María Andrea Giovine Yañez
Instituto de Investigaciones Bibliográficas
Universidad Nacional Autónoma de México
ORCID: 0000-0001-8239-2164
Recibido: 14-12-2020
Aceptado: 22-03-2021
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2021.v35.i02.07
Resumen
A partir de la segunda mitad del siglo XX, tanto desde el ámbito de la literatura como desde el de las artes visuales, se han producido numerosas obras que dan cuenta de lo que propongo denominar el “giro iconotextual”, el cual implica un auge en la producción y consumo de dispositivos híbridos que conjugan elementos verbales y visuales para producir un universo semiótico integrado. El presente ensayo explica lo que se entiende por dicho giro, muestra los antecedentes que lo hicieron posible en las letras mexicanas y realiza un recorrido de tipo historiográfico por obras iconotextuales paradigmáticas pertenecientes a distintos contextos, temporalidades y procesos que, a través de su retórica híbrida, de su sintaxis iconotextual, proponen diversas dinámicas de escritura y de lectura que problematizan y extienden el concepto mismo de legibilidad.
Palabras clave: iconotextualidad, materialidad, legibilidad.
Abstract
Since the second half of the XX century, from the domain of both Literature and Visual Arts, many works have been produced that exemplify what I propose to designate as the “iconotextual turn”, which implies a boom in the production and consumption of hybrid devices that join verbal and visual elements in order to produce an integrated semiotic universe. This essay explains in what consists this turn, shows the antecedents that made it possible in Mexican letters and, from a historiographic perspective, visits iconotextual works that belong to different contexts, temporalities and processes that through their hybrid rhetoric, their iconotextual syntax, propose diverse writing and reading dynamics that question and expand the concept of legibility itself.
Keywords: iconotextuality, materiality, legibility.
La intención del presente texto es mostrar a través de una amplia gama de ejemplos provenientes de distintos contextos y temporalidades que, en las letras mexicanas recientes, la copresencia y coparticipación de elementos verbales y visuales es una constante[1]. Específicamente emplearé el término “letras” mexicanas y no “literatura” o “literaturas” mexicanas, porque la dinámica iconotextual que abordaré se presenta tanto en obras que se proponen dentro del ámbito literario que emplea la visualidad y la espacialidad como dentro del ámbito de las artes visuales que emplean grafías, elementos tipográficos, letras y/o texto. Si bien establecer un periodo tan amplio entraña una necesaria falta de exhaustividad en el tratamiento de casos, me parece importante plantearlo de este modo, pues es precisamente a partir de la segunda mitad del siglo pasado cuando las letras mexicanas vivieron un auge de prácticas iconotextuales que denominaré “giro iconotextual” y que se ha vuelto aún más frecuente en el siglo XXI. Por razones de extensión me limitaré al caso de México, pero cabe señalar que en otras latitudes esta dinámica iconotextual también ha estado presente en años recientes.
Las relaciones interartísticas han existido siempre a lo largo de la historia del arte. Sin embargo, fue en los años ochenta del siglo pasado cuando los términos “interartisticidad” e “interartístico” comenzaron a usarse de manera más contundente, gracias, por ejemplo, a los trabajos de Vassilena Kolarova. Años después, debido a las múltiples dificultades que el término “arte” conlleva, pues a partir de finales del siglo XIX se volvió cada vez más difícil definir qué es arte, se acuñó el término “intermedialidad”, prácticamente con el mismo sentido con el que se usaba “interartisticidad”, pero empleando el concepto de “medio”, más acotado y menos problemático que el de “arte”.
Al igual que sucede con “intermedialidad”, el término “iconotextualidad”, aunque aplicable a cualquier momento de la historia, es relativamente reciente. El teórico estadounidense W. J. T. Mitchell, en Teoría de la imagen, publicado en 1994, establece una diferencia entre los términos imagen/texto e imagen-texto y crea el neologismo imagentexto (imagetext). Con el uso de la diagonal, se enfatizaba la coexistencia, pero separados, de imagen y texto; mediante el guion, imagen y texto se plantean más unidos, aunque sin perder su naturaleza independiente y el neologismo buscaba dar cuenta de los casos en los que imagen y texto se encuentran formando un todo semánticamente indivisible. El término “iconotexto” (iconotext) fue difundido en 1996 por Peter Wagner, quien lo dio a conocer en “Ekprhasis, Iconotexts and Intermediality – The State of the Art(s)”, introducción del libro Icons, Texts, Iconotexts. Essays on Ekphrasis and Intermediality. Mediante este término, la unión entre imagen y texto (elementos visuales y verbales) se concibe como un todo integrado, como un binomio indivisible. “Iconotexto” se refiere a una obra en la que el lenguaje visual y el verbal están fusionados e integran un todo que no puede dividirse sin que ésta pierda su identidad semántica y estética.
Desde finales de los años ochenta, Michael Nerlich había empleado el término “iconotexto” para referirse a una unidad indisoluble entre imagen y texto que, por lo general, aunque no necesariamente, tiene la forma de un libro. Alain Montandon, en su papel de editor de las actas de un coloquio que tuvo lugar en 1988 en la Universidad Blaise Pascal, amplió la definición y enfatizó que el iconotexto hace surgir tensiones, a través de las dinámicas de los dos sistemas de signos que lo conforman.
Desde que el término fue acuñado hasta la fecha hemos sido testigos de cómo dispositivos híbridos conformados por elementos visuales y verbales permean, cada vez más, distintos ámbitos, espacios y esferas de acción. Basta pensar en los comics, las páginas de internet, los anuncios publicitarios, los memes, los videojuegos y la dinámica de configuración de las redes sociales en general para notar que convivimos constantemente con distintos tipos de obras, objetos o dispositivos iconotextuales constituidos mediante una sintaxis iconotextual y que nos obligan a leer iconotextualmente, es decir, tenemos el plano de la sintaxis verbal y el plano de la sintaxis visual que, juntos, conforman un tercer plano de articulación sintáctica que es donde acontece el proceso de semiosis del iconotexto.[2]
En el capítulo “El giro pictorial” de su libro antes mencionado, W. J. T. Mitchell plantea lo siguiente: “Richard Rorty ha descrito la historia de la filosofía como una serie de “giros” en la que ‘un nuevo conjunto de problemas aparece y los antiguos comienzan a desaparecer” (Mitchell 2009: 19). Líneas más adelante, Mitchell argumenta que “la última etapa en la historia de la filosofía de Rorty es lo que él llama ‘el giro lingüístico’, un proceso con complejas repercusiones en otras disciplinas de las ciencias humanas” (Mitchell 1994: 19). A partir de esta idea, Mitchell dedica el capítulo a argumentar lo que denomina “el giro pictorial” de la era posmoderna, donde la imagen y el poder de las imágenes adquieren un lugar central.
De esta idea ya se encuentran antecedentes en Pierce y Goodman quienes no parten de la premisa del lenguaje como paradigma del significado, en Derrida con la gramatología girando el modelo monocéntrico del lenguaje llamando la atención de las huellas visibles y materiales del lenguaje, en la escuela de Frankfurt o en la ejecución filosófica del giro pictorial en el pensamiento de Wittgenstein. (Vélez 2013).
Cuatro años después, en 1998, Paolo Fabbri publica su libro El giro semiótico, en donde no es el lenguaje, sino el signo lo que ocupa el problema central. En mi opinión, siguiendo la idea de que la historia de la filosofía puede entenderse como una serie de giros que, según la época y sus inquietudes específicas, iluminan de manera intensiva algún elemento por encima de otro, siguiendo el “giro pictorial”, el “giro semiótico” y la idea de que todas las representaciones son heterogéneas y “todos los medios son medios mixtos” (Mitchell 2009: 88), en la actualidad, se han vuelto cada vez más habituales las dinámicas de coordinación y yuxtaposición de medios, de ahí la importancia y fertilidad de posturas teóricas como la intermedialidad y que podamos hablar de un “giro intermedial” en general. Ahora bien, entre las múltiples relaciones que se presentan entre elementos verbales y elementos pertenecientes a otros ámbitos de la configuración de sentido, la relación entre lo visual y lo verbal ha adquirido un papel preponderante, de ahí que proponga pensar específicamente en la existencia de un “giro iconotextual” en las producciones contemporáneas.
Antes de entrar de lleno en el periodo que nos ocupa, es preciso señalar que México llegó a buena hora y con aplomo a la fiesta de las vanguardias[3]. En el caso de las poéticas visuales y las obras de naturaleza iconotextual, podemos mencionar como ejemplo prototípico la obra del poeta y diplomático José Juan Tablada, quien, en 1919, publica su libro de caligramas Li-Po y otros poemas, prácticamente al mismo tiempo que el francés Guillaume Apollinaire, a quien se le conoce como el padre de la poesía caligramática moderna, se encontraba publicando desde Francia.
Además de la obra de Tablada, en la que podemos encontrar múltiples procedimientos experimentales, por ejemplo sus “poemas sintéticos”, su búsqueda por explorar la simultaneidad en la alternancia de versos o los antes mencionados caligramas e ideogramas líricos, de gran calidad visual y parteaguas de un modo de pensar la página como espacio de inscripción, es fundamental mencionar la importancia que tuvo para el arte mexicano el estridentismo, movimiento artístico de vanguardia surgido en 1921 mediante la publicación del manifiesto titulado Actual No. 1. Comprimido estridentista, firmado por el portavoz del movimiento, el poeta veracruzano Manuel Maples Arce. Pertenecieron a este movimiento Arqueles Vela, Germán List Arzubide, Luis Quintanilla, Ramón Alva de la Canal, Fermín Revueltas (estos últimos, dedicados a la plástica con especial interés en el grabado, confirieron identidad visual al movimiento). Otros artistas visuales cercanos al estridentismo fueron Tina Modotti, Xavier Icaza, Diego Rivera y Jean Charlot.[4]
Con otras filiaciones estéticas y con un ímpetu experimental más moderado pero presente, e igualmente interesados en vincular propuestas provenientes de la literatura y de las artes plásticas, se encuentra el grupo que la historia ha denominado Contemporáneos, por el nombre de la revista homónima que publicaron de 1928 a 1931 y en el que podemos ubicar a autores de gran renombre como Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet y José Gorostiza. Sus libros y publicaciones periódicas dan cuenta de su interés por la plástica, así como la incursión de muchos de ellos en el ejercicio de la crítica de arte. Estuvieron estrechamente vinculados a pintores como Rufino Tamayo, Miguel Covarrubias, Julio Castellanos, Manuel Rodríguez Lozano, Carlos Mérida, Agustín Lazo, así como al fotógrafo Manuel Álvarez Bravo.
Una vez que el movimiento estridentista se extinguió y que las incursiones experimentales de los Contemporáneos fueron dejadas de lado, tanto la literatura como las artes visuales mexicanas vivieron un periodo de intenso recogimiento en temas regionales, locales, preocupadas por los contrastes entre la vida urbana y la vida rural, los movimientos obreros y campesinos y la concreción del ideal de un país independiente y moderno. En esta búsqueda, los artistas, ya fuera a través de elementos verbales o visuales o de una mezcla de ambos, se cuestionaron a partir de qué y hacia dónde construir una identidad estética nacional. Prueba de ello es el género narrativo denominado “Novela de la Revolución” y el famoso movimiento pictórico icónico de México conocido como muralismo. Así pues, si bien a comienzos del siglo en México hubo una producción experimental claramente filiada con el pensamiento de vanguardia y su naturaleza híbrida, luego de unos años de culminada la Revolución Mexicana, en los años 30 y 40, las artes se volcaron en procesar esa experiencia y en trabajar por la definición de una identidad nacional que en ese momento parecía borrosa y difícil de asir.
Entre 1940 y 1968 se ubica la llamada “generación de medio siglo”, en la cual la problemática rural y nacionalista dio paso a otra marcadamente urbana y cosmopolita. Esta generación representa el ideal de volver a situar a las artes mexicanas en el contexto de los temas y procedimientos que se estaban empleando internacionalmente. El trabajo de esta generación fue un muy necesario gozne para las propuestas que veremos surgir en el marco del “giro iconotextual”, varias coincidentes cronológicamente. [5]
A partir de la segunda mitad del siglo XX, numerosos escritores retomaron el cauce de la experimentación iconotextual a través de distintas dinámicas de escritura y producción de dispositivos en los que se conjugan elementos verbales y visuales.
Por una parte, se encuentra el legado de las poéticas visuales y el concretismo. Con una firme exploración tipográfica, gráfica y caligramática, estas dinámicas de escritura se caracterizan por problematizar la noción de espacio de inscripción y por extender el concepto de puesta en página. Las poéticas visuales en soportes alternativos al papel −a través de su uso de diversos soportes y materiales tan variados como madera, vidrio, plástico, tela, agua, piel, bardas de ciudades− propusieron un giro epistemológico a través del cual la función convencional de la escritura como mecanismo para registrar, conservar y dejar huella, es decir para trascender, dio paso a diversas poéticas de la fugacidad y lo efímero, aproximando así la escritura a la performatividad de las artes vivas, no reproducibles y que subsisten únicamente a través del registro fotográfico o videográfico.
En este rubro resulta fundamental mencionar los poemas visuales de Marco Antonio Montes de Oca, publicados en su libro Lugares donde el espacio cicatriza, de 1974. Por su parte, Raúl Renan incursionó en la producción de libros objeto, entre los que destaca A/salto de río. Agonía del salmón, de 2005, y dejó varios caligramas de estupenda manufactura, como aquellos en los que las palabras forman una mantis religiosa, un escorpión o un caballito de mar[6]. Un nombre que merece mención especial es Jesús Arellano, poeta y editor quien, siendo jefe de la imprenta universitaria, exploró las posibilidades de las máquinas IBM composer, precursoras de los procesadores de textos, a través de las cuales logró manchas tipográficas caligramáticas de una enorme precisión para dar cuerpo visible a sus poemas de contenido político; en ellas vemos el perfil de Salvador Allende, el rostro de Che Guevara, la silueta de Tribilín y muchas otras formas como una mariposa, un gallo, una casa. Su libro El canto del gallo. Poelectrones, de 1972 y reeditado en 2018 por Malpaís ediciones, es una obra clave de las poéticas visuales mexicanas y un hito en la historia de la edición en México gracias a la destreza técnica del sofisticado trabajo de puesta en página que logró para cada uno de sus poemas.
Si bien Octavio Paz no es conocido especialmente por sus obras iconotextuales, es importante tener en cuenta que estuvo vinculado a la poesía concreta y a las exploraciones visuales. Mantuvo una estrecha relación colaborativa con los poetas concretos brasileños Haroldo y Augusto de Campos, llevó a cabo algunos ejercicios poéticos visuales que tituló “Topoemas”, aludiendo a la importancia de la espacialidad en dichas creaciones y exploró también otras modalidades de la visualidad a través de obras como los Discos visuales, publicados por Editorial Era en 1968 y realizados junto con el artista plástico y diseñador Vicente Rojo. Se trata de cuatro objetos circulares que invitan a leer a través de la manipulación. Los discos superiores tienen dos o más aberturas y los inferiores contienen cuatro poemas: Juventud, Concorde, Pasaje y Aspa. Al hacer girar el disco, aparece en la ventana un fragmento de texto. Al volver a girar el disco, es posible leer otro fragmento. La gestualidad de la lectura y la exploración lúdica son dos elementos clave de las poéticas visuales que protagonizan los Discos visuales; de esta obra destaca la habitual colaboración entre un escritor y un artista visual en una obra conjunta, una dinámica de trabajo muy común en la producción de obras que amalgaman el uso de elementos verbales y visuales. Paradigmático de la influencia que dejó en su obra la época que Paz pasó en la India, su poema Blanco[7], desplegable en formato de biombo y escrito a dos tintas, rojo y negro, en memoria de los escribas prehispánicos llamados tlacuilos, es un poema-cuerpo en donde los cuatro puntos cardinales, los cuatro elementos, cuatro tránsitos cromáticos se entretejen gracias a versos que forman columnas que se unen y se separan y a alternancias tipográficas que recuperan el espacio de inscripción y multiplican la polifonía del poema a la manera de Un lance de dados de Stéphan Mallarme, parteaguas de estas poéticas desde su publicación en 1897 como preludio a las vanguardias.
Como parte de las inquietudes filiadas al concretismo, un poema clave para entender estas dinámicas de escritura y sus legados es el “Poema concreto”, de Mathias Goeritz, quien se dedicó a explorar las posibilidades de la poesía concreta de manera sistemática como parte de su trabajo artístico.
Goeritz empezó a trabajar en una serie de poemas experimentales basados en la tipografía, muy probablemente inspirados en sus frecuentes intercambios con Roth. Publicó algunos de estos diseños por primera vez en 1963. Sus primeros poemas totalmente concretos, formados por las letras o y r de “oro”, están estrechamente relacionados con sus Mensajes: una serie de ensambles no figurativos hechos de madera, trozos de metal y hoja de oro que comenzó a producir en 1958. La Poesía Concreta ofrecía otra forma de difundir los Mensajes dorados de Goeritz a nivel internacional y fuera de las estructuras del mercado del arte, por medio de los impresos de los medios de comunicación de masas. (Museo el Eco)
De la cita anterior destacan dos elementos. Por una parte, que en las relaciones interartísticas no sólo se combinan medios y lenguajes artísticos sino los circuitos de producción y consumo de dichos medios y lenguajes. Los poetas que emplean la visualidad y los artistas visuales que emplean la textualidad aprovechan y capitalizan las posibilidades de las estructuras de consumo del circuito literario o plástico para generar nuevas formas de circulación e inserción de las obras. Por otra parte, la cita revela la importancia que tuvo Goeritz para la poesía concreta hispanoamericana, a través de sus propias propuestas estéticas, pero también en su papel de organizador de la primera exhibición de Poesía Concreta en Hispanoamérica, realizada en 1966 en la Galería Aristos de la UNAM, la cual incluyó piezas de poesía concreta, revistas, libros y carteles diseñados por más de veinte poetas de diversos países. Quizá la obra más recordada de Goeritz en el marco del concretismo es su “Poema plástico”, de 1953, el cual se encuentra escrito en un muro del Museo del Eco y el cual apareció también en el primer número de la revista El Corno Emplumado, en 1961. Desde su nombre, esta obra alude a su retórica y factura iconotextual y se explica a sí misma. Se trata de un poema, pues así lo propone su autor, a pesar de que los elementos que lo constituyen no pueden reconocerse como grafías o letras de ningún alfabeto conocido. Goeritz problematizó el concepto mismo de legibilidad, que estará siempre a la raíz de las obras iconotextuales, y dejó sobre la mesa la importancia de las macroestructuras como guías de lectura. Al ver su poema, es claro que hay dos estrofas y una estructura de versos. La forma es su propio contenido.[8]
Las poéticas visuales más recientes deben mucho a la revaloración de una figura que en su momento no tuvo ni la atención ni la aceptación actuales, el escritor y gestor cultural Ulises Carrión, quien en su libro El arte nuevo de hacer libros, cuestionó, a través de una serie de aforismos, lo que es un libro. La reciente reedición de su obra, así como la exposición Querido lector no lea, de 2017, montada en el Museo Reina Sofía de Madrid y en el Museo Jumex de la Ciudad de México, dotaron de nuevas lecturas e interpretaciones a la obra de Carrión, la cual desde hace algunas décadas fue retomada por una generación de escritores para quienes marcó una notoria influencia en la incursión en prácticas intermediales y en la producción de una serie de obras que podríamos enmarcar en lo que Roberto Cruz Arzabal ha denominado “poéticas materiales”:
Libros que utilizan el soporte como parte de su poética, poemas que exploran las relaciones retóricas entre imagen, texto y sonido, intervenciones gráficas y poéticas de recortes de periódico o anuncios publicitarios, uso de la puesta en página y los colores como parte un todo. Todos esos formatos están lejos de parecerse a lo que usualmente se entendía como poético hace apenas unas décadas. Todos con un denominador común: el uso deliberado de la materialidad literaria como elemento artístico fundamental.[9] (Cruz Arzabal 2011)
Entre los ejemplos que menciona Cruz Arzabal están: De par en par, de Myriam Moscona, de 2009, Monografías de Jessica Díaz y Meir Lobatón, de 2010, Taller de Taquimecanografía de Aura Estrada, Gabriela Jáuregui, Laureana Toledo y Mónica de la Torre, de 2011, Catábasis Exvoto, de Carla Faesler, de 2010, y Album Iscariote de Julián Herbert, de 2014. Lista a la cual podríamos añadir muchas obras recientes, entre las que destaca Conjunto Vacío (2015) de Verónica Gerber, quien se define a sí misma como una “artista que escribe”, novela en la que la autora dibuja diagramas de Venn mediante los cuales ilustra los procesos del pasado e indaga en lo que le ha sucedido a su protagonista. Más adelante, Cruz Arzabal señala:
Estas poéticas que llamo “materiales” no son en absoluto de reciente creación, sus antecedentes pueden buscarse en los procedimientos intermediales de las vanguardias históricas, las posvanguardias de los años sesenta y setenta, la literatura conceptual de la primera década de los años dos mil. […] los cambios en las editoriales han sido a su vez alimentados por la cercanía que algunos escritores han tenido con las artes plásticas y quizá, en mayor medida, con el “arte contemporáneo” (la intermedialidad y los recursos “no tradicionales” son elementos de prestigio cultural en la actualidad) por la facilidad técnica de ciertas prácticas digitales (copy/paste, uso de imágenes, fotografía digital) y su crítica mediante el uso de técnicas de escritura en desuso (la máquina de escribir, la caligrafía, etc.). (Cruz Arzabal 2011)
Otra dinámica de producción de dispositivos iconotextuales es el caso de los libros de artista, un concepto que no acaba de quedar fijo y para el que se usan muchas nomenclaturas diferentes: libros-obra, libros de artista, libros expandidos.[10] En este rubro entra también parte de la producción de editoriales artesanales e independientes que trabajan de manera contundente con el aspecto material de los libros que producen: diseño editorial, portadas e ilustraciones de múltiples hechuras, diversas materialidades, incorporación de recursos visuales, énfasis en la encuadernación, entre otras dinámicas.
En el terreno de los libros de artista es donde más claramente se pone sobre la mesa la tensión entre desmaterialización y materialidad que se desarrolló desde el surgimiento del arte conceptual en los años sesenta del siglo pasado hasta la fecha. Sin entrar en demasiados detalles, cabe enfatizar que, tras el surgimiento y arraigo del arte conceptual, el cual puso sobre la mesa que el arte es una práctica y no un objeto, las artes visuales se volvieron cada vez más abstractas, más conceptuales (el arte como idea) y dejaron de lado, a veces por completo, el soporte material que históricamente les dio sentido y existencia. Por su parte, la literatura, un arte predominantemente de la abstracción, comenzó a asumir cuerpo, materialidades múltiples y a explorar las posibilidades de la espacialidad, la visualidad y la retórica de los materiales.
Pioneros de estas propuestas en México fueron Felipe Eherenberg y varios artistas amalgamados en colectivos artísticos. El movimiento del libro de artista se desarrolló en la década de los años setenta con proyectos como Cocina Ediciones, creado por Yani Pecanins, Gabriel Macotela y Water Doehner. En 1985, Pecanins, Macotela y Armando Sáenz Carrillo fundan El Archivero, un proyecto que conjuntaba la creación de libros de artista con su difusión a través de una galería, una librería y un acervo en construcción.[11] El Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), ubicado en la UNAM, en su Biblioteca Arkeia, guarda y preserva un archivo amplio y variado de libros de artista que da cuenta de la historia y evolución polifónicas de estos objetos legibles y visibles en los que se conjugan la textualidad y diversas materialidades.
Como ejemplos del trabajo reciente en el terreno del libro de artista mencionaré sólo tres proyectos de los muchísimos que existen en esta escena artística cada vez más consolidada. The Text is Silence, de Cuauhtémoc Padilla, publicado por Editorial Fadel & Fadel, un libro que, al abrirlo, despliega una constelación de imágenes enigmáticas y sugerentes formadas por signos de puntuación. Se trata de los residuos, las huellas o remanentes que quedan luego de eliminar los elementos discursivos de distintos textos de diversos autores. Esa huella, esa mancha visual que se asemeja a un dibujo, estuvo ahí desde el principio, pero el autor decidió hacerla visible al eliminar las letras, palabras y oraciones de los textos y dejar sólo aquello más concreto y visual. Este ejemplo nos muestra un trabajo con la visualidad que no implica la incorporación de la imagen ni la búsqueda de figuración, sino que se sustenta en el potencial visual de ciertos rasgos empleados en el discurso como elementos secundarios, marginales, pero ubicados en un lugar protagónico, central y que recuerda la poética de e. e. cummings y su original apuesta por colocar en un lugar central la puntuación no como elemento secundario sino prioritario para la configuración de sentido.
Otro ejemplo es el proyecto Fuerza aérea zapatista, publicado por la editorial Esto es un libro, cuyo nombre mismo alude a la constante interrogante que guía su trabajo y que problematiza una y otra vez lo que consideramos un libro. Se trata de un sobre que contiene diez aviones de papel para armar. Este proyecto se origina en un hecho real, una reunión que hace unos años se realizó entre integrantes del EZLN y miembros de la comunidad de Chiapas con el fin de hacer y responder preguntas de interés comunitario. La reunión se vio interrumpida al llegar el ejército federal y los asistentes quedaron encerrados en una especie de sitio que interrumpió el diálogo. No obstante, los miembros de la comunidad, ávidos por continuar la conversación, empezaron a enviar sus preguntas en aviones de papel. Este proyecto de la editorial Esto es un libro es un homenaje a ese evento y una apuesta por retomar la lógica de ese diálogo inconcluso. Cinco aviones para armar tienen las preguntas originales de ese momento y cinco están en blanco como una invitación para que el lector escriba las preguntas que quiera. En la página de internet de Esto es un libro, este objeto editorial se describe como una herramienta de resistencia civil pacífica. Aquí, la materialidad resulta imprescindible como parte de la apuesta conceptual de estos dispositivos de comunicación hechos para leer y escribir en ellos, para hacerlos volar y circular. La materialidad extiende la metáfora del avión de papel, la hace concreta y le da vida.
Otras apuestas que desde su materialidad dan cuenta del giro iconotextual son aquellas que problematizan la estructura misma del proceso de producción de los libros. La editorial De atrás para adelante pone énfasis en la encuadernación (el último paso del proceso de fabricación de un libro) y lo convierte en el punto de partida de sus proyectos. Un ejemplo es Ella. Él. El otro, de Jorge F. Hernández, donde los encuadernadores Luis Enríquez, Paulina García y Martha Romero crearon un diseño de un libro en un solo pliego y luego le pidieron al autor que escribiera algo que se adaptara a ese formato. La sinergia es muy afortunada. Al abrir las páginas de derecha a izquierda, a la manera tradicional, leemos la historia contada desde el punto de vista de “ella”. Si lo abrimos levantando las páginas de abajo hacia arriba, tenemos la historia contada desde el punto de vista de “él” y si lo giramos y abrimos de abajo hacia arriba, tenemos la historia desde el punto de vista de “el otro”. El autor tuvo que escribir un texto cuya extensión estaba determinada por el diseño previo del pliego, no fue la estructura del libro la que dependió de la extensión del texto como es habitual. Aquí, el recurso narratológico de construcción del punto de vista se ve radicalizado por la materialidad del libro, el cual resulta una apuesta muy interesante para plantear cómo la estructura, la espacialidad y la materialidad hacen que esta obra combine la potencia de la simultaneidad de las artes espaciales con el manejo del tiempo de las artes temporales. [12]
Como parte de las obras que trabajan con una retórica iconotextual, híbrida, se encuentran los poemas ecfrásticos, en los cuales la relación entre visualidad y escritura no es material sino conceptual, pues una representación visual (cuadro, escultura, fotografía) sirve de base para la creación de una representación verbal derivada, en muchos casos un poema. Cabe señalar que, si bien la écfrasis es una figura de descripción, los textos ecfrásticos no son cualquier descripción. La ontología de la écfrasis consiste en experimentar con los límites y posibilidades del lenguaje verbal y el visual, es decir, reactualizar una y otra vez la pregunta de si es posible “pintar” con palabras, lograr los mismos efectos que se consiguen a través de elementos visuales y con ello problematizar el célebre motivo histórico de la diferencia entre las artes temporales y las artes espaciales. Algunos poemas ecfrásticos que es posible mencionar como ejemplos de la larga tradición que existe en México son: “Cuatro chopos” de Octavio Paz, “Venus Anadiomena por Ingres” de José Emilio Pacheco y “Vista de Delf” de Miguel Ángel Flores.[13]
Otro caso de dispositivos iconotextuales de larga tradición en la cultura mexicana son los comics e historietas, los fanzines y las novelas gráficas. No entraré en detalles con respecto a estos casos; en ellos la relación iconotextual que se encuentra presente funciona como una yuxtaposición recíproca. Sin imagen el texto no tiene sentido y sin texto la imagen no logra predicación completa. En la historia de las publicaciones mexicanas, los comics, las historietas y la caricatura son clave pues se hicieron muchos que de una u otra forma mostraban la vida y costumbres del pueblo mexicano, sus preocupaciones e inquietudes. Gracias al afán de coleccionismo y a su preocupación por conservarlas como parte del patrimonio documental nacional, el escritor Carlos Monsiváis creó en 2006 el Museo del Estanquillo, el cual incluye obra gráfica, pintura, caricatura, fotografía y piezas de arte popular. En el estado de Morelos, se encuentra el Museo de la Caricatura y la Historieta Mexicana, fundado con el apoyo de historietistas y caricaturistas mexicanos. Algunas historietas y comics de este periodo que vale la pena mencionar por su arraigo en la cultura mexicana son: Memín Pinguín, Fantomas, La familia Burrón, Rolando el Rabioso, Los Supermachos, Kaliman, en ellas, la crítica social, el humor y la sátira se dan a través de la vinculación que establecen las imágenes y los textos, los unos con los otros, siempre constituyendo un todo integrado.
Transitando de la materialidad a la virtualidad, nos encontramos con las obras de literatura electrónica, en las cuales se establece una muy fructífera relación entre elementos verbales y visuales (tanto imagen fija como imagen en movimiento, elementos tipográficos y gráficos, textualidad). Es importante mencionar que, en muchos casos, estas obras involucran también al sentido del oído a través de la incorporación de sonido, voz, paisajes sonoros, música, convirtiéndose en experiencias de lectura sinestésicas y multimediales. En el caso de México, El Centro de Cultura Digital, a través de su proyecto E-Literatura, desde 2012, dedica sus esfuerzos a reflexionar sobre diversos aspectos de la cultura digital, entre los que destaca la producción de piezas originales de literatura electrónica, como Umbrales, Tatuaje, Catnip, algunas de las cuales forman parte del tercer volumen de la Electronic Literature Collection. Estas obras capitalizan la visualidad en todas sus variantes y generan experiencias de lectura que dependen en buena medida de una decodificación intermedial, es decir, de que el lector (convertido también en escucha y en espectador) integre los diversos planos que conforman las obras: el textual, el visual, el sonoro. En muchas ocasiones, la experiencia de lectura de las obras de literatura electrónica depende de las decisiones que vaya tomando el lector, de dónde éste decide dar clic, de por qué sección decide comenzar, de que elemento decide leer/ver primero y así se van concatenando una serie de posibilidades que van tejiendo un camino de lectura particular y único. La interacción es una característica fundamental de estas obras y el lector-espectador adquiere un papel preponderante en la reconfiguración de sentido. Los proyectos de literatura electrónica cuestionan las dinámicas tradicionales de escritura, la figura del autor, pues generan autorías colectivas, y ponen sobre la mesa la necesidad de nuevas terminologías para referirnos al acto de lectura y a quien lo lleva a cabo.
Cabe mencionar que, además de los casos anteriores, plenamente iconotextuales, la copresencia de textos e imágenes (dibujos, ilustraciones, grabados, fotografías, ya sea creados ex profeso o no) también se encuentra en las innumerables colaboraciones entre escritores y artistas visuales, quienes, a todo lo largo del siglo XX, trabajaron de la mano en la creación de libros y publicaciones periódicas, en el ejercicio de la crítica de arte y en la consolidación de un circuito artístico compartido. Basta detenerse en el análisis de las cubiertas de libros o revistas, en el trabajo de ilustración o inclusión de dibujos, grabados, acuarelas, fotografías para encontrar en los circuitos bibliohemerográficos una muestra verdaderamente representativa de las distintas etapas y corrientes artísticas y para ver el trabajo de los artistas plásticos difundidos en esas vitrinas de papel que son también dispositivos iconotextuales donde textos e imágenes se articulan a través de distintas funciones[14].
Por razones de extensión, no será posible desarrollar a profundidad las diversas dinámicas desde las cuales las artes visuales mexicanas han asimilado la textualidad y han producido obras iconotextuales en las últimas décadas. Sin embargo, quisiera dejar claro que son muchos los artistas contemporáneos que a través de diversas técnicas, medios y materiales emplean elementos verbales en sus obras y generan una retórica híbrida y una sintaxis iconotextual, como veíamos en el caso de las obras propuestas desde el ámbito literario. Algunos ejemplos son Miriam Medrez, específicamente su serie “Lo que los ojos no alcanzan a ver”, Jorge Méndez Blake, de quien podríamos mencionar “Lenguaje desmantelado”, Biblioteca vacía” o “El gran poema inexacto del siglo XX”, Carlos Amorales, por ejemplo, su proyecto “Gravedad”[15], y David Miranda con intervenciones urbanas como “Vías alternas”, entre muchos más.
Cabe señalar que los emblemas novohispanos y los exvotos son ejemplos de fusiones iconotextuales existentes en la cultura visual mexicana desde muchos siglos atrás y su decodificación depende por completo de la interrelación entre elementos verbales y visuales. Sin embargo, el giro iconotextual se presentará a partir de los años sesenta del siglo pasado, cuando el denominado “language-based art”, derivado sobre todo de las propuestas de Art & Language de los artistas conceptuales, surge y se afianza en la escena artística internacional.
Para ejemplificar la presencia del giro iconotextual en las artes visuales abordaré únicamente dos obras; sin embargo, hay que tener en cuenta que la dinámica de conjugar elementos verbales y visuales es realmente una constante que encontramos no solo en las artes plásticas sino también en las artes vivas como el performance, la danza y el teatro contemporáneos. El primer caso es la obra titulada “Decálogo”, de la artista sinaloense Teresa Margolles, quien, además de arte, estudió medicina forense. De 1990 a 2007, como parte del colectivo de arte del Servicio Forense Mexicano trabajó en las morgues y luego comenzó a explorar el espacio público y la violencia que en él sucede, específicamente el tema de los feminicidios y los muertos a causa de la migración y el narcotráfico. Quisiera centrar aquí muestra atención en su obra “Decálogo”, la cual ha expuesto en varios museos y que consiste en diez “mandamientos”, escritos en la pared del museo siguiendo la fórmula bíblica, tomados de las llamadas “narcomantas”, mantas que los sicarios del narcotráfico dejan a sus víctimas como amenaza y colocan en puentes, bardas o en algún otro lugar público visible: “Para que aprendas a respetar.” “Ver, oír y callar.” “Por hacer una llamada anónima.” “Así sucede cuando piensas o imaginas que mis ojos no te pueden mirar.”, entre otras. Estos mensajes se recontextualizan en el espacio del museo a través de la “curaduría” de las frases y mediante la articulación con el título “Decálogo”, que los filia con un nuevo orden de comportamiento a través de la noción de “mandamiento”. Se trata de una obra de denuncia hecha únicamente de elementos verbales pero cuya efectividad radica en que se encuentren escritos en las paredes de los museos que han albergado la obra y que la dotan de toda su potencia retórica y simbólica.
Otro ejemplo al que quisiera referirme es “Mayate”, de Pablo Soler Frost, una intervención textual realizada en 2020 a la puerta de la célebre galería de arte contemporáneo Kurimanzutto. Concebido como un cruce entre poesía, grafiti y arte urbano, el texto de Frost (¿Qué adivino en tu mirada? / ¿Es aviesa? No. Es clara. Aclaro que es clara tu mirada.) juega con la interlocución de la poesía y el espacio de inscripción al ser un texto situado específicamente en la entrada de una galería de arte y al tejer su contenido en torno al tema de la mirada. La inclusión de elementos discursivos en las obras visuales es una tónica muy habitual en el arte contemporáneo, tanto en pintura como en escultura, instalaciones e intervenciones. En otros contextos de producción artística, como los de las artes sonoras y escénicas, la presencia de elementos verbales y visuales también ha sido cada vez mayor, sumándose éstos al cuerpo en movimiento, a la gestualidad, al ámbito de lo sonoro y creando con ello obras inter y multimediales que producen lecturas sinestésticas. Cabe señalar que, a lo largo de la historia del arte, la relación entre las obras y su título ha sido fundamental para la decodificación. El título de una obra plástica, musical o dancística (constituido por elementos verbales) se articula al lenguaje de la visualidad, del sonido o del movimiento y produce una interpretación intermedial. El título de las obras, constituido por palabras, genera un horizonte de interpretación desde el cual el espectador se relaciona con la obra.
Podríamos seguir abundando en ejemplos tomados del ámbito literario o visual y problematizando las formas en que se conjugan los elementos verbales y los visuales generando diversas prácticas de escritura y de lectura y múltiples legibilidades. Poesía visual, objetos legibles, esculturas verbales, écfrasis, comics, poemas objeto, ediciones artesanales, libros de artista, arte conceptual, intervenciones textuales al espacio urbano son algunos de los muchos dispositivos iconotextuales de retórica híbrida que permean múltiples contextos de producción y circulación del arte contemporáneo tanto en el caso de México como a nivel internacional. El arte, como termómetro y reflejo del mundo, con su pluralidad de lenguajes, enfoques, técnicas, apuestas estéticas y conceptuales, da fiel cuenta del giro iconotextual que ha tenido lugar en la actualidad en todas las esferas de la acción humana y el cual se ha potenciado a partir de la consolidación de la era digital. Nuestras comunicaciones, interacciones y experiencias cotidianas están marcadas por una dinámica iconotextual que en el arte tiene lugar de una manera potente y constante. La experiencia de hibridación de lenguajes y medios, que ya está muy incorporada a la escena artística internacional, ha dado paso también a otro tipo de fusiones como las que surgen de las sinergias entre arte, ciencia y tecnología o de los entrecruzamientos entre las ciencias sociales y las artes, que también han generado preguntas y reflexiones de mucho peso para la creación artística de las últimas décadas.
Sirvan las líneas anteriores para dejar de manifiesto la presencia de un giro iconotextual en las letras mexicanas recientes −una dinámica que podemos extrapolar a muchos otros contextos de producción artística a nivel internacional− el cual nos habla de cómo la fusión de lenguajes y medios es un mecanismo sumamente fructífero en la creación artística contemporánea que, sin duda, seguirá resultando muy productivo tanto desde la práctica como desde la teoría.
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[1] Por razones de extensión, me centraré aquí únicamente en las relaciones interartísticas que se presentan entre elementos verbales y visuales, es decir, en las denominadas iconotextuales. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que en las letras mexicanas recientes también están presentes relaciones de otros tipos: texto-sonido, texto-performance, texto-danza, texto-espacio arquitectónico, entre otras. No pretendo afirmar que en toda la literatura y las artes visuales mexicanas se encuentra presente un giro iconotextual ni intermedial, pues, evidentemente, sigue habiendo una gran cantidad de obras configuradas sólo a través de elementos verbales, visuales, sonoros o escénicos. No obstante, desde que las prácticas inter, multi y transdisciplinarias han adquirido centralidad, tanto en la teoría como en la práctica artística, el giro iconotextual, que por extensión también podríamos pensar como intermedial, es cada vez menos marginal y más habitual. Hace décadas, la mezcla de medios y lenguajes artísticos se filiaba con prácticas de vanguardia y posvanguardia y se consideraba experimental, actualmente se asume como una dinámica de creación ya asimilada, con múltiples posibilidades creativas y reflexivas. La hibridez ha pasado a formar parte de la naturaleza de muchos dispositivos culturales con los que interactuamos tanto en el ámbito estético como en muchos espacios de la cotidianidad como la publicidad, las plataformas de streaming, las redes sociales y la navegación de Internet.
[2] He abordado con mayor exhaustividad el tema de la sintaxis iconotextual en “Relaciones iconotextuales en la poesía en soportes alternativos”, en Bibliología e iconotextualidad. Estudios interdisciplinarios sobre las relaciones entre textos e imágenes, 76 -77, así como en “Hacia una lectura sintáctica de la poesía visual”, en La poesía visual en México, editado por Samuel Gordon, p. 99-131.
[3] Para conocer en detalle los circuitos y avatares editoriales de obras de vanguardia en México, sugiero consultar el texto titulado “Panorama editorial de las literaturas de vanguardia en México” publicado en la sección de Panoramas de la Enciclopedia de la Literatura en México.
[4] El movimiento, muy preocupado por una literatura de carácter experimental con compromiso social y hasta cierta medida emparentada con la estética futurista enamorada de la máquina, la urbe y el futuro, contó con dos publicaciones periódicas, Irradiador (1923) y Horizonte (1926-1927), así como con numerosos libros paradigmáticos de las ideas estéticas del estridentismo, entre los que destacan Andamios interiores. Poemas radiográficos (1922) de Manuel Maples Arce, Urbe. super-poema bolchevique en 5 cantos (1924), también de Maples Arce y El movimiento estridentista (1926) de Germán List Arzubide. Para tener una idea general sobre la nómina de artistas y las propuestas estéticas e ideológicas de este movimiento se sugiere consultar, de Luis Mario Schneider, El estridentismo: México 1921-1927. Para abundar sobre el tema, resultan de interés los trabajos de Silvia Pappe, Elissa Rashkin y Evodio Escalante.
[5] Para saber más sobre este tema, se sugiere revisar el artículo de Armando Pereira, “La generación de medio siglo: un momento de transición de la cultura mexicana”, en Literatura Mexicana.
[6] Estos y otros caligramas de Raúl Renán se pueden consultar en el Periódico de Poesía de la UNAM.
[7] Para abundar respecto a la configuración de este poema y su inserción dentro de las poéticas visuales mexicanas, se sugiere leer “Principales aspectos de espacialidad y visualidad en Blanco de Octavio Paz”, publicado en La poesía visual en México.
[8] Para conocer más a fondo la historia del “Poema plástico” de Goertiz, pero sobre todo para comprender su significado y cómo éste fue descifrado recientemente, sugiero consultar el artículo “Interpretación del Poema Plástico de Mathias Goeritz (1953), de Julián Santoyo, Laila Mahmoud y Miguel Ángel Santoyo, en Academia XXII.
[9] Para saber más sobre estas poéticas materiales y leer un análisis profundo de varias de las obras mencionadas, así como algunas otras, sugiero consultar la tesis doctoral de Roberto Cruz Arzabal, Cuerpos híbridos: presencia y materialidad en la literatura mexicana reciente.
[10] Por razones de extensión no me es posible abordar un muy necesario deslinde terminológico y conceptual entre libro-objeto, libro de artista, libro de diálogo, entre muchos más. En la bibliografía francesa hay aportaciones sumamente relevantes en ese sentido. Por ejemplo, los trabajos de François Chapon e Yves Peyré, que, además de abordar este tipo de dispositivos iconotextuales, se extienden a la reflexión de las relaciones entre literatura y pintura. En otras latitudes, resultan fundamentales los trabajos de Johanna Drucker y de Bibiana Crespo, en especial The Century of Artist Books y El Libro-Arte. Concepto y proceso de una creación contemporánea, respectivamente. El artículo “El libro-arte/libro de artista: tipologías secuenciales, narrativas y estructuras”, también de Crespo, resulta muy esclarecedor para comprender mejor diversas dinámicas de creación e interacción con este tipo de obras.
[11] Para saber más sobre el circuito de los libros de artista en México, cómo surgió y se desarrolló, sugiero consultar Libro de Artista. Teoría y praxis desde la experiencia de El Archivero, de Luz del Carmen Vilchis Esquivel.
[12] Para la difusión de la literatura contemporánea y especialmente de aquella que apuesta por la materialidad como parte vital de la conceptualización de las obras han resultado muy importantes las diversas ferias y espacios de exposición y difusión que en años recientes han generado un circuito de consumo de estas obras, entre las más importantes podemos mencionar la Feria del Libro Independiente, el Foro de Ediciones Contemporáneas, la Material Art Fair y la feria Los Otros Libros.
[13] Para abundar sobre el tema de la écfrasis y leer un análisis del poema “Cuatro chopos”, se sugiere consultar el artículo “Ecfrasis y lecturas iconotextuales”, de Luz Aurora Pimentel, publicado en Poligrafías. Revista de Literatura Comparada. Asimismo, sugiero consultar el libro de Irene Artigas Albarelli, Galería de palabras. La variedad de la écfrasis.
[14] Dado que no me es posible abundar al respecto y ya que no se trata de un tema central para el presente texto no me detendré en las múltiples dinámicas retóricas que se generan entre las imágenes y los textos que coexisten en los contextos bibliohemerográficos (libros, revistas, periódicos). Diré únicamente que las relaciones con las cuales se articulan los elementos verbales y visuales son de muy diversos tipos: tautológicas, irónicas, paródicas, metafóricas, metonímicas, humorísticas, entre otras. Innumerables artistas visuales mexicanos han tenido una presencia contundente en la evolución del diseño editorial y la relación entre artes visuales y cultura impresa es imprescindible para entender las dinámicas de circulación de las apuestas estéticas de los artistas fuera del museo y la galería, en manos de lectores de libros y publicaciones periódicas.
[15] Para conocer más sobre el proyecto “Gravedad” de Carlos Amorales y su vinculación con la iconotextualidad y las poéticas visuales, se puede consultar “De los caligramas de José Juan Tablada al trabajo de intervención tipográfica de Carlos Amorales”, en A Contracorriente: Revista de Historia Social y Literatura en América Latina.