Recibido: 17-05-2020
Aceptado: 31-07-2020
Publicado: 17-12-2020
https://dx.doi.org/10.12795/PH.2020.v34.i01.04
Resumen
Desde la Ilustración, las consideraciones en torno a la reflexión se hicieron ex negativo, describiendo sus condicionantes. Al abordar la reflexión en el aprendizaje de lenguas extranjeras, por tanto, no se pueden aplicar las definiciones filosóficas sin preguntarse cuáles son sus condicionantes específicos. En esta contribución se describen tres condicionantes de la reflexión para el aprendizaje de lenguas: 1. La sobrecarga cognitiva lingüística, acompañada del miedo específico a hablar la L2, puede inhibir y frustrar la reflexión en las fases de interlengua; 2. La dificultad de modificar hábitos de aprendizaje relacionados con la propia autoorganización y autopercepción puede frenar o bloquear la reflexión en el aprendizaje; 3. Sin una práctica reflexiva del profesorado será difícil superar ambos condicionantes, pero si se superan, el aprendizaje de lenguas extranjeras probablemente contribuirá a una educación que promueve una reflexión crítica con las creencias de la propia cultura.
Palabras clave: reflexión, autonomía, miedo a la L2, carga cognitiva, inhibidores de aprendizaje.
Abstract
Since the Enlightenment, considerations around reflection were made ex negative, describing its constraints. Therefore, in approaching reflection on foreign language learning, one cannot apply philosophical definitions without asking what are the specific constraints in this field. In this contribution, three determining factors for reflection in language learning are described: 1. Linguistic cognitive overload accompanied by foreign language anxiety can inhibit and frustrate reflection in the interlanguage phases; 2. The difficulty of modifying learning habits related to self-organization and self-perception can slow down or even block reflection on learning; 3. Without a reflective practice teachers hardly will overcome both difficulties. But if they do, the learning of foreign languages probably contributes to an education that promotes a critical reflection on the beliefs of the own culture.
Keywords: reflection, autonomy, foreign language anxiety, cognitive overload, learning inhibitors.
En el campo de la enseñanza de lenguas extranjeras, la reflexión tiene dos importantes áreas de aplicación: la del profesor y la del estudiante. Para este último, se trata de una reflexión sobre la aplicación de los conocimientos en la lengua extranjera, mientras que para el docente constituye una reflexión sobre la aplicación de los conocimientos a la enseñanza de lenguas extranjeras. Aunque esta observación puede parecer una obviedad, es importante darse cuenta de que las definiciones de la reflexión hechas para adultos en la formación del profesorado no se pueden utilizar y aplicar directamente a estudiantes universitarios, ni a alumnos de Primaria o Secundaria. Además, igual que en la cuestión de la autonomía en general, la posibilidad de desarrollar la capacidad de reflexión en el alumnado depende en gran parte de la capacidad de reflexión del profesorado. El tema de esta contribución es la reflexión del alumno, pero en el grado en que esta depende de la reflexión del profesor, habrá que describir la relación entre ambas. No hay lugar aquí para profundizar en detalle en el devenir histórico del pensamiento sobre la reflexión, por lo que nos limitaremos a perfilar algunos rasgos esenciales.
Según algunos resúmenes sobre las ideas fundamentales de la pedagogía (veáse por ejemplo Gadotti 2002, 95ss.), fue Johann Friedrich Herbart, alumno de Immanuel Kant, el primero en aplicar el tema de la reflexión a la formación del profesorado. En el siglo xx, sin embargo, fue sobre todo la definición de John Dewey la que inspiró los escritos sobre la importancia de la reflexión en la formación del profesorado y de profesionales en general, que continúa con Donald Schön (para esta recepción véase Farrell 2012; Loughran 2002 o Yost, Sentner y Forlenza-Baily 2000). Estos textos siguen siendo fundamentales para la formación del profesorado de lenguas extranjeras (véase, por ejemplo, Iglesias Casal 2019; Novillo, Pujolà 2019 o Böcker 2013). Dewey distingue el pensamiento reflexivo del pensamiento continuo constatando que el primero empieza con una duda ante una situación ambigua causada por alguien o algo, y define:
La reflexión es una consideración activa, persistente y cuidadosa de cualquier creencia o supuesta forma de conocimiento a la luz de los fundamentos que la defienden y teniendo en cuenta las futuras conclusiones a las que tiende (Dewey 1910: 6; traducción del autor).
Observamos que se trata de una definición centrada en la comprobación de los datos que constituyen la base de las consideraciones propias; Donald Schön subrayó sobre todo que esto debe ser el fundamento para la acción subsiguiente, especialmente en situaciones profesionales sorprendentes. Por ello describió tres fases y la relación entre ellas: 1. el conocimiento en la acción, 2. la reflexión en y durante la acción, y por último 3. la reflexión sobre la acción y sobre la reflexión durante la acción (Schön 1983). Ambos autores apuestan por el cambio del sujeto a través de la reflexión y por su influencia en la sociedad mediante una práctica que se sostiene en la visión consciente y crítica de los conocimientos.
Por otro lado, hay autores como Wolfgang Klafki o Paolo Freire (para una introducción breve de sus ideas véase Roith 2015 y Samacá Bohórquez 2020) que, siguiendo el legado que dejó Kant en la Escuela de Frankfurt, buscan a partir de la década de 1970 cambiar el sistema escolar tradicional para que el alumnado desarrolle una visión crítica de la sociedad. La reflexión asume un papel primordial en este tipo de aprendizaje para un alumno más autónomo. Respecto a la recepción académica de Herbart, Dewey y Schön, hay dos diferencias principales: en primer lugar, quieren cambiar primero el sistema para luego cambiar el sujeto y, por tanto, antes de incentivar una reflexión crítica de sus propios conocimientos impulsan una visión crítica de la sociedad que ha producido estos conocimientos (véase la descripción del debate al respecto en Procee 2006: 237s.). En segundo lugar, se refieren ya a niños y adolescentes en la convicción de que la autonomía y la práctica de la reflexión no se producen por sí solas si no disponen de un apoyo educativo. Por ello estas posiciones siempre tendrán que contar con las investigaciones sobre la cuestión de a partir de qué edad el alumnado es capaz de realizar qué tipo de reflexión.
Si bien las concepciones sobre el desarrollo mental del hombre han cambiado sustancialmente desde Piaget, la investigación actual (Demetriou y Spanoudis 2018) confirma que los humanos se desarrollan tanto a nivel ontogenético como filogenético, es decir, individual. Esta idea la apoyan también otras teorías importantes para el aprendizaje de lenguas como la Teoría sociocultural de Lev S. Vygotsky. Aunque haya diferencias en la terminología y en la distinción de fases relevantes para la autonomía entre la autorregulación a temprana edad hasta el pensamiento abstracto y un razonamiento propio, existe un consenso amplio sobre el desarrollo desde el nacimiento hasta la adolescencia (ibid. 2018; Zhang Dongyu, Wanyi 2013: 166).
En la tradición filosófica que sigue a Kant se han distinguido dos tipos principales de reflexión: la reflexión en el entendimiento y la reflexión en el juicio, que según Procee (2006) siguen siendo importantes a nivel epistemológico en general y para el aprendizaje universitario en particular. Revisando los diferentes modelos del desarrollo cognitivo del ser humano de Piaget, Kohlberg, Perry y Heath y su trascendencia para el aprendizaje independiente, Henderson ya argumentó en su día (1984: 9-18) que la reflexión en el entendimiento es relevante para cualquier niño en edad escolar, mientras que la reflexión que permite un juicio propio y autónomo solamente se alcanza a partir de la adolescencia.
En este sentido, hay que preguntarse si las definiciones que siguen la línea de autores como Herbart, Dewey o Schön, formuladas para la formación de profesionales, se pueden aplicar directamente al aprendizaje de lenguas, sobre todo si no se distingue entre un aprendizaje para niños, jóvenes y adultos. Esto no significa que haya un impedimento general para la aplicación de la definición de Dewey al aprendizaje de niños y adolescentes, pero la pregunta que tendría que preceder a su aplicación siempre debería ser cómo se puede promover la reflexión en el entendimiento para que el alumnado desarrolle cuanto antes una capacidad de reflexión propia que le permita aplicar sus conocimientos con juicio hasta que sea capaz de cuestionarse sus propias creencias. Desde la década de 1970, todo este debate ha sido clave para la cuestión de la reflexión y la autonomía en el campo del aprendizaje de lenguas extranjeras, por lo que comenzamos con los escritos pedagógicos de Bertrand Schwartz, que constituyen la referencia principal para la definición de autonomía de Holec.
Holec concibió su definición de autonomía en el momento en que se comenzó a debatir en profundidad la validez del sistema educativo tradicional a partir de la década de 1970. Holec (1979: 3) tomó el núcleo de su definición, que la autonomía es la capacidad de hacerse responsable del propio aprendizaje, de la obra La educación de mañana, publicada en 1973 por el Consejero de Educación Permanente francés Bertrand Schwartz[1]. En Henderson (1984: 52s.) podemos apreciar que la idea de que la educación tiene que aportar el entorno adecuado para que cada alumno se desarrolle escogiendo sus propios objetivos empieza igualmente con Dewey y tiene su continuación en el método de proyectos de Kilpatrick y luego su mayor impacto después de las aportaciones de Carl Rogers en los años setenta. Pero hay autores como Gadotti (2002: 313) que ven a Schwartz como un hito para la educación a lo largo de toda la vida, que «debe formar para la autonomía intelectual y para el pluralismo». Aun viniendo de la educación de adultos, Schwartz (1973) ya promovía una educación para la autonomía del alumno que debía avanzar con la edad según el principio constante de que cada uno sea responsable de su educación, organizando su trabajo, escogiendo sus métodos de aprendizaje y sus contenidos conforme a su estilo de aprendizaje y sus capacidades. En este contexto del debate pedagógico, Holec resalta en la primera parte de su definición que la autonomía es la capacidad de hacerse responsable del propio aprendizaje, pero en la segunda parte afirma —conforme a las ideas de Schwartz— que «esta capacidad no es innata, sino que debe adquirirse, ya sea de forma “natural” o (y esto es el caso más frecuente) a través del aprendizaje formal, es decir, sistemático y reflexivo» (Holec 1979: 3; traducción y énfasis del autor).
Además, destaca en la tercera parte de la definición que la autonomía es «una competencia potencial del comportamiento en una situación dada, no el comportamiento o comportamientos en una situación determinada» (ibid.; traducción del autor). Es decir, la reflexión sirve en esta definición como herramienta para desarrollar la capacidad potencial de la autonomía en un crecimiento gradual.
Esta visión se desarrolló en otras concepciones relevantes en el debate sobre la autonomía en el aprendizaje de lenguas que ven la reflexión ya como parte íntegra de la autonomía (Martos Ramos 2018; Kay y Stewart 2012; Benson 2001: 90ss.; Müller-Verweyen 1999: 97ss.; Nunan 1996: 24ss.; Esch 1996: 35ss.). Little se explica el cambio paradigmático de lo «comunicativo» y «auténtico» en el aprendizaje de lenguas a la autonomía después de Holec en parte con las reformas curriculares en varios países europeos que insisten en que el estudiante de lenguas adquiera la capacidad de pensamiento independiente y reflexión crítica (Little 2000: 24); sin embargo, otorga mucha más importancia a la reflexión consciente que Holec, y le da más trascendencia a la función de la autonomía en el aprendizaje de lenguas y su integración en la vida en general (Little y Legenhausen 2017: 18). Subraya en su definición que:
El crecimiento y el ejercicio del comportamiento autónomo general puede o no implicar procesos de reflexión consciente. En este respecto los seres humanos son diferentes en su disposición genética y los entornos domésticos, sociales y culturales en los cuales nacen. Pero si hacemos el desarrollo de la autonomía un asunto prioritario en la educación formal, la reflexión consciente necesariamente desempeñará un papel central desde el principio (Little 1997a: 94; traducción del autor).
Así, Little da la vuelta al argumento mencionado anteriormente de que la reflexión consciente es más bien un rasgo de la educación crítica alternativa; es decir, el autor convierte la reflexión consciente en un planteamiento normativo, al tiempo que argumenta que sin ella no se puede conseguir autonomía en el aprendizaje formal. Acerca de la relación entre reflexión y autonomía resalta que es «imposible determinar objetivos, seleccionar actividades de aprendizaje o materiales o evaluar resultados de aprendizaje» (Little 2007b: 24; traducción del autor) sin la reflexión, pero además opina que una de las claves para llegar a ser más autónomo es lo que él llama junto con Jerome Bruner la «intervención reflectiva», que es un acto interactivo, una reflexión consciente más sistemática, a menudo colectiva, con el grupo y con el profesor, sobre las reflexiones espontáneas individuales anteriores acerca de la planificación, monitorización y evaluación del proceso de aprendizaje. Esta intervención reflexiva, resalta más adelante con Legenhausen (2017: 16s.), no tiene sentido si no se convierte posteriormente en el uso de la lengua, si no se complementa el procesamiento abierto prevalente en la comprensión en una comunicación posterior. Por ello le parece especialmente importante que utilicemos la lengua meta tanto para solucionar tareas comunicativas como para la propia intervención reflexiva, ya sea en el grupo o en un diario de aprendizaje.
Benson, por su parte, recoge la definición de Little como base de su capítulo sobre la reflexión en la autonomía, y argumenta que «la relación entre reflexión y autonomía está en el proceso cognitivo y de comportamiento mediante el cual el individuo toma el control sobre el flujo de experiencia al que está sujeto» (2001: 93; traducción del autor). Sin aventurarse a formular otra definición resume el debate pedagógico sobre la reflexión que empezó con Dewey en estos rasgos: la reflexión es un proceso racional que embarca pensamiento racional, emoción y juicio; puede ser iniciado conscientemente por la propia persona, por otra o por la situación, por lo que se relaciona con contextos específicos y sus condicionantes; se orienta a objetivos y es posible que lleve a un aprendizaje, algo susceptible de incluir retrospección, introspección y prospección; en este sentido, se trata de algo que puede ser remodelado cíclicamente en la revisión de suposiciones y creencias, y si esto lleva a un cambio profundo, puede resultar difícil y doloroso (ibid.: 92).
Para el aprendizaje autónomo de lenguas, Benson (2001: 93) subraya que la investigación es escasa, pero que la existente distingue dos direcciones hacia las que se orienta la reflexión: hacia el uso de la lengua por un lado y hacia el proceso de aprendizaje por el otro, y que además se trató el tema a menudo como «decondicionamiento». A nuestro parecer, este término no es el más afortunado, porque nos recuerda los métodos de condicionamiento de Pavlov y Skinner, donde la reflexión tiene poca importancia. Aquí no se trata de olvidarse de algo inculcado o aprendido superponiéndolo a otros contenidos infundidos a través del dolor o de la recompensa, sino de profundizar en el aprendizaje por medio de la reflexión. En este sentido, Benson nos enseña que la investigación ha llegado a la conclusión de que la reflexión sirve de puente entre los conceptos teóricos y la experiencia mediante un proceso consciente de ensayo y error de hipótesis provisionales, tanto en la aplicación de las reglas en el uso de la lengua como en su orientación hacia el proceso de aprendizaje.
En este último contexto, se ha entendido el «decondicionamiento» ya desde Holec como la revisión de concepciones previas y preconcebidas del proceso de aprendizaje. Benson retoma aquí unos temas en el debate pedagógico, los condicionantes de la reflexión y la dificultad de cambiar creencias profundas, que no continúa desarrollando, ni a nivel pedagógico ni para el aprendizaje de lenguas en especial.
Precisamente queremos en este punto reanudar el debate y ahondar en las cuestiones específicas de la reflexión en el ámbito de las lenguas extranjeras. Si la reflexión sirve como puente entre los conceptos teóricos aprendidos y la experiencia, entonces desde nuestro punto de vista, a nivel de competencia, lo fundamental es si funciona lo aprendido para el individuo en los dos niveles distinguidos en la investigación mencionada: 1. En el uso de la lengua, es decir, para la interlengua, y 2. en el proceso de aprendizaje, y además 3. en la relación entre ambos. Si a través de su reflexión el alumno inicia un proceso de ensayo y error y se da cuenta de que lo aprendido no funciona, la cuestión es si es capaz de modificar su hábito adquirido en estos tres niveles. El término «decondicionamiento» tendría su razón de ser si significara reconocer los condicionantes para poder superarlos en la propia reflexión.
Los condicionantes que se tratarán de aquí en adelante son, por un lado, cognitivos y emocionales y, por otro, habituales. Seguimos la distinción demostrada de la reflexión en el uso de la lengua y en el proceso de aprendizaje sin entrar en detalles concretos para enfocar tres fenómenos específicos que en su combinación pueden condicionar sobremanera el aprendizaje de la lengua extranjera: la sobrecarga cognitiva, el miedo a hablar la lengua meta y la dificultad de cambiar hábitos de aprendizaje arraigados.
Comenzamos con la reflexión en el uso de la lengua en su sentido más amplio: en el entendimiento de los conceptos lingüísticos, en la adquisición, en la competencia lingüística, en el juicio en el uso adecuado, en la competencia comunicativa y cultural, etcétera. Sin embargo, no vamos a abordar ninguno de estos aspectos por separado, sino a tratarlos en su conjunto, por la alta complejidad cognitiva implicada que nos sugiere ya esta enumeración, algo que puede ser precisamente el problema. Por mencionar algunos ejemplos: un estudiante puede conocer una regla gramatical y que, sin embargo, le cueste aplicarla en el momento determinado de la producción escrita u oral; puede conocer reglas sobre cómo estudiar y aplicar el léxico y, no obstante, no aplicarlas por múltiples condicionantes externos (por ejemplo, otras obligaciones) o internos (por ejemplo, pereza). Pero también hay otras opciones: ha entendido mal la regla, se le ha trasmitido mal, la regla transmitida no le sirve o es una regla errónea. Incluso el propio conocimiento gramatical puede entorpecer, o hasta impedir, la correcta realización del enunciado en un momento comunicativo por una reflexión demasiado compleja. Es decir, no se trata de un asunto principalmente de entendimiento ni de juicio, sino que es más bien una cuestión cuantitativa inherente al propio procesamiento reflexivo, pero cuya complejidad aún puede ser aumentada por falta de atención, mal diseño instruccional o factores externos como ruidos. La Teoría de la carga cognitiva (Cognitive Load Theory) ha demostrado que el proceso de aprendizaje se frena si la tarea en curso requiere demasiada capacidad (Young 2010). Si el tema es excesivamente difícil, el material y el método de presentación no son idóneos y, por tanto, el procesamiento del alumnado está sobrecargado, este, en lugar de aprender, se bloquea. Desde una perspectiva muy diferente a la de la Teoría de la carga cognitiva, también la Teoría sociocultural con la Zona de desarrollo próximo y el scaffolding subrayan el enfoque en la relación entre cantidad, calidad y momento adecuado para el aprendizaje. Si la reflexión es demasiado compleja ya a nivel gramatical —por ser una cuestión difícil sin correspondencia en la propia lengua, por una mala presentación del tema, por no tener en cuenta el conocimiento del alumnado ni una progresión adecuada, o si el alumnado no tuvo la posibilidad de aplicar y automatizar a su ritmo puntos gramaticales anteriores—, es muy probable que el individuo no sea capaz de aplicar la gramática correctamente durante la comunicación.
Si esta reflexión sobrecargada de diferentes reglas mal comprendidas y no automatizadas se junta además con condicionantes internos de la reflexión como miedos —de no aplicar todas las reglas de manera correcta al mismo tiempo, de fracasar y, por tanto, quedar supuestamente en ridículo delante del otro, de no estar a la altura de las propias exigencias, de echar a perder la nota—, puede conducir a una barrera emocional cada vez más alta para practicar lo aprendido. El miedo a practicar la L2 se ha evidenciado como un temor específico relacionado con un concepto negativo sobre la propia capacidad, sobre todo si está en combinación con una alta competitividad (Toth 2007: 138ss.). Más que la capacidad real, la percepción negativa de esta influye en una sensación de miedo que, a su vez, provoca una aplicación errónea de conocimientos al poner en práctica las habilidades lingüísticas. El miedo puede perjudicar todos los estadios cognitivos del aprendizaje, pero se percibe de una forma más clara en la competencia oral. MacIntyre y Serroul (2015) han explicado con más detalle qué pasa en el momento en que el hablante de la L2 se da cuenta de que no es capaz de expresar lo que quiere, o advierte que no se está comunicando de manera adecuada: su atención se dirige a las reacciones del otro y percibe una amenaza para su autoimagen y relaciones interpersonales. A continuación, empieza a ser consciente del miedo, algo que deteriora aún más la producción lingüística, que a su vez empeora los efectos físicos del miedo. El resultado puede ser inhibición o bloqueo en el momento, y luego una creciente motivación hacia la elusión de situaciones parecidas, una decreciente percepción de la capacidad comunicativa y, por lo tanto, menos voluntad de comunicarse en adelante, es decir, una inhibición prolongada. Las reflexiones al respecto influirán probablemente en las futuras comunicaciones en la L2, ya sean en clase o en contextos no formales.
No se pueden ignorar ni suprimir la vergüenza de pronunciar las primeras palabras en otra lengua ni los posibles miedos, como condicionantes de la reflexión que pueden dificultar la puesta en práctica de lo aprendido, sino que hay que estar atento a ellos y tematizarlos en el aula. Dicho de otra manera, el obstáculo prolongado para la realización comunicativa puede ser precisamente un exceso de reflexión entremezclado con emociones negativas, si el método didáctico no es sensible a estas emociones y no fija lo suficiente en la práctica lo aprendido antes de acumular demasiados conocimientos. Por lo tanto, aunque este miedo es específico del uso de la lengua (language anxiety), se debería tratar expresamente en la reflexión sobre el proceso de aprendizaje para hacerlo consciente, tanto para profesorado como para alumnado. Algunas de las preguntas clave para la reflexión en la relación entre conocimiento y capacidad son: ¿Tengo que saberlo para poder hacerlo? ¿Puedo hacer lo que sé? ¿Necesito saber más en este momento o sería mejor practicar lo aprendido antes de adquirir más conocimiento? ¿Tengo miedo o siento vergüenza al practicar lo entendido y por qué? Una reflexión conjunta en clase acerca de estos temas ya podría suponer un avance importante, algo que luego ha de estar acompañado en el uso de la lengua de múltiples opciones para practicar primero de forma individual (por ejemplo, por escrito), en pareja o grupos pequeños, antes de dar el gran paso de decir algo en voz alta delante de toda la clase o de hablar con un nativo. Por consiguiente, en el proceso de aprendizaje se puede acompañar la parte de la lingüística aplicada con la automonitorización y la autoevaluación correspondiente, para evitar así el bloqueo y la inhibición prolongada.
Seguimos también en el proceso de aprendizaje el debate descrito por Benson, excluyendo conscientemente el tema metacognitivo, bastante más debatido, que a pesar de la cercanía a la reflexión en el proceso de aprendizaje no se puede incluir aquí. Nos centramos específicamente en un aspecto socio-cultural, en correspondencia a la definición de Little, sobre las diferencias en los entornos domésticos, sociales y culturales en los cuales nacen alumnos y profesores y que condicionan nuestra reflexión. Partimos de la hipótesis de que estos condicionantes socio-culturales, por ser tan habituales, muchas veces se ven como naturales y, en consecuencia, se suelen excluir de la reflexión consciente, tal y como lo describe Pierre Bourdieu (1988). Esta podría ser una de las razones por las que ciertas creencias pueden estar muy arraigadas, como ya apuntaba Benson en su resumen, y, por tanto, son difíciles de modificar. Psicólogos fundamentales para la teoría del aprendizaje como Carl Rogers y George A. Kelly (para la influencia de sus teorías en el aprendizaje autónomo e independiente véase Henderson 1984: 54 y Schwienhorst 2012: 12s.) han resaltado que el proceso de aprendizaje puede fracasar, e incluso llegar a ser doloroso, si los nuevos conceptos o constructos implican un cambio en las creencias fundamentales, en la autopercepción[2] y la autoorganización del aprendiz. Es decir, la idea de que los alumnos cuestionen sus propias creencias, además de los presupuestos habituales de su propia cultura y sociedad, es, según estos autores, extremadamente difícil o directamente imposible. Estamos de acuerdo en que un alumno que haya aprendido durante toda su vida a aceptar sin más la sociedad y su sistema educativo tal y como está, probablemente tendrá dificultades de adquirir como persona adulta esta visión crítica de forma repentina, y de percibirse como un agente activo en el desarrollo de la sociedad. Uno de los grandes avances de la educación democrática implantada en los sistemas educativos desde la década de 1970, es que la educación ofrezca opciones de participación y decisión, es decir, del ejercicio de la propia autonomía dentro del grupo. Esto implica una reflexión individual y grupal en un proceso de influencia mutua para llegar a decisiones consensuadas, así como la certeza de que todos y cada uno de los integrantes del grupo pueden influir en el proceso. En este sentido, la reflexión autónoma del alumnado se puede alentar desde el principio fomentando su autonomía, siempre y cuando, como han resaltado Leni Dam y Lienhard Legenhausen (2011), a nivel práctico con alumnado no adulto se proporcione al alumno este espacio de decisión para que se empiece a implicar en el proceso de aprendizaje autónomo. Esto supone que la decisión de pedirle reflexión al alumnado conlleva una implicación directa para el propio profesor y su método. El hecho de que un docente requiera la reflexión del alumnado en su aprendizaje (como ya se ha argumentado con la cuestión de la autonomía en general, véase, por ejemplo, Sánchez González 2015), resulta poco coherente si el docente no reflexiona a su vez sobre su enseñanza dentro de un sistema educativo que tampoco fomenta la reflexión. Por ello, es lógico que el estímulo de la reflexión comience en la formación del profesorado (véase Yost, Sentner y Forlenza-Baily 2000); la cuestión —que aquí no podemos resolver del todo— es por qué no se ha impuesto la reflexión en el aula si Herbart ya empezó a implantarla en la formación del profesorado a principios del siglo xix. Como vimos según Little, la autonomía se impuso en las reformas curriculares de las lenguas en Europa entre otros factores por la importancia que se dio a partir de las décadas de 1970 y 1980 a la reflexión crítica. En el Marco Común Europeo de Referencia para las Lenguas, hay más de setenta menciones a la reflexión, de forma indistinta para profesorado y alumnado, como en este ejemplo (p. 58):
Corresponde a los profesionales reflexionar sobre las necesidades comunicativas de los alumnos de los que son responsables, y, después, utilizando adecuadamente los recursos completos del Marco de referencia como modelo (por ejemplo, como se detalla en el capítulo 7), especificar las tareas comunicativas, en las que sus alumnos deben aprender a desenvolverse. También se debería procurar que los alumnos reflexionaran sobre sus necesidades comunicativas como un aspecto más de su propia reflexión y de su independencia.
Según este texto, es poco consecuente, por tanto, que un profesor inste al alumnado a reflexionar sobre su propio aprendizaje si este no considera al mismo tiempo la enseñanza y los métodos aplicados en el aula. Si el alumnado pide un mayor empleo de la música en la clase de L2, o una conversación real con nativos, sería erróneo ignorarles para a continuación pedirles un portafolio que incluya una reflexión sobre su proceso de aprendizaje. Esto significaría impedirles llevar a la práctica su reflexión, y toda la retórica del aprendizaje por competencias quedaría en entredicho. La reflexión sobre el propio aprendizaje implica necesariamente la predisposición del profesorado a incluir propuestas consensuadas con el alumnado sobre el aprendizaje, no solamente en casa, en el propio escritorio, sino en el aula, donde se pretende practicar en consonancia con la reflexión anterior, ya sea a nivel de la lengua meta o del proceso de aprendizaje de esta lengua. Si el profesor no está dispuesto a reflexionar sobre su práctica, ¿por qué lo debería hacer el alumno?
La capacidad de poder cuestionar las propias creencias no es algo que se adquiera de golpe, o que se pueda activar mediante una información sobre educación permanente en una clase. Dicha capacidad posee un fuerte componente intercultural, no solo en los conceptos lingüísticos, sino sobre todo en el estilo de aprendizaje y las teorías subjetivas adquiridas durante la biografía educativa de cada persona. De hecho, el aprendizaje de lenguas puede desempeñar un papel fundamental dentro de este proceso: en la medida en que la nueva lengua nos permita percibir otras concepciones para entender el mundo, distanciarnos un poco de nuestra propia identidad y ampliar nuestro horizonte, así como reflexionar desde fuera con los conceptos y constructos habituales de la otra lengua y cultura, nos facilitará una consideración de nuestros propios conceptos, valores y convenciones, en primer lugar, comunicativas.
Sin embargo, si un alumno no ha conocido estos procesos de aprendizaje y ha conseguido avanzar en su sistema educativo, en especial sobre la base de una reflexión en el entendimiento de conceptos, es decir, dando más peso a la clase de exposición y su memorización, este alumno probablemente no será capaz de desarrollar de repente una reflexión sobre su propio aprendizaje, y tendrá entonces un concepto de autoobservación muy diferente. Además, la expresión de las emociones, la relación con el propio subconsciente (a través de sueños, la confesión, el psicoanálisis), la aceptación o supresión de los impulsos, la relación del yo hacia sí mismo y hacia el grupo tanto en lo comunicativo como en lo reflexivo… todo esto tiene sus componentes socio-culturales que influyen en la biografía de aprendizaje de cada persona. Si entendemos nuestra responsabilidad sobre todo en relación con los demás, o también en relación con nosotros, si reflexionamos habitualmente sobre nosotros y hemos aprendido a expresarlo y, por tanto, nos parece normal explicar y describir nuestros miedos, deseos, planes —todo esto está culturalmente preformado. La realización de estos actos depende de prácticas sociales concretas en una situación político-económica específica, y el hecho de cómo se convierten en hábitos parece natural, pero solo es “normal” en el contexto socio-cultural de cada individuo.
Lo que habitualmente se requiere al alumnado en un contexto de aprendizaje autónomo es observarse, reflexionar sobre el propio aprendizaje y plasmarlo en un diario o un portafolio, para finalmente autoevaluarse (Nunan 1996: 24). Esto puede significar una modificación de unos hábitos de aprendizaje tan arraigados que son muy difíciles y dolorosos de cambiar, o están directamente condenados al fracaso. Algunos ejemplos podrían ser la creencia en la autoridad del profesor, la instrucción y las teorías subjetivas relacionadas con ello, factores que pueden impedir que el alumno se involucre en la reflexión sobre objetivos, materiales o la evaluación. Estas teorías subjetivas pueden estar relacionadas con patrones de estudio y repaso sin la reflexión necesaria para iniciar la aplicación en la conversación. Esto a su vez puede conducir a una acumulación de conocimientos no acompañados de la práctica comunicativa necesaria que desemboca en los escenarios ya descritos en Ad 1).
No se puede pretender que sea una tarea fácil para un alumno que viene de una cultura educativa tradicional, ni se puede aspirar a cambiar el «condicionamiento» de este alumno con dolor o recompensa al estilo del conductismo, o que se puedan adquirir otros hábitos solo mediante el entendimiento, sin ponerlos en práctica ni convertirlos en una competencia real en un largo recorrido de experiencias. Se puede aprender ya desde pequeño a hacer portafolios, pero hay quien aprende técnicas culturales en su entorno— cómo autoobservarse, pensar sobre sentimientos y emociones y expresarlo, exponer deseos, planificar actos para conseguir algo para sí mismo— que son necesarias para poder hacerlo.
Hemos observado que hay dos importantes condicionantes en el ámbito del estudio de las lenguas extranjeras: uno es el exceso de conocimientos no convertidos en competencias lingüísticas (Ad 1), que pueden llevar a una desmesura reflexiva que causa una barrera emocional que hace cada vez más difícil la comunicación en la lengua meta. El otro son los propios hábitos de aprendizaje y las teorías subjetivas (Ad 2), que pueden bloquear un cambio de actitud sobre el propio aprendizaje. Ambos niveles, el proceso de reflexión en y sobre el uso de la L2 y el proceso de reflexión sobre el propio aprendizaje, están entrelazados. Aunque la relación entre el conocimiento de las reglas de la lengua y su aplicación al hablar o escribir es a primera vista del uso de la lengua, observamos que la cuestión de cuándo debería aplicarlas cada alumno para fijarlas antes de que haya una sobrecarga cognitiva y una acumulación de emociones negativas al respecto ya es una cuestión del proceso de aprendizaje que puede diferir mucho individualmente. La reflexión del alumnado sobre su aprendizaje difícilmente se iniciará si no tiene el impulso anterior por parte del profesor, y si este no proporciona las ocasiones suficientes para practicar los fenómenos lingüísticos, elevará la barrera emocional y el exceso de reflexión lingüística para aplicar lo aprendido en la comunicación real. Si los temas gramaticales anteriores no están suficientemente automatizados, se multiplica la complejidad de la reflexión en el intento de practicar lo nuevo, y aumenta cada vez más la posibilidad de entrar en la espiral de miedo a comunicarse en la L2. Esto depende del nivel de adquisición de los conocimientos lingüísticos (por parte del alumno) y diseño de tareas (por parte del docente): para la activación de conocimientos en tareas receptivas, reproductivas o productivas guiadas frente a tareas complejas con interacción espontánea en la L2. Cuanto más se posponga en el sistema educativo la comunicación en lengua extranjera, escalonada según niveles de tareas más sencillas y guiadas a más complejas y libres, más se merma la competencia real y la posibilidad de practicarla con éxito en una posterior situación comunicativa auténtica. Por eso conviene que el profesorado en clase inicie una reflexión colectiva al respecto que sirva como estímulo para la reflexión del alumnado, y que se busque después un equilibrio entre la reflexión en el uso de la lengua y la reflexión sobre el proceso de aprendizaje. Las experiencias con la reflexión conjunta participativa han demostrado que esta influye en la enseñanza según lo consensuado con los alumnos si es coherente (Little, Dam y Legenhausen 2017; Dam y Legenhausen 2011). Si la participación reflexiva introduce cambios en el aula, probablemente los efectuará también en el proceso de aprendizaje de cada uno de los alumnos, que se ven así respetados como partícipes en el acto de su propio aprendizaje.
En consonancia con autores como Rogers y Kelly (véase arriba), podemos afirmar que el propio estilo de aprendizaje puede tener un arraigo muy profundo que hace difícil y doloroso cambiar las formas de aprender del alumnado. El estilo de aprendizaje es un factor preformado socio-culturalmente que puede ser muy personal, y no está excluido de la cultura como una zona neutra a la que se puede acceder sin el propio bagaje de creencias y teorías subjetivas. Ya hemos subrayado en otro contexto (Koch 2020: 5) —el debate sobre la reciprocidad en el aprendizaje de lenguas— que la puerta de acceso a la competencia comunicativa intercultural que capacita al interlocutor para actuar y cooperar en otras culturas es la distancia autorreflexiva hacia sus propias creencias y suposiciones, que anteriormente se percibían como naturales. No obstante, cuestionar y modificar la manera de aprender, los hábitos comunicativos y los valores parece ser mucho más difícil que modificar o ampliar los conceptos lingüísticos. No cuenta con atajos, y aunque se pueda allanar el camino mediante el conocimiento, este proceso está muy vinculado al camino más largo, y también más profundo, de la experiencia. Hay herramientas probadas para facilitarlo y acelerarlo:
— la reflexión conjunta en el grupo, ya sea en clase o con peers (Boud 2001);
— el asesoramiento personalizado consciente de los diferentes hábitos y respetuoso con la biografía de aprendizaje del estudiante (Kato y Mynard 2016);
— experiencias como el Tándem y el programa Erasmus, que permiten aplicar lo aprendido en la comunicación auténtica desde la propia realidad social (Böcker 2013; Martos Ramos 2018).
Sin embargo, este esfuerzo merece la pena, porque una vez que el estudiante logre verse y observar la propia cultura a través de los ojos de la otra, una vez que posea este grado de competencia comunicativa intercultural, le será más sencillo cuestionar sus propias suposiciones y creencias en todos los ámbitos. En este sentido, el aprendizaje de lenguas extranjeras tiene un papel especial para el objetivo que persigue la educación crítica en general desde la década de 1970: capacitar al alumno para ser una persona autónoma, responsable de sus actos, que pueda cuestionarse sus creencias, que sea capaz de actuar y cooperar en situaciones que excedan sus expectativas habituales, que pueda aprovechar estas experiencias para cambiarse a sí mismo, y que intente influir en la sociedad en consecuencia si lo ve necesario y provechoso para los demás. El aprendizaje de lenguas puede aportar mucho al respecto si el sistema educativo (cuyos condicionantes no se han podido analizar aquí) apoya en todos los niveles la reflexión y permite la flexibilidad de aplicar en el aula los resultados de una reflexión colectiva sobre el proceso de aprendizaje. Es lógico que la implantación de la reflexión comience con la formación de las competencias relevantes de los futuros profesores, para que luego estos la puedan emplear en una constante práctica reflexiva de su propia enseñanza que incluya la aceptación y el respeto por la reflexión del alumnado en el aula. El propio sistema educativo solamente se podría llamar reflexivo si se sirviera de las reflexiones e iniciativas del profesorado, así como de las comparaciones con otras culturas de aprendizaje. Cuánto más se relegue la reflexión sobre el propio aprendizaje únicamente al alumnado, y se niegue que la reflexión propia de los diferentes actores de la educación tiene efecto para la realidad, más probable será que esta constituya una reflexión sin consecuencias reales.
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[1] Para la descripción del contexto político a partir de la década de 1970, las raíces del concepto en la España del siglo xviii y la cuestión de por qué los principios de la educación permanente, enseñar a aprender, etcétera, no se imponen en España, véase Fernández 2000. Como director del Instituto Nacional de Educación de Adultos, Schwartz (1968) ya había resumido las ideas principales con anterioridad.
[2] La autopercepción, a su vez, está relacionada, como vimos en Ad) 1, con el miedo de fracasar al hablar la lengua meta, algo que puede dificultar aún más la situación descrita más adelante.