Recibido: 24-05-2020
Aceptado: 15-11-2020
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2021.v35.i01.12
Resumen
Este trabajo analiza las causas por las que algunos topónimos, tras gozar por un tiempo de plena vitalidad, dejan luego de usarse. La nómina de los aquí analizados está formada por aquellos nombres que aparecen consignados en las fuentes documentales antiguas consultadas para elaborar el corpus toponímico de Gata (Cáceres) y que se encuentran ausentes en los registros actuales. Por tanto, la metodología para su recopilación y análisis no difiere de los criterios establecidos en el proyecto PRONORMA, tenido en cuenta para los topónimos vigentes, salvo en lo que se refiere a la propuesta de una serie de hipótesis explicativas para la desaparición de las designaciones perdidas. Los resultados muestran que su extinción, lo mismo que su creación, está íntimamente ligada a los avatares sociales, históricos y económicos de la comunidad rural en la que nacieron, alcanzaron cierta vitalidad y se perdieron.
Palabras clave: toponimia, topónimo extinto, Gata, toponomástica, antroponimia.
Abstract
This work analyses the reasons why some place names, after enjoying full vitality during a period of time, then fell out of use. The names discussed here are all to be found in old documentary sources related to Gata (Cáceres), and are not found in contemporary documentation. Therefore, the methodology for its collection and analysis does not differ from the criteria established in the PRONORMA project taken into account for the current place names, except for the proposal of a series of explanatory hypotheses for the disappearance of the lost designations. The results show that the extinction of these names, like its creation, is intimately linked to the social, historical and economic vicissitudes of the rural community in which they were born, reached a certain vitality and were lost.
Keywords: toponymy, extinct place name, Gata, toponomastics, anthroponomy.
La vida de algunos topónimos corre una suerte semejante a la de otras voces desusadas que, tras un nacimiento en medio de vacilaciones gráficas y fonéticas, consiguen asentarse con estabilidad durante algún tiempo en el léxico de un idioma para caer luego en el olvido y quedar relegados a los repertorios lexicográficos y diccionarios históricos.
Las investigaciones en toponomástica tienen por objeto esclarecer las circunstancias lingüísticas, históricas y sociales en las que tuvo lugar el nacimiento de los nombres de lugar, pero no así las que provocaron su desaparición. Por lo que respecta a los topónimos extintos, la mayoría de estos trabajos se limita a certificar la ausencia en la documentación actual de alguna de las formas toponímicas extraídas de las fuentes antiguas, así como la dificultad para poder ubicar el paraje al que daban nombre. Solo en contadas ocasiones aparecen trabajos en los que se mencionan, aun sin ser este el principal objeto de estudio, las causas que favorecieron la extinción de algunos de estos onomásticos. Dos de los pocos ejemplos que hemos podido documentar son Fuente del Coño en Padul (Granada), cuya desaparición relaciona Ruhstaller con el tabú que supone la mención del término que designa el órgano sexual femenino, y su consiguiente sustitución por Fuente del Mal Nombre (2017: 515); y Asquerosa, nombre por el que hasta mediados del siglo XX era conocido el municipio granadino denominado hoy Valderrubio, cuyo cambio fue decidido en pleno municipal para evitar asociaciones con el adjetivo castellano asqueroso (Gordón y Ruhstaller 2013: 18). Más escasos aún son los trabajos monográficos sobre el tema, por lo que hay que celebrar investigaciones como la de Bernales Lillo acerca de los cambios acaecidos en la nomenclatura toponímica en la provincia chilena de Valdivia desde los tiempos de la Conquista por los españoles hasta nuestros días (1984).
Por lo general, las causas que provocan que los topónimos con una trayectoria vital breve dejen poco a poco de utilizarse no han sido suficientemente estudiadas, pues plantean muchos interrogantes que están todavía sin explicar (Gordón Peral 2013: 11). Con el objetivo de mitigar este olvido en los estudios de toponomástica, hemos creído necesario dedicar nuestra atención al elevado número de nombres de lugar extintos incluidos en el corpus toponímico de Gata (Cáceres). Las primeras tareas de recogida de datos para su elaboración comenzaron como parte de un trabajo de fin de máster en el año 2014 (Gil Jacinto 2015), aunque, posteriormente, la nómina de topónimos de este corpus inicial siguió incrementándose con la incorporación de nuevos onomásticos de lugar documentados en fuentes que no habían sido consultadas antes. Así mismo, algunos aspectos concretos del corpus toponímico de Gata han sido objeto de análisis en otros trabajos de investigación publicados recientemente (Gil Jacinto 2017, 2019 y 2020).
La elaboración del corpus se ejecutó siguiendo las pautas metodológicas contenidas en el Proyecto de recopilación, análisis y normalización de la toponimia de las áreas meridionales de España (PRONORMA), realizado por María Dolores Gordón Peral con el objetivo de llevar a cabo una compilación sistemática de topónimos a partir de todas las fuentes disponibles: históricas y contemporáneas, orales y escritas (Gordón Peral 2013: 195). Dado que el objeto de nuestro estudio se centra únicamente en los onomásticos de lugar que gozaron de actualidad en su día y que después de un tiempo acabaron extinguiéndose, hemos comenzado por delimitar el concepto de topónimo extinto de la siguiente manera: tienen la consideración de tal aquellas denominaciones de las que contamos con una referencia en alguna fuente anterior a la primera mitad del siglo pasado y que no ha sido posible documentarlas de nuevo en otras más recientes.
La mayoría de estos nombres, 78, proceden del Catastro de Ensenada; 17, de documentos de deslindes y visitas de términos; 5, de registros catastrales y notariales; 8, de resoluciones judiciales o gubernamentales; 3, de actas municipales; y otros 3, de otras fuentes. Todos ellos suman 114 topónimos del total de 558 que forman el corpus completo. Es preciso aclarar que no se han incluido como nombres extintos las variantes obsoletas de denominaciones vigentes, y que tampoco se han tenido en cuenta los nombres de fincas particulares que no llegaron a sobrepasar el ámbito familiar, en línea con la opinión de Riesco Chueca y otros autores que otorgan a este tipo de toponimia familiar un carácter pre toponímico (2014: 183). Esto excluye todas las formas orales de tipo afectivo para las que no exista su correspondiente forma escrita.
Se ha dicho ya que el grupo más numeroso de los onomásticos de lugar desaparecidos en Gata provienen del Catastro de Ensenada, y, en lo que respecta a los 36 restantes, solo 5 aparecen nombrados en fuentes anteriores a la redacción del citado Catastro. Esto no significa necesariamente que muchos de estos topónimos no se hubieran creado previamente, ya que las fuentes documentales en los que aparecen consignados reflejan únicamente que se encontraban en uso en una fecha determinada; “sin embargo, ocurre que los nombres, hasta que son concebidos como tales por la comunidad de hablantes, tardan cierto tiempo en afianzarse” (Ruhstaller 1995: 9), por lo que, presumiblemente, muchas de estas denominaciones habrían sido impuestas mucho antes. En cuanto a su extinción, si exceptuamos esos 5 topónimos documentados con anterioridad al Catastro de Ensenada, encontramos que los 109 restantes habrían dejado de tener vigencia en los últimos doscientos cincuenta años. Es preciso señalar, además, que su extinción tuvo lugar en un periodo de tiempo en el que la población autóctona no se vio desplazada por ningún motivo, como ocurrió, por ejemplo, en la comarca murciana de Campo de Cartagena durante la Reconquista, cuando “la subsecuente emigración de la mayor parte de la anterior población islámica dio como resultado por el olvido la casi totalidad de los topónimos árabes” (Pocklington 1986: 336). Su extinción, por tanto, tampoco obedece a un cambio deliberado de la toponimia, como el llevado a cabo en Sevilla por Alfonso X el Sabio tras su conquista a los musulmanes y el rebautizo de muchos lugares con nombres cristianos (Gordón Peral y Ruhstaller 2013: 18).
No parece, pues, que la pérdida de un número tan elevado de topónimos en un periodo más o menos corto sea imputable a la llegada de un grupo foráneo. Pero es que, tal y como observa Bernales Lillo, el proceso de extinción de un topónimo “no obedece a leyes fijas, más bien parece presentarse como un fenómeno espontáneo que se repite con frecuencia, y da la impresión de estar sujeto a diferentes motivaciones” (1984: 81). Aquí, además de algunas de las causas señaladas por este autor, hemos postulado otra serie de hipótesis que pudieran haber confluido o darse por separado, para explicar la desaparición de un centenar de topónimos en el término municipal de Gata.
Afirmaba Pita Merce que “en todos los sedimentos históricos que han sucedido sobre nuestro país, han tenido influencia sobre la toponimia de cada periodo los nombres de los propietarios de la tierra en el momento que la poseían” (1957: 181). Bernales Lillo aporta el ejemplo de la antigua designación Isla de Constantino, en Valdivia (Chile), que dio nombre hasta 1645 a la hoy conocida como isla Mancera, fecha en la que el nombre en recuerdo de su antiguo propietario Constantino Pérez fue reemplazado por el del virrey del Perú, Marqués de Mancera (1984: 87). Por lo que se refiere a Gata, la nómina de topónimos vigentes originados por un onomástico de persona propietaria es amplia y cuenta con nombres bien documentados. La referencia a un poseedor es un mecanismo de creación de onomásticos de lugar que sigue empleándose en la actualidad. Podría, pues, ser esta la razón de que muchos topónimos no hayan perdurado hasta nuestros días, dado que cada cambio de dueño habría supuesto un nuevo bautismo toponímico. Este sería quizás el caso de los topónimos extintos Calleja de Don Andrés, Carne Aceda, El Cercado de Giraldo, El Conchoso, El Corral de Sánchez, Don Febrero, La Fuente de Malnombre, La Marta, El Molino de la Sacristana, El Molino de Pedro Redondo, El Pontón de Malbebe, El Portillo de Tomás, El Teso de Acenso, El Valle de Sancho Martín, La Viña de Alijandre y, quizás, Valdefebro como variante del citado Don Febrero o de otra forma Aldofebrero documentada en el Catastro de Ensenada. De manera inversa, El Molino del Cubo pudo haber sido rebautizado con el nombre de un nuevo propietario.
La extinción no habría llegado a producirse en los nombres de fincas que hubieran ido pasando de padres a hijos durante varias generaciones una vez que el nombre de familia hubiera cristalizado en un topónimo y fijado en fuentes cartográficas y catastrales.
El paso de las fincas del clero a manos de particulares en Gata no supuso el consiguiente cambio de nombre de todas ellas, y así han pervivido topónimos como El Convento o Las Ánimas. Sin embargo, de otras denominaciones referidas a nombres de cargos y beneficios eclesiásticos solo tenemos noticia por las fuentes antiguas, por lo que es posible que La Huerta del Convento, Huerto del Cura, Olivar de las Monjas, Olivar de San Sebastián, Olivar del Santísimo y Olivar del Señor San Pedro no llegaran a cristalizar en topónimos antes de caer en el olvido. Los que sí vienen registrados en el Catastro de Ensenada como “sitio” o “pago” son La Mampostera y El Molino de la Sacristana. Otros nombres de fincas pertenecientes a la Iglesia que se encontraban en parajes con nombres que no han llegado hasta nuestros días son La Ramera, El Nogal Hueco y El Sanguinal, quizás por haber sido rebautizadas con los nombres de los nuevos propietarios.
Aunque la mayor parte de los terrenos de titularidad concejil fue declarada de utilidad pública e incluida en el Catálogo de Montes Exceptuados en virtud del Real Decreto de 27 de febrero de 1897, algunas propiedades municipales fueron vendidas a particulares. Es en este cambio de propietario donde se podría buscar la causa de la extinción de los topónimos El Castañar de Gata, El Corral de la Cabrada del Concejo, El Majadal de los Bueyes, El Pago de la Villa y La Ramera, algunos de los cuales han sido analizados en profundidad en otro trabajo relativo a la propiedad concejil de la villa de Gata (Gil Jacinto 2020).
Una mirada atenta a la larga lista de fitotopónimos incluidos en el corpus toponímico de Gata pone de manifiesto que el referente vegetal origen del nombre del sitio no está presente en el paraje que nombra. De igual modo, un reciente estudio acerca de los topónimos de nueva creación en el término municipal de la villa muestra cómo, entre otras razones, la desaparición de los árboles motivadores de los onomásticos de lugar La Morera, Los Ocálitros ‘eucaliptos’ y El Pino Redondo había influido para que dichas denominaciones hubieran ido perdiendo vigencia en la generación que no había llegado a conocer estos árboles (Gil Jacinto 2017: 81-82). Esta misma explicación podría servir para otros de los fitotopónimos extintos registrados en las fuentes documentales antiguas, como El Alcornoque, Los Berezales, Las Matas, La Mata Redonda, Las Mimbreras, Los Nogales, El Nogal Hueco, El Olivo, El Pimpollar y El Risco del Negrillo.
Los zoónimos, aun siendo menos abundantes que los fitónimos, se encuentran bien representados en la toponimia gateña, especialmente aquellos que forman parte de su economía doméstica, como cerdos, cabras, asnos y ovejas, pero también los que suponían una amenaza para los ganados, como los lobos. La sustitución de los bueyes por los mulos para las tareas del campo a lo largo del siglo XIX puede haber influido en la extinción de la denominación de lugar El Majadal de los Bueyes. De igual modo, el abandono de las actividades pesqueras —reguladas en tiempos del Catastro de Ensenada mediante pública subasta por el Ayuntamiento— y la consiguiente desaparición de la presa construida para tal fin habrían facilitado la extinción del topónimo La Pesquera. Por otra parte, la progresiva extinción de los lobos y el peligro que estos suponían para los rebaños contribuirían a que poco a poco perdieran vigencia las denominaciones de lugar El Brezal de los Lobos, El Corral de los Lobos, La Loba, El Majadal de las Zorrillas y La Vereda de los Lobos.
En el apartado anterior se ha señalado que la desaparición de la presa en la que se llevaba a cabo la pesca habría influido en la desaparición del topónimo al que había dado lugar. El mismo razonamiento puede aplicarse a los también mencionados El Majadal de los Bueyes, El Corral de los Lobos y El Majadal de las Zorrillas, junto con otra serie de topónimos alusivos a edificaciones de las que no quedan restos, tales como El Corral del Bardal, La Cruz de Juan Sánchez, Ermita de Santa Catalina, Ermita de Santa María, Ermita de Santa María Magdalena, El Pantano del Pasaje, La Paredilla, Pasil de la Rivera, La Pontezuela, El Pontón de Malbebe y El Portillo de Tomás.
De manera inversa, puede suceder también que nuevas construcciones hayan hecho olvidar el nombre primitivo de los parajes en los que se levantan. En apoyo a esta hipótesis, Comesaña y Vilches-Blázquez, dos historiadores que han puesto de relieve la importancia que para su estudio sobre la prensa iberoamericana del siglo XIX y XX tuvo la identificación de topónimos que no existen en la actualidad por la información que aportan, señalan entre esos nombres extintos la Playa de la Aguada, cuya “playa y su correspondiente topónimo dejaron de existir con la construcción de las instalaciones del puerto de Montevideo, inaugurado el 4 de septiembre de 1909” (2019: 45-46). Otro ejemplo en Gata lo tenemos en un terreno inclinado llamado La Jorrasquera ‘resbaladera’, que los niños del pueblo usaban a modo de tobogán hasta que a finales del siglo pasado construyeron una residencia de ancianos y el topónimo empezó a olvidarse (Gil Jacinto 2017: 87). Y quién sabe cuántos de los topónimos vigentes alusivos a las construcciones, todavía en pie o perdidas, habrán sustituido a designaciones hoy olvidadas.
Son muchos los topónimos basados en tareas, ocupaciones y profesiones ya desaparecidas que han logrado sobrevivir una vez que la actividad que les daba nombre había cesado. No obstante, la progresiva pérdida de vigencia de algunos topónimos gateños de reciente creación relacionados con actividades agrícolas o industriales, como El Vivero, El Matadero o La Casita de la Luz (Gil Jacinto 2017: 82-84), parece indicar que, si el nombre no se hizo extensible a las fincas aledañas, una vez desaparecida dicha actividad, el topónimo tiende a correr la misma suerte. Otro ejemplo documentado por Bernales Lillo es el desaparecido topónimo chileno La Habana en Región de Los Ríos, que estuvo en vigor mientras los españoles cultivaron tabaco y dejó de usarse cuando se retiraron de la zona (1984: 87). Esto podría haber ocurrido igualmente en los más antiguos Las Barrancas del Coto, La Buesa, Los Molinos de Pan, El Valle Carretero y El Valle de la Corchada, relacionados con la extracción de barro, la fabricación de harina, la arriería y la saca del corcho, respectivamente. En el caso de La Buesa, cabe la posibilidad de que antes de que se fijara como topónimo, el lugar tomara el nombre del término cárcava, usado igualmente para designar lugares destinados a osarios, que es el que finalmente ha llegado hasta nosotros en el topónimo La Cárcaba, el cual, de acuerdo con la información de la que disponemos, da nombre a la misma zona que el desaparecido La Buesa.
Ya se ha dicho que una inmensa mayoría de los topónimos extintos con los que estamos trabajando proviene del Catastro de Ensenada, en donde se realiza un censo detallado de todas las fincas rústicas de la villa a mediados del siglo XVIII. Este censo, además de la extensión, tipo de tierra, número y clase de árboles, límites y, en ocasiones, el dibujo de su contorno, incluía el nombre del sitio y la distancia a la que se encontraba del casco urbano. Pero el celo de los autores del Catastro por hacer un registro exhaustivo del terreno debió de provocar la doble nomenclatura para algunos parajes en los que los escribanos debieron de distinguir entre las fincas más próximas y las más alejadas a una corriente de agua, pero que los campesinos percibirían como un único lugar. De ahí que una de las denominaciones no llegara a cristalizar más que en dicho Catastro o en los asientos de los registradores de la propiedad que lo copiaron más tarde. Esto haría que uno de los dos nombres se perdiera con el tiempo. Este fenómeno tuvo lugar en una serie de topónimos referidos a fincas que presentan una apariencia de hidrónimos, tales como El Arroyo del Puente, El Arroyo del Risco, El Arroyo del Rosado y El Río del Batán, que, con el tiempo y por la confusión que ello suponía, el sentido práctico de los campesinos acabó por desechar, prevaleciendo las denominaciones La Puente, El Risco, El Rosado y El Batán, desprovistas del elemento hidronímico, para referirse a la totalidad de las fincas situadas en ese paraje. La toponimia y el campesino rehúyen tanto la ambigüedad, como la posibilidad de más de un nombre para un mismo paraje. De hecho, de las dos denominaciones El Arroyo y El Arroyo del Hoyo que existieron para denominar un mismo lugar terminó por imponerse El Arroyo Joyo, que, a pesar de ser fonéticamente la más extensa de los dos e ir en contra del principio de economía del lenguaje, evita, sin embargo, la confusión con los múltiples arroyos del término.
La economía del leguaje sí que pudo haber influido para que en el caso de dos o más topónimos referidos a parajes próximos entre sí en los que uno de ellos llegara a ser percibido como una sección de otro mayor, este acabara triunfando y dando nombre por sí solo a todo el paraje. De ese modo, los topónimos La Huerta del Convento, La Huerta de los Naranjos y La Huerta de los Nogales terminarían por extinguirse en favor de los más exitosos El Convento, Los Naranjos y Los Nogales. Lo mismo habría sucedido con los nombres La Boca de las Cabreras, Las Barrancas del Coto, La Callejuela del Negrón, El Cerro de los Callentejos, El Molino de la Sacristana, El Pantano del Pasaje, Peñas de San Sebastián y El Valle de la Corchada, que se extinguieron en favor de sus contemporáneos, que sí han llegado hasta nuestros días, Las Cabreras, El Coto, El Negrón, Las Callentejas, La Sacristana, El Pasaje, San Sebastián y La Corchada, respectivamente. Al mismo tiempo, El Cabrial y El Cabreril podrían haber sido englobados por el actual El Cabril. En términos parecidos, Bernales Lillo explica cómo el rechazo de la ambigüedad en la toponimia pudo provocar la desaparición a partir del siglo XVIII de la denominación Mariquina de Valdivia (Chile) para nombrar al río llamado hoy Cruces, evitando así ambigüedades del hablante con el topónimo San José de la Mariquina (1984: 86-87).
En el presente apartado nos hemos referido a parejas de topónimos casi idénticos para nombrar áreas distintas de un mismo paraje que terminaban tomando el nombre de solo una de ellas. A partir de ahora nos vamos a ocupar de formas toponímicas idénticas para referirse a dos parajes alejados el uno del otro. Aunque por razones prácticas la toponimia rechaza los topónimos duplicados, dado que una de sus funciones es orientarse en el espacio, en el corpus toponímico de Gata han pervivido las denominaciones La Cañada y La Fuente de las Vueltas para referirse cada una de ellas a dos parajes distintos y a dos fuentes, respectivamente. Sin embargo, de las denominaciones La Lapa que aparecen en el Catastro de Ensenada, la que se encontraba en la parte norte del término se extinguió finalmente, mientras que la del sur consiguió sobrevivir.
La toponimia, como ya se ha dicho, trata de evitar la homonimia por razones prácticas, no solo dentro de la onomástica de lugar, sino también con otros nombres comunes. De ahí que muchos de los términos geográficos del tipo monte o valle convertidos en formas toponímicas aparezcan muchas veces formando parte de onomásticos compuestos y complementados por otro elemento. En la toponimia gateña, los topónimos que podrían haberse extinguido por no cumplir con su función de delimitar sin ambigüedad un lugar son El Cancho, El Canchal, La Dehesa, El Río, La Rivera y El Rocho.
Los topónimos La Isla de la Huerta y El Vao muestran que el nivel de agua de la Rivera de Gata debió de ser en tiempos pasados muy superior al que es ahora, dado que en la actualidad no se forma ninguna isla a lo largo de su curso y todo él es vadeable. La disminución del caudal de los ríos, regatos y fuentes gateños es algo que corroboran los más ancianos del pueblo, quienes han visto cómo a lo largo de sus vidas los inviernos han dado en ser cada vez menos lluviosos. La falta de precipitaciones habría provocado que algunas fuentes dejaran de manar y que su nombre, al no haber pasado a denominar los terrenos colindantes, se acabara perdiendo. Otro factor que puede haber influido en la extinción de ciertos hidrónimos ha sido el progresivo abandono del pastoreo y de la arriería y, con ello, el mantenimiento de fuentes y abrevaderos necesarios para los arrieros y sus caballerías. Por otra parte, el hecho de que el monte esté cada vez menos transitado habría influido para que la maleza fuese cerrando los regatos. Ello contribuiría a la desaparición de los hidrónimos Arroyo del Jaco, Arroyo de los Nogales, El Arroyo de Santa María, La Chorra, La Chorretera, El Chorro, Fuente de las Oliveras, Fuente de las Rapazas, Fuente de la Sierra, La Fuente de Malnombre, La Fuente del Maestre y El Velinde, que aparece también citada como La Fuente del Velinde.
Fuera del término municipal de Gata, Morala Rodríguez piensa que Piedras Negras, un lugar de la provincia de León, desconocido hoy, pero presente en la documentación antigua, se refería a algún paraje pedregoso en el que las aguas estancadas de lluvias habrían ido tomando un color negro tras la evaporación (1984: 157-158). Cabría preguntarse, pues, si no fue la desecación total de la laguna la que provocaría la pérdida del nombre. Resulta evidente que las condiciones meteorológicas están en el origen de muchos topónimos, luego hemos de suponer que los cambios del clima habrían contribuido de manera inversa a la desaparición de ellos. Este podría ser el caso del topónimo medieval La Solana, documentado por Torres González en la villa vecina de Torre de Don Miguel, que llegaba “hasta el límite de los términos de Gata y Santibáñez” (1988: 68), sustituido hoy por otros nombres.
Los topónimos motivados por la utilización del terreno al que dan nombre resisten, por lo general, los cambios en el uso del suelo. Una muestra de ello la encontramos en los onomásticos de lugar gateños El Castañar de Torre, que da nombre a unos prados, y El Prado, que se lo da a unos huertos. Sin embargo, la serie de topónimos extintos referidos a un uso particular de la tierra puede ser indiciaria de que, precisamente, un cambio en ese tipo específico de explotación del terreno habría provocado la extinción del nombre una vez que el terreno hubiera empezado a usarse para otros menesteres. Tal y como denuncia Riesco Chueca, la sucesión innumerable de prados desaparecidos debido a la concentración parcelaria a lo largo de la Rivera de Cañedo (Salamanca) y otras comarcas de la cuenca fluvial del Duero hace que “la localización de topónimos antiguos en comarcas de llanura se vuelve tarea escurridiza” (2010: en línea). El nuevo destino dado a la tierra podría haber sido la causa de la desaparición de las denominaciones gateñas La Dehesa, La Huerta de los Naranjos, La Huerta de los Nogales, Prado Viejo, Pradillo, Monte de los Huertos, Monte del Cerezal y El Ozineto de Santa María, y que los terrenos referenciados por ellas tuvieran hoy un uso diferente.
Se ha dicho ya en este trabajo que con posterioridad a la redacción del Catastro de Ensenada la extensión del terreno dedicado al cultivo de la vid descendió drásticamente debido a enfermedades como la filoxera y a una mayor rentabilidad del olivo. Esta sería la causa de que parte de los terrenos en los que antiguamente crecían vides terminara por abandonarse al no ser apta para otro tipo de cultivos necesitados de mejores suelos. Así parece corroborarlo el hecho de que algunos de los topónimos perdidos se correspondan con viñas cuyas tierras son clasificadas en este Catastro como de mala e inferior calidad. Entre estos topónimos se encuentran El Canchal, El Cancho, Carne Aceda, El Cerezo, La Chorretera, Las Matas, La Lapa, La Loba y El Olivo. Además, están los de La Buesa y La Fuente de las Rapazas, de los que en las fuentes consultadas no aparece reflejado el tipo de tierra, pero se sabe por sus límites o su ubicación que se encontraban en zonas poco fértiles. La misma suerte parecen haber corrido los topónimos que daban nombre a los asientos para colmenas. Estos se ubicaban en terrenos que no eran aptos para ningún tipo de cultivo, de modo que cuando descendió el número de panales, la tierra en la que se asentaban quedó inútil.
En cuanto a los topónimos desaparecidos que daban nombre a castañares situados en tierra de inferior calidad o inculta, podemos citar La Coca, La Chorra, La Chorretera, Fuente de Malnombre, La Mata Redonda, Prado Viejo y El Rocho.
Acabamos de apuntar cómo algunos de los topónimos extintos que daban nombre a terrenos poblados de castaños y de vides habrían debido su desaparición al hecho de tratarse de terrenos incultos o poco fértiles situados casi siempre en lugares escarpados y montañosos poco aptos para el cultivo. Es de su poner que estas fincas debían de haber tenido un valor muy bajo en el mercado, ya que, en algunos casos, se trataba, además, de parcelas muy pequeñas, por lo que habrían ido dejándose abandonadas paulatinamente. Habría ocurrido lo mismo con terrenos pocos fértiles en los que crecieran olivos o matorral bajo, como en los nombrados El Cerro de los Callentejos, El Chorro, Don Febrero, La Lachal y Las Mimbreras. Se da la casualidad de que todas las fincas a las que daban nombre estos topónimos lindaban con el monte, por lo que fácilmente podrían haber acabado confundidas con parte de alguno de los terrenos de utilidad pública, perdiendo con ello su valor diferenciador con respecto a un paraje determinado. Otros topónimos extintos que las fuentes catastrales sitúan expresamente lindando con el monte son La Buesa, El Cabreril, El Conchoso, La Chorra, La Chorretera y Don Febrero o Aldofebro. Este último, según el Catastro de Ensenada, daba nombre a una tierra inculta por naturaleza. A esta nómina debemos añadir otros dos topónimos que incluyen como primer elemento la forma Monte: El Monte del Cerezal y El Monte de los Huertos.
La integración de dichas fincas en denominaciones más generales no significa necesariamente que sus dueños renunciaran a la propiedad, sino simplemente que, al destinarse a matorral o pasto para ganado, estas necesitarían de menos cuidados y serían nombradas con menor frecuencia. Hay que contar, además, con que algunas de esas fincas provenían de rozas ilegales efectuadas en las tierras concejiles, de manera que, al no poder ser labradas, se abandonarían sin más y volverían a ser parte del monte público, quedando así su nombre olvidado.
Muchos de los topónimos aparentemente extintos no son, en realidad, más que alteraciones efectuadas por la persona que los registró, y esto explica que, tras subsanarse el error, no hayan llegado hasta nosotros por una fuente distinta de aquella en la que aparecen alterados. La mayoría de estas alteraciones, sostiene Galmés de Fuentes, son consecuencia de lo que él llama “falsas asociaciones fonéticas”, ejecutadas por “los profesionales encargados de registrar los topónimos o consignarlos en las escrituras” (1986: 31) y “sustentadas por personas, cultas, y, aun aceptadas, a veces, por los propios especialistas del lenguaje” (2000: 7-8). Teniendo esto en cuenta, tras comprobar en muchos casos una misma ubicación para algunos pares de nombres, cabe colegir que algún notario o secretario del Ayuntamiento podría haber registrado Alva Real por El Barreal, Arroyo del Jaco por un posible Arroyo del Jaque, El Brezal de los Lobos por el también extinto La Vereda de los Lobos, El Cabrial por El Cabril, La Castañada por La Cañada, El Cerrillo por El Ceredillo, El Pantano del Pasaje por El Pontón del Pasaje, La Paredilla por La Parrilla, El Rincón de Maripérez por la expresión El Rincón que mira al Pero, Las Peñas del Siego por La Peña el Sebo y Las Zarcillas por Los Ceacillos.
Las principales vías de comunicación o caminos reales que comunicaban Gata por el Este, Sur y Oeste con las villas vecinas y por el Norte, con la provincia de Salamanca, aunque con distintos nombres, han mantenido su trazado prácticamente sin variación o con ligeras alteraciones desde la Edad Media. Otro tanto cabe decir de los antiguos cordeles y cañadas para el ganado que siguen conservando sus nombres. No así de otras vías de comunicación secundarias, que debieron ir perdiendo importancia en la medida en que el abandono de ciertos trabajos, como el de la arriería, la apicultura o el pastoreo, junto con la supresión de algunas fincas que fueron poco a poco integradas en los montes municipales, hizo que dejaran de transitarse y que terminaran finalmente cerradas por la maleza. Se incluyen en esta lista las denominaciones Calleja de Don Andrés, La Calleja de los Nogales, La Callejuela, La Callejuela del Negrón, La Vereda de los Lobos y La Vereda del Rey, cuyos campos semánticos indican que se trataban de vías secundarias. En este apartado habría, tal vez, que incluir La Calzadita y La Vereda del Gancho, que, aunque en el corpus aparecen como variantes de los topónimos Las Calzadas y La Calleja del Gancho, es posible que sean, en realidad, topónimos extintos.
De los quince topónimos del corpus que incluyen la forma Peña o Peñas, cuatro de ellos se han extinguido, y de otros seis contamos únicamente con fuentes orales. Esto indica que se trata de denominaciones de lugar recientes que no han llegado todavía a los documentos escritos. Es más, la mayoría de ellos carecen de vigencia entre la población joven de Gata, por lo que su extinción parece asegurada. La facilidad con la que nacen o se extinguen los nombres de lugar con Peña viene corroborada por el estudio realizado en torno al topónimo gateño de reciente creación La Peña de los Enamorados (Gil Jacinto 2017: 87). En el citado estudio se explica que, cuando en este tipo de onomásticos la motivación no está relacionada con la forma o el tamaño, sino con aspectos culturales, su conversión en topónimo de pleno derecho puede no llevarse a cabo si en el cambio de una generación el referente cultural asociado a la roca, o a un lugar en general, desaparece.
Por otra parte, las rocas tienen valor como mojón y marca de camino, y así aparece reflejado con frecuencia en los documentos de deslinde, por tanto, su importancia para señalar y nombrar lugares irá unida a los cambios en el uso de las vías de comunicación, a las alteraciones que puedan sufrir sus trazados y a las demarcaciones del territorio. Esta podría ser una causa de la desaparición de los topónimos La Peña de los Pilares, Peña Puerta, Peñas de San Sebastián y Las Peñas del Siego.
De manera general, podemos afirmar que las causas que intervienen en la extinción de un topónimo son muchas y de índole muy diversa, pues solamente aquí hemos señalado dieciséis eventuales motivos que podrían explicar la desaparición de poco más de una centena de nombres. Además de estas causas, cabe mencionar la ausencia de los hablantes que usaron esos topónimos cuando todavía estaban en vigor, ya que, como hemos podido comprobar, la mención de los nombres de lugar en las fuentes escritas no garantiza su vigencia como forma oral en el habla.
Aun así, podemos extraer una serie de resultados, parciales en todo caso, a tenor de lo reducido de nuestro corpus, pero que parecen indicar que muchos de los nombres estudiados no habrían llegado a convertirse en topónimos, sino que su mención en las fuentes escritas obedecería a la necesidad de registrar la titularidad de la tierra. Precisamente, el cambio de propietario de una finca, antes de haber transcurrido el tiempo necesario para llegar a ser referenciada por el nombre del dueño, habría contribuido a la extinción de muchas de las denominaciones de terrenos que aparecen en antiguos documentos catastrales y notariales. Esto habría afectado, naturalmente, a los topónimos de base antroponímica, pero también a los referidos a propiedades desamortizadas, pues es de suponer que muchas de las tierras concejiles, en su mayoría incultas, que no encontraron comprador pasaron sin más a tener el apelativo general de monte, mientras que las de mayor calidad, por lo general, las procedentes de la Iglesia, habrían pasado a ser conocidas por el nombre del nuevo titular o el de los parajes aledaños.
Por lo que se refiere a la extinción del resto de los topónimos, no parece que pueda atribuírsele de manera exclusiva los cambios en los cultivos de un terreno o en el trazado de los caminos que lo cruzan, ni de la clase de ganado que pasta en él o las aves que lo sobrevuelan. El agotamiento de un acuífero, la desaparición de una construcción, la muerte de un árbol, la abolición de un beneficio eclesiástico o la supresión de un cargo civil pueden suponer la desaparición o no de los topónimos que habían motivado. Ejemplos de uno y de otro caso tenemos en nuestro corpus, sin embargo, no podemos pensar que la desaparición del topónimo La Fuente del Maestre haya que achacársela al hecho de que en el siglo XIX la villa de Gata dejara de estar bajo la jurisdicción del maestre de la Orden de Alcántara, puesto que, a la inversa, la supresión del cargo de gobernador civil y militar del Ayuntamiento en 1837 no supuso la desaparición del topónimo La Fuente del Gobernador, y ello a pesar de que la fuente como tal no existe. Las causas para la desaparición como nombre de lugar del primero y la perpetuación del segundo en el tiempo tienen probablemente que ver mucho más con el hecho de que La Fuente del Maestre daba nombre a un lugar inculto en plena sierra, muy alejado del pueblo, que con el tiempo han dejado de transitar contrabandistas y pastores, mientras que La Fuente del Gobernador sirve para nombrar unas fincas de regadío cercanas al casco urbano que todavía hoy siguen cultivándose. Es decir, el factor que determina que un topónimo pierda vigencia parece relacionarse en gran medida con el hecho de que el referente con el que se identifica vaya perdiendo importancia y deje de nombrarse.
Se puede concluir entonces que es la relación permanente de los sujetos con los lugares a través del tiempo la que permite mantener vivo su nombre, puesto que las formas toponímicas, una vez que se han consolidado en el seno de una comunidad de hablantes, resisten con independencia de que los elementos motivadores que intervinieron en el bautismo toponímico de un lugar se hayan desvanecido para el hablante que lo nombra, pues, para este, el topónimo y la realidad a la que se refiere constituyen una unidad inseparable.
Por tanto, lo que explicaría la extinción de más de un centenar de topónimos en los últimos doscientos años en el término municipal de Gata es la pérdida del vínculo del campesino con la tierra. El sistema minifundista de explotación de suelo descrito por el Catastro de Ensenada ha ido dejando paulatinamente de ser rentable, y, en consecuencia, muchas de las pequeñas fincas, minuciosamente censadas, han ido abandonándose. De igual modo, el descenso gradual de cabezas de ganado hizo que los pastores dejaran de frecuentar pastizales y abrevaderos y que majadas y corrales se fueran abandonando y sus nombres, olvidando.
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