Recibido: 21-11-2020
Aceptado: 01-03-2021
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2021.v35.i02.06
Resumen
La noción de transmedialidad se ha asociado de forma casi indisoluble a diferentes espacios para cada medio integrado en una obra. A través del análisis de Tatuaje (2014) proponemos que esto no solo es necesario ni excluyente, sino que supone una modificación de los parámetros circundantes a esa noción de transmedialidad, pues cambia aspectos como el tipo de interacción que requiere y la relevancia de los rasgos fragmentarios inherentes a los saltos mediáticos. Según exponemos, esto es posible por el aspecto textovisual de la escritura digital y la flexibilidad formal de la web, alcanzando mayor hibridación y una potente simbiosis mediática, aunque esto resulta en detrimento de la explotación completa de cada medio por la necesaria armonización que impone su aglutinamiento en un lienzo unificado.
Palabras clave: transmedia, literatura digital, fragmentarismo, interacción, Tatuaje.
Abstract
The notion of transmediality has been almost indissolubly associated with different media spaces for each medium integrated in a work. Through the analysis of Tatuaje (2014), the article proposes that this is not only necessary or exclusive, but also implies a modification of the parameters surrounding this notion of transmediality, since it changes aspects such as the type of interaction required and the relevance of the fragmentary traits inherent to the media leaps. As the article exposes, this is possible due to the text-visual aspect of digital writing and the formal flexibility of the Web, achieving greater hybridization and a powerful media symbiosis, although this results in the detriment of the full exploitation of each medium due to the necessary harmonization imposed by its agglutination on a unified canvas.
Keywords: transmedia, electronic literature, fragmentarism, interactivity, Tatuaje.
Si establecemos el mínimo común denominador de toda forma de literatura digital, debemos admitir que el componente compartido, en toda circunstancia, por esta forma de expresión literaria es el papel mediador de la tecnología informática en un modo u otro. Es decir, sin un proceso creativo que se haya sustentado de algún modo en el aprovechamiento de los recursos del diseño informático para conceptualizar una experiencia receptora que combina lo literario —o, si tanto queremos, lo verbal— con un componente esencialmente vinculado a alguna forma de software resulta del todo imposible hablar de una literatura digital. Esta categorización resulta en apariencia innecesaria, pero debemos darnos cuenta de que la clave definitoria se centra en el proceso creativo y desde este punto de vista se omite en principio los requisitos de recepción. En sentido estricto, podemos encontrar todavía un debate sobre los límites de la digitalidad literaria en la medida en que se pone en crisis la relevancia del papel receptor. Pese a estos puntos de vista, lo cierto es que debemos tener en cuenta que la escritura literaria es hoy en día un proceso necesariamente mediado por el mundo informático: el más renuente de los poetas a abandonar la estilográfica y el cuaderno verá su obra pasada por el programa de maquetación antes de llegar a la imprenta. Luego esa maquinalidad de la escritura está presente incluso en el libro más ludita que podamos encontrar en el catálogo vigente de las editoriales comerciales.[1] Así pues, la categorización de grados de digitalidad que propuso Lucía Megías (2012) resulta claramente procedente para marcar las diferencias entre los textos del mundo digital no solo por su origen, sino por su tratamiento durante el proceso de presentación y difusión ante la comunidad receptora.
Para la cultura textovisual, esta distinción es también necesaria para abordar la combinación de elementos visuales con los textuales en dos frentes diferentes: por un lado, el de la página impresa tradicional (o, en definitiva, cualquier otro soporte marcado por su fisicidad) frente a la mutabilidad de la pantalla como rasgo fundamental del dispositivo electrónico mediador. La textovisualidad, si bien ha estado presente desde las formas más arcanas de preservación textual, y en nuestra propia cultura contamos con un legado de enorme riqueza con caligramas, las ilustraciones en nuestros códices medievales (desde sencillas letras capitulares hasta la más compleja imaginería), ha sido despreciada por una parte importante del modelo industrial de producción libresca digital: los lectores electrónicos han estado siempre poco dotados para la presentación, edición y manipulación de todo aquello que no sea texto de un extremo a otro de la página virtual que conceptualiza su formato como traslación esqueuomorfista del rectángulo estereotipado del libro.[2] Esto se evidencia en la dificultad para conseguir representar con satisfacción en dispositivos como el célebre Kindle incluso los más sencillos caligramas salvo si se recurre a imágenes digitalizadas u otros recursos que nos privan de las ventajas del formato, como cambiar el tamaño de la letra, seleccionar texto y varias más.[3]
En definitiva, la relación entre los dispositivos electrónicos y la textovisualidad no resulta anómala y ha sabido ser aprovechada en casos donde el esfuerzo técnico se veía respaldado por un modelo de negocio confiable. Fuera de este espacio, nos encontramos en áreas de experimentación que resultan por su propia naturaleza interesantes y atractivas, pero muy lejos de las esferas de interés de las empresas del espacio tecnológico. Si bien podemos atribuir esta situación a una limitada capacidad de intercambio entre las esferas de las TIC y las de las Humanidades, lo cierto es que son varios los autores que han encontrado la forma de ofrecer experiencias textovisuales complejas, tanto a través de estrategias de diseño y conceptualización en solitario como a través de equipos de trabajo interdisciplinares. En este sentido, Mora (2015a) ha establecido una interesante diferenciación aplicada en su origen al espacio de la transmedialidad, marcado en sí mismo también por las complejidades formales: la creación gestionada por el autor que es émulo del hombre-orquesta y asume todas las disciplinas y funciones necesarias para la creación y diseño de una obra de tal magnitud, o la de un autor que ejerce como director de orquesta, donde un equipo especializado en las diferentes áreas crea la obra siguiendo una batuta.[4] Esta segunda opción está marcada por producciones de alto presupuesto que asociamos con compañías de cierta entidad o bien grandes proyectos artísticos que también requieren una fuerte inversión y, por tanto, si bien tienen un mayor calado por la visibilidad que pueden lograr no suponen necesariamente el modelo general de actuación en este ámbito.
Sea como fuere, la creación transmedia y la textovisual tienen zonas de contacto que son más que evidentes, pues ambas corrientes conllevan necesariamente la combinación de diferentes medios narrativos para construir una historia o experiencia. La transmedialidad implica que el receptor salte de un espacio mediático a otro (por ejemplo, del cine al cómic, del cómic a la novela, de la novela al videojuego),[5] mientras que la textovisualidad en sentido estricto implica la combinación del aspecto textual con un componente marcado por el lenguaje (audio)visual sin que se precise saltar de un medio a otro para construir una experiencia concreta, lo que implica, por tanto, un grado necesario de plurimedialidad.[6] En estas páginas, nuestro objetivo pasa por centrarnos en las obras unificadas que responden a este modelo, en la medida en que se presentan ante el receptor como una única pieza de software o, si queremos, una única web o cualquier otro espacio «contenedor» para el dispositivo (o dispositivos) para el que se haya diseñado la experiencia de uso y lectura.
Los modelos de experiencias plurimediales digitales han dejado atrás la combinación de múltiples soportes que fue dominante hasta bien entrada la década de los años 90 y, de hecho, quizá incluso hasta los primeros compases del siglo xxi. Si nos alejamos del mundo de la creación artística y nos centramos en un modelo tan anodino como el de los cursos de idiomas por fascículos, vemos cómo es en el cambio de siglo cuando se produce un cambio paradigmático esencial.[7] En esos años es cuando se abandona el modelo de libreto impreso y CD-ROM o DVD multimedia (que ya habían tomado el relevo al CD de audio, la cinta VHS y la casete) para apostar por DVD completamente autocontenidos y, poco después, formatos de aprendizaje integrales en la web bajo diferentes modelos de suscripción.
De la misma manera, la transmedialidad ha apostado por este tipo de aglutinación en diversas obras que han sido destacadas internacionalmente, como en el caso de Tatuaje, de Rodolfo J.M. et al. (2014).[8] El autor, que ha publicado varios libros de cuentos en México, lidera en esta ocasión una producción transmedia que, por su conceptualización en la red, él ha etiquetado en múltiples ocasiones como hipermedia al poner el énfasis en la relación interactiva (esto es, hipermedial)[9] con el receptor por encima de la pluralidad mediática que la caracteriza: incluye textos en forma de blog y notas, mapas, mensajes de voz en el contestador automático, vídeo, etc., diferentes medios que se integran en una plataforma única (la web de la obra) para que el usuario interaccione con las funciones integradas libremente recorriendo de forma no secuenciada ni lineal los contenidos diversos y desentrañar así el enigma que esconde lo que, en última instancia, es una obra breve de misterio de tipo policíaco.[10] Posteriormente la obra fue adaptada a formato estrictamente literario (2015) en lo que supuso una adaptación de la pieza digital original, esto es, un cambio mediático en el que se vertía en el nuevo espacio la obra original con los cambios necesarios para responder a las necesidades del nuevo formato, en este caso de índole libresca, bajo la forma de una novela corta.
Para la creación del formato originario, expone el propio Rodolfo J.M. que:
Para su desarrollo se formó un laboratorio con personas de oficios y quehaceres distintos: un escritor, un diseñador web, un ilustrador, un programador y un par de editoras. La historia, hay que decirlo, se reescribió tres veces, cada una de ellas producto de las observaciones que surgieron durante las reuniones de trabajo del equipo (J.M. 2015).
Con todo, lo cierto es que, desde su punto de vista, esta adaptación es lo que hace realmente transmedial el proyecto:[11]
Muy pronto reflexionamos en torno a la pertinencia de expandir nuestro proyecto y volverlo, además, transmedial; usar otro formato y sus posib[i]lidades para ofrecer un libro que contiene el texto primario y una documentación del proceso de trabajo para la creación de la pieza (J.M. 2015).
Desde su punto de vista, esta adaptación es lo que hace realmente transmedial el proyecto, pero el análisis comparativo evidencia que es, como señalábamos, una adaptación o trasvase de un espacio narrativo a otro, con los cambios que eso conlleva. En el caso de esta adaptación, además, la textovisualidad queda relegada a un paratexto que, como explica el autor, explica al nuevo lector el proceso creativo de la obra original con diferentes diagramas e ilustraciones complementarias.
La relación textovisual está presente, por supuesto, en textos tradicionales. Como señaló Morán, «la relación iconotextual funciona en ocasiones con una única imagen y el correspondiente texto, rebasando la écfrasis [...] para formar un “texto” nuevo, simultáneamente verbal y visual, cuyo significado se transmite sintéticamente en ambos códigos» (2018: 26). Si bien lo cierto es que no todos los textos alcanzan este tipo de simbiosis tan puramente mutualista, en muchos de ellos sí se aprecia clara interdependencia entre ambos elementos, lo que sucede incluso en espacios de la web poco capacitados —o, al menos, severamente limitados— en principio para este tipo de relaciones mediáticas (Escandell 2019).
En el caso de la obra de Rodolfo J.M., su publicación bajo el paraguas del Centro de Cultura Digital de México a través de su editorial —tanto en el caso de la obra digital originaria como su posterior adaptación en formato puramente escritural— ha garantizado una apuesta por la experimentación, sobre todo porque estamos ante una de las piezas inaugurales de la organización (Ortega 2020: 166). Potenciar este tipo de obras novedosas era uno de los pilares esenciales sobre los que se sustentó la fundación del Centro de Cultura Digital y esta obra fue, sin duda una de las que ayudó a defender su vocación. En ese sentido, la construcción de un equipo interdisciplinar con múltiples técnicos permitió dar forma a una web con una interfaz bien diseñada y algunos esquemas de diseño de fácil accesibilidad por su filosofía esqueuomorfista, reflejada por ejemplo en diversos iconos que conducen a funciones como escuchar las grabaciones en audio que, en forma de mensajes en un contestador, son accesibles para el usuario. De la misma manera, se trasciende ese enfoque esqueuomorfista para imitar interfaces de servicios digitales, como los mapas de Google o un cliente de correo electrónico. Esta combinación de interfaces integradas en un único contenedor global en forma de web permite a la obra mexicana consolidar su textovisualidad y el fuerte componente transmedia sin forzar el salto a otros espacios de la web, o cambiar de dispositivo: la totalidad de la obra se recibe en ese espacio web.
Lo que nos ofrece una obra como Tatuaje es un espacio cohesionado que muestra el poder del dispositivo o el mediador sobre el que se ejecuta la interfaz (en este caso, el navegador para un ordenador) y su potencial creativo frente al paradigma rígido y limitado que representan los otros modelos electrónicos que exponíamos previamente, como el lector electrónico. Esta capacidad multimedia, que sí encontramos en tabletas, móviles u ordenadores, se ve a veces lastrada por los propios límites que se imponen los creadores sin motivaciones claras: la edición en formato electrónico del libro de Juan Gómez Jurado La leyenda del ladrón (2012) en iPad, realizada por Planeta, contaba con la opción de completar la historia del libro con pequeños vídeos informativos, de corte divulgativo, pero con contenido histórico que podemos considerar riguroso. En la edición impresa estos vídeos se accedían mediante un código AR que debía escanearse con el móvil.[12] Al hacerlo, nos cargaba desde un servidor remoto el vídeo en cuestión. En la edición en formato digital, se optó por incluir también esos códigos, lo que daba lugar a una situación ridícula que evidencia la falta de visión de la editorial: un lector debía buscar un segundo dispositivo con cámara, enfocar el código AR con el segundo dispositivo, y ver el vídeo en este, pese a que contaba desde el principio con una tableta con la potencia y características necesarias para ofrecer una experiencia de visionado superior. La nula capacidad para conceptualizar la más mínima interacción hipermedia y la ausencia de toda noción transmedial o plurimedial supuso un lastre.
Por tanto, y como sucede en cualquier otro espacio de la realidad, incluso cuando tenemos las herramientas y recursos para trascender las limitaciones, las mentalidades —a veces empresariales, a veces personales— suponen un obstáculo mayor que otros parámetros que puedan ser considerados para hacer realidad obras mediáticamente complejas. Sin duda, no podemos atribuir las diferencias conceptuales en la exploración e integración de medios entre estas obras a una considerable diferencia temporal, pues las separan un par de años. Los dos factores esenciales son la concepción original (Juan Gómez Jurado plantea una novela; Rodolfo J.M. concibe una obra interactiva) y la destreza técnica a la hora de integrar los componentes. Entre estos dos factores, no podemos atribuir a la intención autoral de Gómez Jurado los defectos técnicos y formales de la integración de contenidos de realidad aumentada, pues el mercado está repleto de obras de todo tipo que han tenido en la intermedialidad una motivación a posteriori. Poca duda cabe de que, en este caso, la limitada experiencia de la editorial (más allá de todo el potencial económico que se puede atribuir a una multinacional de esas características), y posiblemente el limitado interés en ofrecer una experiencia compleja que podría alienar al público potencial de una novela de consumo, o best-seller.[13]
Una de las consecuencias de la conceptualización transmedia a través de múltiples dispositivos es que se potencia el fragmentarismo de la obra. El germen del fragmentarismo transmedia está en la propia raíz combinatoria del texto literario y forma parte natural de muchas escrituras de la red. Si eso es posible es porque ya en el siglo XVIII la narración del patchwork aglutinaba toda suerte de textos fragmentarios, en cuanto provenientes de múltiples géneros: cartas, recetas, romances de diferente índole, etc., y una voz narradora que se erigía como hilandera de todos esos fragmentos, dando sentido a esa metáfora de la costura (Borham 2018: 408-409).
Si somos justos, pese a esa gran tradición del fragmentarismo y de trabajar sobre el legado de otros, no deberíamos restar relevancia a las aportaciones de la literatura contemporánea en su progreso sobre la estética de lo fragmentario. Ahora ya centrados en descomponer la obra, no en componerla a partir de retazos de otras. Entre otras cosas, se ha producido una destacada reflexión metaliteraria sobre lo que implica lo fragmentario. Para Vicente Luis Mora el fragmento, en el ámbito de la creatividad artística, es «aquella mónada narrativa que, sin dejar de tener cierto o completo sentido por sí misma, vincula su autonomía al encaje discursivo en una estructura narratológica más amplia, ya sea sintáctica, semántica o simbólicamente» (2015c, n.p.). Pese a ello, lo cierto es que existe un aspecto que debe dirimirse antes, como ya planteó Talens (2000): no es lo mismo lo fragmentado y lo fragmentario. Si bien el fragmentarismo puede acoger en su seno ambas orientaciones, sí resulta claro que estamos ante dos caras de una misma moneda. Por tanto, seguiremos aquí la diferenciación de Talens, que muchos estudios han defendido también desde entonces, aunque focalizando nuestra atención en un rasgo esencial de especial relevancia para nosotros: lo fragmentado es aquello que pierde significado en su ruptura; lo fragmentario es aquello que no tiene un centro de significado. La consecuencia es que solo lo segundo funciona auténticamente en una autonomía plena pues no es fruto del caos producido al tirar un jarrón al suelo, sino más bien de una simulación ordenada de ese mismo caos a partir de piezas, sin que hubiera un jarrón íntegro en su origen. Esto conlleva que las piezas de lo fragmentario no tienen necesariamente relación alguna con las demás partes: he ahí lo que Shattuck (1984) calificó como un fragmento absoluto, frente a los implicados, es decir, aquellos que precisan de ese vínculo con las demás partes para construir una idea. En su taxonomía debía darse también un tercer tipo que permitirá incluir aquellos textos fragmentarios que no encajan definitivamente en ninguno de esos momentos; lo que él calificó como ambigüedad. Luego lo fragmentario y lo fragmentado son también clasificables por su relación con el resto de las partes como vínculo necesario, complementario o incluso ambivalente.
El mundo digital ha potenciado el fragmentarismo, algo que se ha ido produciendo también de forma creciente en los planteamientos creativos transmediales. No en vano, una de las circunstancias definidoras de lo transmedia es el salto mediático para la obra, lo que resulta necesariamente en una fragmentación de esta y se pone en el receptor la responsabilidad (o voluntad, según queramos verlo) de recomponer su unicidad narrativa e incluso cosmopoiética, como mínimo hasta el grado suficiente en el que se sienta satisfecho como lector, espectador y usuario. Por su parte, los textos en la red han ido definiéndose progresivamente por su carácter atomista, incluso en narraciones de cierta extensión.
Incluso hay una cuestión que va más allá: este plano digital supone dejar atrás, o relevar al menos a papeles muy secundarios, el soporte material tal y como se ha concebido tradicionalmente. Nicholas Negroponte señalaba este cambio de paradigma al hablar del paso de átomos a bytes como resultado del predominio —entonces todavía incipiente, pero ya decidido— de la digitalización (1995: 27). Sin embargo, lo cierto es que la fragmentarización no es específica del medio electrónico, ni mucho menos, y forma parte del decálogo de características definitorias de la más reciente y actual literatura, al menos entre la escrita en nuestra lengua, que identifica Francisca Noguerol: desdibujado de la frontera entre realidad y ficción, simbiosis entre teoría y ficción, velocidad y aceleración de la narración, propensión a la fractalidad, relevancia de la visualidad, asunción de la intertextualidad, avatarización y nomadismo, otredad espacial, asunción de tiempos ajenos, y carga tragicómica o satírica (2013: 21-22). Por tanto, no estamos ante un fenómeno restringido a las circunstancias creativas de la red, sino universal y coetáneo, que el espacio de la virtualidad ha potenciado todavía más por la influencia de diferentes aspectos concretos haciendo que este sea un rasgo incluso más dominante.
El componente aglutinador de la obra de Rodolfo J.M. al accederse de forma integradora desde la web unificada consigue que el nivel de fragmentarismo derivado de la propia combinación de múltiples medios quede neutralizado. Uno de los riesgos en el proceso de recepción de una obra de estas características reside en que cada salto que se le exige al receptor es un paso en el que se redefine la relación con la obra y se multiplican, con ello, las posibilidades de que se pierda el interés, atención o voluntad de continuar por parte del receptor. Y es que, sin duda, el compromiso con la obra del receptor —algo que resulta siempre de importancia capital, por supuesto— necesita ser mucho más intenso en el momento en el que se multiplican las exigencias para continuar avanzando en la historia.
La transmedialidad se sustenta en el salto mediático sin romper el hilo de la narración, pero este hecho supone una necesaria fragmentación de la obra y del proceso de recepción. Como se ha señalado en el epígrafe precedente, esto conlleva dificultades inherentes y supone para los productores de las obras que optan por esta estructura el riesgo de perder en cada salto a una parte del público. Frente a ello, resulta claro que se multiplican los puntos de entrada, por lo que puede haber implicaciones estrictamente comerciales o de alcance de la obra que deberían considerarse. En todo caso, esta sería una cuestión propia de los expertos en mercadotecnia que no pretendemos entrar a juzgar en estas páginas.
A través de Tatuaje se evidencia la misma capacidad de combinación mediática que se señala en las obras señaladas de forma recurrente como parangón del modelo transmediático, pero la unicidad que se logra es decididamente superior gracias al aprovechamiento de las posibilidades innatas de los estándares de la web. Pensamos en los ejemplos canónicos recurrentes más citados y que, a su vez, responden estrictamente al modelo transmediático de Jenkins sin ambigüedad con la intermedialidad, como por ejemplo toda la saga The Matrix[14]. Debemos tener en consideración, por tanto, que este formato unitario permite transmedialidad sin salto y eso restringe el enfoque fragmentario de una creación que apuesta por esta concepción. Sin embargo, evidencia también limitaciones.
Si contraponemos el uso absolutamente independiente de medios diversos con el resultado de Tatuaje, se hace patente que no pueden alcanzarse todos los potenciales objetivos de explotación de cada medio de forma independiente según se eleva la complejidad formal y técnica de estos. Dicho de otra manera, la tendencia de hibridación y unificación desdibuja las fronteras mediáticas, pero esto puede generar limitaciones en los diferentes medios integrados. En Tatuaje hay, por ejemplo, componentes sonoros, pero estos resultan lejos en alcance y factura de formatos independientes como la audionovela; y animaciones en vídeo, cuya integración en la web está lejos de replicar la experiencia visual que puede llegar a alcanzarse en una proyección cinematográfica.
Estas valoraciones resultan significativas, si bien son notablemente subjetivas y no podemos llegar a juzgar todos los factores de producción interna. Al fin y al cabo, ¿hubiera sido posible realizar para una obra como Tatuaje un cortometraje animado con valores de producción equiparables a los de una obra destinada nativamente para un cine? Incluso podemos ir más lejos: ¿y si se hubiera optado por una experiencia interactiva? ¿Hubiera quedado esta lastrada por estar integrada en la misma web que el resto de los componentes frente a, por ejemplo, un videojuego completamente independiente que cubriera parte de los hechos narrados? Este terreno especulativo está, a su vez, marcado por un factor financiero incuestionable: no solo estaríamos prejuzgando la potencialidad de esos medios independientes frente a su integración, sino la capacidad económica de realizar productos de tal magnitud en la misma escala que producciones multimillonarias. Esto nos lleva a valorar que, cuanto más notable es la autonomía de los medios y más profunda su explotación en una obra transmedia, más marcada y notable resulta su componente fragmentario.
Al situar al lector frente a Tatuaje, este se ve compelido a interaccionar sobre la obra. La interfaz web, diseñada en esta obra con botones claramente reconocibles, secciones claras en la pantalla para operar, por ejemplo, diferentes bloques textuales (como el correo electrónico frente a un blog), y el uso de subrayados para determinar los hipervínculos de interés, construyen un conjunto de impulsos visuales para los que ya, como internautas, estamos condicionados. Reproducir ese tipo de interfaz en la web de la obra no solo facilita la experiencia de recepción activa que debe tener el usuario para acceder a los múltiples contenidos que alberga, sino que estimula los mismos procesos mentales que ya conocemos como usuarios experimentados de la red.
Esto garantiza sin espacio para la duda que el usuario reaccione de forma natural ante la obra buscando pulsar en los centros de interés, lo que hace que emerjan ante el receptor más contenidos audiovisuales y textos, estimulando per se el interés por seguir avanzando en el misterio que esconde Tatuaje. De este modo, la obra ofrece un elevado nivel de interacción, muy por encima de una experiencia transmedia quizá más estándar en la que el receptor vea, de forma independiente, por ejemplo, unas películas y lea unos cómics. El grado de interacción no es competitivo en términos cuantitativos con los de un videojuego, por la propia naturaleza de ese medio, si bien de forma cualitativa estamos ante otro tipo de baremo a considerar: en el videojuego, el nivel de interacción es elevadísimo, pero se concentra en el mismo medio; en el caso de Tatuaje los procesos de interacción llevan a presentar ante el receptor en ocasiones textos, en ocasiones audios, y en ocasiones vídeo. Consideramos, en consecuencia, que no resulta del todo justo equiparar ambas concepciones de interacción; por otro lado, no podemos negar que, si bien Tatuaje tiene un cierto componente lúdico, este se sitúa decididamente lejos de lo que se pretende en el reino de los videojuegos.
Esto se debe a que la capacidad de interacción de la obra mexica se ha orientado a crear hilos dentro de la propia obra para hacer que emerjan ante el receptor los elementos narrativos necesarios para seguir avanzando en la historia y llevar al lector a actuar sobre diferentes partes de la obra para convertirse en lectoespectador a través de su acción directa y no pasiva sobre la pantalla. El entramado interno resulta, por tanto, complejo, y es dependiente de establecer con el receptor un diálogo de interacción satisfactorio, esto es, que la recompensa por actuar sobre la obra sea lo suficientemente atractiva como para seguir indagando, tanto por sus aspectos estrictamente narrativos, como por los mecanismos de acción-reacción de la interfaz.
La obra mexicana Tatuaje es, sin duda, fruto de la combinación de medios narrativos. Estos, asimismo, siguen un hilo uniforme y coherente donde no se da la duplicación de los elementos narrados, lo que la sitúa en sentido estricto en el área de la transmedialidad. Al concebirse como una obra narrativamente unificada sobre múltiples espacios mediales, debemos adscribirla a la noción de transmedialidad, si bien esta se produce a través de un espacio común, compartido y unitario: la interfaz de una web. El uso que se hace de la web no debería sorprendernos: internet es un medio de medios, un soporte de comunicación que, a través de las pantallas, altavoces y demás interfaces actuales, puede albergar las presentes encarnaciones de la tradicional hoja impresa, radio y televisión, así como sus hibridaciones, nuevos formatos y múltiples expresiones comunicaciones adicionales.
Consideramos que unificar estas capacidades mediáticas en una obra no debería eximirla de su categorización transmedial, si bien es cierto que podemos identificar algunos aspectos donde la potencialidad de cada uno de los medios integrados no se alcanza en grado pleno (frente a la concepción independiente de esos medios) por la necesidad de armonizar sus cualidades para conseguir una simbiosis entre sus componentes. Si no, las piezas no encajarían y la experiencia volvería a ser necesariamente fragmentaria, aspecto inherente a la transmedialidad en su concepción clásica y dominante.
De la misma manera, el tipo de interacción de la obra es comedido por su vocación unitaria sobre la web (frente a medios como los videojuegos), pero su estructura, en cambio, se ha diseñado para favorecer el componente explorativo para que el lector siga avanzando en los componentes de la obra, saltando a su vez de un medio a otro. Solo así es posible que se evidencie ante el receptor su auténtica extensión y volumen de contenidos (textuales, sonoros y visuales), siempre y cuando este receptor mantenga un fructífero diálogo con la obra para hacer emerger todo lo que en ella se esconde.
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[*] Este artículo se ha realizado como parte del proyecto de investigación «Exocanónicos: márgenes y descentramiento en la literatura en español del siglo XXI» (PID2019-104957GA-I00) financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (España).
[1] Por supuesto, no es nuestra intención aquí abrir un debate sobre la producción artística y manual de libros, con intención elitista, como recurso subalterno o como reivindicación artística o filosófica de cualquier tipo —como sucede, por ejemplo, la edición cartonera— que no precisa necesariamente de los modelos de producción industriales que hasta la más pequeña de las editoriales independientes emplea desde hace décadas.
[2] El esqueuomorfismo propone una filosofía de diseño en interfaces de usuario sustentada en parámetros estéticos tradicionales centrados en convertir en ornamento un elemento que anteriormente era necesario. En el ámbito de la informática hace referencia en concreto a las interfaces que imitan elementos reales en entornos digitales, como la imitación del paso de página, las páginas de una agenda, o un control mediante ruedas aparentemente analógicas para el control de volumen de un reproductor musical. De hecho, si tenemos en cuenta la estructura con la que habitualmente trabajamos en ordenadores, su concepción es puramente esqueuomórfica: carpetas, archivos, botones, etc., que sirven para ejecutar comandos y explorar contenidos en una capa visual sobre la máquina en vez de la veterana línea de comandos (de, por ejemplo, DOS).
[3] Al recurrir a imágenes estáticas en cualquier formato informático —desde JPG hasta TIFF, con la enorme diferencia en calidad visual existente entre estos ejemplos— se puede visualizar, por ejemplo, un poema en formato de hélice. El usuario, sin embargo, no puede seleccionar ese texto o poner una nota sobre este, ni marcar o subrayar un verso. De la misma manera, el editor encontrará problemas notables al trasladar a este tipo de dispositivo un poema que utilice la puesta en página para generar espacios y disposiciones textuales concretas sin llegar a la complejidad del caligrama. Otros dispositivos han dado mayor flexibilidad al basar su conceptualización básica ya no en la idea de un libro, sino en la de la pantalla maleable de la computadora y aprovechar mejor la capacidad de disposición de, por ejemplo, una web, pero están lejos de haber alcanzado la popularidad de estos libros electrónicos que, sin embargo, evidencian su limitadísima capacidad de sustituir al papel en formatos creativos que no son ni mucho menos novedosos. Debemos aceptar, eso sí, que varios de estos dispositivos, con el Kindle a la cabeza, han dado buena respuesta a un formato textovisual como el cómic, aunque esto está motivado sin duda por el volumen de marcado potencial que suponía ese mercado de masas. Por tanto, la posibilidad de trascender sus limitaciones está allí, pero no se ha generado el interés económico necesario para presentar soluciones competentes.
[4] Ese mismo año, Mora publica en El Boomeran(g) un breve artículo a partir de su intervención original en el congreso que referimos donde habla de una transmedialidad povera o cartonera, esto es, la transmedialidad hecha por un único autor con escasos medios frente a la transmedialidad colectiva o industrial (2015b).
[5] En este sentido, nos situamos en la línea claramente definida de la conceptualización pospublicitaria de la transmedialidad que se asienta en un primer momento a través de Rajewsky (2002) y Henry Jenkins (2003) y que evidencia una diferencia fundamental con la adaptación, la transposición mediática, la plurimedialidad o la intermedialidad —según la terminología de nuestra preferencia—: el principio fundamental de no repetición (Long 2007; Gonçalves 2012; Llosa 2013). La obra debe mantener su unicidad a lo largo de los saltos mediáticos y no tratarse de adaptaciones (por ejemplo, las novelas de Harry Potter y sus películas, así como la inmensa mayoría de sus videojuegos, que se limitan a trasladar al cine o al entretenimiento interactivo lo que en un primer momento escribió la autora). El germen publicitario al que hacíamos referencia anteriormente tiene su base en la idea del media mix japonés: si bien el término (メディアミックス) se populariza en los 80, la práctica estaba en marcha desde al menos dos décadas antes. En esta noción estamos ante la combinación mediática como recurso publicitario para productos de entretenimiento (en su origen, especialmente mangas y series de animación), de tal manera que los personajes se empleen para vender diferentes productos (juguetes, complementos, ropa, aparatos de electrónica, etc.). Esto se hizo siguiendo el modelo publicitario de Tetsuwan Atomu (en Occidente, Astro Boy) iniciado en 1963 y se ha identificado esta estrategia como la base de la proliferación multimediática. En todos estos casos, estamos ante adaptaciones que con mayor o menor libertad convierten mangas en series de animación o viceversa, en videojuegos o películas, y también en todo un extenso catálogo de merchandising derivativo (Ito 2010).
[6] La capacidad técnica de dispositivos como las tabletas, los teléfonos móviles o el ordenador hacen que hoy en día la plurimedialidad y la transmedialidad puedan ir de la mano. En un formato tradicional, el cambio de medio (por ejemplo, una película o una novela) suponía un cambio de formato o soporte (por ejemplo, un televisor o un libro). La capacidad multimedia y el uso de los dispositivos actuales hace que sean aglutinadores mediáticos y que podamos tanto usarlos como libro (electrónico) o como (relativamente) pequeña pantalla. Por tanto, el salto mediático puede darse sin tener que cambiar de dispositivo, ni tan siquiera forzando un cambio de postura o localización del receptor. La diferencia esencial entre la transmedialidad y la plurimedialidad se centra, por tanto, en el contenedor de las partes: una obra transmedia fragmentada entre una novela y una película utiliza dos lenguajes narrativos independientes (el de la literatura y el del cine); una obra plurimediática, como cualquier novela gráfica, suma en un único flujo de recepción lo textual-novelístico y lo visual-gráfico a lo largo de sus viñetas.
[7] Si escogemos ese ejemplo y no otros espacios del entretenimiento es por razones que resultarán claras a continuación: a diferencia de obras creativas, un curso de idiomas orientado a un aprendiente autónomo está desprovisto de motivaciones externas (por ejemplo, el atractivo propio de la propiedad intelectual que puede llevar al usuario a motivar saltos de un medio a otro) y busca un mercado amplio y no necesariamente el más capacitado en el terreno del uso de las TIC. Asimismo, debemos tener en cuenta que las diferentes destrezas lingüísticas que debe desarrollar el discente implican necesariamente trabajar con audiciones o grabaciones audiovisuales y no solo con un manual con una notable intensidad en la medida en que debe sustituir no solo la inmersión lingüística real, sino también compensar la falta de compañeros y de profesor. Finalmente, desde un punto de vista del modelo de negocio asociado, las compañías sin duda realizaron la transición cuando tuvo sentido desde un punto de vista financiero, lo que solo es posible si el modelo de recepción ya resulta lo suficientemente asentado para un grupo significativo de potenciales clientes.
[8] Destacamos esta obra del grupo de creativos mexicanos liderados por Rodolfo J.M. porque fue seleccionada para formar parte de la tercera antología de literatura digital Electronic Literature Collection impulsada por la Electronic Literature Organization. Rodolfo J.M. (Ciudad de México, 1973) es un narrador y editor conformación técnica, pues estudió Ingeniería industrial en el Instituto Politécnico Nacional. Su parte humanística se complementa con la diplomatura de Literatura en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Si bien es conocido sobre todo por su producción de relatos cortos, ha firmado también novela y poesía. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Torri (2008), el Premio Nacional de Cuento Fantástico de Ciencia Ficción (2011) y obtuvo la mención de honor del Premio Nacional de Literatura Policíaca (2007).
[9] Además de en anteriores estudios y cursos impartidos por mí mismo, el tratamiento de la obra como esencialmente transmediática por encima del componente interactivo o hipermediático ha sido destacado en otros trabajos recientes, como Gómez (2018). Sea como fuere, un punto de vista no excluye el otro: toda obra transmedia implica un componente activo del receptor, lo que conlleva en términos de Ted Nelson, la necesaria hipermedialidad, quien asentó el concepto en 1965. Por tanto, y como señalábamos antes, además de la escala de grises dentro de las gradaciones formales de integración de medios y de niveles de interacción en paralelo, consideramos el punto de intersección de ambos parámetros, sin que en ningún caso dar prioridad en nuestro enfoque a uno suponga negar el otro.
[10] Sobre la transmedialidad, intermedialidad y los hipermedios del género negro y policíaco, consultar Escandell (2018), donde se abordan diversos casos dentro de la producción latinoamericana, con especial atención al caso de la obra que ahora nos ocupa, Tatuaje.
[11] Esta anfibología constante con la noción de transmedialidad frente al discurso académico más consolidado y respaldado por los críticos fundadores de este marco teórico resulta, de hecho, mucho más presente en el mundo creativo —aunque también crítico— en nuestra lengua, posiblemente por la interpretación directa de la idea del prefijo «trans-» como «al otro lado de», maximizando al idea de trasvase, sin tener en consideración el constructo crítico y formal generado a través de las investigaciones anteriormente citadas por colegas europeos, americanos y asiáticos.
[12] Los códigos AR (augmented reality) son una variación de los códigos QR (quick response), típicamente cuadrados. Son también conocidos como códigos bidimensionales. Almacenan información en una matriz de puntos cuadriculada, que puede ser cualquier texto, por ejemplo, una dirección de internet. Los códigos AR son una variante simplificada destinada a ser leídos más fácilmente por cámaras de baja resolución y que pueden generar una imagen sobreimpuesta en la pantalla siguiendo el modelo de la realidad aumentada. Esta tecnología consiste en la proyección de imagen virtual sobre una imagen tomada directamente del mundo real, combinando ambos elementos —físicos y virtuales— para crear una visión mixta en tiempo real. Esto se consigue con un dispositivo y un programa específico que capta imagen a través de una cámara y la presenta en la pantalla del dispositivo en cuestión, dando la sensación de que esos elementos virtuales están en la realidad si se mira la pantalla. En ocasiones se han utilizado códigos QR para marcar la posición de objetos virtuales, de manera que el sistema proyecta la imagen del objeto asociado a ese código concreto y es capaz, además, de rotarlo en tiempo real para dar sensación de efecto 3D. El mundo del videojuego ha experimentado de forma especial con este tipo de tecnologías con resultados como el célebre Pokémon GO (2016).
[13] Las ventas de las novelas de Juan Gómez Jurado dan poco margen para cuestionar su popularidad. Más allá de sus iniciativas de difusión en formato de libro electrónico en los primeros años de su carrera como autor literario (Escandell 2014: 60-62), sus novelas —tanto para adultos como para el público infantil y juvenil— han cosechado ventas considerables y se han traducido a múltiples idiomas, llegando a un total de hasta cuarenta países diferentes.
[14] No en vano, es uno de los ejemplos que comparten la mayoría de los estudios precedentes, incluyendo cómo no los de Jenkins, y que se ha erigido de forma poco discutible como el paradigma de explotación transmedia en el cambio de siglo.