MUJERES, INDIOS Y MESTIZOS: LA CONSTRUCCIÓN DEL OTRO EN

LA FLORIDA DEL INCA

WOMEN, AMERINDIAN AND MESTIZOS: THE CONSTRUCTION OF THE OTHER IN

LA FLORIDA DEL INCA

Marta Ortiz Canseco

Universidad Internacional de La Rioja

creusa3@yahoo.es

ORCID: 0000 - 0002 - 9263 – 7572

Recibido: 13-02-2018

Aceptado: 10-04-2018

Publicado: 15-12-2018

Resumen

Por su formación intelectual y recorrido biográfico, el Inca Garcilaso fue un mestizo privilegiado. En este texto trataremos de configurar la idea del otro que el autor cuzqueño construye en su discurso; ese otro se relaciona por un lado con el indio americano, pero también con la figura de la mujer, tanto europea como indígena. Así, basándonos en las ideas de Silvia Federici y Rita Segato, estableceremos la mirada de género como un punto de partida para analizar las lecturas que ayudaron a Garcilaso a construir su discurso sobre el otro en La Florida del Inca.

Palabras clave: Inca Garcilaso, mujeres, indios, mestizos, Juan Huarte de San Juan.

Abstract

Given his intellectual training and biographical itinerary, Inca Garcilaso was a privileged mestizo. This text aims to define the idea of the ‘other’ built in Garcilaso’s discourse. On one hand, that ‘other’ is related to the Amerindian, but on the other hand it is strongly related to the female figure, either European or Indigenous. Following Silvia Federici and Rita Segato’s studies on gender, I will focus on the readings that led Garcilaso to build his ideas about the ‘other’ in La Florida del Inca.

Keywords: Inca Garcilaso, women, amerindian, mestizos, Juan Huarte de San Juan.

 

1. Introducción

El Inca Garcilaso no fue un mestizo cualquiera. Su vida entera, como afirma Loayza (2010), parece una preparación de su obra; mientras que hoy dedicamos páginas y páginas a tratar de comprender hasta qué punto su obra es reflejo de su vida. Hubo muchos mestizos contemporáneos a Garcilaso, tantos como abusos y violaciones perpetraron los conquistadores contra las mujeres nativas; pero muy pocos de estos frutos de la violencia tuvieron las mismas oportunidades que él.

Evidentemente, el estatus social del padre español, lo mismo que el de la madre indígena, marcan de manera definitiva la vida de los mestizos: “No era lo mismo ser un mestizo abandonado en el vientre de la madre o crecido en el ámbito indígena, que aquel reconocido y criado en la casa del padre. Cuando el padre era rico y soltero, para los hijos mestizos alumbraban mejores perspectivas” (Presta 2005: 557); algo similar ocurría con las mestizas. Además del prestigioso espacio social en el que creció, siendo hijo de un capitán español y una palla inca, Garcilaso tuvo la suerte de nacer hombre y de vivir en un momento privilegiado: el de los primeros años de la colonia, cuando se van estableciendo las directrices políticas para el control de una sociedad nueva, pero que permite todavía ciertas libertades para los mestizos, como el acceso a determinados recursos, educación y poder. “La segregación y desintegración de los mestizos llegaría hacia el último tercio del siglo XVI y hallaría su correlato legal en las prohibiciones de acceder a la cultura, llevar armas o abrazar la vida religiosa” (íb.: 557). El hecho de que un campesino como Francisco Pizarro pudiera llegar a ser gobernador de una tierra y adquirir títulos sobre ella, permite una relajación de las jerarquías sociales muy provechosa para estas nuevas gentes ‘mezcladas’. Pero con el establecimiento paulatino del estado colonial, las discriminaciones raciales resurgen con fuerza y, cuando la multiplicación de los mestizos “probó ser incontenible, [estos] se convirtieron en problema” (íb.: 558).

Además de nacer en el momento y en el lugar adecuados, Garcilaso, al contrario que muchos de sus contemporáneos mestizos –no hablemos de las mestizas–, tuvo también la oportunidad de viajar a España y entrar en contacto con la cultura europea. Recordemos, por otra parte, que no llega a una España cualquiera, sino a la que vive la época más fructífera de su literatura, la de los Siglos de Oro. Todos estos factores convierten al Inca en un sujeto privilegiado, si bien no está exento de las contradicciones que acarrea su condición misma de mestizo, como veremos en las páginas que siguen.

Me interesa en este texto acudir al proceso de la construcción del otro, tan propio de la conquista y colonización de América y que se ve ligado a la vida y obra del Inca Garcilaso de la Vega de un modo paradigmático. Primero veremos cómo cristaliza la construcción de la otredad en el discurso de Garcilaso a través de algunas de sus lecturas, que conocemos gracias al inventario de sus bienes conservado en el Archivo Provincial de Córdoba. Y, segundo, revisaremos el modo en que su posición de intelectual legitima su discurso, permitiéndole incluso sortear su propia condición de otro. Al establecer una jerarquía de lo ajeno, habrá muchos ‘otros’ sobre los que situarse, principalmente desde el punto de vista de la clase social, pero también, muy importante, del género. Un recorrido por La Florida del Inca nos ayudará en este camino.

2. El Inca lector y el problema del otro

La obra del Inca Garcilaso de la Vega revela mucho de sus lecturas o, dicho de otro modo, no hay manera de hablar del Inca sin reconocer, en sus obras, tantas y tantas lecturas que conformaron su pensamiento. Que este autor mestizo era un gran lector, no es ningún secreto: solo con los autores que cita en sus textos podríamos reconstruir una gran biblioteca, sin necesidad de acudir a su inventario de bienes para conocer exactamente qué libros tenía. Si tenemos en cuenta además a todos aquellos autores no citados de manera explícita pero que están presentes en su obra, esta biblioteca ficticia podría incluso competir con la que reconstruimos a partir del citado inventario.

Por otra parte, tener un libro en nuestra biblioteca no necesariamente significa que lo hayamos leído, ni que conozcamos su contenido, ni que recordemos que efectivamente lo tenemos. Más interesante que saber qué pudo haber leído un mestizo del siglo XVI, es necesario saber cómo lo leía, esto es, qué lectura se hace de lo que se lee, tal y como estableció Carlo Ginzburg en su célebre estudio sobre las lecturas de un molinero del siglo XVI. ¿Cómo leyó el Inca El cortesano, de Castiglione, el Examen de ingenios de Huarte de San Juan, la Silva de varia lección, de Pedro Mexía, El teatro del mundo, de Boaistuau? ¿Qué impresión dejaron en él algunos de los libros canónicos que se encuentran en su biblioteca, hitos en la formación de una identidad europea blanca y hegemónica que marcan distancias contundentes con respecto a esas identidades ‘otras’, como la de los negros, indios, mestizos o mujeres?

Es evidente que la lectura de un intelectual cordobés como Ambrosio de Morales, amigo por cierto del Inca, no será la misma que la de un mestizo, hijo de un conquistador español y de una princesa inca, emigrado a la Península Ibérica, que encaja malamente en los prototipos intelectuales de la época. Sus crónicas ofrecen todo tipo de pistas sobre sus lecturas. Después de todo, nadie escribe nunca de la nada: escribimos bebiendo de otros textos, escribimos con las manos lo que pasó antes por nuestros ojos y oídos. Las grandes obras artísticas no son sino la síntesis de ideas que flotan en el aire, la encarnación de un pensamiento social, colectivo, común. No inventamos desde el vacío, sino que adaptamos de manera creativa las ideas que nos rodean, en las que vivimos. Desde este punto de vista, la lectura sería, entonces, lo que Certeau (2010) llama “una producción silenciosa”. Si la lectura es ya un tipo de producción de contenido, quien, después de leer, escribe, está sintetizando de mil maneras todas esas lecturas; está, de nuevo, adaptando de manera creativa y arbitraria un contenido que existía previamente.

Quizá ninguno de los libros que encontramos en la biblioteca del Inca nos acerque tanto a una reflexión sobre el otro como el célebre Examen de ingenios para las ciencias (Baeza 1575), único texto conocido del médico Juan Huarte de San Juan, patrón de la psicología en España. Esta obra tuvo una gran repercusión en toda Europa por sus análisis de los distintos tipos de inteligencia humana según factores variables como el género, la fisonomía, la temperatura corporal o los humores. Como afirma Burke (2000: 149), hacia 1628 “había sido traducido al latín, francés, inglés y dos veces al italiano”. Tras cinco ediciones españolas, en 1581 fue incluido en el catálogo de libros prohibidos de la Inquisición, lo cual no impidió que se siguiera imprimiendo con partes expurgadas (García 2003). Se trataba de una lectura obligatoria para los intelectuales humanistas, lo encontramos en el inventario de bienes del Inca, concretamente en la entrada número 91 señalada por Durand (1948: 252), e incluso está presente en muchos de los listados de libros enviados a América estudiados por Candau:

entre aquellos libros de educación de estados y mujeres, un título se repetía en todos los registros y listados analizados, desde 1583 hasta 1671. Un título que pretendía demostrar, entre otras cosas, y por la vía de la ciencia, la inferioridad natural y física de las mujeres y sus destinos útiles consecuentes: el Examen de ingenios de Juan Huarte de San Juan (Candau 2007: 288).

Esta idea sobre la inferioridad natural y física de las mujeres fue clave a la hora de construir el discurso social sobre el otro, y específicamente sobre el indio americano. Ya señaló Federici que, como consecuencia de la división sexual del trabajo en el paso de la sociedad medieval a los albores del capitalismo, y por la reconfiguración de las relaciones entre hombres y mujeres, estas comenzaron a ser tratadas “con la misma hostilidad y sentido de distanciamiento que se concedía a los ‘salvajes indios’ en la literatura que se produjo después de la conquista” (Federici 2010: 156). Las mujeres, como los indios, pertenecen a la categoría del otro, aquellas gentes que nunca podrán depurar sus diferencias con respecto al sujeto ‘neutro’ que es el conquistador blanco y que por tanto serán convertidos, de alguna manera, en los restos de la sociedad (Segato 2016). Restos sobre los que, paradójicamente, se sustenta el sistema mismo: el cuerpo del trabajo y el cuerpo reproductor.

Ninguna mujer, dice Huarte de San Juan, es “templada ni caliente; todas son frías y húmidas” (1575: 291r), lo que les permite llevar a cabo el trabajo para el que están hechas (fecundar), pero les impide el acceso a la racionalidad, puesto que “la frialdad y humidad son las calidades que echan a perder la parte racional” (Huarte 1575: 292v):

la primera mujer que hubo en el mundo, que con haberla hecho Dios con sus propias manos y tan acertada y perfecta en su sexo, es conclusión averiguada que sabía mucho menos que Adán [...]. Luego la razón de tener la primera mujer no tanto ingenio, le nació de haberla hecho Dios fría y húmeda, que es el temperamento necesario para ser fecunda y paridera, y el que contradice el saber. Y si la sacara templada, como Adán, fuera sapientísima, pero no pudiera parir ni venirle la regla, si no fuera por vía sobrenatural (Huarte 1575: 293r-293v).

Huarte de San Juan, precursor de las teorías eugenésicas, defiende la intervención en los rasgos humanos hereditarios para conseguir una descendencia más fuerte, sana e inteligente. En su época se discutía si los indios tenían alma o no, lo mismo que si su capacidad intelectual era menor que la de los blancos. Huarte, en su libro, establece que “la compostura natural que la mujer tiene en el cerebro no es capaz de mucho ingenio, ni de mucha sabiduría” (1575: 7r-7v). Por ello dedica varias páginas de su estudio a presentar las claves infalibles para engendrar hijos varones y no hembras.

Este texto ofrece una observación de la naturaleza que pretende ser objetiva y que invita al lector a “autoclasificarse” bajo alguna de esas etiquetas científicas según el propio carácter, temperamento, fisonomía o naturaleza. ¿Cómo leyó el mestizo Garcilaso ese Examen de ingenios que analiza pormenorizadamente la influencia de las mezclas de sangres y ‘simientes’ en la formación de los hijos, que establece una diferencia radical entre el talento potencial de los hombres y la ineptitud racional de las mujeres, que impone unas características muy determinadas a los hijos bastardos? ¿Hasta qué punto pudo leer esa otredad de la mujer en relación a esos otros que eran los indios y los mestizos, ese otro que era él mismo?

Sería interesante, en la línea de lo propuesto por Raquel Chang (2009: s.p.), “abordar el tema de la configuración del otro, ya indígena, ya femenino, y el trasvase de jerarquías implícito en esta representación”. Esta jerarquía del otro, evidentemente, no será la misma para una mujer india campesina en América, que para una mujer blanca aristócrata en Europa. La jerarquía social y racial atraviesa el tema del género, si bien hay que tener en cuenta que el hombre indígena campesino, que a priori podría situarse jerárquicamente por debajo de una mujer blanca aristócrata, al tomar el papel de mediador entre su propia cultura y la del conquistador, como ha estudiado Segato (2016), accede a ciertos privilegios, por su conocimiento y relación con el mundo del poder, que nunca tendrán las mujeres. Más adelante volveremos sobre esta idea en relación a nuestro autor mestizo.

La educación de las mujeres era un tema que preocupaba a otros humanistas leídos por el Inca como Juan Luis Vives o Fray Luis de León, lo mismo que ya había empezado a preocupar la educación de los indios. Es natural, entonces, que el Inca estuviera al tanto del tema y de manera muy fluida en su cabeza identificara la inferioridad del sexo femenino con la de cualquier pueblo indígena, exceptuando, claro, a los incas. Así, La Florida constituye un texto interesante porque en él encontramos, de manera más patente que en los Comentarios reales, el intento de definición de ese ‘gran resto’ conformado por la masa indígena, que no encaja en el paradigma identitario del conquistador blanco. Hasta tal punto esta masa de gente es resto, que el Inca se ve obligado a dedicar un capítulo entero de La Florida a justificar el hecho de que esté hablando bien de los indios:

Antes que pase adelante en nuestra historia, será bien responder a una objeción que se nos podría poner, diciendo que en otras historias de las Indias Occidentales no se hallan cosas hechas ni dichas por los indios como aquí las escribimos, porque comúnmente son tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento, y que en paz y en guerra se han poco más que como bestias, y que, conforme a esto, no pudieron hacer ni decir cosas dignas de memoria y encarecimiento (La Florida, II/I, 27).

La retórica humanista, que el Inca domina, le sirve para pasar a los habitantes de La Florida por la “grilla de referencia” definida por Segato (2016: 118): todo elemento, para alcanzar plenitud, debe ser examinado bajo una “grilla de referencia o equivalente universal, de modo que cualquier manifestación de la otredad constituirá un problema”. Si el otro no es depurado de esa diferencia con respecto al patrón global, si su diferencia es muy notoria, nunca podrá adaptarse al sujeto neutro (el varón blanco conquistador) que es punto de partida para la definición de identidades. En el caso de la obra del Inca, cuando vemos que le es necesario explicar o justificar algo, significa que no entra dentro de la normalidad, que se sale del patrón global, de la grilla de referencia, como sucederá cuando describa la sociedad matriarcal regida por la señora de Cofachiqui (La Florida, III, 10), de la que hablaremos después. El Inca pone su discurso humanista y su formación intelectual al servicio de definir estas identidades otras en relación a la identidad neutra que es punto de partida.

En las páginas que siguen nos detendremos, no tanto en los momentos en los que el Inca describe o menciona a mujeres en La Florida (esto ha sido estudiado ya por críticas como Carmen de Mora 2009 o Raquel Chang 2009), sino hasta qué punto la mujer actúa como paradigma del otro, hasta qué punto la visión de las mujeres ilumina un aspecto central de la figura del mestizo: su propia condición colonial y su posicionamiento dentro de este conflicto.

3. La Florida del Inca: el otro-indio y el otro-mujer

Se ha insistido en que La Florida funciona como una especie de taller de escritura en el que el Inca Garcilaso se prepara para la redacción de su gran obra, la de la historia del Perú plasmada en las dos partes de los Comentarios reales. Si bien es evidente que no se trata de una obra menor dentro de su producción artística, no podemos negar que, por la distancia que toma con respecto a lo que narra y porque él mismo no se termina de identificar con las gentes y tierras que describe, La Florida permite una lectura más objetiva –si esto es posible– de las ideas que sobre América quiso transmitir y del lugar de enunciación desde el que erige su discurso.

En diversas ocasiones se ha afirmado que el objetivo último del Inca es el de señalar las semejanzas entre indios y cristianos, estableciendo una simetría que le permita acercar la figura del indígena al público europeo y demostrar su buena predisposición para ser cristianizado en el seno de la Iglesia católica y bajo el mando de la Corona española. La Florida se ha leído como un primer acercamiento a esta cristianización de los indígenas, mientras que los Comentarios reales establecen de forma definitiva a los incas como los precursores del cristianismo en América y quienes labraron el camino para una evangelización ideal en tierras nuevas.

Más que esta visión del indígena como una especie de receptor sobre el que se vierten las necesidades que tienen los europeos de configurar al otro, me interesa aquí el proceso que recorre el Inca, siendo él a su vez un otro, para clasificarlos, mirándolos a través de esa grilla occidental de interpretación de la realidad. Hay dos episodios de La Florida que resultan significativos para comprender la mirada del Inca a los otros (que son mucho más ‘otros’ que él, porque no son los incas del Perú, sino un puñado de tribus indígenas de Norteamérica) y para establecer un paralelismo interesante en la definición del otro-mujer y del otro-indio: se trata por un lado del momento en que Hernando de Soto encuentra y conoce a la señora de Cofachiqui (libro III, cap. 10) y por otro lado de la descripción que realiza sobre los castigos a las mujeres adúlteras en las provincias de Coza y Tascaluza (libro III, cap. 34).

Para componer el retrato de las sociedades indígenas no me cabe duda de que el Inca tuvo muy presente la lectura de El cortesano, de Castiglione (1528), célebre en España gracias a la traducción que realizó Juan Boscán en 1534. De hecho, en su biblioteca hallamos dos libros titulados El cortesano: en la entrada 164 marcada por Durand (1948: 259-260) leemos “El Cortesano. De Castiglione” y en la número 176 encontramos “El Cortesano. Dos cuerpos”. Caben varias posibilidades con respecto a esta repetición, que he estudiado en otro lugar (Ortiz 2017), pero lo interesante de este texto, como ya señaló Burke, es que surge de un discurso social que ya existía, al mismo tiempo que lo configura. Ese sería el gran logro de Castiglione, el de haber realizado una “notable síntesis de las ideas clásicas, medievales y renacentistas sobre el buen comportamiento” (Burke 1998: 48), en un texto que se institucionaliza y fija esas prácticas que todo buen cortesano debe conocer. El Inca asimila estos conceptos gracias a Castiglione y a sus muchas otras lecturas, y ofrece una descripción de los caciques de La Florida siempre bajo esa grilla de comportamiento que marcan estos hitos literarios:

y a todo lo que el gobernador le preguntó, respondió la india con mucha satisfacción de los circunstantes, de manera que los españoles se admiraban de oír tan buenas palabras, tan bien concertadas que mostraban la discreción de una bárbara nacida y criada lejos de toda buena enseñanza y policía. Mas el buen natural, doquiera que lo hay, de suyo y sin doctrina, florece en discreciones y gentilezas y, al contrario, el necio cuanto más le enseñan tanto más torpe se muestra (La Florida, III, 10).

La señora de Cofachiqui es la perfecta cortesana, pareciera el espejo exacto de la mujer descrita en los primeros capítulos del tercer libro de la obra de Castiglione. Raquel Chang ha leído en este episodio una defensa a “la capacidad del otro, ya indio, ya femenino, para decidir y regir”, de modo que el indígena “se configura como ente sociable y confiable, capacitado para vivir armónicamente en la polis. Que este sea una mujer imbrica en el discurso garcilasiano la variable de género” (Chang 2009: s.p.). No podemos saber si, al representar a la señora de Cofachiqui, Garcilaso estaba pensando en las reinas incaicas que a veces gobernaban en ausencia del Inca, o en alguna otra sociedad matriarcal como la de las amazonas, que conocería evidentemente y quizá leyó en la versión contada por Pedro Mexía, en el capítulo 10 de la primera parte de su Silva de varia lección. El hecho cierto es que esta “india señora de la provincia de Cofachiqui” se nos presenta como una mujer con voluntad e identidad propia: “ella sola habló al gobernador sin que indio ni india de las suyas hablase palabra” (III, 10). Encuentro muy reveladora esta necesidad de explicitar que nadie más que ella tomara la palabra: de nuevo, si hay que explicar algo, es porque no entra dentro del canon de la normalidad.

La descripción de sociedades con cierto grado de matriarcado simplemente nos muestra la existencia de sociedades “pre-intrusión” en las que se vivía según una cierta dualidad, en la que los hombres y las mujeres tenían identidad, no eran unas el resto de los otros, no formaban ellas la otredad de la sociedad que debía ser explicada. El estado colonial instaurado por los españoles impone la división entre el espacio público y el privado, en el momento en que el hombre nativo toma el rol de intermediario y la mujer debe permanecer en la esfera privada, a la espera de las decisiones y pactos que ellos tomen. La posición masculina ancestral, que se ocupaba de guerrear, explorar, parlamentar, “se ve ahora transformada por este papel relacional con las poderosas agencias productoras y reproductoras de colonialidad” (Segato 2016: 114). Julieta Paredes ha definido este proceso como un “entronque de patriarcados”: no es que no hubiera diferencias de género antes de la llegada de los españoles, pero lo que ellos imponen son sus creencias misóginas, reestructurando la economía y el poder político a favor de los hombres (Federici 2010).

Aunque no es posible hoy en día conocer de forma concreta cuánto poder tenían las mujeres en determinadas sociedades americanas, “la colonización trae consigo una pérdida radical del poder político de las mujeres, allí donde existía, mientras que los colonizadores negociaron con ciertas estructuras masculinas o las inventaron, con el fin de lograr aliados” (Gautier 2005: 718). Es así como se constituyen esas “extrañas alianzas” entre los colonizados y los colonizadores, que tienen como consecuencia la marginación de las mujeres nativas. El Inca Garcilaso no es ajeno a este proceso, recordemos que es hijo de madre indígena, si bien al comienzo de este trabajo destacábamos su posición privilegiada dentro del grupo social de los mestizos.

La descripción de esta sociedad semi o seudo-matriarcal de la señora de Cofachiqui por un lado nos ofrece información histórica y antropológica muy valiosa, pero por otro lado sitúa al Inca en un lugar de enunciación muy concreto. Al narrarlo como algo exótico lo convierte en otro, en ajeno; algo que no encaja en la grilla de referencia. Y dentro de este tramposo juego de identidades, el Inca está tomando partido en tanto sujeto enunciador que explica un mundo ajeno. En La Florida, dice Loayza,

los indios son en realidad españoles disfrazados; no solo su estilo sino todas sus ideas son europeas. Cabe suponer que Garcilaso habla por ellos y los hace exponer sus propias opiniones sobre el honor, la fama, la lealtad, el valor, la religión natural, tal vez las injusticias de la conquista (Loayza 2010: 53).

De la misma manera, las indias son españolas disfrazadas. Que una mujer tome la palabra o dirija a un pueblo es tan exótico en América como lo sería en Europa. No en vano se compara la llegada en canoa por el río de la señora de Cofachiqui con el episodio de Cleopatra saliendo a recibir a Marco Antonio, que aquí será Hernando de Soto. Al convertirse en la perfecta dama de Castiglione, la señora de Cofachiqui pierde toda su especificidad identitaria, se ve atrapada bajo la grilla de referencia que la define y congela sus rasgos a la manera europea. El discurso de Garcilaso contribuye a la fijación de estas identidades congeladas.

Por otra parte, cuando Gonzalo Silvestre le contaba al Inca sus aventuras en La Florida, se centraba sobre todo en la descripción de aventuras y guerras; pocas veces le habló del paisaje, y esa es la causa de que no encontremos en esta crónica los detalles descriptivos que sí vemos en los Comentarios reales. El paisaje de La Florida “es algo borroso, porque Garcilaso no lo conocía y Silvestre no supo verlo” (Loayza 2010: 46). Lo mismo sucede con las culturas indígenas: para Silvestre, como para tantos españoles que llegaron a América, no había gran diferencia entre unos indios y otros. Mucho debió de sufrir el Inca esta falta de información; historiador de la cultura por vocación, no pudo describir en La Florida, como haría después con todo detalle en los Comentarios reales, las costumbres y usos de aquellas sociedades.

Me interesa detenerme ahora en uno de los pocos episodios en que sí expone las leyes de los indios de La Florida, centrado en el castigo impuesto a las adúlteras en las provincias de Coza y Tascaluza. Aunque, según el Inca, en todas aquellas tierras se castigaba con mucho rigor este pecado, en los ejemplos concretos que ofrece las mujeres sufrían todo tipo de vejaciones, humillaciones públicas e incluso la muerte. Curiosamente, cuando pregunta a sus fuentes sobre el castigo a los hombres adúlteros, nadie supo responderle:

La pena que daban al cómplice ni al casado adúltero, aunque la procuré saber, no supo decírmela el que me daba la relación, más de que no oyó tratar de los adúlteros sino de ellas. Debió ser porque siempre en todas naciones estas leyes son rigurosas contra las mujeres y en favor de los hombres, porque, como decía una dueña de este obispado, que yo conocí, las hacían ellos como temerosos de la ofensa y no ellas, que, si las mujeres las hubiesen de hacer que de otra manera fueran ordenadas (La Florida, III, 34).

Es en estos pequeños resquicios donde encontramos la dualidad en el discurso del Inca. Aquí habla de la subordinación de la mujer al hombre; no de la incapacidad de ellas para hacer leyes, sino de la miserable condición en que viven por estar sujetas a las leyes hechas por los hombres. ¿Qué sucedería si sustituimos aquí la figura de la mujer por la del indio? El Inca da a entender que la subordinación no se debe a que ellas no sean capaces de hacer las leyes, sino a que la violencia del hombre, sea blanco o indio, impone su ley y juicio sobre las mujeres, sean blancas o indias, “en todas las naciones”.

Las indias aquí, como antes los indios, son españolas disfrazadas: las señoras o dueñas representan el papel de perfectas cortesanas, las adúlteras reciben los mismos castigos en cualquier parte del mundo. Asistimos, pura y simplemente, a la descripción de una sociedad jerárquica y dominadora que se rige por el patrón neutral del hombre conquistador. No importa el castigo inflingido al varón adúltero, nadie supo dar respuesta al Inca sobre el tema; quizá sea porque este perfil de varón no es exótico, es más bien normal, por eso no exige atención ni descripción. La mujer, sin embargo, es otra, sale de la norma, y su castigo cuando decide no subordinarse al hombre debe quedar establecido y ha de ser conocido por todos.

Ahora bien, es interesante aquí volver a la propia condición del Inca Garcilaso, como hijo natural de una mujer indígena y un blanco español, que vivió personalmente el trato que los conquistadores daban a las nativas.

Cuando la dominación se ha institucionalizado lo suficiente y hay que preocuparse de legitimarla moralmente, y cuando los mestizos se multiplican, o bien cuando se organizan las resistencias, hay que oponer el grupo de los dominadores al de los dominados sobre bases raciales, cortando todos los puentes entre ellos. Entonces los administradores y las compañías permiten que vengan a la colonia las esposas de los colonos (Gautier 2005: 715).

Así fue: el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, tras varios años de convivencia con la palla Chimpu Ocllo, madre del Inca, finalmente se casó con una española, desterrando de su casa cuzqueña a su compañera indígena. Garcilaso demuestra una enorme disciplina al apenas mencionar este tema y normalizar, incluso habiéndolo vivido en primera persona, estas costumbres de los españoles. En realidad el Inca se convierte aquí en figura paradigmática de ese hombre colonizado que tiene ahora “un acceso privilegiado a recursos y conocimientos sobre el mundo del poder” (Segato 2016: 115). Como consecuencia, las mujeres pasan a formar parte de una exterioridad objetiva con la que los hombres colonizados ya no se identifican. Sin embargo, junto a esta nueva posición del indio, se produce lo que Segato (2016: 116) describe como “emasculación de esos mismos hombres en el frente blanco, que los somete a estrés y les muestra la relatividad de su posición masculina al sujetarlos a dominio soberano del colonizador”.

Este proceso, que por un lado oprime a los nativos en relación a los conquistadores, pero por otro los empodera en relación a su lugar de origen y a su vínculo con las mujeres, los obliga a reproducir esa misma dinámica opresora. El Inca Garcilaso encarna, por su condición de mestizo de clase alta emigrado a la Península Ibérica, ese “universo de masculinidad racializada, expulsada a la condición de no-blancura por el ordenamiento de la colonialidad” (Segato 2016: 116). Su respuesta será la de identificarse aparentemente con el indio (el otro), pero adoptando un discurso europeo, la retórica hegemónica que le permite a su vez salir del lugar del otro en base a su superioridad como hombre, intelectual y miembro de la clase privilegiada. La esfera de lo privado, la que afecta a su madre como otra convertida en resto de la sociedad, queda en el discurso del Inca relegada a lo que Vives, Fray Luis, Huarte y otros autores humanistas quisieron: un lugar apolítico, ahistórico, que no debe interferir en la vida pública y política, en la construcción de esa sociedad colonial y en la crónica y relación de su historia.

Raquel Chang (2009: s.p.) presenta a Garcilaso como “un sujeto americano y mestizo, [que] afirma una postura sensible a la otredad tanto femenina como indígena”. Bajo mi punto de vista no debemos dejar de lado que, en el momento de elegir su lugar de enunciación, inevitablemente influido por las lecturas humanistas que pregonaban la inferioridad de la mujer y del indio, que los expulsaban, como restos, a la categoría del otro, el Inca Garcilaso comprendió que le convenía encajar en el molde del intelectual dominante. Consigue así superar su condición de sujeto marginal, que si bien queda enunciada constantemente en sus textos y es evidente en su trayectoria biográfica, no le impedirá ocupar una posición privilegiada en el campo cultural cordobés de finales del siglo XVI y principios del XVII.

Desde este punto de vista, ¿cómo interpretaremos los momentos recurrentes en que el Inca se identifica con esos mismos sujetos otros, con los indios, los mestizos? Aunque es célebre su arenga en defensa de los mestizos (ese llamarse mestizo “a boca llena”, Comentarios reales, IX, 31), Loayza ha notado que esto solo sucede una vez en toda su obra, mientras que es mucho más común su identificación con los indios (“yo, como indio que conocí la condición de los indios”, Comentarios reales, VIII, 5, entre otros ejemplos):

Lo innegable es que Garcilaso se llamaba a sí mismo no mestizo sino indio. Con el mismo derecho pudo recordar la otra mitad de su sangre y llamarse español. No lo hizo ni una sola vez, al igual que reclama como su idioma el quechua de su madre, que ha olvidado o tiende a olvidar, y no el español de su padre en que escribe. En cambio no es raro que al pensar en los incas se identifique con ellos. [...] Cuando habla de la Conquista no hay una identificación semejante con los compañeros de su padre (Loayza 2010: 39).

En realidad, identificarse con el otro, el indio, no es más que un recurso retórico, porque a través de su discurso lo que el Inca hace es legitimar muchas de las dinámicas de la conquista, sumando razones a la marginación y dominación de la sociedad colonizada. Poco importa ya su pasado indígena, el Inca está convencido de la “irreversibilidad del hecho colonial” (Estenssoro 2003: 46). También debió de influir en esto la fuerte ideología jerárquica que le transmitió su familia materna: al fin y al cabo, la posición social que Garcilaso ocupa le permite loar a los incas, pero también lo legitima para despreciar a la gran masa de indios conquistados primero por los incas y después por los españoles. Esos indios medio bárbaros de La Florida que debían ser cristianizados, o aquellos otros del Perú que conocían mal el quechua exquisito que se hablaba en el Cuzco y que, solo gracias a los incas, estaban preparados para recibir las enseñanzas del verdadero Dios.

¿En qué medida identificaba el Inca, o hasta qué punto podemos relacionar en sus textos la figura del indio con la de la mujer, en tanto que identidades-otras? Si consideramos la conquista y colonización de América como un momento clave en el desarrollo de la división del trabajo, la privatización de tierras y, en definitiva, de la formación de las sociedades capitalistas, deberíamos considerar el género no como “una realidad puramente cultural”, sino más bien como “una especificación de las relaciones de clase” (Federici 2010: 27). El vínculo hombre-mujer está atravesado, tanto en las sociedades prehispánicas como en las coloniales, por una jerarquía de clase. Así, no se trata solo de introducir el género como uno de los temas, entre muchos otros, de la crítica descolonial; conviene, más bien, “darle un real estatuto teórico y epistémico al examinarlo como categoría central capaz de iluminar todos los aspectos de la transformación impuesta” por el orden colonial a la vida de las comunidades (Segato 2016: 111).

De este modo, no se puede separar la mirada al otro-indio de la mirada al otro-mujer. Ambas figuras funcionan como un contrapeso para que el blanco hegemónico defina su propia identidad: enunciar las diferencias del otro con respecto a mí me permite situarme jerárquicamente por encima. Solo cuando el útero y los ovarios son descritos como contrarios al pene y los testículos se establece una superioridad de este con respecto a aquellos (el hombre no difiere de la mujer, dice Huarte, “más que en tener los miembros genitales fuera del cuerpo” [h. 87v]); es solo con respecto al indio bárbaro que el hombre blanco es civilizado. El Inca vivió 21 años en el Cuzco y el resto de su vida en España: su infancia y adolescencia como mestizo, como hijo de una mujer nativa dominada, no podrá con el peso que su formación intelectual humanista, blanca y eurocéntrica impone a su discurso.

 

Referencias Bibliográficas

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