In memoriam del profesor don Emilio Gómez Piñol (1940-2025)

En la lección inaugural de la solemne apertura del curso académico 2005-2006, de la Universidad de Sevilla, el profesor Gómez Piñol hizo un canto a la belleza, de la que afirmó que desvela el común anhelo de brillo y plenitud de lo sensible que identifica la condición espiritual de los seres humanos. Él, que fue un verdadero maestro de las formas artísticas, nunca olvidó lo trascendente, trascendencia que ya seguro habrá podido comprobar. Si bien en todos sus textos don Emilio dejó traslucir su brillante personalidad, creo que en este lo hizo de manera definitiva. Su mismo título, Ruptura vanguardista, desintegración y nostalgia del arte (Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005), además de toda una declaración de intenciones, era una suerte de firma, ¿quién podría titular así un texto si no él?

Su trayectoria académica fue tan arrebatadora como él mismo. Aunque conocida, no está de más recordar que nació en la primavera sevillana de 1940, en la histórica collación de San Román, a cuya parroquia mudéjar dedicó un agudo libro con motivo de su restauración (Sevilla: Emasesa, 2008). De igual modo, su monumental monografía sobre el Salvador de Sevilla, además de a su queridísima Maribel, a los cinco hijos que tuvieron y a toda su familia, la dedicó al recuerdo del barrio de San Román, que nunca olvidó y del que señaló que en él comenzó a sentir el arte y la historia de Sevilla. Estudió en el cercano Colegio de los Padres Escolapios, que aún estaba en el que había sido palacio de los Ponce de León, donde empezaron a descollar sus brillantes capacidades intelectuales. Licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla, se doctoró en la misma con una tesis sobre la colección de estampas de Hernando Colón que logró tanto el premio extraordinario como el de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En 1969 alcanzó la cátedra de Historia del Arte de la Universidad de Murcia, en la que también tuvo el honor de impartir la lección inaugural del curso 1970-1971 y en la que estaría hasta que en 1973 volvió definitivamente a Sevilla. Los años murcianos fueron particularmente prolíficos por lo que se refiere a lo familiar y a lo profesional. En este último sentido los dedicó a su pasión por el Renacimiento y el Barroco, lo que se plasmó en publicaciones sobre el escultor Jacobo Florentino, en una gran exposición sobre Francisco Salzillo y en un pionero análisis de Jaime Borch y su escenográfica fachada de la catedral de Murcia, con el que participó en el XXIII congreso internacional de Historia del Arte de Granada de 1973. Siempre recordó esa etapa como una suerte de paraíso perdido, que salía a relucir con frecuencia en las conversaciones a las que era tan aficionado y que terminaba apostillando, con melancólica mirada, que en Murcia había sido feliz.

En Sevilla se hizo cargo de la cátedra de Arte Hispanoamericano, siendo en tal sentido un brillante eslabón de una cadena iniciada por don Diego Angulo Íñiguez. Publicó al respecto importantes y numerosas investigaciones, como el largo capítulo que estudiábamos sus alumnos de arte Hispanoamericano sobre las artes plásticas de la plenitud barroca en el volumen XI, tomo I, de la Historia general de España y América de la editorial Rialp, y el relativo al último Barroco y el Neoclasicismo americano en el volumen XI, tomo II de la misma enciclopedia, ambos aparecidos en 1989. No podemos olvidar tampoco sus libros Las artes plásticas en Centroamérica y el Caribe (Madrid, Akal, 1991) y Sevilla y los orígenes del arte Hispanoamericano (Sevilla, Universidad de Sevilla, 2003). Sus intereses hispanoamericanos fueron desbordantes, publicado numerosas investigaciones relativas a asuntos que analizó con decanta perspicacia, como la “grandeza mexicana”, el ornamento, los atrios o el arte filipino y su relación con el indoportugués.

Su otro gran ámbito de investigación fue el arte sevillano, acerca del cual hizo memorables aportaciones a su escultura, como por ejemplo de Jorge Fernández en un capítulo del catálogo de la exposición Signos de evangelización, Sevilla y las hermandades en Hispanoamérica celebrada en 1999 o de Martínez Montañés en otro antológico capítulo de la monografía dedicada al monasterio de San Isidoro de Campo con motivo del séptimo centenario de su fundación en 2002. Sin duda, es él el que mejor ha entendido hasta ahora la formidable significación del genio clásico de Montañés. Pero fueron otros muchos los escultores a los que hizo esenciales atribuciones con un ojo infalible, como Juan de Mesa, Alonso Martínez o José de Arce. De igual modo, fue un maestro de referencia en el estudio del retablo, en particular del barroco, desde el capítulo que le dedicó en la exposición Sevilla en el siglo XVII de 1983.

No obstante, su capolavoro fue indudablemente la monografía de la iglesia colegial del Salvador (Sevilla, Fundación Farmacéutica Avenzoar, 2000) de la que con razón estaba tan ufano. Tuvo la ocasión de desarrollar en este libro imprescindible y con absoluto magisterio la corriente metodológica sociológica a la que era tan afín, lo que se vio reflejado incluso en su subtítulo, Arte y sociedad en Sevilla (siglos XIII-XIX). Verdaderamente, renovó toda la historia del arte sevillano. Quien esto suscribe reconoce que le sobrecogió la lectura, entre otras, de las páginas (105-114) que le dedicó a la coyuntura artística sevillana en torno a 1671, ya que suponen una explicación sencillamente genial de la génesis del barroco sevillano, como nadie había realizado hasta el momento y que merecería sin duda ser retomada y ahondada. También en este libro mostró su concepto de la historia del arte, de la que decía que, igual que el arte es un fenómeno existencialmente humano, nuestra disciplina debe ser inteligible a todos, lo que él logró, ya que su brillante y colorida forma de escribir, pletórica de pirotécnica adjetivación, siempre fue inteligible.

También me gustaría recordar su libro, firmado junto a su hija y colega María Isabel Gómez González, sobre el Sagrario de la Catedral de Sevilla (Sevilla, Iberdrola, 2004) donde volvió a ahondar magistralmente en el origen del barroco sevillano, su ornamentación, retablos y esculturas. En otros trabajos se ocupó del retablo mayor de dicho Sagrario, que levantó a principios del siglo XVIII Jerónimo Balbás, el cual luego protagonizó el barroco mexicano de la primera mitad del siglo XVIII y que salió a relucir con frecuencia a lo largo de su fecunda carrera, tanto en clases, como en publicaciones, conferencias o viajes de estudio. En Balbás convergían sus grandes pasiones artísticas y sin duda don Emilio fue digno historiador del genio zamorano, de manera que resulta difícil entender al uno sin el otro.

Otra de sus poliédricas facetas fue la de gestor universitario, ya que fue decano de la Facultad de Geografía e Historia en los años no precisamente fáciles de la Transición y director del departamento de Historia del Arte durante casi dos décadas. Su desbordante actividad también se plasmó en la Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla. No obstante, donde pienso que mostró de forma más personal sus cualidades humanas y profesionales fue en la Asociación de Amigos del Museo de Bellas Artes de Sevilla, de la que fue el alma y en la que desarrolló una actividad arrolladora que puso de manifiesto su magisterio universal, en una sucesión inagotable de conferencias, visitas y viajes tanto nacionales como internacionales.

En efecto, don Emilio fue un docente irrepetible, con una asombrosa capacidad de palabra y una memoria prodigiosa, que hilaba conceptos de forma certera y enlazaba cuestiones con pasmosa facilidad. El Barroco y el arte Hispanoamericano fueron sus grandes materias como profesor, pero me gustaría recordar en particular, muestra de sus variadas inquietudes, un curso de doctorado, impartido a principios de la ya lejana década de los noventa, sobre el barroco brasileño, en el que vibraba analizando a su gran protagonista, Antonio Francisco Lisboa, el Aleijadinho, el último genio del barroco universal y del que hacía atinadas comparaciones con, por ejemplo, el barroco bávaro, otras de sus grandes pasiones.

Aunque ya hemos apuntado algo de ello, don Emilio fue un excelente conferenciante y guía. En tal sentido no quiero dejar de mencionar dos perlas que tuve la suerte de vivir, una conferencia sobre Van Gogh en la Academia de Santa Isabel de Hungría en 1990, con motivo del centenario del fallecimiento del pintor, y una visita a la exposición de Rodin en el Museo de Bellas Artes de Sevilla en el año 2000. En ambas fue tan claro y ameno como profundo y certero, igual que en sus clases y puso en ellas de manifiesto su enorme interés y amplísimos conocimientos sobre el arte contemporáneo. Sus saberes eran enciclopédicos y relativos a las más diversas materias y lenguas, ya que también fue políglota. También me gustaría destacar dos de sus grandes aficiones, los toros y la ópera, de las que también nos dejó algunas de sus numerosas publicaciones y elogios encendidos por los pasillos de la facultad a Morante de La Puebla, con cuyos últimos éxitos tanto hubiera disfrutado.

De trato siempre afable, caballeroso y educado, jamás le vi un mal gesto, jamás una mala palabra de nadie, ni tan si quiera de los que lo criticaron con muy escaso gusto. Don Emilio fue una suerte de padre académico de aquellos que nos iniciamos con él en los procelosos mundos de la investigación y la docencia. Sus enseñanzas iban mucho más allá de lo meramente académico, ya que era un maestro en el sentido integral del término. Las tesis doctorales que dirigió fueron numerosísimas, tanto de arte sevillano del Renacimiento y el Barroco, como de muy diversos aspectos de la desbordante creatividad hispanoamericana y aún de otras muy distintas cuestiones.

No me gustaría terminar estas tan emocionadas como deshilvanadas palabras, que agradezco en el alma que se me haya invitado a redactar, sin declarar mi más sentida admiración y agradecimiento de todo corazón por el magisterio recibido generosamente por don Emilio, con el que tuve la fortuna de aprender tantas, tantísimas cosas durante más de tres décadas. Descanse en paz.

Álvaro Recio Mir