Recibido: 13-12-2020
Aceptado: 01-03-2021
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2021.v35.i02.10
Resumen
La influencia de los medios audiovisuales y fotográficos en la literatura contemporánea del siglo XXI escrita en castellano es tan ancha y medular que no es fácil siquiera sintetizarla. A través de decenas de casos tomados de ese vasto corpus, y con la ayuda de bibliografía especializada, este texto intenta construir un innovador catálogo de funciones y vías en las que la imagen, especialmente la procedente de medios de comunicación, pueden ser utilizadas para escribir, enriquecer, conformar o estructurar poemas y textos narrativos, o ser instrumentadas para pensar sobre nuestro tiempo y esquemas sociales desde una perspectiva crítica. Se examinarán dos ejemplos relevantes (la novela Kentukis, de Samanta Schweblin y algunos cuentos y novelas sobre concursos televisivos) para profundizar en el enorme grado de crítica social que este tipo de literatura puede aportar a la hora de cuestionar la imagen mediática.
Palabras clave: imagen, literatura en español, crítica mediática, narrativa, intermedialidad.
Abstract
The influence of audiovisual and photographical media in contemporary literature written in Spanish in the 21st century is so vast and transcendent that it is not easy try to even synthetize it. Through dozens of cases taken from the immense corpus, and with the help of many specialized bibliography, this text tries to achieve an innovative catalog of functions and ways in which image (specially images from media) can be used to write, enrich, criticize, conform or shape narrative texts and poems, or be implemented in order to think about our time and social schemes with a critical approach. Two relevant examples (Samanta Schweblin’s novel Kentukis and some novels and short stories about TV contests) will be examined to delve into the great level of social criticism that this kind of literary works can bring to question the mediatic image.
Keywords: image, literature in Spanish, media criticism, narrative, intermediality.
Adelante: di lo que estás pensando. El jardín
No es el mundo real. Las máquinas
son el mundo real.
Louise Glück (2006: 93)
La pantalla vacía le parecía una respuesta posible.
Don DeLillo (2020: 36)
La importancia de la imagen en la literatura escrita en castellano del siglo XXI, tanto latinoamericana como española (a la que, en adelante y sin más propósitos que los meramente sintéticos, nos referiremos como hispánica), es tan ancha y medular, tanto en lo cualitativo como en lo cuantitativo, que uno de los primeros problemas para describir ese influjo sería escoger la estrategia para demostrarlo, de entre los muchos modos posibles. Amén del más obvio, la interminable enumeración de ejemplos (en la que este texto incurrirá a menudo), tanto de libros completos como de poemas, fragmentos de novelas o relatos breves específicos, podríamos citar los numerosos estudios y artículos dedicados al particular sólo en las dos últimas décadas (entre ellos: Lluch 2004; Mora 2007; Henseler 2009; Gil González 2012 y 2021; Carrión 2011 y 2013; Mendoza 2011; Ferré 2011; Navarro Martínez 2013; Cattaneo 2013 y 2017; Ríos 2014; Chiaia y Schlünder 2014; Prieto 2017; Montoya Juárez 2017; Gómez Trueba y Morán Rodríguez 2018; Gustrán 2020), o incluso la existencia de antologías más o menos particularizadas, como la de Teresa Gómez Trueba, Mire a cámara, por favor (2020), las colecciones de libros colectivos sobre series de televisión publicados por las editoriales Errata Naturae y Blackie Books, así como el número 332 de la revista Quimera (julio de 2011), con un dosier titulado “Afinidades televisivas”, en el que más de treinta escritores en castellano comentaban cada uno una teleserie.
La causa de esta repleción literaria, tanto práctica como teórica, no es otra que la omnipresencia de las pantallas y las cámaras en nuestro día a día, en cualquier lugar y momento, desde la intimidad hogareña de los teléfonos, ordenadores, televisores y dispositivos móviles (tabletas, relojes inteligentes), hasta la realidad urbana y aun rural tecnificada hasta el extremo, por no hablar de que el escritor funciona como un “operador” textual, que “traslada gran parte de su implicación orgánica y de su cognición flotante por entre el mundo de las cosas a la propia pantalla” (Escandell y Rodríguez de la Flor 2015: 21), siendo la pantalla a la vez lugar de lectura y de escritura (Cordón García y Gómez Díaz 2019). Hasta el punto de que, como apunta Don DeLillo en su última novela hasta la fecha, The Silence (2019), la metáfora más contundente de la muerte de la civilización sería la desaparición de todas las imágenes en todas las pantallas.
Sin embargo, como suele recordar el filósofo José Luis Molinuevo (2020), el tópico de la “saturación de imágenes” debe ser puesto en cuarentena intelectual, por cuanto tenemos las armas conceptuales para discriminarlas y el derecho a apagar las pantallas cuando queramos. Decir que no hay más que imágenes y que no podemos huir de ellas es una aporía, según Rancière, pues “ya no existe el otro de la imagen, la noción misma de imagen pierde su contenido, ya no hay imagen” (2011: 25). Por ese motivo, la crítica a la imagen que se recoge en este texto, motivada por las numerosas andanadas literarias iconoclastas citadas en él, no apunta tanto a la existencia de esas imágenes, sino a los modos excesivos en que los literatos las emplean para desactivarlas o denunciarlas. Molinuevo (2020) comenta el pensamiento de James Bridle, quien defiende la existencia de una “zona gris […] entre la sobreabundancia de las tecnologías y las teorías simples, a menudo paranoicas, sobre ellas”, y en este texto se analizará la influencia de las imágenes sobre la literatura hispánica del siglo XXI desde esa zona intermedia, crítica con su propia crítica.
La segunda causa probable de la nutrida literatura sobre la imagen, que primero vamos a taxonomizar, y luego ejemplificar en dos supuestos —uno concreto, una novela de Samanta Schweblin, y otro transversal, temático—, es desde luego la presencia interiorizada de la imagen dentro del imaginario de los narradores de las últimas décadas, que podríamos diferenciar en dos sectores; los que nacieron bajo el influjo de la televisión en los años 60-90, y los que nacieron bajo ese influjo completado por las pantallas digitales a partir de entonces. Los primeros eran “jóvenes que han crecido frente a las imágenes de la televisión, de la que extraen su lenguaje, su sensibilidad audiovisual y un horizonte de conocimientos y mitos compartidos” (Cattaneo 2017: 20), algo que sigue valiendo para la actualidad, si pensamos en la difusión internacional de las series creadas por plataformas como Netflix, HBO, Amazon Prime, Movistar+, etc. Los segundos, jóvenes según los parámetros actuales, comparten esos imaginarios —porque lo televisivo, como bien explica Prieto (2017: 197) y describe Scolari (2015), va más allá del televisor— y también los que proceden ya directamente de internet, los videojuegos y las redes sociales, a los que aquéllos han llegado ya “formateados” por la televisión. En cualquiera de los dos casos, la presencia continua de la imagen —en el marco superior del “giro icónico” global, que se da siempre “from words to images” (Mitchell 2015: 15)— y su influencia en la sensibilidad creadora —véase el autoanálisis de Jorge Carrión (2020: 65-66)—, es incontestable, lo que no significa que, como veremos, los autores no le hayan dado contestación y respuesta, muchas veces crítica.
Es el mundo intermedio
de las imágenes, el entendimiento frente
a la sensación.
Juan Carlos Elijas (2017: 30)
Esclarecer el contenido del término “imagen” y las diversas teorías al respecto obligaría a un escrito de mayor extensión que éste. A los efectos que nos interesan, puramente estético-literarios, definiremos el concepto “imagen en literatura” como la representación que, al ser captada por el ojo humano, transmite al cerebro entrenado un discurso artístico complejo en el que la visualidad desempeña un papel primordial, ya consista esa representación en un texto, ya carezca por completo de elementos verbales. La precisión de un “cerebro entrenado” o formado en una lectura de imágenes tiene sentido en tanto que, como demostrasen diversos estudios, como los de John Spink (1990), hay que entrenar a la mente en la lectura de imágenes, exactamente igual que hay que someterla a un proceso de enseñanza-aprendizaje de la lectoescritura para que sea capaz de leer y escribir textos. De este modo, tan dotado de imagen literaria está un texto puramente ecfrástico como lo están un poema digital o un caligrama.
Con el mismo ánimo clarificador, cuando nos refiramos al término “pantalla”, lo haremos en los términos clásicos de Lev Manovich: “definimos pantalla como una superficie rectangular que encuadra un mundo virtual y que existe en el mundo físico del espectador sin bloquear por completo su campo visual” (2006: 61). Por ese motivo, no nos referiremos a imágenes de Realidad Virtual, las cuales, en su modalidad de contemplación a través de un “visiocasco” inmersivo, sí bloquean por completo el campo visual observable.
La imagen suele funcionar en la literatura contemporánea de varias maneras, que ejemplificaremos en lo posible con muestras escritas originalmente en castellano:
En este tipo de acercamientos, la presencia de la imagen no se debe tanto a una relación intermedial entre el texto y un medio concreto (Gil González 2021: 282), sino a la mera descripción de las imágenes contempladas, dentro de la secular tradición ecfrástica cuyo origen suele vincularse al escudo de Aquiles en la Ilíada homérica (Lessing 1993: 113).
3.1.1. Como inspiradora, esto es, como suministradora de temas para escribir, a la luz de lo que se ha visto impreso sobre una superficie, o a través de una pantalla, o grabado a través de una cámara.
Damos por supuestas tantas cosas. La mañana del 15 de septiembre de 2014, habiendo desayunado y estando sentado a mi mesa de trabajo, el ruido de las obras de remodelación de la calle hizo que me olvidara de lo que en aquel momento estaba escribiendo y se cruzó en mi cabeza algo que el día anterior había visto en la televisión (2018: 11)
3.1.2. Como semillero temático, donde la proliferación actual de cámaras y pantallas ha creado una multitud casi ingobernable de asuntos. Aquí la casuística es tan numerosa que puede, a su vez, subdividirse en otros núcleos de irradiación semántica:
Se confiesa enamorado del medio televisivo, hasta el punto de anunciar [...] que no volverá a rodar ningún largometraje pudiendo concentrarse en los videoclips, género en el que, asegura, el realizador queda liberado de la tiranía de la trama, de la tiranía del diálogo y aun de la tiranía de la verosimilitud [...] la oportunidad de escapar a los rigores de un argumento y anudar significados como se anudan los rizomas (2014: 25).
También pueden hallarse rastros en Sueños digitales (2000: 51-52) de Edmundo Paz Soldán o en Aire nuestro (2009) de Manuel Vilas. Por supuesto, aquí se incluyen las denuncias de la publicidad, como las de Rosa Montero en Amado amo (1988: 185, ver Champuzzeau 2014), o las tempranas de Carmen Martín Gaite (1982), o la crítica de la manipulación informativa mediática, como en Lo real de Belén Gopegui (2001: 319).
Estudiaremos aquí una serie de estrategias donde el tratamiento de la imagen a través de lo meramente descriptivo es superado, ya sea estructural o epistemológicamente, mediante el uso de mediaciones o remediaciones (Bolter y Grusin 1996) que se integran de lleno en formas literarias de corte intermedial y/o transmedial (Sánchez-Mesa, 2017).
3.2.1. Como organizador estructural, al remediar, pangeicamente (Mora 2012a: 101) la estructura simulacral de un concreto medio de comunicación, de un dispositivo o de un contenido narrativo audiovisual.
3.2.2. Imagen como lenguaje: libros, poemas, relatos o literatura digital que incluyen imagen estática o dinámica en su interior, en forma de ilustración, composición, lista o interfaz (Calles 2019). Son las obras denominadas textovisuales (Mora 2012a, 2019), o intermediales (Gil González), si involucran dos o más medios; cuando reúnen ciertas características, son denominados transmediales (Sánchez-Mesa 2017), o transmedia (Scolari 2015; Mora 2012a). Aquí el ejemplo principal podrían ser las novelas gráficas, pero también numerosos textos donde se alternan la imagen y la palabra, en igualdad de importancia: pensemos en Mobile (2004) de Michel Butor; Como un libro cerrado (2005), de Paloma Díaz-Mas; El hacedor (de Borges) Remake (2011), de Agustín Fernández Mallo; Facsímil (2015), de Alejandro Zambra; Hermano de hielo (2016), de Alicia Kopf, o en los dos “fotocuentos” de Belén Gache incluidos en la antología de Gómez Trueba (2020: 215-232).
A continuación, y como habíamos adelantado, vamos a profundizar, para hacer mayor sentido, en dos casos concretos: una novela de Samanta Schweblin y un ejemplo temático, de corte transversal.
A veces pensaba en su habitación como una ventana panóptica de múltiples ojos alrededor del mundo.
S. Schweblin (2018: 97)
En una variante singular y perturbadora de la “nueva carne” planteada por David Cronenberg en su película de 1983 Videodrome (véase Jorge Fernández Gonzalo, Políticas de la nueva carne, 2016), la escritora argentina Samantha Schweblin publicó en 2018 su novela Kentukis, que merece un tratamiento singularizado por el acierto de su planteamiento y profundidad con la que observa y analiza las relaciones entre pantalla, cámara, psicología y cuerpo. En la clasificación antes expuesta, Kentukis estaría en el subapartado “Libros […] que escogen como asunto el objeto a través del cual nos llegan las imágenes”, dentro del apartado 3.1.2., “semillero temático”, de la tercera tipología funcional, “3.1. Formas ecfrásticas y discursivas”.
Según su argumento, en un planeta que podría ser este y un tiempo que podría ser el nuestro, comienzan a distribuirse por todo el mundo unos aparatos, denominados kentukis, que consisten en una especie de peluches animales algo contrahechos, simples, pero que incorporan cámaras en los ojos y pueden desplazarse sobre superficies lisas. Esos peluches-robots están conectados a una aplicación que alguien compra en otro país del mundo, app que establece una conexión anónima y aleatoria con cualquiera de los kentukis existentes y activados en ese momento. Uno de los elementos más interesantes es que sólo se puede establecer una conexión entre alguien que paga por el kentuki y alguien que, en otra parte, paga por la aplicación por utilizar ese concreto kentuki. Si el robot no se recarga a tiempo, la conexión desaparece; si el poseedor de la aplicación la desactiva, o el dueño del quien tuvo que lo desconecta, o lo despedaza, el vínculo contractual también se rompe. El término “contractual” es aquí pertinente, puesto que se trata de un negocio global y exitoso: alguien paga alrededor de 300 € por tener ese peluche que le vigila en su propia casa, y alguien paga otra gran cantidad de dinero por poder acceder, en principio de forma anónima, a las cámaras del peluche, y, mediante ellas, a la intimidad ajena. El esquema propuesto por Schweblin supone la alteración de una conexión común de Skype, y se acerca más a programas como Chatroulette, que contacta a personas de modo aleatorio, sin posibilidad de obtener de ellas más información que las que éstas quieran proporcionar. Eso sí, a diferencia de estas aplicaciones de comunicación por vídeo, mediante el kentuki una de las personas sólo tiene cámara y otra sólo tiene pantalla, lo cual establece un tipo de conexión cargada de numerosas irisaciones psicológicas, que la autora va diseccionando con su implacable bisturí literario a lo largo de numerosas escenas fragmentarias, cuyos personajes centrales se repiten sólo en cinco ocasiones (Grigor, Enzo, Marvin, Emilia y Alina). En otros casos, no por casualidad los más brutales y desasosegantes, asistimos a las duras experiencias que tienen algunos compradores con su kentuki, de los que obtienen amenazas, chantajes o agresiones.
En la novela de Schweblin la idea de que la relación cámara-pantalla impone un correlato de dominación y control es omnipresente. Se establece con explícita claridad que quien tiene un kentuki en su casa es un “amo”, y que es un “ser” —es decir, que es— quien controla a distancia el kentuki desde un dispositivo. Sin embargo, no pocas veces advertimos que la relación se invierte, que quien ve y monitoriza es quien tiene el control, algo evidente —o e-vidente, visible desde la distancia digital— en el fragmento de apertura del libro, y que el dominado o controlado es quien tiene el peluche en casa, a pesar de sentirse amo del juguete. Marvin, el niño guatemalteco, es claramente consciente de su “libertad” al dirigir el kentuki ubicado en Noruega, experiencia que le parece más interesante que la de tener un peluche electrónico en su casa (2018: 134). Lo mismo le sucede a Emilia, la peruana, que al principio prefiere “ser” y vigilar las andanzas de la exhibicionista alemana Eva que tener a un kentuki correteando por la casa e invadiendo su intimidad, aunque al final acepta el regalo de un kentuki, realizado por una amiga, convirtiéndose en la única persona de la novela que experimenta la experiencia de controlar y ser controlada al mismo tiempo.
La interfaz del kentuki, inteligentemente planteada por Schweblin, oscila entre la “sinceridad” máxima del amo, constantemente monitorizado en su intimidad sin posibilidad de fabular su vida, y la anonimia avatárica (Escandell 2014) del ser, que sólo es para él, pero que no existe de manera veraz e indubitable para el amo del kentuki, en el sentido de que su peluche por estar controlado, literalmente, por cualquiera, por cualquier ser humano. Esta tensión no pasa desapercibida para alguno de los personajes:
El kentuki podía no contestar, o podían mentirle. Decir que era una colegiala filipina y ser un petrolero iraní. Podía, en una casualidad insólita, ser alguien que ya conociera y no sincerarse nunca. En cambio ella debía mostrarle su vida entera y transparente, tan disponible como lo había estado para ese pobre canario de su adolescencia que se había muerto mirándola, colgando de su jaula en el centro de la habitación. (2018: 28)
Obsérvese la asociación que hace el personaje con un cuerpo, animal —todos los kentukis, recordemos, representan a diversos animales— y muerto. Porque uno de los aspectos más interesantes de esta novela, a la que no les faltan dimensiones sugestivas, es la conversión de los peluches mecánicos en cuerpo, en trasuntos literales de las personas que los controlan, personificación que produce consecuencias esperables, como ofenderse “por el desaire de un aparato de treinta centímetros” (2018: 116), o como el hecho de que, al desactivarse o estropearse los kentukis, los dueños los entierran (2018: 53), en vez de tirarlos a la basura. Pero también se convierten, mediante esa encarnación de lo tecnológico en cuerpo atávico o libidinoso, en agentes de comportamientos impulsivos: por ejemplo, hay kentukis que ejercen la violencia, incluso contra niños, y otros la sufren, como la mutilación de las alas de un kentuki cuervo por Alina (2018: 153). Otros sólo quieren dejar su marca física en otra parte del mundo, como Marvin, que quiere dejar su huella en la nieve (2018: 63), nieve que nunca ha podido ver en Antigua, Guatemala. El resultado es que un kentuki encarna corporal y psicológicamente la cámara y la pantalla, al unir los dos polos de la comunicación a distancia, por lo que se llega a una reflexión de notable calado sobre conceptos como un el control, la dimensión panóptica, el voyeurismo, el exhibicionismo —en un texto aún inédito, Teresa López Pellisa conecta Kentukis con la intimidad espectacular de Paula Sibilia (2008)—, la sensación de impunidad producida por la tecnología telemática, la pulsión justiciera y también, en mucho menor grado, sobre aspectos positivos del ser humano como la bondad, el cuidado (2018: 154), el acompañamiento en la soledad y la protección de los niños.
Una forma de imagen televisiva usualmente sometida a crítica por la narrativa contemporánea es el formato de los concursos; la razón puede hallarse, posiblemente, en la unión que se produce en estos certámenes entre el discurso del espectáculo elevado a su máxima potencia, y la idea falaz de la participación de ciudadanos anónimos en una estructura amañada o torturante que posibilita el “logro” de sus sueños —dentro de un orden prefigurado, claro—. Los elevados índices de audiencia, la popularidad de alguno de estos concursos y su enraizamiento en el imaginario del triunfo social a baja escala son detectados por los escritores como epítome o símbolo de fructíferas posibilidades literarias, y también para reiterar con Mary Cuesta una crítica más que necesaria a la existencia de alguno de estos programas: “que el humano tenga inscritas en sí mismo pulsiones miserables no justifica que la cultura dominante las alimente” (Cuesta 2015: 50).
En la literatura hispánica[3] contamos con varios ejemplos, casi todos ellos caracterizados por dos factores: el primero es la visión de los concursos televisivos desde un punto de vista crítico[4]; el segundo es el habitual uso de la imaginación para fantasear con la asistencia de concursos que llevan al extremo —incluso esperpéntico— las posibilidades apuntadas en los certámenes ya existentes.
Antes de entrar en los textos publicados en el presente siglo, habría que hacer constar algunos antecedentes: en 1981, Domingo Santos publicó, dentro de su colección Futuro imperfecto un relato titulado “El programa”, que, según Fernando Á. Moreno Serrano, “adelanta las consecuencias de la violencia audiovisual presentando una sociedad en que la atención mundial se centra en la retransmisión televisiva de asesinatos en directo” (2018: 161). Juan Bonilla, en “La ruleta rusa” (de El arte del yo-yo, 1996) plantea un relato hipertelevisivo (Gómez Trueba 2020: 12), donde el concurso lleva el macabro juego de su título hasta las últimas consecuencias. Mircea Cărtărescu había publicado en 1993 su relato “El ruletista”, que fue prohibido en Rumanía, sobre una idea parecida a la de Bonilla, pero no se trataba de un relato televisivo, y además estuvo inédito en español hasta su traducción en 2011 a cargo de Marian Ochoa de Eribe, para la editorial Impedimenta.
Ya dentro del período en estudio, el narrador Ángel Vallecillo, en su novela Colapsos (2005), idea un concurso titulado Pasen y maten, que desarrolla justo la barbaridad que describe. En términos baudrillardianos, Carmen Morán explica este concurso delirante creado por Vallecillo:
[…] es un concurso que elimina gente: no solo porque la competición consista en matar, sino porque su puesta en escena ha alcanzado el ideal de hacer desaparecer al público de carne y hueso y sustituirlo por espectadores virtuales, que dan mejor en pantalla y resultan, a buen seguro, más auténticos. El paso siguiente que se adivina es sustituir por entes virtuales también a los concursantes, a las víctimas y al presentador. Y el cenit absoluto sería sustituir al espectador, aunque, a todos los efectos, esa sustitución ya está en marcha: la distancia entre lo representado y lo real ya no existe. (2012: 103)
Elia Barceló critica en su relato “Noche de sábado” (incluido en Futuros peligrosos, 2008), los programas reality extremos, a partir del espinoso tema de la inmigración. Óscar Gual, en Fabulosos monos marinos (2010: 103ss) desarrolla el programa de la NBC Identity, que apenas tuvo dos temporadas en Estados Unidos (2007-2009) y que luego llegó a España. El relato de Gual es completamente surreal y crítico, y podría incluirse, junto al de Vallecillo, dentro de lo que Julio Prieto (2017: 202) califica como “realismo delirante” a partir del argentino Alberto Laiseca. Por su parte, Rodrigo Fresán imagina en La parte inventada (2014) un programa llamado La vida sin nosotros, configurado como “la hipótesis de lo que le sucederá a nuestro planeta una vez que nosotros, de golpe y sin aviso, hayamos desaparecido sin dejar rastro ni cuerpo ni ruinas humeantes” (2014: 382). Por último, puede citarse también el vigoroso poema de José Luis Rey, “El concursante”, que imagina un talent show construido como alegoría vital, que también tiene puntuales toques oníricos: uno de los concursantes, por ejemplo, tiene la capacidad de convertir sus recuerdos en los recuerdos reales de todos los espectadores. La habilidad de otro “consistía en dibujar los idiomas. / Nuestras ropas, nuestro pelo, nuestras manos cambiaban de / color a medida que él iba hablando” (Rey 2009: 186). El poema parece apuntar a la idea de la imaginación como una de las habilidades más pertinentes para la supervivencia ética en una existencia caracterizada por la competición social despiadada.
La tendencia en estos ejemplos hispánicos a una desconexión radical de la lógica cotidiana, mediante la exageración, la violencia enajenada, el onirismo y el delirio de las narraciones televisivas, parecer dar la razón a Jesús Martín-Barbero y Germán (1999) cuando exponían su idea del desorden cognitivo que produce la televisión, al alterar nuestra concepción del tiempo, del espacio y de lo nacional, produciendo una suerte de “desorden cultural” (1999: 22) que genera todo tipo de disonancias. Al menos en estos ejemplos narrativos sí parece producirlas.
Rechacé el televisor, renunciamos. No quisimos ser atrapados por su tendencia y su flujo.
Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca (2012: 111)
En resumen, la literatura hispánica del siglo XXI está profundamente afectada por la imagen, sobre todo, pero no sólo, por la imagen dinámica procedente de pantallas relacionadas con el espectáculo o el control a distancia. Como decía tempranamente Rafael Courtoisie, “el constante percutir de ficciones audiovisuales, cinematográficas, televisivas, ha terminado por alterar la disposición perceptiva del lector”, y no sólo la del lector: “El discurso narrativo es tributario a inicios del tercer milenio de la serie, de la telecomedia, del culebrón” (Courtoisie 2002: 69-70), de las pantallas, de las imágenes digitales, de la visualidad en red (Prieto 2017: 197). Conscientes o más bien hiperconscientes de ello, los escritores han sometido esas imágenes a un donoso escrutinio, sin ahorrar crítica ni múltiples y a veces contradictorias perspectivas de observación, en las que repulsa y fascinación pueden preñar el discurso a partes iguales. Y esa influencia mediática puede tener muy distintos tipos de funciones, que hemos intentado desglosar sin vocación agotadora ni exhaustiva, aunque procurando arrojar algunas luces sobre la variedad formal, estructural y temática de posiciones críticas con el relato de los medios.
A la vista de todo lo anterior, sería preciso ahondar en esa ambigüedad característica de algunas de estas reflexiones literarias sobre la imagen en pantalla, que a veces incluyen la crítica, y, a veces, la crítica de la crítica, según apuntábamos al principio. Por un lado, la narradora Pilar Fraile se pregunta, en la senda de Debord, si el espectáculo no se habrá “convertido en el corazón irreal de la sociedad real” (2020: 12). Y el tono delirante u onírico de los textos sobre concursos citados en la parte final parece remitir a un sentido de sobra excedido por la ironía extremada, en la órbita, como recuerda Teresa Gómez Trueba, de la “estética del límite sobrepasado” de Paul Ardenne (2006). Un exceso para criticar un exceso[5] de por sí estructural, donde las pulsiones son llevadas al límite. Sin embargo, apunta Gómez Trueba, “haríamos una lectura harto superficial” de los relatos que incluye en su antología “si sólo advertiremos en ellos la denuncia de una cultura degradada, reducida al show comercial, vacía y falsa”, puesto que la autora cree “percibir también una suerte de deleite estético en la copia, en la réplica audiovisual del mundo” (2020: 31), que acompaña de forma indisoluble a la previsible denuncia del simulacro generalizado.
Porque si en muchos de estos textos se critican la vigilancia, la humillación social del autosometido a concursos o la pulsión escópica, podemos encontrar otros, como la novela de Germán Sierra Intente usar otras palabras, en la que se produce la inversión del miedo a ser mirado y se habla sin ambages de “panoptofilia” (Sierra 2009: 145), o placer de ser observado, que desde luego no parece ajeno al comportamiento de los miles de millones de personas que en todo el planeta utilizan redes sociales —“todos quieren permanecer en pantalla”, decía ya irónicamente Mercedes Soriano (1989: 71) en la penúltima década del XX—. Lo que demuestra que la existencia de la imagen es lo único innegable, siendo más difícil buscar leyes generales en cuanto a su lectura sociológica o crítica, aunque desde luego esta no escasea.
Los textos literarios en español del siglo XXI exploran esa contigüidad, esta ambivalencia, esa doble manera de mirar el mundo y de mirarnos a nosotros mismos a través de una cámara y sobre la superficie de una pantalla. Son obras que recuerdan lo juicioso de ser críticos, o irónicos, pero no olvidan tampoco que la tecnología no es algo ajeno a lo humano, sino parte sustancial de nuestra naturaleza, y parecen recordarnos que, si utilizamos esas cámaras y esas pantallas de modo continuo, es porque cubren de una manera quizá no demasiado estudiada nuestra función comunicativa, nuestra manera de relacionarnos los unos con los otros y a cada uno consigo mismo a través de la imagen.
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[*] Este artículo pertenece al Proyecto “Fractales. estrategias para la fragmentación en la narrativa española del siglo xxi (FRACTALES)” (PID2019-104215GB-I00) de la Universidad de Valladolid. IP: Teresa Gómez Trueba y Carmen Morán Rodríguez.
[1] “Imágenes, millones de imágenes, de eso me alimento”; William Burroughs, Nova Express (1983: 48).
[2] “Benavent, una influencer (@BetaCoqueta) que dice inspirarse en la cantante Dua Lipa y en la instagramer Mery Turiel, y cuya obra, ‘escrita como una teleserie’, ha sido adaptada ya por Netflix”, anota Josep Massot (2020).
[3] Al ser la televisión un producto tecnológico estadounidense, es natural que alguna de sus primeras recreaciones cuestionadoras provengan de ese país; por ejemplo, Stephen King, bajo el seudónimo de Richard Bachman, imaginó en The Running Man (1962, editada en España como La larga marcha) un programa en directo donde los participantes en una carrera fatal iban falleciendo uno por uno, siendo el ganador del concurso el último superviviente —el argumento adaptado se vería años después en la película Running Man (1987, dir. Paul Michael Glaser)—. David Foster Wallace imaginó durante su periodo universitario una historia basada en otro concurso: “En la narración de Wallace, Dios conducía un juego existencial donde los participantes eran sometidos a preguntas paradójicas o imposibles. Dios empuñaba el pulsador y nadie podía dejar de jugar” (Max 2012, p. 23).
[4] Citamos un par de ejemplos, entre los muchos posibles: uno de Alejandro Zambra en La vida privada de los árboles: “Pero no es éste uno de esos programas de concursos donde hay que disfrazarse de mendigo y sobrevivir al desprecio de los demás” (2007: 75). Otro de José María Pérez Álvarez en Cabo de Hornos: “Luego lo imaginaba arrellanado en el sofá, delante de la tele. Ve el telediario: con sobresalto, asiste a las novedades bélicas, a los descubrimientos científicos, a las maniobras políticas, a las veleidades deportivas, a las previsiones meteorológicas; poco a poco se adormece porque no le interesan las telenovelas absurdas ni los programas oligofrénicos ni los concursos donde preguntan a los participantes por la capital de Moldavia” (2006: 35).
[5] Un transparente ejemplo de esa ironía del exceso viene constituido por las “Diez razones para ver TV en lugar de leer un libro”, de Javier Fernández (en Gómez Trueba 2020: 109-112).