jesuita en 1666, Le Moyne había admitido que en las memorias no era necesario insertar reflexiones, enseñanzas, elogios o discursos (Guion 2010: 15).

11 Uno de estos historiadores, John Strype, declara en el prefacio de una de sus obras: “For I am only a historian, and relate passages and events, and matters of fact, as I find them, without any design of favoring and exposing them”, Preston (1971: 210).

12 Esta premisa también se fundamentaba en la autoridad y el ejemplo de los historiadores y maestros de retórica clásicos y favoreció que los teóricos reflexionaran de forma prioritaria sobre la escritura de la historia reciente o contemporánea. Algunos tratadistas del siglo XVII, como Luis Cabrera de Córdoba y el mismo Jerónimo de San José, cuestionaron este principio de la presencia y plantearon que una visión de los hechos distanciada en el tiempo y el espacio podía favorecer que las interpretaciones del historiador fuesen más objetivas y ecuánimes, Esteve 2018: 145.

13 También Le Moyne pondera la eficacia de las sentencias dichas por personajes interpuestos: “Je diray seulement, qu’en matiere de preceptes, les plus fins, les plus delicats, les moins pedantesques, sont les obliques, que l’historien, qui ne veut pas faire le precepteur aux yeux du grand monde, debite par autruy. Par cét artifice innocent, & accommodé à la phantaisie de l’homme, qui est de faire toujours plus de cas des choses eloignées que de celles qui sont proches, le lecteur qui laisseroit tomber a terre, ce que l’historien luy donneroit de son chef, le reçoit avecque estime, par l’entremise, & comme de la main d’un prince, d’un ministre, ou de quelque autre, qu’il voit tenir un rang considerable dans l’histoire” (Le Moyne 1670: 216).