Recibido: 11-01-2023
Aceptado: 21-05-2023
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2023.v37.i02.09
Resumen
Este trabajo se presenta como un análisis discursivo, con una perspectiva de género, de los poemas “Her Kind” de Anne Sexton y “Amai teneramente” de Alda Merini, con la intención de verificar la posible existencia de un imaginario diabólico relacionado con la sumisión o transgresión femenina. A través del análisis de las elecciones léxicas de las autoras analizaremos la concepción diabólica del impulso sexual de la mujer y de la disidencia, prestando especial atención a la simbología herética y brujeril. El análisis de las metáforas buscará en todo momento recuperar la relación implícita de la postura de las autoras frente a las expectativas de género.
Palabras clave: Anne Sexton, Alda Merini, demonización femenina, discurso de género, crítica de género.
Abstract
This article is focused on the poems “Amai teneramente” by Alda Merini and “Her Kind” by Anne Sexton. By a discourse analysis of the text with a genre approach, we aim to verify the possible existence of a gender discourse in their poetry, either submissive or transgressive. Through the study of the lexical choices, we will analyze the diabolical conception of women sexual impulse and dissidence, paying special attention to the heretical and witchcraft symbology. To do so, we will seek the implicit relationship between these metaphors and the author’s position against or within gender expectations to finally conclude defining the perception they have of themselves in their poetical personae.
Keywords: Anne Sexton, Alda Merini, Female demonization, Gender discourse, Gender basis critics.
El empoderamiento femenino resultante de la convulsión social que surgió tras el desprestigio del proletariado y del capitalismo[1] ayudó a desempolvar las voces oprimidas de dos realidades incómodas: la sexualidad activa de la mujer y los trastornos mentales. Meretrices, brujas o poseídas… distintas galas visten los mecanismos de defensa de un tradicionalismo que asignaba a la mujer un rol doméstico y una exclusión de la vida social.
Hasta principios del siglo xx, las mujeres carecieron de representación legislativa y, por ende, no solo su integridad quedó sin tutela, sino que también les fue negada cualquier intervención posible en los cambios históricos que afectaron a la sociedad (Paz Torres y Casas Díaz, 2018: 156). Sin embargo, desde cuando finalmente consiguió infiltrarse en la esfera pública, la mujer “ha logrado eliminar estrictas normas de conducta, una severa moral sexual y la permanencia obligada […] en la esfera privada” (Jana Aguirre, 2013: 120-122), consiguiendo así introducir rápidamente más cambios que en todos los siglos anteriores. De este modo, durante la edad Moderna y en plena efervescencia reivindicativa, se retoman eufemismos heréticos y denigrantes para desprestigiar la disidencia femenina y la “anormalidad”:
La caza de brujas fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres; fue un intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social. Al mismo tiempo, fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras en las que murieron las brujas donde se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad. (Federici, 2014: 255)
De forma análoga, el enfermo mental también ha sido tachado de poseído por el diablo y marginalizado en el devenir de la historia debido a la “imagen del terror” (Foucault, 2016) construida en torno a él y que provocó la llegada de los manicomios como templo de retiro para el aquelarre[2] de la sinrazón.
Dentro este juego pendular entre las leyes de lo biológico y de la imaginación por el que se demoniza la enfermedad mental y el instinto sexual de la mujer, nos centramos en la configuración subversiva de la lírica de Anne Sexton y Alda Merini. Ambas conocieron los estragos emocionales, combatieron no solo contra el trastorno bipolar y la esquizofrenia que respectivamente padecieron, sino que también manejaron el arte de amar saciando un apetito sexual sin respetar los protocolos de una sociedad que exigía compostura. Una apetencia que, siguiendo los principios de las teorías de Freud, la psiquiatría del siglo xx consideraba sintomatológica o patológica cuando se trataba de la mujer. La histeria supuso la irrupción de la sexualidad en la esfera clínica y con ella el cuerpo de la enferma deja de ser anatomopatológico para pasar a ser un cuerpo sexualizado (Foucault, 2005: 380).
El presente estudio, partiendo de dicha sexualización del cuerpo alienado de la mujer, recurre a la crítica de género y al análisis discursivo para estudiar la inadecuación a las expectativas de género por parte de las autoras en los poemas “Amai teneramente dolcissimi amanti”, en Vuoto d’amore (Merini, 1991), y “Her Kind”, en To Bedlam and Part Way Back (Sexton, 1963). En primer lugar, nos adentraremos brevemente en aquellos momentos de sus biografías que pudieran haber interferido en la producción de los textos y en los factores ético-sociales que configuraban el etiquetado ético de las buenas conductas. Posteriormente, buscaremos la posible existencia de un discurso de género a través del análisis de las elecciones léxicas. Para este fin, estudiaremos la concepción diabólica del impulso sexual de la mujer y su disidencia social, haciendo hincapié en la simbología herética y brujeril, puesto que estas imágenes han sido recurrentes desde la Edad Media para atacar tanto la sublevación de clases como la trasgresión sexual femeninas e imponer una ortodoxia católica moralista (Federici, 2014: 243-245).
Alda Giuseppina Angela Merini (Milán, 1931-2009) es una de las escritoras más importantes de la poesía italiana contemporánea de finales de siglo. Arropada por Eugenio Montale, Giorgio Manganelli y Giacinto Spagnoletti, la poetessa del Naviglio consigue publicar sus primeras obras en tierna edad. Su extensa producción en verso y prosa está caracterizada por un ingreso de diez años en un centro psiquiátrico, donde quedó a la intemperie de la crueldad institucionalizada en tratamientos físicos y el electroshock.
Hemos aquí la primera de las rupturas con los convencionalismos sociales, el estigma de su enfermedad mental. Emanuela Carniti (2019: 73), hija primogénita de la poeta, recuerda que:
[Q]uando uscì, ci accorgemmo che era anche uno stigma: lei era additata come “la matta”, e io ero “la figlia della matta”. Nel quartiere ci si conosceva tutti, e tutti sapevano, e molti indicavano e ammiccavano. A dire la verità, non solo gli stranei: anche i parenti di papà le facevano sentire quella macchia.
Anulada su integridad y cuestionada su autonomía como persona, también cayó su autoridad como madre. La difícil relación entre ellas quedó sellada para siempre por su dedicación a la vida pública y el desprestigio que muchos inculcaron a las pequeñas[3], señalando así la repulsión social que caracterizaba al enfermo mental y la puesta en juicio del rol materno si lo consideramos con la perspectiva diacrónica de mediados del siglo xx, ya que entonces no atender las exigencias de los hijos podía suponer un fracaso de gran magnitud ante los ojos ajenos. Solo al final de su vida las hijas consiguieron reconocer en su madre la gran figura intelectual que era y encajar todas las piezas de una madre-poeta, como reconocía Emmanuela Carnini en una entrevista para Alessandro Campaiola (2021):
Oltre la poesia, che era la molla interiore a cui non poteva sottrarsi perché più forte di lei, c’eravamo noi, le sue figlie. Però dopo, molto dopo. Nel mezzo c’era anche la malattia. Ha fatto del suo meglio come mamma, è stata molto importante, ma —almeno per me— non sufficiente a livello emotivo.
La última cara del prisma de su contradictorio espíritu rebelde está reservada a su esfera sexual. Alda Merini reconoció siempre ser una mujer coqueta y de gran erotismo (De Lillo, 2013). Contrajo nupcias en dos ocasiones, con Ettore Carniti y con el poeta tarantino Michele Pierri, y también mantuvo relaciones de límites difusos con ilustres y literatos de su época[4]. En pocas palabras, Merini encarna la exaltación de una sexualidad en línea contraria a los ideales conservadores imperantes en su contexto histórico. Su genio de la poesía irrumpía las convenciones tradicionales de mujer, lo que seguramente fue un peso en su producción y una lucha, un techo de cristal en el reconocimiento de su profesionalidad.
Anne Gray Harvey (Boston, 1928-1974) es el máximo exponente del género confesional de los EE.UU. y premio Pulitzer de poesía en 1967. Comienza a escribir como parte de la psicoterapia con la que trata su trastorno bipolar con tendencias suicidas. Fue instruida inicialmente por John Holmes y después, impulsada por su gran amigo W.D. Snodgrass, frecuenta el taller poético de Robert Lowell, de quien adquiere la perspectiva confesional de su obra (Middlebrook, 1998). Con ella, no solo consiguió alterar los patrones arcaicos de la literatura con la exposición de su intimidad y de su alma suicida, sino que puso de manifiesto una serie de argumentos considerados tabú para la sociedad estadounidense de mediados de siglo y de dominio ampliamente patriarcal. Con dichos argumentos se ganó el rechazo de una gran parte de la crítica y de algunos de sus contemporáneos, como Holmes, a cuyos reproches contestó con su poema “For John Who Begs Me not To Inquire Further”.
En toda su obra existe un hilo conductor, la presencia constante de temas femeninos y del cuerpo de la mujer (Mehrpouyan y Abbasnezhad, 2014: 201). Para Sexton, la sexualización del cuerpo es un arma a su favor para reivindicar libertad y reforzar las preocupaciones patriarcales de sus contemporáneas. En palabras de Arce Álvarez (2010: 201): “Su poesía es, sobre todo, la creación de una nueva imagen, fotografía de una identidad construida a través de un lenguaje que deconstruye los estereotipos femeninos. Asimismo, ilumina aquellos aspectos de la mujer silenciados o, más aún, anulados.”
También es incuestionable que Anne Sexton se reveló contra la posición pasiva de la mujer en cuestiones sexuales y que plasmó sus fantasías eróticas en poemas de la talla de “The Ballad of the Lonely Masturbator”. A tenor de esa desviación de la norma moral y de la corrección, su actividad sexual sobrepasa los confines del matrimonio. La poeta busca consuelo en distintos amantes y comparte sin reparo tales experiencias con el público en “To My Lover Returning to His Wife”. En última instancia, tampoco temió desafiar al extremo el ojo fariseo del tradicionalismo puritano de su entorno al divorciarse de Kayo, padre de sus hijas, Linda y Joyce.
El incumplimiento de su papel de esposa ideal, obediente y recatada no fue, sin embargo, el peso mayor que tuvo que cargar. La compleja relación con sus descendientes también es muestra indirecta del empoderamiento femenino y de las pretensiones maternales generalizadas por las construcciones sociales, el anhelo de sus hijas por tener una madre normal, una ama de casa:
Cuando eráis pequeñas, Joy y tú siempre decíais: “¡Bueno, ojalá tuviera una madre normal…!”, y os referíais a una con delantal y con galletas y sin todas estas historias con la máquina de escribir que tenían escandalizadísimas a las madres de vuestros amigos… Pero yo me decía que más me valía andar dando vueltas en busca de la verdad y cosas así… y al fin y al cabo sí que iba a daros las buenas noches y a leer “Buenas noches, luna”, o a cantarte nanas cuando llorabas. (carta de Sexton recogida en Gray, 2015: 535)
Madre ausente, mujer adultera, suicida y bipolar… el cóctel molotov de la personalidad de la poeta fue relevante en la marginalidad que vivió en primera persona y que se reprodujo en los personae de su lírica. La discursividad de género se alzó en su obra Transformations (1971), cuando reescribió los cuentos de los hermanos Grimm tergiversando los personajes y dándole un giro de tuerca gracias a sus protagonistas marginalizadas, pero subversivas.
Si hay algo que aúne a toda la crítica es que Anne Sexton pagó con su vida y su estabilidad emocional el anhelo de una perfección canonizada de la esfera privada femenina para la que no estuvo preparada. Esta poeta en búsqueda continua de aprobación a través de sus cartas[5] puso fin a su vida sin llegar a comprender jamás que mientras ella misma dudaba de sus capacidades, para el resto del mundo fue fuente de inspiración y para sus hijas motivo de orgullo.
Cada vez estaba más orgullosa de la escritura de mi madre y empezaba a entender que aunque su mirada, cuando estaba escribiendo, me recordaba inconscientemente a su enfermedad —como una marea secreta adherida al recuerdo—, mientras lo hacía no estaba loca. Lo que la alejaba de nosotros no era su deseo de escribir, sino su depresión […] Por lo tanto, incluso cuando era pequeña, entendí, intuitivamente, la magia que se creaba cuando daba forma a un poema. (Gray, 2018: 167)
Por evidente que pudiera ser, para comprender los fundamentos de la doctrina moral sobre el cuerpo femenino es necesario retomar la concepción asimétrica entre sexos, que presupone la debilidad de la mujer frente a la figura imperante de la masculinidad. Esta fenomenología condiciona la proyección del impulso carnal del hombre, junto a su apetencia sexual, en la provocación femenina, basándose en los preceptos católicos del pecado capital. Como consecuencia directa, Martínez de Lagos (2017: 14-15) señala que la evolución teológica asentó una “visión misógina del discurso patrístico, un discurso que va a determinar la construcción de una mentalidad básicamente monástica que asocia la naturaleza femenina con la tentación, el sexo y el pecado”, y añade que “no dejan de ser variantes sobre una misma consideración de la mujer claramente negativa y merecedora de acciones punitivas por su propia naturaleza”. Dichas sanciones han mutado en una serie de símbolos o figuras integradas en el entelado social de distintas épocas, imponiendo un canon social domesticador sobre la castidad, la virginidad y la compostura.
Por contraste, las voces disidentes pertenecían a un grupo repudiado de meretrices o prostitutas, personas de mala calaña cuya compañía era mejor evitar. La denigración de la actividad sexual y los juegos de atracción femeninos quedaron instaurados en el discurso patriarcal y en la superstición occidental, feminizando el mal y malignizando a la mujer (Ortiz, 2019: 24). Encontramos entonces dos encarnaciones principales de la trenza mujer-pasión-mal, donde la subordinación o dependencia del hombre es el resultado de un juego sucio: la femme fatale de los últimos siglos, cuya exaltación de sus dotes físicas resulta ser una trampa irresistible; y la bruja, que se vale de armas sobrenaturales para privar de raciocinio al hombre con el fin de someterlo a su voluntad. Esta última da como resultado la demonización de su sexualidad y, de consecuencia, habrá que exorcizarla (Federici, 2014: 263). La complejidad del origen de la segunda y su recurrente presencia en la literatura requieren especial detenimiento.
Una de las personificaciones del amor más extendidas durante el Romanticismo fue la rendición. Inmolarse en el ser amado ha jugado un papel principal en el juego de la seducción y ha estado influenciado por los cambios sociales. El nacimiento del psicoanálisis y el auge de movimientos sociales en respuesta a la tradición moral dieron lugar a un modelo muy difundido de feminidad “disturbante”[6] (Berti, 2015: 130), a caballo entre la deidad y la brujería.
En este contexto, la sociedad puso el punto de mira en el sueño y en el subconsciente, en la fina línea que separa lo natural de lo sobrenatural, reconfigurando la imagen de lo femenino (Scaraffia y Isastia, 2002: 25). Ahí precisamente entra en juego el embrujo, que representa el amor como una privación del sentido, una entrega al amado bajo la influencia de la magia[7]. El amor pasa a ser un capricho femenino, una trampa en la batalla por la unión, una imposición ficticia de la santería emergente que inducía temer a las mujeres por ser destructoras del sexo masculino (Federici, 2014: 259). Despierta de su letargo simbólico la bruja y lo hace en sordina, con una piel más humana y desprovista de sus características medievales. Lo hace bajo el interés general, debido a la cultura moralista burguesa que se alzaba a favor del conservadurismo y que polarizaba el sexo femenino en dos extremos irreconciliables: a un lado, encontramos la mujer taciturna, hábil en las labores domésticas y obediente; al otro, la mujer charlatana, solitaria y de dudosas compañías, alejada de lo pautado y espejo de la marginalidad. La sociedad de finales del xix y principios del XX retomó la debilidad[8] y la pulsión de la mujer frente a la tentación para tajar los discursos de lo femenino y contener la exposición de la sexualidad femenina:
De nuevo los vestigios medievales de las malas mujeres se hacen patentes en los desesperanzados grabados que presidían las puertas de estas instituciones de castigo: Mujeres vagantes, ladronas, hechiceras y alcahuetas. Aparece nuevamente la imagen de la mujer alejada de la moral imperante que debe ser castigada doblemente, por el mal cometido y por incumplir con los mandatos conservadores y misóginos de una sociedad donde si la mujer honrada no ostenta privilegios, menos aún ha de disponer de ellos la mujer presa. (Paz Torres y Casas Díaz, 2018: 167)
Dicha marginalización y demonización también quedó recogida en la creación de personajes que pueblan la literatura[9] y que dieron lugar a la lexicalización de metáforas relacionadas con la disidencia y la cultura del terror. No es extraño encontrar, además de dichas “instituciones de castigo”, símiles figuras en la literatura internacional[10], desde la femme sans merci a la femme fatale, pasando por la mujer vampira o la gitana. Esta última guarda una relación bastante estrecha con la simbología de la bruja, pues su alma errante es conocedora de las artes del embrujo, el embuste y el engaño, vistiendo a su vez otra dualidad: o es una morena con largos cabellos y de una atracción magnética en su juventud —recordemos el personaje de Esmeralda de Victor Hugo— o es una vagabunda cubierta de trapajos, santera de profesión.
Los poemas que someteremos a análisis son un ejemplo tangible del trato que tanto Anne Sexton como Alda Merini dieron a su condición de mujer y que mantienen la tradición cultural-literaria. En ellos, la seducción y la patología psíquica invierten la exclusión y el estigma para convertirse en señal de identidad, de autodefinición. Para comprender la analogía entre ambas, nos guiamos por la definición de la pasión amorosa de Franco Fornari (1985: 13), para quien el amado tiene “l’impressione di non essere mosso dal proprio Desiderio e fosse un altro a farlo muovere. La seduzione quindi si struttura come espressione del propio desiderio alienato”. Dicho “traslado” de la voluntad, por extensión, es equiparable al de la sintomatología de los trastornos mentales que padecieron las poetas.
La poesía meriniana está caracterizada por “el uso de la contradicción, de la deriva, con todas las consecuencias que de ellas se deducen el desdoblamiento, el laberinto, el juego de espejos invertidos y deformados” (Arriaga Flórez, 2018: 483). La poeta dedicó una buena parte de su obra al ingreso en el manicomio, a lo desolador y esperanzador que el paso por la institución mental supuso para su yo enfermo. Sin embargo, la mayor parte del público la conoce como ‘poeta del amor’ y es precisamente en esta lírica amorosa donde podemos encontrar algunas presunciones de género que demuestran su postura fuera de la norma.
La demonización de su fuerte carácter y feminidad no pasa indiferente ni siquiera a su familia, que también hace uso del simbolismo diabólico para reclamar la fuerza de su impasibilidad: “Non era semplice avere a che fare con il suo lato “vampiresco”, tanto più da figlia, e non è facile raccontarlo, non è facile avere una madre accentratrice e dispotica” (Carniti, 2019: 129). Esta no será la única ocasión en la que Alda Merini venga descrita como un ser poseído, puesto que ella misma hace uso de tal adjetivación en el siguiente poema:
Amai teneramente
Amai teneramente dei dolcissimi amanti
senza che essi sapessero mai nulla.
E su questi intessei tele di ragno
e fui preda della mia stessa materia.
In me l’anima c’era della meretrice
della santa della sanguinaria e dell’ipocrita.
Molti diedero al mio modo di vivere un nome
e fui soltanto una isterica.
La oralidad de este poema representa una de las máximas de la narración meriniana, aunque se aleje en parte del uso recurrente de la mitología clásica y del misticismo católico en sus versos cuando canta a la experiencia del manicomio, al amor, al abandono o a la condición femenina.
Lo que sí encontramos en el texto es la contradicción genética de su obra, que desde el comienzo lleva por bandera la marginalidad de la interacción amorosa. El mero uso del plural en el primer verso “dolcissimi amanti” es en sí un acto puro de rebeldía contra los “habitus de género”[11], que estipulan la exclusividad de la unión física-espiritual. Además, pone en relieve que los amados ignoran los sentimientos que despiertan en la poeta, eximiéndolos de cualquier culpa y señalando la vulnerabilidad ante su trampa. Hemos aquí una definición por contraste de la feminidad en Merini que corresponde al binomio tradicional de identificación de las mujeres (Martín de Doria, 2000: 627): el modelo de mala, la encarnación del pecado y el vicio, y la idealización total de su pureza y virtuosidad, de referente mariano.
En esta ocasión, el vínculo carnal se aleja del misticismo de su obra tardía, en la que se decanta por los aforismos[12] y por una serie de poemarios de fuerte influencia católica[13]. Alejándose la palabra poética y la unión celestial de los amantes, en estos versos Merini representa al amor como una trampa, una tela de araña que construye con premeditación; recupera los conceptos románticos del amor entendido como autodestrucción o redención. Observamos en los versos “E su questi intessei tele di ragno / e fui preda della mia stessa materia” la subversión de su condición femenina, la sumisión del amante a su capricho y su concepción del amor como una pérdida de la autonomía, un embuste y un consumo. No solo el amante juega a perder, sino que ella misma combustiona su bienestar durante la partida.
Se trata de una visión patriarcal de dominación para la que, como afirma Martín de Doria (2000: 628), Alda Merini recurre a la diminutio persona mediante “mascaras marginales” con el fin de degradar su identidad. En su interior conviven la meretrice, la santa, la sanguinaria, y la ipocrita. Todas las trasformaciones de su alma se basan en la tradición literaria y en la semiótica de los sexos con la que la sociedad del siglo xix castigaba la sexualización de la feminidad y la apetencia sexual de la mujer. Cabe destacar que la lírica amorosa de la poeta del Naviglio milanés da mayor peso al erotismo y la lujuria, afirmación que la poeta aclara con sus propias palabras: “ma io sono una donna molto erotica. Però la passione è una cosa, l’amore è un altra” (Merini, 2007b: 31). Por lo tanto, se reconoce en la pecaminosidad del sexo, en la meretriz de baja casta que vende su cuerpo, en la sanguinaria que por extensión evoca las figuras vampirescas fundadas en la hechicería y la hipócrita que posee la convicción con la adulación[14].
Queda latente que la fuente de sus versos no es otra que la toda tradición literaria y moralista emergente en los códigos éticos burgueses. La autodestrucción de su identidad poética en cánones de género parece subyacer más allá de su apetencia sexual, son premisas extraíbles en el cierre del poema “Molti diedero al mio modo di vivere un nome / e fui soltanto una isterica”. Aborda la temática terminológica del diagnóstico y disminuye incluso su estado de salud al hacerse eco de las premisas psiquiátricas que avanzábamos en la introducción y que incluían la teatralización de la enfermedad, la opresión de la sexualidad cuyo estado demencial no implicaba el ingreso en manicomio, sino el seguimiento por un neurólogo en un hospital (Foucault, 2005). Asimismo, en este último verso, la poeta se describe desde una perspectiva reduccionista del ser y recalcando la exclusión social. Coincidimos con Arriaga Flórez (2018: 492) en que las desviaciones perversas son consecuencia directa de su paso por el manicomio, cuya anomalía sentenció el sentido de pertenencia e identidad social de la poeta, asumiendo así un proceso de discriminación que la llevó a la negación de sí misma y a la escritura autolesionista.
Para comprender el proceso de composición de este poema y la intención comunicativa de la autora, la crítica literaria cuenta con el legado biográfico de Diane W. Middlebrook (1998: 130). La biógrafa narra que Anne Sexton, preocupada por el resultado final del manuscrito de su primera publicación, rebuscó entre sus bocetos alguna pieza que supusiera el corolario de la naturaleza autobiográfica de su obra. De este modo, reescribió un poema de 1957 titulado “Night Voice on a Broomstick” y lo renombró “Witch” en 1959. En un primer momento decidió adoptar la estructura del soneto y troncar los versos por la mitad hasta alcanzar un total de 38 versos breves que tampoco colmaron su satisfacción. Después, optó por reducir el número de versos, pero alargando su extensión silábica. Como consecuencia directa de estas reescrituras y a diferencia de otras obras de la poeta en la que las estructuras métricas o la rima están más descuidadas, en este poema, al haber pasado por la estructura del soneto, observamos un cuidado especial a la rima en las dos primeras estrofas que remarca la importancia que la poeta daba a sus recitales. La versión definitiva gozó de una cálida acogida y se convirtió al poco tiempo en el poema de apertura de sus recitales y en unos de los poemas más aclamados por el público:
Her Kind
I have gone out, a possessed witch,
haunting the black air, braver at night;
dreaming evil, I have done my hitch
over the plain houses, light by light:
lonely thing, twelve-fingered, out of mind.
A woman like that is not a woman, quite.
I have been her kind.
I have found the warm caves in the woods,
filled them with skillets, carvings, shelves,
closets, silks, innumerable goods;
fixed the suppers for the worms and the elves:
whining, rearranging the disaligned.
A woman like that is misunderstood.
I have been her kind.
I have ridden in your cart, driver,
waved my nude arms at villages going by,
learning the last bright routes, survivor
where your flames still bite my thigh
and my ribs crack where your wheels wind.
A woman like that is not ashamed to die.
I have been her kind.
El poema no deja margen de duda ante la evidente influencia del imaginario colectivo y la sanción de la sexualidad femenina en el cuerpo grotesco de la bruja, hilo común entre todas las versiones en borrador del poema desde el título. La voz confesional en primera persona, la concatenación de metáforas o símiles arraigados en la descripción popular de este ser ermitaño y huidizo, junto a la crudeza sintáctica sextoniana, ayudan a la poeta a autodefinirse con firmeza solo porque se distancia de la crítica situando todo el discurso en el pasado “I have been her kind” y usa el comparativo “like that”.
La división tripartita del poema queda marcada por las aliteraciones en ‘present perfect’ con las que inicia las estrofas y por el título a modo de estribillo-cierre en cada una. La primera parece un espejismo de la construcción social asociada a la lujuria femenina mediante el vuelo nocturno y solitario, es decir, la figura de la femme fatale que cuando se pone el sol sale a la caza de hombres “I have gone out […], haunting the black air”. La santería de la que se arma esta mujer bruja no es solo redentora de la debilidad pecaminosa del hombre, sino también su figura de ensueño “dreaming evil”. Anne Sexton contradice aquí la descripción degradante del personaje femenino, culpándose de nuevo sus impulsos.
Como decíamos anteriormente, esta proyección de la debilidad de la carne masculina en la fisionomía femenina ha sido la herramienta de oro del discurso patriarcal, que vuelve a asomar con fuerza en “a possed witch”. Con dicho símil la poeta manifiesta uno de los temas que más espacio ocupan en sus sesiones de terapia[15], que consiste en su insaciable apetito sexual y la concepción de este como una patología psicológica, demonizado a intermitencias históricas en la posesión satánica. Sin embargo, en “A woman like that is not a woman, quite” la poeta no busca ornamentar su consciencia plena del juicio que sobre ella cae por no entrar en el molde de la mujer ideal de su época, simplemente se considera a sí misma una estirpe casi deleznable. Anne Sexton reconoce sus carencias para el canon puritano-burgués al que pertenecía, y al hacerlo, de algún modo, reconoce vivir dentro de él.
La segunda estrofa, en cambio, está contextualizada en el hábitat de la bruja y aborda la disputa de la reclusión hogareña de la mujer en la vida en el interior de la cueva. Es anecdótico que sitúe dicha cueva entre bosques, posiblemente inspirada por la posición geográfica de la morada de los Sexton, en el corazón rural de Maine. Sin embargo, sitúa esta segunda ‘stanza’ en dicha esfera privada, mostrando la rutina a la que se encuentra encadenada y tomando una discursividad social de género importante, si la observamos desde una perspectiva diacrónica. La poeta bostoniana comparte el cumplimiento de sus funciones y el caudal de su poder adquisitivo, esto es una sinécdoque de la prosperidad que su saber hacer trae consigo. Llenar la casa de “estantes, armarios, muebles” demuestra ser una necesidad casi compulsiva para demostrar que es capaz de ofrecer a las personas a su cargo una vida completa, sin renuncias. De este modo, satisface el rol social asignado a la mujer y refuerza la dicotomía que engrana dicha estructura patriarcal en que el hogar es una prisión, pero a la vez es un techo seguro y cobijo, como demuestra con la simplicidad del símil “warm caves”. El cuidado de los hijos también está presente en “fixed the suppers for the worms and the elves”; en este verso, sin alejarse de la metaforización de la brujería, Anne Sexton trata con sutileza todas las responsabilidades asociadas a su género, pero cumple con su función a regañadientes —“whining”—. El mero hecho de lamentarse y de no demostrar felicidad con las funciones que le han sido confiadas como madre —es importante recordar la depresión post-partum que padeció y su poca desenvoltura en el cuidado de sus hijas— levanta crítica y repulsión, como refleja poco más adelante: “A women like that is misunderstood”. Además, con esta comparación “Sexton acutely feels this social pressure to conform and the lack of an identity which embraces both her status as a woman and a writer” (O’Neill, 1996: 252).
En la tercera estrofa convive su tendencia suicida con el adulterio de un modo mucho más metafórico. Anne Sexton toma tierra y se vanagloria —“ridden your cart”; “waved my nude arms”— de llevar las riendas[16] y dirigir a su antojo las pasiones más bajas “your flames still bite my thigh”. La interacción amorosa se mimetiza con un juego de supervivencia en el que ella no tiene nada que perder, ya que la muerte no le despierta ningún tipo de temor. Con “A woman like that is not ashamed to die” termina de sacudir la última gota de cuánto disidente hay en ella, ya que al cantar al suicidio completa el esquema de sus imperfecciones como mujer casta, madre modelo y cristiana puritana. Al igual que sucedía con Alda Merini, la escritura de Anne Sexton evidencia “the dual nature of Sexton’s poetry as a cathartic process and destructive urge” (Mehrpouyan y Abbasnezhad, 2014: 201). Una catarsis que, en cualquiera de los casos, abogaba por la visibilidad de una realidad problemática que resolver.
El análisis pormenorizado de los dos poemas nos permite aunar en una discursividad de género las trayectorias poéticas y biográficas de Anne Sexton y Alda Merini, que avanzan yuxtapuestas en la misma dirección. A pesar de las distancias geo-históricas entre ambas, hemos podido comprender que ambas poetas conciben su condición mental y la patologización de su sexualidad según los postulados de la psiquiatría Moderna, en la ruptura con la normalidad.
Ambas poetas parecen tener intereses en común a lo largo de su trayectoria, señalada seguramente por la sintomatología de sus enfermedades mentales. Tanto Sexton como Merini abordan principalmente las cuestiones psiquiátricas en sus primeras obras, que alternan con poesías de amor, hasta acercarse a la fe al final de sus vidas en busca de una redención.
En lo que se refiere a los aspectos de género, la disidencia y la lucha por salir de la esfera privada emerge del interior del universo simbólico de los poemas, vistiendo reivindicación, culpa y condena. Las poetas parecen conscientes de su estilo de vida poco convencional, de la rebeldía detrás de su presencia; la asocian a la denigración que parecen sufrir y de la que se inspiran para metaforizar su discurso, escondiéndose detrás de cuerpos grotescos, mal vestidos, desprovistos de belleza. Recurren sobre todo a aquellas almas heréticas con las que la tradición ha identificado lo pecaminoso y la lujuria. La bruja, la sanguinaria, la meretriz… son las voces de la alucinación sintomática de sus patologías y de la equidad que ansiaban. Además, también arrastran los postulados sociales señalados por Zúñiga Añazco (2018: 231), por los que la mujer es el origen del descontrol masculino y tergiversadora del orden moral, basándose en sus imágenes de incitadoras.
La demonización de la feminidad en Sexton y Merini no se limita al reducido corpus de este trabajo. En el caso de Merini, en “Due poesie per Q.” dentro de Vuoto d’amore, resuenan los patrones de reducción del individuo femenino no merecedor de amor: “Invece tu d’amore mi incendiasti / là sopra i ghetti, a porta Garibaldi, / come avessi la veste di chiazzata / gitana oppure donna mal vestita”. También toma como referente a las brujas de Macbeth[17] para escribir su Diario (1986). En cambio, Sexton recurre a la figura de la bruja en “The Double Image”[18], donde las brujas representan la reverberación del sentimiento de culpa y el reproche de su familia por sus intentos de suicidio. En otras palabras, ese imaginario grotesco, herético y brujeril acompañará la obra de las poetas cada vez que se condenan por no haber satisfecho sus roles de género y sus funciones maternales.
Para finalizar, aunque ambas poetas no reconocieron jamás un activismo intencional en su obra, la mera exposición de este simbolismo y la repercusión mediática de sus trabajos son en sí mismo un acto de rebeldía. Se trata de un acto llego de riesgos porque, como señala Martín González (2003: 182), “el identificarse con una bruja contiene una ventaja y una desventaja al mismo tiempo, pues el ser bruja-poeta puede derivar hacia una capacidad autoexpresiva liberadora pero también marginar o alienar a la mujer en el mundo masculino que ha intentado invadir”. Alienadas por su expresión artística, por su biología y por su patología, ese fue un riesgo que ambas figuras estuvieron dispuestas a correr, creando parte de su universo simbólico gracias a cuerpos de mujeres atractivos o grotescos, cuestionando las posiciones de poder, reconceptualizando el amor o la seducción. Adoptaron una voz visible y pública, una voz que las hizo proclamarse dos de las figuras literarias más importantes de la poesía contemporánea internacional.
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[1] La situación económica, el crack de la bolsa y el desmoronamiento del mercado bélico tras las guerras mundiales, sumado a la lucha proletaria obligaron a muchas mujeres a salir a buscar trabajo para redondear los números de la economía familiar. Haciéndonos eco de los estudios de Jana Aguirre (2013), su contratación precaria, entre otros factores, contribuyó al alzamiento por sus derechos, por un lado, y por el otro sirvió de trampolín para la autorreflexión de su rol social gracias a la autonomía adquirida.
[2] Según Ortiz (2019) el concepto “aquelarre” nació del compuesto de los tratados de teólogos y demonólogos diluidos en las leyendas populares. Sin embargo, en un principio, el término no ponía el “énfasis sexista que la idea común supone: efectivamente el mito del aquelarre en general culpa a las mujeres de asistir al aquelarre, pero esto depende del demonólogo o tratadista y del momento histórico que se trate. Al menos en el inicio de la construcción del mito, es decir, en plena manifestación del Renacimiento, la relación aquelarre y hombre es general y neutra, no especifica ni responsabiliza a las mujeres” (21).
[3] Al hablar de la información que los asistentes sociales daban a sus hijas en Reato di Vita, Alda Merini (1994: 106) recrimina que a una de ellas “Non le dissero: “Tua madre è una grande poetessa”, le dissero: “È soltanto una povera malata di mente”. Ed è cresciuta con questa ignoranza della società.” Este testimonio no sería la única evidencia de la preocupación de la poeta en relación con la imagen que sus descendientes tenían de ella, ya que fue un tema recurrente en entrevistas y actuaciones televisivas.
[4] En la entrevista para Vèroli (2012: 24), Merini confesaba que el vínculo espiritual con Manganelli y Quasimodo, en su bagaje como poeta, pasaba obligatoriamente por la unión carnal: “Soltanto conoscendo il corpo più che la mente di Manganelli e di Quasimodo ho potuto capire quali malattie patisco, perché la loro mente, come la mia, era in un corpo particolare e io quei corpi li ho conosciuti. Non posso dire di non essere stata la loro amante o piú che altro la loro compagna, come sono stata amante e compagna di mio marito Ettore e del mio secondo marito Michele Pierri. Non si può parlare di una persona se non la si è visitata dal di dentro, “conosciuta”.
[5] Recogidas por su hija mayor y publicadas bajo el título traducido en español Anne Sexton. Un autorretrato en cartas (Grey, 2015).
[6] En español, ‘incómodo’.
[7] Extrapolando las referencias a la evolución del mito de Circe de Berti (2015: 130) y extendiéndolo a la literatura del siglo xix y xx, la autora señala un cambio de perspectiva a este respecto: “Il tema della seduzione è in primo piano assoluto adesso, la magia è in genere solo uno degli strumenti di questa seduzione, espressione di un’analogia simbolica per cui il ‘fascino’ —malvagio— che lei esercita sugli uomini è magia”.
[8] “Del modelo social impregnado por la doctrina católica emergía la idea que consideraba a las mujeres seres propensos a ser llevados por la lujuria y el crimen, seres que con sus malas artes, como descendientes de Eva, podían arrastrar al hombre hacia conductas pecaminosas, hacia nuevas formas del pecado original”. (Paz Torres y Casas Díaz, 2018: 164)
[9] Véase Lara Alberola (2010).
[10] Según Franco Fornari (1985: 12), esta internacionalidad se debe a que “alla base della dottrina demonologica delle streghe sta dunque l’idea centrale della seduzione, che Freud ha descritto come riscontrabile nelle fantasie sessuali infantili, in forma di fantasma originario. Il quale non avrebbe una giustificazione storica, in senso stretto, in quanto i fantasmi originari sono considerati da Freud come potenze immaginarie filogenetiche, e quindi comuni a tutte le culture”.
[11] Por ello se entiende “un sistema de normas profundamente interiorizadas que, sin expresarse nunca total ni sistemáticamente, rigen la relación de hombres y mujeres con su cuerpo” (Rodríguez, 2003, como se citó en Arriaga Flórez, 2002: 27).
[12] Entre otros, Aforismi (Merini, 1992) y Aforismi e magie (Merini, 1999).
[13] Se trata de un conjunto de obras inspiradas en personajes y hechos bíblicos, publicadas en la primera década del siglo xxi: Corpo d’amore: un incontro con Gesù (Merini, 2001); Magificat. Un incontro con Maria (Merini, 2002); La carne degli angeli (Merini, 2003b); Poema di Pasqua (Merini, 2003a); Francesco, canto di una creatura (Merini, 2007a); y Mistica d’amore (Merini, 2008).
[14] Esta visión de la bruja como adultera y lujuriosa, fue configurada durante el xvi y xvii, y se sumaba a las creencias populares por las que las brujas eran parteras que practicaban métodos anticonceptivos e infanticidio (Federici, 2014: 252-255).
[15] La confidencialidad en el caso clínico de Sexton despertó numerosas críticas respecto a la publicación de las cintas de terapia entre la biografía de Middlebrook y Anne Accident of Hope: The Therapy Tapes of Anne Sexton, (Skorczewski, 2012). Ambas publicaciones fueron importantes a la hora de trazar la biografía de la poeta, sin embargo, el revuelo mediático por parte de psiquiatras levantó un debate sobre la ética profesional, del que destacamos las contribuciones de Chodoff (1992) y Judit Viorst (1992).
[16] En el análisis que Arce Álvarez (2010: 205) hace del poema, esta metáfora adquiere una trasgresión de género que representa el control de la vida de uno mismo, se asocia a la figura masculina del conductor que dirige su vida.
[17] En el Diario, además de la demonización femenina, encontramos otras pinceladas de referentes grotescos como Rita Fort, famosa asesina de la posguerra o Adalgisa Conti, escritora que también pasó parte de su vida ingresada en el manicomio (Camps, 2015).
[18] “Nothing sweet to spare / with witches at my side. The blame, / I heard them say, was mine. They tattled / like green witches in my head, letting doom / leak like a broken faucet; […] I let the witches take away my guilty soul. […], Too late, / too late, to live with your mother, / the witches said. […] Too late to be forgiven now, the witches said. / I wasn’t exactly forgiven” (Sexton, 1999: 35-42).