Recibido: 23-12-2020
Aceptado: 01-03-2021
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2021.v35.i02.02
Resumen
Este artículo propone una aproximación al fenómeno ecfrástico en la poesía española actual a partir de dos categorías. Por un lado, destaca una “écfrasis en movimiento”, que recrea determinados universos pictóricos a través de técnicas como la deconstrucción de la imagen en segmentos autónomos, el collage narrativo o la ruptura de las expectativas. Por otro lado, cabe mencionar una “écfrasis en acción”, que se inspira en referentes intermediales para desafiar los límites textuales y apropiarse de los códigos performativos del arte contemporáneo. Ambas modalidades demuestran la rentabilidad explicativa de la écfrasis, al tiempo que sustituyen la orientación descriptiva por la libertad interpretativa y la fidelidad mimética por la fabulación lírica.
Palabras clave: “écfrasis en movimiento”, “écfrasis en acción”, intermedialidad, poesía española contemporánea.
Abstract
This paper approaches the ekphrastic phenomenon in current Spanish poetry from two categories: on the one hand, an “ekphrasis in motion”, which recreates artistic universes through techniques such as the deconstruction of the image into many autonomous segments, the narrative collage, or the breaking of expectations; on the other hand, an “ekphrasis in action”, which is inspired by intermediary referents in order to challenge textual limits and to appropriate the performative codes from contemporary art. Both typologies demonstrate the explanatory power of ekphrasis, contribute to replace the descriptive orientation by the interpretative freedom, and turn the mimetic fidelity into lyrical fiction.
Keywords: “ekphrasis in motion”, “ekphrasis in action”, intermediality, contemporary Spanish poetry.
El término griego écfrasis se remonta a la civilización bizantina y, en concreto, a una tipología descriptiva en la que el aspecto descrito debía mostrarse vívidamente ante los ojos de la audiencia. Aunque en sus orígenes la noción se restringía a los ejercicios retóricos, concebida como una suerte de gimnasia intelectual, con el paso del tiempo iría adquiriendo cierta autonomía y anticipando su posterior función literaria: así lo demuestra la utilización del concepto para designar las inscripciones epigramáticas en monumentos conmemorativos o funerarios.
Paralelamente al cultivo de la écfrasis en el orbe bizantino, existía una práctica distinta a lo que no se le otorgaba por entonces dicho calificativo. Esta vertiente se caracterizaba por la referencia a pinturas y esculturas, que a menudo desempeñaban un papel alegórico dentro del discurso. En ese entorno se ubican la archiconocida descripción del escudo de Aquiles en la Ilíada (libro XVIII, versos 478-617) y la de los bajorrelieves del templo de Juno en la Eneida (libro I, versos 453-493). Sin embargo, dos sentencias comparativas provocarían auténtico furor lírico al abordar las conflictivas relaciones entre artes verbales y artes plásticas. La primera es la que Plutarco había atribuido a Simónides de Ceos, según la cual la pintura era “poesía muda” (muta poesis) y la poesía era una “imagen que habla” (pictura loquens). La segunda es el famoso ut pictura poesis, un símil que Horacio había incorporado en su Arte poética para aludir a la flexibilidad del juicio crítico y a la relativización del gusto estético. Horacio señalaba que, al igual que sucede con la pintura, algunos poemas resultan atractivos solo en su primera impresión, mientras que otros admiten repetidas aproximaciones y se prestan a un análisis minucioso. No obstante, el dictum horaciano se interpretó como un precepto según el cual el poema debía aspirar a la fidelidad mimética de la pintura. La lectura errónea del fragmento y la persistencia en la equivocación serán determinantes para entender la evolución de la teoría artística en los siglos venideros, en especial por lo que atañe a sus esquemas retóricos y a sus modos de imitación. De hecho, en la literatura áurea se insistirá con frecuencia en las similitudes entre el utillaje (la pluma y el pincel) del que se valen las dos artes hermanas (Egido 1989).
La siguiente aportación normativa con resonancia universal será la de Gotthold E. Lessing en su Laocoonte, o sobre los límites entre la pintura y la poesía (1766), que redefine los ámbitos de cada una de las artes y acota sus fronteras. Según la distribución de Lessing, la pintura y la escultura se corresponden con el reflejo de los elementos simultáneos o yuxtapuestos de la realidad, mientras que la poesía posee la facultad de expresar el transcurso cronológico y el devenir vital. El arte visual se sustentaría en los efectos espaciales de una obra, mientras que el arte verbal dependería de la inherente temporalidad del lenguaje. Como resultado, la pintura y la poesía habrían de acogerse a aquellos temas que mejor se ajustaran a sus respectivos recursos. Desde esta perspectiva, la subordinación de la poesía al parecido figurativo permanece intacta: la écfrasis se identifica con “una descripción detallada” (Baxandall [1971] 1996: 127), o, específicamente, con la “descripción de una obra de arte”, cuya cualidad fundamental sería “la ilusión de realidad o de vida” (Bergmann 1979: 133). Con todo, esa supeditación del medio escrito a su hipertexto visual, que haría de la écfrasis un ejemplo de palimpsesto o de discurso en segundo grado —según la terminología genettiana—, va a experimentar un cambio de paradigma a finales del siglo XX y comienzos del XXI.
En ese momento, la naturaleza dinámica de la imagen —como se aprecia en el montaje cinematográfico— y la tendencia a enmarcar la palabra —como se advierte en ciertas formas de poesía visual o concreta— promueven una iluminación mutua (Persin 1997: 21-30), de tal manera que el sistema de signos del lenguaje entabla un animado coloquio con la urdimbre simbólica de la obra de arte. Por un lado, la imagen singular que servía de inspiración a la écfrasis clásica es susceptible de multiplicarse en una “galería de palabras” (Artigas Albarelli 2013) unidas por la intuición asociativa del poeta; por otro, la fidelidad al modelo visual se sustituye en ocasiones por una reevaluación crítica que pretende emanciparse progresivamente de su referente[1]. Asimismo, en la écfrasis posmoderna no solo han cambiado las coordenadas del asedio textual, sino también las propiedades del objeto ecfrástico, cada vez menos atenido a su fijación espacial y más volcado hacia formatos nómadas o mutantes: piénsese en los happenings, tan en boga en los años sesenta, o en el auge de la videocreación desde la década de los ochenta. En consecuencia, la descripción desenfocada (Vouilloux 1994: 55-56) con la que identificamos este tipo de discurso trasciende la voluntad de conferir vida a un testimonio estático, como había sugerido Leo Spitzer (1955: 203-225) a propósito de la “Oda a una urna griega” de Keats[2]. Ya no se trata de asumir la presencia de una energía subyacente en la obra de arte, sino de abrir la puerta a la hibridación genérica. Si toda imagen relata una historia, aunque sea en voz baja, su transposición literaria estaría legitimada para dar rienda suelta al impulso narrativo o para desbordarse en la emanación lírica. Este planteamiento conecta con lo que Riffaterre (2000) denomina “ilusión de écfrasis”: “una interpretación dictada menos por el objeto real o ficticio que por su función en un contexto literario” (161). En otras palabras, la ilustración retórica (descriptiva) que constituía la esencia de la écfrasis estaría ahora contaminada por la ilusión textual (interpretativa) que rige la comunicación estética contemporánea.
Todo ello justifica que la finalidad de buena parte de los textos ecfrásticos recientes no resida en transcribir la escena eternizada en el lienzo, sino en merodear por sus alrededores, suscitar una reflexión sobre su realización o invitarnos a especular acerca de la situación que precede o sigue a la secuencia mostrada[3]. Dicha constatación dinamita los puentes que separan lo ecfrástico de lo paraecfrástico, una categoría aplicada a aquellas piezas en las que el foco se desplaza “desde el cuadro hacia el pintor, desde la obra artística hacia el espectador o hacia el museo donde se custodian dichos lienzos” (Ponce Cárdenas 2014: 31). Mediante esta estrategia, el poeta deja de ser un convidado de piedra para erigirse en participante activo (protagonista, secundario o testigo de cargo) del entramado visual que se exhibe ante él.
En este artículo se persigue un análisis del fenómeno ecfrástico en la poesía española de las últimas décadas a partir de dos aproximaciones complementarias. Por una parte, el segundo apartado se centrará en una “écfrasis en movimiento”, a la que responden un conjunto de poemas que recrean universos pictóricos a través de diversos resortes desautomatizadores, como la deconstrucción de la imagen en segmentos autónomos (“Regreso de los cazadores”, de Aníbal Núñez); la ficción narrativa, construida sobre el collage de los cuadros más representativos de un artista (“En los cuadros de E. Hopper”, de Luis Javier Moreno); o la utilización de obras maestras incontestables para favorecer o bien una conversación metapictórica (“Venus del espejo, durante su breve visita a Madrid”, de José Ovejero), o bien una indagación metapoética (“La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Turp”, de Jesús Jiménez Domínguez). Por otra parte, en la tercera sección se despliegan varios ejemplos de una “écfrasis en acción”, cuya peculiaridad no depende exclusivamente del enfoque escogido por los poetas, sino también de la naturaleza intermedial del objeto en el que se inspiran. Dentro de esta modalidad se insertan los libros Araña y Nostalgia de la acción, de Ana Gorría, concebidos como respectivas relecturas de las instalaciones escultóricas de Louise Bourgeois y del corpus cinematográfico de la videocreadora Maya Deren. En este apartado se profundizará igualmente en la intermedialidad implícita en Ruido blanco, de Raúl Quinto, que toma como motivo vertebrador el suicidio en directo de la periodista y presentadora estadounidense Christine Chubbuck: un acontecimiento en el que se funden la dimensión performativa, la ritualización del cuerpo y la poética de la crueldad que presiden ciertas manifestaciones del arte contemporáneo. Finalmente, en el cuarto apartado se recogerán las conclusiones más relevantes alcanzadas en el trabajo.
Como se ha indicado antes, bajo este rótulo se engloba una tipología textual en la que la perspectiva adoptada en los versos polemiza con la red de signos que se contempla en los lienzos. La dislocación perceptual de estas representaciones verbales no solo nos permite detenernos en los aspectos menos evidentes de algunas obras que pertenecen por derecho propio al patrimonio cultural de Occidente, sino que potencia una nueva interpretación de dichas obras, a medio camino entre la invención ficcional y el juego metadiscursivo. Por tanto, el marbete de “écfrasis en movimiento” constituye una categoría abarcadora que explota el inherente dinamismo de la palabra poética y desvela la trama secreta de unas imágenes que inevitablemente estimulan nuestra imaginación.
El poema “Regreso de los cazadores” se subtitula parentéticamente con el nombre del autor del óleo al que remite: “Brueghel el Viejo”. El texto forma parte de Figura en un paisaje, de Aníbal Núñez, un libro redactado en 1974 pero que solo vería la luz en 1993, cinco años después de la muerte del poeta. La primera sección del volumen está integrada por una colección de écfrasis que dan cuenta de la sensibilidad cultural predominante en el sesentayochismo: así, Botticcelli, Durero, Tiziano, Velázquez, Böcklin, Millais, Millet o Gaugin, entre otros, se incorporarían tempranamente al panteón de santos laicos venerados por las huestes novísimas y su legión de seguidores. A este respecto, se ha especulado sobre si el poemario de Núñez supondría un tardío intento por rendir pleitesía a la archiestética generacional o si habría de entenderse como el resultado de la coincidencia en unos moldes compositivos que, en todo caso, no eran ajenos a los intereses del escritor salmantino. Dentro de este recorrido, la écfrasis dedicada a Brueghel destaca por su meticuloso desmontaje de la escena colectiva reproducida por el artista:
REGRESO DE LOS CAZADORES
(Brueghel el Viejo)
Podemos esperar a que desciendan
la colina los pobres cazadores
y su hambrienta jauría que no tiene
ni para un mal bocado con la única
liebre cobrada para tanto blanco.
Y acercarnos al fuego que alimentan
los mesoneros bajo el colgadizo.
Y, mientras esperamos, deslizar
la mirada por todos los canales
helados, por el cielo
verde, por las montañas que rechazan
la nieve de lo abruptas;
ver los patinadores del domingo
—¡qué caída se ha dado aquel!—, el puente
por donde pasa la mujer del loco
cargada con un haz de leña. Cuatro
campanarios se ven, una carreta
por el camino principal, un hombre
allá a lo lejos solo, la escalera
del deshollinador y los tejados
blancos y... ¡mira el humo cómo sale!
Podemos esperar —ya están llegando
al puente de ladrillo— a que se pierdan
de vista tras la casa del herrero.
Y saltar por encima de la zarza
y coger la pendiente —¡hasta se puede
bajar rodando!— hasta el canal más próximo.
Sí, porque aunque tengo frío y cien florines
en la bolsa, me da muy mala espina
el que esté desprendido el rótulo de un lado
y la ventana abierta.
No, porque —y como señal de que no debo
moverme de mi sitio— cada poco
cruzan por turno el aire las urracas
descuideras tachando la posible
apacibilidad con una línea
de tinta negra (el blanco de su vientre
sin querer se confunde con la nieve).
El poema prescinde de explicaciones preliminares para situarnos desde el comienzo en el interior de la escena, como si fuéramos espectadores privilegiados o, mejor aún, habitantes de la tabla. Tanto es así que el título es el único vínculo palmario del texto con la obra en la que se basa. La ausencia de una precisa demarcación espaciotemporal se aviene tanto con el costumbrismo alucinado de Brueghel —en el que coexisten el pormenor descriptivo y la atmósfera envolvente— como con la técnica fragmentaria habitual en la escritura de Núñez. En esta ocasión, la principal alteración consiste en la descomposición de la imagen en segmentos autónomos, que contribuyen a aislar a los personajes de su contexto y a suscribir la solidaridad recíproca entre paisaje y paisanaje: sintagmas como “los pobres cazadores”, “los mesoneros bajo el colgadizo”, “los patinadores del domingo”, “el puente por donde pasa la mujer del loco” o “la escalera del deshollinador” individualizan a grupos o figuras en las que apenas reparamos a primera vista. Gracias a este recurso, el poeta nos invita a descubrir los otros cuadros camuflados en el cuadro, a través de un movimiento de ida y vuelta entre el plano terrestre en el que se encuentran los cazadores y el nivel ascensional que se perfila en el horizonte[4].
Junto con ese particular dispositivo, la composición también nos anima a apreciar lo que no está representado, como el psiquismo de los personajes (“la mujer del loco”), y a participar del entusiasmo casi infantil contenido en enumeraciones expresivas que denotan asombro o admiración; “¡Qué caída se ha dado aquel!”, “¡mira el humo como sale!”, “¡hasta se puede / bajar rodando!”. Este rapto enunciativo contrasta con los oscuros presagios que se adivinan en la imagen (“me da muy mala espina”), según sugieren los juegos cromáticos ligados al color blanco (la nieve) y al negro (las urracas o el rastro de tinta). No menos significativo es el deslizamiento pronominal desde la primera persona del plural, relacionada con la naturaleza estática del “pasajero en museo” —“Podemos esperar”, “mientras esperamos”—, hasta la primera persona del singular, asociada con la condición dinámica de un hablante que parece dirigirse al espectador desde dentro de la tabla —“aunque tengo frío y cien florines / en la bolsa”—.
La descripción movida a la que se atiene “Regreso de los cazadores” obedece a una mirada a la vez centrífuga y centrípeta, entre la dispersión perceptual y la voluntad de dotar de unidad a la secuencia. Al fin y al cabo, este método no se aleja demasiado de los procedimientos ensayados por el mismo Brueghel, que volvería a aplicar aquí el gran angular que había empleado en Paisaje con la caída de Ícaro (c. 1558). De hecho, ambas piezas nos emplazan en un primer plano elevado que se va abriendo, conforme se amplía el encuadre, a un microcosmos humano indiferente al espectáculo que tiene lugar ante sus ojos, ya sea el batacazo mitológico de Ícaro, castigado por su acto de hybris, o la escarpada orografía de un paisaje nevado que siglos después recibiría el epíteto de sublime.
Otro poemario consagrado a las artes plásticas es El final de la contemplación (1992), de Luis Javier Moreno. Entre las écfrasis incluidas en sus páginas cabe destacar la retrospectiva dedicada a Hopper, un collage narrativo que organiza los lienzos del pintor de acuerdo con la sucesión lógica desplegada en los versos, en detrimento de su datación cronológica. Así, en un somero recuento, en las estrofas se exponen —por orden de aparición— las siguientes telas: Hotel room (1931), Summer interior (1909), New York movie (1939), Four lane road (1956), Gas (1940), Nighthawks (1942), Morning in a city (1944), Western motel (1957), Cape Cod morning (1950), Cape Cod evening (1939) y Summer in the city (1950). La exhaustividad referencial contrasta, sin embargo, con el esquematismo de la ficción sentimental manufacturada por el autor[5]:
EN LOS CUADROS DE E. HOPPER
El viento de la tarde descalzaba a una dama.
Esta mujer amaneció llorando
sola y desnuda en un cuarto de hotel:
la historia se remonta [a] antes del rostro,
cuando Hopper trataba las penumbras
de los sitios cerrados
con el mismo ocre tono de la carne desnuda.
Ella había vivido sola en Hartford
como acomodadora de algún cine
y venido a Chicago en un coche muy antiguo
por la four lane road,
donde los vigilantes, en los cuadros,
de Mobil Gas Station,
destartalada, ofrecen asistencia
a las muchachas solas que viajan por la tarde.
Los pájaros nocturnos de aquel barrio
(que encontraron lugar en el Chicago Art Institute
en uno de sus lienzos más famosos)
llevan siempre sombrero;
en sitios reservados se aclaran la garganta
con licores privados y regalan anillos
a las últimas chicas que han llegado de Hartford
para hacerlas más tarde desnudar lentamente
y desnudas, más tarde,
llegar a la ventana a recibir
un mediodía urbano de luz triste.
Afortunadamente aquella noche
ella pudo escapar
de las garras de acero de las aves de presa
y Hopper la sacó de aquel cuartucho
en el Best Western Hotel;
la consoló del llanto, la recogió del suelo,
sujetó a su caballo
Pintó su vida entera en varios ambientes,
en las tardes tranquilas de Cape Cod
en cuyos prados, bajo cuyos árboles
entrenó a su ejemplar de galgo ruso
que venció en los certámenes de perro
que había convocado el Whitney por otoño.
Trató la sensación como una forma impresa,
sin obstáculos técnicos,
tal como las mañanas progresan en los cuartos
por ventanas abiertas orientadas al Este.
En el texto, un narrador omnisciente desarrolla un relato que funciona a la vez como intrahistoria de la protagonista femenina y como espejo de la historia colectiva (Ponce Cárdenas 2014: 158). A lo largo de la composición se intensifica la ambientación cinematográfica con la que suele identificarse la poética del pintor norteamericano. En este sentido, el discurso toma prestados ingredientes de múltiples géneros del séptimo arte, como la road movie, el cine negro e incluso la comedia romántica, con una redención amorosa al más puro estilo hollywoodiense. Otro de los aspectos llamativos es la presencia del pintor, desdoblado en una figura artística reconocida (y reconocible) y en el coprotagonista de la narración. De este modo, las alusiones a la labor artística de Hopper, tanto a su técnica —“Hopper trataba las penumbras / de los sitios cerrados”— como a su consolidación institucional —“que encontraron lugar en el Chicago Art Institute”, “que había convocado el Whitney por otoño”—, no resultan incompatibles con su transformación en personaje: un trasunto de caballero andante que acude al rescate de una dama en apuros (“y Hopper la sacó de aquel cuartucho”, “la consoló del llanto, la recogió del suelo, / sujetó a su caballo”). Lo convencional de ese happy end, que parece remedar el idílico cuento de hadas de Pretty woman, refuerza la idea de que nos encontramos ante una imagen distorsionada del sueño americano (Bagué Quílez 2016: 39-42). Con todo, al margen del decorado de cartón piedra que el poeta reconstruye con escrupulosa complacencia, la última estrofa cierra la pieza con un broche metadiscursivo, gracias al cual la ficción se reemplaza por la reflexión acerca de las texturas y sensaciones que experimentamos al admirar un Hopper.
La conclusión de “En los cuadros de E. Hopper” bien podría considerarse el punto de partida de “Venus del espejo, durante su breve visita a Madrid”, que José Ovejero colgó en las páginas de Nueva guía del Museo del Prado (2012), un libro-museo cuyas piezas se erigen en glosas a pie de lienzo que conversan con cuadros expuestos en el Museo del Prado. De acuerdo con esta premisa, el enfoque elegido se corresponde con el de un despreocupado voyeur / flâneur que recorre las salas de una particular galería mental. A pesar de manejar un registro coloquial y un tono declaradamente irónico, la contribución de Ovejero toma como premisa un hecho verídico: la Venus del espejo, alojada en la National Gallery, llegó al Museo del Prado, el 9 de noviembre de 2007, para exhibirse en la retrospectiva Las fábulas de Velázquez. Esa anécdota le permite al autor elucubrar acerca de un hipotético encuentro erótico entre el sujeto enunciativo y la silueta de Venus. Aunque se ciñe a una estructura monologal, la composición activa un marco dialógico mediante la abundancia de vocativos, la profusión de interjecciones y la sucesión de preguntas dirigidas a la protagonista del cuadro (“¿qué haces esta noche [...]?”, “¿Te vienes conmigo a tomar unas copas?”, “¿o crees que Velázquez te pintó / para que fueras eternamente virgen?”, “¿te importaría darte la vuelta?”):
VENUS DEL ESPEJO,
DURANTE SU BREVE VISITA A MADRID
(Velázquez, Diego)
Eh, Venus, ¿qué haces esta noche
cuando se apaguen las luces
y se cierren las puertas,
cuando ya no te vigilen los vigilantes
que bostezan ni te miren las monjas
de reojo?
¿Te vienes conmigo a tomar unas copas?
Yo sé que, a través del espejo,
es a mí a quien miras,
no a ese hombre algo miope
que inspecciona tus nalgas
con gesto de entendido,
ni a la chica que toma notas en un cuaderno
cuadriculado.
Tú y yo nos entendemos,
conozco desde niño tu espalda desnuda
y, mira, somos adultos, ahora puedo decírtelo,
me masturbaba con tu imagen sobre los muslos.
Venga, no te enfades,
¿o crees que Velázquez te pintó
para que fueras eternamente virgen?
Eh, Venus, vístete que ya atardece
y Madrid ruge de ganas
de recibirte en sus calles. Cogido de esa cintura
que no conoce el PhotoShop,
te enseñaré esta ciudad que has olvidado:
pasearé a tu lado por La Latina,
en la Calle Toledo comeremos caracoles,
te invitaré a un vino en La Cava Baja,
bajo el Arco de Cuchilleros
te besaré en los labios.
Vamos, que ya anochece,
despídete de ese cursi Cupido
con sus flechas de mentira
y sal de ahí;
hoy he limpiado mi apartamento
en tu honor
y quiero hacerte el amor
en la terraza, mientras nos sobrevuelan
los últimos vencejos
y los primeros murciélagos.
Pero aguarda, no te vistas aún,
concédeme un favor
con el que he soñado desde niño.
Venus, dedícame una sonrisa enmarcada,
y después, muy despacio, pero de verdad,
muy despacio:
¿te importaría darte la vuelta?
La invitación a que los cuadros del Museo del Prado salgan de sus marcos es un motivo que cuenta con ilustres precedentes, ya sea en el ámbito teatral —Noche de guerra en el Museo del Prado (1956), de Rafael Alberti— o en el narrativo —Un novelista en el Museo del Prado (1984), de Manuel Mujica Láinez—. No obstante, ese planteamiento está filtrado aquí por un tamiz desmitificador. Por un lado, el lienzo entronca con la educación sentimental del sujeto enunciativo, como demuestra la apelación a la complicidad con la destinataria (“tú y yo nos entendemos”) o el elogio de la carnalidad real frente a los retoques digitales (“esa cintura / que no conoce el PhotoShop”). Por otro lado, la defensa de la belleza natural sobre el artificio estético traduce el combate entre la contemplación admirativa y el amor sensual. El trasfondo metaficcional, resultado de transformar a la Venus barroca en una mujer de carne y hueso que visita Madrid en compañía del poeta, desemboca en un discurso a medio camino entre el excurso literario y la excursión turística. Además, el desenlace apunta a un nuevo enigma: el de la identidad velada de la figura femenina. Si en los versos anteriores el autor le proponía a Venus que se diera una vuelta con él por un Madrid bohemio y nocturno, ahora le pide que se dé la vuelta para apreciar sus facciones: “Venus, dedícame una sonrisa enmarcada, / y después, muy despacio, pero de verdad, / muy despacio: / ¿te importaría darte la vuelta?”. En esta interpelación subyace acaso una referencia al atentado que sufrió el cuadro a manos de la sufragista Mary Richardson, que lo atacó con un hacha de carnicero en 1914[6], convirtiéndolo en un símbolo ambiguo de la lucha por los derechos de la mujer. En cualquier caso, más allá de la coyuntural cita a ciegas propuesta por el autor, la Venus de Ovejero se difumina en un trampantojo metapictórico y espectral, pues intuimos que la verdad se esconde bajo una superficie a la que solo podemos aproximarnos a través de la fantasía (sexual y poética).
Entre las composiciones de Contra las cosas redondas (2016), de Jesús Jiménez Domínguez, sobresale la écfrasis de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, acaso la obra maestra de un subgénero pictórico —el forense— cultivado por numerosos artistas de la escuela flamenca: prueba de ello son Lección de anatomía del Dr. Willem van der Meer (1617), de Michael Jansz van Mierevelt, o La lección de anatomía del profesor Frederick Ruysch (1670), de Adriaen Backer. No obstante, Jiménez Domínguez recurre a la tela de Rembrand, de 1632, para llevar a la práctica en el campo literario algo similar a lo plasmado en esa icónica escena: una disección del cuadro, aunque sustituyendo la severidad tenebrista por la taxidermia burlesca.
LA LECCIÓN DE ANATOMÍA DEL DR. NICOLAES TURP (Rembrandt. Galería Mauritshuis, La Haya)
Es tan afilado el bisturí del Dr. Tulp que, además del cadáver, ha diseccionado por error también esta parte del cuadro.
Entre los tendones del brazo sin vida brotan algunas hilachas de lienzo que el maestro cirujano —pese al manual de Vesalio De Humani Corporis Fabrica— no sabe a ciencia cierta identificar. Por si fuera poco, junto a las venas rojas del sistema sanguíneo, asoman los cables verdes y amarillos del sistema de seguridad.
¿Qué demonios ocurre aquí? ¿Qué broma de mal gusto es esta? Y todos se inclinan ante la súbita, sobrecogedora revelación de una dimensión nueva, oculta hasta ahora.
Algo que no estaba previsto ha ocurrido en la sala de disección esta mañana. Temerosos y confusos, sudando raras perlas de pintura ocre, aún se preguntan qué. Gritan, sollozan, se mesan las barbas. Corren espantados de aquí para allá. Tropiezan con los cuatro límites del marco.
Por lo visto sí hay algo detrás de esta vida, pero no el más allá que los doctores de la Iglesia prometían. Muy cerca, en grandes letras redondas, un cartel informa del horario de acceso a la eternidad: Abierto de martes a domingo de diez a cinco. Cerrado el lunes por descanso semanal.
La voluntad lúdica del texto arranca de la hipotética confusión entre el plano real y el pictórico. De esta manera, el accidente ocurrido durante la lección de anatomía destaparía tanto la dimensión convencional del arte como la impotencia de la escritura para capturar la esencia de las obras visuales. Asimismo, el desarrollo narrativo propio del poema en prosa le permite a Jiménez Domínguez afilar el bisturí de la ironía para abordar una parábola existencial sobre la trascendencia dentro del recinto de un museo. En efecto, la problemática interacción entre los moradores del lienzo y el espacio museístico es la clave del desconcierto de unos personajes que, liberados de su función estética, observan cómo se derrumban los fundamentos de su universo: “¿Qué demonios ocurre aquí? ¿Qué broma de mal gusto es esta?”, “Gritan, sollozan, se mesan las barbas. Corren espantados...”. Los aplicados discípulos del Dr. Tulp comprenden, en suma, la condición plástica de sus existencias (“Sudando raras perlas de pintura ocre”) y la rigidez de sus fronteras vitales (“tropiezan con los cuatro límites del marco”). Si el juego con la toma de conciencia de las criaturas ficcionales puede relacionarse con una larga genealogía creativa que iría desde la Niebla (1914) unamuniana hasta El Levante (1990), de Mircea Cărtărescu, pasando por Seis personajes en busca de autor (1925), de Luigi Pirandello, ahora la lección se troquela sobre la actual cultura del simulacro. El hecho de que la única realidad estable sea la eternidad burocratizada del museo —simulacro profano de la ultravida religiosa— admite una audaz traslación metapoética, según la cual la escritura también sería un sucedáneo de la realidad a la que pretende imitar. En estas coordenadas metadiscursivas, la fidelidad de la écfrasis no solo se contempla como un flagrante anacronismo, sino como una quimera inalcanzable.
A la hora de delimitar la categoría que hemos denominado “écfrasis en acción”, resulta conveniente apelar al concepto de “transposición intermedial”, definido para el ámbito que nos ocupa como “aquel tipo de poema posmoderno que plantea la apropiación, evocación o descripción literaria de un documento (verbal, visual o audiovisual) generado por los medios de comunicación de masas” (Ponce Cárdenas 2018: 224-225). Dicho concepto resulta solidario con la efervescencia visual y la aceleración óptica de unos códigos de representación que se caracterizan “por la simultaneidad perceptiva y la hegemonía de la imagen-movimiento” (Patiño 2017: 9).
El vértigo al que se asoma una sociedad saturada de imágenes, cercada por la seducción publicitaria e infoxicada por toda clase de estímulos digitales tiene su reflejo en la escena artística de las últimas décadas y en los productos textuales que aspiran a documentarla. Así, los poemas de Aníbal Núñez, Luis Javier Moreno, José Ovejero y Jesús Jiménez Domínguez aún emulaban metafórica o metonímicamente la estructura de una galería o de un museo, mediante una disposición en salas / apartados, marcos / estrofas o pinceladas / versos. Ese paralelismo pictórico-poético —que custodia una porción del prestigio atribuido al archivo cultural (Groys [1992] 2005)— desaparece, en cambio, al abordar un conjunto de poemas cuya formulación entronca con la evanescencia de la instalación artística o de la acción performativa, a medio camino entre la descripción dinámica (López Grigera 1994) y la fabulación pragmatográfica. En ellos, la articulación interna de las piezas se sustituye por la interconexión de imágenes, asociaciones o motivos generados a partir de un núcleo temático germinal. A su vez, el referente explícito de las composiciones recogidas en el apartado previo, que incluían en sus títulos el nombre propio del pintor o el rótulo de la obra con que dialogaban, se reemplaza ahora por una serie de señales implícitas cuyas claves explicativas a menudo se relegan al paratexto, en forma de notas a pie de página o de nota final. De esta manera, la imagen movida que se apreciaba en las écfrasis analizadas en la sección precedente aparece aún más desleída, de acuerdo con la naturaleza viscosa de la interrelación intermedial, con la espectacularización del consumo y con la mirada tentacular de un espectador reciclado en homo sampler (Fernández Porta 2008) u homo zapping (Patiño 2017).
Un ejemplo de esta clase de acercamientos al fenómeno artístico contemporáneo se encuentra en Araña (2005), de Ana Gorría. Confeccionado como una tupida red simbólica, el libro se organiza a partir de metáforas recurrentes —la figuración de la poeta como tejedora de imágenes— y de cruces referenciales que remiten, entre otros materiales, a las esculturas de Louise Bourgeois y al celuloide de Blade runner. De la primera, Gorría toma la reivindicación de la araña como criatura protectora, frente a las connotaciones negativas con las que habitualmente se identifica. En efecto, las monumentales arañas de Bourgeois —Spider [Araña] (1997) o Maman [Mamá] (1999)—, forjadas en bronce o en acero, pueden entenderse como una defensa de esas “presencias amables” y como una fábula sobre las relaciones familiares[7].
Por otra parte, el guiño intermedial a Blade runner (1982), de Ridley Scott, aporta el epígrafe inicial del poema “Tela de araña” y nos retrotrae a una de las conversaciones que mantienen el detective Rick Deckard y la androide Rachael en la película:
Rick Deckard: ¿Se acuerda de la araña que había en su ventana? Era naranja, con las patas verdes. La vio tejer una telaraña todo el verano. Un día puso un huevo. Luego el huevo eclosionó
Rachael: Y salieron de él cientos de arañas... que se la comieron.
La disparidad de fuentes culturales que maneja Ana Gorría, en cuyo alambique se destilan también las huellas de la tradición grecolatina —desde el mito de Palas y Aracne hasta el de Ariadna—, enriquece el mosaico de un poemario que no se subordina a una sola obra visual, sino que indaga en la textura de las imágenes y en las costuras del discurso. Así se observa en el poema “Spider”, precedido por el nombre de “Louise Bourgeois”:
SPIDER
A solas con la fiebre,
temblando,
sobre la niebla azul
qué camino trazar,
por qué la urgencia,
a quién alzar
este
alfiler de vidrio
incandescente,
cómo cesar la luz,
dónde
depositar
los firmamentos
que arrastro entre las manos,
sin voz,
con la emergencia del hambriento
que niega los eclipses,
el óxido ordinario de las tardes,
lo fácil de las líneas,
que apuesta el estupor
a la temeridad de las visiones,
con la fe del que arriesga
en el costado
la sal de la victoria.
La autonomía descriptiva de la composición con respecto a la obra escultórica que la motiva contrasta con su innegable coherencia dentro de la constelación simbólica del libro que la acoge, cuyas piezas funcionan como pasadizos comunicados. En este sentido, la liberación del anclaje mimético hace del texto de Gorría una suerte de arquitectura encriptada donde convergen la técnica del claroscuro (“cesar la luz”, “niega los eclipses”), la fuerza evocadora de la sinestesia (“niebla azul”) y el reciclaje de los materiales constructivos con los que operan la escultura (“vidrio”, “óxido”) y la poesía (“voz”, “líneas”), respectivamente. Más allá del complejo asedio hermenéutico a una obra surcada por la conciencia del desarraigo, Araña se erige en una reflexión sobre la opacidad de las palabras, el enigma del lenguaje y la mirada de una poeta-araña condenada a desenredar el monstruoso entramado de nuestro mundo arácnido (Gómez Toré 2005: 8).
Un paso más allá se sitúa otra contribución de la misma autora: Nostalgia de la acción (2016), que promueve una reapropiación del corpus fílmico de la cineasta experimental Maya Deren. En este caso, dicho procedimiento se lleva a cabo a través de una diseminación textual que aspira a que palabra e imagen se fundan en una única acción performativa. A diferencia de lo que ocurría en Araña, ahora una nota final nos pone en antecedentes sobre la naturaleza del proyecto emprendido:
Los poemas que componen Nostalgia de la acción son mi particular lectura a través de las palabras de gran parte del corpus cinematográfico de la cineasta Maya Deren [...]. En la actualidad, el legado fílmico de Maya Deren se encuentra en régimen de dominio público y es accesible a través de diversos formatos y registros a cualquiera [...] interesado en su obra.
El sesgo intermedial de esta aventura asume como premisa la distancia entre las convenciones narrativas del cine hollywoodiense y los libérrimos mecanismos expresivos del cine experimental. En lugar de contar una historia a partir de las imágenes creadas por Deren, a Gorría le interesa ofrecer una lectura personal de esas imágenes. Aunque no existe una equivalencia exacta entre los poemas y las películas, o entre los versos y los fotogramas, no resulta difícil percibir una transversalidad dialógica que vincula las secuencias líricas con los cortes audiovisuales. Ejemplo de ello es el poema que comienza con la pregunta “¿Quién dice yo?”, en el que se introducen algunas de las asociaciones visuales presentes en el cortometraje A study in choreography for camera, rodado por Maya Deren en 1945 y disponible en YouTube:
[¿QUIÉN DICE YO?]
¿Quién dice yo? ¿quién mira?
sucedemos
sucede hago
palabras
que hacen
imágenes que hacen
hombre árbol bosque árbol árbol árbol
hombre
es el brazo extendido en la maleza la inminencia
en un claro en la cima en lo incipiente
¿quién escucha el silencio?
la ascensión en el rostro
la verticalidad
del álamo los músculos
devenir es
la flecha de los muslos en el hogar
el deseo agitándose como una lombriz cóncava
contra el vientre en el vientre en el espejo
él otro
ser
el museo la historia las estatuas las esculturas
el yeso
la baliza todos soy todos soy todos soy
vuelvo contra mí
contra
nuestros rostros coinciden
jano bifronte ellotros buda
divinidad
pasan palabras rápidas imágenes
del bosque soy el bosque soy el bosque
soy
¿quién dice yo?
A semejanza de la cámara de Deren, Gorría orquesta una coreografía en la que los movimientos de la danza se reproducen mediante la ausencia de puntuación y la inserción de recursos destinados a dotar de dinamismo a la lectura (transposiciones léxicas, amalgamas neológicas, repeticiones literales de palabras o cláusulas). Asimismo, en los versos se integran varios paralelismos metafóricos explotados por la cineasta, como la fusión entre el sujeto y la naturaleza que lo rodea (hombre / árbol, brazo / maleza, músculos / álamo). Con todo, la inquisición sobre la identidad entronca con la segunda parte del cortometraje, donde el bailarín protagonista abandona el bosque en el que había iniciado su performance y se recluye en un museo repleto de máscaras y aparejos rituales. El movimiento pendular entre reconocimiento y alteridad que se plasma en el filme —mediante la superposición del rostro del bailarín con el de una estatua de Buda— se traslada al discurso verbal gracias a la alusión a una identidad jánica que oscila entre la naturaleza ilimitada y el espacio acotado del museo, entre la pulsión instintiva hacia la libertad y la dimensión cultural del hecho artístico. En suma, esta écfrasis intermedial transforma la materia lingüística en una pantalla encendida que en otras ocasiones se teñirá de una perturbadora ironía o servirá como vehículo para denunciar la violencia de las imágenes contemporáneas.
Precisamente la reflexión sobre la violencia está en el origen de Ruido blanco (2012), de Raúl Quinto, que explicita en una nota al pie el suceso del que toma su inspiración: el suicidio en directo de la periodista y presentadora estadounidense Christine Chubbuck, ocurrido en 1974[8]. Frente a la frontalidad de la pantalla catódica, Quinto opta por una mirada elíptica o una “écfrasis intersticial” (Martín-Estudillo 2007: 125-130) que nos empuja hacia los límites de lo que legítimamente puede verse o decirse. El libro se construye como una serie textual atravesada por un conjunto de mantras que parecen confiar en el valor catártico de la reiteración. De los diez poemas del libro titulados “Christine Chubbuck”, el primero y el segundo aportan las claves interpretativas del volumen. Mientras que “Christine Chubbuck [1]” arranca de la continuidad entre el cuerpo (la nuca, el hueso, la melena) y la imagen (las ondas, el visor, la pantalla) para desenmascarar la tácita complicidad del espectador, “Christine Chubbuck [2]” nos sitúa a medio camino entre la evidencia de la muerte y su representación estética, en los aledaños del “realismo traumático” (Foster [1996] 2001: 133-140) y del trabajo sobre las fronteras del cuerpo que Marina Abramoviĉ ha denominado body drama:
CHRISTINE CHUBBUCK [1]
Calibre 38-Especial
con punta perforada,
a una distancia mínima
el frío previo
contra la nuca
dura solo un instante,
el resto del proceso
se expande en oleadas infinitas:
la flor del hueso astillado
mordiendo roja la melena negra,
el visor de la cámara
resquebrajándose
como una piel de hielo,
la pantalla estallando al otro lado,
infinitos cristales
sobre tu alfombra.
CHRISTINE CHUBBUCK [2]
Un bucle: la secuencia en que Christine
mira a la cámara y pronuncia
sus últimas palabras, el instante
en que aprieta el gatillo: nunca acaba.
Repite una oración, una liturgia,
hasta agotar significados.
Hasta dejar de ser algo real.
Detén la imagen.
Composición de sombras
contra un fondo que tiembla.
El encuadre lo es todo.
Los desenlaces de “Christine Chubbuck [1]” (“infinitos cristales // sobre tu alfombra”) y de “Christine Chubbuck [2]” (“El encuadre lo es todo”) se erigen en rotundos epifonemas que reaccionan contra una saturación de imágenes agresivas. No obstante, la indeterminación del discurso no nos permite descubrir si estamos ante un ejercicio de intermedialidad o ante una ficcionalización basada en hechos reales[9]. Para despejar la incógnita deberíamos saber algo que el autor no está dispuesto a confesar: si él ha visto las imágenes del suicidio o si se ha limitado a imaginarlas. La duda razonable contribuye a desafiar el último límite que separa la écfrasis poética de la fabulación lírica. Velar o desvelar. Ese es (sigue siendo) el eterno dilema.
A través de las dos categorías habilitadas en este artículo se ha pretendido demostrar tanto la vitalidad y la rentabilidad explicativa del género ecfrástico como la conveniencia de adaptar sus límites a las manifestaciones artísticas actuales. Por un lado, los textos que hemos adscrito a la “écfrasis en movimiento” entablan un fructífero diálogo con referentes visuales fácilmente reconocibles, por más que esa conversación fluya por caminos imprevistos, reemplace la versión original por la subversión lírica o se desmarque de la información descriptiva que estaba en el ADN de la écfrasis clásica. Por otro lado, las composiciones ubicadas dentro de una “écfrasis en acción” no solo bloquean la transferencia inmediata con los lectores o espectadores, sino que se hacen eco de unas manifestaciones artísticas caracterizadas por la mutación y la provisionalidad. La incorporación de códigos intermediales, la reivindicación de la fragmentariedad asociativa y la progresiva emancipación de los modelos plásticos constituyen las señas de identidad de una écfrasis posmoderna guiada por la energía performativa y el placer de la interpretación. Al fin y al cabo, el adagio según el cual una imagen vale más que mil palabras bien podría invertir su orientación para suscribir exactamente lo contrario: en el territorio de las interrelaciones entre poesía e imagen, a menudo una palabra vale más que mil imágenes.
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[1] Con todo, las nuevas propuestas coexisten con otras manifestaciones textuales que defienden la vigencia de las convenciones establecidas en la cultura grecolatina (García Martínez 2011: 61), lo que explica el carácter poroso y acumulativo de la noción de écfrasis.
[2] El análisis que Leo Spitzer llevó a cabo a partir de la “Oda a una urna griega” iba encaminado a probar que un poema podía reproducir icónicamente la forma de un objeto artístico. El motivo de la urna —tema ecfrástico por excelencia en la tradición anglosajona— funcionaría como un símbolo que encierra la dialéctica entre fugacidad y permanencia, entre el desenlace de la vida y el testimonio residual de su presencia. Según Spitzer, el poema se convierte en su propia urna, es decir, en la materia transfigurada que aspira a celebrar la quietud pese a su consustancial dinamismo.
[3] En un ensayo consagrado a Edward Hopper, Yves Bonnefoy (2003: 331-333) empleaba el término storyscapes para referirse a aquellos puntos de fuga que nos empujan a inventar una realidad oculta bajo el realismo superficial de las imágenes.
[4] El retrato coral de Aníbal Núñez contrasta con el de William Carlos Williams en la écfrasis incluida en Cuadros de Brueghel ([1962] 2007): “El panorama es el invierno / montañas nevadas / al fondo el retorno // de la caza se acerca la caída de la tarde / por la izquierda / los fornidos cazadores traen // de vuelta la jauría el letrero del mesón / colgando de una / bisagra rota es un ciervo un crucifijo / entre sus astas el helado / patio del mesón está / desierto salvo por la hoguera // enorme que flamea al viento atizada / por mujeres que se agrupan / en torno a la derecha más allá // de la colina hay trazas de patinadores / Brueghel el pintor / preocupado por todo esto escogió // un arbusto azotado por el viento como / primer plano / para completar su pintura” [Traducción de Juan Antonio Montiel]. Al margen de las menciones puntuales a ciertos colectivos (“los fornidos cazadores”, “mujeres que se agrupan”, “trazas de patinadores”), el autor norteamericano hace recaer la responsabilidad del pandemonio descriptivo en el genio artístico del pintor y en su capacidad para reflejar una naturaleza objetual. En cambio, Núñez se detiene en el contorno de las criaturas que pueblan la tabla y nos incita a divagar sobre sus circunstancias.
[5] Como afirma Mark Strand ([1994] 2008: XII), la seducción narrativa de las obras de Hopper provoca que “cualquier relato que construyamos tomándolas como punto de partida parezca sentimental o impertinente”. Se diría que Luis Javier Moreno tenía presente esa regla tácita al redactar un poema cuya trama se confunde deliberadamente con la tramoya.
[6] Desde este punto de vista, la herida también formaría parte del encanto magnético de la imagen. Según apostilla Hal Foster ([1996] 2001: 170), “para no pocos en la cultura contemporánea la verdad reside [...] en el cuerpo enfermo o dañado”.
[7] Así lo expresaba la misma Bourgeois en la página web de la Tate Gallery (2008): “The Spider is an ode to my mother. She was my best friend. Like a spider, my mother was a weaver. My family was in the business of tapestry restoration, and my mother was in charge of the workshop. Like spiders, my mother was very clever. Spiders are friendly presences that eat mosquitoes. We know that mosquitoes spread diseases and are therefore unwanted. So, spiders are helpful and protective, just like my mother”. (“La araña es una oda a mi madre. Ella era mi mejor amiga. Como una araña, mi madre era una tejedora. Mi familia tenía un negocio de restauración de tapices y mi madre estaba a cargo del taller. Como las arañas, mi madre era muy lista. Las arañas son presencias amistosas que se comen los mosquitos. Sabemos que los mosquitos propagan enfermedades y son por ello indeseables. De esta forma, las arañas son útiles y protectoras, como mi madre”). [Traducción en la página web del Museo Guggenheim de Bilbao].
[8] El contenido de la nota al pie es el siguiente: “15 de julio de 1974. Emisión en directo del programa de televisión Suncoast digest. Primer plano de la periodista Christine Chubbuck, mira a cámara y dice: ‘De acuerdo a la política del Canal 40 de brindarles lo último en sangre y entrañas a todo color, están a punto de ver otra primicia: un intento de suicidio’. Inmediatamente después la pistola, la bala contra la cabeza, el silencio. La imagen”.
[9] Otros libros-instalaciones que cabría enumerar en este apartado son El hombre que salió de la tarta (2004), de Alberto Santamaría; Hacía un ruido. Frases para un film político (2016), de María Salgado; y Nihiloma (2020), de Rubén Martín. El primero propugna la expansión y deformación de una peculiar noticia periodística: la muerte por asfixia del ciudadano estadounidense Jessie Zeller, dentro de una tarta de cumpleaños dirigida a su esposa que nunca llegó a su destino. Por su parte, plegándose al simultaneísmo de los medios digitales, el libro de María Salgado se plantea como un ejercicio de apropiacionismo diseñado a partir de la superposición de esquirlas dialógicas, recortes informativos y materiales heteróclitos que se remontan al movimiento 15M. Finalmente, Nihiloma se aplica a una corrupción textual donde los códigos binarios de Internet, las manchas visuales y los fragmentos de texto cristalizan en una desasosegante distopía que mantiene indudables conexiones con la obra fílmica de David Lynch.