Peculiar, en verdad, la posteridad del Diálogo de la lengua de Juan de Valdés. Escrito cuando su autor residía en Nápoles, circuló en forma manuscrita harto restringidamente, y no llegó a imprimirse en los tiempos de la vida de su autor, o en los inmediatos. Durante dos siglos ignorado, fue redescubierto gracias a las ediciones de Gregorio Mayans (en 1737) —quien lo dio como obra anónima— y Luis de Usoz (de 1860) —primero en darlo como de su autor—. Desde el punto en que estas ediciones lo difundieron, fue considerado un texto fundamental para el estudio de la historia de la lengua española en unos decenios fundamentales de su vida, a pesar de su escasa circulación y su más bien tenue influencia. Y no solo un texto capital para los historiadores de la lengua, sino un clásico por derecho propio de las letras españolas, como muestra su inclusión en esta Biblioteca Clásica en que ahora ve la luz, tan canónica en su concepción original; clásico por estilo, por maestría discursiva, y por su carácter metaliterario. Y algo de ironía, o de justicia poética (¿o gramática?) hay en el hecho de que esta nueva salida del Diálogo de Valdés se produzca de la mano de una ilustre filóloga sevillana; él, que tanto zahirió al Nebrija romancista, en parte por su condición de sevillano y por la variedad lingüística que le era propia. En algún lugar Nebrija sonreirá satisfecho y, en otro, tal vez no muy distante, el orgulloso Valdés recapacite de mala gana sus preconcepciones.
Adelantemos conclusiones: la edición de la profesora Lola Pons del Diálogo de la lengua objeto de esta reseña es modélica y ejemplar por múltiples conceptos, y, sin duda, la mejor jamás producida del texto de Valdés. La profesora Pons proporciona al lector acceso al autor y a la obra editada en un estudio postliminar —que no preliminar, pues así lo quiere el diseño de la colección— perfectamente adecuado y medido en cuanto a tono y orientación. Una recopilación de los hechos fundamentales de la vida de Valdés situados en el contexto cultural y espiritual en que vivió lo abre (pp. 147-159), enmarcando óptimamente la revisión de la obra de Valdés que ocupa las páginas subsiguientes (pp. 159-163), en las que Pons advierte, y con cuánta razón, que no debe en el caso de nuestro autor trazarse una divisoria infranqueable entre su obra de índole espiritual y religiosa y el resto de su producción, Diálogo incluido: “Valdés se nos presenta como un personaje intelectual de acción que no rehuía ni la entrada en la disquisición espiritual peligrosa ni la petición, la reclamación o la queja política” (p. 160). Abre la relación “la única obra que conocemos de su etapa española” (p. 160), y la única publicada impresa —si bien en condición de anonimato— tras de su composición, el Diálogo de doctrina cristiana (Alcalá, Eguía, 1529), preservada en ejemplar único descubierto por Marcel Bataillon y presa temprana de la Inquisición, lo que está en el origen del traslado de Valdés a Roma y luego a Nápoles. Menciona luego Pons la obra producida por Valdés en Italia, centrada fundamentalmente en intereses biblistas (ya presentes, como es sabido, en su Doctrina cristiana): su traducción del Salterio desde el hebreo, sus traducciones y comentarios de las epístolas paulinas y del Evangelio de San Mateo, textos definidores de un núcleo piadoso especialmente significativo para la espiritualidad valdesiana y su difusión en círculos cortesanos napolitanos (con Giulia Gonzaga como centro de gravedad). Otras obras de Juan de Valdés, como puntualmente señala Pons, nos son desconocidas en su original español, y se han conservado únicamente en traducciones italianas: así el Alfabeto cristiano; ese pareció ser el caso de las Ciento diez divinas consideraciones, únicamente accesibles en su traducción italiana hasta el siglo xx. Todas estas obras tienen en último término su origen en los círculos cortesanos de Nápoles en que Valdés fungía como respetado maestro, y en Italia vivieron lo más de su difusión.
No otro fue el caso del Diálogo de la lengua, cuya ficción conversacional puede ajustarse considerablemente a las circunstancias de su génesis. A ellas se dedican las siguientes páginas del estudio (pp. 163-180), y en ellas examina Pons una pluralidad de asuntos: la imbricación del diálogo en un muy específico momento y lugar, definido, por mor del paso del Emperador Carlos, como un privilegiado espacio cortesano asiento de poder y cultura; la identidad y función de sus personajes, tanto social como lingüística –del usus al ars–, y su dinámica en el proceso dialogístico, articulado en torno al personaje de Valdés, “encarnación ficcional del propio autor que no se caracteriza como superior en modos al resto, aunque sí en conocimiento” (p. 167); no quedan al margen del análisis las implicaciones culturales e ideológicas de la elección del diálogo como vehículo genérico-discursivo de la obra, tan grato —con Erasmo entre bambalinas— a los dos hermanos Valdés; o las relaciones —sí, pero no; no, pero sí— de este diálogo valdesiano con las Prose delle volgare lingue de Pietro Bembo; o, en fin, la admirable agilidad y naturalidad de la entretejedura dialogística de la obra, de humor, viveza y chispa ciertamente notables, y suficientes para dar cuenta del valor de este Diálogo como literatura, y excelente literatura, del XVI. Perspicacia y finura en el análisis van de la mano en estas páginas.
Claro que las páginas de mayor valía de este estudio son las que su autora dedica a la doctrina lingüística de Valdés (pp. 180-209), doctrina expresada en términos de pragmática flexibilidad en un momento histórico en que ni los modelos, ni los ideales, ni los valores son ya los que rigieron para la lengua española en los decenios anteriores. Flexibilidad no reñida con una preferencia, a menudo intuitiva, por usos y formas considerados preferibles, siempre en aras del valor supremo del uso y en nombre de una sprezzante, pero cuidada, naturalidad, clave de bóveda de una elegancia basada en la brevedad, con el descuido y la afectación como némesis, y con la opción por una expresión aticista asida de la mano retórica del Erasmo anticiceroniano: fundamentales las páginas (182-184) en que elucida, magistral, Pons, el verdadero sentido del célebre “escribo como hablo” valdesiano. (Sin duda este ideal estilístico impregna la escritura de Pons a lo largo de este estudio.) Valioso es también el juicio formulado por la autora de esta edición acerca de las consideraciones y juicios estilístico-literarios formulados por Valdés, a la caza de modelos ilustres en las letras españolas que sirvieran a sus ideales sobre la expresión escrita culta: temperamental escrutinio que ignora la penetración de la poesía italianizante en el ámbito hispánico y que termina con el desconcertante dictamen de tomar el refranero como principal modelo de estilo y dicción. Ideológicamente, si se quiere, impecable; impracticable a todas luces desde la vertiente real del uso (y véanse también pp. 192-195). Y si acabo de usar la palabra ‘temperamental’, esta les cuadra perfectamente a los famosos juicios que Valdés formuló acerca de Antonio de Nebrija. De ellos se ocupa, cómo no, Pons, quien saludablemente nos recuerda cuán importante es para entenderlos tener en cuenta la dinámica a que dio impulso un Francisco Delicado oficiando de difusor de la literatura española en Italia, proceso que ya señaló certeramente Eugenio Asensio en un fundamental artículo (Asensio, 1960). Al margen, claro, de la tensión conceptual de partida entre un partidario vehemente del uso como Valdés y otro, no menos vehemente, del arte como el lebrijano, por más que ambos fueran hermanados por su interés en la indagación sobre el vulgar (pp. 190-192). También se ocupa esta parte del estudio, dedicada a las ideas lingüísticas de Valdés, de las relaciones del castellano con otras lenguas (pp. 195-199), de las variedades del castellano —en la heterogénea encrucijada del idiolecto toledano-conquense y el cortesano, siempre en el eje de la variación— (pp. 199-203), y de las ideas valdesianas sobre grafías, sonidos, gramática y léxico —tan valioso testimonio de un statu quo lingüístico de época— (pp. 203-208). Insisto, son páginas magistrales.
A ellas siguen las que tratan de lo relativo a la transmisión (pp. 209-232) y la edición (pp. 232-243) del texto. Azarosa fue la primera y, seguramente, como apunta Pons, la naturaleza lingüística y no espiritual de la obra fue la causante última de que, aunque azarosa fuera la transmisión, la obra haya conseguido llegar hasta estos tiempos, pese a la precariedad de una circulación en copias personales a partir del círculo de valdesianos de Nápoles. Cuatro manuscritos quinientistas nos han transmitido el Diálogo de la lengua, y son descritos con precisión y detalle por Pons; especialmente fascinantes son la génesis y la trayectoria de M (BN, Madrid, MS/8629), tal cual pormenor de cuyos avatares finales podría haberse perfilado algo mejor con las informaciones recopiladas en Conde y Haro (1998). Irrefutable es la identificación del nuevamente descubierto V como copia que sirvió de base a la edición mayansiana (pp. 223-226 y 219); solo asenso suscita la filiación entre estos testimonios efectuada en pp. 227-230, de la que emerge M como origen de toda la tradición manuscrita. En pp. 230-232 Pons lista las ediciones modernas —desde la de Mayans— de la obra, y dilucida las relaciones que guardan entre ellas. Los criterios ecdóticos y gráficos de esta edición se exponen con todo detalle (pp. 232-243). El texto base es M, pero de él se descartan las enmiendas resultantes de la intervención de un copista tardío (pero aún con el manuscrito en Italia), el llamado copista c, que lo enmienda conforme a otro modelo. Pons, con gran acierto, opta por eliminar en su texto crítico las huellas de este proceso de contaminatio. Los criterios de presentación gráfica están bien fundados, brillantemente razonados, y son merecedores de todo encomio.
La edición es, sin duda, la mejor, textualmente hablando, de todas las producidas del Diálogo de la lengua; el aparato crítico que la acompaña permite a los curiosos acceder a los entresijos de la transmisión textual con precisión y detalle. Si extendemos el juicio a la anotación que acompaña al texto, articulada en el doble nivel que le es propio a esta colección, la superioridad de esta edición respecto de las demás es absolutamente apabullante. Aspectos históricos, contextuales, culturales y literarios son identificados, documentados y explicados con rigorosidad y precisión ejemplares; los aspectos lingüísticos reciben, por descontado, una atención especialmente detallada y rica, y permiten apreciar en todo su rango de importancia las informaciones que el texto de Valdés encierra al respecto. Cierran el volumen la sólita relación de la bibliografía utilizada (pp. 329-352), un utilísimo índice de notas (pp. 353-362) y un índice de refranes (pp. 363-366), imprescindible en el caso de esta obra. Los titulillos de las páginas impares son un auxilio impagable para la navegación del libro, aspecto en el que esta colección es modelo y, por desgracia, rara avis.
El balance es claro: gracias a la profesora Lola Pons disponemos ahora de una edición del Diálogo de la lengua de Juan de Valdés excelente, de plena fiabilidad textual, merecedora sin vacilación del rótulo edición crítica, exhaustiva en su anotación y ejemplarmente encuadrada histórica, cultural y lingüísticamente por un valioso estudio introductorio. A pesar de la falta de love lost entre él y Juan de Valdés, un filólogo como Antonio de Nebrija se sentiría plenamente satisfecho con la tarea realizada por Lola Pons en este libro, que confirma la brillante trayectoria reciente de la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española.
Asensio, E. (1960). Juan de Valdés contra Delicado. Fondo de una polémica. En E. Asensio, Homenaje a Dámaso Alonso, I (pp. 101-113). Editorial Gredos.
Conde, J. C., & Haro, M. (1998). De nobles, eclesiásticos y libros: Sobre los (verdaderos) propietarios del Libro de los cien capítulos (con una apostilla sobre la recepción de la literatura sapiencial en los Siglos de Oro). Cultura Neolatina, 58(1-2), 149-164.
Valdés, J. de (1529). Diálogo de la doctrina cristiana. Miguel de Eguía.