Recibido: 14-04-2023
Aceptado: 10-05-2023
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2023.v37.i02.10
Resumen
El presente artículo realiza una lectura ecopoética de la poesía de Eguren a partir de la recurrente presencia del eterno femenino en su obra. Para ello, se propone un diálogo con las nociones de “verdadera poesía” expuestas en el célebre libro La diosa blanca de Robert Graves (1948). Una vez comprobada la consagración a lo femenino en la poética de Eguren, se da cuenta de la vinculación de estas concepciones con la consciencia ecológica. Así mismo, se señala cómo este tipo de imaginación poética puede contribuir a replantear las relaciones que la modernidad hegemónica mantiene con la madre tierra.
Palabras claves: Eterno femenino, ecopoética, reminiscencias medievales, poesía peruana moderna, imaginarios de la naturaleza.
Abstract
This article undertakes an ecopoetic reading of Eguren’s poetry based on the recurrent presence of the eternal feminine in his work. To this end, a dialogue is proposed with the notions of “true poetry” set out in the famous book The White Goddess by Robert Graves [1948]. After verifying the consecration of the feminine in Eguren’s poetics, the link between these conceptions and ecological consciousness is noted. It also points out how this type of poetic imagination can contribute to rethinking the relations that hegemonic modernity maintains with mother earth.
Keywords: Eternal feminine, Ecopoetics, medieval reminiscences, modern Peruvian poetry, imaginaries of nature.
La poesía de José María Eguren (1874-1942), como la de todo auténtico poeta, tiende a desbordar las calificaciones demasiado confiadas. Sin embargo, es posible afirmar que sus versos se vinculan, sin perder un ápice de singularidad, con ciertos aspectos del simbolismo francés y del modernismo hispanoamericano. Puede entenderse que el modernismo fue una respuesta poética a la primacía del positivismo que, desde mediados del siglo xix, se había apoderado del pensamiento de buena parte de las élites letradas del continente[1]. Según Octavio Paz (1990), es justamente “por haber sido una respuesta de la imaginación y la sensibilidad al positivismo y su visión helada de la realidad, por haber sido un estado de espíritu, [que el modernismo] pudo ser un auténtico movimiento poético” (Paz, 1990: 129). Muchos modernistas concibieron que lo auténticamente distintivo del genio latino era su inclinación estética e idealista. Desde finales del siglo xix, se gestó entre algunos intelectuales de la época “el concepto del espiritualismo latinoamericano, articulado por José Enrique Rodó y otros modernistas en contraste con el materialismo pragmático de América del Norte” (Barbas-Rhoden, 2014: 85). Resulta forzado pretender que Eguren calce de lleno en este movimiento creativo; su propuesta difiere en mucho de la impronta de Rubén Darío, tanto como del tono épico de Santos Chocano. Sin embargo, parece compartir un espíritu romántico que se aleja del ánimo edificante de la modernidad hegemónica. Sus cantos surgen “con la calma campesina” (Eguren, 1991: 59)[2]; y, en buena medida, buscan una abolición de la vida cronometrada y mecanizada que tiene lugar en “las ciegas capitales / de negros males / y desventuras” (Eguren, 1991: 186): aquella “región atea”, de “avenidas de miedo cercadas” (Eguren, 1991: 104), en las que el poeta es ignorado y todos desprecian la pureza.
Se ha asegurado ya varias veces que “los modernistas hispanoamericanos reanudaron la tradición europea de la poesía en lengua española, que había sido rota u olvidada en España” (Paz, 1998: 82). La propuesta de Eguren fue una de las primeras del Perú contemporáneo que rompió (junto con su amigo Manuel González Prada y algunos otros poetas de su tiempo) con la herencia hispanista que había caracterizado, hasta entonces, a la literatura peruana[3]. Sin embargo, esta ruptura no supuso un mero cambio formal, sino que también daba cuenta de nuevas inquietudes espirituales. Octavio Paz, en su libro Los hijos del limo [1974], ha resaltado la relación del modernismo con los conocimientos herméticos y esotéricos, así como cierta recuperación de los cultos mistéricos del antiguo mediterráneo; no fue solo un interés erudito o arqueológico, sino que sus espíritus aspiraban a comulgar con una suerte de “paganismo vivo” y un culto “a la naturaleza” (Paz, 1990: 137). Al igual que ya había hecho el romanticismo alemán e inglés, el simbolismo y el modernismo sintieron un emparentamiento entre su compresión de lo poético con ciertas formas de religiosidad primordial. Se pretendía, mediante estas recuperaciones, desmontar la distancia (establecida por la modernidad cartesiana) entre el ser humano, Dios y la naturaleza. Siguiendo semejante trayecto, la poética de Eguren se decanta hacia una suerte de “misa verde” (Eguren, 1991: 43); es decir, la búsqueda de una comunión con las plantas, con la tierra, con los astros celestes y los mundos suprasensibles. Debido a las rupturas ejercidas por la modernidad hegemónica en las sociedades occidentales (o fuertemente occidentalizadas, como la limeña), realizar esta vuelta a la inmanencia de lo sagrado implicó que los poetas no tuvieran “más remedio que inventar mitologías más o menos personales, hechas de retazos de filosofías y religiones” (Paz, 1990: 85). En el caso de Eguren, su imaginación poética encontrará en la Edad Media europea una fuente inagotable de símbolos y figuras para expresar una poética onírica de la naturaleza.
Mariátegui [1928] evidenció que el espíritu poético de Eguren “es tal vez el único descendiente de la genuina Europa medioeval y gótica” (Mariátegui, 2002: 301)[4] en la literatura latinoamericana. ¿Cuál fue la importancia que Eguren concedió a esta época? En la Edad Media se suscitó una convergencia (expresada, por ejemplo, en los poemas del ciclo artúrico) entre el cristianismo y el paganismo. Entre el siglo xi y xiii, se produjo en Europa un intenso entrecruzamiento de las tradiciones cristianas, célticas y orientales (estas últimas traídas por los cruzados de Tierra Santa o vehiculizadas al resto de Europa desde España). Algunos cruzados quedaron especialmente impactados por su encuentro con “varias sectas cristianas herejes que vivían bajo la protección musulmana y que no tardaron en apartarlos de la ortodoxia” (Graves, 1996: 535): entre los aspectos que tuvieron un mayor impacto, estuvo el culto exaltado a la Virgen María, que ocupaba una importancia pareja a la de Cristo. Además de ello, “el resultado más memorable de las Cruzadas fue la introducción en la Europa Occidental de una idea de amor romántico” (Graves, 1996: 536), cuyo entusiasmo poético haría de lo femenino un arquetipo ideal y motivación de toda acción noble y generosa.
Como en los trovadores provenzales del medioevo tardío, la figura arquetípica de la mujer (asociada al misterio, a la vida, a la naturaleza y a la muerte) tiene en la poesía de Eguren un lugar preponderante. Esto, según Robert Graves en La diosa blanca: gramática histórica del mito poético [1948], es una constante de la “verdadera poesía”[5]. Graves plantea que la poesía era, desde la prehistoria de las culturas occidentales, “un lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas populares en honor de la diosa Luna, o Musa” (Graves, 1996: 10). Siguiendo esta línea interpretativa, es posible conjeturar que en la poesía de Eguren la mujer se presenta, ante todo, como símbolo de la luna, del eterno femenino y de la naturaleza creadora[6]. No se trataría, por lo tanto, de la mujer de carne y hueso, sino de “la mujer en su carácter divino: la encantadora del poeta, el único tema de sus canciones” (Graves, 1996: 525). Este arrebato poético ante lo femenino tiene un simbolismo complejo: no da cuenta, solamente, de una mujer imaginada como inagotable fuente de bondad, sino que más bien lo hace a través de una “mezcla de exaltación y de horror” (Graves, 1996: 16). La deidad de la poesía se presenta como cruel y dulce, amable y perversa, dadora de vida y de muerte. Para evidenciar estas dinámicas de la imaginación poética, este artículo pone un especial énfasis en la interpretación del poema “La niña de la lámpara azul”, del libro La canción de las figuras (1916), de “La Walkyria”, de Simbólicas (1911), y de la prosa poética “Sinfonía del bosque”, del libro Motivos (1931); sin embargo, los temas señalados atraviesan la obra de Eguren de forma consistente, de principio a fin, por lo que se recurrirá también a otros de sus escritos.
Según Graves, “un verdadero poema es necesariamente una invocación de la Diosa blanca, o Musa, la Madre de Toda Vida, el antiguo poder del terror y la lujuria” (Graves, 1996: 29). Aunque la Diosa o la Musa pierde relevancia bajo el predominio del clasicismo (de raíz apolínea), tiende a resurgir desde el fondo mismo de lo poético y a “reafirmar su poder en los llamados Renacimientos Románticos” (Graves, 1996: 532). ¿Podría entenderse, por lo tanto, que la poesía de Eguren tiene algo de esta impronta romántica, en un sentido hondo del término (y no delimitado a un determinado periodo histórico)? Para Graves, la Diosa, asociada a la luna, es una figura cambiante y polivalente; y tiene un rostro triple: “la Luna Nueva es la diosa blanca del nacimiento y el crecimiento, la Luna Llena la diosa roja del amor y la batalla, y la Luna Vieja la diosa negra de la muerte y la adivinación” (Graves, 1996: 89). La atmósfera nocturna que prima en la poética de Eguren (“noche de insondable maravillas”) parecería comprobar que, en buena medida, su poesía está consagrada a la luminosidad de la luna. De ella extrae sus momentos de discreto resplandor y la ensoñación de sus imágenes.
El eterno femenino en Eguren (1991) recibe diversos nombres y se manifiesta con rostros variables, aunque casi siempre nocturnos: “la reina de la Fantasía” (26), “Venus de Carrara” (28), “Deliciosa Mignon” (29), “hadas” (31), “bárbara y dulce princesa de Viena” (35), “rubias vírgenes” (37), “Eroe” (38), “virgen nacarina” (47), “diosa ambarina” (55), “Syhna la blanca” (57), “la Tarda” (58), “Hesperia” (72), “niña de la lámpara azul” (79), “parda señora” (83), “bella de Asia” (89), “niña de la garza” (135), “dama antigua” (150), “la loca del cielo” (169), “Señora de los preludios” (188), entre otros. Estos nombres son como blasones nobiliarios con los que el poeta ensalza a la amada. A pesar de los diversos nombres y los atributos antagónicos, todas estas figuras pueden ser pensadas dentro de la unidad trinitaria de la divinidad femenina. No cabe duda del lugar preponderante del eterno femenino en las concepciones de Eguren sobre la génesis poética. La poesía exalta lo femenino en todas sus manifestaciones, empezando como infante y luna nueva, suspendida fuera del tiempo: se trata de la “niña retama”, que tiene una “rubia / palidez de luna” (Eguren, 1991: 149), y pendula frágil entre la vigilia y el sueño. Es en el poema “La niña de la lámpara azul” en el que esta figura alcanzará su más acabada revelación:
Ágil y risueña se insinúa,
y su llama seductora brilla,
tiembla en su cabello la garúa
de la playa de la maravilla.
Con voz infantil y melodiosa
en fresco aroma de abedul,
habla de una vida milagrosa
la niña de la lámpara azul.
Con cálidos ojos de dulzura
y besos de amor matutino,
me ofrece la bella criatura
un mágico y celeste camino.
De encantación en un derroche,
hiende leda, vaporoso tul;
y me guía a través de la noche
la niña de la lámpara azul. (Eguren, 1991: 79)
Esta niña es manifestación virginal de la luna nueva, que guía al poeta “a través de la noche”. Ella promete sueños y dichas afortunadas: la “playa de la maravilla” y “una vida milagrosa”. Ha capturado el alma del poeta desde la tierna infancia y la preña de imágenes extraordinarias en “el romance de la noche florida” (Eguren, 1991: 145). Esta belleza infantil vuelve una y otra vez, con insistencia, en la poesía de Eguren. Son “las niñas-mariposas” que “en los juncos navegan dulces y claras” (Eguren, 1991: 122). En otros poemas se dice de la niña sagrada, por ejemplo, que su cabello olía “a nítido beso de abril” (Eguren, 1991: 92) o que de su mirada emergía una “primaveral sensación” (Eguren, 1991: 92), envuelta por “un aúreo y tibio resplandor” (Eguren, 1991: 93), semejante al de la luna. Sin embargo, la frágil juventud de la niña está siempre, en la poética de Eguren, amenazada por la muerte. Inevitablemente la niña muere; con su partida se ahoga “el día argentado” y al poeta lo embarga la certeza de que no volverá “la belleza que mi alma adora” (Eguren, 1991: 87). La imagen de la niña eterna es una y otra vez evocada desde la “profunda soledad” del poeta, a través de “la canción simbólica” que recuerda los ojos y el corazón de la amada. La atmósfera infantil y lúdica de la poética de Eguren no está absuelta de la angustia del tiempo y de la muerte; más bien, es siempre consciente de que los “goces de la infancia” y “los amores incipientes” de los años primeros, “nunca han de durar”. Su canción melancólica (“funesta poesía”) contempla perpleja que “la dicha tempranera a la tumba llega” (Eguren, 1991: 26-27). Sus poemas no pueden dejar de evocar una “desolada visión de muerte” (37).
La muerte es el atributo definitivo de la Diosa cuando se manifiesta con “vacíos ojos / y su extraña belleza”, lanzando “ronca carcajada” (Eguren, 1991: 58). Por eso mismo, si pensamos a la niña como una de las manifestaciones del eterno femenino, la muerte tiene que cumplir en ella una función redentora. Es posible interpretar que la muerte salva a la niña de caer en la opresión moderna, en la que perdería (según esta particular perspectiva) sus atributos divinos. La amada-niña del poeta, que “en sombras virgíneas huyó de la vida” (Eguren, 1991: 39), muere (“sangrando la piedad de la inocencia”) para absolverse del tiempo y no caer en las garras del “Duque de los halcones” (40), el hijo del “dios de la centella” (106), que impone sobre la mujer las reglas del orden patriarcal y es el “dueño del espanto y de la ruina” (106). Al morir “canora y bella” (103), la niña persiste en el recuerdo del poeta, viviendo “instintiva o iluminada / en la luz de la muerte. ¡Flor de la nada!” (100). De esta manera, ella cruza virginal “el umbral de la muerte para unirse con el poeta en un lazo de extraños nudos” (Segura, 2020: 178). La niña ha aprendido a “jugar con la muerte” (Eguren, 1991: 140). La muerte engulle a la niña para convertirla, ya en el mundo simbólico, en férrea guerrera y rectora del destino de los seres humanos. Alcanzada la plenitud de su ser femenino en el mundo post-mortem, es la Musa que corona a los poetas y a los guerreros: en “vidente sueño” se acerca al poeta, transformada en mujer plena “de obscura luz”. Ella inspira poesía y dicha; pero también, en tanto regente de la destrucción, pone un férreo límite a la soberbia humana y al ánimo edificante de la masculinidad. Es posible interpretar desde esta perspectiva el simbolismo del poema “La Walkyria”:
Yo soy la walkyria que, en tiempos guerreros,
cantaba la muerte de los caballeros.
Mis voces obscuras, mi suerte lontana,
mis sueños recorren la arena germana [...]
No valen, no valen las duras corazas
y los guanteletes, las picas, las mazas [...]
Soy flor venenosa de pétalo rubio,
brotada en las orillas del negro Danubio.
Y no desventuras mi faz manifiesta;
mi origen no saben los cantos de gesta.
Y sé de las ideas funestas y vagas;
y el signo descubro que ocultan las sagas.
Yo soy la que vuelvo continuo las fojas
del mal: las azules, las blancas, las rojas.
Sin tregua contemplo la noche infinita;
me inclino en la curva de ciencia maldita.
Y dando a mi cielo tristísima suerte,
camino en el bayo corcel de la muerte. (Eguren, 1991: 41-42)
En este poema, no es el poeta quien exalta a la Musa que lo inspira, sino que ella es quien se afirma en primera persona. “A diferencia de la tradición juglaresca”, en Eguren ella es “cantora y personaje” (Anchante, 2012: 120); es ella quien, en el pasado, cantaba a los guerreros, y ahora se describe a sí misma sin la necesidad de un poeta varón que interprete su palabra. En la mitología nórdica, las valquirias eran espíritus femeninos que elegían a los más nobles guerreros que caían en el campo de batalla para llevarlos al Valhala, el mundo de los antepasados[7]. En el antiguo mundo europeo, el rol de las mujeres en el combate no se limitaba a los mitos y al más allá; según Graves, entre los celtas y germánicos, era una “prerrogativa de las mujeres” (Graves, 1996: 424) el entregar las armas a los guerreros. Las armas no solo sirven para vencer al enemigo, sino también para alcanzar el mundo de los antepasados inmortales mediante el heroísmo[8].
Sin embargo, la valquiria de Eguren, a pesar de ensalzar la virtud en la batalla, también da cuenta de que nadie, por más confianza que deposite en las armaduras y en las espadas, podrá resistirse cuando sea por ella elegido. El beso de “la flor venenosa de pétalo rubio”, de la “belle dame sans merci” (Anchante, 2012: 113), pone fin a las escaramuzas y a los sueños de grandeza. La valquiria se impone sobre la voluntad de los reyes y de sus guerreros, para establecerse como una deidad irrefutable. El poema la presenta bajo sus tres semblantes: el azul de la infancia, el rojo de la madurez y de la guerra, y el blanco del final de los latidos, que es a la vez acceso a lo celeste y a la eternidad[9]. Aunque nadie (ni el propio Odín) conoce su origen, ella, en cambio, ha descubierto los signos “que ocultan las sagas” y es portadora de una ciencia infausta y destructiva. De esta manera, si bien la valquiria y la niña se manifiestan al poeta de forma muy diversa y hasta antagónica, lo conveniente (siguiendo las dinámicas primordiales del mito poético) podría ser entenderlas como diferentes instancias de la Diosa triple.
Las Musas inspiran a los verdaderos poetas. Algunas de ellas los lanzan a la violencia y a la locura; otras, a la celebración de la vida y al augurio. “Y la virgen del lago contóme un sueño, divina” (Eguren, 1991: 110). Pertenece a la luna el don de la adivinación y la videncia onírica; y también “la mística sala / del infinito helado de los muertos” (Eguren, 1991: 142). Cuando muestra el rosto tajante de la partida, Eguren la llama “Amara, la que extingue la vida” (Eguren, 1991: 153), la que quiebra las lanzas de quienes se sueñan fuertes. Sin embargo, aun cuando lleva el rostro de la muerte, la Diosa no deja de mostrarse bella y seductora ante el poeta fiel, como “una rosa / que murmura gentil, misteriosa”; sus ojos son “negros y hondos”: “son la noche de todos los sueños” (Eguren, 1991: 165). La muerte no es la antagonista del poeta, sino que lo ha preñado, desde siempre, con las imágenes de videncia; como el mismo Eguren escribió en uno de los poemas en prosa del libro Motivos, “el ideal de la muerte es una aspiración al infinito […] la metamorfosis del espíritu en la ternura de la luz […] es el tiempo que renace en el panorama de la luz” (Eguren, 2014: 164). El poeta acude a la “cita de amores de la Muerte” (Eguren, 1991: 166) anhelando la disolución de sus pesares en el abrazo de quien fue siempre su amada. Sabiéndose amado por la Diosa, emprende la partida cantando y con confianza: “Voy por la senda blanca, / y como el ave entono, / por mi tarde que viene / la canción del regreso” (Eguren, 1991: 186). La muerte es para el poeta un retorno a la unidad con lo divino. No es que no ame la vida, por el contrario: “Debemos amar la vida para no temer la muerte, que es un pórtico de renovación” (Eguren, 2014: 167). Fallecer no es el final, sino que es “un nuevo tramo en la escala del infinito”, en el que se “preludian nuevas bodas” (Eguren, 1991: 187). La muerte entraña la regeneración de la vida; en su caldera se gestan “las almas verdes” (187). El culto al eterno femenino, radiante de dulzura, pero no exento de espanto, permite al poeta comprender que lo perecedero participa de lo eterno.
¿Qué tiene que ver el culto a lo sagrado femenino con una poética del territorio? Aunque esto no sea del todo evidente a primera vista, ambas se implican. La Musa no puede ser nunca la mujer doméstica. Ella vive en lo eterno, lejos de los desgastes del tiempo, de la rutina cotidiana y de la sociedad patriarcal. El poeta consagrado a ella no puede adaptarse a una era dominada por la eficiencia y la mercancía. La poética de Eguren lleva implícita una denuncia a la modernidad hegemónica, gobernada por el pensamiento prosaico, el lenguaje técnico, la velocidad de la máquina y la prepotencia humana que somete a la naturaleza. Lo femenino que exalta el poeta es algo que excede a cualquier mujer; sin embargo, el “poeta inspirado” solo “adquiere consciencia de la Musa por medio de su experiencia con una mujer en la que la Diosa reside hasta cierto punto” (Graves, 1996: 671). Eguren ha contado en un texto llamado “Visión Nocturna”[10], que, en la niñez, durante un verano pasado en un balneario, su corazón quedó prendado de una niña “vestida de blanco”, “muy altiva pero delicada”. En una noche de fiesta, los muchachos fueron a un “cerro alegre” de “rampas arenosas”; en esa ocasión, Eguren pudo estar cerca de ella y la contempló arrobado: “Era la gentil remembranza de una visión celeste de la luna, era el astro feliz que me enviaba mimos y era para iniciar mis poéticos sueños” (Silva-Santisteban, 2012: 26). Pasaron esa noche asidos de la mano. “Sentía el clavel blanco de la noche, este amanecer poético con toda mi alma” (Silva-Santisteban, 2012: 27). Esa niña, a la que no volvió a ver, murió en Europa tiempo después.
El hecho de ser un iniciado por la luna no es algo, entonces, que este artículo esté imponiendo de manera forzada sobre Eguren, sino que era un hecho evidente y asumido de forma consciente por él mismo. La muchacha, en su pureza infantil, prendó su alma de niño como le sucedió a Dante con Beatriz (en 1274) y a Petrarca con Laura (en 1327). Aunque la mayoría de personas olvida sus experiencias de enamoramiento infantil, para estos poetas fueron el temprano comienzo de una consagración definitiva “al amor, a la imaginación y a la belleza poética” (Hillman, 2017: 43). Eguren conservó el encuentro con la niña como un recuerdo imborrable, fuente de su vocación. El amor por la pureza de la niña resguarda la propia alma del poeta y permite la vinculación de la naturaleza (humana y no-humana) con lo divino[11]; el amor es, para el poeta, “la única vía de regreso a […] su verdadera esencia” (De Faramiñán, 2022: 3), su forma de participar en la unidad cósmica que subyace a la aparente multiplicidad de lo manifestado.
El poeta pasa del amor por una bella muchacha, a consagrarse desde entonces al culto a la belleza, que se manifiesta en todos los seres de la naturaleza. La muchacha, en sí misma, si bien imprescindible, es ante todo un recuerdo de la verdadera amada del poeta: el eterno femenino que ningún hombre puede dominar, que somete el corazón de los poetas e insufla los más hermosos versos. Es justamente por su carácter ajeno a la domesticación patriarcal, que la Diosa triple, según Graves, “es la Señora de las Cosas Silvestres, frecuentadora de las cimas de las colinas boscosas” (Graves, 1996: 658). El eterno femenino revela al poeta “las nobles dichas forestales” (Eguren, 1991, 1992: 30). Y lo hace cantar, con místico arrobamiento, a la “paz en los campos, / y en la mágica luz del cielo santo” (Eguren, 1991: 59). Cielo y tierra confluyen ante su percepción acrecentada por el entusiasmo amoroso. El eterno femenino invita al poeta a indagar en el misterio “que la Natura encierra” (Eguren, 1991: 106) y el “femenil aroma” (120) en “donde bebe el alma” (178). Los lobos, el capitán difunto, los duendes y elfos, los ángeles, los espectros y los conjurados, los gigantones, así como toda la multiplicidad de personajes extraordinarios que proliferan en la poesía de Eguren (1991), parecen ser, al menos muchos de ellos, parte del cortejo de la Diosa (en sus distintas facetas): ellos “cantan antiguas rondas salvajes” (136) y nutren su euforia con “vino agreste” (137). En estos versos, el propio bosque “está rezando” (Eguren, 1991: 155) a la Diosa; y también los “saltamontes dorados / rezan / en atonía campestre / sus poemas” (175).
De esta manera, “al intentar captar la naturaleza, Eguren habría tratado de iluminar el misterio inherente al origen del ser, para terminar en una dolorosa, aunque a veces exaltada, unión panteísta” (Silva-Santisteban, 2012: 13). La exaltación de la unión y el dolor de la separación no se contraponen de forma cancelatoria, sino que parecen dos momentos de la dialéctica (cíclica) del espíritu poético. A pesar de la aparente complejidad simbólica, esta se expresa en la poesía de Eguren con candorosa sencillez. Según escribió Enrique Bustamante y Ballivián, su poesía presenta “el profundo sentimiento de la Naturaleza expresado en símbolos como lo siente la gente del campo que lo anima con leyendas y consejas y lo puebla de duendes y brujos” (Mariátegui, 2002: 294). Todo en el cosmos regentado por la Diosa parece estar vivo y tener una voz propia e irreductible. Tal vez sea en su poema en prosa “Sinfonía en el bosque”, publicado en Motivos (que apareció como libro por primera vez en 1931[12]), que se pone un mayor énfasis en el diálogo con la naturaleza:
El bosque es una emoción de fantasía, es como la flor del campo entero; la flor de verde obscuro y aromas resinosas y tónicas de vida. El bosque es la sorpresa, pero ésta se presenta en la escala alegre de sus claros o en sus umbrías dulces. Por el bosque pululan los genios olorosos y las damas verdes invioladas. El espíritu de la vida. El bosque es una afirmación de la Naturaleza y un elemento vital que aspira humedad de la atmósfera y tiende sus frutos a todos los seres orgánicos. Alimenta desde el hombre hasta el cocón y la efímera, galvanizando los matices ocultos y descorriendo los poderes mágicos de la naturaleza campesina. En una concentración harmónica de los valores primos de la Naturaleza. Es más humano que el mar, aunque éste sea una providencia. […] Nos figuramos encontrar a la niña del bosque con el cabello rubio verdoso, como las lianas finas, con el cutis de suave amarillez y los ojazos de gacela con las pupilas espantadas. Silvestre como brotada de la esencia misma de las hojas y del herbazal. Aparecida en el claro, en un pórtico de ramas sombrías, nos daría la impresión de una divinidad campestre, la que siempre creemos descubrir cuando seguimos el sendero del monte, cubierto de yerba fina aterciopelada, que pide una belleza dulce para formar la obra de arte de la naturaleza selvática y misteriosa […] Pero el bosque bravío o calmo presenta nuevos aspectos. Hay un aspecto aristocrático que no es el de la encina guerrera ni el de las serpientes; es del castillo de la selva, de la heredad señorial, de Las Vírgenes de las rocas. Donde Violante sentía el perfume de las piedras y contemplaba los gavilanes que volaban sobre el abismo. Bosque de las vírgenes musicales, hijas de la floresta arcaica, del castillo verdoso y del ensueño. Esas bellezas musicales son el reflejo de las náyades y ninfas de pasados siglos. Hoy los elfos se han civilizado y diana ha entrado a la escuela. Ha perdido su huñarez, ya no es un peligro, ya no hiere, ya no araña por un beso […] Pronto estos bosques viejos, rejuvenecidos, vestirán smocking verde recortado a nueva forma […] Antaño sometido a los faunos; hoy sometido al hombre. Para éste, para su filosofía, el nuevo movimiento es involutivo […] El bosque vivirá siempre, sin perder su espíritu, sin dejar de ser un bosque, será siempre la primera campiña, una ciudad compuesta de árboles que serían sus casas y palacios verdes. El bosque es la ciudad del valle, Cosmópolis, la urbe pululosa, leda por el viento y el agua. La ciudad mística y atrayente de un nuevo miro, que sería el alma vegetal, que alimenta la materia y el espíritu por su esencia vital de creación constante. (Eguren, 2014: 175-179)
En Motivos, según ha dicho Ricardo Silva-Santisteban (2012: 16), “Eguren trata de captar el desenvolvimiento psicológico de la naturaleza”. El poema no habla de un bosque en particular, sino de uno arquetípico en el que encarnan las múltiples virtudes de todos los bosques. Bajo el auspicio de la Musa, el poema se hunde en el bosque, lo piensa y lo siente afectivamente, percibe los pensamientos de las savias y se le revelan los espíritus que lo habitan. El alma del mundo se manifiesta en el bosque con toda su fuerza tonificante y su imaginación creativa, engendrando una infinidad de formas vegetativas y animales vinculadas por un mismo soplo vital. Gracias a esta potencia verde, el bosque nutre de sí a todos los seres vivos, como una gran madre. La niña del bosque, como las vírgenes de las rocas, parece ser la manifestación antropomorfa de “los valores primos de la naturaleza”; “brotada de la esencia misma de las hojas y del herbazal”, una suerte de avatar que emerge desde la psique colectiva del conjunto silvestre. Hay una música secreta que brota entre los árboles y que solo el poeta sensible capta.
El bosque, sin embargo, ha cambiado bajo la regulación de la modernidad hegemónica y las manipulaciones de la razón instrumental. Parece haber perdido algo de su naturaleza primigenia y selvática, de sus inclinaciones más agresivas; y también, un poco de su misterio está en riesgo. A pesar de ello, todo bosque que quede en pie ante los apetitos de la industria será siempre la manifestación plena del ánimo creativo de la madre naturaleza. Y entre sus árboles, lianas y raíces, los poetas siempre podrán nutrirse del “alma vegetal”, que alimenta “la materia y el espíritu”. Hay en Eguren un intento, como en otros poetas simbolistas, “de unir lo espiritual con la materia” (Silva-Santisteban, 2012: 10). La materia se le manifiesta, ante su mirada ensoñada, como pensante, dialógica, cantante, rebalsada del ánima mundi. No hay nada, para el poeta, que no esté vivo y que carezca de musicalidad, de imaginación y poesía. El bosque es una manifestación vegetal del espíritu de la Diosa triple.
Para dar cuenta de la hondura de la existencia, no basta el acercamiento objetivo del método científico ni el lenguaje técnico. “Es necesario acercarse a ella, también, a través de una arqueología de la imagen” (Solares, 2021: 448). El arte poético de Eguren parece siempre embarcado para encontrar la propia genealogía de sus motivaciones estéticas. La infancia se manifiesta ante Eguren como un estado de consciencia privilegiado. “En el prístino tiempo de la vida, con la inocente luz de nuestros ojos, cuando vimos el mar por vez primera, una belleza impresentida, una claridad celeste e impoluta, nos extasió en el silencio” (Eguren, 2014: 167). El niño es el arquetipo del poeta. “El niño es una flor poética que da todo su perfume […] Su espíritu vuela para percibir el conocimiento, con la curiosidad de lo ignoto, pues cada descubrimiento es para él una maravilla” (Eguren, 2014: 65). El poeta, por lo tanto, es un hombre en quien la sensibilidad no ha sido corrompida. “En sus ojos deslumbrados de infante, está la explicación total del milagro” (Mariátegui, 2002: 295). El niño percibe el alma de todos los seres del cosmos, ya que “él mismo tiene la vida de los elementos simples; es como la tierra apta para el sembrío” (2014: 66). Esto sucede de forma espontánea en los niños hasta que entran al colegio y la institución pedagógica se encarga de enseñarle que solo los seres humanos poseen razón y que el mundo debe ser dominado. Por eso mismo, Eguren propone una pedagogía de la sensibilidad: “se debe cultivar el corazón del niño en ruta de energía, libertad y nobleza; en el campo de lo bello que afina el alma y enaltece al hombre. Para el niño es necesario vivir en belleza” (Eguren, 2014: 67). Eguren evoca así “la aurora de la vida” (Eguren, 2014: 188), la madrugada edénica cuando las “almas tiernas, infantiles / eran hermanas de las flores” (116). Y su poética trata de acercarse con meditada sencillez al “idioma / del paraíso perfumado” (Eguren, 2014: 117), a la lengua adánica de la luna y de la madre tierra.
El canto al eterno femenino manifiesta la relación de la humanidad con la vida, con la tierra y con la muerte. ¿Cómo retornó a la poesía de un poeta peruano moderno, una exaltación propia de los antiguos cultos celtas? Para Graves, “tales aprensiones, convicciones u obsesiones son la fuente esencial de toda religión, mito y poesía y no se las puede desarraigar por medio de la conquista ni de la educación” (Graves, 1996: 553). Por eso mismo, vuelven de forma inesperada a agitar a todo espíritu sensible. La originalidad de la poesía, según Graves, no residiría en extraños procedimientos de pirotecnia, sino en cantarle solamente a la Musa y en que el poete alcance a “decirle la verdad acerca de él mismo y de ella con sus palabras apasionadas y particulares” (Graves, 1996: 604). Los poetas serían, entonces, aquellas “almas incurables” que conocen “los enigmas de la noche, de la muerte y del engaño” (Graves, 1996: 99). La poesía de Eguren, a pesar de su aparente simpleza, goza de una erudición particular, que le permitió concebir una proliferación de imágenes míticas y arquetípicas de la ancestralidad europea.
Aunque, debido a su salud precaria, Eguren solo tuvo pocos años de educación formal, realizó “privadamente sus estudios estéticos y literarios desde muy temprana edad” (Silva-Santisteban, 2012: 23). Uno de sus hermanos mayores, llamado Jorge, alentó sus gustos poéticos y tradujo para él obras del italiano y del francés. El gusto de su hermana Susana por el piano alimentó sus ensoñaciones musicales. Las obras de Verlaine y de Edgar Allan Poe ejercieron una fuerte gravitación sobre su imaginario. Sin embargo, este conocimiento, si bien imprescindible, no basta para dar cuenta de la hondura de sus intuiciones. “Su simbolismo”, escribió Mariátegui, “no depende de influencias ni de sugestiones literarias. Tiene sus raíces en la propia alma del poeta” (Mariátegui, 2002: 295). Se trataría, por lo tanto, de una vocación insoslayable. Es posible, además, como afirma Blanca Solares (2021: 430), “que la idea de la naturaleza como divinidad matriarcal constituye uno de los arquetipos fundamentales en el desarrollo y transformación (crecimiento) de la conciencia”; por lo tanto, sería inevitable que, a pesar de ser una imagen reprimida por la educación hegemónica y las religiones patriarcales, vuelva a emerger en la consciencia moderna y perturbe las certezas de la razón edificante.
Parece importante aclarar que el hecho de que la poética de Eguren se alimentara del simbolismo francés y de cierto imaginario medieval no significa que estuviese desvinculada de su época, de sus propias experiencias y de la intensa relación que mantuvo desde niño con el paisaje costeño del Perú. Eguren pasó parte de su infancia viviendo en las haciendas Chuquitanta y Pro, en las que trabajó su padre y en las que el niño José María encontró un clima más propicio para su salud. Luego, viviría casi toda su vida adulta en el balneario de Barranco, a orillas del océano Pacífico. En la poesía de Eguren aparecen paisajes que se desdibujan “en la bruma” (Eguren, 1991: 25); este ambiente poético evoca la atmósfera líquida de la costa peruana. La niebla de Lima “que se adentra en su extensión, provoca no sólo el ambiente fantasmal que tan bien supo captar Eguren, sino que, así mismo, difumina los colores hacia los matices y vela las formas hacia la imprecisión” (Silva-Santisteban 2012: 11). Eguren (1991) cantó también a las “punas y costas” (82), a las “nieves sagradas” de las montañas andinas (81), a la “brilladora campiña” (103) y al “valle de la doliente encina” (109), así como a “los guarangales” del desierto, a “las totoras caídas” y a los camarones que preñan, con los ríos, los valles junto al océano (84). Los recuerdos de su infancia resurgen con “las almas campestres” que “con gran anhelo, / en la espuma rosada / miran su cielo” (Eguren, 1991: 85); su poesía vuelve a cantar a la “herbosa, brillante hacienda” y a “la capilla colonial” (Eguren, 1991: 91), en la que penetraba el “fresco aroma cerril” y desde la que se podía vislumbrar a los “sauces llenos de luz” (92). También a las “Vírgenes piadosas de piedra de Huamanga” (Eguren, 1991: 127) y al “brillor campesino / cuando en la lenta misa, tras los ventanales / mirábamos la cumbre del monte azul” (128).
Según Graves, la tradición poética primigenia tenía un ineludible vínculo con la naturaleza, que hoy podríamos calificar de ecopoético (en el sentido de poesía que canta a la unidad del ser con la totalidad cósmica):
[La función de la poesía] era en un tiempo una advertencia al hombre de que debía mantenerse en armonía con la familia de las criaturas vivientes entre las cuales había nacido, mediante la obediencia a los deseos del ama de casa; ahora es un recordatorio de que no ha tenido en cuenta la advertencia, ha trastornado la casa con sus caprichosos experimentos en la filosofía, la ciencia y la industria, y se ha arruinado a sí mismo y a su familia. (Graves, 1996: 16)
¿Por qué perdió preponderancia el culto poético a la Diosa en el imaginario occidental? Aunque para la mayoría de los griegos la realización de la humanidad era indesligable a la vinculación del ser con la naturaleza, es posible que entre algunos de sus más eminentes filósofos se empezara a configurar, aunque todavía de manera tímida, la separación entre cultura y territorio, entre mythos y logos, entre el ser humano y el cosmos. Según la hipótesis de Graves (1996: 11), la exaltación del eterno femenino fue paulatinamente desterrada de la poesía bajo la primacía filosófica y “su nueva religión de la lógica”; debido a esta influencia, “se elaboró un lenguaje poético racional (ahora llamado clásico) en honor de su patrono Apolo, y lo impusieron al mundo como la última palabra respecto a la iluminación espiritual”. Sin embargo, no sería hasta unos siglos después (pasado el Medioevo y el Renacimiento temprano), que la naciente modernidad europea abriría un abismo radical: a partir del siglo xvii, la imagen orgánica del cosmos fue perdiendo vigencia frente a una concepción del universo material como extensión carente de consciencia y de espíritu, cuyo funcionamiento mecánico respondía a estrictas leyes matemáticas. Esta base ontológica ha permitido, en buena medida, la explotación y sometimiento de la naturaleza. Además, ha tecnificado la propia vida humana y ha empobrecido la sensibilidad.
Por eso mismo, “a estas alturas, resulta claro que la imagen de la naturaleza que ha guiado a los hombres hacia su dominio e instrumentalización debe ser revisada desde su origen, tanto histórico como psíquico o anímico” (Solares, 2021: 446). En este sentido, poéticas como la de Eguren, que rescatan la antigua exaltación del eterno femenino, pueden ser un antecedente importante a la hora de plantear posibles imágenes alternativas del territorio que respondan, de mejor manera, a los retos ecológicos de nuestra época y que permitan que nos relacionemos afectivamente con el cosmos. No se trata, por supuesto, de reavivar antiguos cultos, sino de “recrear una imagen de naturaleza que nos permita tanto una reconciliación con nuestra naturaleza interna como externa” (Solares, 2021: 446). Es decir, aunque Eguren no parece haber tenido ninguna defensa explícita del territorio (ya que las preocupaciones ecológicas no eran parte del imaginario creativo de su época), no deja de ser cierto que su poética propone una vinculación dialógica y estética con el territorio que resulta fundamental a la hora de plantear formas alternativas de concebir las relaciones del ser humano con la naturaleza.
Para algunos de los jóvenes poetas peruanos que siguieron a Eguren (como César Moro, Emilio Adolfo Westphalen, Martín Adán, Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson), su consagración completa a la poesía fue tomada como ejemplo vital. Sus versos se desembarazan de toda ligazón doctrinaria (religiosa o política) para ser fieles solamente a la belleza, al ritmo y a su vocación estética[13]. El poeta tomado por la Musa poco quiere del mundo edificado por el ingenio humano; prefiere seguir la “vía intransitada / a la corte del Clavel encendido” (Eguren, 1991: 111). Por eso mismo, el poeta ocupa una posición marginal en la civilización hegemónica; la poesía carece de valor para una sociedad que solo considera importante lo que puede ser capitalizado. Sin embargo, ante la crisis suscitada por el gobierno de la productividad y de la eficiencia, que pone en riesgo la vida y nuestra propia humanidad, el rescate de la poético (en su sentido más primigenio y profundo) se manifiesta como urgencia y necesidad. En la época contemporánea, según señaló lucidamente Graves, “el dinero puede comprar casi todo menos la verdad y a casi todos menos al poeta poseído por la verdad” (Graves, 1996: 17). Las imágenes de la naturaleza de la poesía de Eguren pueden ayudar a poner “en cuestión nuestros modelos cognoscitivos vigentes, referidos a la separación del sujeto y objeto, razón e imaginación, conciencia e inconciencia, cuerpo y psique, mythos y logos, naturaleza y cultura” (Solares, 2021: 446). Si la poesía, como afirmaba el propio Eguren, puede reunir el espíritu con la materia, entonces la naturaleza ya no puede ser simplemente dominada por la humanidad: al tener espíritu, consciencia y afecto, la vida del cosmos nos impone la obligación ética de respetarla y de honrar el hecho de sabernos parte de ella.
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[2] Todos los versos de Eguren pertenecen a la antología de 1991 de la Colección Visor (véase la bibliografía). Las otras referencias a la obra de Eguren pertenecen a sus poemas en prosa publicados en el libro Motivos, publicado por primera vez en 1931.
[3] Se refiere aquí a cierto modo de entender la tradición poética hispánica que era hegemónica en el Perú republicano. Mariátegui afirmó que “en nuestra literatura, Eguren es uno de los que representa la reacción contra el españolismo porque hasta su orto, el españolismo era todavía retoricismo barroco o romanticismo grandilocuente” (Mariátegui, 2002: 299). Sin embargo, Mariátegui reconoce que la forma de la poesía de Eguren es de herencia española y, específicamente, de la “España gótica” (2002: 300).
[4] Como se lee en un fragmento del poema “Medioeval”, del poemario La canción de las figuras [1916], ese tiempo aparece de forma simbólica en Eguren como el momento más propicio para la poesía, cuando los trovadores cantaron exaltados por el eterno femenino: “Junto al Arno, dulce ahora florecido y halagüeño, / las beldades nos parecen de la Logia las teorías;/ y son notas de perfume, son las hijas del ensueño,/ son la mística dulzura de las muertas alegrías. / Y esas reinas ideales con su velo matutino, / ya se postran, ya contemplan la madona del retablo” (Eguren, 1991: 99).
[5] “Verdadera en el moderno sentido nostálgico del original inmejorable y no un sustituto sintético” (Graves, 1996: 10).
[6] “Eros, el amor, la belleza y el ‘eterno femenino’, como símbolos del alma en sus distintos aspectos y expresiones, son conceptos comunes en la filosofía platónica, neoplatónica y hermética. Esta influencia, que alcanza el Renacimiento, se renueva con espíritu innovador en la Alemania de finales del siglo xviii con escritores, poetas y músicos tales como Goethe, Schiller, Schlegel, Hölderlin, Hoffmann, Beethoven o Schubert, todos ellos adalides del Romanticismo y el Clasicismo alemán” (De Faramiñán, 2022: 1).
[7] “Las valquirias eran vasallas de Odín. Estas divinidades femeninas se encargaban de abastecer su mesa de alimentos y, por otro lado, conforme a la orden de Odín, elegían quiénes debían morir en batalla y quiénes salir victoriosos. A eso se debe su nombre: val significa “muerte”, por lo que ellas eran las encargadas de escoger a los muertos” (Llontop, 2020: 30).
[8] “En el mundo nórdico, el valor es lo único que puede opacar a la muerte, motivo por el que los héroes luchan con valentía sin temor a la llegada de la muerte, que ellos ven lejana” (Llontop, 2020: 30).
[9] Anchante (2012) medita sobre estos colores en el poema de Eguren de manera un tanto diversa: “lo azul se puede asociar con el linaje de los guerreros o también con su edad núbil (el azul es característico de las jovencitas a las que se alude en muchos poemas); el blanco con su origen o raza (nórdico y en general occidental como en el universo egureniano), o el momento previo a la guerra: la paz; el rojo, finalmente, como todo lo que atañe a violencia, sangre y muerte” (121).
[10] Citado por Ricardo Silva-Santisteban (2012), quien afirma que es un escrito suprimido del libro Motivos.
[11] “La figura del amor (Eros) se presenta como un conector entre dos realidades, como un mediador entre ‘lo divino’ y lo humano, entre las ideas y las formas, entre las esencias y las apariencias” (De Faramiñán, 2022: 2).
[12] El libro Motivos recopiló diversas prosas poéticas que Eguren había publicado previamente en diversas revistas peruanas.
[13] José Carlos Mariátegui afirmó que “la poesía de Eguren se distingue de la mayor parte de la poesía peruana en que no pretende ser historia, ni filosofía ni apologética sino exclusiva y solamente poesía […] Eguren se comporta siempre como un poeta puro […] Es un poeta que en sus versos dice a los hombres únicamente su mensaje divino” (Mariátegui, 2002: 293).