El retablo sevillano en la primera mitad del siglo XIX. Nuevas aportaciones

The sevillian altarpiece in the first half of the 19th century. New contributions

Francisco Amores Martínez

Investigador independiente
ORCID: 0000-0001-6445-902X
famoresma@gmail.com

Resumen:

En el presente trabajo abordamos la personalidad y la producción de varios maestros tallistas activos en Sevilla durante la primera mitad del siglo XIX, aportando nuevos datos biográficos y profesionales sobre Francisco de Acosta el Mozo, José Gabriel González, Francisco del Valle y José Jiménez, así como del pintor y dorador José Roso.

Palabras clave:

Retablo; Neoclasicismo; Arzobispado; Sevilla; Siglo XIX.

Abstract:

In this work we study the personality and production of various altarpiece sculptors active in Seville during the first half of the 19th century, providing biographical and professional news about Francisco de Acosta el Mozo, José Gabriel González, Francisco del Valle y José Jiménez, as well as like the painter and gilder José Roso.

Keywords:

Altarpiece; Neoclassicism; Archbishopric; Seville; 19th century.

Fecha de recepción: 23 de agosto de 2022.
Fecha de aceptación: 20 de enero de 2023.

Cómo citar este trabajo / How to cite this paper:
Amores Martínez, Francisco (2023): “El retablo sevillano en la primera mitad del siglo XIX. Nuevas aportaciones”. En: Laboratorio de Arte, 35, pp. 237-258.

© 2023 Francisco Amores Martínez. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0. International License (CC BY-NC-SA 4.0).

Durante las primeras décadas del siglo XIX, la ciudad de Sevilla y muchas de las poblaciones de su antiguo reino conocieron una intensa actividad retablística, en parte debido a la construcción o reedificación de no pocos templos, pero sobre todo por la necesidad de reparar el daño causado en muchos otros por la invasión francesa. Así se ha podido documentar el trabajo en aquellos años de artífices como Miguel Albín, Juan de Astorga, Manuel Romero o José Mayorga, y junto a ellos otro grupo de maestros tallistas vinculados profesionalmente con el Arzobispado de Sevilla. A estos últimos dedicaremos fundamentalmente el presente trabajo, dando a conocer nuevos datos sobre su obra, y en algún caso aportando alguna noticia biográfica de interés. Comenzaremos refiriéndonos a Francisco de Acosta “el Mozo”, el cual forma parte de una importante dinastía de artífices que arranca con su abuelo Cayetano de Acosta y continúa con su padre Francisco de Acosta “el Mayor”; y al igual que aquellos, nuestro protagonista fue nombrado maestro mayor de las fábricas del Arzobispado de Sevilla en julio de 1789 por Alonso de Llanes1, encargándose desde entonces de diseñar o ejecutar para los templos hispalenses retablos y otros elementos del mobiliario litúrgico, como cajas de órgano, tenebrarios o monumentos eucarísticos para la Semana Santa. Entre su amplia producción de la última década del siglo XVIII, en su mayor parte desaparecida, destacan los retablos mayores de las iglesias parroquiales de Pilas (1794) y Aznalcóllar (1797), el del convento de Santa María la Real en Sevilla (1792), o el de la capilla del Sagrario del convento del Espíritu Santo en esta misma ciudad (1791)2.

Como ocurre con la producción de otros maestros contemporáneos de los que hablaremos más adelante, las pocas obras de Acosta que se conservan in situ o conocemos por algún antiguo testimonio gráfico, ponen de manifiesto su asimilación epidérmica del estilo neoclásico, así como su formación gremial y apego a la tradición local, ajeno a los postulados oficiales promovidos por la Real Academia de San Fernando, y usando de manera prácticamente exclusiva la madera dorada y policromada imitando piedra, a pesar de que en su caso y por formación familiar conocía al parecer de manera suficiente las labores de cantería. En este sentido, hay que recordar que, como señala el profesor Ros González, desde la creación en 1769 de la Escuela de las Nobles Artes de Sevilla, los artistas locales iniciaron un progresivo acercamiento al academicismo, pero lo cierto es que la institución docente no alcanzaría rango de Academia hasta la tardía fecha de 1843, no pudiendo por ello hasta entonces emitir títulos oficiales3. Tampoco la Real Academia de San Fernando disponía de medios suficientes para controlar de manera efectiva la práctica artística, lo que conllevó que en el territorio del Reino de Sevilla durante mucho tiempo se siguieran construyendo retablos en base a unos postulados en cierto modo retardatarios. De la misma manera, tanto los artífices como las propias autoridades pusieron poco empeño en cumplir las instrucciones que al respecto había dado expresamente el ilustrado arzobispo hispalense Alonso de Llanes en 17914. Siendo todo ello ya bien conocido, por nuestra parte vamos a profundizar en el desempeño laboral del maestro Acosta durante el primer tercio del siglo XIX, dando a conocer la fecha y las circunstancias de su fallecimiento. Y sobre todo nos proponemos poner de relieve una circunstancia ciertamente llamativa y que nos habla de su carácter inestable, como fue el que en esta época se viese envuelto repetidamente en sucesivas polémicas con quienes contrataban con él los encargos en su calidad de maestro mayor de la Dignidad Arzobispal.

En el mes de noviembre de 1802 Francisco de Acosta contrató la ejecución de un retablo para el altar de San Antonio de Padua de la iglesia del convento de San Francisco de Carmona, con el padre guardián de aquella comunidad José Rodríguez, por un precio de 18.000 reales de vellón5. Pues bien, dicha cantidad le había sido ya desembolsada al maestro en su totalidad en el día del Corpus Christi del año siguiente de 1803, aunque para entonces y según declaraba el religioso franciscano, solamente se había instalado el retablo en la iglesia “en lo material, y tosco puramente; faltándole los dos santos de los lados, que han de ser S. Buenaventura, y S. Luis Obispo de Tolosa, con sus respectivas peanas, un medallón de escultura con un pasaje de la Vida, el pedestal del Sto. para colocarlo en medio de su Camarín, diez Ángeles, atriles, y otras menudencias para su perfección”. Pues bien, en los siguientes diez y siete meses la comunidad pidió repetidamente al maestro que concluyese la obra del retablo con sus referidas esculturas y relieves, enviándole para ello emisarios a Sevilla, incumpliendo reiteradamente Acosta sus promesas de hacerlo. Por ello el padre José Rodríguez pidió por carta fechada en octubre de 1804 la intervención directa del arzobispo coadministrador, Juan Acisclo de Vera y Delgado, de quien dice el religioso que “protegía” al maestro mayor, y que este era su “favorecido”. El prelado resolvió pedir a Acosta que en el plazo máximo de dos meses concluyese la obra que tenía ajustada con el convento de Carmona, con apercibimiento de que si no lo hacía se le despojaría de su título de maestro mayor. Este se comprometió a tenerlo hecho para el mes de enero de 1805, pero lo cierto es que llegado que fue el de marzo, se había vuelto a incumplir la promesa, y el padre guardián se puso de nuevo en contacto con el arzobispo para comunicarlo, diciendo que en los próximos días iba a celebrarse un capítulo general de su orden y que en él debía presentar las cuentas del convento, que no cuadraban por lo desembolsado para este retablo de San Antonio; añadía que las personas que habían contribuido con sus limosnas a su realización se hallaban muy enfadadas, y por ello se pedía que, si no se finalizaba inmediatamente, se le devolviese el importe correspondiente. El arzobispo pidió entonces a “su favorecido Acosta” (en palabras del fraile) que terminase la obra en el plazo de un mes desde el 8 de marzo de 1805, lo que no sabemos si realmente se llegaría a cumplir. Y en cuanto al retablo que nos ocupa, desgraciadamente no ha llegado a nuestros días, pues con la exclaustración y desamortización del siglo XIX la iglesia de San Francisco fue desprovista totalmente de sus retablos y esculturas, pasando algunas de ellas a otros templos de la ciudad de Carmona, desconociéndose a día de hoy su paradero.

En 1803 se titulaba Acosta “maestro mayor tallista y artífice arquitecto de la Dignidad Arzobispal”, y se dirigía por escrito al arzobispo coadministrador de la diócesis, el ya citado Juan de Vera, comunicándole la imposibilidad de desplazarse fuera de la ciudad de Sevilla para ejercer sus funciones, fundamentalmente el reconocimiento de retablos a reformar o sustituir por obras nuevas, con la excusa de estar “quebrado de resulta de montar a caballo” cuando realizaba dichos viajes; por lo cual le pedía que se habilitase para esta función a su oficial Manuel López, maestro ensamblador del que destacaba su conocimiento del arte y su integridad6. Desde el arzobispado se pidió informe sobre el particular al maestro arquitecto Fernando Rosales, quien confirmó que López contaba con conocimientos suficientes para ensamblar y reconocer retablos, lo que había acreditado de manera suficiente a las órdenes de Francisco de Acosta, y por tanto sugería que se le despachase el título para hacerlo, bajo la responsabilidad de aquel, en las localidades de la archidiócesis distintas de la capital, lo que tuvo efecto con fecha de 30 de agosto del mismo año.

Las dificultades personales de Francisco de Acosta continuaron en los años siguientes, pues nos consta que en 1808 se había declarado en concurso de acreedores, presentándose sobre sus bienes diversas reclamaciones de otras tantas fábricas parroquiales, si bien la que se halla mejor documentada por el profesor Ros González es la efectuada por la de la localidad de Campillos, hoy perteneciente a la diócesis de Málaga, para la cual había trabajado Acosta siete años antes en la reforma del retablo mayor de su iglesia parroquial7; de todas formas, el largo conflicto surgido con este retablo no fue al parecer responsabilidad del artista, sino que se debió principalmente a problemas de financiación ajenos a su trabajo. Sí se debió en cambio a la informalidad del maestro lo ocurrido el año 1816, cuando contrató un retablo para la iglesia parroquial de Aracena, ya que a comienzos del año siguiente la obra se encontraba aún a medio hacer y almacenada en una casa particular8. Puesto el hecho en conocimiento del arzobispado, se determinó encargar al maestro mayor de carpintería José Francisco Pérez que se desplazase hasta la localidad de la sierra de Huelva para reconocer el retablo, emitiendo después un informe con fecha 24 de febrero, en el que manifestaba que su deplorable estado aconsejaba realizar uno de nueva factura.

Cuando accedió a la sede hispalense el nuevo arzobispo Francisco Javier Cienfuegos, Francisco de Acosta se titulaba “Profesor del Arte de Arquitectura y Escultura de Madera y Piedra”, y en calidad de tal se dirigió por escrito al prelado el 6 de marzo de 1825 para solicitar que se le volviese a despachar el título correspondiente, alegando que había ejercido el cargo ininterrumpidamente con los últimos cuatro arzobispos titulares, y que su familia lo venía haciendo “desde el siglo XVII”, exagerando sin duda en este caso sus méritos9; alegaba también que “al presente se halla el exponente despojado de todo exercicio de su facultad y reducido a la mayor miseria y necesidad, hobligado a pedir públicamente una limosna para alimentarse y atender en algún tanto a las muchas necesidades de su Madre pues pasa ya de ochenta y cinco años”. Pasarían algunos meses hasta que con fecha de 18 de agosto se le despachó por fin el título de “maestro arquitecto y escultor” por parte del mencionado arzobispo Cienfuegos10.

La última noticia que podemos aportar sobre la trayectoria vital de Francisco de Acosta el Mozo es que en la primavera del año 1833 se vio afectado por la terrible epidemia de cólera morbo que azotó la ciudad de Sevilla, momento en el que además el maestro se encontraba en una mala posición económica, pues tuvo que ser ingresado en el Hospital de la Santa Caridad, institución benéfica fundada en el siglo XVII por Miguel de Mañara cerca del río Guadalquivir. En sus instalaciones le sobrevino la muerte a nuestro protagonista, según se recoge en el certificado que sería emitido un año más tarde a instancias de su sucesor en la maestría mayor del arzobispado, José Jiménez, un documento que decía literalmente lo siguiente:

“Como Capellán de esta Real Casa Hospital de la Sta. Caridad, certifico, que Francisco Acosta natural de Sevilla, de estado viudo, murió en una de las camas de Incurables de este dho Hospital, el día veinte y uno de Abril del año próximo, pasado; así aparece en el Libro 5º de difuntos al folio 61 vto. Y para que conste lo firmo a petición de parte. Sevilla nueve de Mayo de 1834. Gerónimo Violeta (rúbrica)”11.

Figura de gran interés en el panorama artístico andaluz del academicismo, el sevillano José Gabriel González ha merecido la atención de los investigadores de las dos últimas décadas, habiendo sido considerado el introductor en Sevilla de los retablos labrados en estuco, y único especialista en esta técnica, que cultivó desde que en 1793 se le encargase la realización del desaparecido retablo mayor para la iglesia parroquial de Omnium Sanctorum12, obra en la que tuvo que competir con proyectos de prestigiosos artífices madrileños y locales13. Artista autodidacta, al parecer siguió fielmente un manual sobre el tema publicado en Madrid en 1785 por Ramón Pascual Díez, aunque no asistió al curso impartido por este maestro en 1792 en la Academia de San Fernando, por lo cual no se le despachó en ningún momento a González el preceptivo título oficial por la mencionada institución14. La Academia se había encargado de velar por el cumplimiento de la Real Orden que en 1777 había promulgado el rey Carlos III, dando instrucciones para que la antigua costumbre española de tallar los retablos en madera, fuera progresivamente sustituida por el empleo de la piedra o en su defecto por el estuco, de semejante durabilidad y consistencia pero más barato. Dado el éxito obtenido con el desaparecido retablo de Omnium Sanctorum, González ejecutó otras obras similares en los años siguientes, como el de la Virgen del Rosario para la capilla de la Vera Cruz en el convento de San Francisco (1794), el de la capilla del Cristo de Maracaibo en la catedral hispalense (1796) y el mayor y dos menores colaterales para la iglesia parroquial de Las Cabezas de San Juan (1798)15, siendo el mayor de este último templo el único de los realizados por González que ha llegado hasta nuestros días, y en el que por tanto podemos observar directamente el estilo del maestro, de hondo sabor clasicista. Optó por estructuras tetrástilas de un solo cuerpo en las obras mayores y dístilas en las menores, con el empleo de grandes columnas de fuste liso con capiteles corintios, y hornacina central de medio punto peraltado, dejando los extremos laterales lisos o con pequeñas repisas para las imágenes, mientras que en el ático generalmente recurría a un gran medio punto, ocupado por un frontón curvo sobre pilastras y parejas de jarrones en los laterales.

Por nuestra parte aportaremos a su catálogo una nueva obra que prueba la prolongación de la carrera profesional de José Gabriel González hasta bien entrado el siglo XIX. Se trata del retablo mayor para la iglesia de San Pedro de Jerez de la Frontera, que fue contratado por el maestro en 1806, estando concluido a comienzos del mes de junio. Debemos señalar que la iglesia de San Pedro es un interesante edificio tardobarroco que data del año 1775, y se encuentra en el céntrico barrio de San Miguel de la ciudad jerezana, entonces integrada en la archidiócesis de Sevilla; en la época que nos ocupa el templo hacía las funciones de ayuda de la parroquia de San Miguel. Pues bien, el documento que damos a conocer es un escrito dirigido por González con fecha 11 de julio de 1806 al arzobispo de Laodicea y coadministrador de Sevilla, el ya citado Juan de Vera, en el cual el artista se titula “maestro Arquitecto Estuquista”16; dice que, como ya había comunicado un mes antes de esta fecha, había pasado a la ciudad de Jerez para ejecutar el retablo de la iglesia auxiliar de San Pedro, “de madera de estuco conforme a las Reales Órdenes de S. M.”, y que había formalizado su contrato con el padre fray Ramón Coronado, teniente de cura de dicha iglesia y encargado por la fábrica de la parroquia de San Miguel para esta obra y otras acometidas esos años en el mismo templo. Dice luego el maestro que cuando había terminado de hacer la tercera parte del retablo, pidió que se le abonase la cantidad pactada de 6.600 reales, tercera parte del total de 20.000 en que se había ajustado la obra, pero que cuando se lo comunicó al padre Coronado, coincidió que éste fue destinado como nuevo prior al convento de su orden en Chiclana. Esta circunstancia le hizo abandonar precipitadamente la dirección de las obras y le impidió cumplir con su obligación de pago al artífice, a pesar de lo cual este le reclamó que le pagase al menos alguna cantidad a cuenta, “atendiendo a que bibía atenido únicamente a su trabajo personal, para el sustento de su familia, y además era deudor de barios materiales consumidos en dha obra”. Tras la evasiva del fraile, acudió González al visitador del arzobispado en Jerez reclamando el pago, a cargo de la fábrica parroquial de San Miguel, pero este le respondió que el asunto no era de su competencia, lo que hizo necesario acudir directamente al arzobispado con el escrito que comentamos, solicitando se le hiciese justicia con el cumplimiento de su contrato, pero la respuesta que obtuvo, tras pedirse un informe al visitador, fue que usase de su derecho como le pareciera. No consta por tanto documentalmente el desenlace de este pleito, aunque consideramos que se debió llegar posteriormente a un acuerdo favorable para el artista, porque el retablo fue efectivamente colocado en su lugar.

Debido a graves problemas estructurales, en la década de los años setenta del siglo XX la iglesia de San Pedro fue sometida a una profunda transformación interior, tanto arquitectónica como ornamental17, desapareciendo entonces desgraciadamente la gran mayoría de sus imágenes y retablos, entre ellos el que presidía el presbiterio, el labrado por José Gabriel González en 1806. No obstante, se conservan algunas pocas fotografías (Figura 1) que permiten al menos una visión parcial del altar mayor que, aun teniendo en cuenta posibles reformas posteriores, nos sirven para aseverar que la estructura del retablo era similar a la ya descrita de otras obras del maestro: sobre un alto banco se alzaba un cuerpo central con cuatro grandes columnas pareadas sobre pedestales cuadrangulares, de fuste liso pintado imitando jaspes, con basas y capiteles dorados, hornacina central y repisas laterales, suponiendo por nuestra parte que el diseño del cuerpo superior o ático sería similar al que presenta el retablo de la iglesia de Las Cabezas. En el caso del retablo jerezano que nos ocupa, se observa en las mencionadas fotografías la presencia de un elemento diferencial que es posible que corresponda al diseño original de González, cual es el manifestador colocado en el centro a los pies de la hornacina, conformado a modo de templete con seis columnas sobre altos pedestales, que sostienen una ancha cornisa y cúpula semiesférica gallonada, todo ello jaspeado y policromado en blanco con filetes dorados.

Figura 1. José Gabriel González, Retablo mayor de la iglesia de San Pedro (detalle), 1806, Jerez de la Frontera (Cádiz), © José Manuel Moreno Arana.

Francisco de Paula del Valle y Uriarte, nacido en Sevilla en 1769, sucedió en 1825 a su padre como maestro mayor de obras de carpintería de la Dignidad Arzobispal de Sevilla, si bien ya venía desempeñando el oficio como ayudante de su padre, pero también como maestro mayor interino desde que fue nombrado como tal por el arzobispo Alonso de Llanes a finales del siglo XVIII, durante las ausencias y enfermedades de los otros maestros mayores, que lo fueron Agustín Trujillo y su propio padre Francisco José del Valle (1734-1825). Su progenitor había ostentado el cargo de maestro mayor de carpintería del arzobispado durante una larga etapa; de este artífice se conserva un escrito fechado en 29 de septiembre de 1817, mediante el cual, con unas sentidas palabras, solicitaba al arzobispo su jubilación, alegando tener ya la muy avanzada edad de 84 años, a lo cual se le respondió lacónica y sorprendentemente lo siguiente: “téngase presente para más adelante”18.

Centrándonos ya en la figura de su hijo, diremos que el cura titular de la parroquia de la Purísima Concepción de Brenes, localidad situada en la Vega del Guadalquivir, fue removido de su cargo en el mes de julio del año 1823 y trasladado a la ciudad de Sevilla, donde las autoridades le sometieron a un proceso judicial a causa al parecer de sus ideas políticas, que se prolongó por espacio de diez años; el propio sacerdote, en un escrito de 1838, nos informa de que antes de haber comenzado su “persecución” en la fecha mencionada, “tenía proyectada y muy adelantada una obra para un nuevo Sagrario en capilla decente”19. Pues bien, sabemos que en 1827 se había colocado en dicha capilla un nuevo retablo, según declara en esa fecha su propio autor, Francisco del Valle, que decía entonces “haver ejecutado un retablo para la Capilla del Santísimo Sacramento de la Iglesia Parroquial de la Villa de Brenes el que fue por orden del Cura de dicha Iglesia, Dn José Martínez Cortez, y haviendo sido el costo de dicho retablo cinco mil y seisientos reales no ha percibido más que tres mil reales resultando se le deven dos mil seisientos cuya cantidad por más diligencias que ha hecho no ha podido verificarse su cobro”20. Valle aprovechó la circunstancia de que el párroco se encontraba en Sevilla “por ideas particulares”, para solicitar al arzobispado que se mandase pagarle los 2.600 reales que se le debían, alegando “la insolbencia que es notoria sin advitrios para la susistencia de su familia fatigado con los muchos apuros que le rodean”. Suponemos que antes o después la deuda con el artista fue saldada, pues el 30 de enero del año 1838 el mismo párroco José Martínez solicitaba la oportuna licencia para la bendición del “nuevo tabernáculo” construido para el Santísimo Sacramento en su capilla de la iglesia parroquial. Como sucede con la mayor parte de las obras documentadas en este trabajo, tampoco este retablo se ha conservado, en este caso por haber sido destruido, junto a algunas otras obras de arte, durante los sucesos de la Guerra Civil, durante el saqueo del templo que tuvo lugar el día 2 de mayo de 1936; los miembros de la comisión de inspección designada por la Junta del Tesoro Artístico, consignaron, en referencia a la iglesia parroquial de Brenes, lo siguiente: “En la Capilla Sacramental destrozaron los revolucionarios el neoclásico retablo y las imágenes de San José, Corazón de Jesús y San Estanislao de Kostka”21, por lo que cabe deducir que el retablo tallado por Francisco del Valle había sobrevivido en su lugar original durante algo más de un siglo.

Nos ocupamos ahora de la figura casi desconocida de José Jiménez Ojeda, un artífice que fue maestro mayor tallista del Arzobispado de Sevilla, a pesar de lo cual ha pasado prácticamente desapercibido para la historiografía artística, con la sola excepción de la alusión que a él hizo su contemporáneo Félix González de León, cuando le atribuyó la ejecución del retablo mayor para la iglesia del convento de la Merced Calzada de Sevilla, noticia cierta como veremos más adelante, pero de la que equivoca la fecha22. En cuanto a su perfil biográfico, podemos decir que el profesor Ros González dio a conocer algunos datos sobre un maestro tallista de nombre José Jiménez, activo en Sevilla en mayo de 1790, cuando realizó una propuesta fallida para la ejecución del retablo de la capilla sacramental en la iglesia de Santiago de Écija, el cual en nuestra opinión debe ser el mismo que en los años siguientes figuraba como vecino de la collación hispalense de la Magdalena, y declaraba ser hijo de otro maestro carpintero y tallista del mismo nombre23. Por nuestra parte nos proponemos dar a conocer nuevos datos sobre su trayectoria profesional como maestro tallista del Arzobispado, con un nutrido grupo de obras de su mano, desgraciadamente no conservadas en su mayor parte, pero que le llevarían a ser considerado en su época un artífice de prestigio.

El día 26 de abril de 1834, José Jiménez se dirigía por escrito al cardenal arzobispo de Sevilla, Francisco Javier Cienfuegos, solicitando que se le despachase título en propiedad de “maestro de Arquitectura de esta Dignidad”24, alegando que ya disponía hace años del título de maestro interino durante las enfermedades del maestro mayor Francisco de Acosta25, el cual había fallecido en abril de 1833, como hemos señalado anteriormente; el título solicitado se le despachó con fecha 14 de mayo de 1834. Para acreditar sus méritos, junto a este escrito, Jiménez anexó otro en el que relacionaba los retablos y otras obras de talla que había llevado a cabo siendo maestro tallista interino de la Mitra, entre los años 1819 y 1833, no sólo encargadas por los prelados sino por el Cabildo Catedral y algunas órdenes religiosas, un documento firmado de su puño y letra que por su interés transcribimos a continuación:

“Obras Diceñadas y Executadas por el Mtro. interino Dn José Ximénez

Por la Diputación de Negocios en el año de 1819, el Altar Mayor a la Romana para la Iglesia Parroquial de Montellano, siendo Presidente de la dha el Sr Castillo Pro. Canº.

Por la dha Diputación en 1821 el Altar Mayor a la Romana de la iglesia Parroquial de Campillos, siendo Presidente de la dha el Sr Maestre Pro. Canónigo

Sede Vacante, en 1824, el Altar del Ssmo. Cristo, y el monumento que se pone en Semana Santa, en la Iglesia Parroquial de Villaverde, por el Sr Maestre, Pro. Canónigo

Por la Diputación de Negocios en el año de 1827, el Altar Mayor de la Iglesia Parroquial de las Nuevas poblaciones de Prado del Rey, siendo Presidente el Sr. Urízar, Pro. Canónigo

En el año de 1825 y 26 el Altar Mayor de la Iglesia del Combento de la Merced Carzada de esta Ciudad, por el Exprovincial F. Antonio Pregado

En al año de 1824, el Altar Mayor que adorna a el gran Cuadro de Sto. Tomás en el Colegio de su nombre, en esta Ciudad, por el P. M. Rodríguez

Obras reparos de Albañilª y Carpinterª por contrata con la Diputación de Negocios en los años 30, 31, 32, 33 por el Sr Arcediano de Sevilla, y el Sr Curázar, Trebujena, Bormujos y Ajaraque”

Esta relación, que lógicamente no agotaría toda su producción, pone de manifiesto a un profesional versátil, cultivador de diversos tipos de retablo y de otro mobiliario litúrgico, y acreedor del reconocimiento de las principales instituciones eclesiásticas sevillanas. Comenzaremos señalando el recurso de Jiménez a los “altares a la romana”, porque se trata de uno de los dos principales tipos de retablo cultivados en Sevilla durante la etapa academicista, en este caso el tabernáculo, que como afirma el profesor Recio Mir y en base a una redefinición clasicista de modelos ya cultivados en el barroco, se volvió a levantar en el centro del presbiterio de los templos, en algunos casos rodeado por las sillerías de coro que en esta época habían perdido su lugar tradicional en el centro de la nave principal26; con el precedente del tabernáculo realizado por Blas Molner en 1792 para la iglesia de los Clérigos Menores, durante la primera mitad del siglo XIX se hicieron otros no conservados para la iglesia de San Miguel y la del convento de Capuchinos, o los aún existentes de la capilla de San Pedro de Alcántara y la iglesia de San Ildefonso, además de un proyecto de Miguel Albín para la iglesia de San Pedro de Carmona, que no llegó a ejecutarse; en su mayor parte se trataba de obras de madera policromada imitando piedra, de planta circular o cuadrada, sobre la que se alzaban entre ocho y doce columnas con capiteles corintios que sustentaban la cúpula. De traza similar y tallados en madera jaspeada debieron ser los dos tabernáculos labrados por José Jiménez para las iglesias parroquiales de Montellano (1819) y Campillos (1821), obras que desgraciadamente no han llegado a nuestros días, en ambos casos por haber sido destruidas durante la Guerra Civil.

En el caso del tabernáculo para el altar mayor de la iglesia parroquial de San José de Montellano, aunque fuese contratado en 1819 no se comenzó a labrar hasta el mes de enero de 1820, y en 1821 fue finalmente pintado y dorado. Lo sabemos porque contamos con las cuentas de aquellas obras de ornamentación interior de este templo de la sierra sur sevillana, las cuales se desarrollaron desde 1817; en estas cuentas, dadas por el administrador nombrado por la Mitra, José Salas Panduro27, se alude a José Jiménez como maestro mayor del Arzobispado, tallista y ensamblador. Durante dos años completos, hasta diciembre de 1821, se pagaron a Jiménez diferentes cantidades que sumaron 31.500 reales, no sólo por hacer el tabernáculo del altar mayor, sino otras piezas como cuatro frontaleras, un manifestador con su peana y una caja para el depósito de Semana Santa, cantidad que incluía el pintado y dorado de todas ellas, labor cuya autoría no se especifica. Todo ello fue destruido en 193628, no conociendo tampoco por nuestra parte ninguna fotografía del interior del templo anterior a esa fecha, que nos hubiera permitido conocer el aspecto de aquellas obras. Igual suerte corrió el tabernáculo, seguramente de traza y estilo semejante, que le fue encargado al maestro para el altar mayor de la iglesia parroquial de la localidad malagueña de Campillos, entonces integrada en al Arzobispado de Sevilla, un templo del siglo XVIII que había sido reconstruido entre 1805 y 1821. El cronista local Antonio Aguilar menciona la existencia en el templo de aquel tabernáculo en 189029. En este caso sí contamos con alguna fotografía anterior a la Guerra Civil, realizada con motivo de los cultos anuales a Jesús Nazareno de la Misericordia (Figura 2)30, en la cual puede verse parte del tabernáculo del altar mayor, pudiéndose comprobar únicamente que se trataba de una estructura de planta cuadrangular, con cuatro columnas corintias que sustentaban una sencilla cornisa coronada por una balaustrada, la cual dejaba paso a cuatro esbeltos jarrones en las esquinas, y que todo el conjunto estaba pintado en blanco con los filetes y capiteles dorados. Destacable era la Fe que remataba el tabernáculo, reproducida con su iconografía tradicional de mujer con los ojos velados, portando la cruz triunfante y el cáliz de la Eucaristía, tal y como se reproduce en otra fotografía de los cultos anuales del Cristo de la Vera Cruz (Figura 3). No puede descartarse que alguna de estas características pudiera deberse a una modificación posterior sobre la obra original de José Jiménez.

Figura 2. José Jiménez Ojeda, Visión parcial del desaparecido templete de la iglesia parroquial de Campillos (Málaga) durante los cultos de Nuestro Padre Jesús Nazareno de la Misericordia, 1821, @ Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno de la Misericorida de Campillos.

Figura 3. José Jiménez Ojeda, Visión parcial del desaparecido templete de la iglesia parroquial de Campillos (Málaga) durante los cultos del Cristo de la Vera Cruz y María Santísima de los Dolores, 1821, © Hermandad de la Vera Cruz de Campillos.

Según declara también el propio artista, al año 1824 le fue encargado el único de sus retablos que ha llegado hasta nuestros días, con destino a la iglesia parroquial de la Purísima Concepción de Villaverde del Río, concretamente para colocar en el altar colateral del crucero en el lado de la epístola, la imagen del Santísimo Cristo, que sin duda es el que aún hoy se venera con el título de la Vera Cruz; también se le encargó la talla de un monumento para los cultos de Semana Santa, que no se ha conservado. Este templo, reedificado durante la segunda mitad del siglo XVIII, no fue provisto de nuevos retablos hasta bien entrada la centuria siguiente, siendo en el verano de 1819 cuando el administrador de las obras, Francisco del Valle, daba la cuenta de la hechura del retablo mayor, el colateral del sagrario bajo, la sillería del coro y la imagen de la Purísima31. En cuanto al altar del Santo Cristo, titular de la Hermandad de la Vera Cruz, sería en marzo de 1820 cuando sus cofrades compraron a Francisco de Acosta el Mozo un retablo que este maestro tenía en su poder “ya usado de lance”, por la exigua cantidad de 1.300 reales32, siendo así que esta pieza resultaría claramente insatisfactoria para los devotos de la imagen. Por ello acudieron cuatro años más tarde al Arzobispado, pues los prelados eran patronos de este templo, para costear un nuevo retablo, tarea que se le encomendó a José Jiménez. El retablo del Cristo de la Vera Cruz se conserva en buen estado (Figura 4) y con gran parte de sus valores plásticos originales, a pesar de haber sido retocado y vuelto a policromar en 1965; de madera jaspeada, con filetes, basas y capiteles dorados, muestra la asimilación del estilo neoclásico por Jiménez. Se estructura en base a un cuerpo de calle única, enmarcada por dos grandes columnas corintias de fuste estriado que se alzan sobre repisones asimismo estriados y dorados, y que se adelantan para sostener una cornisa potente y sobresaliente que se curva en su centro. Detrás de estas dos columnas se hallan otras cuatro del mismo tipo más pequeñas, pareadas, que dan paso a la amplia hornacina central para el Señor, de sencillo diseño en forma de arco de medio punto, con alargados casetones en el intradós. El conjunto se completa con un cuerpo superior o ático cuadrangular con pilastras y cornisa muy moldurada, flanqueado por volutas algo toscas, en el que figura una sencilla hornacina que originalmente debió ocupar una escultura, si bien hoy alberga una pintura, y como remate un gran sol con los tres clavos de la Crucifixión pintados en su centro. Nos encontramos por tanto ante una obra de sencillo diseño, pero de aspecto potente y diáfano, que prueba el oficio de su autor, y su sabia adaptación a la imagen escultórica que estaba destinada a acoger.

Figura 4. José Jiménez Ojeda, Retablo del Stmo. Cristo de la Vera Cruz, 1824. Iglesia parroquial de Villaverde del Río (Sevilla), © Francisco Amores.

Aprovechamos esta ocasión para dar a conocer otra noticia artística sobre este mismo templo parroquial de Villaverde del Río. Se trata de la policromía y el dorado del retablo mayor y el colateral del lado del evangelio, obras que como hemos indicado antes, ya sabíamos que estaban concluidas en 1819. Ahora sabemos también que con fecha 6 de abril de ese mismo año, el maestro José Roso, “artista de pintura y dorado, vecino de Sevilla en la collación de San Román”, se obligó con Francisco del Valle y Uriarte, maestro mayor de carpintería de la Dignidad Arzobispal y administrador de las obras del templo, a pintar y dorar estos dos retablos “según reglas del Arte, y en la forma que se estime a vien según lo mande la construcción de los retablos pintándolos en la parte que se detalle imitando a Piedra bruñida”33. El maestro prometía tener su trabajo terminado para el próximo mes de julio, y a cambio se le había de pagar la cantidad de 13.000 reales. En el caso del retablo mayor no se conserva la mayor parte de la policromía original, pero sí en cambio en el colateral presidido por la Virgen del Rosario, que permite apreciar por tanto la calidad del trabajo realizado por José Roso y Salvador (Figura 5). Sobre este artífice podemos añadir que se ha documentado su producción entre los años 1801 y 1824, y que se conoce su colaboración profesional con los escultores Cesáreo Ramos y Juan Bautista Patrone, además del dorado del paso del Sagrado Decreto de la Hermandad de la Trinidad de Sevilla34.

Figura 5. José Roso y Salvador, Retablo de la Virgen del Rosario (pintura y dorado), 1819, iglesia parroquial de Villaverde del Río (Sevilla), © Francisco Amores.

Del mismo año 1824 data otra interesante obra de José Jiménez, cual es el retablo marco que le fue encargado por los dominicos para colocar el cuadro de la Apoteosis de Santo Tomás que se encontraba entonces presidiendo la capilla del colegio del mismo nombre que la Orden de Predicadores tenía cerca de la Casa Lonja. La famosa pintura, de grandes dimensiones (4,80 x 3,79 m), fue como se sabe realizada por Francisco de Zurbarán en 1631, fecha en que el escultor Jerónimo Velázquez labró por su parte la “moldura” para enmarcarlo, de una vara de ancho, según la escritura contractual35. Durante el saqueo del templo por los invasores franceses, el cuadro se quitó de allí y se llevó a Madrid, siendo después recuperado por los frailes y restaurado, hasta que en 1824 fue colocado de nuevo en el altar mayor de la capilla del colegio, encargándose a José Jiménez la hechura de un nuevo retablo para ese lugar. Tampoco esta obra ha llegado hasta nosotros, pues como sabemos con la desamortización el colegio dominico de Santo Tomás de Aquino cerró sus puertas, y el cuadro de Zurbarán fue llevado al Museo de Bellas Artes de Sevilla, donde se puede admirar actualmente. Pero al menos contamos con el testimonio contemporáneo del ya citado Félix González de León, que llegó a verlo en su lugar original, quien alababa el buen gusto de lo hecho por Jiménez, afirmando que el cuadro “se colocó en un buen marco, que con unas pilastras y cornisa formaba sencillo y rico retablo”36.

Entre los años 1825 y 1826 se encargó a José Jiménez la hechura de un nuevo retablo para el altar mayor de la iglesia del convento de la Merced Calzada de Sevilla, para sustituir al primitivo que había sido destruido durante la invasión francesa, obra de Francisco Dionisio de Ribas que contenía algunas pinturas de Zurbarán. Respecto a esta nueva obra, González de León, que la pudo contemplar in situ, ya apuntó que fue tallada por José Jiménez, como hemos señalado anteriormente, aunque afirmaba equivocadamente que lo hizo en 1818, lo que sabemos ahora que no fue así; pero aporta una pequeña e interesante descripción sobre el retablo y altar mayor: “en él estaba la expresada imagen de la Virgen y dos Santos de la orden, y todo pintado en blanco con molduras y perfiles dorados que le daban mucha seriedad, y se quitó el año de 1841 para proporcionar salón para el Museo. Este altar se elevaba sobre un alto presbiterio cerrado de rejas”. El retablo desmontado de la iglesia mercedaria fue comprado por los antiguos frailes franciscanos encargados como capellanes de la iglesia de San Buenaventura, que igualmente había perdido el suyo barroco durante la francesada, con el fin de colocarlo en el altar mayor. El padre López de Vicuña, a finales del siglo XIX, afirmaba que este traslado al céntrico templo hispalense se efectuó en el año 1856, fecha en que se colocó en San Buenaventura tras ser objeto de alguna reforma por parte del ebanista José Fernández37. Dando esta fecha por correcta, no sabemos qué ocurrió con el retablo entre 1841 y 1856, pero lo cierto es que gracias a este traslado de templo la obra pudo sobrevivir durante un siglo más, y aunque no ha llegado a nuestros días, pues fue desmantelado a mediados del siglo XX, en este caso afortunadamente sí contamos con algunas antiguas fotografías que nos permiten conocer su aspecto (Figura 6). Por ellas sabemos que se trataba de una obra de considerable tamaño, acorde con el presbiterio de los dos templos en los que sería instalada. Como afirmó González de León, estaba pintada en blanco con filetes, basas y capiteles dorados. Habría que tener en cuenta los posibles retoques que pudo sufrir a su llegada a San Buenaventura, que seguramente afectaron sobre todo al alto banco, con la inclusión en él de los postigos y los cuatro tableros con adornos de talla sobrepuestos de diseño cruciforme. Pero el resto de la estructura de la obra parece obedecer al diseño original de Jiménez, que ha recurrido al modelo tetrástilo tan en boga en los retablos mayores durante la primera mitad del siglo XIX, con tres calles y cuerpo superior en forma de medio punto. Las cuatro grandes columnas presentan el fuste liso y el imoscapo estriado, apreciándose la calidad de la talla en los capiteles corintios, y sostienen un potente y sobrio entablamento recto con friso y cornisa que le otorgan ese aspecto “serio” que en su momento destacó el citado González de León. No sabemos si formaba parte del conjunto original o fue añadido o muy retocado después el camarín de la calle central que en San Buenaventura ocupó la imagen de la Inmaculada Concepción llamada La Sevillana, si bien se observa en él el mismo estilo academicista, en este caso con cuatro columnas pareadas de fuste liso y capiteles jónicos, y con parte superior más profusamente decorada que el resto del retablo. Finalmente, en el ático se observa en el centro una gloria con querubines en altorrelieve de la que parten los rayos característicos del estilo, flanqueada por dos grandes esculturas de los arcángeles Gabriel y Rafael, colocadas sobre altos pedestales. Otros elementos sí obedecen en cambio a la reforma de mediados del siglo XIX, como el sagrario o las imágenes de San Francisco y Santo Domingo que aparecen sobre peanas en las sencillas hornacinas de las calles laterales. En suma, y aunque no se trate de una obra de calidad excepcional, observando estas antiguas imágenes puede entenderse que su autor fuese considerado en su época en la ciudad como un “artífice acreditado”, como sostenía al describirla el mencionado historiador González de León.

Figura 6. José Jiménez Ojeda, Retablo mayor de la iglesia del convento de la Merced Calzada. 1825-1826. Interior de la iglesia de San Buenaventura, Sevilla, © Fototeca Laboratorio de Arte, Universidad de Sevilla.

La última obra conocida de José Jiménez, que sin duda debió seguir trabajando algún tiempo más a partir de 1834, es el retablo que le fue encargado para el altar mayor de la entonces recientemente reconstruida iglesia parroquial de la localidad gaditana de Prado del Rey, datado en 1827; una obra que desapareció en el incendio intencionado que afectó al templo el día 7 de octubre de 1934, como ocurrió con el resto del patrimonio artístico y documental de la parroquia de Ntra. Sra. del Carmen38, siendo así que en nuestros días ocupa su altar mayor un retablo procedente el desaparecido convento de la Encarnación de la cercana ciudad de Arcos de la Frontera.

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1. Amores Martínez, 2016: 264.

2. Ros González, 1999: 41-80. Recio Mir, 2009: 403.

3. Ros González, 2009: 307-308.

4. Ros González, 2005: 591-605.

5. Archivo General del Arzobispado de Sevilla (AGAS), Fondo Arzobispal (FA), signatura 4619.

6. AGAS, FA, signatura 4617.

7. Ros González, 2013: 638-641.

8. AGAS, FA, signatura 4653.

9. AGAS, FA, signatura 4682.

10. Amores Martínez, 2016: 264.

11. AGAS, FA, signatura 4712.

12. Sánchez Cortegana, 1996: 123-42.

13. Fernández González, 2009: 335-342.

14. Ros González, 2009: 311.

15. Ros González, 1999: 362-377. Recio Mir, 1999: 315-322. Ros González, 2001: 109-136. Amores Martínez, 2018: 345-346.

16. AGAS, FA, signatura 4624.

17. Mariscal Pomar, 2005: 297-298.

18. AGAS, FA, signatura 4653.

19. AGAS, FA, signatura 4723.

20. AGAS, FA, signatura 4690.

21. Hernández Díaz/Sancho Corbacho, 1937: 66.

22. González de León, 1844: 162.

23. Ros González, 1999: 460-461.

24. AGAS, FA, signatura 4712.

25. Amores Martínez, 2016: 264.

26. Recio Mir, 2009: 396-398.

27. Archivo de la Catedral de Sevilla (ACS), Diputación de Negocios, signatura 11.590, expediente 2.

28. Hernández Díaz/Sancho Corbacho, 1937: 158.

29. Aguilar y Cano, 1890: 66-67.

30. Agradecemos al profesor Antonio J. Santos Márquez la localización de estas fotografías.

31. Amores Martínez, 2001: 297-312.

32. Amores Martínez, 2011: 96-97.

33. Archivo Histórico Provincial de Sevilla (AHPSe), Protocolos Notariales de Sevilla, legajo 819, oficio 1, libro primero de 1819, ff. 470-471.

34. Ros González, 2002: 33-35. García Herrera, 2008: 906. Amores Martínez, 2011: 96.

35. Hernández Díaz, 1928: 183.

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37. Del Castillo y Utrilla, 1988: 185.

38. Romero Romero, 2011: 120-121.