https://dx.doi.org/10.12795/PH.2020.v34.i02.04
Recibido: 08-07-2020
Aceptado: 20-10-2020
Publicado: 17-12-2020
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2020.v34.i02.07
Resumen
Manuel Pinillos es, junto a Ildefonso Manuel Gil y Miguel Labordeta, uno de los grandes poetas aragoneses del siglo xx. A lo largo de los años 50 y 60 formó parte de la tertulia cultural reunida en el desaparecido café Niké, e integró el grupo de poetas que conformó la Oficina Poética Internacional (O.P.I.), una entelequia de Miguel Labordeta que impulsó a la generación de autores más importantes de la historia literaria de Aragón. En este artículo trataré de exponer la vida del autor, comentando a lo largo del mismo su producción poética.
Palabras clave: Poesía española contemporánea, Poesía en Aragón, Manuel Pinillos, Oficina Poética Internacional.
Abstract
Manuel Pinillos is, along with Ildefonso Manuel Gil and Miguel Labordeta, one of the most important aragonese poets of the 20th century. Throughout the 50’s and 60’s he was part of the cultural gathering located in the disappeared cafe Niké, and was part of the group of poets that formed the International Poetic Office (O.P.I.), a Miguel Labordeta’s entelechy that promoted the literary generation most important in the history of Aragon. In this work I’ll try to present his life and to comment his poetry.
Keywords: Contemporary Spanish Poetry, Poetry in Aragon, Manuel Pinillos, International Poetic Office.
A comienzos de los años 50, nacía en un café de Zaragoza una tertulia de carácter variopinto, bastante informal e incluso escandalosa, pero sobre todo entusiasta, y de cuya alegre cooperación nacieron revistas, proyectos editoriales y muchos poemarios. La confluencia en el café Niké de varios autores dio comienzo a esta feliz empresa en 1952. Por una parte, los jóvenes poetas Raimundo Salas, Julio Antonio Gómez y Guillermo Gúdel, que dejaban de lado una tertulia en otro café por su rigor y su pretendido formalismo; y, por otra parte, Miguel Labordeta junto a Manuel Pinillos, recién galardonado con el Premio Poesía Ciudad de Barcelona en su edición de 1951. Pronto, en torno a este núcleo inicial irían reuniéndose cada vez más contertulios, hasta convertirse en un refugio donde se primaba, ante todo, la libertad, el humor y la creación literaria. Se trataba de una reunión de colegas de muy distinta formación y procedencia, que dedicaban sus vidas a diferentes vocaciones y profesiones —autores, profesores, pintores, cineastas, críticos, periodistas—, y que constituyó el grupo de poetas aragoneses más importante desde el Siglo de Oro. Tal fue así, que Miguel Labordeta encontró en él el reducto ideal para su recién creada Oficina Poética Internacional, una quimera literaria que pretendía reunir a autores díscolos con el fin de sacudir el polvo al panorama poético de posguerra, para lo cual procuró subrayar su distanciamiento de las corrientes líricas tanto garcilasistas como sociales. La O.P.I. contaba ya entonces con dos manifiestos, dos alucinados textos que enlazaban con la tradición vanguardista. El primero de ellos, «Poesía Revolucionaria», fue publicado en el N.º 47 de la revista Espadaña (1950); mientras que al «Segundo Manifiesto Ópico al País y sus alrededores más céntrico en otoño o así» (Rubio 2015: 69-73) —redactado en sus varias versiones por Labordeta en 1950 y 1951—, la censura no le permitió ver la luz. Lo curioso es que, si entre las firmas del segundo texto no figuraba ningún poeta del Niké, ya que su composición es anterior a dicha reunión, estos nuevos colegas lo recibirán con alegría y abrazarán la O.P.I. como su alma mater. Llegaron incluso a lanzar un órgano de expresión periódica, Despacho Literario (1960-1963), y a ritualizar carnavalescas coronaciones de ingreso en la O.P.I. con entregas de diplomas que oficializaban su condición de miembros «opicilos», «jounakos» o «ungüejollos», en función de la calidad literaria demostrada. Entre estos poetas, además de los ya citados, se encontraban también Luciano Gracia, Fernando Ferreró, Benedicto Lorenzo de Blancas, Miguel Luesma, José Ignacio Ciordia, Rosendo Tello, Emilio Gastón, José Antonio Labordeta, Mariano Esquillor, José Antonio Rey del Corral y Luis García Abrines —este sí, cofundador de la O.P.I.—, entre otros muchos asistentes. No puede hablarse en sentido estricto de una escuela poética al respecto de este grupo, ya que si algo los caracterizaba era su heterogeneidad. Manuel Pinillos fue el mayor en edad dentro de este grupo, de aliento poético más clásico y retórico respecto al resto. A menudo se lo suele considerar una de las grandes voces líricas aragonesas del siglo xx, conformando una tríada junto a Ildefonso Manuel Gil y Miguel Labordeta. Pero lo cierto es que, a pesar de la calidad de su obra, muy numerosa por otra parte, no ha logrado, como tampoco sus amigos y compañeros, ocupar en la historia de la literatura española el lugar que merece.
Manuel Pinillos de Cruells nació en Zaragoza en mayo de 1912. No queda muy claro el día, ya que las fuentes se contradicen. Mientras el «Perfil del autor» con que se abre su primer poemario publicado, A la puerta del hombre (1948), asegura que nace el 19 de mayo, la información recogida en la solapa de Aún queda sol en los veranos (1962) indica el 10 de mayo. En cuanto al año, que tampoco ha estado exento de confusión, si bien la bibliografía disponible suele situar su nacimiento en 1914, su mujer Margarita Sanjuán confirmó que la fecha era en realidad 1912 (Martínez Barca 2000: 23; 2008: 5), corrigiendo un error que venía repitiéndose desde el citado «Perfil del autor» de 1948. Este mismo prólogo ya revelaba alguna información sobre el poeta. Estudió Derecho, por ejemplo, y luchó durante la Guerra Civil como Oficial de Regulares.
El estudio que inaugura la investigación sobre el poeta lo llevó a cabo José Luis Calvo Carilla (1989). No obstante, la principal especialista sobre Manuel Pinillos es María Pilar Martínez Barca, quien realizó su tesis doctoral sobre el poeta, que publicó en el 2000, para más tarde editar sus obras completas en 2008. De tal forma que la mayor información biográfica y el más amplio estudio de la poesía de Pinillos se encuentran en estos tres libros, a los que remito, y que constituyen las fuentes principales de este trabajo.
Manuel Pinillos, hijo de Rosario de Cruells y de Manuel Pinillos Serrano, nació en una acomodada familia de Zaragoza, con su domicilio ubicado en Plaza España 3, 1º izq., y que poseía además una finca vacacional en La Almunia. Su padre, además de terrateniente, fue un reputado abogado de la ciudad, quien disfrutaba además de la lectura de la poesía española del xix, pero siempre entendiéndola como una forma culta de ocio. La fuerte y estricta figura de su padre, con quien discrepó en cuanto a otras cuestiones y perspectivas vitales además de la poesía, determinará los acontecimientos en la vida de Manuel Pinillos. Así se explica, por un lado, la presión a la que fue sometido para estudiar Derecho, ejercer de abogado y seguir los pasos de su padre en el despacho familiar; y, por otro, la desaprobación, en el seno familiar, de su vocación poética, algo que resultaba muy frecuente en la época. Los estudios de letras, a fin de cuentas, se consideraban inútiles y sin un futuro profesional más allá de la docencia. Ya desde su adolescencia Pinillos escribía poesía, y fueron Fray Luis de León, Rainer Maria Rilke y León Felipe sus primeras lecturas e influencias. No obstante la insistencia paterna sobre la orientación de su carrera profesional, Pinillos ni dejó de escribir versos ni fue tampoco un estudiante de leyes ejemplar, llegando a coger «una manía terrible a la carrera de Abogado» (Pinillos 1980: 13). Pinillos aseguraba que buena parte de las clases se las saltaba, empleando las mañanas en paseos por el Canal y jugando al póker con amigos en alguna cafetería. Incluso hubo un profesor —pone el caso del catedrático de Derecho Natural don Miguel Sancho Izquierdo— que no le conoció hasta el día anterior al examen final, que suspendió.
Como contrapunto a la figura de su padre, la madre se erige para Pinillos en un referente más tierno, comprensivo y amable. Por ella sintió el autor un profundo amor devocional arraigado en su niñez, que a menudo inspiró versos y libros enteros dedicados a su memoria, como es el caso de Débil tronco querido (1959): «Allí ese bello rostro tuyo / tan nuevo, tan así, tan ya no visto, / tan ya no conocido» (2008: 293). Muy parecido sucede con su abuelo Julián —«Viejo amigo, distante, allá en mi infancia» (ibid.: 78)—, a quien se dirigió mediante numerosos poemas compuestos, como «A mi abuelo Julián», desde el recuerdo de una niñez dorada: «un firme corazón donde cabía, / en medio de las balas de tus turbias / memorias tormentosas, aquel niño, / burlón y soñador, que se escondiera / bajo el campo, con nieve, de tu frente» (ibid.: 79).
Al estallar la Guerra Civil Manuel Pinillos, con sus veinticuatro años, y tras un breve destino en Guinea Ecuatorial al alistarse en el ejército (Barreiro 2014), marchó voluntariamente al frente nacional. Martínez Barca (2000: 26) señala que, probablemente, la decisión la tomó como una forma, a la vez, de rebeldía y desafío hacia su padre, de huida de un ámbito familiar acomodado y de saciar también su hambre de aventura. Al comienzo de la guerra fue destinado a Teruel. A la dureza de la batalla allí librada, donde resultó herido en campaña dos veces, se sumaría la frustración de su primer y único intento profesional como abogado. Ejerció la defensa de un compañero que fue sometido a un consejo de guerra y que, a pesar de sus esfuerzos, terminó siendo condenado a muerte.
Después de Teruel, y hacia la etapa final de la contienda, fue enviado al protectorado español de Marruecos como Oficial de Regulares durante un par de años o tres. El «Perfil del autor» del 48 indica que en Marruecos estuvo «más de un año». Al año siguiente, en una carta a Jacinto López Gorgé de 1949, y quizá con la intención de hinchar un poco su propia historia, Pinillos afirmaría que allí estuvo mandando Regulares durante tres años (Martínez Barca 2000: 26). En esta etapa africana colaboraría en la revista literaria hispanoárabe Ketama, dirigida por Trina Mercader, con artículos y algún poema. De la guerra Pinillos se traería el recuerdo de compañeros caídos y la experiencia de muchos horrores, entre los que recordaba cómo «corrían las mujeres apretando fuertemente a sus hijos pequeños contra el pecho, se desbandaban con rostros demudados, con rostros de viejo susto, un susto acumulado por muchos lustros de abusos de todo género» (Martínez Barca 2008: xxxi).
Finalizada ya la guerra, sería destinado como Oficial de Prisiones a Zaragoza, primero, a mediados de los 40 a Teruel, y en 1951 a Gerona. Su labor de articulista le haría merecer en el 47 el Premio Nacional África de periodismo. Con sus artículos publicados en Marruecos, y más tarde en el periódico turolense Lucha, que él mismo dirigió entre el 46 y el 47, acreditó «un buen conocimiento de los temas africanos y unas dotes excelentes de escritor», según el historiador del premio Florentino Soria, citado por Martínez Barca (2000: 29). Concedido por la Dirección General de Marruecos y Colonias, el premio le valió al autor 3.000 pesetas.
En 1948 fallece su padre, pero también será el año en que Pinillos se presente al mundo como poeta con la publicación de su primer poemario, A la puerta del hombre. Las discrepancias con su padre antes comentadas, a cuenta de su afición a la poesía, no debieron ser pequeñas cuando Pinillos mantenía este libro guardado en el cajón junto a otros durante tanto tiempo, inédito hasta la muerte de su padre. José Antonio Labordeta recogía en un artículo de Andalán (1981: 34) la sarcástica advertencia paterna que Pinillos nunca olvidaría: «Nos ha salido poeta […] y se nos morirá de hambre. Hay que hacerse abogado». Según el «Perfil del autor», a fecha de 1948 no se trata de «un poeta que ahora se inicia», sino que contaba ya entonces con otros tres poemarios listos —Tiempo parado, Tus ojos en mi herida y Reguero de Dios— y un poema largo: La fuga de los árboles. A estos habría que añadir tres obras teatrales radiofónicas —La ventana, Un humo en las montañas y La luz en el túnel— que fueron emitidas en Radio Zaragoza entre los años 46 y 48. No obstante, estos títulos quedaron inéditos, reintegrándose algunos de sus poemas en futuros volúmenes.
Esta primera publicación contiene poemas que cumplen con rigor un formalismo de manual, con sonetos y un romance, pero esta característica no volverá a repetirse en el resto de su obra, donde enseguida adoptará, más allá de un clásico predominio del heptasílabo, el endecasílabo y el alejandrino, la libertad en la estrofa y el verso blanco. En cuanto al contenido de los poemas, A la puerta del hombre anticipa ya los temas, y en menor medida el tono, que dominarán toda su obra posterior. Como Barca sostiene, la poesía de Pinillos se configura en torno a cuatro claves temáticas: «el desarraigo, el amor, la muerte y la búsqueda de lo absoluto. Núcleos temáticos que, entrelazados constantemente unos a otros y generados a su vez de esos dos ejes esenciales del amor y la muerte, llevarán a una importante obra poética, unitaria, total» (2000: 100). Estos temas se desgajarán en distintos subtemas que irán poblando toda su obra. El desarraigo no será social y comprometido sin antes manifestarse bajo la forma de una nostalgia de la infancia que romperá y marcará el tiempo adulto, y fundará en el autor el sentimiento de insatisfacción vital. El amor no solo será el profesado a su madre, su abuelo o su mujer, sino que tratará también un tipo de amor más amplio, metafísico y religioso que le permite intuir, sentir, anhelar y buscar lo eterno. Lo cual nos lleva, en fin, al tema de la muerte, que refleja desde múltiples perspectivas. La muerte como tránsito ineludible, como complemento del amor, como sublime liberación de lo material o como fin demasiado abrupto para una vida y un mundo plagados de belleza.
En cuanto al tono, Pinillos se expresará con un sentimentalismo profundo que a lo largo de sus futuras entregas se elevará a cotas de emoción más o menos exaltadas e incluso afectadas. La fuerza con que este autor experimenta sus emociones y sus reflexiones se traducirá a menudo en una lírica extensa y torrencial, y en la que los elementos naturales y el paisajismo, más allá del valor que el autor les otorga como su tierra, su hogar, el escenario fundamental de su añorada niñez, cumplen una función de refuerzo y caracterización emotiva neorromántica. Pinillos concibió toda su vida la poesía como una síntesis estética de indagación, expresión, conocimiento y comunicación: «La poesía es fundamentalmente comunicación, se ha dicho; pero yo creo que por encima de todo es expresión interiorizada del conocerse a sí mismo y del entender, algo a fondo, el entorno ambiental, y en todo caso larga comunicabilidad con nuestro indagante» (Pinillos 1982).
En 1951, su año en Gerona, Pinillos funda la revista de poesía Ámbito, título que toma de la obra de Vicente Aleixandre, y que a pesar de haber tirado de numerosos y valiosos contactos establecidos gracias a sus colaboraciones en publicaciones periódicas, tan solo sobrevivió dos números. Contaba Pinillos que no era cosa fácil:
Los catalanes, que son unos conservadores, se me daban de baja porque publicaba versos de poetas como Miguel [Labordeta]. Y para acabarla de fastidiar, una mala crítica de José María Aguirre contra un libro de Juan Ramón hizo que se me dieran de baja los andaluces […]. Fui el primer español que sufrió las consecuencias del nacionalregionalismo pequeño burgués (Labordeta 1981: 34).
El primer número de la revista contó con la presencia de grandes nombres como Gabriel Celaya, José Hierro, Leopoldo de Luis, Blas de Otero, José Luis Hidalgo, Eugenio Frutos o José María Aguirre. En el segundo, presentado por el mismo Aleixandre y donde Pinillos publicó su obrita de teatro El Hijo, se incluyen las firmas de Ángel Crespo, Miguel Labordeta, José Luis Cano o Ramón de Garciasol, entre otros. A la altura de este segundo número, aunque publicado en Gerona en otoño del 51, podemos situar a Pinillos de vuelta ya a Zaragoza. La revista indica entonces como dirección postal para la correspondencia al director el domicilio familiar de Plaza España, pero también Pinillos dio testimonio de ser este el año en el que regresa a su ciudad natal, y en el que además estrechó relaciones con Miguel Labordeta (1921-1969), al que conocía de la tertulia de Los Espumosos (Ibáñez 2004: 89-90):
Me vuelvo a Zaragoza en el 51 y quedo citado con Miguel en un café de la plaza de España. Miguel llegó con más de una hora de retraso. Y apenas se excusó. Aquella tarde nacía una gran amistad entre los dos. Muchas noches, a la puerta de Buen Pastor, nos alcanzaba el alba, charlando, hablando, discutiendo. Y, sin embargo, nunca llegamos a tener una gran intimidad. Éramos demasiado independientes. No sé si para bien o para mal, pero esa era la realidad (Labordeta 1981: 34-35).
A lo largo de 1951 publicó también otros dos poemarios: Sentado sobre el suelo y Demasiados ángeles. Estos dos títulos rompen, como se ha dicho, con el formalismo del primer libro de Pinillos. Manteniendo una métrica donde priman el heptasílabo, el endecasílabo y el alejandrino, el autor ahonda, por una parte, en el sentimiento de desarraigo que provoca el paso del tiempo, la lejanía de una infancia idealizada como un paraíso perdido conforme se distancia y la sed de absoluto, de misterio, de Dios, que tiene el hombre que es capaz de concebirlo e intuirlo en el mundo y que, en cambio, se ve limitado por la insuficiencia de sus medios, del lenguaje sobre todo, para alcanzarlo mediante su nombramiento, y saciarse y regocijarse en él: «Ansia de eternidad antes de haber cruzado / la margen de lo eterno. / Hambre de Dios, Dios solo» (2008: 36). Esta intuición espiritual alcanzaría una de sus cumbres en El octavo día (1958), un libro en cuatro cantos donde el autor adopta una perspectiva casi cósmica para ponderar una visión en la que el ser humano y sus destinos, la siempre bondadosa figura de la mujer y Dios se armonizan en un orden doloroso y hermoso, en el que «Dios no tiene domingo, no descansa» (2008: 273).
Con el segundo libro, Demasiados ángeles, inauguró la colección de poesía de su propia revista Ámbito, aunque resultó ser la única entrega. Esta vez, el autor manifiesta una revuelta contra el mismo Dios al que en su primer libro cantaba con calidez, ya que, ante las circunstancias históricas y sociales, se lo figura como un observador distante que no participa en los problemas del hombre: «Nos has hecho, Señor, para este barro: / ¡perdona si no anhelo ir a tu nube!» (ibid.: 82). Así se explica que Pinillos introduzca aquí cierto componente social en sus versos —«¡Yo me alzo en un grito! / ¡Yo no quiero ser dulce! / ¡Yo soy grito, soy lucha; / no un negarme, un huir!» (ibid.: 68)—, que ni mucho menos deja a un lado su constante entreveramiento temático de amor, entrega, muerte y misterio, donde logra intuir momentos plenos que trascienden el tiempo: «qué grande aquel instante, que vale por los siglos, / de confundirse nuevo, muerto, aún relampagueante, / inmenso palpitar pidiendo libre paso» (ibid.: 75).
Ese tímido impulso de compromiso se hará más explícito en el siguiente título, De hombre a hombre, que le haría ganar el prestigioso Premio de Poesía Ciudad de Barcelona en su edición de aquel año y por decisión unánime de un jurado compuesto por Dionisio Ridruejo, Fernando Gutiérrez y Lorenzo Gomis (Calvo Carilla 1992: 5). Con De hombre a hombre, Pinillos deslizaba su obra hacia el campo de la poesía comprometida, una modalidad que por entonces iba cobrando cada vez mayor presencia y afiliación. El autor, en esta entrega, sale de su interioridad reflexiva para tener en cuenta al otro, preocuparse por sus problemas —«Me pesa, bien te digo, tal miseria, / la tuya, la de Juan y la del otro» (2008: 105)— e identificarse con él, «hombre que como yo vas al trabajo, / sudas, te afanas, vives perramente, / te casas por costumbre y te limitas / a soñar con los sueños que no cuestan» (ibid.: 106). El libro constituye una denuncia de la alienación que somete al hombre a la condición de cifra, de carnet, de vivo muy cercano al muerto, de ángel desterrado en unas coordenadas históricas que aunque obligan a la acción, no dejan de convertir la vida en una impasible, vencida y «larga sobremesa / desde un largo bostezo de familia» (ibid.: 117).
Publicado en el 52 en las Palmas de Gran Canaria y con prólogo de Celaya, este libro superaba a todos los anteriores y quizá por ello Pinillos aún extendió el tema social al siguiente libro, La muerte o la vida (1955).
Este sonado galardón obtenido por el poeta en 1952 sería la causa de un decisivo encuentro con unos jóvenes poetas de Zaragoza. Se daba por entonces el caso de que, a finales del 51, tres poetas habían dado recientemente el salto al café Niké, ubicado en la Calle Cinco de marzo 10, desde la tertulia cultural que se reunía en el café Ambos Mundos, Paseo Independencia 32-34 —y considerado entonces el más grande de Europa—, a la que eventualmente acudía Pinillos, como también Miguel Labordeta. Se trataba del tipógrafo Guillermo Gúdel (1919-2001) y los jóvenes Raimundo Salas (1932-1970) y Julio Antonio Gómez (1933-1988). Por aquellos años, y como es natural, muchos de los que gustaban participar en las tertulias no se limitaban a asistir solo a una, sino que iban de un café a otro —como el Café Levante, entonces en Paseo Pamplona 9, Los Espumosos, en Paseo Independencia 28, o la tertulia «Joven Academia»—, y muy probablemente casi todos se conociesen entre sí. Manuel Pinillos, junto a Miguel Labordeta e Ildefonso Manuel Gil (1912-2003), eran sin duda los poetas más conocidos en los círculos culturales de la Zaragoza de la época, pues contaban con varios libros publicados que respaldaban una sólida trayectoria literaria. Guillermo Gúdel, que llevaba apenas un año disfrutando de estos ambientes de la mano de sus jóvenes amigos, estaba intrigado por conocer de verdad a Pinillos, sobre todo tras saberlo ganador del Ciudad de Barcelona por noticia de Salas. Y este, a su vez, debía de haber tratado en los cafés con el autor galardonado cuando le propuso a Gúdel presentarse en su domicilio para entrevistarlo, conocerlo y pasar una buena tarde charlando de poesía. Y así lo hicieron. En algún momento de este 1952 se produce el encuentro, que Pinillos recordaría treinta años después:
La Tertulia de Niké, cuando nosotros la llegamos a conocer, estaba formada por tres o cuatro. Se reunían Gúdel, Gómez y Salas. Y un buen día vino Raimundo Salas a hacerme una entrevista a casa, porque me habían dado el premio Ciudad de Barcelona, y me habló de la peña que tenían. Yo se lo conté a Miguel Labordeta y nos unimos a ellos. A veces venían a mi casa, otras, íbamos allí a pasar el rato. Luego la cosa fue tomando volumen y formamos un grupo majísimo. […] La OPI fue una broma de Miguel Labordeta. A Miguel le interesaba lo de ciudadanos del mundo (Pinillos 1980: 11).
Con estos tres jóvenes, y junto a Miguel Labordeta, conformarían todos ellos el núcleo primero del grupo de poetas del Niké. De la casa familiar de Pinillos, que estaba ubicada en la misma manzana que el Niké, quedan testimonios como el de Emilio Alfaro (1973: 46-47), que la llega a considerar un verdadero «santuario de la poesía», en contraste con el café, que al lado del «suntuoso» apartamento era «el reino del barullo y de la alegría más desaforada».
La época del Niké, hasta su cierre en 1969, supuso para Pinillos, como para el resto de los contertulios y amigos poetas, un estimulante entorno de creatividad liberadora. Los encuentros y las charlas, marcadas por el humor, la libertad, la camaradería y el entusiasmo, irían cuajando las relaciones en amistades y, sobre todo, alimentaría una sinergia poética de la que nacerían numerosas iniciativas literarias, tanto libros de poemas individuales como revistas, recitales, editoriales y colecciones de poesía. Pero no solo la poesía estaba en el centro del Niké, y a menudo se ha insistido en recordarlo. Se trataba sobre todo de divertirse, de aceptarse unos a otros y aliviarse mutuamente los pesos, los contratiempos y los embates agridulces de la vida, cuando se daban, y así lo compensaban con grandes y festivas cenas, las juergas que las seguían y algunas excursiones, cuando podían, fuera de la provincia. Todo esto además vigorizado por la Oficina Poética Internacional, una omnipresente sociedad abierta a todos los poetas libres y Ciudadanos del Mundo, la invención para la que Miguel Labordeta llevaba buscando un emplazamiento físico desde 1950, y que al fin encontró en sus colegas del Niké la acogida que merecía. No es casual que en los años de máximo esplendor y producción del grupo, a finales de los 50 y principios de los 60, se produjera la mayor concentración de títulos escritos y publicados por Pinillos.
Entregado con plena vocación a la creación poética, Pinillos se dedicó a escribir, publicar, recitar y dar conferencias. Los primeros contactos con su mujer Margarita Sanjuán, por ejemplo, tuvieron lugar en estos eventos, así fue la manera en que se conocieron. Curiosamente, esta joven navarra natural de Lerín resultaba ser sobrina de Amado Alonso. Por primera vez se vieron en un recital homenaje a San Juan de la Cruz en la Institución Fernando el Católico, el 23 de noviembre del 52, donde Margarita, sentada entre el público, escuchó recitar al que terminaría siendo su marido. A lo largo de los siguientes meses mantuvieron una correspondencia y alguna conversación telefónica hasta que, por fin, conectaron en la Fiesta del Ateneo celebrada el 2 de mayo del 54, donde el poeta recitó junto a sus colegas del Niké. Si bien la madre de Pinillos, al parecer, no terminaba de aceptar la relación en la que se embarcaba su hijo, desde entonces Pinillos y Margarita no se separaron nunca. Durante los primeros años llevaron vida prácticamente de solteros, disfrutando como pareja sobre todo en los veranos, cuando se marchaban a Berástegui, según Sanjuán (Martínez Barca 2000: 42). Y así siguieron incluso después de casarse, en secreto y en cuanto lo consideraron oportuno. Margarita explicó el asunto a Martínez Barca:
nos conocimos personalmente en el Ateneo, y un tiempo más tarde empezamos a escribirnos y, pasado algún año, a salir (en un día de niebla, le gustaban mucho los días de niebla). Nos casamos por los años 60 (1962 o 63) en secreto, por la Iglesia, y después de venir de La Magdalena por el Juzgado (en 1965) (Martínez Barca 2000: 40).
Y debieron hacerlo en secreto para ahorrarse problemas familiares. Este es un asunto poco claro que Luis Felipe Alegre considera una historia enigmática, precisamente por el silencio con el que el autor la envolvía, y al que Alegre se refiere como «algún impedimento familiar» donde, por lo visto, debió haber de por medio ciertas «cláusulas de un documento notarial» (2006).
De cualquier manera, en el verano de 1965 Pinillos fue invitado a impartir una conferencia dentro de un curso llamado «Elementos formales en la lírica actual», que el profesor don Francisco Ynduráin organizó en la Universidad Menéndez Pelayo, en Santander. Para ello, el poeta se preparó e impartió una charla titulada «Defensa de lo nuevo poético (partiendo de un poema de Neruda)». Margarita acompañó a su marido a Santander, y durante unos días pasaron en La Magdalena lo que para ellos terminó siendo un auténtico viaje de novios. Sin embargo, hubo de ocurrir la tragedia, y Rosario de Cruells, la madre de Pinillos, falleció. Dice Margarita: «Nos habíamos casado en secreto hacia 1963, porque su familia no quería y su madre estaba muy enferma, por no darle un disgusto (murió mientras estábamos allí y no nos lo dijeron)» (Martínez Barca 2000: 42).
A su vuelta a Zaragoza, y enterados por sorpresa de la desgracia, fue cuando decidieron formalizar su matrimonio también por lo civil, y con la misma discreción que lo hicieran por la Iglesia. La madurez de Pinillos —entrado ya en la cincuentena—, su ahora completa orfandad y, sobre todo, las tensiones familiares, precipitaban ya la hora de valerse por sí mismos y emprender juntos su propia vida como matrimonio. Necesitaban emanciparse y convivir como la pareja que realmente eran, aunque la escasez de recursos fuera de sus respectivos ambientes familiares no los libró de temporadas un tanto precarias, sobrellevando algún que otro achaque económico y teniendo que ir de un piso a otro hasta dar con uno que pudieran sentir como su hogar. Sanjuán era a la sazón la hija de un bibliotecario, y parece ser que esos conflictos familiares de Pinillos, con cláusulas y contratos de por medio, afectaron de alguna manera a la herencia del autor tras la muerte de su madre. Tello comenta el asunto cuando, enumerando las cosas que fueron forjando el carácter del autor a lo largo de su vida, incluye también «la familia contra la que pleiteó por asuntos de herencia» (2008: 322). Pinillos, que con tanta natural facilidad concebía versos nuevos de cada experiencia vivida, encontró siempre las palabras con las que convertir su sentimiento, su vida, en poesía. Dice Martínez Barca que «precisamente de ese regreso de Santander y la tremenda impresión ante el vacío dejado por la madre escribió el poeta hermosos y estremecedores versos —que se conservan en la que fue su última casa entre otros muchos inéditos» (2000: 42).
Al comienzo, la pareja se instaló en el lujoso domicilio familiar de Pinillos, pero pronto debieron de marcharse por los conflictos familiares. Martínez Barca (ibid.: 119) explica que «el poeta y su esposa fueron desalojados de la vivienda familiar de la Plaza de España, viéndose obligados a vivir de alquiler (aproximadamente entre 1966, año en que sería cerrada la casa paterna, y 1968, fecha de la publicación de Viento y marea)».
Se trasladaron al fin a un piso en la Calle María Lostal. Allí debieron estar unos pocos años hasta que, en 1971, tuvieron que conformarse con un dormitorio realquilado «solo para dormir» en Coso 8. Este número, hoy desaparecido, se ubicaba en un bloque frente al Palacio de los Condes de Morata. Finalmente, hacia 1975, el matrimonio dio con la que sería su casa definitiva, en la Calle Lacarra de Miguel (antigua General Sueiro). En esta época de cambios y vaivenes, Pinillos encontró buen material para algunos poemas, de igual forma que ocurre con la figura de Margarita, quien además de ser su esposa se estaba convirtiendo en su gran compañera de vida y en la fuente de su fuerza y su motivación. Una testimonial muestra lírica de esos años bien puede ser el citado y elocuente título Viento y marea (1968), del que cabe destacar el poema «Realquilados», donde Pinillos convierte su circunstancia de realquilado y desahuciado en una condición socioeconómica extensible a todos los hombres, pero en la cual, por otra parte, la presencia del amor puede compensar y solucionar cualquier contrariedad.
Para continuar con el ámbito poético del café, las tertulias y los amigos, debemos volver a los años 50. Pinillos fue un poeta que supo desenvolverse en los círculos literarios nacionales. Publicaba poemas en numerosas revistas y todos sus libros eran bien acogidos con reseñas en multitud de diarios y periódicos. Entre sus contactos literarios se contaban, por citar los más conocidos, Gabriel Celaya —que también mantuvo correspondencia y amistad con Miguel Labordeta (Rubio 2015)—, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Buero Vallejo, Leopoldo de Luis o Ramón J. Sender. Con algunos de ellos llegó a compartir interesantes veladas, aprovechando las estancias en otras ciudades por los cursos y las charlas a las que era invitado a impartir. De uno de esos grandes encuentros dejó constancia en una carta que envió desde Madrid a Miguel Labordeta, el 2 de noviembre del 54:
Yo estoy en pleno follón amatorio-juerguístico-vinícola. […] Pasado mañana haremos una excursión a Toledo, a pasar el día. Tuve un guateque de gran ringorrango, en casa de R. Spiteri, con Aleixandre, Diego, D. Alonso, Muñoz Rojas, Cano, etc. Todo gente importante. También estaba Manuel Pinillos. Nos entrompamos y los académicos estaban deliciosos, sobre todo Dámaso Alonso que tiene un fondo de barriobajero altamente antipoético (Martínez Barca 2000: 39).
Para conocer a Pinillos como colega, como contertulio, como ciudadano de a pie y más allá de sus versos, contamos con varios testimonios de quienes lo trataron durante la época del Niké y la O.P.I. Todos vienen a coincidir en un aspecto recurrente: el carácter fuerte de Manuel Pinillos. Celaya, por ejemplo, en el prólogo que le escribió para De hombre a hombre (1952), lo califica de «hombre difícil», igual que José Antonio Labordeta, añadiendo que «él no es un amigo de juegos ni de halagos», y que «bruscamente embiste cuando se ve acusado de ternura, de admiración o encanto» (Labordeta 1980: 15). «Un carácter no fácil de lidiar», dice Rosendo Tello, con una lengua «que podía disparársele del modo más inclemente y agresivo» (2008: 321). Tello además subraya «su sistemático enfrentamiento contra todos, genio suspicaz y endiablado como pocos, siempre en guerra hasta con sus propios amigos» (ibid.: 323).
Incluso se dan varias anécdotas que no han caído en el olvido, como el rebote que una tarde cogió cuando varios, en el café, jugando tranquilamente a encadenar por turnos endecasílabos rimados, Gúdel le dejó un verso a Pinillos tan difícil de continuar que, al no dar con un verso, se hartó de insultarle (Gracia Diestre 2004: 207). Otro ejemplo del genio de Pinillos, recuerda Tello, fue el día «en que me atreví a confesarle que su obra estaba necesitando una buena selección antológica». No debió de hacerle mucha gracia, pues Pinillos parecía muy celoso de su obra: «creyó que su poesía no era de mi gusto y me lanzó una mirada fulminante que aún me quema». Tardó un tiempo en no dejar de recordarle al joven, «con enquistamiento feroz», lo que interpretó como un ataque a su poesía (Tello 2008: 232-234). Alfaro, por su parte, cuando veía llegar a Manuel Pinillos al café «olfateaba la tormenta, porque [Santiago] Lagunas y él solían improvisar agrias discusiones, aunque se admiraban mutuamente» (1973: 46).
En las correspondencias también ha quedado la huella de algún que otro desencuentro con los colegas o, por lo menos, las distancias personales con las que Pinillos se reservaba de los demás. En una carta a Miguel Labordeta, de abril del 60, le escribió Pinillos a cuenta de la O.P.I., y probablemente de algo más:
Excmo Señorito del OPI (Oficio Poético Instintivo). Caballero, yo no pertenezco a ningún sindicato lírico, como tampoco a ninguna Cámara de Comercio. Soy libre por todos los costados cardinales, menos por el lado del corazón (hombre, esto me ha salido esbelto y poético). Miro con simpatía lo que puede ser ‘el grupo Niké’. Donde hay gente sana y gente imbécil, como en cada sociedad de gentes. Y estos últimos, aquí y allá, me parecen necesarísimos y cultivables (Martínez Barca 2000: 36).
En el ambiente del Niké no faltaban nunca la guasa y la crítica mordaz, y no debían ser numerosos los que se mordían la lengua. Es recurrente la historia de un pobre chico que acudió para estrenarse como poeta ante quienes consideraba los autores locales consagrados, y recitó unos versos que fueron recibidos con un «¡Vaya mierda!». Con lo susceptible que parecía Pinillos respecto de su obra, fácilmente podía surgir un roce al más mínimo comentario, incluso con el mismo Miguel Labordeta. Así le contó este a Celaya, en una carta de febrero del 61, que Pinillos «está un poco enfadado conmigo, pero ya sabes lo que son estos poetas. Digo estos chiquillos, les dices, que no te gusta un verso suyo, y ya están “hinchados”» (Rubio 2015: 56). Celaya terminó escribiendo a ambos, tratando de interceder entre los dos poetas zaragozanos:
También Pinillos me mandó cosas. Voy a repetirle lo que te digo. Pero me parece absurdo y enloquecedor que estéis en malas relaciones. Daros una patada, un beso, o lo que sea, y haced las paces. Todos escribimos a veces cosas malas. ¿Y qué? También a veces las escribimos buenas (Rubio 2015: 130).
Rosendo Tello, que era de los más jóvenes del grupo de los poetas, recoge en Naturaleza y poesía, sus memorias, abundantes recuerdos de todos ellos y de la época. En lo que respecta a Pinillos, al que dedica muchas líneas, comienza aclarando que, a pesar de una edad que lo emparentaba con autores como Ildefonso Manuel Gil y la llamada Generación del 36, no ejercía lo que podría llamarse un papel de mentor, ni de guía o líder del grupo. De hecho, Tello llega a afirmar que «su presencia en Niké, y hablo desde mi experiencia, carecía de relieve: se limitaba a apostillar alguna observación ajena para encerrarse en un completo mutismo, consumir unos vasos de vino y apurar un cigarrillo tras otro» (2008: 265). Pero estas palabras, que pueden sonar duras, debieron haber sido fruto de algún circunstancial arrebato de Tello, porque en otras páginas subraya «la gran confianza que me dedicó» (ibid.: 321), por ejemplo, o que los jóvenes del grupo, entre los que se incluye, sentían «respeto y admiración por la figura y la obra de los poetas mayores, M. Pinillos y M. Labordeta» (ibid.: 266).
No obstante, no solo el documentado carácter de Pinillos ha de definir su perfil. La bondad, la amistad, la reflexividad y la rebeldía también conformaban la personalidad de este poeta. Ese fuerte carácter puede explicarse por su misma natural rebeldía que manifestó desde joven. Su mujer diría que «toda su vida fue muy anárquico y vago en su trabajo» (Castro 1989). Y Rosendo Tello reitera ese natural inconformismo suyo, contra lo social, lo político, lo literario:
Odiaba las perfecciones, y en especial las poéticas y artísticas, y había convertido su vida en una constante rebelión contra todas las perfecciones impuestas: la carrera de derecho que le impusieron y que logró terminar, la guerra y las cárceles de Franco en que tuvo que servir, la familia contra la que pleiteó por asuntos de herencia, el orden social y la Zaragoza en cuyo espejo se le descomponía su imagen de Azogaraz (palíndromo de su invención), irritable y violento.
No era fácil convivir con él porque no era fácil convivir con un poeta en quien persona biográfica y personaje lírico no se entienden porque entre ellos se interpone un niño enfurruñado que no dejó nunca de serlo. Se rebeló contra el mundo literario y tal rebelión le debió de proporcionar disgustos, cuando no desplantes y olvidos. Su conducta, suicida en un mundo literario tan reglamentado y reverencial, con tan buena memoria para las ofensas recibidas como el español, me permite pensar en el carácter inconformista de los aragoneses (2008: 322).
Pero Pinillos también parecía ganar en las distancias cortas, en confianza, «visitando las casas de sus amigos», por ejemplo, o en las cenas en las que conseguía sentirse más cómodo. «La de veces que cenaríamos juntos y las veladas incansables que pasaríamos en animados coloquios, porque Manolo, poeta de la intimidad, se transformaba en las veladas íntimas» (Tello 2008: 321). De esta amable cercanía también ha hablado Alegre (2006), a cuenta de las «muchas noches con Pinillos hablando de temas lindantes con la función de la poesía». O Emilio Alfaro, quien escribiendo sobre su asistencia, por primera vez, a una de esas reuniones en el domicilio del poeta en Plaza España, aseguraba: «Salimos de allí con la sensación de haber permanecido unas horas en un santuario de la poesía» (1973: 46).
No hay que olvidar tampoco que cuando la revista Poemas (1960-1964), que publicaban juntos Luciano Gracia y Guillermo Gúdel, veía el fin de sus días por escasez económica en la primavera del 63, fue Manuel Pinillos quien los animó a no darse por vencidos y continuar su bonita labor reconvirtiendo la revista en una colección de libros de poesía. Él mismo ofreció un manuscrito que tenía terminado, Nada es del todo (1963), para inaugurar una colección que duraría hasta los años 80, una de las más longevas entonces en Aragón con más de cincuenta títulos.
José Antonio Labordeta, que no dejó de visitar a Pinillos y a Margarita, ya mayores, dedicó en Andalán cariñosas líneas al poeta:
Manolo continúa con el aire ensoñado de su rostro […] que a través de sus ojos te penetra en lo hondo y te sacude. Sigue con el aspecto bondadoso de quien lo entiende todo y se siente incapaz de reventarlo, porque guarda un respeto muy ciego por la vida (1980: 15).
Y recuerda cómo fue la primera vez que lo vio:
En los mediodías dulcísimos de este invierno inocente, a veces, te los encuentras —hablo de Margarita y de Manolo— y, como si el tiempo no tuviese sentido, te detienes al sol y charlas, hablas de los recuerdos, de los últimos poemas, de ese trance brutal que Manolo ha pasado y le repites, cariñoso, lo bien que te lo encuentras. Y es verdad: Manolo continúa igual que hace ya años, allá por los cincuenta, cuando por primera vez me lo encontré de frente hablando con Miguel, a la puerta enorme de su casa, y luego —yo en silencio— a su lado subiendo en el Paseo, escuchando las voces de la charla, del discurso de ambos (ibid.: 15).
También tenía el poeta, obviamente, sus turbulentos remansos interiores, donde a menudo se recluía para meditar, pensar la vida y cosechar impresiones que, en muchas ocasiones, transformó en poesía. Tello, de nuevo, cuenta que, cuando lo conoció, que debió de ser por el año 53 ó 54:
Conocí a Manuel Pinillos en Niké. Ocupaba un lugar central junto a la mesa, frente a un vaso de vino tinto que apuraba en sorbos breves. Alternaba el vaso con el encendido de cigarrillos que consumía, compulsivamente, uno tras otro. Bebiendo y fumando, semejaba abstraerse en un ritual silencioso, ausente, de ensoñación poética, y solo hablaba para corroborar, con índice admonitorio, determinadas aseveraciones de los asistentes.
Su persona me llamó la atención desde el primer momento. Se recogía en sí mismo y, sin salir de dentro, se removía en la silla para dar un tiento al vaso o una calada anhelante al pitillo. No le era difícil entrar en sí porque Pinillos tenía muy trabajada la intimidad, quizás la intimidad más porosa y fértil del grupo, en lo que concierne a sus actitudes líricas (2008: 320).
Y todos estos aspectos formaban también al poeta. A Emilio Alfaro, desde luego, le marcó su primera impresión: «Estábamos ante el único poeta que vivía —y sigue viviendo— para y por la poesía, sin pluriempleos ni desdoblamiento de personalidad (burócrata o técnico de 9 a 18 y escritor de esa hora en adelante)» (1973: 46).
Como escritor, Manuel Pinillos fue además, junto con Guillermo Gúdel y Rosendo Tello, de los más prolíficos poetas aragoneses. Prueba de ello es su gran cantidad de títulos editados. Tras A la puerta del hombre, publicado en 1948, en los años 50 publicó siete poemarios más: Sentado sobre el suelo (1951), Demasiados ángeles (1951), De hombre a hombre (1952), Tierra de nadie (1952), La muerte o la vida (1955), El octavo día (1958) y Débil tronco querido (1959). La década siguiente resultó todavía más fecunda, con otras nueve entregas: Debajo del cielo (1960), En corral ajeno (1962), Aún queda sol en los veranos (1962), Esperar no es un sueño (1962), Nada es del todo (1963), Atardece sin mí (1964), Lugar de origen (1965), Del menos al más (1966) y Viento y marea (1968). Por el contrario, y causa quizá de la vejez que comenzaba a achacar al autor, a lo largo de los años 70 y 80 la producción se resiente sensiblemente, dando apenas cuatro poemarios: Hasta aquí, del Edén (1970), Sitiado en la orilla (1976), que fue reeditado e incluido en Viajero interior (1980) y Cuando acorta el día (1982). Lo que hace un total nada desdeñable de veintiún libros, a pesar de que Calvo Carilla señale que sus libros inéditos son «tan numerosos como los editados» (1985: i). No obstante, en la envergadura de su obra poética, Pinillos mantuvo a lo largo de todos sus libros las mismas claves temáticas, que resume muy acertadamente Martínez Barca:
la tremenda tensión entre la contención y el desbordamiento expresivos, la palabra y el silencio, lindante en ocasiones con la enfermedad y la misma muerte; la idea de la poesía como conocimiento, del “yo” y del universo circundante —tan característica de la Generación del 50—, que se complementa a su vez con el concepto aleixandrino de poesía como comunicación; y, en tercer lugar, la conciencia que el propio Pinillos tiene como poeta comprometido con unas circunstancias históricas y sociales concretas (2000: 75).
A esto habría que añadir, en sus entregas finales, la elaboración de metáforas más sutiles, la incidencia en la memoria personal: «Ahora, cuando da la hora de los recuentos, / este espectáculo de no saber qué queda / de lo que es» (2008: 1000); la retrospectiva vital que comprende todo como una gran y eterna danza, el revisionismo poético y también, por supuesto, la expectativa de la muerte: «Muerte, avanzas / cada vez más joven» (2008: 1002).
En cuanto al apartado estilístico, sí es cierto que el paso de los años ha ido flexibilizando y relajando, hasta cierto punto, y sin ningún menoscabo de su capacidad expresiva —más bien al contrario—, el lenguaje poético del autor. Lo que en sus primeros libros se derramaba en un encendido y arrebatado emotivismo que empleaba un lenguaje elevado, solemne y afectado, con el tiempo dio paso a un lenguaje más sencillo, a una expresión más clara y directa, dando también mayor cabida a elementos, temas y objetos cotidianos, sobre todo en Lugar de origen (1965) y Atardece sin mí (1964): «Las cosas me dan la vida / y le doy vida a las cosas. / Comprendo mucho si toco / lo poco que puedo, ahora» (2008: 673). No obstante, en sus títulos finales Pinillos recupera un verso que con facilidad se extiende más allá de las catorce sílabas y se expresa con renovada gravedad, después de poemarios más transparentes como los citados Atardece sin mí y Lugar de origen, en los que se recogen numerosos poemas donde el verso llega al octosílabo mientras recupera parcialmente una rima asonante en pares tan popular como los asuntos que aborda: calles, barrios, gentes, fiestas.
Durante sus últimos años, Pinillos colaboraría también con Heraldo de Aragón, en cuyas páginas contó con su propia sección semanal de opinión, «Sentado sobre el suelo», y su sección para reseñar poemarios, «Libros de poesía».
Pinillos murió el 23 de marzo de 1989, a los 78 años. Llevaba siete años sin publicar, repasando su obra, volviendo a algún origen interior. Y aunque fue el mayor del grupo, sobrevivió a muchos de los amigos y colegas del Niké: Emilio Lalinde, Miguel Labordeta, Raimundo Salas, Eduardo Valdivia, Luciano Gracia, Julio Antonio Gómez. Llevó arrastrando en sus últimos años una salud delicada que lo obligaba a aislarse cada vez más, y por la que los médicos terminaron interviniéndole, como dice Pinillos en una carta de 1987 al poeta Ángel Guinda: «Me operaron —me hicieron mil perrerías— hace pocas semanas en la Clínica Montpellier». Una operación para la que Guinda y otros amigos reunieron el dinero necesario (Martínez Barca 2000: 51).
De los últimos años de su vida, su mujer, que le cuidó y atendió con total entrega, recordaría:
En los últimos tiempos releía sus libros y decía que no le gustaban, que tenía que volver sobre ellos para corregirlos.
Me he dado cuenta de lo muchísimo que le quería, de todo lo que le he querido y me ha querido a lo largo de estos años. Poseía un temperamento rebelde, el poder nunca le había gustado, pero puedo decir que he sufrido y he gozado mucho a su lado. Era absorbente y solía decir de sí mismo que era como una esponja.
En sus últimos días aseguraba que no entendía la vida, que no la había entendido nunca y que lo ideal hubiese sido que nos muriésemos los dos juntos (Castro 1989).
1 Alegre, L. F. (2º semestre 2006). Manuel Pinillos. Criaturas Saturnianas, N.º 5, pp. 205-219.
2 Alfaro, E. (1-15 abril 1973). La OPI y su mundo. Andalán, N.º 14-15, pp. 45-48.
3 Barreiro, J. (2014). Manuel Pinillos en su centenario (1914-2014). Blog personal.
4 Calvo Carilla, J. L. (1985). Manuel Pinillos. Andalán, N.º 427 (2ª quincena de mayo), «Galeradas», pp. i-viii [23-30].
5 — (1989). Introducción a la Poesía de Manuel Pinillos. Estudio y Antología. Prensas Universitarias de Zaragoza, Humanidades N.º 10.
6 — (Ed.). (1992). Ámbito (facsímil). Departamento de Cultura y Educación.
7 Castro, A. (1989). Expiró el poeta del verbo desbordado. El Día de Aragón, p. 27.
8 Gracia-Diestre, A. (2003). Guillermo Gúdel. Biografía de un poeta esencial. Diputación de Zaragoza, Colección Benjamín Jarnés N.º 5.
9 Ibáñez Izquierdo, A. (2004). Miguel Labordeta. Poeta violento idílico 1921-1969. Ibercaja Obra Social, Biblioteca Aragonesa de Cultura N.º 23.
10 Labordeta, J. A. (16-31 diciembre 1981). Manuel Pinillos o la voluntad de la poesía. Andalán, N.º 347, pp. 34-37.
11 Labordeta, M (1950). Poesía Revolucionaria. Espadaña, N.º 47.
12 Martínez Barca, M. P. (2000). Manuel Pinillos o la consagración a la poesía. Institución Fernando el Católico.
13 — (Ed.). (2008). Pinillos, Manuel. Poesía completa (1948-1982). Prensas Universitarias de Zaragoza, Colección Larumbe, N.º 57.
14 Pinillos, M. (octubre 1980). Conversando con Manuel Pinillos. Falca, pp. 10-14.
15 — (25 abril 1982). Donde no corre el aire, de Ángel Crespo. Heraldo de Aragón.
16 Rubio Jiménez, J. (Ed.). (2015). Celaya, G. & Labordeta, M. Epistolarios inéditos. Prensas de la Universidad de Zaragoza, Colección Larumbe, N.º 83.
17 Tello, R. (2008). Naturaleza y poesía: Memorias (1931-1950). Prames, Las Tres Sorores.
Viejo amigo, distante, allá en mi infancia
apenas revelado como un dique
tranquilo en donde puse mi alegría,
añoranza de ser como tú eras.
Te oía ante aquel fuego de las salas
—antiguas chimeneas con los leños
del olmo familiar— mientras decías
fantásticos relatos
pilotando corceles y escuadrones
en bélica espesura arrolladora.
Recuerdo un gesto vivo y unos ojos
con humo de batallas y de amores,
un fanfarrón empaque de guerrero,
el labio ensombrecido por la altiva
rigidez militar y solitaria
de aquel fiero bigote ochocentista.
De ti lleno este fondo
de terco luchador de empresas arduas,
de mirar algo lejos,
la encendida pupila como un sable.
Viejo amigo, llevábamos
mucho tiempo, en la brecha, separados.
Tú porque te marchaste
a la guerra total sobre los muertos;
yo porque voy muriendo en el hastío
de este mundo —ya ves— sin esperanza,
sin divinos antojos, nauseabundo.
Pero sé que contigo te devuelvo
un poco de estos bríos que te oyeran
un orbe algo mejor porque creíste
en lo que vi en tus ojos tersamente:
un firme corazón donde cabía,
en medio de las alas de tus turbias
memorias tormentosas, aquel niño,
burlón y soñador, que se escondiera
bajo el campo, con nieve, de tu frente.
Me pesa, bien te digo, tal miseria,
la tuya, la de Juan y la del otro.
Me cansa y cansará como la historia
que aprendieron los bancos del colegio,
los sufridos primeros,
los tan hijos de Dios y de otros partos.
Me pesa, sí, me pesa esta abundancia
de nombres tan los mismos y de cosas
que nadie atiende porque se repiten.
Seamos algo rudos por decirte,
hombre que como yo vas al trabajo,
sudas, te afanas, vives perramente,
te casas por costumbre y te limitas
a soñar con los sueños que no cuestan
apenas más que un poco de tristeza;
por decirte que yo, que tú, que el otro,
no tenemos ni voz para escaparnos
al ruido de esta edad que nos soporta,
a las mil peripecias de la vida,
al ahogo inquebrantable del recuerdo.
Y, sin embargo, existe el mar. No el eco
de su rudo quebranto por la roca.
No su clamar prendido de los cielos.
El mar, el mar azul, enorme y solo.
¿Qué haces tú frente al mar? ¿Dónde te sales
a recogerlo pleno, en qué pereza
inerme te desecas, duermes, mientras
su salvadora frente se levanta?
Callas —duermes—, te acabas.
Inútilmente busco tu conciencia.
Ay, tu corazón leve, tu cansancio,
tu lejandad de ti, tu cobardía.
Ay, tu fruncido horror ante el futuro
(acabado, minúsculo).
Yo te he visto, tan tímido, doblarte
en peso del destino y la injusticia,
mirar con ojos turbios que ocupara
tu puesto uno cualquiera, el que más grita.
Yo te sé alimentado de rencores menudos,
por pasivo, por pobre hombre.
El mundo se hace antiguo con tu carga,
con tu vacuna mansedumbre gris,
con tus bilis que mueven los audaces.
Casi no queda ya un poco de tierra
para plantar la rosa,
un pájaro al que abrir balcón el pecho.
Casi no quedas tú, crucificado
en tus pequeños gólgotas.
Casi no queda nada que salvarse.
¡Tu llanto humilde, retenido, llora
sobre este triste corazón del mundo!
Amigo, amigo Juan, amigos míos,
llamemos a las cosas por sus cobres,
su piedra, su rigor. Su engaño tonto
de oro quede a espaldas de tu empeño.
Hiramos el confín ya no de extensas
palabras importantes y algo inútiles:
de presencias enhiestas, de verdades,
como el que quiere oír y se levanta.
Esposa, mira, toca este suelo, este triste
cuarto que nos cobija tan desnudo;
se parece al momento que nos lleva, deshecho,
y enseña sus enormes rotos dando
en la calle con nubes una señal muy larga.
Sí, es algo parecido al grito del que vive
unido a la intemperie, al mendicante
despojado de todo y cercano a morirse.
Porque nos han quitado la antigua luz, la casa,
mi cuarto —aquel que puse vestido de mi amarte—
y somos casi unos mendigos que se abrazan
en el lecho que empieza a hundirse y baja a un miedo.
Y algunas noches, lentas cual burbujas
de un mar asolador, no tenemos apenas
fuerzas para sentirnos
unidos a los brazos que se buscan, se oprimen;
al cuerpo que remueve
la voz del corazón. Esposa, escucha
este gran remolino del día, este diluvio
de noticias feroces y dime que aún esperas
algo que nos afiance en el apego:
consigue de los años que crueles se hocican
sobre nuestro destino —terrible suceder—
que se nos hagan bellos como cuando anochece.
y quedan astros fuera de la bóveda oscura.
Nos ha puesto la vida su mortífero y hondo peldaño de sufrir.
Estamos sin dinero, sin lámpara en el techo,
y hay que seguir la marcha
porque si nos dejamos arrastrar por la inercia
caeremos en las fauces del dios devorador:
esa muerte que suele irrumpir si te quedas
quieto bajo la sombra
que acecha ávidamente a los pobres que huelen
el convite de lejos y nada obtienen. Dame
la mano y repongamos la confianza. Escucha
el silbido del campo que desde la ventana
vemos fulgir al sol. Y olvida
que esta casa no es nuestra, que fuimos despojados
de la propia en un día
cualquiera, y que ese banco de mármoles y cheques
que compró por tres céntimos su derecho a arrojarnos
estará ahora rompiendo los muros, los tabiques
que supieron los besos íntimos, las palabras
que dejamos en ellos colgando cual pedazos
de nuestro ondear la antorcha que allí nos alumbraba
en el cada momento del ir a desfallecer.
¡A cambio de eso él les pondrá un oro sucio,
mientras un algo, nuestro, se quedará allí ahogado:
en medio de aquel templo de lujo y zafiedad!
Realquilados somos en el mundo habitado
todos los hombres. Álzate,
sigue dando tus hombros
a mi hoy sin apoyos, y bésame muy prieto,
muy dentro de la entraña;
pues que también los despedidos
del banquete podemos ser felices un rato
si sabemos estar en el amor. Oh, déjame
apoyar la cabeza en tu pecho extremado
y miremos los huertos humildes, las ovejas
que comen su hierbilla y las que desde aquí oímos
mover lentas esquilas como un campanico hondo.
Pues vivimos al borde del campo, eso que abriga.
Y olvidemos lo otro, estemos más cercanos;
estemos olvidando que el porvenir es mísero.
Porque, al fin, aún seguimos en la tierra
y tu mano me deja un calor, un timbrazo
que me pone despierto el respirar. Y el alma
aquella que te diera requiere todavía
que eternizadamente sigamos el camino,
pisemos la vertiente, muramos sin temblor,
juntos, igual que el río entrelaza sus aguas.
A Eugenio Frutos
Bajos, los álamos, casi
rozando la luz del río.
Altos, mis ojos tocando
los álamos entendidos.
Altos, los aires que elevan
las hojas del aire externo.
Bajos mis aires posando
en el aire medio eterno.
¡Del pequeño trozo saco
grandor de tamaño ancho!
¡De la grandeza consigo
minimez de beso de algo!
Las cosas me dan la vida
y le doy vida a las cosas.
Comprendo mucho si toco
lo poco que puedo, ahora.
Soy eterno porque soy
moribundo de millones
de encuentros que se me van
para que encuentre lo enorme.
Amor del silencio. Porque
me da voz de hablar cercano.
Callo, y todo lo comprende
el momento donde callo.
Ya sé la luz que agoniza
para que venga otra. Puedo
coger la cosa que espera
a otra cosa, y ahí la tengo.
De creer lo que no creo,
he hecho juventud. ¡Mañana
tendré las cosas que no
conseguí por la mañana!
¡No me venceréis, antiguas
esperas de lo no sido!
No me canso de acabar
caminos siendo aún camino.
¿La muerte? Bah, no es bastante
para matar lo que he dado.
Las horas que vi en mí tienen
tamaño de mi tamaño.
¡El corazón que las tuvo
es la voz de algo del mundo!
¡Y estoy como lo que está
yendo al mar y en más que el mar!