Philologia Hispalensis · 2025 Vol. 39 · Nº 2 · pp. 239-257

ISSN 1132-0265 · © 2025. Editorial Universidad de Sevilla. · CC BY-NC-SA 4.0 Licencia Creative Commons

https://dx.doi.org/10.12795/PH.2025.v39.i02.10


EL ALMA DEL MUNDO Y EL TEJIDO CÓSMICO: LA POÉTICA DEL TERRITORIO DEL INCA GARCILASO DE LA VEGA

La poética del territorio del Inca Garcilaso de la Vega

THE SOUL OF THE WORLD AND THE COSMIC FABRIC: THE INCA
GARCILASO DE LA VEGA’S POETICS OF TERRITORY

Pedro Martín Favaron Peyón

Pontificia Universidad Católica del Perú

pfavaron@pucp.edu.pe

0000-0002-1985-1679

Recibido: 09-01-2025 | Aceptado: 04-06-2025

Cómo citar: Favaron Peyón, P. M. (2025). El alma del mundo y el tejido cósmico: la poética del territorio del inca Garcilaso de la Vega. Philologia Hispalensis, 39(2), 239-257. https://dx.doi.org/10.12795/PH.2025.v39.i02.10

Resumen

El proyecto escritural de Garcilaso de la Vega puede ser entendido (al menos desde cierto punto de vista) como el testimonio espiritual, retórico y filosófico del entrecruzamiento entre el orden idiosincrático virreinal y las racionalidades indígenas. Como miembro (mestizo) de ambos mundos, en el discurso del Inca escritor es posible rastrear (aunque muchas veces en el subtexto) formas indígenas de entender la vida de la totalidad cósmica. El presente artículo resaltará la presencia, en los Comentarios Reales (1609), de concepciones del territorio que se corresponden con la cosmogonía amerindia de sus ancestros maternos. Para ello, se hará una lectura hermenéutica de este libro virreinal en diálogo con un conocimiento etnográfico y lingüístico que permita desarrollar ciertas nociones cosmopoéticas. Esta interpretación alternativa de la obra de Garcilaso pone de manifiesto la actualidad del fundador de la literatura en los mundos andinos ante las preocupaciones ecológicas que signan nuestra época.

Palabras clave: archivo virreinal andino, cosmopoética indígena, saberes ancestrales, literaturas heterogéneas, antropología lingüística.

Abstract

Garcilaso de la Vega’s writing project can be understood (at least from a certain point of view) as the spiritual, rhetorical and philosophical testimony of the intertwining of the viceregal idiosyncratic order and indigenous rationalities. As a (mestizo) member of both worlds, in the discourse of the Inca writer it is possible to trace (albeit often in subtext) indigenous ways of understanding the life of the cosmic totality. This article will highlight the presence, in the Comentarios Reales (1609), of conceptions of territory that correspond to the Amerindian cosmogony of his maternal ancestors. To this end, a hermeneutic reading of this viceregal book will be made in dialogue with an ethnographic and linguistic knowledge that allows for the development of certain cosmopoetic notions. This alternative interpretation of Garcilaso’s work highlights the relevance of the founder of literature in the Andean worlds in the face of the ecological concerns that mark our times.

Keywords: Andean viceregal archive, indigenous cosmopoetics, ancestral knowledge, heterogeneous literatures, linguistic anthropology.

1. Introducción

A pesar de la notoria influencia de la filosofía renacentista y del pensamiento católico en su obra, Garcilaso de la Vega no vivió su integración al sistema escritural y al pensamiento europeo «como una renuncia a su identidad india» (Wachtel, 2017: 200). Resultaría bastante parcializado desconocer ciertas reminiscencias de la oralidad y de las ritualidades indígenas. Las persistencias de estas racionalidades indígenas aparecen no tanto en la superficie del texto, sino que, ante todo, en los niveles más profundos de lectura. Estas resonancias soterradas expresan, por momentos, ciertas ontologías amerindias que conciben el cosmos como totalidad animada y consciente. El interés de este artículo es, justamente, sondear aquello que podríamos denominar la cosmopoética indígena en la literatura del Inca escritor.

La cosmopoética, entendida como relación dialógica y afectiva con la totalidad de la existencia, es un aspecto fundamental de las reflexiones ontológicas amerindias. Este concepto trata de designar al arte verbal indígena que pone de manifiesto que el resto de los seres vivos (categoría que no solo incluiría a los animales y a las plantas, sino también a las piedras, las montañas y las estrellas, entre otros) participan de la consciencia, la subjetividad y de las redes del lenguaje. Estas poéticas cósmicas expresarían el hecho de que el ser humano vive entretejido con la totalidad de la existencia. Aceptando que la heterogeneidad literaria consiste, justamente, en la irrupción de oralidades y saberes indígenas en la textualidad escritural, es inevitable proponer que la cosmopoética amerindia ha dejado ciertas trazas en este tipo de escritos. Podría decirse, por lo tanto, que la poética cósmica es inherente a la heterogeneidad.

Para poder identificar las nociones cosmopoéticas en la obra de Garcilaso se llevará a cabo una interpretación de ciertos pasajes de los Comentarios en los que el escritor cusqueño se refiere a prácticas rituales que establecían una relación dialógica con el territorio y que dan cuenta de la concepción indígena de estos seres como portadores de fuerza espiritual. A su vez, estos pasajes serán analizados con base en un conocimiento etnográfico que nos permita desentrañar, hasta donde nos sea posible, las nociones cosmopoéticas de origen amerindio que vehiculizan este texto imprescindible de las literaturas heterogéneas de la región andina. El presente artículo plantea una lectura de la obra de Garcilaso nutrida de herramientas teóricas de la antropología lingüística (prestando especial atención a las inflexiones poéticas de la lengua quechua) que complementan las metodologías propias del campo literario y de los estudios culturales.

La constatación de una cosmopoética en los Comentarios ayudará a señalar la vigencia de la obra de Garcilaso a la luz de las preocupaciones ecológicas de nuestra época. En este sentido, el presente trabajo retoma la línea de investigación abierta por Mazzotti (2018a) en su artículo «El Inca Garcilaso y el calentamiento global […]», en el que postula una posible «lectura de los Comentarios reales (1609 y 1617) en clave contemporánea, es decir, encontrando en la obra significados pertinentes a problemáticas sociales e históricas de principios del siglo XXI» (2018a: 79). Según Mazzotti, una interpretación de este tipo estaría orientada a señalar la relevancia presente y futura «del Inca, es decir, su validez para entender y contribuir a la solución de crisis actuales» (2018a: 79). La cosmopoética que vehiculiza la obra de Garcilaso permite vislumbrar la posibilidad de plantear un pensamiento ecologista desde las ontologías indígenas, que supere el paradigma naturalista y señale la íntima vinculación del ser humano con la totalidad de la existencia.

2. Las resonancias indígenas del Inca Garcilaso

Garcilaso llama a la «naturaleza», casi al principio del Libro Primero de los Comentarios, «madre universal y piadosa» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 26). Aunque tal expresión no puede ser atribuida solamente a su herencia indígena, sí señala una apertura y una sensibilidad hacia la agencia fecundativa del cosmos que bien podría ser indicio del entrecruzamiento de la poética amerindia con la filosofía renacentista. La escritura de los Comentarios está impregnada de cierto goce estético frente al territorio; la prosa, en algunos pasajes del libro, realiza un ejercicio poético de la lengua para evocar la belleza de la tierra natal del autor andino. Un ejemplo es la descripción que hace de la cordillera de los Andes: «Al levante tiene por término aquella nunca jamás pisada de hombres, ni de animales ni de aves, inaccesible cordillera de nieves que corre desde Santa Marta hasta el Estrecho de Magallanes, que los indios llaman Ritisuyo, que es banda de nieves» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 39). Como sabemos, para buena parte de las naciones amerindias de la región andina, las montañas son seres vivos y dueños espirituales de toda la vida que se desenvuelve a sus pies.

Garcilaso expresó la impresión que guardaba en su memoria de las imponentes montañas, ante las cuales sus parientes maternos sentían una piadosa reverencia. Las investigaciones etnográficas recientes señalan que la fuerza espiritual de una montaña depende, al menos en buena medida, de su tamaño: se afirma que las más grandes son las más poderosas (Allen, 2021). Desde que se ve una determinada montaña, el caminante indígena sabe que ha ingresado al territorio resguardado y animado por ese ser. Además de ello, «los cerros en las sociedades andinas, especialmente los situados en las nacientes de los ríos, son tradicionalmente considerados sagrados porque allí residen las divinidades que controlan los fenómenos meteorológicos» (Astuhuamán, 2008: 99). Las montañas, entonces, ejercerían cierta influencia sobre la lluvia y los ríos, lo cual señalaría su importancia para garantizar la subsistencia de los seres vivos.

Debido a que el proyecto literario de Garcilaso procuraba probar que la racionalidad de los gobernantes cusqueños era, en muchos aspectos, semejante y casi una prefiguración del cristianismo, silenció algunas de sus concepciones (pasándolas por alto o atribuyéndoselas muchas veces de manera exclusiva a naciones anteriores a los incas). Sin embargo, influido por los filósofos renacentistas (en los que se daba una confluencia entre cristianismo y cultura helénica), el pensamiento de Garcilaso no descartó del todo la idea del territorio como ser vivo, generoso, maternal y consciente. Estos procedimientos reflexivos se evidencian cuando describe las concepciones cosmogónicas de las poblaciones andinas anteriores a la expansión «civilizatoria» de los incas:

Otros muchos indios hubo de diversas naciones, en aquella primera edad, que escogieron sus dioses con alguna más consideración que los pasados, porque adoraban las fuentes caudalosas y ríos grandes, por decir que les daban agua para regar sus sementeras.

Otros adoraban la tierra y la llamaban Madre, porque les daba sus frutos; otros al aire por el respirar, porque decían que mediante él vivían los hombres; otros al fuego, porque los calentaba y porque guisaban de comer con él; otros adoraban a un carnero por el mucho ganado que en sus tierras se criaba; otros a la cordillera grande de la Sierra nevada, por su altura y admirable grandeza y por los muchos ríos que salen de ella para los riegos; otros al maíz o zara, como ellos le llaman, porque es el pan común de ellos; otros a otras mieses y legumbres, según que más abundantemente se daban en sus provincias.

Los de la costa de la mar, además de otra infinidad de dioses que tuvieron, o quizá lo mismo que hemos dicho, adoraban en común al mar y le llamaban Mamacocha, que quiere decir Madre Mar, dando a entender con ellos hacia otro oficio de madre en sustentarlos con pescado. Adoraban también generalmente a la ballena por su grandeza y monstruosidad. (Garcilaso de la Vega, 1976a: 45)

Para estas naciones antiguas, según afirma Garcilaso, todo aquello que posibilitaba la vida humana (como los ríos, las aguas, el aire, las montañas, el mar, etc.), era considerado sagrado. Los Comentarios, escritos desde una perspectiva bastante etnocéntrica (afincada en la supuesta superioridad de los cusqueños), proponen que estas cosmogonías indígenas eran más primitivas que las del culto solar inca. El escritor mestizo comparte, por lo tanto, la descalificación de los «dioses» locales. En este sentido, Garcilaso se distancia a sí mismo (y a los incas) de esta ecología religiosa precolombina. Sin embargo, es posible hallar una operación retórica más sutil. A pesar de expresarse con términos peyorativos, Garcilaso también se preocupó por aclarar la racionalidad detrás de estas prácticas rituales: según el autor cusqueño, estos elementos primordiales de la «naturaleza» fueron considerados sagrados por estas naciones porque permitían que la vida humana prosperase. Agradecer a los elementos materiales que nos dan existencia (como hacía y hacen, hasta el día de hoy, muchos pueblos indígenas de la región), no es algo del todo descabellado o irracional. Al señalar el sentido reflexivo de estas prácticas ancestrales y la racionalidad implícita en ellas, Garcilaso (hasta cierto punto, al menos) las legitima ante los lectores cultos de la época. La argumentación nos permite presumir que el autor mestizo sabía que esta cosmopoética seguía siendo parte de las prácticas de sus ancestros maternos. En todo caso, una concepción semejante también se detecta cuando realiza una interpretación del término waka (o huaca, según la grafía de la época), una de las palabras de mayor importancia en la cosmopoética amerindia. Aunque los sacerdotes católicos que investigaban la ritualidad indígena conocían el término, Garcilaso sintió la necesidad de ampliar sus rangos semánticos:

[Huaca] quiere decir cosa sagrada, como eran todas aquellas en que el demonio les hablaba, esto es, los ídolos, las peñas, las piedras grandes o árboles en que el enemigo entraba para hacerles creer que era dios […]. También dan el mismo nombre a todas aquellas cosas que en hermosura o excelencia se aventajan a las otras de su especie, como una rosa, manzana o camuesa o cualquier otra fruta que sea mayor y más hermosa que todas las de su árbol […]. Llamaron huaca a la gran cordillera de la Sierra Nevada que corre por todo el Perú a lo largo hasta el Estrecho de Magallanes, por su largura y eminencia, que es cierto es admirabilísima a quien la mira con atención. Dan el mismo nombre a los cerros muy altos, que se aventajan de los otros cerros […]. A todas estas cosas y otras semejantes llamaron huacas, no por tenerlas por dioses ni adorarlas, sino por la particular ventaja que hacían a las comunes; por esta causa las miraban y trataban con admiración. (Garcilaso de la Vega, 1976a: 67-69).

Este fragmento muestra que, para el escritor cusqueño, los pueblos indígenas tenían una propensión a «reconocer en la naturaleza manifestaciones de la grandeza divina» (Itier, 2023: 481). Si bien Garcilaso dice que es el «demonio» quien hablaba a través de estos seres, debe entenderse que se refiere a los dueños espirituales de las rocas o vegetales. Esto, por un lado, indicaría que la agencia semiótica era un aspecto fundamental de su consideración como waka; por otro, que eran manifestaciones sensibles de entidades suprasensibles de las que provenía su lenguaje, consciencia y sacralidad. Además de que Garcilaso conoció tales prácticas y reflexiones siendo joven, es muy posible que el desarrollo conceptual de estos razonamientos tuviera asidero en sus lecturas de los renacentistas italianos y, de manera particular, en los Diálogos de Amor de León Hebreo. El texto de Hebreo, apelando a las operaciones sincréticas del neoplatonismo, vehiculizaba algunas nociones fundamentales del pensamiento cabalístico, de manera particular «la relación entre un Dios incognoscible e incomprensible en sí mismo por la mente humana y sus manifestaciones visibles y espirituales en el universo» (Mazzotti, 2018b: 45). Es bastante probable que Garcilaso entendiera, a partir de estas lecturas, que el ser humano puede acercarse al conocimiento de Dios (gnosis) mediante una relación poética con lo sensible.

Los apuntes etnográficos de Garcilaso expresan que los waka «también podían hablar, escuchar y comunicarse, tanto entre ellos como con las personas» (Bray, 2021: 32). El lenguaje, por lo tanto, no sería exclusivo de la humanidad, sino algo compartido por el resto de los seres del territorio. Al decir que trataban ritualmente a los waka por los beneficios que daban a las comunidades, Garcilaso sugiere que estos seres y sus manifestaciones concretas tenían «capacidad de interacción personal y la realización de actos beneficiosos» (Bray, 2021: 29). Se trataba de seres que actuaban sobre el mundo visible según su voluntad; los seres humanos podían influir sobre ellos mediante prácticas rituales. Las personas tenían la obligación de realizar ofrendas a estos seres extraordinarios para agradecer los beneficios recibidos y evitar el desequilibrio de las relaciones. Los actos verbales y rituales llevados a cabo para agradecer y honrar a los waka buscaban asegurar la vitalidad cósmica y la continuidad de lo existente.

3. La cosmopoética indígena de la sacralidad

La interpretación del término waka hecha por Garcilaso pone de manifiesto, como afirma él mismo, «la mucha significación que los indios encierran en una sola palabra» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 69). Sin duda, esta reflexión semántica es un aporte fundamental del autor cusqueño, ya que rompió con la identificación facilista establecida por buena parte de los sacerdotes virreinales de waka como equivalente a ídolo o lugar de adoración (que es como el término, en efecto, ha pasado al castellano andino). Es posible intuir que el término waka no parece haber hecho referencia a entidades del todo separadas de la experiencia empírica ni confinadas a un reino metafísico; por el contrario, estos dueños espirituales estaban ligados a los seres sensibles y se manifestaban en ellos. Cuando los antiguos llamaban waka a una piedra o a una montaña, por ejemplo, lo hacían en referencia a las cualidades materiales que estas manifestaban (tamaño, color, resistencia, textura, etc.) y que las convertía en seres excepcionales dentro de su clase; esta excepcionalidad material era un índice, justamente, de que estaban habitadas por una fuerza espiritual y una agencia semiótica de singular intensidad. La apariencia física de los seres del cosmos podría haber sido entendida como la configuración material que adquiría el soplo anímico en cada cuerpo, por decirlo de alguna manera.

Dado este contexto cosmogónico, Mannheim y Salas Carreño (2021) se preguntan si «¿tiene sentido hablar de sacralidad cuando las prácticas que consideramos sagradas se entretejen en la vida cotidiana de la cultura andina?» (Mannheim y Salas Carreño, 2021: 71). Es evidente que para hablar de lo sagrado desde la perspectiva amerindia esta categoría tiene que ser repensada. «No hubo en quechua ni en aimara un concepto similar al de ‘sagrado’, tal como lo entiende la antropología, es decir como algo separado de lo profano» (Itier, 2021: 488). Esto no implica, al menos no de manera necesaria, que deba descartarse el término, sino que, para poderlo utilizar, hay que resemantizarlo. Lo sagrado, en un sentido amerindio, sería lo excepcionalmente cargado de espíritu y dotado de consciencia dialógica. Por eso mismo, la fuerza espiritual del waka no debe interpretarse «en un sentido abstracto o ideal, sino más bien como un tipo de fuerza natural» (Bray, 2021: 30). Siguiendo esta lógica, Garcilaso se preocupó por afirmar que estos waka no fueran tomados por «dioses» (al menos no en el sentido grecolatino), sino como entidades del mundo visible en las que los antiguos percibían que el ánimo vital (kama-) se manifestaba con contundencia.

Para Garcilaso «huaca no significa en sí mismo dios, ni alude a dioses, sino a un tipo de fuerzas espirituales que provienen directamente de la naturaleza» (Herrera, 2022: 153). El modelo «idolátrico» que guiaba, en buena medida, a los curas que interpretaban la ritualidad amerindia, era la historia de los hebreos del Éxodo. La especulación traductológica de Garcilaso, entonces, pretendía complejizar la descripción sacerdotal de las prácticas rituales indígenas, descartando que se pudiera proyectar sobre ellas de manera simple «la historia del becerro de oro, en la que un ídolo completamente material se opone a un monoteísmo específicamente católico romano» (Mannheim y Salas Carreño, 2021: 83). Esto resulta fundamental, ya que Garcilaso parece empeñado en demostrar que la actitud indígena no debía ser comprendida como una «idolatría» radical, sino que se habría tratado de una suerte de «panteísmo natural» (Itier, 2023: 481). Los incas, según Garcilaso, no habrían adorado a meros objetos, sino que presentían la presencia inmanente de la divinidad en distintos seres de la naturaleza.

Dadas las relecturas que los renacentistas italianos habían realizado de las concepciones religiosas de los griegos y romanos, este «panteísmo» tal vez no aparecía como algo tan condenable ni reñido con Dios para un lector culto de la época. El Inca escritor presentó el término waka como «un concepto filosófico reminiscente del misticismo astral de la Antigüedad: era huaca todo lo que inspiraba reverencia ante el sublime misterio de la Creación» (Itier, 2023: 481). Waka, en los Comentarios, indicaría una especie de reconocimiento, por intuición y razón natural, de que la maravilla del mundo depende de la obra del Creador. Pero, como ya hemos adelantado, hay más ideas que se entretejen en su prosa; por eso mismo, es conveniente permanecer atentos a las sutilezas y a la posibilidad de que, al interior de la escritura de Garcilaso, diferentes interpretaciones (incluso opuestas) conviven de manera complementaria.

4. La narrativa cósmica

Según deja entrever Garcilaso, algunos de los cantos y de las narraciones ancestrales de los incas también daban cuenta de que el cosmos entero estaba animado. En el capítulo XXVII del Libro Segundo, el cronista cusqueño citó un poema que, según afirma, encontró en los pocos papeles conservados que escribió el jesuita mestizo Blas Valera sobre la ritualidad amerindia. Este sacerdote, según refiere Garcilaso, afirmaba haber hallado este canto cifrado en unos khipu. Es evidente que, al citar el poema, Garcilaso pretendía demostrar los logros «literarios» de los incas. Ahora bien, es muy probable que el texto quechua fuese una creación del propio Valera, basándose en lo que recordaba haber escuchado del arte verbal de los amauta. La introducción del concepto de «hacedor» (al que se denomina en la versión quechua con el epíteto pacharuraq) parece ser un neologismo sacerdotal. Sin embargo, el texto señalado contiene elementos propios de las reflexiones ontológicas y cosmogónicas amerindias. Se cita a continuación el poema, con la versión quechua (tal como aparece escrita en los Comentarios) y la traducción al castellano de Garcilaso:

Zumac ñusta

Hermosa doncella

Toralláiquim

Aquese tu hermano

Puiñuy quita

El tu cantarillo

Páquir cayan

Lo está quebrantando

Hina mántara

Y de aquesta causa

Cunuñunun

Truena y relampaguea

Illapántac

caen rayos.

Camri ñusta

Tú, real doncella,

Unuquita

Tus muy lindas aguas

Para munqui

Nos darás lloviendo:

Mai ñimpiri

También a las veces

Chichi munqui

Granizar nos has.

Riti munqui

El Hacedor del mundo

Pacha rúrac

Nevarás asimesmo

Pachacámac

El Dios que te anima

Vira cocha

El gran Viracocha

Cai hinápac

Para este oficio

Churasunqui

Ya te colocaron

Camasunqui

Y te dieron alma.

(Garcilaso de la Vega, 1976a: 116)

Según Garcilaso, estos versos fueron compuestos por «un Inca poeta y astrólogo», estableciendo así la posibilidad de una práctica cosmopoética antigua que, en sus cantos rituales y narrativos, reconocía que la vida humana y planetaria era indesligable del resto del universo. La fidelidad a la Madre Tierra que manifiestan las reflexiones y ritualidades amerindias extiende, a su vez, sus relaciones afectivas más allá del límite atmosférico para incluir a la Luna, al Sol, a los planetas y a las estrellas. Garcilaso asegura que recordaba «haber oído esta fábula en mi niñez con otras muchas que me contaban mis parientes, pero como niños y muchacho, no les pedí la significación» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 115). Se habría tratado de un tema narrativo bastante extendido. Gracias a la etnografía contemporánea, se sabe que entre las poblaciones indígenas de la región andina se conservan «diferentes mitos en los que mujeres jóvenes que sostienen una vasija son el origen del agua en el mundo» (Fabiano y Artzi, 2023: 408). En el poema citado, la mujer celeste es llamada ñusta, término que, según Garcilaso, quiere «decir doncella de sangre real, y no se interpreta con menos» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 116). González Holguín (1952 [1608]), por su parte, lo define como «princesa, o señora de sangre yllustre». En el poema, parece funcionar como un nombre honorífico dado a una mujer considerada waka; pero es más dudoso si, como propone Garcilaso, la virginidad es indesligable del término. La reflexión sobre este punto, a pesar de lo incierto, cobra importancia en el contexto significante del conjunto de versos, ya que el poema parece utilizar una metáfora sexual como explicación narrativa sobre el origen de las lluvias.

Según se desprende del relato, una ñusta celeste sería la dueña de la lluvia, del granizo y de la nieve; su hermano, en cambio, parece ser el dueño del trueno, del relámpago y del rayo. El emisor del poema habla de manera directa a la mujer del cielo, que es la receptora de las palabras rituales, dando cuenta de un diálogo cosmopoético. En una escritura actualizada del quechua, los tres primeros versos se escribirían de la siguiente manera: «turallaykim / puyñuykita / pakirqullan». El término turallaykim podría traducirse como «tu amado hermano»; el uso del evidencial -mi parecería dar cuenta de que el poeta es testigo de la acción que este hombre celeste está llevando a cabo. ¿Cómo podría él contemplar esas acciones de los waka celestes? Una explicación posible es que el poeta haya sido una persona con habilidades perceptivas extraordinarias, capaz de visionar lo que sucede en los mundos suprasensibles. Puyñuykita designa al cántaro de la joven celestial. Puyñu connota algo frágil y delicado, que merece ser cuidado. El término pakirqullan proviene del verbo pakiy, que es romper cosas duras. Debido al uso del sufijo -rqu, parece tratarse de una acción repentina o inesperada; el -lla, por su parte, connota que ese suceso provoca cierta congoja. Por lo tanto, se podría traducir estos versos, con cierta libertad poética, como: «Hermosa mujer-waka del mundo celeste / sin lugar a dudas, he visto que tu amado y único hermano / ¡ay!, ha quebrado con violencia intempestiva / tu frágil y hermoso cántaro». La ruptura del cántaro parece ser una alusión metafórica a la penetración masculina en el cuerpo de una mujer que, hasta entonces, según se desprende de las sugerencias del subtexto, no había tenido relaciones sexuales.

El agua que cae del cielo sería el resultado de la complementación copular de un principio masculino con uno femenino. Los diferentes atributos de las tormentas son presentados por Garcilaso como propios de cada género: «Dicen que el hombre los causa [los rayos y truenos], porque son hechos de hombres feroces y no de mujeres tiernas. Dicen que el granizar, llover y nevar lo hace la doncella, porque son hechos de más suavidad y blandura y de tan provecho» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 115). Es decir, los fenómenos de mayor contundencia sonora y lumínica parecen asociados a la actividad masculina; los otros, que son provechosos para la vida, son imaginados como propios de la ternura y compasión que, arquetípicamente, se atribuía a la mujer. La vasija o cantarillo que tiene la mujer en sus manos contiene el agua de las lluvias como potencia latente, todavía no manifestada. «Según la percepción andina el agua estancada es entendida como un ser femenino, como es el caso de la mama cocha, el océano, o las cochas, las lagunas» (Fabiano y Artzi, 2023: 408). La vasija es también una metáfora del cuerpo femenino; la propia biología de la ñusta celeste sería «el lugar donde el agua está concentrada y de ahí fluye» (Fabiano y Artzi, 2023: 408). La condición de posibilidad para que esta agua contenida logre manifestarse en el mundo visible, fecundando la existencia y posibilitando la vida, parece depender (desde la racionalidad del poema) de la inseminación masculina.

El rayo, al que se menciona en esta narrativa y que se conocía en quechua como illapa, tenía un lugar preponderante en el imaginario ritual del área andina, ya que es luz sonora que vincula el cielo con la Madre Tierra. En el relato poético registrado por Garcilaso, parece cumplir un rol propiciatorio. La lluvia que permite la vida e insemina la Tierra sería fruto de una relación incestuosa. Es sabido que, aunque el incesto era considerado inapropiado por las naciones amerindias, era lícito para algunos miembros de las élites andinas y, posiblemente, también entre los waka. Según la racionalidad poética, los rayos y truenos se producen cuando la vasija de la mujer se quiebra. El poema contiene el verbo illantapaq, el cual, según Garcilaso, «incluye en su significación la de tres verbos que son tronar, relampaguear y caer rayos» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 115). La manifestación lumínica y sonora de la tormenta habría sido considerada un indicio de la relación sexual entre los hermanos celestiales. De esta manera, el poema manifiesta una vocación cosmopoética, propia de la sensibilidad indígena, que concibe que la vida surge a partir de la vinculación sexual de elementos femeninos y masculinos. «El mundo de arriba, con sus elementos como el sol, la luna, las lluvias y los relámpagos, se une al mundo de abajo, con sus elementos como los ancestros, la misma tierra y los puquio, que salen de la tierra, para hacer fértil y abundante el mundo» (Topic, 2008: 81). El agua de la vasija, entonces, que tenía una simbología femenina, se vuelve activa al ser inseminada. La lluvia tiene connotaciones masculinas porque es agua vertical que insemina la Tierra. Por lo tanto, el agua, en tanto sustancia que contiene y posibilita la vida, se asociaba con lo femenino; pero cuando inseminaba el territorio, poseía características masculinas.

Según Topic (2008), «generalmente, en el mundo andino los elementos masculinos son vinculados con el mundo de arriba, mientras que los elementos femeninos lo son con el mundo de abajo» (Topic, 2008: 82). Sin embargo, y sin negar la preponderancia de esta dinámica de la imaginación arquetípica, el poema citado deja ver que en el cielo también hay seres masculinos y femeninos que deben complementarse para que la vida sea posible; asimismo, en la Tierra tiene que darse la copulación de la diferencia, como cuando los ríos (masculinos) inseminan las huertas (femeninas). De esta manera, se evidencia que en todos los niveles y mundos la vida surge desde «la complementariedad de lo masculino y femeninos (el concepto de yanantin): los dos son necesarios para la reproducción del mundo» (Topic, 2008: 82). Para la reflexión amerindia el encuentro (tinkuy) de lo desemejante produce la vida desde una cosmopoética erótica en la que todos los seres vivos tienen una sexualidad propia y están interrelacionados. Los fenómenos celestes, entonces, no serían meras manifestaciones climáticas, sino que tras ellos habría seres inteligentes, y, por eso mismo, susceptibles a ser interpelados por la palabra y los ruegos de los seres humanos. En el poema citado por Garcilaso, el cantante solicita a la mujer-waka que derrame sus aguas a favor de la vida. En un quechua actualizado, estos versos se escribirían de la siguiente manera: «Qamri ñusta / unuykita / paramunki»; lo cual se podría traducir como: «Tu, mujer-waka celeste / [con] tu agua / llueve hacia mí»[1]. Estos versos manifiestan una concepción indígena acerca del poder realizativo de la palabra poética, capaz de influenciar en los dueños espirituales de los fenómenos climáticas, para desatar la lluvia. Es de suponer que si bien Garcilaso, siguiendo a Blas Valera, presenta el poema como un producto ajustado a la comprensión literaria europea, esto fue el resultado de la transformación letrada de una manifestación oral. Sin embargo, este procedimiento no borró las trazas que permiten conjeturar que poemas semejantes eran parte de un dispositivo ritual mayor, en el que se ejecutaban danzas y sacrificios (entre otras posibles prácticas) para conjurar la lluvia.

Debido a la reinterpretación cristiana de la poética amerindia, el poema afirma que la mujer celeste ha sido puesta en el cielo como dueña de las lluvias por Dios, al que se denomina con los términos Wiraqucha y Pachacamac, que aparecen presentados como si fueran distintos nombres de una misma deidad creadora. Los tres versos finales, según una escritura actualizada, se leerían de la siguiente manera: «kayhinapaq / churasunki / kamasunki»; lo que podría traducirse como «para [hacer] esto / fuiste por él designada / y te animó con aliento vital». El sufijo -sunki da cuenta de que hay otra entidad, con autoridad y una extraordinaria fuerza anímica, que ha asignado este destino y facultades a la mujer-waka. Es complejo deslindar en estos fragmentos, de forma tajante, los posibles elementos cristianos de los de la ritualidad indígena; es evidente que Valera hizo una relaboración escritural en la que ambas herencias idiosincráticas convergían. Sin embargo, me parece posible especular que, en efecto, en algunas concepciones amerindias se concebía una suerte de principio animador (kama-) vinculante, que daba vida a los seres desde adentro de la materia misma del cosmos y hacía que cada quien tuviera una misión y destino. Asimismo, el poema manifiesta, de manera implícita, la importancia de las prácticas rituales para mantener el flujo del aliento vital y que la existencia cósmica alcance plenitud, lo cual claramente deriva de una cosmopoética indígena lejana a la teología cristiana hegemónica. Los cantos a los dueños de la lluvia y de la tormenta eran necesarios para promover la fecundación del mundo. «El Inca aumentaba la fertilidad de su imperio no solo a través de la construcción de canales y andenería, sino también manteniendo el culto a las divinidades encargadas de la fertilidad» (Fabiano y Artzi, 2023: 419). La heterogeneidad del poema, entonces, reside en que se trata de un texto literario creado a partir de un arte verbal oral, que era parte de un entramado ritual y de una reflexión cosmogónica en la que la palabra devocional tenía la capacidad de influenciar en el cosmos y era fundamental para el mantenimiento de la existencia.

La cosmogonía amerindia postulaba que era posible encontrar, a partir de la contemplación de los astros, vaticinios sobre la suerte próxima de las cosechas y del ganado. Las constelaciones «eran también objeto de culto, y se creía que controlaban la reproducción de especies específicas de plantas y animales» (Durston, 2019: 299). En general, desde la perspectiva amerindia era posible interactuar con los seres celestes y conseguir sus favores a través de la ritualidad legada por los ancestros. La subsistencia dependía de la capacidad de entablar vínculos dialógicos con seres espirituales a los que se consideraban regentes del cosmos y con una especial vinculación con el flujo del agua. La comprensión narrativa de los seres celestes no estuvo disociada del conocimiento numérico de sus movimientos; por el contrario, ambos aspectos estaban entrelazados. Las calculaciones astronómicas permitieron el establecimiento de un calendario preciso para el culto a los waka que protagonizaban los relatos del arte verbal indígena. Lo que se buscaba mediante estas prácticas rituales era conseguir una especie de armonización de las sociedades humanas con la totalidad del cosmos. Según Urton, «hay muchas evidencias de carácter histórico-social para apoyar la teoría que las sociedades que han podido funcionar con mayor eficacia en el marco histórico-cultural, han sido precisamente aquéllas que han logrado dicho equilibrio» (Urton, 1983: 209). Debido a ello, no conviene descartar estas poéticas como meras supersticiones «animistas», sino que ellas parecen validarse en la constatación ontológica de que lo humano no debería ser pensado al margen de sus relaciones con la totalidad de la existencia.

5. El padre Sol y el ánima del mundo

Otro momento de especial importancia para rastrear la cosmopoética indígena en la obra de Garcilaso se da cuando cita el relato de su tío abuelo, Cusi Huallpa (perteneciente a la familia real de Tupac Inca Yupanqui), sobre el origen de los gobernantes cusqueños. Cuando el anciano empieza a hablar, le dice a su sobrino que debe guardar sus palabras «en el corazón (es frase de ellos por decir en la memoria)» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 37). El anciano manifestaba así a su sobrino que existe una forma de generación de memoria propia de los pueblos indígenas, vinculada al arte verbal de los consejos, en los que la fuerza vibrante y sonora de la palabra pronunciada dejaría una suerte de grafía en el propio cuerpo del receptor. Se trataría de un «archivo» cordial que surge al interior de los vínculos afectivos de parentesco. «La expresión guardarlas en el corazón alude a una información oral archivada en la tradición emocional de la remembranza de los lazos familiares» (Herrera, 2022: 129). Esta posibilidad implica que, desde la perspectiva indígena, el corazón (sunqu) es un órgano pensante, sede de los recuerdos y de la fuerza anímica. Guardar las palabras de un sabio (yachaq) en el corazón es hacerlas carne de la propia carne, lo cual permite que las enseñanzas y la fuerza espiritual del anciano (su soplo) pasen a ser parte de nuestra propia respiración; que sus enseñanzas vivan en lo más íntimo de nosotros para que nunca mueran, para que nos guíen y sean como una luz interior en la médula de la consciencia, un resplandor que permite que no nos perdamos en modos de vida empobrecidos o impropios de la legítima condición humana (hatun runa). El pensamiento afectivo del corazón posibilita, además, que el ser humano se mantenga cercano al germen anímico de la existencia, atento a la subjetividad del resto de los seres vivos desde una aproximación empática que le permite intuir el soplo vital compartido por la comunidad de lo viviente[2].

El tío materno se regocija ante la pregunta del sobrino, ya que esta le permitirá cumplir la labor pedagógica que las naciones indígenas atribuyen a las personas mayores: los ancianos tienen la responsabilidad de legar la lengua, los saberes ancestrales, los cantos y las narraciones a las nuevas generaciones, para que de esa manera el ayllu no pierda consciencia afectiva de su procedencia, de los vínculos compartidos y de los lazos comunicantes con los antepasados; los ancianos, machukuna, son puentes vivientes entre los jóvenes y los antepasados, entre nuestro mundo y el mundo de los ancestros. Los conocimientos que un anciano transmite a sus descendientes no son (al menos desde la perspectiva indígena) meras fábulas, sino relatos pedagógicos que enseñan a los más jóvenes los principios éticos y sagrados que deben resguardar la existencia de las naciones. Narrar las historias del origen es volver a darles vida; los relatos ancestrales siembran, en las generaciones jóvenes, un sentido de pertenencia a su nación, a una red de parentesco que comparte un mismo territorio, una serie de relatos constituyentes, y un mismo origen, una misma pakarina. Tal es lo que, en efecto, se puede ver al leer en los Comentarios sobre las enseñanzas legadas por el sabio a su sobrino:

Nuestro padre el Sol, viendo los hombres tales como te he dicho, se apiadó y hubo lástima de ellos y envió del cielo a la tierra un hijo, y una hija de los suyos para que los doctrinasen en el conocimiento de Nuestro Padre el Sol, para que lo adorasen, y tuviesen por su Dios; y para que les diesen preceptos y leyes en que viviesen como hombres en razón y urbanidad, para que habitasen en casas y pueblos poblados, supiesen labrar las tierras, cultivar las plantas y mieses, criar los ganados y gozar de ellos y de los frutos de la tierra como hombres racionales y no como bestias. (Garcilaso de la Vega, 1976a: 37-38)

Estas estrategias retóricas son complejas. Si bien el relato sobre el origen de los incas se atribuye a un anciano indígena (lo cual sería un recurso discursivo para dar validez y verosimilitud a la narrativa), no debe pensarse que se trata de una voz que viene directamente desde el sabio amerindio sin pasar por cierta transformación o transculturación por parte del transcriptor. Es evidente que la interpretación del propio Garcilaso «(cumpliendo funciones de traductor no sólo explícito sino también implícito), se encuentra latente a lo largo del discurso de Cusi Huallpa y regulariza aquellos conceptos que podrían resultar extraños o dilatorios dentro de una recepción europea» (Mazzotti, 1996: 110). Sin embargo, esta inevitable «domesticación» del discurso indígena no llega a tergiversar del todo algunas nociones fundamentales de la cosmogonía incaica: queda claro que el Sol era considerado un padre, ya que con su resplandor y calor permiten la vida de todo lo que existe sobre la Madre Tierra. El Sol es pensado, desde la racionalidad indígena, como un ser consciente, que participa del lenguaje, y tiene hijos a los que transmite su voluntad. Un poco más adelante en el relato, el Sol habla con voz propia: «A todo el mundo hago bien, que les doy mi luz y claridad […] tengo cuidado de dar una vuelta cada día al mundo por ver que necesidades que en la tierra se ofrecen, para las proveer y socorrer como sustentador y bien hechor de las gentes» (Garcilaso de la Vega, 1976a: 38). El Sol manifiesta, en su propio discurso, que se comporta como un padre generoso para la comunidad de lo viviente.

Según las descripciones de Garcilaso, «el Padre Sol prodiga toda la riqueza que los seres humanos necesitan: alimentos, filosofía, gobierno. La cosmovisión que encierra tiene que ver con la inteligencia y la creatividad humana en sensible equilibrio con la naturaleza» (Herrera, 2022: 133). Es evidente que las actividades de depredación y transformación del territorio ejercidas por los seres humanos nunca pueden establecer un equilibrio perfecto con el resto de la vida; sin embargo, el legado moral y reflexivo del Padre Sol parece señalar ciertas enseñanzas arquetípicas que tienen implicancias ecológicas: marcarían una aspiración ética que buscaba convivir sabiamente con el resto de los seres vivos; este anhelo guio, al menos en buena medida, la buena convivencia de las naciones indígenas de los Andes con el resto de los seres. En un pasaje más adelante, Garcilaso afirmará que sus ancestros amerindios, «aunque tenían al Sol por dios, le trataban tan corporalmente como si fuera un hombre como ellos; porque, entre otras cosas que con él hacían a semejanza de hombre era brindarle, y lo que el Sol había de beber lo echaban en un medio tinajón de oro» (Garcilaso de la Vega, 1976b: 49). Si bien el autor afirma que sus antepasados consideraban al Sol como Dios, él mismo se encarga de relativizar la equivalencia: no era una deidad completamente trascendente, sino un ser corporal, con necesidades alimenticias y que era tratado como un humano. Es decir, desde la perspectiva amerindia, el Sol tenía un «alma» antropomórfica, una consciencia parecida a la nuestra, así como intención y capacidad de diálogo. Al mismo tiempo, tenía una corporalidad que debía ser nutrida, dando cuenta de la mutua dependencia ritual entre los waka y la humanidad. Según afirma Garcilaso, en la fiesta en honor al Sol, una ofrenda de chicha era puesta en la plaza pública y con el transcurso de la festividad ritual desaparecía: los antiguos «decían que lo que de allí faltaba lo bebía el Sol; y no decían mal, porque su calor lo consumía» (Garcilaso de la Vega, 1976b: 49). De esta manera, el Inca escritor parece querer afirmar que, si bien sus ancestros tenían «fábulas» de carácter «animista», sus convicciones no carecían de racionalidad: la evaporación suscitada por el calor del Sol podía dar la impresión, en efecto, de que el astro bebía la chicha.

Estas descripciones evidencian una reflexión antropológica amerindia que demanda pensar nuestra condición de manera amplificada, atendiendo a las relaciones que establecemos con otros seres vivos. Se trataría, por eso mismo, de una antropología que, de forma constante, va más allá de lo humano. No somos seres aislados de los elementos cósmicos; no solo nuestra vida material depende de la Tierra, de las plantas, de la lluvia, del aire y del Sol, sino que la propia posibilidad de realización humana precisa que dialoguemos con el resto de la existencia y aprendamos sus enseñanzas. Desde el punto de vista indígena, «existir es siempre cooperar y el mundo se sostiene en la cooperación de todo lo existente» (Depaz, 2023: 278). Así como el Sol da vida a la Tierra e ilumina a todos los que habitamos sobre este planeta, los antiguos concebían que el ser humano debía también dar fuerza al astro celeste mediante ritos, sacrificios y ofrendas de alimentos. La relación humana con el Sol, entonces, era de una crianza mutua; hay una dependencia de unos con otros, la cual no podía ser ignorada por las personas de sabiduría: honrar de forma ritual los vínculos cosmopoéticos era indispensable para la subsistencia de lo existente. La humanidad tenía una responsabilidad ineludible en el mantenimiento del flujo vital. Una sociedad desatenta a estos compromisos, entonces, no podría ser más que productora de malestar y desequilibrio.

6. Conclusiones

Según las reflexiones de los pueblos indígenas de América, en general, el ser humano piensa con el corazón. El pensamiento del corazón nos permite realizar un ejercicio de racionalidad afectiva en el que no necesitamos separarnos del cosmos para conocerlo (a la manera del objetivismo moderno), sino que podemos pensar la vida y al ser desde nuestra inmersión en la experiencia, en diálogo con la totalidad de los seres, escuchando sus pensamientos. Cuando el venerable anciano Cusi Huallpa (como se vio líneas antes) aconsejó a su sobrino que guarde sus enseñanzas en el corazón, lo estaba invitando también a realizar un pensamiento cordial. Para interpretar esta indicación (que es parte de una pedagogía ancestral indígena) en toda su profundidad, es necesario entender que «el pensamiento del corazón es el pensamiento de las imágenes, que el corazón es el asiento de la imaginación, que la imaginación es la auténtica voz del corazón» (Hillman, 2017: 16). Por eso mismo, para hallar el verdadero alcance y persistencia de los saberes ancestrales y de la cosmopoética indígena en los Comentarios, debemos sumergirnos afectivamente en sus imágenes. Siguiendo esta línea interpretativa Elena Romiti (2021) afirma que es posible entender la recurrencia a la imagen del khipu en la obra de Garcilaso como una metáfora de la inserción del ser humano en un tejido vital, sagrado y respiratorio:

Las numerosas veces que el Inca Garcilaso tiende a la analogía entre su texto y el tejido prehispánico no solo evidencia su intención de colocar el khipu en el status igualitario de escritura, sino que también responden a un proceso cognitivo propio de la cultura andina, basado en el principio de semejanza, relacionado, a su vez, con los principios de cooperación y reciprocidad. En razón de estos principios todos los elementos del cosmos aseguran su existencia en el orbe prehispánico. Se trata de conceptos que reproducen el modo en que objetos y seres vivos intercambian energías para mantener la vida. De modo que el entrelazamiento de las fibras y los nudos del khipu reproduce analógicamente el procedimiento en que la materia cósmica vive. Cada piedra, planta, animal o ser humano sería así un eslabón de una cadena de vida cósmica. (Romiti, 2021: 40)

La preponderancia que da Garcilaso al concepto del kama- al momento de explicar la ritualidad incaica parece abonar a favor de esta interpretación. Para las concepciones amerindias, «todos los seres del cosmos están vinculados unos con otros ya que comparten una misma substancia animada» (Allen, 1997: 81) (traducción propia). La vida material, en su conjunto, depende de una misma fuente anímica, de un mismo soplo vibratorio y vivificador; los seres estamos emparentados y vinculados como las fibras entretejidas de un telar en el que nadie queda deshilvanado. La importancia, podríamos decir sagrada, que tuvo (y en buena medida tiene) el tejido entre las naciones indígenas de los mundos andinos da pie a entender el telar como una metáfora cósmica y existencial. El ser humano, según las concepciones que vehiculiza Garcilaso, «forma parte de la red de la materia cósmica, integrado a ella como los átomos y células de su propio cuerpo, como un nudo o una estrella» (Romiti, 2021: 45). Este telar no es mera materia inconsciente ni responde solo a leyes mecánicas, sino que hay una empatía entre los seres que permite que nos sepamos en urdiembre. Estas concepciones establecen una ética cósmica: los seres humanos no podemos abusar de los demás, sino que debemos establecer relaciones recíprocas, fundadas en el respeto y el reconocimiento de los otros como sujetos.

Las reflexiones indígenas y sus formas de habitar el territorio «se sustenta[n] en la comunión hombre-naturaleza, en el mundo sacralizado y, a su vez, en lo sagrado o cósmico en toda su dimensión» (Noriega, 1995: 156). Es evidente que estos elementos son parte de una herencia precolombina. Esto no quiere decir que se trate de una serie de posturas ontológicas cristalizadas y que han llegado inalteradas hasta nuestros días; no puede negarse, más bien, que la influencia hispánica (y, de manera específica, la teología cristiana), han transformado la psique indígena y sus manifestaciones rituales. Sin embargo, esta heterogeneidad no debe ser pensada como una cancelación de lo anterior, sino como una dinámica continua de reconfiguración ontológica. Aún a la fecha, desde un punto de vista amerindio, implícito en las lenguas quechuas, se entiende que la sabiduría (yachay) es aquello que «permite comprender y relacionarse con la naturaleza y los humanos, tratando de establecer equilibrio en su convivencia […]. La comprensión profunda es saber conectarse con el alma de las cosas y no quedarse en las apariencias» (Mujica y Córdova, 2023: 203). La supervivencia de elementos dialógicos y poéticos en la comprensión indígena del cosmos, a pesar de toda la violencia ejercida, pone en evidencia que se trata de una disposición cognitiva y afectiva profundamente arraigada en las dinámicas primordiales de la psique indígena. Por eso mismo, no debe sorprender que la prosa de Garcilaso, preocupada por escribir la memoria de sus abuelos incásicos, deje relucir algunos componentes propios de una cosmopoética amerindia.

Referencias

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[1] En el contexto semántico del término, en el que se habla de un «fenómeno natural», la dirección de la acción hacia el hablante se marca con el sufijo -mu.

[2] James Hillman asegura que existe una imaginación arquetípica que «gracias a la cual el espíritu se traslada desde el corazón hasta el germen de todas las cosas» (Hillman, 2017: 15). La noción del corazón como centro íntimo del ser y residencia del pensamiento y la memoria no era del todo ajena a las corrientes intelectuales europeas de las que se nutría Garcilaso. Hillman afirma que «San Agustín equipara la palabra cor, corazón, con intima mea, morada interior, gabinete, el anima o alma» (Hillman, 2017: 33).