Philologia Hispalensis · 2025 Vol. 39 · Nº 2 · pp. 219-237

ISSN 1132-0265 · © 2025. Editorial Universidad de Sevilla. · CC BY-NC-SA 4.0 Licencia Creative Commons

https://dx.doi.org/10.12795/PH.2025.v39.i02.09


El episodio del alguacil en el tratado séptimo del Lazarillo de Tormes: sátira contra el arzobispo de Toledo Juan Martínez Silíceo y los «retraídos» de la catedral primada

The Episode of the Bailiff in in the Seventh Treatise of Lazarillo de Tormes: Satire against the Archbishop of Toledo Juan Martínez Silíceo and the “withdrawn” of the Primate Cathedral

Jesús Fernando Cáseda Teresa

IES Valle del Cidacos - Calahorra (La Rioja)

casedateresa@yahoo.es

0000-0003-0409-4297

Recibido: 14-02-2025 | Aceptado: 30-03-2025

Cómo citar: Cáseda Teresa, J. F. (2025). El episodio del alguacil en el tratado séptimo del Lazarillo de Tormes: sátira contra el arzobispo de Toledo Juan Martínez Silíceo y los «retraídos» de la catedral primada. Philologia Hispalensis, 39(2), 219-237. https://dx.doi.org/10.12795/PH.2025.v39.i02.09

Resumen

Este estudio pretende explicar la razón de la presencia en la obra de los «retraídos» que a punto están de apalear a Lázaro, ayudante de un alguacil en Toledo. La presencia de estos individuos en la novela, acogidos «en sagrado» en las iglesias de la época, es debida a la permisividad del arzobispo Silíceo, que llenó la catedral de estos delincuentes, provocando el enfado de los clérigos que vieron cómo se desentendía completamente de sus quejas. Este dato y los que se señalan en el estudio ponen de relieve el protagonismo de Lázaro/Silíceo en la obra. Tal circunstancia nos permite establecer una probable fecha de escritura, siempre después de la llegada a Toledo de Juan Martínez Silíceo (1546), y nos sitúa en la pista del creador del texto, probablemente un canónigo de la catedral de Toledo que conocía bien estos incidentes porque también él se quejó en las reuniones capitulares del excesivo número de «retraídos» cobijados en el edificio.

Palabras clave: Lazarillo de Tormes, retraídos, alguacil, Juan Martínez Silíceo, estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo.

Abstract

This study aims to explain the reason for the presence in the work of the “withdrawn” who are about to beat up Lázaro, a bailiff’s deputy in Toledo. The presence of these individuals in the novel, welcomed ‘in sacredness’ in the churches of the time, is due to the permissiveness of Archbishop Silíceo, who filled the cathedral with these delinquents, provoking the anger of the cathedral clerics who saw how he completely disregarded their complaints. This fact and many others pointed out in the study highlight the prominence of Lázaro/Silíceo in the work. This circumstance allows us to place a probable date of writing, always after the arrival in Toledo of Juan Martínez Silíceo (1546), and puts us on the track of the creator of the text, probably a canon of the cathedral of Toledo who knew well these incidents because, surely, he also complained in the chapter meetings about the excessive number of “retraídos” sheltered in the building.

Keywords: Lazarillo de Tormes, withdrawn, bailiff, Juan Martínez Silíceo, Statut of Purity of Blood of the Toledo Cathedral.

1. Introducción y contexto teórico

El episodio del alguacil, al comienzo del tratado séptimo del Lazarillo de Tormes, es uno de los más breves de la pequeña novela:

Despedido del Capellán, assenté por hombre de justicia con un Alguazil; mas muy poco biví con él, por parecerme oficio peligroso. Mayormente que una noche nos corrieron a mí y a mi amo a pedradas y a palos unos retraydos. Y a mi amo, que esperó, trataron mal, mas a mí no me alcanzaron. Con esto renegué del trato. (Ruffinatto, 2001: 235)

La crítica apenas ha reparado en estas escasas líneas y no existe ni un solo estudio monográfico sobre él. Se considera que, como en el caso del «mercedario», del «maestro de pintar panderos» o del «capellán» al que sirve Lázaro como aguador, existe alguna razón desconocida para que el autor abrevie el contenido y no se extienda con mayor amplitud. Se ha pensado que, tal vez, existió una redacción inicial mucho más larga que el autor recortó hasta dejarla en unas pocas líneas, como una suerte de autocensura o tras una indicación del editor o de alguien que le aconsejó proceder de este modo (Rico Manrique, 1982: 101).

Se trata de la tercera vez en que aparece un alguacil en la obra. La primera se encuentra en el tercer tratado, y en él el alguacil, junto con un escribano, interroga a Lázaro de Tormes sobre su amo el escudero. En una segunda ocasión, es acompañante y encubridor o cómplice del «buldero». Si en el primer caso, el tratamiento que se hace del personaje del alguacil es neutro, pues se le muestra haciendo su trabajo, un embargo judicial, sin que el autor utilice ningún adjetivo, positivo o negativo, en el segundo aparece como un individuo de muy baja catadura moral.

¿Qué buscaba el autor de la novela al mostrar a Lázaro como acompañante del alguacil en el tratado séptimo? No parece que haya una burla de este individuo, personaje que hallamos en muchos textos teatrales auriseculares en que es ridiculizado bajo la habitual parodia del «alguacil alguacilado» (de Castro, 1980). En el caso objeto de este estudio, es más una víctima que un verdugo y no hay nada que indique una especial inquina del autor contra él en las líneas transcritas, ni tampoco hay ningún reproche a su persona. El alguacil era entonces el encargado de ejecutar las decisiones judiciales y habitualmente portaba una vara, obedecía las órdenes del poder judicial y estaba generalmente bajo la jurisdicción municipal. El Diccionario panhispánico del español jurídico lo define como «oficial inferior de justicia, que ejecuta las órdenes del tribunal a quien sirve». Dice, asimismo, que se trataba de un funcionario del orden judicial que se diferenciaba del juez en que este era de nombramiento real, y aquel, «del pueblo o comunidad que lo elegía».

De hecho, en la obra aparece por primera vez procediendo al embargo de bienes del escudero, cumpliendo así una orden del juez. En la segunda ocasión, como acompañante del «buldero», se convierte en su valedor y en cómplice de los engaños de ambos en la Sagra de Toledo. En nuestro caso, sin embargo, el alguacil es víctima de los golpes de unos «retraídos» que están a punto también de propinar una paliza a Lázaro, lo que no consiguieron por la maña y prisa que se dio en huir.

Los críticos han pensado que con este brevísimo episodio el autor de la obra quiso poner de manifiesto la inseguridad de la ciudad de Toledo en aquel tiempo. De esta opinión es Jerónimo López de Ayala (1901). Óscar López Gómez ha estudiado los «peligros» de dicha ciudad y la actuación de sus alguaciles. A su parecer, «Toledo, una ciudad laberíntica, de calles estrechas, empinadas y oscuras, se convirtió en un escenario idóneo para la delincuencia» (López Gómez, 2011: 195). Pese a todo, como indica este investigador, los alguaciles no eran muy bien vistos:

La acción de los alcaldes y de los alguaciles, según esto, a menudo traía consigo serias dificultades. Unos y otros eran objeto de constantes críticas por parte de la población común, porque actuaban de forma injusta buscando beneficios personales. Cuando no permitían que quienes lo desearan jugasen a juegos prohibidos a cambio de una buena suma de maravedíes, se empecinaban en expropiar los bienes que ellos querían, hablando de deudas inexistentes; u obligaban a las personas que pedían su colaboración, para ejecutar una sentencia, a que les pagasen por sus trabajos una cantidad de maravedíes verdaderamente desproporcionada. Por ello, la presencia de un alguacil resultaba siempre molesta; más cuando irrumpía con un grupo de hombres armados en una taberna, por la noche, en busca de alguien acusado de cometer un delito, o tan sólo para capturar a quienes en un mesón se encontrasen con armas. Y es que las ordenanzas de Toledo implicaban a los mesoneros, directamente, en el control de los «vagamundos» y «omes de mal vivir». (López Gómez, 2011: 195)

En este séptimo tratado no se percibe ninguna queja respecto al alguacil por parte de Lázaro, quien se limita a expresar el miedo que pasó, los golpes que recibió su acompañante y su deseo de no continuar en este oficio por parecerle peligroso. Por tal razón, subraya que le duró poco, consiguiendo luego lo que no aparece en el texto transcrito, el empleo de pregonero, un «oficio real» porque, en su opinión, solo progresan los que lo tienen.

2. Metodología

La pregunta que ha de hacerse es por qué razón el autor del texto inviste a Lázaro de alguacil. ¿Es, tal vez, una burla de este pícaro avant la lettre, pequeño delincuente —aunque entonces no tan niño—, persona marginal que se convierte así en su propia contrafigura? ¿Se trata de una «conversión» de Lázaro, aunque fracasada? Valentín Núñez Rivera menciona en sus estudios sobre la literatura de la época las «conversiones» de muchos pícaros, redimidos «a lo divino», personas que alcanzan un estatus de santidad tras haber pasado por diversas fases delincuenciales a lo largo de su vida. Las continuaciones del Guzmán de Alfarache son buenos ejemplos al respecto (Núñez Rivera, 2018).

Quizás sea preferible centrar el estudio del episodio sobre quienes lo apalean, los «retraídos» que aparecen citados en la novela. Eran, según definición del DRAE, las personas «refugiadas en lugar sagrado o de asilo». Se trataba de quienes huían de la justicia ordinaria y buscaban protección en los templos o en las iglesias, libres de aquella jurisdicción, por tener su propio fuero. Los retraídos, por tanto, tenían inmunidad mientras estuvieran en espacios sagrados, no pudiendo ser llevados por la autoridad civil o penal. Estos son, en definitiva y como luego se explica en el estudio, los auténticos protagonistas de esta parte de la obra, a los que protegió el arzobispo Juan Martínez Silíceo tras su llegada a la ciudad imperial, provocando que los miembros del cabildo catedralicio se indignaran por su crecido número en el templo y por el nulo caso que hizo a los canónigos que una y otra vez le solicitaron que fueran desalojados porque generaban conflictos, peleas y provocaban diversos incidentes, además de ser gente violenta y poco recomendable que incomodaba a los curiales y a los feligreses.

Este estudio pretende explicar la razón de su presencia en la obra con relación al protagonismo del arzobispo en la novela. Ello permitirá también situar una fecha de composición, siempre después de la llegada a Toledo de Juan Martínez Silíceo en 1546, y pondrá sobre la pista del creador del texto, probablemente un canónigo de la catedral de Toledo que conocía bien estos incidentes porque, con seguridad, también él se quejó en las reuniones capitulares del excesivo número de «retraídos» cobijados en el edificio.

Pero para llevar a cabo este estudio es preciso analizar con detalle el texto sin perder de vista el contexto histórico que ilumina y explica el sentido de esta pequeña novela. Tal vez el mayor problema a la hora de estudiarla ha sido el haber perdido de vista el momento de su composición y una realidad que, metodológicamente, resultará muy útil: qué buscaba el autor con su publicación, por qué la escribió, cuándo lo hizo y cuál es el mensaje que se oculta —escondido detrás de unos personajes— que es necesario descubrir e identificar, contemporáneos del autor.

3. Una discusión crítica sobre los «retraídos» que «trataron» mal al alguacil y la presencia de Silíceo en la obra y su resultado o consecuencias para la exégesis de la obra

Como habitual es en la novela, su autor hace un curioso juego de palabras entre las voces retraídos y trataron, similar a lo que ocurre, por ejemplo, entre la «conversación» de Zaide y la palabra que esta encubre, conversión (Cáseda Teresa, 2024). En este caso, busca con ello poner de relieve la importancia de estos «retraídos» en el episodio, los auténticos protagonistas, aunque solo son mencionados. Esto es algo habitual en la novela: nombrar algo de forma indirecta que el lector ha de identificar. Un ejemplo: «Lázaro González Pérez», hijo de Tomé González y de Antona Pérez, quien tiene como apellidos el nombre de «Gonzalo Pérez», el famoso secretario del emperador Carlos V y luego de Felipe II, padre del también secretario Antonio Pérez (Torres Corominas, 2012). Otro ejemplo: el comendador de la Magdalena a quien sirve el negro Zaide, pareja de su madre y padre de su medio hermano, es Antonio de Carvajal, cuya abuela fue «moza de posada» como la madre del protagonista de la novela (Cáseda Teresa, 2024). Y el nombre de Antonio de Carvajal es el de un famoso conquistador en tierras americanas que tuvo a su servicio a un esclavo negro y también morisco como aquel, que tomó el nombre de Juan Garrido (Sánchez Sánchez, 2020).

Los «retraídos», como he indicado con anterioridad, eran huidos de la justicia ordinaria y estaban acogidos bajo la protección de las iglesias, donde no podían actuar los alcaldes ni ejecutar sus órdenes los alguaciles en virtud de la diferente jurisdicción. Hasta no hace mucho tiempo, todavía se empleaba la conocida expresión «llamarse andana» (Iribarren, 2013) o desentenderse, en este caso, de la persecución judicial por estar bajo la protección de la Iglesia.

Se trataba de un privilegio medieval concedido por el papa a todas las iglesias cristianas que perduró en el tiempo hasta 1979, llamado en términos jurídicos «derecho de asilo eclesiástico» y que permitía «acogerse en sagrado». Era una demostración de la misericordia cristiana y, a su vez, del poder eclesial por encima del temporal y formaba parte de las inmunidades eclesiásticas y también de una política de corregir el excesivo rigor de las leyes penales. Todavía hoy, por ejemplo, es habitual que en la Semana Santa se liberen a presos con una pena próxima a su cumplimiento por petición de las cofradías, con el necesario visto bueno de las autoridades penitenciarias.

Cualquier delincuente, de este modo, podía burlar a la justicia refugiándose en sagrado con una excepción: los gitanos, llegados a la Península a finales de la Edad Media, que no pudieron disfrutar de este «privilegio».

Según Pedro Alejo Llorente:

La razón fundamental de la existencia de «reos refugiados a sagrado», cuya denominación habitual fue la de «retraídos», aparte de la que alegaban sus defensores que residía en corregir posibles abusos del poder ejecutivo o judicial en un mundo donde la presunción de culpabilidad se erigía en el eje del sistema procesal penal, descansaba, sin embargo, en algo más inconfesable: la búsqueda de la reafirmación del poder religioso ante la corona dado el paulatino incremento funcional de esta en detrimento de las demás instituciones. Su pervivencia durante el Antiguo Régimen se explica por la multiplicidad de jurisdicciones (civil, militar, eclesiástica, inquisitorial, de hacienda, etc.) con fueros personales privilegiados y, como ya indiqué, por la tensión entre la Iglesia y el Estado, temerosa la primera en seguir perdiendo porciones de dominio. Pero el beneficio real que obtenía la iglesia con esta batería normativa en absoluto compensaba su sostenimiento, atreviéndome a reseñar que le resultaba un pesado lastre. Efectivamente, poco podía reportarle el alojamiento en muchas iglesias de individuos que en su mayor parte se mantenían de la caridad. (Llorente de Pedro, 2011: 294-295)

A los clérigos que tenían que convivir con delincuentes en sus templos, en muchas ocasiones peligrosos, gente de mala vida y de peores costumbres, les resultó cada vez más incómodo este «privilegio» que terminó convirtiéndose en un pesado lastre.

Si bien no todos los delitos gozaban de esta inmunidad eclesiástica, sin embargo, fue sumándose al catálogo un número cada vez mayor:

A base de Bulas o Breves papales fue incrementándose el tipo de delitos exentos de la protección eclesiástica y llegados al último tercio del setecientos podemos afirmar que tan sólo podía invocarse la inmunidad eclesiástica para los de homicidio, lesiones, deserción militar y algunos otros, siempre que no hubiera intervenido el componente jurídico de dolo (ánimo o voluntad de comisión delictiva). (Llorente de Pedro, 2011: 296)

Se comenzó a restringir este derecho de asilo a partir del siglo xviii, tras la firma del Concordato de 1737 de Felipe V y el papa Clemente X, y especialmente en tiempos de Carlos IV, al limitarse solo a los casos de defensa propia.

La pregunta que hay que responder es por qué el autor del Lazarillo sitúa al protagonista ante los «retraídos» en este tratado de la obra y las razones de su juicio tan negativo sobre ellos. La causa de su presencia se encuentra en las quejas que muchos canónigos de la catedral de Toledo expresaron al nuevo arzobispo, Juan Martínez Silíceo, llegado a la ciudad en 1546, por su permisividad ante estos individuos que poblaron como nunca antes el edificio. En diversas actas de las reuniones capitulares hay constancia de sus protestas por el crecido número de ellos, su mal comportamiento, los daños que producían en la iglesia y la mala imagen que daban al principal templo de la cristiandad en el reino.

Rodríguez de Gracia ha publicado diversa documentación que expresa el enfrentamiento que existió entre los canónigos de la catedral de Toledo y el arzobispo Juan Martínez Silíceo, en la que, a través de diversos reproches expuestos por escrito y la respuesta de este último, se pueden apreciar los importantes puntos de fricción existentes. En la base de estos enfrentamientos está el estatuto de limpieza de sangre del arzobispo, votado un año después de su llegada a la ciudad y lo que ello supuso. En opinión de Hilario Rodríguez de Gracia:

Los miembros de la clase privilegiada pertenecientes al Cabildo catedralicio se debieron sentir instintivamente disgustados por el nombramiento de un Arzobispo proveniente de una escala de inferior rango, cosa que en igualdad de condiciones no hubiese evidenciado el menor signo, aunque presentase la ventaja de ser un afamado catedrático e imbricar su descendencia en cristiano viejo por los cuatro costados, circunstancia que sobre el conjunto de sus canónigos era una cualidad sobresaliente. Aquel estigma, no cabe duda, generará, o al menos será el potencial originador, de una oposición, que se traducirá en distensiones, enfrentamientos y luchas. (Rodríguez de Gracia, 1984: 133)

Poco ayudó a la paz entre ambas partes la actitud mostrada por Silíceo, de constante intransigencia en sus planteamientos, individuo poco dado a acordar y mucho más a imponer. En los memoriales capitulares se exponen las quejas, en número superior a cincuenta, de los canónigos y la respuesta a cada una de ellas por el arzobispo. Según Rodríguez de Gracia, en las consideraciones de este último

se obvian los escarceos y el lenguaje se vuelve duro y punzante, plagado de citas para demostrar su sólida cultura, muy normal en quien se ve duramente herido por el dolor y la rabia. La irascibilidad afluye a borbotones, intuyendo el objetivo de sus adversarios. El epílogo de todo ello se conjunta en una drástica medida que autoriza a Juan Ferrer, promotor fiscal del Arzobispo que pueda encarcelar a los comisionados del Cabildo. Uno a uno, los firmantes del escrito van a ser encerrados. En su domicilio son custodiados Diego de Castilla, García Manrique, Gaspar de Aponte, Rodrigo Avalos y Miguel Díaz, mientras que Pedro Cebrián y el licenciado Salazar son recluidos en las mazmorras. (Rodríguez de Gracia, 1984: 93)

De este modo, la actuación arzobispal se puede calificar de colérica y brusca porque «quiere contener las bocas de algunos canónigos ya que, en aquellos cabildos, la mayor parte de las veces no suelen proferirse nada más que malignidades heréticas» (Rodríguez de Gracia, 1984: 133). Se percibe su constante enfado en sus respuestas, en ocasiones enmascaradas bajo la apariencia de misericordia y de cierta compasión. En la mayoría de las ocasiones, reprime al instante cualquier oposición a sus mandatos de forma fulminante. Los disidentes a su estatuto expusieron una y otra vez sus quejas sobre cómo fueron apartadas las clases antes dominantes, sustituidas por otros individuos a la medida de los deseos y conveniencia del arzobispo Silíceo:

Para los canónigos aquella implantación ha redundado en un incalculable daño a las clases dominantes, especialmente a la nobleza, beneficiando únicamente a las clases inferiores, a quienes es imposible hacer árboles genealógicos, y, por tanto, pasarán sin más por ínclitos cristianos viejos. Para aquellos, la línea seguida por Silíceo no se puede caracterizar de una rectitud meridiana. En ocasiones ha actuado de forma subterfugia. (Rodríguez de Gracia, 1984: 98)

Se ataca al arzobispo en las actas, acusándolo de irresponsable y de actuar con criterios absolutamente arbitrarios, especialmente en el otorgamiento de raciones catedralicias y en los nombramientos capitulares. En opinión de Hilario Rodríguez de Gracia:

El documento que examinamos no solamente deja ver un constante enfrentamiento entre dos posiciones subjetivamente antitéticas: un Cabildo ancestral mente levantisco y encastillado defensor de sus privilegios y un Cardenal de carácter fuerte y autoritario. Es también una crónica, no muy completa, claro es, de once años de callados conflictos, en donde, si no llegó a ser un movimiento de rebelión sí fue de oposición sistemática, origen de una exacerbada crítica, como si se quisiese llegar a los prolegómenos de un «juicio de residencia». (Rodríguez de Gracia, 1984: 107)

No es mi intención mostrar las más de cincuenta quejas de los miembros del cabildo en contra de su arzobispo, asunto que excede el objetivo de este estudio, sino limitarme a señalar una interesante referencia a la permisividad de aquel con los «retraídos» que se instalaron en crecido número en el templo. A tal punto llegó la situación, que indican los canónigos en el apartado diez del escrito lo siguiente:

Procura recoger en la torre retraídos, hombres malhechores, huidos de la justicia, para que le ayuden a tañer y como estos no saben es causa de acabar de destruir la torre, como destruyen todo lo alto de la santa iglesia, Y éstos de noche, cerrada la santa iglesia, bajan a ella; allí juegan y cenan y, a veces, tiene mujeres suyas y ajenas y hacen otros grandes excesos en deservicio de nuestro señor. Que a acaecido a los tales acuchillar los guardas de la iglesia, que queriéndolos estorbar y quitar lo que allí hacen. Habemos suplicado infinitas veces a vuestra señoría remedie estos excesos y ponga persona en la torre de cuidado, y que sea hombre virtuoso y honrado que resida. en su oficio y cobre el salario entero. Mire vuestra señoría la razón que tenemos y sea servido de remediarlo sin más dilación. (Rodríguez de Gracia, 1984: 133)

Llama la atención la respuesta de Silíceo, negando la solicitud con argumentos sorprendentes:

Al 10 capítulo respondemos: que el oficio de ser alcayde de la torre no es a proveer de vosotros, sino del prelado y arzobispo de esta santa iglesia y así lo ha sido siempre y no se hallará ser verdad otra cosa. Y si el alcayde no da bastante salario, al que tiene puesto en su nombre para tañer las campanas y guardar la torre, es justo se le dé lo necesario y así muchos días lo hemos mandado. Y como quiera que estos oficios mecánicos están comúnmente debajo del obrero y los dos visitadores hasta el día de hoy, ellos no se han quejado ni dicho a mí la falta en la torre creo tenéis entendido que yo he mandado muchas veces al Vicario que ningún retraído en la torre pueda estar más de nueve días, y así lo ha proveído el dicho Vicario y esto se hallará de verdad. Y que allí se recojan algunos que hayan cometido algún crimen, es justo se les vale la iglesia que sean ahorcados, pues esto permite y mandan los sagrados cánones. Y si las campanas se quiebran, costumbre es en todas las iglesias quebrarse las campanas; porque no son de materia celestial que hayan de durar para siempre, y no es de creer que por tal falta del que las tañe, pues no son de barro ni vidrio, sino que el tiempo que pasa por ellas las envejece y se quiebran, como en los otros animales acaece que la vejez los consume y mata. (Rodríguez de Gracia, 1984: 133)

En resumen, Silíceo hace oídos sordos a la reclamació+n de sus canónigos de echar fuera de la catedral a estos retraídos, derivando su responsabilidad en el vicario. Dice, por otra parte, algo obvio: que serán ahorcados por la justicia ordinaria los que hayan cometido crímenes merecedores de esta pena. Pero nada expresa de todos aquellos con calificaciones penales de menor entidad, en cuya situación se encontraba el mayor número.

¿Qué puede concluirse si ponemos en relación estos dos últimos textos de las actas capitulares con el episodio del Lazarillo? Que el autor de la novela, como los canónigos, recrimina la permisividad con respecto a los «retraídos» y se hace eco de las quejas de los miembros del cabildo de la catedral de Toledo. Es, por tanto, muy probable que el creador de la obra aluda a estos hechos porque él fue uno de los que se quejó de la actitud del arzobispo. Y es por ello por lo que, en definitiva, hay que buscar entre los clérigos de la catedral toledana al autor de la novela.

Un lector hipercrítico de este estudio podrá objetar que no solo fue la catedral la que albergó a esta clase de individuos y que hubo más templos o iglesias, también en Toledo, en los que ocurrió algo parecido. Siendo cierto esto último, conviene poner en el contexto del resto de la obra el breve párrafo de este episodio, objeto del siguiente apartado. Podremos ver que, como en él, en la novela el gran protagonista es el arzobispo Silíceo, en torno al que giran, como se indica a continuación, el resto de los personajes, clérigos catedralicios en su mayor parte.

4. Los resultados del estudio del episodio del alguacil en el contexto de la obra: lázaro/silíceo y el resto de los personajes del Lazarillo en torno al tema principal de la novela, el estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo

En diversos trabajos anteriores a este he tratado de demostrar que toda la composición se organiza sobre un asunto capital, la aprobación del estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo propuesto por el arzobispo Silíceo y aprobado inicialmente en julio de 1547, un año después de su designación para este cargo (Cáseda Teresa, 2022b). El resultado de la votación fue de veinticuatro votos a favor de su implantación, frente a diez contrarios. Pero estos últimos, judeoconversos convertidos en «contradictores», ejercieron una durísima oposición tratando de impedir su aprobación definitiva, la cual tendría lugar nueve años más tarde, en 1556, por el nuevo rey Felipe II. Entre estos opositores figuran como individuos muy activos cinco miembros de la familia Álvarez Zapata: el maestrescuela de la catedral y rector de la Universidad de Toledo Bernardino de Alcaraz, su sobrino el capiscol Bernardino Zapata, el capellán mayor Rodrigo Zapata y los doctores Herrera y Peralta (Amrán, 2011). Del resto, destacan el gran humanista Juan de Vergara y el deán de la catedral de Toledo, Diego de Castilla. Acudieron en defensa de sus intereses ante el Consejo del Reino, ante el Ayuntamiento de Toledo, ante el papa y el emperador y ante los más importantes nobles y clérigos, logrando paralizarlo hasta su aprobación final en el citado año de 1556.

El autor de la obra ideó su novela como una sátira del arzobispo y del estatuto, encubriendo a muchos individuos del momento de su composición bajo la máscara de personajes literarios. Es el caso, por ejemplo, del «mercedario»; en realidad, el gran amigo de Silíceo, el fraile de la Merced fray Pedro de Oriona, a quien nombró su obispo auxiliar en 1547. No en vano, se le llama en el tratado «amicíssimo» (Ruffinatto, 2001: 213). Se afirma que apenas paraba en su convento y que no comía en él, que «rompía muchos zapatos» y que era «amigo de visitas» (Ruffinatto, 2001: 214). Y ello porque fue, además de obispo auxiliar de Silíceo, visitador de la diócesis, por cuya razón pasaba muchos días fuera de Toledo en labores de visita e inspección (Salmerón, 1646: 382). Se subraya también que era «pariente» (Ruffinatto, 2001: 213) porque era tío del más importante funcionario del reino, su sobrino Francisco de Eraso, el secretario personal del emperador Carlos V, personaje todopoderoso que procuró siempre por su tío, consiguiendo para él el obispado de Almería (de San Cecilio, 1669: 146). Se dice también que era «enemigo del coro», una mención a la organización de la catedral de Toledo, dividida en dos coros, el del arzobispo y el del deán, enfrentados por la aprobación del estatuto (Lop Otín, 2005).

El «maestro de pintar panderos» que aparece en unas escasas líneas en la obra oculta probablemente a otro contemporáneo, Francisco de Comontes, a quien el arzobispo Silíceo nombró «maestro pintor de la catedral de Toledo» el mismo año —1547— de la votación del estatuto y de la designación de Pedro de Oriona como su obispo auxiliar. Es autor del retrato de Silíceo que se halla en la catedral (Ceán Bermúdez, 1800: 351).

El «escudero» tiene tres rasgos que lo definen. En primer lugar, es natural de Valladolid. En segundo, aparece descrito como alguien sucio, tanto en su aspecto físico como también la cama en la que duerme, la ropa que utiliza o la casa en la que vive porque es un «marrano» o judeoconverso. Por ello, las palabras lavar o limpieza aparecen a lo largo de este episodio hasta en seis ocasiones. Y, en tercer lugar, tiene un origen noble, pues se trata de un segundón, algo frecuente en el caso de los escuderos. Estas tres características identifican a la persona que se esconde bajo el disfraz de este personaje: el deán de la catedral, Diego de Castilla (Cáseda Teresa, 2022a). Como el escudero, también nació en Valladolid. A semejanza de aquel, fue judeoconverso o «marrano» en su significado de «sucio» y fue uno de los que con más ahínco se opuso al estatuto de Silíceo.

Fue autor de un voto particular contrario a su aprobación, en el que manifestó que, a partir de entonces (1547), ya no sería preciso tener estudios conformes a las pragmáticas del reino ni contar con unos orígenes nobles, siendo suficiente para entrar a formar parte del cabildo de la catedral de Toledo el tener la sangre limpia: un dardo dirigido contra el arzobispo Silíceo, hijo de una familia muy pobre, sin distinción alguna de nobleza, y cuyos estudios los había cursado fuera del reino, en Francia.

A semejanza del escudero, también el deán Diego de Castilla era descendiente de una familia noble castellana, como tataranieto del rey Pedro I de Castilla (García Rey, 1924). Durante toda su vida su objetivo fue lavar la imagen de su antepasado, apellidado «el Cruel» por el canciller Pedro López de Ayala en su Crónica, marbete que Diego de Castilla y otros miembros de su familia trataron de sustituir por el de «el Justiciero». Aunque parece que el autor lo trata mal en la obra y se burla de este individuo, sin embargo, afirma que «con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía más, y antes le avía lástima que enemistad» (Ruffinatto, 2001: 188). Y ello es así porque fue, a diferencia del mercedario fray Pedro de Oriona, un enemigo de Silíceo y del estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo, como también el autor de la novela.

El arcipreste de San Salvador, como descubriera hace tiempo Vaquero Serrano (2001), es trasunto de un miembro de la familia Álvarez Zapata, que contaba entonces con cinco miembros clérigos judeoconversos de la catedral en aquel tiempo como antes he mencionado, todos ellos contradictores del estatuto de Silíceo. Se trata del maestrescuela y rector de la Universidad de Toledo, Bernardino de Alcaraz, o Bernardino Illán de Alcaraz, cuya familia se ocupó del mantenimiento de esta iglesia desde los tiempos de su padre, el secretario de la reina Isabel, Fernán Álvarez Zapata. Cuando se escribió la novela estaban colgados en ella varios sambenitos de miembros de este linaje de judeoconversos (Amrán, 2011). Bernardino fue quien trasladó la respuesta o «contradicción» a la defensa de Silíceo de su estatuto a la Corte en Valladolid. En la Universidad de Toledo (Vaquero Serrano, 2006), que él dirigía, hubo entonces muchos profesores erasmistas. Por otra parte, su familia fue una de las más relevantes en la rebelión de las Comunidades contra Carlos V, por lo que su tío Francisco, el fundador de esta universidad, fue encarcelado en Valladolid, donde murió (Lorente, 1999). Otro tío, García Zapata, abad del monasterio de la Sisla, en las afueras de Toledo, fue quemado vivo por practicar ritos judíos[1]. El padre de Bernardino, secretario de la reina Isabel de Castilla, no pudo evitar que su hermano fuera llevado a la hoguera.

La catedral, llamada en la obra «iglesia mayor», está también presente en el episodio del capellán cuando Lázaro desarrolla el oficio de «aguador» o «azacán» con una función muy concreta: «echar agua» (Ruffinatto, 2001: 232) por la ciudad. Hay en esta frase una declaración subrepticia de la limpieza de sangre en Toledo, de modo específico en su catedral, llena entonces de judeoconversos, contradictores del estatuto. Lázaro, en este sentido, colaboró en la limpieza de sangre y obtuvo rédito, logrando así su primera ropa, aunque vieja —adjetivo repetido tres veces en muy pocas líneas— y pudo de este modo «arrimarse a los buenos» y medrar porque su «boca era medida» (Ruffinatto, 2001: 232). La alusión a «viejo» o «vieja» tiene que ver con la condición de «cristiano viejo» tanto del capellán como de Lázaro/Silíceo. Y las menciones a los «treinta maravedíes» —también tres veces— y a la boca se han de poner en relación con la figura de Judas, que vendió a Jesucristo por treinta monedas y lo identificó ante el sanedrín con un beso en su boca. Para el autor de la novela, por tanto, tanto el aguador como el capellán fueron dos traidores de sus compañeros conversos.

Los aguadores entonces eran en Toledo «gabachos», según Sebastián de Covarrubias (1611: 561) en su Diccionario. Hay, en la mención a este oficio de Lázaro, una alusión sobreentendida al arzobispo, el cual vivió más de diez años en París, donde estudió y fue profesor, y donde, al poco de llegar a esta ciudad, mendigó por sus calles y sirvió como criado a un caballero francés y más tarde a un noble valenciano, Juan de Celaya, que lo apadrinó a partir de entonces (Quero, 2014). El autor de la obra se inspiró en el oficio de criado de Silíceo en sus tiempos de estudiante en la capital de Francia para idear la figura del «mozo de muchos amos» que protagoniza el texto de Lázaro de Tormes.

Por otra parte, el clérigo de Maqueda, como he señalado en un estudio anterior, es la máscara literaria bajo la que se esconde otra persona real: el fiscal inquisitorial del distrito de Toledo, Diego Ortiz de Angulo, el único fiscal que se encargó de todas las causas contra los alumbrados de Toledo (Cáseda Teresa, 2022b). Fue el promotor de las acusaciones contra el impresor Miguel de Eguía, contra Ruiz de Alcaraz, Francisco Ortiz, Antonio de Medrano, Bernardino de Tovar o Juan de Vergara entre los años veinte y cuarenta. Fue, asimismo, clérigo de Maqueda a partir de 1539, donde obtuvo capellanía un año más tarde. Él es probablemente el amo al que sirve Lázaro en este episodio.

Los «bodigos» o panis votivus que aparecen simbolizan el cuerpo de Jesucristo, pues se trata de los panes que entregan los fieles para la comunión en la misa. Es un pan sacramental que el clérigo guarda en un arcaz, encerrado con una llave que solo él posee. Según Weiner (1970), el arcaz simboliza a la Iglesia, vieja y cerrada por sus clérigos, que la utilizan a su arbitrio, sin tener en consideración a los fieles. Las escasas «reformas» que hace el clérigo de Maqueda no bastan para sacarlo de su lamentable estado e impedir que puedan entrar los ratones —o alumbrados— y la culebra o protestantes. Lázaro, gracias a un calderero —imagen de san Pedro o de la Iglesia primitiva—, logrará hacerse con una llave que le dejará libre el interior del arcaz. Cuando come este pan, lejos de la mirada del clérigo, lo vemos en un éxtasis de placer como los dexados al tomar el cuerpo de Jesús. El clérigo, una vez descubierto el engaño, y como hacía este fiscal perseguidor de los alumbrados, lo trata como un hereje, lo acusa de «endemoniado» y le dirige palabras de significado claramente religioso, expulsándolo de su casa:

Luego otro día que fuy levantado, el señor mi amo me tomó por la mano y sacóme la puerta fuera y, puesto en la calle, díxome: “Lázaro, de oy más eres tuyo y no mío. Busca amo y vete con Dios, que yo no quiero en mi compañía tan diligente servidor. No es possible sino que ayas sido moço de ciego”. Y santiguándose de mí, como si yo estuviera endemoniado, se toma a meter en casa y cierra su puerta. (Ruffinatto, 2001: 165)

Si en este episodio el protagonista es el cuerpo de Jesucristo (o los bodigos), en el del ciego lo es el vino o la sangre de Jesús. El ciego «alumbró» a Lázaro, verbo que aparece en varias ocasiones en el tratado. Las referencias alumbradas en él son importantes, ya señaladas por Aldo Ruffinatto (2001). Si tras el clérigo de Maqueda se esconde el fiscal inquisidor del distrito de Toledo, Diego Ortiz de Angulo, ¿también se oculta tras el ciego otra persona de aquel tiempo? Muy probablemente se trata del inquisidor general Alonso Manrique de Lara, medio hermano del poeta Jorge Manrique y autor del Edicto de 1525 elaborado contra los alumbrados, origen de las causas contra los de Toledo, y cuyas acusaciones llevó Diego Ortiz de Angulo, clérigo de Maqueda y fiscal inquisitorial del distrito de Toledo. La ceguera es simbólica e identifica a una Iglesia que no ve ni entiende los nuevos movimientos de la devotio moderna que buscan la religiosidad interior, la lectura de los libros sagrados y que desprecian a los clérigos y los «negocios» que se aprovechan de la fe religiosa. Este ciego que enseña a su criado Lázaro fue el primer obispo que creó un estatuto de limpieza de sangre en una catedral española, Alonso Manrique de Lara, autor en 1511 del estatuto de la catedral de Badajoz (Méndez Venegas, 1994), quien mostró el camino que debía seguir, como él, su buen amigo y también protegido Juan Martínez Silíceo, que hizo lo mismo primero en la catedral de Murcia y más tarde en la de Toledo, donde, no obstante, tuvo importantes dificultades. Este medio hermano de Jorge Manrique apoyó mucho a su paisano Silíceo, bastante más joven que él, ambos de Extremadura, y le hizo muchos favores, en especial facilitarle junto con el duque de Alba el cargo de preceptor del príncipe Felipe. Asimismo, fue con él muy «generoso» y Silíceo se lo agradeció en la dedicatoria de su obra Ars Arithmetica en la que dice: «Juan Martínez Silíceo, de la diócesis de Badajoz, desea felicidad perpetua a su generoso señor D. Alonso Manrique, obispo de Badajoz» (Martínez Silíceo, 1514/2000).

El ciego impide que Lázaro beba el vino, como hace el clérigo de Maqueda con los bodigos. Cuando, tras idear un orificio en la jarra e ingeniar una estrategia para alcanzar unos tragos de la bebida de color de la sangre, Lázaro es descubierto por el ciego, este la estrella contra su cara, provocándole graves heridas. Usa entonces el ciego el vino para curarlas y le indica que lo mismo que le ha provocado sus males es lo que ahora los remedia. Cuando Lázaro bebe el vino, aparece descrito por el autor como un dexado, y cuando el ciego le cura, se menciona su carácter vivificador, como la sangre de Cristo para los cristianos en la eucaristía.

También tras el «buldero» de la novela se oculta probablemente una persona del tiempo de la composición de la novela: el comisario general de la Santa Cruzada, encargado de las bulas tras su nombramiento en 1546. Se trata del obispo de Lugo Juan Suárez de Carvajal (Cáseda Teresa, 2019a: 226), alguien a quien conoció muy bien el autor del Lazarillo. Era natural de Talavera de la Reina y fue protegido por su tío, el cardenal García de Loaysa, que lo llevó a la corte y lo introdujo en las más altas esferas políticas del reino. Logró para él, antes de su nombramiento como comisario general, el cargo de consejero de Indias, del que fue expulsado por sus turbios manejos, denunciados por fray Bartolomé de las Casas. Una vez al frente de la recaudación de las bulas como comisario general de la Santa Cruzada, suscitó de nuevo muchas suspicacias. Ahí está el origen de este personaje de la novela. El autor sitúa la acción en la Sagra de Toledo porque el mismo año a que tantas veces se ha aludido a lo largo de este estudio, 1547, un anciano labrador de Illescas, en la Sagra toledana, sufrió un auto de fe por haberse burlado de las bulas, el único procedimiento abierto sobre este asunto en la época de la escritura del Lazarillo.[2] Probablemente por ello el autor de la obra sitúa la acción de este tratado en este mismo lugar.

5. Conclusiones

A la vista de esta lectura de la obra, en que percibimos cómo el trasfondo histórico del Lazarillo es un hecho fundamental y muy puntual, la lucha contra el estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo, parece claro que la iglesia en que se refugian los retraídos de la obra, objeto de este estudio, es la iglesia mayor o la catedral, que vivía entonces momentos especialmente conflictivos en la pelea entre los clérigos cristianos viejos y los conversos.

No es el objetivo en este momento analizar la relevancia de esta circunstancia para identificar al autor de la obra, algo estudiado por quien firma este artículo en otros trabajos anteriores (Cáseda Teresa, 2019a; Cáseda Teresa, 2019b), pero sí llamar la atención sobre circunstancias muy importantes: la obra se escribió como respuesta a Silíceo, él es el protagonista de la novela, él es Lázaro, un individuo de orígenes pobres, sin mancha judía o morisca, quien se «arrimó a los buenos», sobre todo a su maestro y protector Alonso Manrique de Lara (el ciego de la novela), que persiguió, como aquel, a los alumbrados, lo cual explica el origen de los episodios del ciego y del clérigo de Maqueda (el fiscal inquisitorial Diego Ortiz de Angulo), que nombró como «maestro pintor» de la catedral de Toledo a Francisco de Comontes y como obispo auxiliar y visitador de su diócesis al «mercedario» fray Pedro de Oriona. Al igual que Lázaro, «aguador» en su caso, Silíceo estuvo vinculado a los franceses cuando fue estudiante en París, donde fue «mozo de varios amos» y vivió en la calle como un indigente.

Si esta es, por todo lo hasta ahora señalado, la causa de su escritura, la fecha hemos de situarla en 1551. Se dice en la novela que Lázaro trabajó como aguador durante cuatro años: esto es, hacía ya cuatro que se esmeraba en «limpiar» de judeoconversos la catedral de Toledo; y si el estatuto se aprobó inicialmente en 1547, hemos de añadir este número al cómputo.

La hipótesis sobre la autoría de Alfonso de Valdés por Navarro Durán (2002a y 2002b), basada fundamentalmente en analogías de estilo y temáticas, no puede sostenerse, toda vez que murió en los años treinta. Tampoco la de Juan de Valdés defendida por Martínez Domingo (2023), fallecido una década después. No puede ser su autor ningún otro escritor de todos los apuntados por la crítica, entre ellos, Juan Luis Vives (Calero Calero, 2006), Fernando de Rojas (Morcillo Pérez, 2022), Sebastián de Horozco (Márquez Villanueva, 1957), Diego Hurtado de Mendoza (Agulló, 2010), Cervantes de Salazar (Madrigal, 2003), Arce de Otálora (Rodríguez López-Vázquez, 2010) y otros que sería largo de enumerar, toda vez que ninguno de ellos está relacionado ni biográfica ni literariamente con la causa de su escritura: la oposición a Silíceo y a su estatuto. Hay que buscar dentro del círculo de los clérigos de la catedral de Toledo a su creador.

Pese a que algunos críticos han reivindicado la «necesaria» anonimia de la obra (Ramírez López, 2006), ello no deja de ser una claudicación ante el reto de descubrirlo, una de las tareas más complejas en nuestra literatura. Creo, sin embargo, que este trabajo y otros que le han precedido pueden ayudar en buena medida a situar no solo este objetivo, sino a entender cuándo, dónde, por qué y con qué finalidad se escribió esta novelita, una de las mejores creaciones de todos los tiempos.

Por todo ello, el autor se encuentra entre los diez contradictores que se opusieron a Silíceo, cinco de los cuales —la mitad— eran miembros de la familia Álvarez Zapata, como ya he indicado. El que tiene más posibilidades es un miembro de este linaje, Bernardino de Alcaraz, cuya figura aparece en un cuadro de Juan Correa de Vivar en la capilla de Santa Catalina de la iglesia de San Salvador de Toledo que aparece citada en la novela, y donde él está enterrado (Cáseda Teresa, 2022a). Y ahí, como vestigio de la fundación de este templo de la época visigótica, se conserva una pilastra, en una de cuyas caras está tallado el milagro de Lázaro de Betania y en otra el del ciego, los dos principales protagonistas de la obra (Schlunk, 1971).

Como se ha señalado en otro estudio (Cáseda Teresa, 2020a), la segunda parte del Lazarillo, publicada en Amberes en 1555, fue quizás obra de su sobrino Fernán Álvarez Ponce de León y Luna, el «conde de Arcos» que aparece nombrado en la primera. ¿Por qué en esta continuación Lázaro se convierte en un atún? Porque entonces Fernán estaba luchando en los tribunales para que se le restituyera su título de «conde de Arcos», del que se había apropiado el «duque de Arcos», su tío, y con él también de las propiedades de las ricas poblaciones de pesca en almadraba de Zahara de los Atunes, Rota y Conil. Juan de Luna, sobrino de este último y sobrino nieto de Bernardino de Alcaraz, escribió, esta vez ya sin miedo y poniendo su nombre, otra continuación de la obra, que publicó en París en 1620 (Cáseda Teresa, 2020b). Entonces era un clérigo protestante que acabó sus días en Londres años más tarde y que, tras su huida de España perseguido por la Inquisición, nunca pudo regresar a la Península.

El Lazarillo no es una novela; son, en realidad tres, probablemente de tres miembros de una misma familia de judeoconversos toledanos (los Álvarez Zapata), que lucharon, en el caso de Bernardino, contra Silíceo, contra la Inquisición, contra la hipocresía de los poderosos conversos que dieron su favor al estatuto, pese a ser ellos también sucios o «marranos». En el caso de su sobrino Fernán hay un evidente resquemor porque se le privó de su título de conde por haber sido su familia partidaria de las Comunidades, título que a él le hubiera correspondido, y por ello en su continuación de la obra (1555) hay mucho más contenido político que religioso, a diferencia de lo que ocurre en la primera. En la obra de Juan de Luna la causa de su composición es su venganza contra la Inquisición que le obligó a huir de España donde había sido, concretamente en Toledo, fraile agustino recoleto, estableciéndose luego en Francia, donde ejerció de clérigo protestante.

Las tres novelas constituyen un formidable testimonio de una España que abanderó la Contrarreforma y fulminó un periodo de luz y de modernidad en los primeros años del Renacimiento. Siguiendo el ejemplo de Silíceo en Toledo, se comenzaron a aprobar los estatutos de limpieza de sangre en todas las iglesias del reino y empezó un periodo oscuro. El autor del Lazarillo, con una enorme inteligencia, supo ver lo que luego ocurriría e hizo una sátira de los nuevos tiempos. Pero Lázaro/Silíceo, con un «oficio real» en su juventud (antiguo preceptor del príncipe Felipe), aplastó toda oposición y «limpió» su catedral de conversos. El Concilio de Trento será el final de una época y el Lazarillo el canto del cisne del espíritu cisneriano.

Referencias

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[1] «Papeles referentes al Estatuto de limpieza de sangre de la Iglesia de Toledo, hecho siendo Arzobispo D. Juan Martínez Silíceo», f. 30v. Biblioteca Nacional. Mss. 13038. Recuperado de: Biblioteca Digital Hispánica. Consultado el 5 de abril de 2024.

[2] Archivo Histórico Nacional. ES. 28079. AHN//INQUISICIÓN, 112, Exp. 11.