Para Aldolfo de Castro, que en 1847 publicó una célebre, polémica, y a ratos fabulosa Historia de los judíos en España, desde los tiempos de su establecimiento hasta principios del presente siglo (Cádiz, imprenta, librería y litografía de la Revista Médica), los años que precedieron a la toma de Granada por los Reyes Católicos y la posterior expulsión de los judíos fueron tiempos propicios al encubrimiento: una cosa es lo que se muestra, otra la que realmente sucede; las obras y las palabras no concuerdan. El “príncipe nuevo” de Maquiavelo, el rey Fernando, no fue tan gran monarca, según Castro, como muchos lo quisieron presentar, empujados por la adulación: en propósito de creencia no habría hecho otra cosa que, para el logro de sus ocultos propósitos y sed de poder, cubrirse “mañosamente con la capa de la religión” que diera cobijo a una “piedad bárbara y cruel”. La codicia de Fernando (paradójicamente alimentada por quienes como Abraham Seneor o Isaac Abravanel sustentaban la hacienda castellana) habría sido, en esta línea simplificadora, el fulminante que condujo a la destrucción última de la convivencia (bien que compleja y conflictiva) de las tres religiones, con la derrota de los musulmanes del reino nazarí y la obligación impuesta a los judíos no convertidos de abandonar España.
A partir de ahí, y con el antecedente del tribunal de la Inquisición fundado en 1478, la morada vital de los españoles, por emplear el conocido sintagma de Américo Castro, se transforma, al imponerse la identidad (simulada o no) a la diferencia. Del convivir (bien que mal) hispánico se pasa al vivir (mal que bien) hispánico, que va a sedimentar en una política de la sospecha y en el entramado gordiano de los estatutos de limpieza. Con posterioridad a 1492 los reinos hispánicos peninsulares vivirían bajo una sola fe, pero aquel ideal cuerpo místico se vería amenazado, según aquellos que vigilaban por su integridad, por los virus de la disidencia y herejía que anidaban en su seno. Las metáforas médicas, que nunca habían faltado, se extendieron, y con ellas las prácticas religiosas, jurídicas y políticas tendentes a sanar el organismo por los medios que fueran necesarios, con tal de extirpar y cauterizar todo elemento que se considerase extraño al cuerpo dogmático.
Fue Sevilla (la sede de Philologia Hispalensis) uno de los focos desde donde con más fortaleza se combatió y extendió la batalla germinal, auspiciada, entre otros, por Alonso de Ojeda, prior de los dominicos en la ciudad señora del Guadalquivir. Es opinión de Adolfo de Castro que la virtuosa reina Isabel, a la que trata de exonerar de responsabilidad, fue “matrona ilustre digna en todo de haber nacido en un siglo donde no imperase en la mayor parte de los hombres el bárbaro fanatismo” (p. 108), mujer de ánimo “muy bondadoso”, e incapaz de soportar la “vejación de sus vasallos” (p. 109), pues tales eran los judíos y los conversos.
Otra era la opinión de Abraham bar Selomoh [de Torrutiel], quien en su Libro de la tradición o Sefer Ha-Qabbalah señala que los judíos fueron expulsados de las ciudades de Castilla en 1492 “por el rey don Her[n]ando y el consejo de su malvada mujer que era Isabel, la perversa, y por la opinión de sus consejeros” (trad. Yolanda Moreno Koch, Dos crónicas hispanohebreas del siglo xv, Barcelona, Riopiedras, 1992, p. 104). Antes de que se consumara la ira de Adonay, uno de los consejeros de Isabel, el cardenal Mendoza, que en la descripción de los hechos que propuso Castro representa la prudencia y la moderación, la inclina, sin embargo, a no seguir los “deseos de su esposo” y a dejar que los conversos viviesen en libertad, “sin haber quien los vejase y oprimiese con pretexto de inquirir sus costumbres, palabras y aun pensamientos” (p. 111).
He aquí, aunque lo exprese el no siempre confiable Castro, algunas de las claves de la actividad opresora y represora que vehicularía la práctica inquisitorial apoyada en algunos hechos concretos, otros manipulados (o reinterpretados) y una porción menor, pero no despreciable, de fábulas que atizaron el antisemitismo y antijudaísmo abierto o latente de parte de los cristianos viejos, elementos enredados en el zarzal de las diferencias entre conversos y judaizantes.
Por otro lado, la episódica y comprensible resistencia de algunos núcleos judíos fue desactivada, por unos u otros medios, como fueron el castigo, la imposición o el pacto (pactos en que, como era de esperar, la minoría había de ceder parte de sus limitados privilegios). La comunidad judía se dirigía a su desaparición histórica de Sefarad en un clima de expectación y mesianismo. Su vida en España había tenido anteriormente periodos de apogeo y declive, ya fuera inmersa en la sociedad musulmana, en la cristiana o en ambas, pero no llegó a asomarse a la consunción. Las particularidades históricas de la península ibérica hasta finales de la Edad Media favorecieron la permanencia y arraigo de los judíos en su suelo, mientras que en otras regiones de Europa hacía mucho tiempo que su existencia resultaba precaria o nula.
El difícil equilibrio se volvió cada vez más inestable a partir de 1391. Para lo que significó aquella ocasión baste referir al estudio de Emilio Mitre, Judíos de Castilla en tiempo de Enrique III. El pogrom de 1391 (Valladolid, Universidad de Valladolid, 1994), aunque el uso del tan traído término de pogrom sea inexacto. Una de sus consecuencias fue la división o transición de parte de la comunidad judía al cristianismo a través de la conversión, acentuada en torno a 1412 y a las predicaciones de Vicente Ferrer como figura señera y representativa. La discriminación y el miedo contaron, sin duda, como excipientes de las caudalosas conversiones.
La España Trastámara mantuvo, con todo y todavía, desde 1391, aproximadamente un siglo de convivencia con sus judíos. Fue, en verdad, una edad conflictiva en la que alternaron periodos de relativa estabilidad e incluso protagonismo en la vida del reino con otros de apuros y sobresaltos. La misma inestabilidad de la corona daba lugar a que la protección que esta ejercía sobre la población judía no pudiera entenderse como una garantía asegurada, tal y como sucede durante el reinado de Juan II. Cuando hubo lugar a ello, la comunidad judía se convirtió, si no siempre en chivo expiatorio, sí en moneda de cambio entre las facciones que enfrentaban a los magnates cristianos, cuando no entre otros segmentos de la población urbana y rural, alcanzando o dando protagonismo al pueblo llano. No parece que los éxitos parciales compensaran los continuos sinsabores de los judíos castellanos.
Para estos judíos, uno de los aspectos más amargos o difíciles de digerir sería la ruptura en el seno de la comunidad provocada por las conversiones, con las consecuencias esperables, en no pocos casos, para la unidad familiar y para la convivencia, cuando así era, en la aljama o en la judería. Los límites son borrosos y difíciles de observar, si no es a través de una detallada inspección de la documentación, tan pronto salimos de las figuras mayores, como la que representa la familia de los Santa María a partir de la conversión, muy poco antes de 1391, de Selomoh Ha-Levi, Pablo de Santa María en la fe de Cristo y patriarca de una progenie que ocupó altos cargos eclesiásticos, en la corona y en la administración civil. Esta familia de conversos del primer momento gozó de poder, reconocimiento y consideración en la esfera cristiana, quedando amortiguados los ecos provocados en ella por el abandono de la fe de sus mayores.
De otro modo fue al conjunto del pueblo llano de los conversos, que carecía de la formación y capacidad económica de la elite judeoconversa. Difíciles transiciones, zonas grises entre la conversión decida, auténtica y radical, la conversión honesta pero permeada de prácticas mosaicas, o las posiciones de los llamados criptojudíos, judaizantes y marranos. Los problemas de estos grupos, no estáticos, deben ser averiguados, en su amplio espectro social, a partir de numerosas fuentes y perspectivas.
En este monográfico, aunque conscientes de ese imprescindible mar de fondo, que todo lo motiva, se pone el acento en un entramado de discursos (en realidad una selección o representación de un conjunto mucho más rico) que proceden del mundo de los hombres de letras, cuyos problemas y tradiciones, si bien se proyectan al conjunto de la comunidad, siguen vías propias. Se trata de textualidades fuertes, en cuanto han de dirimir las condiciones de existencia de las comunidades de fe divididas por la violencia de la palabra, pero también de los actos. Las palabras, de hecho, pueden ser tan violentas como los hechos, instigarlos o prevenirlos.
Por otro lado, la palabra se connota por la elección de la lengua y su situación comunicativa. ¿Cuántos judíos y/o conversos disponían, en el siglo xv, de un mínimo dominio de la lengua hebrea, por ejemplo? ¿En qué lugar, formato, y con qué garantías son pronunciadas o escritas las palabras de unos y otros implicados? El destacado episodio de la Disputa de Tortosa, que el maestro Carlos Carrete Parrondo calificó de “escandalosa controversia teológica entre el judeo-converso fray Jerónimo de Santa Fe (antes Yehosu’a ha-Lorquí, médico de Benedicto XIII) y representantes de las aljamas del reino de Aragón” (“Hebraístas judeoconversos en la Universidad de Salamanca (siglos xv-xvi)”, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1983, p. 9) fue una polémica, irreconciliable, trucada, entre rabinos y teólogos, con un alcance muy distinto (y menor) que la evangelización llevada a cabo por Vicente Ferrer en territorio castellano.
Sin duda desconocemos amplias porciones de los sermones cristianos y las discusiones orales entre judíos y judeoconversos, que debieron mantener en vilo a comunidades enteras, como la de la aljama de Burgos. En casos como el de Pablo de Santa María, el deslizamiento hacia el cristianismo se hacía, justamente, a través de los textos, cuya base común, el Antiguo Testamento, favorecía la transversalidad doctrinal y exegética, en virtud de modelos paralelos: un proyecto de prometedora colaboración como el de la Biblia de Alba de Moseh Arragel, a inicios de la década de 1430, no habría sido ya posible en la esfera de Isaac Abravanel como comentarista bíblico. Dominicos, como los del convento de San Pablo, donde escogió ser enterrado el propio Santa María, llevaron la voz cantante e impusieron, en términos generales, su ratio theologica. Se trataba, grosso modo, de un modelo escolástico apegado a la Vulgata, de fundamentación tomista y fuertemente sincrético, capaz de absorber tradiciones enfrentadas y devolverlas destiladas en un cuerpo doctrinal compacto en el que las razones teológicas se entreveraban con la razón política de signo monárquico y redundaban en una redescripción y prescripción del orden social.
El diálogo con la comunidad judía resultaba, en el fondo, una añagaza, a pesar de la forma dialogada, supuestamente constructiva, que se manifestaba en textos desde, por caso, el Diálogo contra los judíos (ca. 1110) del converso Pedro Alfonso de Huesca al Scrutinium Scripturarum (1432) de Pablo de Santa María. El fin último de todos ellos era la conversión y, en consecuencia, la extinción del judaísmo como creencia, amortizada en la conclusión mesiánica del cristianismo.
Ha sido habitual la descripción de las polémicas textuales en torno al judaísmo y la condición de los conversos en términos de luz y oscuridad: por un lado, una jauría encarnizada de perseguidores de judíos y conversos, que se manifiesta de manera discontinua pero con larvada persistencia en Sevilla en 1391 instigada, entre otros, por el arcediano de Écija, Ferrán Martínez; en Toledo en los textos y los hechos violentos de 1449; y que no culmina, pero sí tiene una de sus apoteosis, en el Fortalitium fidei (1458-1464) del franciscano Alonso de Espina. Por otro lado, ya fuera de campo la reacción rabínica (que se da por descartada), los cristianos moderados de origen converso, como Alfonso de Cartagena, cuyo Defensorium unitatis christianae (1449-1450) sea quizás la muestra más depurada de un proyecto de concordia religiosa y civil, el dominico Juan de Torquemada (Tractatus contra madianitas et ismaelitas, 1450), o los jerónimos Alonso de Oropesa (Lumen ad revelationem gentium, 1466) y Hernando de Talavera (Católica impugnación, 1481), acompañados de algunos cristianos viejos que, como el obispo de Cuenca Lope de Barrientos (Contra algunos cizañadores de los convertidos de la nación de Israel, 1449) o el jurista Alonso Díaz de Montalvo (Tratado sobre los conversos, 1449), remaron por una integración pacífica.
Pero finalmente se trataba de eso, de la exclusión del judaísmo y de la asimilación completa al torrente sanguíneo del cristianismo. Sin embargo, esta transfusión no dejó de provocar alteraciones y rechazos, entendida o practicada por muchos como caballo de Troya o contaminación que se saldó, además de con la expulsión de los judíos, con la prolongación sine die del tribunal de la inquisición, que luchó, a tuerto o a derecho, durante siglos, contra la hidra de la “herética pravedad” (en su origen, aunque no solo, las desviaciones de los conversos); y, paralelamente, con la extensión de los estatutos de limpieza de sangre, que acabaron por condicionar y envenenar, en el presente y en el futuro, las vidas de los conversos cristianos y de los conversos judaizantes, grupos no homogéneos que vivieron en prolongado conflicto interno y social.
Habría sido deseable que entre los textos y aquellas imágenes de la discordia de las que trató Felipe Pereda (Las imágenes de la discordia: política y poética de la imagen sagrada en la España del Cuatrocientos, Madrid, Marcial Pons, 2013), la altercatio entre la Sinagoga y la Iglesia se hubiera resuelto, como ha estudiado también Lucía Lahoz (“Ecos judíos en programas monumentales góticos”, en Víctor del Río y Alberto Santamaría, coord., Imagen, lenguaje e ideología, Madrid: Akal, 2023, pp. 173-197) en el ámbito de las imágenes, en concordatio; pero los conversos españoles se encontraron ante una encrucijada inédita en que la conversión, aunque fuera de corazón, no llegó a ser la solución definitiva.
Del camino de esta historia, vital y textual, han quedado piezas señeras y materiales de acarreo, conflictivas como sus tiempos, apasionantes para su estudio, pero que apenas pueden hacerse encajar. Este monográfico se propone arrojar alguna luz sobre aquellos restos, con la esperanza de avanzar en el conocimiento de su sentido.
La contribución de Eleazar Gutwirth (“Conversos, Jews and Convivencias: History Lost in Translation”) sirve de marco introductorio a las diversas aproximaciones que confluyen en este volumen y que permiten destacar, en expresión genuina del autor, la relevancia de “traducir”, esto es, de reinterpretar y descodificar los discursos políticos y teológicos, las representaciones imaginarias y las narrativas históricas, exegéticas y doctrinales que desde diversos ámbitos intelectuales e ideológicos se construyeron a lo largo del siglo xv en torno al problema converso. Desde el debate teológico hasta la confrontación política, pasando por la persecución inquisitorial y la producción de discursos ad hoc en favor y en contra de los fundamentos que caracterizaron esta nueva realidad conversa, pueden observarse las diversas tentativas de resolución de un problema ubicuo que se proyectó irremediablemente en todas las esferas de la sociedad.
Analiza Gutwirth el origen y uso del concepto convivencia desde una perspectiva historiográfica que hunde sus raíces en la concepción idealizada de las relaciones hispanojudías en la Edad Media, con antecedentes previos a las obras de Amador y Graetz, como los casos de Basnage y Menéndez y Pelayo, pero que no se canonizará hasta la aparición en 1948 de la obra de Américo Castro. El carácter operativo que desde ese momento tendrá este concepto es minuciosamente estudiado en relación al vínculo establecido con la Lebensphilosophie de Dilthey y Ortega y Gasset, a través del cual Castro logró acercarse a algunas obras literarias desde una perspectiva crítica en la que “traduce” por primera vez producciones de la cultura judía y conversa hispanomedieval a la luz de conceptos radicalmente nuevos como el de intimidad y subjetividad, solo asumibles desde su posicionamiento vital como filólogo en el exilio. Un caso particular es el relativo a las prácticas alimenticias, que el autor interpreta en la última sección de su artículo como componente fundamental para la construcción de la etnicidad e identidad religiosa judías y judeoconversas, pero que estuvieron también sometidas a la recreación satírica en muchas piezas literarias de la época y cuyos autores, muchos de ellos de origen converso, lograron reformular o reimaginar, como fue el caso de la vinculación de los conversos con las berenjenas. Todo ello en un contexto en el que, paradójicamente, esta identificación careció de precedentes similares en la jurisprudencia, la exégesis medieval y la literatura médica hispanojudía. Un paradigma alimentario que, en suma, conecta directamente con la preocupación más general de Castro de relacionar estas prácticas con el concepto de convivencia y otras ideas afines de su obra.
El primer bloque temático de este volumen atiende a las particularidades doctrinales y conceptuales compartidas por dos de los máximos representantes de la opción más conciliadora en torno a la polémica adversus judaeos (Pablo de Santa María, Alfonso de Cartagena) y a las radicales diferencias de un menos sosegado Pedro de la Caballería en defensa de su identidad conversa. Polémica contra (judeo)-conversos, género de profundo arraigo medieval, pero que, como hemos señalado, a comienzos del siglo xv se manifestó abiertamente como una cuestión candente tras el nuevo ciclo abierto en el judaísmo hispánico con las conversiones en masa iniciadas a partir de 1391 y que encuentra su contrapunto en las distintas percepciones que varias generaciones conversas construyeron sobre la misma.
El artículo de Luis Fernández Gallardo, “En el Defensorium de Alfonso de Cartagena: ascendiente paterno y experiencia conciliar”, llama la atención sobre dos circunstancias concretas que pudieron determinar algunas de las líneas argumentales y estrategias discursivas contenidas en el Defensorium de Cartagena. Por un lado, su participación en el concilio de Basilea (1434-1439) como reputado jurisconsulto que debatió sobre los decretos conciliares que trataban de definir las pautas de la actividad proselitista y catequizadora hacia los conversos; y, por otro lado, su inexcusable vinculación —que no continuidad—, con los presupuestos hermenéuticos de su padre, Pablo de Santa María, cuya obra y experiencia de conversión transformará Cartagena en un discurso más racionalizador, marcado por la centralidad de la exégesis bíblica, la inspiración paulina y —posiblemente como factor más original— la ampliación de la dimensión jurídica como base de su argumentario a favor de la integración de los conversos en el cuerpo civil de la Iglesia.
Desde una perspectiva comparativa más acusada, la contribución de Héctor García Fuentes, “Relaciones temáticas y ecos entre el Scrutinium Scripturarum y el Defensorium Unitatis Christianae”, aborda las isotopías semánticas que Alfonso de Cartagena desarrolla en su Defensorium a la luz de algunos planteamientos ya presentes en la obra de Pablo de Santa María, sin dejar a un lado las divergencias de fondo que se observan entre ambas obras. Frente al marcado ambiente interreligioso del Scrutinium, la preocupación de Alfonso de Cartagena es legal, política y social, determinada tanto por su específica formación jurídica y vocación comunitaria como por la diferencia generacional que, en términos de su experiencia de conversión, lo alejaba de su predecesor. García Fuentes desglosa y analiza al detalle varios motivos recurrentes en los Santa María, las relaciones subterráneas y explícitas que se entrecruzan en sus obras en torno a temas centrales como los sentidos de la Escritura, el carácter orgánico de la antigua y nueva Alianza, la redención y dignidad de los gentiles, la naturaleza salvífica del bautismo o la ceguera espiritual de los judíos, aportando, en consecuencia, una acertada guía para comprender la génesis, caracterización y diferencias entre ambas obras.
Basándose en la principal obra del converso de origen aragonés Pedro de la Caballería, Tractatus zelus Christi contra iudaeos, sarracenos et infideles, el artículo de Shalom Sadik, “Fe por encima del intelecto. El argumento de Pedro de la Caballería a favor de la Trinidad”, examina algunos argumentos contenidos en la misma en relación al dogma de la Trinidad con el objeto de defender la influencia y preeminencia de las doctrinas cabalísticas en el discurso teológico de conversos de primera generación, diferenciándose de este modo del modelo representado por Pablo de Santa María. En palabras del autor, este último constituye un caso excepcional, muy distanciado del desconocimiento del que adolecían la mayor parte de sus correligionarios sobre algunos dogmas de la teología cristiana. Sin oponerse radicalmente a ello, como demuestra el conocimiento que De la Caballería poseía sobre el dogma trinitario expuesto por San Agustín, Sadik acentúa el papel desempeñado por diversas fuentes rabínicas y cabalísticas, en particular el Zohar, a la hora de configurar una mentalidad conversa basada en el rechazo de cualquier visión racionalista de la religión, defendiendo la continuidad de un sustrato teológico de naturaleza cabalística, atestiguado también en otros conversos de su generación como Pedro Alfonso o Abner de Burgos.
Las revueltas anticonversas de 1449 en Toledo y sus consecuencias sociales enrarecieron sobremanera la resolución del problema converso, que lejos de atenuarse, se acrecentó cada vez más con extremados discursos y nuevas formas de expresión, que alcanzaron su cénit a partir de las últimas décadas del siglo xv, ya en plena época de actuación y propaganda inquisitorial.
Desde diversas ópticas, conceptual, dialógica y filológica, el segundo bloque temático de este monográfico aúna varias aportaciones con las que intentar comprender la evolución y radicalización de este debate, ofreciendo a su vez la edición o reevaluación de textos poco conocidos o inéditos. El artículo de Erika Tritle, “Before ’Purity of Blood’: Elements and Metaphors in the 1449-1450 converso debate”, aborda esta cuestión desde el análisis de los términos carne y sangre, conceptos seminales para la definición y posterior legitimación de los estatutos de limpieza de sangre, oficialmente impuestos a la población conversa y de origen judeoconverso por el arzobispo de Toledo y cardenal Silíceo en 1547. En la revisión historiográfica —tan necesaria como abrumadora en los últimos años—, que sobre este capítulo de la historia conversa realiza Tritle, destaca la escasa atención que, desde el punto de vista conceptual, se ha prestado al sentido y connotaciones de estos términos, tanto en latín como en romance. En este sentido, la autora defiende la tesis de que la pureza de sangre —y sus referentes sinonímicos y usos contrapuestos: pureza e impureza, fe y herejía, raza y religión— fueron utilizados como una categoría ficticia para designar lo que, en realidad, fue una identificación con conceptos de raigambre medieval, como el honor y el linaje. El artículo examina pormenorizadamente los usos presentes en la literatura anticonversa del momento (Sentencia-Estatuto, García de Mora) y de los tratadistas proconversos (Díaz de Toledo, Barrientos, Cartagena y Torquemada), atendiendo de forma especial a la ausencia o no de connotaciones sacramentales y religiosas, y el valor que estas adquieren en las mentalidades colectivas del linaje y la genealogía.
El artículo de Valeria Lehmann, “Hacia una nueva edición de la Instrucción del Relator Fernán Díaz de Toledo: variantes y errores en la transmisión del texto”, arroja nueva luz sobre la situación textual de la Instrucción del relator Fernán Díaz de Toledo, aportando cuatro nuevos testimonios hasta ahora desconocidos (Biblioteca Nacional de Argentina FD 233; RAH ms. 9/5849; Fundação da Casa de Bragança, ms. 1030; BNE, ms. 6259) y realizando un análisis de las variantes y errores observados en su cotejo a través de un pulquérrimo estudio de crítica textual. Sostiene la autora la hipótesis de una doble redacción del texto, una versión muy cuidada y otra más escueta, probablemente de carácter más oral, lo que le permite defender la naturaleza híbrida de la Instrucción y vislumbrar las distintas etapas de su recepción en siglos posteriores: desde la inicial difusión de la epístola genuina del Relator a su reconversión en un tratado de carácter histórico-jurídico, tal y como ponen de manifiesto las copias tardías conservadas.
Muestra de la continuidad del género de disputa, ya en plena ofensiva inquisitorial contra la población judaizante, y ante la incesante necesidad de ofrecer nuevas soluciones a un viejo problema, es el análisis, edición parcial y traducción ofrecida por Victoriano Pastor Julián de varios textos atribuidos a Villaescusa (Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla, ms. 133) y a Hernando de Talavera, objeto de estudio en su artículo “Discusión de Diego Ramírez de Villaescusa (1459-1537) y Hernando de Talavera (1428-1507) sobre los judeoconversos”. El autor describe los aspectos esenciales de este sosegado debate teológico, a modo de quaestio scholastica entre maestro y discípulo, en torno a la naturaleza herética de los judaizantes y la intencionalidad de sus prácticas, un asunto de especial relevancia en el último cuarto del siglo xv, ya cultivado por Alfonso de Madrigal y el propio Hernando de Talavera en su Católica Impugnación y que sigue, en sus planteamientos generales, la estela conciliadora de Cartagena, Oropesa y Fernando del Pulgar. Aunque el debate se presenta incompleto en su forma, el tema fue desarrollado más extensamente por Villaescusa en su tratado De Religione Christiana, compartiendo algunos de los argumentos ya ofrecidos por Talavera.
Finalmente, la contribución de Pedro Martín Baños, “El ambiente anticonverso en la Universidad de Salamanca desde finales del siglo xv: los escritos del maestro fray Juan de Santo Domingo”, muestra la continuidad y triunfo de las posiciones más intransigentes de la reacción anticonversa que, revitalizadas en la década de los años sesenta por Alonso de Espina, justificaron el quehacer inquisitorial. Ofrece Martín Baños una excelente edición latina y traducción castellana de dos opúsculos inéditos del teólogo dominico e inquisidor fray Juan de Santo Domingo (1487-1507), así como una breve semblanza de la vida y obra —escasa y apenas conocida— del fraile, maestro predicador y catedrático de teología en la Universidad de Salamanca. La primera de las obras, de carácter incompleto, es una defensa del estatuto promovido en 1486 por la orden jerónima para vetar el acceso al hábito de personas judeoconversas y que Martín Baños acertadamente relaciona con la profunda crisis de la orden jerónima iniciada un año antes en el Monasterio de Guadalupe, foco de un consolidado núcleo de jerónimos judaizantes y que provocó una profunda pugna entre sus detractores por implantar un estatuto de limpieza de sangre en la Orden, aunque no llegara a cristalizar hasta 1520. De las posiciones anticonversas de Santo Domingo da cuenta asimismo el segundo tratado editado, Contra Tractatum Doctoris de Montalvo, breve y disperso conjunto de notas recogidas, probablemente de carácter universitario, en el que se refutan algunos de los argumentos esgrimidos en el tratado proconverso del doctor Montalvo a raíz de la revuelta toledana de 1449. En él se muestra poco original, pero lo suficientemente contundente para recordar la huella y las trágicas consecuencias de la desaprovechada opción que a lo largo del siglo xv se barajó para alcanzar una digna restitución de todos los conversos[1].
Ricardo Muñoz Solla
Universidad de Salamanca / IEMYRhd
Juan Miguel Valero Moreno
Universidad de Salamanca / IEMYRhd
[1] El conjunto de este monográfico y las reseñas que lo acompañan es resultado del proyecto de investigación Alfonso de Cartagena. Obras Completas PID2021-126557NB-I00 (Ministerio de Ciencia e Innovación - Agencia Estatal de Investigación - FEDER); en colaboración con el proyecto de investigación Orientalismo en España, s. XVI-XVIII: de la polémica religiosa a la institucionalización PID2021-126158NB-I00 (Ministerio de Ciencia e Innovación - Agencia Estatal de Investigación - FEDER). Los coordinadores del monográfico pertenecen al Instituto de Estudios Medievales y Renacentistas y Humanidades Digitales (IEMYRhd) de la Universidad de Salamanca.