
Pazos-López, Ángel y Ana María Cuesta Sánchez, eds. 2022. Las imágenes de los animales fantásticos en la Edad Media. Gijón: Ediciones Trea. ISBN 978-84-19525-21-5. 618 páginas.
Por Teresa Aizpún
Esta magnífica publicación “Las imágenes de los animales fantásticos en la Edad Media”, editada por Ángel Pazos-López y Ana María Cuesta Sánchez y publicada por Trea nos aporta, a lo largo de sus 17 trabajos, una visión muy completa de la imaginería medieval: cómo abordarla, cómo interpretarla, su relación con los principales soportes artísticos, así como el análisis de varias de estas criaturas, desde las sirenas (Álvaro Ibáñez) hasta los cinocéfalos (Andrea Vanina). Muchas de ellas forman parte de nuestro imaginario todavía hoy, aunque ya hayamos perdido, casi totalmente, la capacidad de comprender el simbolismo que encierran.
En la época de la post verdad, en la que el relato no pretende mostrarnos el mundo como es, sino convencernos de algo, se hace raro un lenguaje que busca manifestar una realidad o mejor, la “Realidad”, pues, como dice Ricardo Piñero Moral, “lo sagrado se reviste de lo profano”. La simbología de estas criaturas es realmente una hierofanía en el sentido en el que el reconocido miembro del Círculo de Eranos, Mircea Elíade, usa este término: una manifestación de lo sagrado en lo profano. Porque la creación de estas imágenes hunde sus raíces tanto en la tradición del naturalismo clásico o la mitología, como en la teología del momento o los contenidos bíblicos. Los “portentos” medievales representan un asombroso compendio del saber, como se ve a lo largo de estos 17 trabajos.
Estas criaturas que son una mezcla de animales y hombres (como la esfinge o el centauro) o de varios animales (como el dragón en sus distintas versiones), o incluso adquieren formas sucesivas diferentes como el unicornio, no son para nosotros probablemente otra cosa que un producto de la fantasía; en el Medievo, sin embargo, serían más bien creaciones de la imaginación. Siguiendo la diferencia clásica entre fantasía e imaginación en la que la fantasía nada tiene que ver con el conocimiento y, por el contrario, la imaginación es una vía de acceso a niveles profundos de lo real y a lo más básico de nuestra capacidad creadora, los animales fantásticos que desfilan por estas páginas serían más bien producto de la imaginación. Entendamos ésta como imaginación activa, según Jung, o como resultado del amor como afirma Oscar Wilde en su larguísima carta “De profundis”, o como creadora tal y como se manifiesta en otros muchos autores como Ibn Arabi, o incluso una capacidad presente en el espíritu perfecto, siguiendo a Paracelso, la imaginación representa una forma de conocimiento privilegiada, para acceder a aquellos campos de lo real que no resultan fácilmente accesibles.
Es el mundo del lenguaje simbólico y, en este mundo, todo tiene un significado y, por tanto, conocerlo resulta útil, e incluso necesario, dirá Ricardo Piñero. Nos movemos a nivel no sólo del sentido, sino de la creación del mismo, un atributo esencialmente humano. En el Medievo, incluso los seres monstruosos se consideraban creación divina y, por eso podemos decir con Ricardo Piñero, citando a Elvira Jiménez y Almudena Alonso que: “en todas las realidades naturales hay algo de maravilloso […] Así conviene afrontar sin disgusto la investigación sobre cualquier tipo de animales, ya que en todos hay algo de natural y de hermoso”. No sólo eso, los monstruos son, o deben ser objeto de la actividad misionera. Eso los coloca en relación directa con lo espiritual.
En el curioso artículo “Cinocéfalos y misioneros. El otro convertible” de Andrea Vanina que cierra el presente volumen se nos presenta a estos seres liminares, hombres con cabeza de perro, que desde el siglo VIII al XIII, durante la cristianización de los pueblos del norte y centro de Europa, los bárbaros, representaron a esos seres cuyo lenguaje inarticulado y aspecto feroz simbolizaban el límite de lo humano. Significaban, por tanto “lo otro” stricto sensu que obligaba a la tradición medieval cristiana a reflexionar sobre lo propio, la condición humana, sobre lo que hacía que un ser, a pesar de su “monstruoso” aspecto, fuera un ser humano y, por tanto, posible receptor de la verdad más alta, capax dei. Finalmente, a reflexionar sobre uno mismo.
En primer lugar, el lenguaje definía la condición humana, pero también la capacidad de domesticar animales, de cultivar la tierra, etc. Hubo que establecer si esos seres monstruosos pertenecían al género humano, como defendió Isidoro de Sevilla, o no. Por tanto, el conocimiento de uno mismo a través del otro, propio de la Antropología, que para muchos autores empezó en la Inglaterra del siglo XIX, se desarrolló, según esto, de una forma maravillosa, a través de esta imaginería, ya durante siglos en la Edad Media. Sin necesidad de convertir a sujetos de otras culturas en semi humanos paseados por Europa en circos ambulantes la cultura medieval comenzó el estudio de uno mismo como estudio de “lo otro”. Las esfinges o los hombres lobo cumplieron maravillosamente ese papel.
Pero esta no es la única forma en la que el lenguaje simbólico nos aporta conocimiento; nos devuelve también la conexión con el conocimiento-experiencia que el racionalismo nos había arrebatado. La confrontación con estos extraños seres es para nosotros, como lo fue para sus contemporáneos, una experiencia: sólo tienen sentido “en relación a la persona que los observa”, por tanto, “resulta preciso analizar cada caso concreto por separado, huir de las generalizaciones”. La experiencia es siempre individual y el sentido de cada imagen no es otra cosa que el significado que adquiere en relación con alguien, en un determinado contexto, como afirman Gorka López de Munain e Isabel Mellén. Por eso, estos seres no son conceptos, ni aspiran a una universalidad de sentido, son imágenes polisémicas que nos conectan con lo real en general y con nuestra realidad concreta a muchos niveles.
La Edad Media, considerada, todavía hoy, sólo un oscuro interludio entre la cultura clásica y su renacer por muchos autores, representa, sin embargo, la posibilidad no sólo de pervivencia de la cultura greco-romana, sino una adaptación propia del humanismo cristiano que construye y constituye tanto en Oriente como en Occidente, un nuevo mundo. La cultura medieval lleva a cabo una recreación cultural capaz de renacer de las cenizas del mundo antiguo sin perder ni su capacidad de pensamiento lógico, ni su capacidad creadora e imaginativa.
Valga como ejemplo el unicornio (Adriana Gallardo). Buscando su significado: qué era un unicornio y qué representaba (¿a Cristo, a Alejandro Magno, al enamorado?), encontramos que el Medievo no sólo redefine el amor, sino que realmente lo inventa, en su sentido occidental actual. Venga o no de la India, el unicornio representará los ideales del Occidente cristiano en construcción colaborando en la creación de ese nuevo mundo en el que el individuo es capaz de un ilimitado desarrollo, pero no por el camino exclusivo de la lógica, sino a través de la imaginación capaz de crear.
Por todo ello, este volumen, lleno de curiosidades y sabrosos detalles sobre la imaginería medieval, nos aporta no sólo una lectura agradable y entretenida de un libro maravillosamente editado, sin menoscabo alguno de su alto nivel académico, sino también una visión atractiva y refrescante del ser humano en un momento en el que el post-humanismo nos augura un mundo sin alma de ingeniería social, genética y robótica.