Plácido Francés, maestro del arte de la pintura: la decoración del Palacio de Santoña, 1876 (y “un magnífico retrato”)*

Plácido Francés, Master of the Art of Painting: The Decoration of the Santoña Palace, 1876 (and “a Magnificent Portrait”)

Antonio Martín Barrachina

Universidad de Zaragoza. España
https://orcid.org/0000-0002-1168-946X
antonio.martinb@unizar.es

Resumen:

La decoración palaciega y el retrato constituyeron desempeños fundamentales en la carrera del pintor Plácido Francés. A ellos responden sus cuadros para el Palacio de Santoña, compendio de toda una visión de la historia del arte que acredita un perfecto dominio del arte de la pintura, corroborado en un retrato posterior del escritor Marcos Zapata, localizado y recuperado para el catálogo de su producción. La historia artística de estas imágenes se analiza en la trayectoria del pintor, contemplada a la luz del triunfo de la imagen pública del artista en el siglo XIX y de las relaciones entre las artes y los artistas en el marco de las formas de la sociabilidad burguesa.

Palabras clave:

Plácido Francés; Palacio de Santoña; Marcos Zapata; Eduardo Rosales; retrato.

Abstract:

Palace decoration and portrait were fundamental dedications in the career of the painter Plácido Francés. His paintings for the Santoña Palace respond to them and constitute a compendium of an entire vision of the history of art that attests to a perfect mastery of the art of painting, corroborated in a later portrait of the writer Marcos Zapata, located and recovered for the catalogue of his production. The artistic history of these images is analyzed in the painter’s career, seen in the light of the triumph of the public image of the artist in the 19th century and the relationships between the arts and artists within the framework of the forms of bourgeois sociability.

Keywords:

Plácido Francés; Santoña Palace; Marcos Zapata; Eduardo Rosales; portrait.

Fecha de recepción: 6 de junio de 2024.
Fecha de aceptación: 13 de septiembre
de 2024.

* Agradezco profundamente a Elena Santamaría, responsable del Palacio de Santoña, y a la Cámara de Comercio, Industria y Servicios de Madrid las facilidades para el desarrollo de la presente investigación, que se inscribe en el Proyecto de I+D+i PID2021-127063NB-I00 (MICINN/AEI/FEDER, UE).

Cómo citar este trabajo / How to cite this paper:
Martín Barrachina, Antonio. 2025. “Plácido Francés, maestro del arte de la pintura: la decoración del Palacio de Santoña, 1876 (y “un magnífico retrato”)”. Laboratorio de Arte 37, pp. 195-224.

© 2025 Antonio Martín Barrachina. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Com-mons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0. International License (CC BY-NC-SA 4.0).

Pintura y literatura en el crisol de la sociabilidad burguesa

El esbozo de una imagen cabal de la cultura del siglo XIX no será del todo convincente si no reflejan sus trazos la progresiva integración de las artes y su fecundo diálogo; las estrechas relaciones que establecieron los artistas gracias a las formas de la sociabilidad burguesa y todo lo que tiene que ver, por encima de los aquilatados modelos nacionales, con la creación y el desarrollo de esa cultura europea, compartida y cosmopolita, que ha reivindicado oportunamente Orlando Figes1.

El arte y la literatura simbolistas, la ópera y el ballet culminaron la tentativa que procuró con ahínco una síntesis de las artes. La literatura y la vida literaria se constituyeron en tema privilegiado de la pintura. La intensa convivencia entre artistas se tradujo en numerosísimas representaciones protagonizadas por la sociabilidad, de la que Antonio María Esquivel hizo en Los poetas contemporáneos (1846) el símbolo imperecedero de toda una época. Escritores y pintores mantuvieron una estrecha amistad: Esquivel y Villaamil con Zorrilla; Casado del Alisal, Palmaroli o Bernardo y Martín Rico con los hermanos Bécquer. Otros tantos artistas, como García Lorca, Dalí o Alberti en el siglo XX, desarrollaron ambas artes: el duque de Rivas fue un estupendo pintor cuyo conocimiento plástico supo aprovechar para la concepción escénica de sus obras teatrales, igual que Bécquer, crítico de arte como Baudelaire, cuya obra gráfica lo revela como un excelente dibujante, dotes que también poseía Galdós. Martínez de la Rosa, Gil y Zárate, el duque de Rivas, Quintana y Menéndez Pelayo fueron escritores que ingresaron en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Un pintor como Pradilla, autor de obras de una profunda teatralidad, conocía perfectamente la escenografía, gracias a su trabajo con pintores escenógrafos. Esquivel, Gutiérrez de la Vega, Villaamil o Muñoz Degrain pintaron también para el teatro en un siglo en el que, en gran parte, “se entendió la escena como un gran cuadro en movimiento”. Si El Artista (1835) de Federico de Madrazo puede considerarse “el mejor testimonio en España de esta fusión creativa entre escritores y artistas románticos”, fueron muchos los pintores que dejaron imagen artística de los autores literarios2.

En estas coordenadas hay que contemplar la trayectoria y la obra del pintor Plácido Francés y Pascual (Alcoy, 1834-Madrid, 1902), para quien la decoración palaciega y el retrato constituyeron desempeños fundamentales a lo largo de su carrera. En el marco de la recuperación de su figura y sus obras para la historia del arte del siglo XIX, este ensayo examina su labor decorativa en el Palacio de Santoña (1876), que me ha llevado a localizar y recuperar para el todavía pendiente catálogo de su producción un retrato del dramaturgo Marcos Zapata (1842-1913), uno de los numerosos artistas amigos a los que retrató. Los caminos del pintor y del literato en el Madrid decimonónico se entrecruzan e iluminan zonas de sus respectivas biografías, según revelan los testimonios pictóricos historiados desde esta perspectiva, que podrán ser redescubiertos y apreciados bajo nueva luz.

Vivencia del Madrid moderno: de la mesa del Café Suizo…

Los dos artistas se trasladaron jóvenes a Madrid y ambos lo hicieron en los meses cercanos a una revolución. El pintor alicantino, formado en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, de la que en 1861 sería nombrado catedrático, llegó en 1854, año de la Vicalvarada que abriría el Bienio Progresista, para continuar su formación como brillante estudiante en San Fernando, mientras que el escritor aragonés recaló desde Zaragoza para las fiestas de San Isidro de 1868, meses antes de la Gloriosa, que inauguraría el Sexenio Revolucionario. El dramaturgo se consagró en los escenarios madrileños tras el estreno de La capilla de Lanuza en 1871, fecha en la que Francés, desde entonces instalado definitivamente en la capital tras haber pasado por la Academia de Roma como pensionado, coincidiendo con Fortuny, obtuvo una tercera medalla por Un vivac de pobres, su primer galardón en la Exposición Nacional, a la que llevó diez cuadros, siendo el pintor con más obra expuesta. El reconocimiento se sumaba al primer premio en la Exposición Provincial de Granada en 1857; a la mención honorífica de segunda clase en la Nacional de 1866 (retrasada su apertura hasta enero de 1867) por El anacoreta y Cervantes leyendo el Quijote a varios amigos en la prisión de Argamasilla de Alba y a la primera medalla cosechada en la Exposición Aragonesa de 1868, año en que Zapata, con Antonio Ramiro y bajo pseudónimo, había estrenado su primer drama, El cura Merino, al calor del teatro revolucionario.

Mientras el escritor continuaba estrenando con éxito de público y ofreciendo en la prensa distintas colaboraciones, el pintor compaginaba el desarrollo de su obra, expuesta con asiduidad desde 1874 en la Casa Bosch de Barcelona, con su labor como catedrático de la Escuela de San Fernando y la activa participación en el mundo cultural madrileño. Con Casado del Alisal y Martínez Espinosa había fundado en 1869 la Asociación de Acuarelistas de Madrid, que organizaba clases nocturnas en el estudio de Francés en la calle Lista –conocido como “Casa de Estudios”, propiedad del mecenas Luis Sáinz– a las que acudieron jóvenes pintores como Pradilla, potenciando un sugestivo arte en desarrollo con el que Francés, en sintonía con los temas de su obra, representó tanto el asesinato de Prim como la Puerta de Alcalá o una rondalla aragonesa3.

Los inicios de esas vidas artísticas confluyen en las tertulias diarias que desde finales de los sesentas y en los setentas se celebraban en el Café Suizo (calle de Alcalá 36), epicentro cultural y artístico donde se adjudicaron los premios de la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1871. De gran renombre social, fue “elogiado como cuartel general de escritores y de artistas y escenario de celebraciones relacionadas con el mundo de las artes, de ahí que fuera conocido como el café de la bohemia” o, en palabras del escritor Enrique Pérez Escrich, “invernadero de la poesía, de la música y de la pintura”4. Desde los treintas, con La Fontana de Oro, el del Príncipe o el de Levante, el café era lugar por excelencia para el encuentro social entre los artistas, que a mediados de siglo encontró relevo, además de en el Suizo, en el de la Iberia, de Pombo o del Comercio, con el protagonismo, ya en los años de la Restauración, de los de Fornos, el Oriental, el Universal o el Imperial, donde también Zapata tuvo tertulia y escribió algunos de sus versos. Eduardo de Lustonó los situó, con “cien literatos más, y pintores y dibujantes”, entre los que asistían diariamente a aquella tertulia. Zapata participaba en la llamada Hijuela del Parnasillo, de la que formaban parte escritores y periodistas como Ulpiano Segarra, Moreno Godino o el propio Lustonó y dibujantes como Ortego y Perea. Francés integraba la que reunía a los escritores López de Ayala, Manuel del Palacio, Eusebio Blasco o Rodríguez Correa, y a los pintores Casado del Alisal, Gisbert y Palmaroli, además del grabador Bernardo Rico5.

… a la pared del Palacio de Santoña

Instalados en los espacios de la sociabilidad burguesa, en cuyos avatares pudo forjarse su amistad, Francés no tardó en trasladarla a su obra cuando a comienzos de la Restauración participó en la decoración del magnífico Palacio de Santoña, cuyo origen se remonta a la segunda mitad del XVI, situado en la esquina de las calles de las Huertas y del Príncipe a pocos metros del Teatro Español. En 1874 el hasta entonces palacio de los Goyeneche fue adquirido por Juan Manuel Manzanedo González, marqués de Manzanedo y duque de Santoña por concesión real, que se lo regaló a su esposa, María del Carmen Hernández y Espinosa de los Monteros, como regalo de bodas. Desde finales de ese año fue lujosamente reformado bajo la dirección del arquitecto Domingo de Inza para hacer de él, dos años después, y tras la intervención artística de José Marcelo Contreras, Manuel Domínguez, Plácido Francés, Antonio Gomar, Ramón de Olavide, Emilio Sala, Francisco Sans Cabot, José Vallejo y Alejo Vera, uno de los palacios más destacados del XIX español; un símbolo, por el renombre de sus fiestas, reuniones y eventos sociales, en el transcurso agitado de la vida aristocrática de Madrid. El discurso de la Corona en la solemne apertura de las Cortes de 1878 –advertía la prensa– “otra cosa habría sido, si su autor lo hubiera escrito en el Palacio de Santoña”. En la crónica de un baile celebrado en febrero de 1880, con presencia de los reyes, se podía leer que alberga “tantas maravillas del arte, tan esmerados productos de la industria, que aún los más conocedores las contemplan cual si nunca hubieran pensado que pudieran existir”. Pocos días después Eusebio Blasco sentenciaba que “El palacio de Santoña es la riqueza”. Bien de interés cultural en 1995, la que fue durante dos décadas residencia del presidente José Canalejas hasta su asesinato en 1912 es hoy la sede de la Cámara de Comercio, Industria y Servicios de Madrid, desde que en 1933 compró el inmueble Casimiro Mahou, presidente de la Cámara de Industria, que se estableció allí definitivamente en 19386.

Los trabajos destinados a la decoración de palacios y casas señoriales comprenden uno de los grandes desempeños en la trayectoria artística de Plácido Francés. En Valencia ya había realizado distintas escenas mitológicas para el salón de fiestas del palacio del marqués de Dos Aguas, notable enclave del patrimonio artístico en el centro de la ciudad, declarado monumento histórico-artístico en 1941 y actualmente bien de interés cultural, cuyas decoraciones interiores reunió hacia 1866 –según la rúbrica de algunas pinturas– a una nutrida nómina de artistas que además de Francés incluye a Salustiano Asenjo, José María Brel, Rafael Montesinos, Ramiro Contreras y Aznar, Molinelli, Franchini y Nicoli. En la misma ciudad, y con varios de estos artistas implicados en el nuevo proyecto decorativo, pintó Adán y Eva en el Paraíso, lienzo de estilo renacentista para el techo del comedor de la casa-palacio del marqués de Campo, monumento histórico artístico de carácter provincial en la plaza del Arzobispo, antes de los duques de Villahermosa y adquirido por los condes de Berbedel a la muerte del marqués. En Madrid, también en los setentas, realizó varios murales para la construcción del desaparecido Palacio de Anglada, propiedad del marqués de Larios, proyectado por el arquitecto Emilio Rodríguez Ayuso en el Paseo de la Castellana (actual Hotel Villa Magna, tras su derribo en los sesentas del siglo XX) en un estilo ecléctico que fundía el arte grecorromano de una gran escalinata de mármol a la entrada con un célebre patio árabe inspirado en el de los Leones de la Alhambra o con salones a la francesa. En su decoración tomaron parte los pintores Manuel Domínguez y Sabater pintando los techos del comedor y el salón del café, respectivamente; Isidoro Lozano con pinturas de estilo pompeyano y José Nin y Tudó, cuyos cuadros se colgaron en el salón principal. En esta dedicación decorativa Plácido Francés también dejó obra en algunos cafés madrileños como el de la calle del Pez, representando en sus techos una alegoría de España, Cuba y Puerto Rico y un grupo de niños7.

En el Palacio de Santoña, según el proyecto para el diseño y la ornamentación del piso principal, dirigido y coordinado por Ramón Bueso, se encargó de decorar el lujoso Salón Rotonda, afortunada solución arquitectónica para el chaflán donde confluyen, formando un ángulo muy cerrado, las dos fachadas en la esquina de las calles del Príncipe y de las Huertas. En ese punto, donde se unen a su vez las dos crujías de la planta noble, estuvo la primitiva torre con chapitel, característica de la antigua fisonomía del edificio. El carácter elíptico que conforma el salón, abierto y rodeado por un deambulatorio, estiliza el espacio de acuerdo con su carácter íntimo como boudoir, lugar privado, tocador o gabinete personal, de mayor recogimiento que otras salas en el desarrollo de la vida cortesana. De estilo dieciochesco francés, combinación de barroco y estilo Luis XVI, con un suelo de mármol obra del escultor de Carrara Carlo Nicoli (autor también, con Manuel Oms, de la escalinata neoclásica principal del Palacio), el boudoir destaca en el contraste formado con sus espacios contiguos: el clásico salón renacentista (calle del Príncipe), decorado por Francisco Pla y Vila con las efigies de los grandes maestros antiguos (Dante, Petrarca, Cimabue, Ghiberti, Brunelleschi, Bramante, Miguel Ángel, Rafael) y por Manuel Domínguez con una soberbia alegoría de las Bellas Artes para el techo en trampantojo, y el exótico salón oriental (calle de las Huertas)8.

La decoración de Plácido Francés en el palacio conjuga el clasicismo, el costumbrismo y la pintura de historia en sendas representaciones de una rica iconografía que compendia toda una visión de la historia del arte occidental: antigüedad grecolatina, Renacimiento y Barroco, y Romanticismo y realismo, plasmada por medio de un perfecto dominio del arte de la pintura.

En armonía con la índole mitológica o alegórica habitual de su obra decorativa y con la intimidad propia del espacio, para el techo ovalado pintó una alegoría de los amores de Mercurio y Venus, situada en el cielo, dando muestra de su habilidad en la representación del desnudo de los dioses y los grupos de ángeles que los acompañan (Figura 1). Para las paredes realizó dos lienzos de gran formato (330 x 246 cm), uno campestre y otro de historia, ambos enmarcados de forma ovalada, que han sido calificados como “verdaderas obras de arte”, formando con la escena mitológica “un maravilloso conjunto en el llamado “boudoir de la rotonda” del palacio”9.

Figura 1. Plácido Francés, Mercurio y Venus, 1876, óleo sobre lienzo, Palacio de Santoña (arriba) y Jean Laurent y Minier, Les amours de Vénus et de Mercure, plafond du palais de Duc de Santoña, h. 1879, © Museo Nacional del Prado (abajo).

Por su concepción y características los dos lienzos evocan, a mi modo de ver, los cartones para tapices de Goya, descubiertos en mayo de 1869 por el historiador del arte Gregorio Cruzada Villaamil en los sótanos del oficio de tapicería del Palacio Real, donde se almacenaban desde 1856-1857 tras haber permanecido enrollados en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara10. Por reales órdenes de 18 de enero y 2 de febrero de 1870 ingresaron en el Prado, pasando a formar parte de sus colecciones; desde 1875 los cartones gozaron de espacio monográfico propio como conjunto unitario, en la que era, además, la primera sala consagrada a un pintor11.

Su exposición privilegiada coincidía por tanto con la realización de los lienzos de Francés, fechados en 1876 –“Plácido Francés fecit 1876” (Figura 2)–, ofreciendo la actualidad de los cartones, desde 1870 y renovada en 1875, un aliciente añadido para considerarlos como inspiración que debe tenerse en cuenta al advertir sus concomitancias evidentes.

Figura 2. Firma de Plácido Francés en Mercurio y Venus (izquierda), Una fiesta pastoril en el siglo XVII (centro) y Lectura en un jardín (derecha).

El lienzo de la derecha, Una fiesta pastoril en el siglo XVII (Figura 3), representa una estampa bucólica en la que, en medio de un prado arcádico, unos pastores danzan en corro mientras otros grupos, a ambos lados, interpretan música, conversan, cantan o pasean por la simbólica plasmación de un locus amoenus en el que no faltan los animales plácidamente integrados en la escena o el detallismo preciosista de los instrumentos (donde se incluye la firma), y un cesto de flores a modo de sendos bodegones en primer término. La composición, de equilibrada gama cromática y perfecta ejecución en la perspectiva paisajística, recuerda a uno de los cartones de Goya, de la serie de tapices de asunto campestre destinado al comedor del Palacio del Pardo, ya titulado por Cruzada Villaamil en 1870 Baile a orillas del Manzanares, aunque catalogado en su obra, primera catalogación y estudio pionero de las imágenes, como El baile, con la descripción: “dos parejas de majos bailando seguidillas a la orilla del río, al son de los cantares de un hombre que toca la vihuela, acompañado de un muchacho que tañe la bandurria, y otro que marca el compás con las palmas de las manos; a su lago algunas gentes viendo el baile, y en el centro, en más lejanos términos, un militar y una mujer y varias figuras”12. Como en la escena goyesca, el baile ocupa el centro de la composición, animado por el grupo de un extremo mientras una pareja destaca por la conversación que la mantiene ajena al jolgorio (Figura 4).

Figura 3. Plácido Francés, Una fiesta pastoril en el siglo XVII, 1876, Palacio de Santoña.

Figura 4. Francisco de Goya, Baile a orillas del Manzanares, 1776-1777, © Museo Nacional del Prado.

El baile central de los pastores, formando corro, remite a su vez al esquema compositivo de La gallina ciega, pintado para los tapices del dormitorio de las infantas, y cuyo “modelo de gracia y naturalidad” en la representación de las figuras, “que no parece pintado lo que se ve, sino que llega a tal grado la ilusión, que se cree estar junto a ellas, oírlas, gritar y reír y sentir el alboroto de su alegría”, según escribía Cruzada Villaamil en Los tapices de Goya, se aprecia igualmente en la imagen de Francés, que “por su técnica, belleza y colorido, y, sobre todo, por la delicadeza de los tonos, da la sensación, más que de un lienzo al óleo, de una pintura sobre raso”; de una escena que, gracias a las veladuras y transparencias propias de una técnica que trasluce su labor como acuarelista, “se convierte en una página viva, alegre, bucólica, cadenciosa, pintoresca, relajada y persuasiva”, dotada, “como pocas, de la jugosidad del ambiente soleado, del paisaje plácido, de la lozanía de los campesinos, de la amorosa y sensual invocación de la juventud, de una luminosidad que se convierte en la principal orientación cromática del cuadro”13.

Vinculada a la revalorización romántica de las tradiciones y costumbres populares; estimulada por el tópico pintoresquismo que consagró la construcción de la imagen romántica de España e impulsada incluso directamente por la Corona, la pintura del XIX reflejó una y otra vez escenas costumbristas de bailes campestres, con las danzas características de las distintas regiones del país. Sólo en el Prado, y en fechas inmediatas al cuadro de Francés, hay ejemplos suficientes para dar cuenta de la moda de esta pintura, en la que quedaron representadas la Romería andaluza (B. de Martín, 1851); el Baile campestre en la Virgen del Puerto (Manuel Rodríguez de Guzmán, 1857), de la serie “Galería de Costumbres de las Provincias Españolas”, encargada por Isabel II en 1853; El baile. Costumbres populares de la provincia de Soria (Valeriano Bécquer, 1866), resultado de la pensión que el gobierno isabelino concedió al pintor por “la conveniencia de que en el Museo Nacional haya una colección lo más completa posible de cuadros que recuerden en lo futuro los actuales trajes característicos, usos y costumbres de nuestras provincias”; el Baile de charros (Dionisio Álvarez Fierros, 1868); Un baile en la plaza del pueblo de Nieva en Segovia (Antonio García Mencía, 1871); un Baile de gitanas (Jules James Rougeron, 1872) o La Muñeira, baile gallego (Dionisio Fierros Álvarez, 1872). En muchas ocasiones estas obras fueron reproducidas, como algunos cartones de Goya, incluido El baile, en los álbumes de Laurent (Oeuvres d’art en photógraphie. L’Espagne et le Portugal au point de vue artistique, monumental et pittoresque), que tomó en los setentas numerosas fotografías para las Exposiciones Nacionales, entre las que no falta el lienzo de Mercurio y Venus de Francés para el Palacio de Santoña (nº 1569)14.

La moda de esta temática, que junto con la actualidad del referente goyesco pudo estimular al pintor, concuerda con un cuadro que, en palabras de Tovar, “plasma con extraordinario respeto el valor de las figuras, el baile, los colores, los tamaños de los personajes recortados sobre el amplio horizonte”, como si su autor “hubiese sentido todavía el pulso de la pintura holandesa del siglo XVII”15. Ciertamente este tipo de costumbrismo festivo y popular abunda en la pintura de Francés, representado en obras como Pastor abulense, El fandango, Las cantaoras, A la verbena… También la impronta goyesca reúne una serie específica formada por Una maja (1871), Dos chulas (1874) y, explícitamente, Maja del tiempo de Goya (1897), muestra del interés del pintor por esas estampas recreadas a partir del propio modelo pictórico del maestro de Fuendetodos, como goyesca es también la representación de A los toros, escena del Madrid dieciochesco popular, que prolonga la estela de don Francisco en la obra de Francés a partir de las imágenes de la tauromaquia.

El 22 de junio de 1878 La Ilustración Española y Americana publicó una copia del cuadro en un grabado de Ovejero a partir del dibujo del propio Francés (Figura 5). La imagen se ofrece en una variante que, en un encuadre más cerrado, invierte horizontalmente la composición y suprime algún elemento anecdótico como el cordero que aparecía en primer término, al lado del perro, cuya forma también varía. El comentario de Eusebio Martínez de Velasco destaca la dimensión literaria de la escena y aclara los orígenes de la pintura:

El grabado de la pág. 409 reproduce un lindísimo cuadro, del conocido artista D. Plácido Francés, titulado: Una fiesta pastoril en el siglo XVII. En medio de vergel florido, y al son de la zampoña y la flauta, hermosas jóvenes y bizarros galanes bailan animada danza, cuyos pasos y figuras se parecen no poco a los de la celebrada giraldilla asturiana. Es una escena de la feliz Arcadia, que está reclamando una dulce égloga de Garcilaso o una anacreóntica de Meléndez Valdés. El cuadro original, pintado por encargo del opulento capitalista Sr. D. José Manuel Manzanedo, mide metros 3,30 de largo por 2,46 de anchura, y está colocado en el precioso boudoir del restaurado palacio de los Sres. Duques de Santoña16.

Figura 5. “Una fiesta pastoril en el siglo XVII (Copia del cuadro de D. Plácido Francés, dibujo del autor)”, grabado por Ovejero. La Ilustración Española y Americana, 22 de junio de 1878: 409.

La destreza de Francés en el dibujo, que desarrolló con extrema solvencia a lo largo de toda su vida, lo llevó a colaborar en importantes revistas ilustradas como La Ilustración Española y Americana, en cuyas páginas pudieron apreciarse varios de sus cuadros en fotografías o dibujos realizados por él mismo, y en Blanco y Negro. Además, realizó ilustraciones para obras como Las mujeres españolas, portuguesas y americanas (1872-1876), imágenes que completan una faceta artística que lo ha hecho justo acreedor de un lugar entre los grandes dibujantes del siglo, junto con Ortego, Comba o Perea17.

Frente a la fiesta pastoril se sitúa la Lectura en un jardín (Figura 6), con la que Francés hace gala del interés de su pintura por la reconstrucción arqueológica de un mundo desaparecido, testimoniado en obras de figuras particulares, como Campesino romano (1874) o, dentro de su obra de historia, Dos escenas de galanteos en la época de Felipe IV, llevadas a la Exposición Aragonesa de 1868, que conectan explícitamente con esta decoración palaciega. Como si de la contraposición entre estilos se tratase, el artista opone a la estampa bucólica una escena de la vida en el mundo cortesano, que mantiene, sin embargo, la precisión técnica en la pincelada; la perspectiva compositiva que abre el paisaje al exterior, confiriendo amplitud al espacio arquitectónico del boudoir, y la serenidad cromática, en la que la vivacidad dinámica del colorido que en la otra pared aportan los vestidos de las pastoras danzando realza aquí la quietud solemne transmitida por las texturas y calidades de la vestimenta cortesana, el tapiz y las alfombras.

Figura 6. Plácido Francés, Lectura en un jardín, 1876, Palacio de Santoña.

Clío ante Talía, el regocijo espontáneo de los pastores espejea con el ocio galante de la nobleza. La naturaleza abierta, exuberante, del prado es el envés del espacio ordenado, sometido al arte de la topiaria, del jardín palaciego, escenario de una obra de marcada teatralidad donde está teniendo lugar una representación. La plasmación pictórica del lugar en el que se desenvuelve la escena obedece a una reminiscencia arqueológica de la corte moderna, subrayada por la escenografía y la indumentaria de las figuras, que conecta también con la modernidad urbana de la época contemporánea a partir del protagonismo de los nuevos espacios públicos nacionales –jardines y zonas de recreo, Reales Sitios– que se ofrecen como proyección oficial de España desde el reformismo borbónico. El estado dieciochesco ilustrado y el decimonónico liberal extendieron así su impronta en los grandes jardines a la italiana de los Reales Sitios de La Granja de San Ildefonso y de Aranjuez, además del campo del Moro, el Real Jardín Botánico o, al otro lado del Manzanares, los jardines de la Casa de Campo18.

Varios modelos confluyen en la acción representada, dando como resultado una recreación “fantástica” cuyos ingredientes simbolizan la reunión de significados sobre la que se construye. La espada situada a los pies de la soberana cifra emblemáticamente el valor ceremonial de investidura de nuevos caballeros. La lectura en sí misma, ya lo señaló Tovar, expresa una “diversión frecuente en la corte española”, donde “numerosas obras de nuestra poesía, de nuestra literatura, fueron mostradas por primera vez en riguroso estreno a la familia real y para ello, como demuestran los documentos, se formaron escenarios provisionales en los interiores de los palacios y en los jardines colindantes”. Al tiempo, a juicio de Capella, “evoca unos juegos florales en pleno Renacimiento español”. Desde ahí, la recreación de ese certamen poético y musical de reminiscencia romana (Ludi Florae) y tradición provenzal (Jeux Floraux), que se remonta al Languedoc de comienzos del siglo XIV, trasplantado después en la Corona de Aragón y que tras desaparecer en Francia con el barrido de la Revolución se refundó en Aviñón en 1806, alude a su restauración contemporánea en España desde 1857, vinculada a la recuperación de una Edad Media idealizada, según las ideas del romanticismo, al servicio de la fundamentación cultural de las identidades nacional y regional en un momento en que ambos sentimientos, entre la nación y la provincia, dominaban la interpretación artística coetánea y la reformulación del pasado. La dimensión poética, en fin, remite a su vez a la representación pictórica de escenas de obras literarias en el XIX, entre las que destacó el Quijote, a cuya iconografía ya se acercó Francés en 1866. Las imágenes quijotescas permitían conjugar la vocación historicista de la obra de género con el gusto decorativo por el pequeño formato en una serie de episodios entre los que destacaron los espacios engalanados de las trágicas bodas de Camacho o el palacio de los duques, plasmados por Miguel García “Hispaleto”, Antonio Gisbert o Enrique Recio y Gil, en unas imágenes de un virtuoso preciosismo, colorista y vivaz, que alcanza calidad de miniatura en los detalles, a la hora de representar unos ambientes evocados en el lienzo de Francés, que “está tratado con una densa sustancia pictórica que le otorga exquisita prestancia y expresa también las dotes técnicas, poco comunes, del artista”19.

Lo que más interesa aquí, con todo, es que el lienzo es también “un interesante documento histórico”, como advirtió Capella en la primera obra dedicada al palacio y su decoración gracias al testimonio de los hijos del pintor, pudiendo señalar que

las figuras de este hermoso cuadro son personajes conocidos del Madrid de 1876, fecha de la firma. El que actúa de mantenedor y declama ante las damas sus estrofas es Marcos Zapata, autor de La capilla de Lanuza y otros dramas en verso, y zarzuelas que todavía se recuerdan. En el grupo de caballeros que escuchan, vemos al propio Plácido Francés, que por defecto auditivo forma concha con su mano ante la oreja derecha. A su lado están, entre otros, el poeta Ulpiano Segarra y los pintores Rosales, Domínguez y Mexía20.

Aunque dos siglos después la importancia artística de los pintores y escritores retratados es dispar, todos obtuvieron éxitos nada desdeñables en la vida cultural decimonónica. Además, Cayetano Mexía, buen conocedor del mundo del arte, era un gran amigo de Francés y al ser retratado en el palacio se había convertido ya en su cuñado. Cuando llegó a Madrid de su Granada natal le presentó a su hermana Trinidad, con la que Francés acabó casándose al poco tiempo en segundas nupcias. Manuel Domínguez (Figura 7), por su parte, quedaba representado en la estancia contigua al salón renacentista en cuya decoración había participado. Formado en la Academia de San Fernando, de la que sería elegido académico en 1900, y pensionado en Roma en 1864, el pintor madrileño había obtenido renombre en el mundo artístico desde la mención honorífica en la Exposición Nacional de 1860 pero, sobre todo, gracias al éxito de La muerte de Séneca, obra de notable modernidad premiada con la primera medalla en la de 1871, y a magníficos retratos como el de un joven Alfonso XII (Ministerio de Transportes, h. 1875), además de reconocimientos internacionales que se ampliarían en los años siguientes (Exposiciones Universales de Viena, 1873, y París, 1878) con la decoración de otros palacios notables de Madrid, como el de Linares o el de Anglada, donde volvería a coincidir con Francés21.

Figura 7. Detalle de Manuel Domínguez en la Lectura en un jardín (izquierda), caricatura de Cilla, Madrid Cómico, 6 de julio de 1884: 1 (centro) y fotografía de M. Huerta, Hojas Selectas, enero, 1902: 1077 (izquierda).

Ulpiano Segarra, contertulio del Suizo y miembro fundador, con Francés, del Círculo de Bellas Artes, aunque hoy más olvidado, cultivó el arte de Talía, obteniendo el favor del público con obras como el juguete cómico La capa rota, estrenado en el Teatro de Variedades en 1873, cuando, a los treinta y seis años, murió Eduardo Rosales. Por encima de todos los artistas representados en el cuadro, el madrileño quedaba como uno de los pintores más destacados del arte español del XIX, merced a sus triunfos en la pintura de historia desde Doña Isabel la Católica dictando su testamento, primera medalla en la Nacional de 1864, que hacía gala de una manera revolucionaria de entender la pintura que, gracias al redescubrimiento de la tradición barroca y a la indagación en el realismo atmosférico de Velázquez, en la modernidad de su pincelada suelta como preludio del impresionismo, modificó la manera de pintar las obras del género. Su retrato póstumo en el Palacio de Santoña se suma a una rica iconografía del artista, en fotografías y autorretratos caricaturescos, además de los magníficos retratos de Sorolla (h. 1906) y de Federico de Madrazo (1867). Este último, junto con la fotografía de Laurent en un álbum editado a la muerte del pintor, pudo tenerlo en cuenta Francés como modelo al representar a Rosales en una postura muy semejante (Figura 8)22.

Figura 8. Detalle de Eduardo Rosales en la Lectura en un jardín (izquierda) y sus probables modelos de Federico de Madrazo, El pintor Eduardo Rosales, 1867, © Museo Nacional del Prado (centro) y Jean Laurent y Minier, Eduardo Rosales, antes de 1873, © Museo Nacional del Prado (derecha).

La ficción y la realidad se desdibujan en uno de los recursos más del gusto de los pintores y escritores a la hora de incluirse en sus obras. La autorrepresentación de Francés y sus amigos como personajes de su propio cuadro no es distinta a la realizada por Rafael en La escuela de Atenas, donde las figuras de la Antigüedad portan la efigie de sus contemporáneos Miguel Ángel o Leonardo, ni a la empleada por Cervantes en el Quijote, como no lo es tampoco de la inclusión de su paisano Gisbert autorretratado en sus obras de historia. A esa dimensión metapictórica contribuye también el recurso del cuadro dentro del cuadro, que Francés consigue, como Velázquez en Las hilanderas con El rapto de Europa de Tiziano copiado por Rubens, desplegando el lujoso tapiz, con una imagen de reminiscencia primitiva flamenca que hace las veces de telón, enmarcando una escena que se prolonga en la alfombra sobre la que declama el poeta a modo de escenario23.

En cuanto a Zapata (Figura 9), era natural que ostentara el protagonismo literario. Con mayor sutileza, el brazo derecho alzado puede leerse como expresión simbólica de la enfática actuación neorromántica que caracterizaba su teatro entonces y que devino duradera moda de gusto del público gracias a las célebres interpretaciones de esa índole realizadas por Antonio Vico, que no en vano se reveló en los escenarios con el estreno de La capilla de Lanuza. Además, si se considera la escena inspirada en los Juegos Florales, el cuadro cobra un carácter anticipatorio respecto de la biografía de Zapata: dos años después participará en los celebrados por vez primera en Madrid con motivo de la boda de Alfonso XII y en 1902, como homenaje, será elegido mantenedor de los Juegos de Zaragoza24.

Figura 9. Detalle de Marcos Zapata en la Lectura en un jardín (izquierda), fotografía del autor (BNE, IH9994) (centro), y caricatura de Cilla, Madrid Cómico, 27 de junio de 1880: 1 (derecha).

En el caso de Francés, el gesto de ayudarse a oír con la mano debido a su sordera recoge en su autorretrato “su postura típica, con la mano derecha junto al oído para favorecerse la audición” con la que lo representó también, en edad ya más avanzada, su primo Emilio Sala en un espléndido retrato (Figura 10)25.

Figura 10. Detalle de Plácido Francés en la Lectura en un jardín (izquierda) y en su retrato pintado por Emilio Sala (derecha).

La inclusión del artista y sus amigos en su propia obra anticipa lo que el pintor hará diez años después en Lección de minué, presentado a la Exposición Nacional de 1887 y difundido en La Ilustración Española y Americana grabado por Rico (Figura 11). Aunque la obra representa una nueva recreación histórica, la escena musical que congrega a unos personajes tocados con pelucas y vestidos con trajes de estilo Luis XVI en un salón neoclásico de inspiración tan francesa como la índole del minué, de gran fama en el XVIII, no es sino la figuración artística del baile de época que se celebró en el propio estudio de Francés, organizado por su amigo el tapicero, decorador, escenógrafo y empresario teatral Ramón Guerrero, quien conocía perfectamente la ambientación en punto de indumentaria, como recordaba un festivo romance de 1885 al iniciarse la temporada teatral:

Para las decoraciones

de las épocas pasadas,

y de las presentes, gusto

se demostrará, y no escasa

provisión de cuanto han hecho

y dicho, de indumentaria

Ramón Guerrero y Delltrell,

que son de la escena patria

en decorados y trajes

maestros, reyes y papas26.

Figura 11. “La lección de minué, cuadro de D. Plácido Francés, adquirido por Mr. Clark, de Londres (De fotografía)”, grabado por Rico. La Ilustración Española y Americana, 8 de enero de 1887: 8-9.

Diez años después, con motivo del papel de Guerrero en la reforma del Teatro Español, se destacaba que “por aquel tiempo tuvo en Madrid gran boga, y no se ponía una casa con cierto lujo, ni se instalaban establecimientos que quisieran gastar bien el dinero sin llamar a Ramón Guerrero”27. El estudio del pintor fue convertido en salón de baile, decorado como un gabinete dieciochesco, con grandes plantas, cortinajes y mobiliario para acoger la fiesta a la que acudieron pintores, actores y poetas. La voluntad historicista de la ambientación y la indumentaria delata el gusto decimonónico por esta práctica de sociabilidad ilustrada, cuya recuperación por “la voluble moda” protagoniza el comentario del grabado en La Ilustración Española y Americana, que también representó Gisbert (El minué) y conecta con el gusto postimpresionista francés por estas escenas de baile que testimoniaron como nadie Degas y Toulouse-Lautrec. Como en el lienzo del Palacio de Santoña, el acontecimiento que reunió a los amigos del pintor, figuras de la sociedad madrileña de entonces, fue inmortalizado en el arte trasladándolo a una imagen histórica que cifrara su recuerdo28.

“Un magnífico retrato”

En el boudoir del Palacio de Santoña no terminaba la relación artística entre Francés y Zapata, ni sería la única vez que el pintor lo retrataría. El 4 de diciembre de 1886 el dramaturgo estrenó Patria y libertad. Episodio nacional en un acto, divido en tres cuadros en el Teatro de Variedades de Madrid. Al frente de la obra, editada ese año en “El Teatro. Colección de Obras Dramáticas y Líricas” de Florencio Fiscowich, figura la dedicatoria “al insigne pintor D. Plácido Francés”, acompañada de la aclaración “en reciprocidad de un magnífico retrato, le dedica este modesto trabajo literario, su amigo y admirador Marcos Zapata”. Una década después de incluir a su amigo en el cuadro del Palacio de Santoña, Plácido Francés realizó un retrato al óleo de Zapata (Figura 12). Hoy propiedad del Ayuntamiento de Madrid, he podido localizarlo en las Dependencias Municipales del Museo de Historia de la capital. Reproducido ahora debidamente por vez primera, representa de medio torso al autor, mirando de frente, con seriedad, sobre un fondo neutro en cuyo ángulo superior derecho constan la dedicatoria y la firma: “A Marcos Zapata poeta insigne | tu aftmo amigo | Plácido Francés | Madrid | 1886”. El retrato, óleo sobre lienzo de 90 x 55 cm, cuenta con un marco dorado, en cuya parte inferior una placa identifica al escritor29.

Figura 12. Plácido Francés, Marcos Zapata, 1886, © Ayuntamiento de Madrid. Museo de Historia (Dependencias Municipales).

La amistad entre los artistas se comunicaba así en sus creaciones, espacio simbólico en el que perpetuarla y celebrarla por medio del arte. El escritor correspondía al “magnífico retrato” del pintor con una obra que pinta un episodio nacional, calificada una y otra vez por las crónicas de su estreno como “un cuadro”, “pintado de mano maestra”, en la que lo pictórico es en efecto muy relevante, construida como está a partir de la teatralización de la pintura de historia del dos de mayo (Goya, Alenza, Castellano, Sorolla), “copiando con grandiosidad heroicos cuadros de historia” según advertía el escritor Ricardo Blanco Asenjo, y con decorados pintados por los destacados pintores escenógrafos Busato, Bonardi y Amalio. Una correspondencia que sin duda un pintor como Francés sabría apreciar y que prolongaba la recreación de los cuadros de historia en la obra de Zapata, que una década antes había convertido Doña Juana la Loca de Francisco Pradilla en un notable romance30.

La recuperación de este retrato, con lo que comporta para completar las biografías del pintor y del pintado y para el futuro catálogo de Francés, enriquece así mismo la contemplación de un fenómeno que alcanzó su apogeo en el XIX. Aunque Goya dejó retratos inolvidables de escritores (Moratín, Jovellanos) y actores (María Rosario Fernández, la Tirana, Isidoro Máiquez, Lorenza Correo, los Cómicos ambulantes del Prado) de su tiempo, esta retratística culminó cuando se hizo indudable el triunfo del artista, expresado en una extraordinaria proyección pública pareja a la aclimatada nobleza de la pintura como arte liberal, revindicada desde el XVII. La nueva situación –escribió Calvo Serraller– “ensanchó el horizonte social y económico del artista como nunca antes se había podido concebir”, hasta convertirlo “en una figura aureolada por la fama y envidiada”, que “gozó de un estatuto social excepcional”31.

Otro tanto ocurrió con los escritores. Favorecida por la dignidad que la Ilustración confirió al homme de letres en la república de las letras, la cultura decimonónica contempló la consagración del escritor, con una extraordinaria presencia pública y social, síntoma de que las letras, según recordaba Zorrilla en su artículo sobre “El poeta” para Los españoles pintados por sí mismos (1843), podía conducir a “la Secretaría de Estado o de Gobernación, la Biblioteca Real o una legación al extranjero”. Cargos públicos notables ocuparon Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa, Quintana, Rivas, Juan Valera… Y el ascenso social que precipitaba el periodismo, advertía Mesonero Romanos, podía hacer que un pollo semianalfabeto fuera retratado “de grande uniforme por López o Madrazo”32.

José Gutiérrez de la Vega retrató a Larra; Ribelles a Quintana; Vicente Palmaroli a Hartzenbusch; Federico de Madrazo a Zorrilla, Ventura de la Vega y Carolina Coronado; Gabriel Maureta a Rivas y Martínez de la Rosa a partir de las litografías de Madrazo, que también representó así a Larra; Esquivel a Zorrilla; Valeriano Bécquer a Gustavo Adolfo; Sorolla a Galdós… En cuanto a los actores, objeto de admiración popular y consideración social, subraya Peláez Martín que “casi todos los grandes de la escena de este siglo fueron retratados por pintores de cierto interés en muchos casos, y en otros por verdaderas primeras firmas del género”. Sánchez Pescador pintó la galería de retratos de actores y escritores del Teatro Español (1879-1881); Esquivel retrató a Teodora Lamadrid y Matilde Díez; Luis de Madrazo a Julián Romea; Anselmo M. Nieto a Fernando Díaz de Mendoza; José Ribelles a José Caprara; Emilio Carreras a José Riquelme… Y por encima de todos ellos, la imagen de María Guerrero quedó, desde niña, preservada en cuadros memorables de J. Vallejo, Emilio Sala, Raimundo de Madrazo, Sorolla, Ricardo Baroja, Vázquez Díaz, Anselmo Miguel Nieto y, también, de Plácido Francés33.

El retrato de Zapata, en todo caso, es sólo una muestra de la relación de Francés con el mundo del teatro, que en el siglo XIX fue un verdadero fenómeno social decisivo para la convivencia entre artistas y la convergencia entre artes. El teatro reunía en la tertulia “El Parnasillo” del Príncipe a Esquivel, los Madrazo o Villaamil con Ventura de la Vega, Gil y Zárate, Escosura… Igual que “El Saloncillo de Apolo” congregaba a Viniegra o Martínez Abades con los Quintero, Arniches, Ramos Carrión, Fernández Shaw… Como Toulouse-Lautrec y Degas en Francia, Pradilla, Ramón Casas, Cala y Mora, Morillejo, Lizano y Monedero y Urgell llevaron a sus cuadros el mundo del teatro por dentro, los rincones de la ópera, las luces de la bohemia, la toilette de actrices y bailarinas o el juego de apariencias, de intereses creados entre ver y ser vistos en los palcos del Teatro Real, paradigma de sociabilidad burguesa a la europea, que con su habitual perspicacia noveló Galdós en las cínicas tribulaciones de las Miau (1888).

Muy aficionado a la música, por la que sentía un “amor particular y sincero”, Francés mantuvo grandes amistades con figuras de otras artes, como los maestros Federico Chueca y Ruperto Chapí34. Fue íntimo también de la familia de María Guerrero, quien de niña jugaba con los hijos del pintor y cuyo padre Ramón Guerrero, amigo así mismo de Emilio Sala, fue muy cercano a Francés como hemos visto, igual que el esposo de la actriz y también empresario Fernando Díaz de Mendoza. Como en el caso de Zapata, todas estas relaciones con el mundo de la literatura, que se amplían si consideramos representaciones de personajes literarios, como un cuadro dedicado a Ofelia o el citado de una escena del Quijote, se plasmaron en la pintura de Francés. A todos los citados –Chueca, Chapí, María y Ramón Guerrero y su marido– los retrató. Para el teatro pintó una embocadura, con motivo de la reapertura del Español en 1895, administrado por Guerrero y luego por su hija tras su inevitable reforma (1887-1894), en cuya decoración colaboró junto con los pintores Eduardo Pelayo y Antonio Gomar, y unas bambalinas que Díaz de Mendoza regaló, junto con un telón de boca realizado para su compañía por Emilio Sala, al nuevo Teatro Romea de Murcia en su inauguración el 16 de febrero de 1901, para la que representó El estigma de Echegaray35.

En 1886, cuando realizó el retrato de Zapata, Plácido Francés era un pintor reconocido, cuya condición confería mayor valor a una obra de un “retratista cotizado entre los mejores, en Madrid, sobre todo”, para quien el retrato “no tiene secretos” y por lo cual, “los hombres célebres, se disputaban el honor de ser dibujados por él, labor ésta que realizaba el alcoyano con una exquisitez poco frecuente y un gusto esmerado”36. A lo largo de su carrera dejó notables ejemplos en el arte del retrato que comprenden, desde un mendigo, en la mejor tradición de la dignidad velazqueña que el arte restituye a los humildes y desposeídos, a personalidades de la cultura y la política y la nobleza, entre los que destacan los de Alfonso XII y su malograda primera esposa María de las Mercedes, encargados por la Diputación de Madrid, así como los de la marquesa de Santa Marina y de Cristino Martos, ministro y presidente del congreso durante el Sexenio, cargo que volvió a ocupar entre 1886-1889, presidiendo también el Ateneo en 1888, además de los numerosos retratos que dedicó a sus familiares –su cuñado Cayetano Mexía y su esposa Trinidad Mexía– y amigos como Zapata.

Ciertamente los ochentas coinciden con el auge de su fama. Desde la tertulia del Suizo, en el seno de los artistas que habían dado lugar a la Asociación de Acuarelistas, fue uno de los fundadores del Círculo de Bellas Artes (1880), presidido por el citado Martínez Espinosa, con Federico de Madrazo como presidente de honor y con Francés, liderando la empresa con otros pintores como Carlos de Haes y Aureliano de Beruete, como secretario general de la junta directiva. De acuerdo con el propósito de conformar una institución independiente que favoreciera a los pintores la exposición y venta directas de sus obras, sin quedar sujetos a intermediarios y marchantes, los doscientos sesenta y siete socios fundadores de lo que originariamente se denominó “Casa de las Artes”, el mejor equivalente en España “de esos señoriales clubes de artistas de las grandes capitales europeas”, organizaron ya ese año una exposición con más de cien obras de sus miembros37.

Dos años después Francés era nombrado profesor de la Escuela de Artes e Industria de Madrid, de la que sería secretario durante varios años, y, a propuesta de la Asociación de Acuarelistas, recibía la Cruz de Carlos III. Su obra, vendida con éxito en Inglaterra gracias a las relaciones comerciales de su cuñado Mexía, alcanzó proyección internacional. Adquirida por Mateo Clark, la ya vista Lección de Minué viajó a Londres, donde se localizan esos años varios cuadros suyos según señalaba La Ilustración Española y Americana en el comentario al grabado. A la Nacional de 1887 presentó ¡Que viene el toro!, que acabó presidiendo una sala del gobierno de Berlín, como Tipo de mujer de 1800 lo hizo en la legación de España en Lisboa. En 1879 llevó La orden del rey o escena del siglo XVII al Salón de París; en Múnich expuso en 1888 y en Berlín lo hizo en 1891.

Con una pintura atenta de nuevo a la realidad social, firme protagonista del arte de fin de siglo y abierta a las innovaciones del lenguaje realista, cosechó al tiempo nuevos galardones en España. En 1884 retomó su presencia ininterrumpida en las Exposiciones Nacionales, llevando obras a todos los certámenes hasta 1899, con dieciocho títulos en siete exposiciones (1884, 1887, 1890, 1892, 1895, 1897, 1899) del total de treinta y una obras que, durante su trayectoria, expuso en las Nacionales en diez ocasiones (completadas con las previas de 1862, 1866 y 1871, con trece obras). Su nueva incursión en la pintura de historia con La proclamación de Boabdil (1884) fue adquirida por el duque de Abrantes. La segunda medalla en la Exposición Universal de Barcelona en 1888 se sumaba a la tercera medalla en la Nacional de 1890 por Contraste; a la segunda en la de 1892 por El consejo de un padre, ambos adquiridos por el estado, y a la condecoración en la de 1895, año en que expone también en la Exposición Artística celebrada en los salones del Palacio de Anglada, en cuya decoración, como hemos visto, había participado durante su construcción38.

Para continuar

El 13 de septiembre de 1902 Plácido Francés murió habiendo sido, sin duda, un muy notable pintor, acuarelista y dibujante, autor de una pintura costumbrista, social, histórica, de género e inspiración literaria, de factura realista, de un preciosismo reminiscente de Fortuny, alegre y equilibrado colorido y excelente dibujo; como maestro del arte de la pintura entre cuyos discípulos figuraban artistas de la talla de su primo Emilio Sala Francés, Martínez Cubells, Ignacio Pinazo o Domingo Marqués, además de sus hijos, ambos también pintores, Fernanda Francés Arribas y Juan Francés Mexía.

La historia de sus lienzos para la decoración del Palacio de Santoña y su “magnífico retrato” de Marcos Zapata permiten jalonar la trayectoria vital y artística del pintor, demostrando su habilidad consumada en las labores decorativas y en el retrato, dos de sus principales dedicaciones a lo largo de su carrera. Con el horizonte de elaboración de un imprescindible catálogo, la recuperación de estas obras, contempladas a la luz de las relaciones entre las artes y los artistas en el mundo cultural decimonónico, ha de ayudar a proseguir con el necesario redescubrimiento de su pintura, vinculado a un mejor conocimiento de su biografía y de su lugar en la historia del arte, que no en vano se ha revelado –y lo suscribo– como “uno de los legados de mayor importancia del último tercio del siglo XIX”39.

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Vázquez Astorga, Mónica. 2019. “Estampa del Madrid antiguo: el café suizo (1845-1919)”. Ars Bilduma 9: 95-112.

Vázquez Astorga, Mónica. 2022. Panorama de Madrid y de sus cafés como espacios para la práctica de la sociabilidad pública (1765-1939). Gijón: TREA.


1. Figes 2020. Sobre la sociabilidad, Cruz Valenciano 2014 y Agulhon 2016.

2. Peláez Martín 1994, 67; Díez 1994, 95.

3. Sobre Francés, de cuya obra se hace indispensable un catálogo, pueden verse Ossorio y Bernard 1883-1884, 87, 180, 257-258, 284, 612; Pueyo 1900, 656; Garín 1943; Espí Valdés 1963; 1973, 191-220; Aldana Fernández 1970, 151; Campo Pérez de Camino 1986; Fernández Martínez 2006, 1094; López Arenas 2014, 124-147. Para su presencia en las Nacionales utilizo también la información de Pantorba 1980, 405 y Gutiérrez Burón 1987, II, 1204. Sobre Zapata, véanse Ferrera Cuesta 2013 y Martín Barrachina 2022.

4. Vázquez Astorga 2019, 105-106 y 2022, 154-158, que recoge la cita de Pérez Escrich y reproduce varias fotografías del Suizo. El tema de los cafés como espacios de sociabilidad ha merecido progresiva atención en la historiografía artística y cultural reciente. Quien mejor lo ha estudiado, en numerosos trabajos, es Vázquez Astorga, en cuyo minucioso panorama de 2022 sobre los de Madrid se encontrará más bibliografía al respecto.

5. Pareja Serrada 1922; Martín Barrachina 2022, XXI y XLV; Lustonó 1901; Vázquez Astorga ٢٠١٩, 106 y 2022, 157-158.

6. La Iberia, 16 de febrero de 1878: 1. El Liberal, 15 de febrero de 1880: 5. “El Palacio de los Duques de Santoña”, El Tiempo, 8 de febrero de 1880: 3. Sobre el Palacio pueden verse Carderera y Ponzán 1877; Capella 1948, manejo la edición revisada por Tomás Borrás (Capella 1972); AA.VV. 1961, en especial la conferencia “Historia de un Palacio” de Fernando Chueca Goitia, encargado de la restauración y remodelación interna en 1955; Tovar Martín 1987 (reed. 2003); Torbado 1997, que refunde las obras de Capella y Tovar; Navarro 2015, 452-457 que la sitúa en el panorama de la pintura decorativa madrileña del XIX; Rodríguez de Maribona y Dávila y Agudo y Sánchez 2017, 201-239.

7. Además de las referencias señaladas sobre Francés, el conocimiento de su obra decorativa puede ampliarse con Herrán 1880; Navascués Palacio 1983; Pérez Rojas 1993, 78; Lidón Masiá, 2012, 47; Morant Gimeno 2021, 115-132.

8. Se encontrarán más detalles sobre las características arquitectónicas y decorativas en las obras sobre el Palacio citadas en la n. 6.

9. Pérez de Camino 1986, 9.

10. Cruzada Villaamil 1870. Sobre los cartones, véanse Sambricio 1946; Arnáiz 1987; Tomlinson 1993; Herrero y Sancho 1996.

11. Matilla y Portús 2004, 66; Portús 2018, 72 y 114; García Felguera 2018, 223.

12. Cruzada Villaamil 1870, 18 y 113-114.

13. Cruzada Villaamil 1870, 61-62, catalogación en 146; Capella 1972, 118; Tovar Martín 1987, 265 y 268.

14. Díez y Barón 2007, 187, que recogen la cita de la pensión a Bécquer, quien mejor encarna este costumbrismo, y a cuyo El baile. Costumbres populares de la provincia de Soria, que Francés pudo conocer, considera muy próxima Tovar Martín 1987, 268 Una fiesta pastoril en el siglo XVII. Para la temática pictórica del baile, véase Bonnin-Arias et al. 2019 y para Laurent, AA.VV. 2019.

15. Tovar Martín 1987, 268.

16. La Ilustración Española y Americana, 22 de junio de 1878: 403.

17. Además del cuadro citado, en la revista de Abelardo de Carlos se publicaron grabados de “La orden del rey, cuadro de D. Plácido Francés, dibujo del mismo (“Salon” de París de 1879)”, 30 de julio de 1879: 54-65; “Proclamación de Boabdil en el Albaicín, cuadro de D. Plácido Francés, núm. 23 del catálogo (De fotografía de Laurent)”, 15 de junio de 1884: 365; “El consejo del padre, de D. Plácido Francés. Premiado con medalla de segunda clase (De fotografía del Sr. Caldevilla), 8 de enero de 1893: 17. Para su lugar entre los grandes dibujantes, véase Casado Cimiano 2006, 80.

18. Fusi 2000, 156. A los jardines y otros espacios de recreo de Madrid ha dedicado numerosos trabajos Ariza Muñoz 1986, 2001. Como símbolos de modernidad ha estudiado su papel en la sociabilidad burguesa Cruz Valenciano 2015.

19. Tovar Martín 1987, 270; Capella 1972, 118; sobre la restauración contemporánea de los Juegos Florales, Martín Barrachina, en prensa; para los cuadros del Quijote, Díez 1994, 101 y 151.

20. Capella 1972, 118.

21. Ossorio y Bernard 1883-1884, 187-188. La Ilustración Española y Americana, 15 de noviembre de 1900: 278-279; 22 de abril de 1906: 250; 30 de abril de 1906: 1.

22. Sobre el retrato de artista en el XIX véanse Gállego 1997 y Díez 1997b. La imagen artística de Rosales la comenta Díez 1997a, 118-120.

23. Estudia Portús 2016 dicha condición autorreferencial del arte.

24. Martín Barrachina 2022, CXXXVIII y XXXIX.

25. Espí y Valdés 1963, 14, reprodujo el retrato, que pertenecía a la colección de Trinidad Francés Mexía, de donde lo tomo.

26. Kauria 1885.

27. Diario de Manila, 10 de enero de 1895: 9.

28. La Ilustración Española y Americana, 8 de enero de 1887: 3. Sobre el baile sigo la información de Espí y Valdés 1963, 11 y del catálogo AA.VV. 2010. 86-87, que reproduce el cuadro, actualmente en una colección privada de Alcoy.

29. Reproducido en blanco y negro y en tamaño muy reducido en Andura Varela 1992, 357, que señalaba procedencia del Teatro Español. Agradezco a María Ramos de Molins y Sainz de Baranda, jefa de división de la Sección de Bellas Artes del Museo de Historia de Madrid, la atención durante las gestiones para la localización y reproducción del cuadro.

30. Martín Barrachina 2024 y en prensa [2025].

31. Calvo Serraller 2012, 37.

32. Véase el libro clásico de Bénichou 1973. Las citas de Zorrilla y Mesonero, en Carnero 1994, 44.

33. Peláez Martín 1994, 88; Francés 1928.

34. Espí y Valdés 1963, 14.

35. Kasabal 1895, 8-9, con imagen del frontis de la embocadura; Espí y Valdés 1963, 12.

36. Garín 1963, 6; Espí y Valdés 1963, 12.

37. Lorente 2013, 310; Vázquez Astorga 2018, 10 y 2022, 154-156. Los detalles de los socios, la junta directiva y la primera exposición, en el catálogo AA.VV. 1880.

38. Esta pintura social de los noventas conecta con Un vivac de pobres (1869) y Pobres recibiendo la sopa a la puerta de un cuartel (1872) y se completa, entre otros, con el dibujo Esperando la sopa. Comedor de caridad (La Ilustración Española y Americana, 30 de diciembre de 1898: 381, grabado por Laporta). Una lectura de estas imágenes, en López Arenas 2014, 127-131. Sobre la pintura social en España, véase el catálogo monumental de la exposición Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910) celebrada en el Prado (AA.VV. 2024).

39. Tovar Martín 1987, 265.