Maria Serena Mazzi. Los viajeros medievales. Serie Papeles del Tiempo, número 35. Boadilla del Monte (Madrid): Machado Grupo de Distribución, 2018, 382 pp. ISBN: 9788477741626.

La serie Papeles del Tiempo de la editorial Machado acaba de incluir en su nómina el libro Los viajeros medievales de la profesora de Historia Medieval de la Universitá degli Studi di Ferrara (Italia), Maria Serena Mazzi, traducción de Francisco Campillo García. Esta publicación viene a demostrar una vez más el interés que siempre ha despertado el conocimiento del mundo a través de los viajes realizados en tiempos pretéritos, en este caso, la Edad Media. Empresa nada fácil para el investigador, por la variedad de géneros considerados como “relato de viaje” y que ha de tener en cuenta, la cantidad de escritos y noticias que restan y el amplio espectro temporal y geográfico que abarca.

El libro se presenta en una encuadernación en rústica con una llamativa impresión que abarca cubierta, lomo y contracubierta del mapa del mundo impreso en las Crónicas de Nuremberg (s. XV). En cuanto a la organización del discurso, ésta se deja entrever en un índice básico y, por ello, algo incompleto. Carencia que se comprueba al ver varios de los capítulos divididos a su vez en otros epígrafes que no están recogidos en ese índice inicial.

La “Introducción” (9-18) se configura como la conclusión misma del libro: se avanzan y sintetizan las ideas principales que se irán digiriendo a lo largo de la lectura. Se aclara que el libro no pretende ser un libro de hable “del viaje como fenómeno histórico, literario, antropológico”, sino que hable “de los hombres que van de un sitio a otro y, al desplazarse […] conocen. Y nosotros conoceremos con ellos” (16), y recorrer así páginas que descubran al lector un mundo medieval en constante cambio, una “sociedad en movimiento” (13) y “supongan un intento de observar al viajero del Medievo [..], de imaginarlo mientras atraviesa países y continentes […] un intento de reconstruir sus rutas, sus fatigas, sus miedos, sus emociones” (16).

La primera parte, “Ir por el mundo”, contiene cuatro capítulos. El primero, “I. El concepto del viaje” (19-36), es una anticipación resumida de lo que encontraremos descrito con más profusión más tarde. Serena Mazzi se centra en las motivaciones que mueven a una persona a viajar. Y parte del hecho discutible –y discutido– de que, en la Edad Media, el “ocio” nunca es un elemento que anime al viajero a abandonar su espacio de confort, sobre todo, cuando más adelante lo mencionará como un estímulo a la hora de iniciar un viaje por medio de otros apelativos. Viajes comerciales, de adquisición de conocimiento, por peregrinación, incluso, de evasión del mundo (huidos de la justicia o, aquellos que quieren alejarse y desaparecer de su entorno por diferentes motivos) y de la realidad (devotos que buscan la comunión directa con Dios, o comtemptus mundi).

El segundo de los capítulos, “II. Los horizontes se amplían” (37-50), se centra en la preparación del viaje, dependiendo de la clase social del viajero. Donde la “concepción astrológica-filosófica” disponía el momento exacto en el que se debía emprender la odisea particular. Y vuelve a retomar el hilo de los motivos del viaje. Es interesante la idea de cómo los peligros del camino, cuando se plasman, no solo sirven como componentes hagiográficos, sino para resaltar la realidad del medio. También el final del capítulo, centrado en cómo la peregrinación militar será la realidad que abrirá las fronteras hacia territorios desconocidos, sobre todo, a partir del encuentro de Europa con los mongoles.

El tercer capítulo, “III. Un mundo en movimiento” (51-96), es uno de los capítulos centrales del libro. Justificará la ya asentada movilidad geográfica bajomedieval de las personas, una movilidad que abocará a la “provisionalidad de la vida del viajero”. Se centra en el perfil de los viajeros y sus profesiones. Así como termina el capítulo dando nuevamente algunos de los motivos para este trasiego de personas –curiosidad, inquietud, fe, deseo de aventura, ansias de conocer, necesidades materiales, exigencias del trabajo,…–, comienza aludiendo a un “peregrinaje de mano de obra”. Idea interesante la de la solidaridad entre marginados, por ejemplo, los esclavos como viajeros “obligados” u otro tipo de personas de bajo estatus, que se sirven de toda una red de enclaves y limosna de la que pueden beneficiarse. También las ferias tienen un lugar destacado como motivación del viaje. El correo es un punto central de este capítulo: los transportistas como correo y el papel que adquirieron incluso como mensajeros privados, así como el uso de ciertos medios de transporte rápidos (71). Destaca la concepción tanto en sentido figurativo como físico de la boda como “viaje femenino”. Y, a partir de la pág. 80, se centra ya en el peregrino como viajero, para acabar con la descripción de los viajeros enfermos (repercusiones, hospitales, etc.) y el papel de las universidades como objetivo del viaje. Además, la autora se posicionará frente a las tesis de la Historia Económica que limiten a los viajeros comerciantes como “itinerantes” y “sedentarios” (62 y ss).

El último capítulo de esta parte, “IV. Las condiciones materiales” (97-182) aparece dividido en epígrafes que resumen sus temáticas. ‘La partida’ (97-100) se centra en la “despedida” y el “reencuentro” como momentos simbólicos del viaje; ‘Hacerse a la mar’ (100-110) es una descripción de embarcaciones y de los puertos que conoce el viajero medieval, así como de la legislación que nace en torno a este mundo del viajero; ‘Por tierra’ (110-116) apunta los desplazamientos por tierra como predominantes: la inestabilidad de los caminos debido a varios factores, el trazado de éstos (que, en parte, dependían de las estaciones y de la coyuntura política del momento), los animales de tiro preferidos, el papel de los puentes como “elemento excepcional” en las vías, etc.; ‘Por dónde ir’ (116-126), que parte de la necesidad de planificar las rutas previamente al viaje, es un muestrario de las rutas centradas sobre todo en la Europa continental; ‘El tiempo y los tiempos de viaje’ (126-134) trata, por un lado, de qué estación es la preferible para emprender un viaje y, por otro lado, las listas de duración de diferentes trayectos; ‘Lo necesario para viajar’ (134-157) incide en lo necesario de conocer idiomas (francés y latín), testimonios de cómo eran los preparativos del viaje, el modo de reabastecerse durante el viaje, el dinero del que disponen, los tipos de alojamientos,…; y acaba el capítulo con ‘Incomodidades y peligros del viaje’ (157-180).

La segunda parte del libro, “Entre imaginación y realidad”, lo componen el resto de los capítulos. El capítulo quinto, “V. El mundo desconocido: el saber geográfico y su representación” (183-202), viene a condensar en un magnífico resumen el devenir de la ciencia geográfica en la Europa medieval, si bien se echa en falta que abarque la tradición musulmana, indicada ésta con poco más que la mención a al-Qazwini y al Libro de Roger de Al-Idrīsī (la Profa. Serena Mazzi reconocerá que el mundo europeo pecará de ignorar en demasía los avances de la civilización islámica en este campo).

El sexto capítulo, “VI. Monstruos y otras maravillas” (203-220), es un repaso a las anécdotas o sucesos relacionados con los viajes, noticias extraordinarias que conforme vaya pasando el tiempo y los viajeros regresen para comprobar las mismas, irán perdiendo lo que encierren de maravilloso. Son anécdotas que a lo largo de los años se habían convertido en sucesos extraordinarios, incluso en descripciones de hechos extraordinarios del pasado. Dará ejemplos de relatos en los que, tal vez, la característica común sea la hipérbole de lo descrito. Es, sobre todo, una enumeración de ejemplos de visiones de viajeros europeos, aunque es de agradecer que aluda a cómo éstos se convierten también en objeto observado a través de los ojos de al-Mas‘ūdī (216).

El capítulo séptimo, “VII. El mundo conocido: el viajero y su paisaje” (221-274), se encuentra dividido en epígrafes. Lo introduce brevemente, centrando la idea de que la descripción del mundo conocido por los viajeros, más allá de lo maravilloso visto en el capítulo precedente, se llenará de los tópicos de aquella literatura de Mirabilia para terminar convirtiéndose en un algo común. El primer epígrafe, ‘La Europa del Norte’ (226-238), está centrada en la Europa continental y en las islas británicas, una mención a España, sin quedar claro si esta pertenece al ámbito de viajeros de la cristiandad europea o del mundo árabe islámico, pues en el siguiente epígrafe, “Las capitales de las regiones árabes’ (238-250), las descripciones y ejemplos dados obvian la región de al-Andalus y se centra únicamente en Túnez, Alejandría, El Cairo y Damasco; continúa con ‘Los paisajes de Tierra Santa’ (251-258) y la visión de aquellos viajeros europeos que describen enclaves, anteriormente de cruzados, como lugares en ruinas, o las descripciones de verdaderos vergeles, como el Gaza que acoge a los viajeros tras su paso por el desierto. Acaba con ‘Por tierras de Italia’ (258-274), siendo consciente de “la dificultad de identificar con el nombre de “Italia” e “italianos” a una realidad política concreta” (259), en donde trata cómo los visitantes extranjeros describieron su paso por la misma, muchos de ellos, influidos por la literatura de Mirabilia que “contenían descripciones de edificios elegantísimos o de monumentos célebres de las ciudades italianas” (260).

El último capítulo, “VIII. El encuentro con los ‘otros’” (275-324), es una estupenda síntesis realizada desde el tema de la alteridad. Está dividido en: ‘Yo solo soy del mundo” (275-281), en el que la profesora se posiciona contra la ignorancia que produce en el ser humano el desconocimiento y que “solo los hombres que han conocido y recorrido el mundo se abstienen de pronunciar juicios tan estúpidos, de caer de tales errores” (275). Y cita a Anselmo Adorno como ejemplo de esta actitud, aunque aclara con ejemplos que no todos los viajeros procederán del mismo modo. El siguiente epígrafe lo centra en la visión de ‘El otro’ (281-313), constituyendo en esa alteridad (“social”, “lingüística”, etc.) tanto el reconocimiento y la aceptación de lo semejante, como lo irreconciliable de pueblos “muy distantes entre sí por su cultura, grado de civilización, religión, color de piel, comportamiento” (285). Será esta irreconciliabilidad la que degenere en el “miedo”, provoque “hostilidad y agresiones” y surjan “víctimas”. Finaliza el capítulo con el epígrafe ‘Vivir con los otros’ (313-324), una excelente manera de cerrar el discurso sobre la alteridad y el libro.

Todas y cada una de las notas y referencias se recogen al final del libro, en el apartado “Notas” (325-378). Si bien aligera el aspecto visual de las páginas, no deja de ser para algunos lectores un inconveniente tenido en cuenta por la autora a la hora de decidir esta situación espacial. Cierra el libro el apartado referido a fuentes documentales (379-382).

Desde el principio del libro, la Profa. Serena Mazzi hará una diferenciación clara entre las perspectivas dadas sobre viajeros altomedievales y los bajomedievales, aunque esta división cronológica queda matizada dependiendo del año y de los ejemplos que acompañan al discurso, extraídos de relatos de viajeros medievales, lo que sirve para corroborar sus ideas. La nómina de fuentes documentales de los que extrae y sobre los que se basa la argumentación de Los viajeros medievales es verdaderamente encomiable, como así lo atestigua la bibliografía final. Sin embargo, se centra casi exclusivamente en viajeros medievales europeos, en la literatura escrita por éstos, con una visión limitada a la cristianocentrista, y omitiendo alguna que otra bibliografía que habría venido a completar un volumen ya de por sí rico en fuentes. Por ejemplo, y siguiendo la lista de viajeros cristianos, El Victorial de Pero Niño, las Andanças e viajes de Pero Tafur y El viaje a Jerusalén de don Fadrique Enríquez de Ribera –magníficamente estudiados por Victoria Beguelín-Argimón, o el más reciente, aunque mudéjar castellano, viaje De Ávila a La Meca de Omar Patún, trabajado por Xavier Casassas et al. Además, se echa en falta, las referencias a todo el género de riḥla nacido en el occidente musulmán (al-Andalus y Magreb) y sus autores, u otros géneros que tienen que ver con la geografía, el correo y los viajes –p.e., Masālik wa-l-Mamālik–, etc. dentro de un mundo musulmán en la Edad Media que, al final, no era tan desconocido para Occidente. Menciones escuetas reducidas exclusivamente a las riḥlas de Ibn Ŷubayr y a Ibn Baṭṭūṭa. Con todo, la Profa. Serena Mezzi demuestra el amplio conocimiento y manejo de las fuentes existentes sobre viajes en época medieval en general y, de viajeros italianos y europeos medievales en particular. Así, Los viajeros medievales termina siendo un recorrido imaginario en el que se consigue “ver a aquellos viajeros medievales recorriendo caminos dificultosos […]; navegando por vías marítimas y fluviales […]; a merced de la naturaleza, del clima, de los animales, de los piratas y de los salteadores de caminos, siempre expuestos al contacto con ambientes extranjeros semidesconocidos, ante los cuales experimentaban un claro sentimiento de no pertenencia y que sentían claramente como lugares diferentes, con frecuencia amenazadores y hostiles” (38-39).

Antonio Constán-Nava

Universidad de Sevilla 

aconstan@us.es