PRÁCTICAS FEMINISTAS EN LA ENSEÑANZA DE LA ESCENOGRAFÍA: ALGUNAS PERSPECTIVAS ABIERTAS

FEMINIST PRACTICES IN THE TEACHING OF SCENOGRAPHY:SOME OPEN PERSPECTIVES

Alicia-Elisa Blas Brunel

Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid

ORCID: 0000-0002-0630-2005

Recibido: 25-05-2022

Aceptado: 26-09-2022

https://dx.doi.org//10.12795/PH.2022.v36.i02.02

Resumen

El lugar de lo teatral es un campo privilegiado para el estudio de cambios de mentalidades y permanencias, ya que en su propia definición entran en juego, de forma más evidente que en otras manifestaciones artísticas, las interdependencias entre definición espacial y constructo ideológico, emisión y recepción, forma y contenido. Su especificidad pone foco y añade perspectiva, literalmente, a muchas problemáticas colectivas e individuales a propósito de la definición de la identidad, la orientación y la institución imaginaria de la sociedad. De igual forma ocurre en su aprendizaje y enseñanza, especialmente en el campo de la escenografía y el diseño.

En el presente artículo reflexionaremos con perspectiva de género, y mediante una metodología inmersa en la práctica escenográfica y su docencia, sobre las exclusiones y ausencias que configuran nuestra cultura escénica, y como el discurso sobre el poder reflejado en ellas define el proceso de diseño.

Palabras clave: Enseñanza de escenografía, diseño crítico, pedagogías feministas, teatro español contemporáneo, ampliación del canon teatral

Abstract

The place of the theatrical is a privileged field for the study of changes in mentalities and ways of permanence, since in the very attempt to define it there come into play the interdependencies of such things as spatial definition and ideological construct, emission and reception, form and content, in a much clearer way than other artistic expressions. Its own specificity puts focus and adds perspective, quite literally, to many collective and individual issues regarding the definition of identity, orientation, and that of society´s imaginary institution. So it also happens in both its learning and teaching, particularly in the field of scenography and design.

In this article, we will reflect from a gender perspective and through a methodology embedded in scenographic teaching and practice, on the exclusions and absences that shape our scenic culture, and how the designing process is defined by the discourse on power they reflect.

Keywords: Teaching scenography, critical design, feminist pedagogies, contemporary Spanish theater, expansion of the theatrical canon

1. Introducción: procesos escénicos y la formación del canon teatral

Decía la diseñadora escénica Raynette Halvorsen Smith, en Perspectives on teaching Theatre, que:

A diferencia de las artes visuales, la técnica y el proceso fundamentales para el diseño y la producción de escenografías no han cambiado significativamente desde hace casi cien años. La forma en la que mayoritariamente es presentado el proceso de diseño escénico se ha congelado en una tradición tan omnipresente que nos hemos vuelto ciegos a ella. Aunque el paisaje ha adquirido la apariencia de cambios de estilo con “miradas” tomadas de otras disciplinas como la arquitectura, la pintura y la escultura, en su esencia se ha mantenido sin cambios desde las prácticas esbozadas a principios de siglo por Craig, Appia y Robert Edmond Jones[1] (2001: 107).

Bien entrado el siglo XXI, la mayoría de los estudios de escenografía siguen sin haber evolucionado mucho respecto de lo descrito por la profesora norteamericana a finales del XX: al alumnado actual se le sigue escamoteando, quizás no de manera consciente, pero sí de forma sistemática, muchos datos, y la docencia se ejerce mayoritariamente desde una representación de la profesión en la que la diversidad brilla por su ausencia. Los escritos y obras de Jones (1887-1954), Adolphe Appia (1862-1928) y Edward Gordon Craig (1872-1966), más de veinte años después del comentario con el que iniciamos esta reflexión, siguen siendo el punto de partida de muchas de las escuelas y facultades del mundo, no solo anglosajonas, sino también de España y Latinoamérica. Pasando por alto unas personalidades llenas de puntos oscuros, que se siguen idolatrando y poniendo como ejemplo y modelo a las nuevas generaciones.

El objetivo de este artículo es continuar el debate abierto sobre cómo el estudio de una genealogía ampliada de las artes escénicas, que reivindique el rol dramatúrgico del espacio escénico[2] puede contribuir a que las profesiones teatrales relacionadas con los aspectos técnicos y plástico-visuales encuentren su lugar como productoras de conocimiento y coautoras del espectáculo. Presentando una “reflexión en acción” (Schon 1992), y una práctica artística colectiva, alternativas al mito romántico del genio, eje y fundamento del actual sistema teatral. Ya que, más allá de lo injusta que es la falta de reconocimiento histórico y la apropiación de las aportaciones de las habitualmente excluidas del relato dominante, y por tanto del canon, —mujeres, personas no binarias, racializadas, no heteronormativas, neuroatípicas, profesionales de la técnica y de la artesanía, o procedentes de culturas no hegemónicas etc.—, estas discriminaciones nos anclan a una visión de las artes escénicas y sus procesos, así como del mundo y de las estructuras imaginarias que lo sustentan, demasiado simplificada y uniforme, que desatiende cuestiones fundamentales para la completa comprensión del hecho teatral, como son su carácter colectivo, efímero y relacional.

El teatro es una actividad eminentemente colaborativa, y, como afirmaba Anne Ubersfeld (1918-2010) en La Escuela del Espectador:

Aunque la preeminencia actual del director de escena lo convierte en el emisor privilegiado del mensaje propio de la representación, no debemos olvidar que el realizador es plural: a pesar de que sea el director el que dirija el equipo, no por ello puede prescindir del organizador del espacio (el escenógrafo), cuya función es decisiva, ya que la representación es, ante todo, un acontecimiento espacial. El escenógrafo produce un sistema de signos cuya coherencia hay que estudiar (1997: 29).​

El análisis de ese sistema de signos producido por la escenografía, y el estudio de las influencias ética y estética de sus condiciones materiales y procesos, permite reivindicar dimensiones relegadas en la historia del pensamiento occidental, como las emociones, la materialidad y los afectos, para aplicarlas a una metodología del diseño escénico en clave feminista que tenga en consideración sus sistemas de producción, circulación y recepción, territorializados (Dubatti 2020) y situados (Haraway 1997), y permita la definición de nuevos imaginarios más apropiados para una sociedad más justa, diversa y sostenible.

2. Resituación de las investigaciones sobre espacio escénico y sus procesos

Decía Isabel Campi, a propósito de la revisión del Movimiento Moderno en arquitectura, que, aunque no nos lleguen puntualmente en castellano todos los títulos que se publican sobre el tema en otros idiomas, “los estudios sobre diseño y género constituyen una de las líneas de trabajo más innovadoras en el panorama internacional de la teoría, la crítica y la historia del diseño” (Campi Valls 2002: 287). Algo similar podría aplicarse al diseño teatral: que las numerosas publicaciones existentes no sean de fácil acceso, o interés, para muchos docentes, no quiere decir que no existan, sino que, más allá de datos, informaciones o saberes concretos, es necesario resituar muchos conocimientos adquiridos, y por adquirir. Rosa Montero exponía sobre un programa europeo para la inclusión de los logros femeninos en los contenidos educativos —Women’s Legacy: Our Cultural Heritage for Equity (Legado de las Mujeres: nuestro patrimonio cultural para la equidad)—, que “El objetivo no era crear una historia feminista, sino una historia rigurosa, completa, en vez de la versión mutilada” (Montero 2022). Aquí tenemos ese mismo propósito —completar la genealogía existente—, pero con las dificultades añadidas por el carácter supuestamente menor de un tipo de trabajo, que, por su propia especificidad, y a diferencia de la literatura o las Bellas Artes, no cuenta con un soporte objetual imperecedero y una gran autoridad intelectual, sino la interdependencia con lo utilitario propia de las artes aplicadas.

Desde la perspectiva del diseño como actitud (Rawsthorn 2021) esa falta de autonomía es una ventaja. En el límite entre disciplinas y especialidades, las investigaciones sobre espacio escénico, más allá de los escenarios convencionales y desde las posibilidades abiertas por términos como escenografía expandida (McKinney & Palmer 2017), lo escenográfico (Hann 2019) o práctica estética imbricada (Ocampo 2007), nutren a los estudios teatrales de nuevas líneas de exploración en las que la vincularidad, la utilidad y el compromiso social no son factores negativos que socaban su identidad artística, sino, muy al contrario, lo que permite ampliar ese limitado canon y enfrentarse a una doble invisibilización: la de las mujeres y la de las personas que trabajan detrás y debajo de los escenarios, cuya coautoría artística y aportaciones conceptuales, incluso dignidad profesional y humana, relegada al servicio y a la subalternidad, cuesta reconocer académicamente, a pesar de que, como decía Marirì Martinengo:

Si se desplaza la atención del personaje, del acontecimiento y de la fecha al proceso que preparó el personaje, el acontecimiento o la fecha, entonces aparecen también las mujeres. Según esta hipótesis, la historia pasada (y también la presente) hay que verla como una serie de contextos relacionales en sí cumplidos, que viven de correspondencias, de herencias transmitidas y recogidas en el tiempo: una serie de cuadros que no se pierden de vista entre sí, porque un hilo se devana del uno al otro (2010: 19).

En las artes escénicas esos procesos de preparación mencionados están en salas de ensayo, oficinas y talleres en los que la presencia femenina siempre fue grande, aunque las historias que compartimos en nuestras aulas parezcan haberlo olvidado. Para adaptar la enseñanza que nos ocupa a la complejidad posmoderna, hay que reevaluar los datos existentes y abordar creación, investigación y docencia desde un ejercicio constante de pensamiento crítico que cuestione el orden patriarcal neoliberal y sus jerarquías, en la línea de lo analizado por Eelka Lampe en “La paradoja del círculo: El encuentro creativo de Anne Bogart con las tradiciones interpretativas del Este de Asia” (2007: 159), al asociar la presencia de una “subjetividad feminista” en el trabajo de la célebre directora norteamericana y su influencia de filosofías y culturas asiáticas menos individualistas.

Los estudios culturales, la crítica poscolonial y el análisis con perspectiva de género son una buena opción para deconstruir la visión monolítica de lo que es importante, normal y necesario, que a menudo hace olvidar el trabajo en equipo y la creatividad conjunta. Tradicionalmente silenciadas, a pesar de la popularidad e influencia que en el pasado tuvieron, de la abundante documentación existente, y de la cantidad de mujeres y personas no binarias que se matriculan en nuestras aulas buscando referencias, las artistas, técnicas, artesanas, investigadoras y maestras escénicas siguen ocupando un injusto segundo plano en nuestros programas académicos, bibliografías y libros de texto; al despreciarse sus aportes teórico-prácticos, o al atribuirse sus hallazgos a otros. Un desprestigio que muchas veces se extiende a la audiencia femenina y a todo lo que se identifica con el gusto popular, al que, sin reparar en su connotaciones etnocéntricas y clasistas, además de misóginas, se suele catalogar como inmaduro, no profesional, primitivo, salvaje y afeminado[3]. Y que, curiosamente, en lo referente a la materia aquí estudiada, es asociado a lo decorativo y prescindible de la escenografía, frente a la esencialidad racionalista de la acción y la iluminación abstracta propias de la estética de la modernidad. Sexismo, clasismo, y, como exponía bell hooks (2022), también racismo, están tan incrustados en la idea de lo universal planteada por los grandes reformadores escénicos del siglo XX, que aún condicionan la retórica del teatro actual, incluso en los campos educativos, artísticos y comunitarios más progresistas.

2.1. Un espacio vacío y blanco lleno de contenidos y significaciones oscuras

Más allá de interpretar el espacio escénico como mero signo lingüístico, o sistema de signos, y por supuesto de su efecto de localización, como denominaba Denis Bablet a “la hipótesis de que la definición de un espacio escénico sugiere voluntaria o involuntariamente un lugar más o menos coherente o identificable” (2001: 19), hay que tener en cuenta la influencia que el entorno, el lugar y la atmósfera ejercen sobre los seres humanos y sus ideas de poder, autoridad y espiritualidad, ya que “la naturaleza del enmarcado del espacio escénico y sus objetos contenidos sugiere y estimula las expectativas de la acción que está a punto de tener lugar” (Mckinney & Butterworth 2015: 104), y no solo a la inversa como se suele afirmar. Es decir, en vez de analizar el espacio como un elemento más “producido por el sentido” (Tordera 1999: 190), es también interesante hablar de él como un elemento preexistente, productor sustancial de este. Reivindicando con ello la esencia, además de lingüística y literaria, material y fenomenológica de lo teatral, y desmontando la lógica cartesiana contenido-forma, considerar que la falta de un epígrafe dedicado al espacio, más allá del entendido como mero contenedor o receptáculo, en la clásica tabla de 13 sistemas de signos propuesta por Kowzan, tiene connotaciones coloniales, como desarrolla Sam Trubridge (2013) en su propuesta de lo que denomina “escenografías nómadas”, frente a la “Terra Nullius” del espacio vacío.

Podemos encontrar, por tanto, razones estructurales, políticas y económicas, relacionadas con las dificultades históricas expuestas por Michel Foucault (1926-1984), para hacer del estudio del espacio un campo de conocimiento científico (Foucault 1980), de forma similar a la discriminación que la especificidad de la corporalidad femenina ha sufrido en la medicina y en la psicología. Es decir, con la idea, inscrita en la definición de la identidad moderna, de lo masculino como un universal atemporal y neutro, que es asumido como norma a partir de la cual plantear toda supuesta realidad objetiva (Criado Perez 2020). La propia descalificación del espacio, hecha por la tradición filosófica occidental, como algo inerte, inmóvil y pasivo —es decir: femenino—, frente a la dialéctica de la acción y el progreso propia de la masculinidad, contribuyó a que la escenografía se presente en un papel subalterno.

De alguna manera, el abstracto “espacio vacío” descrito con palabras que recuerdan a las que podrían ser utilizadas para hablar de un proceso colonizador, o de la penetración dentro de un contexto de depredación y violencia sexual —“Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral” (Brook 2012: 21)— funciona como un ente ficticio que recoge el ancestral terror misógino provocado por esa cavidad primaria (Kaplan 1973) que conecta, simbólica y semióticamente, el útero con la tumba (Eisler 2021), y estos con la embocadura teatral como puente de conexión con la otredad.

2.2. Entre el ángel del hogar y la criada maga, o la subalternidad de lo escenográfico

Si entendemos el teatro como algo más que literatura dramática, debería reconsiderarse la relevancia que las profesiones relacionadas con lo escenográfico han tenido históricamente, y reintegrar y reconocer en nuestros estudios el tipo de saber desarrollado desde el espacio escénico. Un tipo de conocimiento práctico que tampoco debería ser subvalorado si se quieren plantear relaciones más horizontales y justas en nuestras aulas, talleres y salas de ensayo, y tenemos en cuenta “el impacto de los proyectos, sobre qué supone formar a alguien” (Maceira Ochoa 2008: 220).

El arte escénico y su espacialidad son el reflejo de las condiciones materiales e ideológicas de su época, pero también pueden ejercer un papel prefigurador como promotores de cambios sociales y psicológicos, al manifestar y denunciar ciertos privilegios. Como decía Anne Surgers (2005: 85) si existe una dramaturgia fuerte y una estructura espacial fuerte —parte fundamental del código de representación teatral— es porque existe un poder simbólicamente fuerte. En una época como la actual, en la que el verdadero poder está deslocalizado en manos de grandes corporaciones transnacionales, reflexionar sobre en qué tipo de empoderamiento colaboramos con nuestras prácticas escenográficas, fuera y dentro de los escenarios, es importante. Sobre todo, porque esas construcciones sociales no se hacen solo gracias a discursos y posicionamientos estéticos, sino mediante procesos de producción y jerarquizaciones laborales, en muchos casos inconscientes y naturalizados: La interdependencia de técnica, concepto y proceso, que puede observarse en una disciplina como la del diseño escénico en la que los procedimientos colectivos de negociación y colaboración son tan relevantes (Roznowski & Domer 2009), ayuda a evidenciar la importancia del mantenimiento cotidiano. Permitiendo considerar los trabajos reproductivos y afectivos de la llamada economía de los cuidados, y no solo sus usos productivos. Ya que, como decía la comisaria e historiadora del arte Susana Blas (1969):

Ser feminista no implica solo abordar determinadas temáticas, sino cambiar las actitudes injustas […] No sirve de nada que se programen exposiciones feministas en un museo si esa institución no cuida ni respeta a sus trabajadoras o mantiene actitudes paternalistas hacia ellas (vid. Velásquez 2021).

Afirmación que podríamos fácilmente hacer extensiva a instituciones como las teatrales donde la subalternidad está representada en gran medida por las profesionales relacionadas con los oficios técnicos que hacen un trabajo de sostenimiento invisible imprescindible, pero también por esos personajes femeninos arquetípicos, en cierta forma siempre marginales, creados desde premisas patriarcales para compensar la exclusión que las mujeres reales sufren en la sociedad desde el mítico origen del teatro occidental en la antigua Grecia (Case 1985). ​Por eso vamos a citar una muestra de una práctica habitual en la historiografía teatral, en la que determinados hallazgos, descubrimientos o inventos hechos por comunidades, colectivos, o mujeres, más o menos anónimas para la historia al uso, son atribuidos a las grandes figuras masculinas consideradas padres de las artes escénicas. Este es el caso de Gunilla Palmstierna-Weiss: una trayectoria paradigmática, gracias a la cual se puede observar que muchos de esos olvidos no atañen solo al género, sino a lo que Denise Scott Brown (Nkana, Zambia, 1931) llama el desarrollo de la “creatividad conjunta” (Scott Brown 1992).

Al igual que en el caso de la arquitecta sudafricana, que reclamó en 2013, con gran apoyo de redes y medios de comunicación especializados incluso españoles y latinoamericanos, el Premio Pritzker que en 1991 habían concedido en solitario a su socio de estudio y esposo Robert Venturi, los mecanismos de exclusión de las mujeres del star system artístico parece que han empezado a resquebrajarse[4]. La gran ceramista, escultora en el espacio público y diseñadora escénica Gunilla Palmstierna (1928), también a avanzada edad, está viviendo ahora cómo la sociedad se hace eco de sus contribuciones en la obra de Weiss, Bergman o Brook. Datos sobre su verdadero papel, en la gestación, escritura y puesta en escena de La persecución y asesinato de Jean-Paul Marat representada por el grupo teatral de la casa de salud mental de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, más conocida con el título abreviado de Marat/Sade (1963), empiezan a ser acreditados; poniendo en valor una participación que trascendió su trabajo como diseñadora de espacio y figurines, por los que ganó el premio Tony al mejor vestuario teatral en 1966, o como secretaria, asistente o asistenta de su pareja sentimental. Informaciones que ya habían sido expuestas con detalle en la autobiografía Minnets spelplats (El patio de recreo de la memoria) (2013) y en el documental que la televisión pública sueca le dedicó en 2014, significativamente llamado Women Like You Make a Man Impotent (Mujeres como tú hacen impotentes a los hombres), pero que no trascendieron el ámbito escandinavo hasta que un gran museo como el Moderna Musset de Estocolmo, con la exposición Gunilla Palmstierna-Weiss: Vivid Scenes 1964-1984, comisariada por Emily Fahlén y Asrin Haidari, resaltara una obra en “la que arte, artesanía, tecnología y reflexión, se entrelazan a partir de la realidad material y el contexto, y no del ego” (Svensk 2019), y prestigiosas revistas internacionales como Art Forum la reseñaran como un nuevo “modelo de artista contemporáneo más allá de la idea del genio solitario (y generalmente masculino)” (2019).

Como en tantas otras parejas de autores, artistas y diseñadores “el papel de esposa parece haber prevalecido sobre el de colaborador, arquitecto o socio igualitario” (Moreira 2021), por lo que ha sido difícil entender su personalidad artística fuera del marco de los estereotipos de la de bella musa inspiradora o del decimonónico ángel del hogar ofreciendo desinteresadamente “ayuda a su marido”, aunque su labor había abarcado complejas gestiones políticas, primeras ideas y trabajos como investigadora en París, que, desde la perspectiva actual, la harían coautora de la dramaturgia (De Rudder 2006).

Pero ¿por qué hemos tenido tan poca información sobre estos detalles, incluso en círculos supuestamente especializados, progresistas y defensores de la igualdad? Podría responderse que, a pesar de su protagonismo en las revueltas estudiantiles de la época y de su posterior notorio compromiso con la escena internacional más politizada de trabajadores de la cultura, la propia Palmstierna asumió voluntariamente una discreta posición por amor. O que quizás le parecía más importante utilizar el conocimiento colectivo propio del teatro para transmitir su mensaje político que brillar individualmente. Pero, también podríamos buscar otras razones. Puede que esos vacíos de conocimiento, al igual que ocurre con los trazados alrededor de las culturas no hegemónicas, distantes histórica, económica o geográficamente, cuenten más de la mirada de los y las analistas, de sus prejuicios y entornos, que de la persona, periodo o tema criticados. Ya que, este caso, nunca se dejó de reivindicar públicamente el estatus de la escenografía y de la mujer, frente al tópico del espacio vacío y del súper director masculino como único autor del espectáculo.

Más allá de excepcionalidades que confirman la regla, como exponía Gerda Lerner, en La creación de la conciencia feminista (2019), es difícil para las mujeres acceder al saber y a la autoridad, sin la construcción de un discurso emancipador colectivo. Aquí estamos intentando hacerlo de alguna forma. Aunque sea doblemente difícil contar con información sobre las personas dedicadas a oficios escénicos o artesanos, sin derecho al reconocimiento propio de lo intelectual, y con la formación propia de la tradición gremial de las escuelas de oficios. Gunilla Palmstierna-Weiss, políglota y poderosamente formada intelectualmente, intentó contrarrestarlo con acciones y discursos como el de su famosa “Carta abierta a Ingmar Bergman: Un decorado desnudo también es decorado” (1966), con el que inauguró un debate público que se extendería a lo largo de más de 20 de años (de 1966 a 1989), y supuso su posterior participación como diseñadora en muchas de las más celebradas producciones e ideas teatrales del director sueco. Es decir, Bergman supo escucharla, y aprovechó sus ideas para el desarrollo de sus escenificaciones, aunque público y crítica no lo supieran, o no le dieran importancia.

Traducida y publicada en castellano a mediados de los años ochenta en la revista El Público, la lectura de aquella carta enviada a un periódico sueco hace casi 60 años, sigue siendo sorprendentemente actual y necesaria:

La estudiadísima escala de colores que construía la imagen, ¿no es esto escenografía? El espacio escénico desnudo, ¿no es escenografía? Los cambios que se logran con los movimientos de los ligeros paneles, ¿no son escenografía? La reducción a los medios más sencillos y elementales, ¿no es posible únicamente cuando el escenógrafo domina a la perfección su oficio? Con un mínimo de recursos se utiliza el escenario al máximo. La impresión que yo tuve de la representación de Un sueño fue que todos los que colaboraron en ella habían creado una visión común a todos ellos ¿Puedes negar tú la existencia de esa colaboración? ¿Hubiera tenido la pieza el mismo efecto sin esa imagen que se creó para la representación? (Palmstierna-Weiss 1986: 25).

2.3. El espacio escénico como un círculo de potencia pedagógico abierto a la diversidad

Cuando hablamos de efectos, entran de nuevo los sesgos inconscientes utilizados para devaluar la importancia de los afectos en ellos y de ciertas aportaciones, que, en el caso de proyectos mixtos más tradicionales acaban siendo subsumidas por los grandes nombres representantes de la dirección o de la dramaturgia teatral, y en el de las propuestas planteadas desde posicionamientos alejados de la verticalidad, terminan despreciadas en los márgenes de la historia. Unas contribuciones que, por no remontarnos al carácter colectivo y anónimo de la producción estética de la Edad Media, en el caso español podría rastrearse hasta el Siglo de oro. Con colaboraciones tan relevantes como las de los fontaneros reales, Cosimo Lotti y Baccio del Bianco, con Lope de Vega y Calderón de la Barca.

Afortunadamente, inscritos en el marco de la mayor sensibilización social hacia la diversidad, hoy tienen más resonancia un tipo de proyectos que esperemos sirvan de ejemplo a las nuevas generaciones de artistas e investigadoras de la escena. Vamos a citar dos proyectos actuales que sitúan ese nuevo-viejo papel de la escenografía como creadora de contenidos artísticos y políticos. Por una parte el de la directora de escena, profesora de escenificación en la RESAD de Madrid y doctora en filología Ana Contreras, con sus publicaciones sobre la puesta en escena en las comedias de magia y la figura de la criada maga-escenógrafa en el siglo XVIII (Contreras Elvira 2014), en las que se presenta un desconocido personaje protagonista de dos exitosas series de comedias de la época, y la conexión entre escenotecnia y magia como saberes artísticos y científicos, que pueden ser utilizados como instrumentos para revisar la subalternidad profesional y promover la igualdad de género y de clase, a través de la educación y el empoderamiento de las mujeres, en el teatro y en la sociedad en su conjunto.

Y, por la otra parte, los impulsados por la multigalardonada diseñadora y gestora cultural Elisa Sanz, fundadora y actual presidenta de la Asociación de Artistas Plásticos Escénicos de España (AAPEE), que, tras una larga trayectoria reivindicando el reconocimiento de los derechos de autoría de la escenografía y el figurinismo, en sus últimos tres proyectos junto a Inés Narváez y Mónica Runde con la compañía 10 & 10Dos de Gala, Vivo Vivaldi y Precipitados—, participa, ya oficialmente, en todas las áreas creativas. Culminando una larga trayectoria como jefa técnica y diseñadora escénica con un significativo trabajo delante de los focos, en el que su coautoría y protagonismo son reconocidos ante el público con la aparición de su rotunda presencia física sobre el escenario como directora-performer y bailarina.

3. Conclusiones: esbozando una perspectiva feminista para abordar la enseñanza-aprendizaje del diseño escénico

Podemos concluir que, por su propia especificidad, todo proyecto de espacio escénico es una práctica de socialización, para público e intérpretes, pero también para el personal técnico y artístico. Una práctica que, desde su origen en occidente, supone la exposición de un dualismo que divide el mundo en parejas de opuestos —cultura y naturaleza, emisión y recepción, mente y cuerpo, occidental y oriental, masculino y femenino[5], gran arte y artesanía o técnica—, que deberíamos analizar críticamente, junto con toda estructura binaria, incluyendo, la de género. No por casualidad, dos de los grandes teóricos de la escena moderna, Friedrich Nietzsche (2000) y Antonin Artaud (2001), plantearon como finalidad metafísica del drama “resolver la dualidad de los principios opuestos: La de Apolo y Dionisos, para Nietzsche, la de lo Masculino y lo Femenino para Artaud” (Dumoulié 2007: 19) y abogaron por reivindicar los componentes extratextuales del teatro, entre los que se encontraban un espacio escénico, que, frente a la estructura frontal propia del teatro a la italiana de proscenio, para ambos debía tener una configuración circular: centrípeta en el caso de Nietzsche, para el que el público debía rodear al espectáculo, y centrífuga en el caso de Artaud, que, sin embargo, creía que era el espectáculo el que debía envolver al público, “colocado en el seno del conflicto y de la violencia, encerrado en el círculo de la crueldad en el cual llega a ser la víctima” (Dumoulié 2007: 21).

Círculos de crueldad y exclusiones ha habido, y sigue habiendo, a lo largo de la historia de la civilización humana, pero también hay prácticas de lo contrario: entre la necesidad y la voluntad, podemos reivindicar las posibilidades emancipatorias del aprendizaje-enseñanza del espacio escénico conectándolo con los “círculos de la potencia” que Jacques Rancière describía en El maestro ignorante (2010, 25-29) y El espectador emancipado (2011). Especialmente útiles si estamos emancipando espectadoras y creadoras, que gracias a una apreciación escenográfica de la realidad (Hann 2019) pueden contribuir a su configuración, o worlding (Stewart 2010).

De hecho, todas las grandes renovaciones escénicas tuvieron una extensión, más o menos significativa, en algún tipo de reforma de la arquitectura teatral y de la escenografía: Cuál corresponderá a la actualidad, les tocará decidirlo a las jóvenes generaciones, pero las más viejas tenemos la responsabilidad de facilitar esas transformaciones, considerando las peligrosas implicaciones que los procesos inconscientes en la enseñanza del diseño escénico pueden tener. Pues, como explicaba María Acaso en Pedagogía Invisibles (2018), siguiendo las ideas sobre la direccionalidad en la enseñanza de Elizabeth Ellsworth (2005), lo peor es la negación del contenido político inherente a los propios procesos artísticos, o de formación, al tratarlos como neutrales. Para evitarlo, es necesario hacer una verdadera “deconstrucción del proceso de diseño” (Halvorsen Smith 2001, 108) y poner atención en cómo los sistemas tradicionales de trabajo privilegian unas voces artísticas sobre otras. Empezando por el lugar de la palabra y los plazos a cumplir, y siguiendo por unas estructuras organizativas en las que la ideación abstracta, la textualidad y las propuestas o lecturas personales de dirección, parecen tener siempre prioridad, mientras se subvalora la influencia de los contextos, los espacios y los materiales. Olvidando con ello la potencialidad de la imagen y de las texturas en la configuración de discursos, y que muchas de esas referencias perdidas —experiencia en la acción artística y en las nuevas tecnologías, tradiciones feministas, y usos estéticos, sociales y políticos de otras culturas—, deben recuperarse para posibilitar el desarrollo de metodologías gracias a las cuales asumir que muchos de los planteamientos habitualmente naturalizados son convenciones culturales que hay que revisar, y, posiblemente, cambiar.

Referencias bibliográficas

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[1] Salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones de los textos citados no publicados en castellano son de la autora.

[2] Al hablar del espacio escénico hay que distinguir entre el espacio de la arquitectura teatral, que casi siempre está institucionalizado históricamente, y el espacio escénico propiamente dicho, o lugar de la acción dramática, aunque sea importante establecer relaciones entre ambos y haya que tener en consideración los ya clásicos trabajos sobre el tema de Bobes Naves (2001), Fisher-Lichte (1999), Carlson (1993) o Ubersfeld (1989), entre otros.

[3] Como antigua estudiante de arquitectura, no puedo olvidar el paralelo rechazo que los padres fundadores de la arquitectura moderna tuvieron hacia el ornamento y el derroche decorativo, asociados a una misoginia, una homofobia, un etnocentrismo y un clasismo nada disimulados. Como muestra, solo recordar el célebre texto de Adolf Loos (1870-1930), Ornamento y delito de 1908 —aún considerado el documento fundacional del racionalismo arquitectónico en el que, en un triple salto mortal propio de un representante avezado del poder heteropatriarcal colonial —hombre blanco centroeuropeo, de clase y edad media y heterosexual—, identifica el gusto por la ornamentación de mujeres, primitivos y pervertidos, u homosexuales, con el delito, la falta de moral y la escasa formación intelectual, ya que «la evolución de la cultura es sinónimo de la eliminación de los ornamentos adheridos a los objetos utilitarios» (Loos 1980: 44). A los ecos racistas, clasistas y sexistas de “esta disciplina del color”, Nicolas Mirzoeff (2003: 92-96) dedica un capítulo —“El blanco”—, en su libro Una introducción a la cultura visual, de muy recomendable lectura.

[4] La propia Scott Brown (1992: 4-5) analizó en términos psicoanalíticos esos mecanismos, frecuentes en las escuelas de arquitectura y muy similares a los que podemos ver en las de arte dramático, y los relacionó con el proceso de identificación por parte del estudiantado con “un padre al que amar y odiar” que compensara las incertidumbres propias del acto creativo. Una herramienta compensatoria que para las mujeres es doblemente perjudicial y dañina, pues provoca un sentimiento de mayor inadecuación.

[5] Esta división es tal que, al margen de la aún omnipresente asociación entre ejercicio de la autoridad, autoría y masculinidad, que hace tan difícil concebir a una mujer como directora de escena y por tanto principal autora de un espectáculo, incluso hoy en día se mantienen diferencias reseñables en los sueldos de las profesiones teatrales, y audiovisuales, tradicionalmente feminizadas, como son las adscritas a las de los departamentos de vestuario y caracterización, frente a otras habitualmente masculinizadas, como son las de iluminación y fotografía, audiovisuales o maquinaria. Esto ocurre tanto en los teatros públicos españoles como en los grandes estudios de Hollywood, donde la reclamación de la equidad salarial ha llegado a la última edición de la entrega de premios de la academia, más conocida como Oscars, bajo el lema de “Pay Equity Now” y el hashtag #NAKEDWITHOUTUS.