Recibido: 12-11-2020
Aceptado: 27-05-2021
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2021.v35.i01.14
Resumen
El objetivo de esta investigación es aproximarnos a los cambios que sufrieron las líquidas l y r en el paso del latín al castellano, y observar los fenómenos disimilatorios que experimentaron estos sonidos, cómo operaron, qué formas resultaron, coexistieron y cuáles, finalmente, se fijaron en la lengua. Los cambios producidos en el orden de las líquidas, en concreto los relacionados con el fenómeno de la disimilación, han sido tratados con escasa profundidad en los estudios de historia de nuestra lengua, al considerarse procesos esporádicos que se originan simplemente por su semejanza articulatoria, pero en este trabajo intentaremos evidenciar la existencia de dos esquemas que, en el ámbito de la disimilación, servían para diferenciar ambos sonidos, como en marmore > mármol o cerebru > celebro (act. cerebro).
Palabras clave: disimilación, estructura silábica, líquidas, síncopa, muta cum líquida.
Abstract
The aim of this research is to make an approach to the changes that the l and r liquid sounds suffered in their evolution from Latin to Spanish. The dissimilation phenomena these sounds experimented and how they worked will be observed, as well as the coexisting and established forms that resulted from this language change. Studies on the History of Spanish have superficially dealt with these kinds of linguistic changes since these phenomena have been considered as occasional and explained by the similarity in their articulation. Therefore, this article pretends to show the existence of two patterns that are useful to difference both sounds, as it can be seen in MARMORE>mármol or CEREBRU>celebro (act. cerebro).
Keywords: dissimilation, syllabic structure, liquids, syncope, muta cum liquida.
La disimilación es un fenómeno fonético cuyo concepto se maneja “con frecuencia en la filología románica y española con muy poca precisión” y un “confusionismo total” (Bustos Tovar 1966: 3). Como punto de partida, es bastante ilustrativa la definición que ofrecen Alcaraz y Martínez (2004: 214), para quienes la disimilación es un “cambio fonético [que] se caracteriza por hacer diferentes sonidos vecinos, pero no contiguos, dentro de una palabra”. Esta diferenciación de sonidos se da entre aquellos “que posee[n] todos o algunos elementos articulatorios comunes” (Lázaro Carreter 1974: 147), y por la que se produce la pérdida de alguno de estos rasgos.
La definición de este fenómeno suele apoyarse en su contraposición con la asimilación, en la que dos articulaciones contiguas consiguen parecerse parcial o totalmente y “confluyen particularidades fonéticas de ambas” (Bustos Tovar 1960: 12). Ambas tienen en común nacer “de la propia estructura psicofisiológica de los sonidos y de su enlace en la cadena hablada” (6), y aun “siendo diferentes en el mecanismo psicofisiológico de su desarrollo, responden a un mismo principio humano: la necesidad expresiva que tiende a evitar todo lo que puede ser confuso o indiferenciado” (39).
Grammont, por otra parte, especializa el término solo para la acción a distancia, pues cuando los sonidos disimilador y disimilado están juntos, prefiere hablar de diferenciación (Lázaro Carreter 1974: 147). Sobre esta base construyen Alcaraz y Martínez (2004: 214) su concepto de disimilación, ya que ambos son “dos cambios fonéticos cuyo objetivo es hacer desiguales sonidos iguales o similares colocados en la misma palabra, con el fin de evitar su repetición”, pero la diferenciación equivaldría a una disimilación en contacto, como la diptongación de las vocales breves, que para Gili Gaya estaría “en la línea de los grandes cambios regulares, mientras que la disimilación es esporádica” (214).
El fenómeno de la disimilación se confunde en no pocas ocasiones con otros similares, como la neutralización y el rotacismo, de los que, en realidad, se diferencia: por neutralización entendemos la “pérdida de una oposición en determinadas posiciones” (Alcaraz y Martínez 2004: 436), esto es, estamos ante un fenómeno en el que se elimina la oposición entre dos fonemas en un determinado contexto, de manera que fonéticamente suenan igual, a pesar de que se trata de la realización de dos fonemas distintos, lo que da lugar en el nivel de lengua a la existencia de una nueva unidad, el archifonema, que agrupa los rasgos pertinentes comunes a los sonidos opuestos. La disimilación, no obstante, no produce ningún archifonema, pues estamos ante un fenómeno que opera en el nivel del habla. Los límites entre la disimilación y el rotacismo, por su parte, no son tan nítidos, puesto que se utiliza este segundo como sinónimo del primero (cf. Recasens 2017 o Castelló y Martín 2018). El rotacismo es el “paso de un sonido del tipo [s]/[z] a un sonido de tipo [ɾ], p. ej., lat. amase>amare, genesis>generis” (Lewandowski 1982: 302) y se trata de un fenómeno bastante espontáneo. Desde ese punto de vista, el rotacismo no viene a ser más que una realización concreta de la disimilación y, por ello, es comprensible que pueda confundirse o utilizarse como sinónimo de disimilación en el cambio de /l/ a /r/.
Nuestra investigación se centrará en la disimilación, concretamente, entre los sonidos líquidos /l/ y /r/. Como ya hemos señalado, se ha abordado de manera muy parcial en los estudios lingüísticos, aduciendo que son fenómenos esporádicos y producidos por la gran semejanza entre ambos sonidos, pese a que “ocurre principalmente entre las consonantes continuas, sobre todo nasales y líquidas” (Menéndez Pidal 1973: 181), hecho que nos plantea el interés de identificar y analizar cómo opera este fenómeno.
Cierto es que estos sonidos alveolares conforman un grupo peculiar dentro de nuestro sistema fónico, por ser sonidos “con una articulación en la que la cavidad bucal presenta una mayor abertura que para el resto de las consonantes” (Hidalgo y Quilis 2012: 204), lo que se relaciona con su caracterización articulatoria: poseen rasgo vocálico. Es la presencia de esta característica la que acusan muchos autores para justificar los cambios entre ambos sonidos: para Antonio Quilis (2004: 29), se explican porque comparten el mismo lugar de articulación, o para Ariza, porque son “consonantes muy inestables” (2012 [1984]: 201). Estas aseveraciones, si bien son verdaderas, son insuficientes e imprecisas, ya que no profundizan en cómo opera este fenómeno, aunque reconocemos que encontrar esa causa final es difícil, porque “el último porqué se escapa siempre a todo análisis, por minucioso que sea, perdido entre las infinitas motivaciones del acto de habla” (Bustos Tovar 1966: 4).
En la diacronía de la lengua, dentro de esta serie es la lateral [l] la que ha participado en más cambios y de gran trascendencia, como los contextos en contacto con yod, en los que palataliza (palea > paja), y con wau, en los que vocaliza y después monoptonga (talpu > topo). Asimismo, múltiples son los resultados de la geminada latina en castellano: suele devenir /λ/ (valle > valle), puesto que esta geminada debía pronunciarse con gran intensidad muscular y “tendió a hacer repercutir esta fuerza articulatoria en una ampliación de la superficie de contacto de la lengua sobre el paladar, ampliación que […] dio origen a [λ]” (De Granda 1966: 97).
En los cultismos, se simplifica (peliculla > película, pero la forma patrimonial pelleja), y en los semicultismos, el segundo elemento se disimila (rebelle > rebelde) como resultado de “pronunciar una geminada que el hablante no tenía” y motivó que el “segundo elemento evolucionase a la consonante más cercana a l en cuanto a sus características articulatorias” (Ariza 2012 [1984]: 203). Y cuando la geminada se queda en posición implosiva, se simplifica (caballicare > cabalgar), pues las lenguas románicas, a excepción del italiano, se han inclinado a “eliminar la fase implosiva de los sonidos geminados, evolución causada por la presión de la estructura de la sílaba hacia […] la resistencia a admitir como rasgo distintivo la duración (ll/l)” (De Granda 1966: 97); así como cuando queda en posición final de palaba se elimina (pelle > piel).
En latín, el sistema de líquidas estaba formado por cuatro fonemas, en el que se distinguía, a su vez, dos grupos: uno primero, formado por los sonidos /l/ y /ɾ/, y otro formado por las geminadas /l·l/ y /r/. Dicho sistema ha perdurado en castellano casi intacto, puesto que los sonidos geminados han evolucionado: el lateral ha palatalizado (/λ/) y la vibrante geminada ha pasado a ser múltiple (/r/), pero “se mantienen cuatro fonemas en parecida relación: tenso/flojo” (Ariza 2012 [1984]: 199).
Ya desde época clásica se destacaban algunas particularidades del sonido lateral /l/: Consensio distinguía entre sonus exilis, que correspondía a la geminada y l explosiva, y el sonus pinguis, que se daba en l más consonante. Prisciano distinguía el primer grupo entre exilis solo para la geminada y medium para la l explosiva (De Granda 1966: 96). Pero ¿de qué hablaban estos gramáticos cuando trataban la l exilis? La l geminada y la l explosiva tienen en común la articulación alveolar y su fortaleza articulatoria, pues -ll- era una geminada y l- una explosiva, mientras -l más consonante, por lo que, colocada en la implosión silábica (débil, por lo tanto), tiende a debilitarse aún más y abandona la articulación apical por la velar (De Granda 1966: 97).
Encontramos, además, dos vertientes importantes del fenómeno disimilatorio entre las líquidas. El primero, codificado y documentando desde la época preliteraria, es la que experimentó el sufijo -alis > -aris cuando la raíz contenía una l: “consularis, militaris, singularis frente a mortalis, navalis, regalis” (Väänänen 2003: 126). Grammont etiqueta esta lenición como inversa, ya que “el sonido que debía ser disimilado, la provoca, merced a la solidez con que en la mente de los hablantes funciona la parte de la palabra en que aquel sonido figura” (Lázaro Carreter 1974: 147).
El segundo se daba en el latín vulgar, propio “sobre todo de la lengua cotidiana y afectan a las lenguas románicas” (Väänänen 2003: 126), y somos conocedores de ellas gracias a las sanciones del Appendix Probi, en las que encontramos correcciones como 77 ‘flagellum non fragellum’, 94 ‘suppellex non superlex’ o 125 ‘terebra non telebra’; y por las inscripciones, como el caso de peregrinus, en la que se recoge una forma *pelegrinus en época tardía, o las pompeyanas, en las que se encuentran voces disimiladas como ‘albosarius’, de arborarius, o ‘Frorus’ por Florus (Väänänen 1966: 81).
Las lenguas románicas, en su evolución desde el latín vulgar, han experimentado con más o menos sistematicidad, diferentes procesos fónicos que han afectado especialmente a las líquidas: por ejemplo, en rumano en posición intervocálica la l simple disimiló en r: mele > miere, sole > soare o caelu > cer; saruta ‘besar’ y ‘saluta’ saludar son un doblete léxico entre una forma patrimonial y un préstamo posterior, respectivamente.
En el lado opuesto del mapa románico, pero en permanente contacto con el castellano, en portugués “es un fenómeno destructivo típico de esta lengua la caída de la l intervocálica” (Vázquez Cuesta y Mendes da Luz 1971: 275), por lo que, desde el siglo X, “o l intervocálico, depois de vincular-se com a vogal precedente, tornou-se guturalizado” (Williams 1975: 80), como en dor<dolor o quente<calente. No obstante, en algunas palabras la l etimológica fue restaurada en palabras que la habían perdido, como el actual silêncio, derivado de se(e)nço<silentiu, o se mantiene por “contaminação”: “o l de pelo (de pilu) se explica pelo de cabelo (de capillu)” (80). En voces cultas y semicultas, la l intervocálica se mantiene, y palataliza en el sufijo -culu, -cula porque “conservou-se o acento na vogal precedente e el sufixo alterou-se em -lho, -lha” (Said Ali 1964 [1931]: 29). La ll intervocálica geminada latina corre la misma suerte en portugués que en rumano, se simplifica y evidencia, para Said Ali, “que era nítida a articulação demorada do ll” (30): caballu > cavalo, gallina > galinha, pelle > pele; o palataliza en grupos formados por síncopa, en los que había “vocalizado bien pronto la primera consonante que acabó por palatalizar a la l en lh” (Vázquez Cuesta y Mendes da Luz 1971: 282).
Los grupos iniciales latinos pl-, cl-, bl-, fl- evolucionaron de dos formas distintas: los que “palatalizaron la segunda consonante, que cambió su articulación de lateral en central, fundiéndose con la oclusiva inicial y dando ch” (278) (pluvia > chuva, clave > chave, flamma > chama). Estos son más antiguos que los disimilados, pues los que experimentaron la disimilación son voces “entradas en la lengua en época más reciente o empleadas preferiblemente por clases sociales cultas” (278) (plattea > praia, clavu > cravo, blandu > brando). Del mismo modo, en interior de palabra, los grupos de muta cum liquida tuvieron “o mesmo desenvolupamento em portugués que a muda intervocálica simples; se a líquida era l, tornou-se r” (Williams 1975: 87) (duplare > dobrar), excepto donde “o grupo gr perdurou inalterado e as palavras em que cl e gl se tornaram gr são semieruditas ou empréstimos” (88) (ecclesia > igreja, el arcaico segre<saeculu (act. século) o la forma semiculta regra<regula, que convive con la patrimonial régua). En suma, la disimilación, por lo general, “em certos vocábulos (prazer, regra, dobro, igreja, nobre…) a alteração ficou definitiva, em outros não passou de um fenômeno temporário” (Said Ali 1964 [1931]: 31) hasta el siglo XVII.
En la realización de un fonema simple, Navarro Tomás (apud De Granda 1966: 19) identifica tres momentos: la intensión, en la que los órganos fonadores realizan un movimiento hasta alcanzar la posición requerida por el sonido; la tensión, en la que los órganos se mantienen en esa posición, y la distensión, en la que los órganos la abandonan. Pese a todo, “la articulación se caracteriza principalmente por su tensión; la intensión y la distensión son momentos transitorios y fugaces que el oído no alcanza siempre a percibir” (19), y en la disimilación es en la intensión donde surge el cambio.
No debemos ignorar, entonces, la estructura silábica, porque la organización de la sílaba “es de primordial importancia para comprender el mecanismo de las fluctuaciones alofónicas y de la distribución de los fonemas” (Catalán 1987: 77). En castellano, como en el resto de las lenguas romances, se gesta una nueva estructura silábica gracias a los múltiples casos de síncopa consonántica, producidos por la pérdida de una vocal pretónica o postónica. Se trata de un “fenómeno de aspecto eminentemente popular o familiar” (Väänänen 2003: 85) que se daba ya en latín vulgar con mucha frecuencia, “determinado en su origen, sin duda, por una manera de hablar relativamente rápida y descuidada, propia de la lengua hablada”, y “entre 227 ‘incorrecciones’ del Appendix Probi, 25 se refieren a la síncopa” (86).
Así pues, la síncopa romance no es más que “la mayor generalización de un fenómeno preexistente” (Pensado 1984: 234), y hacia finales del siglo XI, la nueva estructura silábica del castellano ya se caracteriza “por la variedad y frecuencia de las sílabas cerradas /CVC/” (Catalán 1987: 78). Estos nuevos grupos resultantes de la síncopa se llaman secundarios o romances, y para Menéndez Pidal deben estudiarse aparte porque, por una parte, “ofrecen más combinaciones de consonantes, agrupando sonidos que nunca se agrupaban en latín clásico” (1973: 153), aunque ello no supone “la creación de nuevos fonemas, pero sí el cambio de frecuencia de los existentes” (Penny 2014: 107). Por otra parte, merecen espacial atención porque si bien la suerte de algunos de estos grupos es similar a la de los grupos latinos, la mayoría de las veces, “como el grupo romance es posterior a la fecha del latino, pues no se constituyó hasta la pérdida de la vocal, su evolución ocurre en época más tardía y en modo diferente” (Menéndez Pidal 1973: 153).
Este fenómeno dará cabida a muchas combinaciones de sonidos, pero “a finales del siglo XIII y a lo largo del siglo XIV el español empieza a reducir el papel informativo del margen implosivo de la sílaba” (Catalán 1987: 81). En la segunda mitad del siglo XV, mediante diferentes procesos fonéticos, el castellano no admitirá ya “en el margen implosivo sino -n, -l, -r, -s, -z, -x (muy rara), -d, aparte de /-j/ y /-w/” (80). De esta manera, la secuencia silábica preferente sería aquella heterosilábica, “constituida por una sílaba libre y el ataque silábico oclusivo” (Pensado 1992: 714), pero “el español antiguo […] no estaba estructuralmente inclinado a dar preferencia al paradigma silábico /CV/” (Catalán 1987: 80). Por ello, antes de este ajuste, muchos de los sonidos surgidos de la síncopa produjeron secuencias de consonantes poco aceptables en castellano (Pensado 1992: 714), que se habrían solucionado por diferentes fenómenos. En ese cambio, las soluciones preferentes para ocupar la coda silábica son las continuas y las líquidas, idóneas por su rasgo vocálico.
La disimilación l>r parece tender a darse en coda silábica, mientras que r>l tiende a producirse tanto en el ataque (preferiblemente) como en la coda. Así, como “l se comporta fonológicamente como una consonante más fuerte que r en latín y romance” (Pensado 1992: 714), podemos ver que tanto en la disimilación como en los cambios entre líquidas se reforzarán o debilitarán según su posición silábica, como un fenómeno regulador para una pronunciación acomodada. Lapesa, en esta línea, señala que “muy antiguas son las primeras muestras de confusión entre -r y -l, finales de sílaba o palabra” (2014 [1981]: 326) y ofrece toda una serie de ejemplos desde el siglo XII, como un “‘Petro Árbarez’, 1161, Toledo”, “‘senar/senal’ señal en el Fuero de Madrid, anterior a 1202” (íd.), o el testamento autógrafo de Garcilaso, de 1529, que “dispone que lo entierren en ‘San Pedro Mártil’” (326).
Como sabemos, es especialmente propio del habla meridional de la Península el debilitamiento de la l en posición de coda, hasta llegar a una realización r, explicada por la tendencia a que el margen implosivo sea más débil por ser el fin de un grupo de intensidad. Navarro Tomás (1990: 114) indica que se debe a que, en una pronunciación relajada, esta l suele articularse de forma débil, “en la que la punta de la lengua solo roza ligeramente los alveolos, sin formar con ellos un contacto completo”, por lo que esta l relajada se confunde fácilmente, en el habla popular de ciertas regiones, con la r relajada”. Por ello, la l, en posición explosiva “es reforzada en posición inicial de palabra por su colocación en la intensión de un grupo de intensidad” (De Granda 1966: 103).
En primer lugar, hemos realizado una recogida de voces relacionadas directa o indirectamente con la disimilación y el cambio entre líquidas a partir de los casos ofrecidos por la bibliografía crítica, así como otros resultados que han surgido de forma paralela. Una primera clasificación de estos ejemplos ha sido dividirlos según el fenómeno: disimilación y cambio de líquidas por ultracorrección, vacilación, difícil pronunciación y etimología popular. En este trabajo, nos ocuparemos del análisis y descripción de los casos de disimilación.
Posteriormente, gracias a CORDE[1], hemos buscado estas palabras con y sin resultados sin disimilar, y hemos anotado el número de ocurrencias de cada forma a razón de periodos cronológicos de cincuenta años, desde el año 1100 hasta el año 1700, en la que damos por concluida la disimilación (o la convivencia entre ambos resultados) y el cambio entre líquidas como un fenómeno evolutivo y empieza a registrarse con usos intencionados para marcar el habla de ciertas capas sociales. Hemos considerado en cada palabra las variaciones ortográficas: así, la voz árbol, por ejemplo, ha sido analizada en sus variantes formales más habituales (árbol, arbol, árvol, arvol, árbor, arbor, árvor, arvor[2]), aunque posteriormente los resultados se han agrupado simplemente en torno a los sonidos afectados: l y r.
Tras ello, se han consultado estas palabras en el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de Joan Corominas y José Antonio Pascual (1980-1991), y nos hemos servido también del Diccionario etimológico castellano e hispánico, de Vicente García de Diego (1985). Ambas obras nos han permitido completar los resultados arrojados por el corpus en línea y observar el recorrido histórico que se dibujan de los casos seleccionados, en las que se incluyen también los cambios formales que han experimentado y las posibles causas. Con todo ello, hemos establecido un marco de discusión y perfilado distintos grupos sobre los que podemos abordar la disimilación entre las líquidas y esbozar unos patrones más o menos regulares de cambio. Así, en estas voces analizadas, hemos considerado las motivaciones para el cambio de líquidas, la dirección del fenómeno, la posición que ocupan en la sílaba tanto el elemento disimilado como el disimilador, así como la particularidad que presentan algunos casos.
Podemos organizar los casos analizados en dos grandes grupos dentro de la disimilación, que responden, además, a las dos leyes enunciadas por Hjelmslev sobre este fenómeno: “un elemento trabado disimila a uno no trabado” y “un elemento de un grupo en sílaba tónica disimila a un elemento que está solo entre dos vocales” (apud Lewandowski 1982: 102). En su aplicación a las líquidas, observaremos cómo se desarrollan ambas leyes y qué características podemos apuntar en torno a las estructuras que podemos identificar.
El siguiente grupo de casos merece especial atención porque “no se ha tenido en cuenta la regularidad total con la que se produce esta disimilación” (Pensado 1984: 253). Aquí, nos encontramos con que la líquida /ɾ/ que motiva la disimilación se encuentra dentro de la sílaba tónica en posición de coda, y en dirección progresiva disimila en /l/ a la otra líquida que ocupa, en origen, el ataque silábico (situación explosiva). Así, voces como árbol (<arbore), cárcel (<carcere) y mármol (<marmore), tan recurrentes para ejemplificar el fenómeno que nos ocupa, se empiezan a documentar tempranamente con y sin resultados disimilados: árbor en los Fueros de la Novenera, c. 1150; cárcere en las Glosas Silenses, s. X, y cárcer en el Fuero de Guadalajara, 1219; y márbor en el Libro de Apolonio. Paralelamente, encontramos los primeros vestigios escritos conservados de árbol en el Fuero de Uclés (1179-1184) o el Fuero de Soria (1196); cárcel, a partir del siglo XIII, que compitió con notable ventaja frente a la forma sin disimilar; y mármol ya en la anónima Semejanza del mundo, ca. 1223[3]. En este sentido, se entiende la disimilación que reseñaba Lapesa en la que Garcilaso pide ser enterrado en “San Pedro Mártil” (§2): el poeta siguió una tendencia marcada en la lengua, pero que, en este caso, no se consolidó, pues prevaleció un uso etimologista de la palabra, tomada del latín tardío martyre, aunque el resultado con l se documenta con cierta frecuencia entre el inicio del siglo XV y el primer tercio del XVII, como se aprecia en la Crónica del Rey Don Pedro (c. 1400), de López de Ayala, en la Tercera parte de la tragicomedia de Celestina, de Gómez de Toledo en 1536; o aún en 1627 en el Vocabulario de refranes… de Correas.
Para estos casos, Pensado (1984: 252), en línea con lo enunciado por Hjelmslev, señala que “la r sea o no final romance se disimila regularmente en l” y la caída de la vocal final en estos casos debe ser posterior a la disimilación (253). En esta serie de ejemplos, la disimilación contribuye, además, al refuerzo del sonido que queda en coda de la palabra, pues, como ya hemos advertido, /l/ se comporta fonológicamente como sonido más fuerte que /ɾ/. Esto, al mismo tiempo, nos invita a concebir la pérdida de la vocal final como hecho distintivo previo en la disimilación para reforzar el sonido líquido que queda en posición final, pero hay un hecho que refuerza la tesis de Pensado, y es que estas voces, en sus plurales, mantienen la estructura proparoxítona, y, por lo tanto, se restituye la vocal: árboles, mármoles. En esta línea, caso análogo es el propuesto en miércoles, de (dies) mercurii, que podría haber resultado una forma *miércol, pero la adición de una s final por analogía con el resto de días de la semana[4], le permitió mantener la estructura proparoxítona, al igual que en los plurales del resto de estos casos.
Por otra parte, dentro de este esquema, hay una serie de palabras que siempre mantiene la estructura proparoxítona tanto en singular como en plural, y son aquellas que han conservado la vocal final. Aunque muchas de ellas acaban en a, a su vez podemos distinguir entre las palabras en las que la vocal es la etimológica (sea a u otra) y entre las que cambiaron la e original por a u otra. Al primer grupo pertenecen palabras como púrpura y víspera, y son especialmente interesantes los procesos de evolución de la primera para la conformación del esquema que defendemos. La actual púrpura (<purpura) es una voz culta cuya primera documentación en castellano es una solución disimilada, pórpola, hacia 1140, presente en el Cantar del Mio Cid y en la producción alfonsí. Este resultado se mantuvo hasta finales del siglo XV, en dura competencia con la forma actual, y la consideración realizada como cultismo queda ilustrada también en otras soluciones comprendidas en este periodo, como la variante más etimológica, pórpora, con inflexión de la vocal tónica y postónica, presente en una traducción leonesa de El purgatorio de San Patricio (s. XIII) o en el Fuero Juzgo (s. v. ‘púrpura’). En estos casos, se conservan estas palabras como cultismos, pero en otras ocasiones, sí se han consolidado soluciones semicultas, como la que presenta tórtola (<turture), con disimilación y cuyo cambio de la vocal final en a, por la tendencia de marcar los nombres de animales con género gramatical, evitó la pérdida de la e etimológica y la extensión de una forma tórtol, recogida, además, en el De secreto secretorum, de Fernández de Heredia, 1376-1396. También, en esta línea, cabe mencionar el caso que propone murmuriu, también proparoxítona (cabe recordar que en latín iu forman un hiato), en la que su evolución sigue caminos diferentes: si bien el sustantivo preferente fue murmurio hasta el siglo XVI[5], la forma que consigue sobreponerse es murmullo, forma disimilada que posteriormente palataliza por efecto de yod de /lj/: murmulio>murmullo; mientras que para el verbo tenemos las soluciones murmurar y murmullar.
Tanto en los grupos que pierden la vocal final como en los que la mantienen, quedan probadas las particularidades de esta estructura silábica en castellano, que se acentúan si adoptamos una mirada romanística ibérica. Si comparamos con el portugués y el catalán, observamos diferencias bien relevantes: en el caso del primero, los arbore, carcere, martyre y marmore latinos, por ejemplo, se mantienen íntegros, árvore, cárcere[6], mártir y mármore; mientras que en catalán ofrecen resultados sincopados, arbre y marbre, o semicultos, càrcer. En el caso de martyre, la voz predominante y actual es màrtir, pero se recogen usos de una forma sincopada martre entre los siglos XIV y XVII[7]. Tenemos, así las cosas, tres posibilidades de evolución distintos para un mismo fenómeno, cuyo punto en común, que refuerza la singularidad de la estructura que estudiamos, es su origen o tendencia cultista, y su grado de asimilación a la lengua general. Volviendo sobre el castellano, de no ser así, los resultados patrimoniales de estas palabras, motivados por la acción de la síncopa, serían como los documentados, especialmente, en Fernández de Heredia (finales del s. XIV), arbre y marbre; o el caso sincopado, en aljamiado, de polbra (Menéndez Pidal 1973: 18), en la que el segundo sonido, al ocupar el semimargen posterior del grupo consonántico, hace disimilar la primera líquida.
Ahora, nos ocupamos del estudio de la disimilación motivada por la presencia de un grupo consonántico compuesto por una oclusiva más r, forme parte de la sílaba tónica o no, que disimila en estos casos la otra r, bien sea en posición explosiva, bien en posición implosiva (asimismo, cabe destacar que la líquida del grupo no debe ser siempre r, un estudio exhaustivo podría arrojarnos casos en los que está formado por l).
Podemos reconocer en los casos analizados una serie de voces cuyo esquema disimilatorio es como sigue: una líquida dentro de un grupo consonántico, formado por una oclusiva sonora más /r/, disimila regresivamente a la otra líquida, explosiva o implosiva. En posición explosiva, es llamativa la evolución de cerebro (<cerebru), documentado por primera vez bajo la forma disimilada celebro en 1251, en el Calila e Dinma. Hasta el siglo XVIII, por influjo etimologista, se prefería la variante disimilada: de hecho, en la segunda mitad del siglo XV se registran más de 300 casos de celebro frente a los menos de 30 de cerebro, o en la segunda mitad del siglo siguiente, más de 400 casos de la forma disimilada frente a los no más de 60 casos de la forma vigente. La misma tendencia siguió peregrino (<peregrinu) en su resultado disimilado pelegrino, y cuya primera documentación de ambas formas la encontramos en La fazienda de Ultramar (c. 1200). Esta forma disimilada no llegó a gozar de la extensión que tuvo celebro, y en la primera mitad del siglo XVI ya se aprecia su declive: no más de 10 casos frente a los más de 120 que, en el mismo periodo, se registran de peregrino. En el resto de las lenguas románicas, paradójicamente, se fijó como forma preferible –y actual– la disimilada: pellegrino en italiano, pèlegrin en francés o pelegrí en catalán (Väänänen 2003: 126). Además, podemos destacar casos en los que el grupo consonántico no es primario, sino que se ha formado en romance, como en alambre[8] (<aeramen), en la que la /ɾ/ resultante de la disimilación de /n/ y la formación posterior, por otro proceso disimilatorio, del grupo -br-, motiva la disimilación de la primera /ɾ/, al inicio de sílaba.
En esta línea, trato aparte merecen las siguientes tres palabras: milagro (<miraculu), palabra (<parabola) y peligro (<periculu), derivadas de los antiguos miraglo, parabla y periglo, respectivamente, en los que el grupo oclusiva más r es el resultado de un cambio por ultracorrección porque en “castellano primitivo el pueblo repugnaba los grupos del tipo gl-, cl-, por lo que se cambiaban por gr- y cr-” (s. v. ‘peligro’); y se produce seguidamente la disimilación regresiva. Esto, no obstante, está discutido y se han ofrecido diferentes explicaciones: para Corominas y Pascual, la disimilación de la r explosiva se debe a “justamente por la resistencia popular” (s. v. ‘peligro’) contra los grupos más l; o, para otros, se ha producido una metátesis doble (Ariza 2012 [1984]: 201). Estas tres palabras se documentan desde bien temprano en sus formas disimilada y sin disimilada: miraclo en el Cantar del Mio Cid y milagro, ya preferida por Nebrija; palabra desde el Cantar del Mio Cid y el Fuero de Soria (c. 1196) y parabla aún en el Libro de Alexandre y en el Libro de Apolonio; y periglo en la Vida de Santa María Egipciaca, c. 1215; y ambas en Berceo y en Alfonso X. La pugna entre formas se resolvió rápido en el caso de las dos primeras, hecho que se ilustra bastante bien con el portugués: la evolución patrimonial de parabola fue parávoa, pero adoptó la solución castellana y fijó palavra, al igual que tomó y adaptó el castellano ‘milagro’ como milagre. Por su parte, y a diferencia de las otras dos voces, el estado intermedio perigro pervivo en la lengua más tiempo, pues Alfonso X también la emplea y es la forma elegida por López de Ayala en el Rimado de Palacio (c. 1378). Aquí, el portugués mantuvo la evolución patrimonial perigo.
En cuanto al sonido disimilado en posición implosiva, aunque son menos frecuentes los casos identificados y analizados, podemos destacar el de albedrío (<arbitriu, < arbiter), documentado por primera vez en 1219 en el Fuero de Guadalajara (s. v. ‘albedrío’), resultado de una metátesis de la r final, que conforma el grupo y motiva, así, la disimilación regresiva de la otra líquida. Antes hemos señalado, al hablar de la síncopa esperable en estas formas, que púrpura da una forma polbra en aljamiado, y centramos nuestra atención ahora en el aspecto que nos ocupa: la creación del grupo secundario con r motiva, como en los casos anteriores, la disimilación regresiva de la anterior que, antes, producía una disimilación progresiva al fonema explosivo. En estos ejemplos, la segunda ley enunciada por Hjelmslev se cumple parcialmente, ya que el sonido disimilado no se encuentra entre dos vocales.
De todas formas, independientemente de la posición que ocupa el sonido reforzado, atribuimos al grupo consonántico la disimilación, ya que la disimilación no se ha producido hasta que el grupo se ha consolidado, y la disimilación, como hemos visto, exige la presencia de la misma líquida repetida.
Este trabajo supone un acercamiento al estudio y tratamiento de un fenómeno marginado en los estudios de la fonética y fonología históricas del castellano. Por motivos de extensión, no hemos podido abordar otros casos de disimilación ni los cambios entre líquidas por ultracorrección, vacilación y etimología popular. Aun así, estas páginas resultan suficientes para recoger un seguimiento y descripción de varios aspectos relevantes relacionados con la disimilación.
En primer lugar, queda demostrado que la disimilación, desde una perspectiva diacrónica, no es un fenómeno tan esporádico como señalan muchos autores. Posiblemente, esta percepción tan extendida se debe precisamente, por una parte, por la sistematicidad con la que ha operado la disimilación en muchos casos (por ejemplo, las voces proparoxítonas acabadas en e); y, por otra parte, que atañe a un buen número de casos, a la presión culta sobre estas formas desde bien temprano, aunque en el examen de los casos propuestos hemos podido identificar la documentación paralela de resultados disimilados y sin disimilar, en los que estos últimos terminaron por imponerse más tarde o más temprano (cf. celebro).
En segundo lugar, este trabajo nos puede resultar útil para reconocer cómo funcionan unos patrones concretos de disimilación en unas estructuras también particulares, pues, en la evolución fonética de muchas de las voces examinadas, son más esperables el desarrollo de otros fenómenos, como la síncopa (cf. arbre). En esta línea, señala Corominas que no es una operación frecuente, a excepción de cultismos o semicultismos, por lo que “el tratamiento fonético es popular, pues el castellano no sincopa en este caso” (s. v. ‘mármol’). Sin embargo, cabría examinar con más detalle qué debemos entender aquí por “popular”, puesto que, como apuntamos, en mayor o menor medida, el mantenimiento de esta estructura silábica como los grados de evolución responden a un origen y preferencia cultista.
Al mismo tiempo, hemos podido comprobar la oposición fonológica existente entre los dos sonidos, en la que la /l/ se comporta más fuerte que /r/. En este trabajo, hemos podido observarlo en el tipo de disimilación que se produce dentro de la serie líquida, en las que el sonido afectado ha sido la /r/, cuya disimilación en /l/ obedece, además, a un refuerzo del sonido que ocupa, por lo general, la coda silábica en sílaba átona.
Por último, podemos corroborar que los dos principios enunciados por Hjelmslev se cumplen con notable suficiencia, si bien hemos identificado otros patrones regulares relevantes en la disimilación que pueden ayudar a su mejor caracterización, como la dirección del cambio. En los casos en los que la sílaba tónica disimila a la otra líquida, la dirección es progresiva, mientras en las que una de las líquidas está trabada porque forma un grupo, preferiblemente, con una oclusiva, la dirección es regresiva. Un estudio en profundidad que incluyera más voces podría hacernos reconocer nuevos patrones e, incluso, replantearnos los propios esquemas planteados en esta investigación.
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[1] Todas las voces presentadas en las que no se señalan la fuente han sido extraídas de este corpus.
[2] También, árbole, arbole, árvore, arvore, arbre, albre, alble, arble.
[3] Alfonso de Palencia y algunos textos clásicos traen aún mármor, pero debe obedecer a un uso cultista —reconocido posteriormente incluso en el Diccionario de Autoridades—, pues Nebrija ya utiliza mármol.
[4] Se documenta por primera vez bajo la forma mercores en un documento leonés de 1113 (s. v. ‘miércoles’), y la forma disimilada, en otro notarial de 1124.
[5] Ya se documenta la forma mormollo en el anónimo Evangelio de San Mateo, hacia 1260; mormullo en Juan Ruiz y Alfonso de Palencia, y murmullo en la Crónica del Rey Don Pedro, de López de Ayala (c. 1400), aunque usa predominantemente murmurio.
[6] Se trata de un cultismo: se prefiere prisão o cadeia.
[7] Las ocurrencias se distribuyen en tres para la segunda mitad del s. XIV, siete en el siglo XV, cuatro en el siglo XVI y 112 en la primera mitad del siglo XVII, que responden todas, no obstante, a una misma obra (apud CICA).
[8] La primera documentación de la palabra es aramne, en 1194, en un documento notarial navarro. La forma arambre se documenta por primera vez hacia 1200 en La fazienda de Ultramar de Almerich, que también escribe aramne, y hacia 1250 se registran los primeros casos de la forma disimilada alambre, documentadas en Alfonso X, quien también escribe la forma sin disimilar. Desde el siglo XV la forma actual alambre es la que prevalece.