Jorge Riechmann
Dpto. de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid
jorge.riechmann@uam.es
Recibido: 03-05-2023
Aceptado: 15-09-2023
Cómo citar:
Riechmann, Jorge (2023). Decididamente, sí: Gaia forma parte del cosmograma que necesitamos. Hábitat y Sociedad, (16), 167-190.https://doi.org/10.12795/HabitatySociedad.2023.i16.08
Resumen Un reciente artículo del profesor Luis Arenas se preguntaba si, para la inflexión civilizatoria que necesitamos, Gaia debería formar parte del nuevo cosmograma (o concepción del mundo) que ha de ir esbozándose. El diálogo con ese texto permite revisar la Teoría Gaia, la concepción simbiogenética de Lynn Margulis y otros avances recientes en ciencia. Se argumenta que el cuestionamiento (conveniente) del antropocentrismo no implica ignorar ni menoscabar la singularidad humana. Y se termina defendiendo que sí, Gaia debe formar parte del nuevo cosmograma que necesitamos. Palabras clave cosmovisión, Teoría Gaia, simbiogénesis, darwinismo, antropocentrismo, biocentrismo, holismo, ecofilosofía. |
Abstract strong>A recent article by Professor Luis Arenas asked whether, for the civilizational inflection we need, Gaia should form part of the new cosmogram (or conception of the world) that needs to be sketched out. The dialogue with this text allows us to review Gaia Theory, Lynn Margulis’ symbiogenetic conception and other recent advances in science. It is argued that the (convenient) questioning of anthropocentrism does not imply ignoring or undermining human uniqueness. And it ends by arguing that yes, Gaia must be part of the new cosmogram we need. Keywords worldview, Gaia theory, symbiogenesis, Darwinism, anthropocentrism, biocentrism, holism, ecophilosophy. |
El título de este texto responde a un interesante trabajo de Luis Arenas (2023) con el que deseo establecer un diálogo. No nos dejemos desanimar por el término cosmograma, sinónimo de cosmovisión o concepción del mundo.[1] Vale la pena comenzar repasando el resumen que el autor ofrece de su propio artículo:
Tres serán las tesis que se pretenden defender en lo que sigue. La primera es que la verdadera filosofía primera de la Modernidad no debe considerarse ni a la metafísica ni a la teoría del conocimiento. La verdadera prima philosophia del mundo moderno ha sido un determinado modo de comprender la naturaleza y al ser humano en relación con ella, a saber, la naturaleza entendida como natura formaliter spectata (Kant). Para una naturaleza así comprendida (digamos, more moderno) la vida siempre ha constituido un quebradero de cabeza (p. 65).
Me parece un buen planteamiento. Coincido con Luis en que esta concepción cartesiano-newtoniana de la naturaleza (como pura extensión geométrica sin cualidades) es inadecuada y demasiado limitada, y por añadidura hay que ver en ella una de las raíces de la actual crisis ecosocial. Importa, por consiguiente, superarla. Sigue así explicando el autor sus intenciones:
La segunda tesis apunta a que la tarea que tenemos por delante para hacer frente al cambio climático es colosal precisamente porque no implica solo ser capaz de transformar este o aquel aspecto de nuestro modelo civilizatorio (superar el capitalismo, poner el complejo científico-técnico al servicio de las necesidades esenciales de la humanidad, redefinir los imaginarios y los horizontes de deseabilidad individuales y colectivos, anclar la moral en una ética menos raciocentrada y menos antropocéntrica que las éticas modernas, etc.) sino llevar a cabo todo eso a la vez. Es, pues, la completa reconstrucción de un nuevo “cosmograma” (en el sentido que le dan al termino John Tresch y Bruno Latour) lo que está en juego (p. 65).
También aquí acierta el autor, en mi opinión. Si el capitalismo (especialmente en la versión neoliberal que hoy sigue imperando) no es sólo un modo de producción, sino que se ha desarrollado y extendido hasta conformar una cosmovisión, entonces debería resultar evidente que los esfuerzos anticapitalistas y poscapitalistas no pueden obviar ese nivel: el de las concepciones del mundo. La concepción mecanicista de la naturaleza no es adecuada ni viable, y se trata de “sacar las consecuencias (ontológicas, epistémicas, políticas, económicas, estéticas y morales) de la ciencia posnewtoniana y todo lo que ello implica de transformación de nuestra imagen de la naturaleza” (Arenas, 2023, p. 68). Para indicar de qué va esta ciencia posnewtoniana se alude a Darwin, Clausius, Einstein, Gödel y Bohr. Pero, de manera sorprendente, en la última y breve sección del artículo se rechaza la teoría Gaia. El final del resumen es el siguiente:
La tercera tesis que se propondrá es que si es cierto que a cada cosmovisión la acompaña una metáfora que pretende recoger lo fundamental de su sentido (la metáfora del organismo en el caso de la cosmovisión teleológica aristotélica o la metáfora del reloj en el de la cosmovisión newtoniana), una de las tareas que las humanidades ecológicas tienen aún por delante es la de inventar una metáfora para ver el mundo y vernos a nosotros mismos bajo esa nueva cosmovisión por venir. Se discutirá la propuesta de que la metáfora de Gaia constituya una metáfora adecuada para el reto que tenemos por delante (p. 65).
He dicho “de manera sorprendente” porque, en biología, el paradigma neodarwinista hacia el que parece inclinarse Luis Arenas (2023, p. 70) ¡es precisamente mecanicista! Mientras que la ciencia posnewtoniana más interesante a la hora de forjar ese nuevo “cosmograma” o concepción del mundo (termodinámica de sistemas abiertos de Prigogine, teoría de sistemas de Donella y Dennis Meadows —especialmente sistemas complejos adaptativos—, simbiogénesis de Lynn Margulis…) apunta más bien hacia Gaia (véase Latour y Lenton, 2019; Lenton, Dutreuil y Latour, 2020; de Castro y McShea, 2022).
Si queremos asumir de verdad la ciencia posnewtoniana, la biología neodarwinista no parece el mejor camino para ello. Esto es algo sobre lo que Carlos de Castro (sin duda el desarrollador más riguroso de la teoría Gaia en nuestro país, en su versión fuerte de Gaia orgánica: enseguida iremos a ello) ha insistido a menudo (algunas obras básicas: de Castro 2008, 2013, 2019, 2020). Aunque sería excesivo pretender que ahí ya está la base racional para un “reencantamiento del mundo”, esa “ciencia nueva” posnewtoniana de los últimos decenios, junto con la ecología desarrollada a lo largo de todo el siglo XX, nos proporciona asidero para comprender de forma adecuada la excepcionalidad del hogar terrestre que es para nosotros (y para millones de otras especies vivas) el tercer planeta del Sistema solar, valorar mejor ese hogar, establecer profundos lazos emocionales con el mismo, y sentirnos (sin abdicar en absoluto de la racionalidad) un poco más “en casa en el universo” (Kauffman, 1995).[2]
Conviene aquí recordar brevemente de qué trata el enfoque gaiano. Esta hipótesis nos habla de la Tierra (biosfera-con-geosfera-con-hidrosfera-con-atmósfera) como un sistema autorregulado, con elementos de homeostasis. La vida no se adapta pasivamente al medio ambiente, sino que lo moldea de manera que la propia vida puede prosperar.
La teoría Gaia está basada en una simple idea: los seres vivos influyen en su entorno, no sólo se adaptan a él. El conjunto de los seres vivos o biota tiene tanta importancia en el entorno global o biosfera que se abre la puerta a la idea de coevolución y regulación del ambiente por parte del conjunto de los vivientes, y juntos, ambiente y seres vivos, hacen al sistema global como si de una entidad viva se tratara (de Castro, 2008, p. 175).
¿Hay aquí formas de teleología inaceptables? No es así: la versión débil de la teoría Gaia, la Gaia cibernética (o quizá mejor de sistemas complejos), es científicamente sólida y sólo nos habla de mecanismos cibernéticos de regulación entre la vida y la atmósfera terrestre (y otros elementos del Sistema Tierra). Gaia es el supersistema homeostático que emerge de la interacción entre la biota y la biosfera y cuyo resultado son estados que permiten la permanencia de la vida.
La vida genera la atmósfera, la atmósfera permite la vida y ambas se regulan interactivamente. Es decir, constituyen un sistema, lo que equivale a decir que son parte de una misma cosa, no cosas distintas. Es ahí donde surge la hipótesis Gaia: lo que está realmente vivo es la Tierra, de modo que los organismos son sólo una parte de la vida (…). Para la comprensión ecológica del planeta, la teoría Gaia supone una aportación capital. Y una valiosa herramienta sostenibilista… (Folch, 1999, p. 166-167).
En cuanto a la versión fuerte de la teoría Gaia, una forma sencilla de explicarla sería retirar el como si de las palabras de Carlos de Castro antes citadas: el “sistema global como si de una entidad viva se tratara”. La teoría de Gaia orgánica que defiende Carlos (de manera en mi opinión convincente: pero dejemos de momento abierta esta cuestión) sostiene que de hecho hay que concebir a Gaia como un superorganismo. Paco Puche, glosándola, explica:
La biosfera es un organismo formado por simbiosis coordinada de todos los vivientes. Gaia, la Madre Tierra, es un sistema homeostático que emerge de la interacción entre la Tierra y la biosfera, cuyo resultado son estados que permiten la permanencia de la vida. La base de esta emergencia es la teoría de Lynn Margulis sobre el mundo de las bacterias: un mundo hegemónico para la vida, en su origen, historia, actualidad y futuro y un mundo simbiótico. Toda esta visión holística de la vida se sustenta también en el concepto esencial de autopoiesis, en todos los organismos y en la propia Gaia. La autopoiesis, una aportación de Maturana y Varela, es la mejor definición de lo que es la vida. Es la capacidad de unos entes, unos organismos, para realizar de manera continuada su actividad (metabolismo) de automantenimiento. Si cesa la autopoiesis cesa la vida. Gaia se auto mantiene como gran organismo y genera las condiciones que hacen posible al conjunto de la vida de cuyos organismos está formada. Siguiendo todas las características de un ser vivo, Gaia recicla la materia mejor que la mayoría de los organismos, se auto repara, evoluciona y es teleológica, es un organismo de pleno derecho… (Puche, 2020).
Señalemos aquí que, incluso si consideramos la versión fuerte (Gaia orgánica) como sometida a un debate científico abierto todavía y ante el que convendría de momento no tomar partido, nos basta con la versión débil (Gaia de sistemas complejos) para proporcionar bases sólidas al “cosmograma que necesitamos” (diríamos con Luis).[3]
Volvamos ahora al texto de Luis Arenas. ¿Cómo justifica el autor su rechazo de la teoría Gaia? Comienza exponiendo sus reservas “no en relación a sus potencialidades científicas, que me siento incapaz de valorar —aunque creo que la incompatibilidad de su versión fuerte con el programa neodarwiniano no le augura un buen futuro científico” (Arenas, 2023, p. 70). Yo diría que resulta cuestionable rechazar involucrarse en una valoración teórica del enfoque gaiano (que ha sido expuesto en versiones accesibles por autores que Arenas conoce, entre otros James Lovelock, Lynn Margulis, Stephan Harding o Carlos de Castro) ¡al mismo tiempo que se da por bueno sin más el enfoque neodarwinista, cuyas complejidades teóricas no son menores que las de la teoría Gaia! O bien nos inhibimos ante ambos (lo cual no nos situará en buena posición para contribuir a forjar ningún nuevo cosmograma), o nos tomamos el trabajo de estudiarlos y compararlos hasta donde nos resulte posible. Justamente, como la perspectiva de Luis es que nos hace falta un nuevo cosmograma (posnewtoniano), validar el paradigma neodarwinista sólo porque es hoy el dominante no resulta coherente.
A continuación, en su artículo Luis Arenas pone en duda “que como cosmograma tenga el potencial narrativo suficiente como para incorporar a amplias porciones de la población a la lucha por un modo diferente de habitar la Tierra. Si la hipótesis Gaia es correcta, los humanos tenemos la batalla perdida y no deberíamos preocuparnos mucho por cambiar el rumbo: ya se encargará Gaia —de hecho, quizá ya se está encargando— de expulsarnos de su cuerpo como el virus que somos”. Dos observaciones aquí. En primer lugar, cuidado con lo del “potencial narrativo”: ¿voy a elegir mis convicciones teóricas de fondo en función de lo que me parezca políticamente conveniente? No parece que ésta sea precisamente la tarea de la filosofía: habrá que plantear las cuestiones de comunicación política en otro momento y en otro plano, diría yo. En segundo lugar, resulta francamente cuestionable afirmar que “si la hipótesis Gaia es correcta, los humanos tenemos la batalla perdida y no deberíamos preocuparnos mucho por cambiar el rumbo: ya se encargará Gaia…” No: si la hipótesis Gaia es correcta, y son reales los mecanismos de homeostasis planetaria antes someramente descritos, un actor moral y político como Homo sapiens tomará nota de esas realidades y procurará insertarse de mejor manera en el Sistema Tierra, por la cuenta que le trae. La teoría Gaia sólo inducirá conformismo o desánimo a quienes ya previamente se encuentren conformistas y desanimados.
De hecho, el efecto cultural de la teoría Gaia a medio y largo plazo sería precisamente el opuesto: si lo que tenemos en la Tierra son simbiosis anidadas a todos los niveles, si Gaia es un planeta simbiótico (Margulis, 2002a),[4] se desactiva en buena medida la tragedia de la struggle for life darwiniana y puede arraigar un clima cultural más favorable a la cooperación que a la competición y la depredación. Las bases culturales del darwinismo social se ven quebrantadas. Somos holobiontes en el planeta Tierra, que forman comunidades con miríadas de otros holobiontes de diferentes especies.[5] Gaia puede ser pensada como un gran holobionte (zu Castell, Lüttge y Matyssk, 2019; Bardi, 2020).[6] Pero sigamos. Afirma Luis Arenas que
una cosa es cobrar consciencia de la codependencia ecológica que tenemos como especie con otras especies y con la naturaleza en su conjunto y otra muy distinta es convertir a este complejo conglomerado de átomos y partículas que somos y del que, a pesar de todo, ha acabado por brotar el milagro de la consciencia en poco más que en un puñado de células de un organismo superior llamado Gaia. Lo primero es imprescindible para corregir la profunda ceguera que la Modernidad mantuvo y mantiene con respecto a las condiciones y límites materiales en que ha de desarrollarse la vida humana sobre este planeta. Cobrar consciencia de nuestra ecodependencia es resituar, por decirlo con Scheler, “el puesto del hombre en el cosmos”, algo que en último término no nos saca del antropocentrismo, sino que nos resitúa en una versión más inteligente del mismo.
Bien: a estas alturas de nuestro recorrido posnewtoniano, debería estar claro que “el milagro de la consciencia” no es exclusivamente humano, sino que lo compartimos con muchos otros seres vivos (en diversos grados y cualidades).[7] Eso ya lo puso de manifiesto el propio Darwin, cuya teoría evolutiva cuestiona (acertadamente) los dualismos jerarquizadores cartesiano-newtonianos.[8]
El vértigo que parece vibrar tras las palabras de Luis Arenas es el miedo a abandonar el antropocentrismo, porque se teme que con ello puede perderse la singularidad humana. Pero cuestionar el antropocentrismo no implica desconocer la singularidad humana (somos el único animal que escribe la Divina comedia, y al mismo tiempo el único animal que fabrica bombas atómicas). Este asunto merece que lo tratemos con más detenimiento, a lo que iré enseguida (en el apartado siguiente de este texto).
Pero antes evocaré las palabras casi finales del artículo de Luis Arenas: “Cederle a Gaia la centralidad de nuestros intereses y nuestras preocupaciones sospecho que pueda ser visto como poco más que otorgar una pátina amable a un nuevo Moloch que sigue exigiendo sacrificios” (seguimos en la página 70). Obsérvese el sutil desplazamiento que ha tenido lugar: donde estábamos considerando una hipótesis teórica en el marco de las Ciencias de la Tierra, de repente aparece Moloch y parece que hollamos los terrenos de una teología siniestra. Pero ¿quién ha hablado de Gaia como un ser titánico y consciente que podría exigir sacrificios? Desde que Lovelock propuso su hipótesis en la segunda mitad de los sesenta, y la refinó y desarrolló con Margulis en los primeros setenta (Clark y Dutreuil, 2022), esta clase de desplazamientos hacia la teología ha servido muchas veces para desacreditar el enfoque gaiano sin tener que examinarlo siquiera.
Para que nadie –ni los más laicos ni los más religiosos– se llame a engaño: Gaia no es una historia sobre una Diosa bondadosa. Se trata de un Sistema Tierra al que la actividad industrial ha sacado de sus goznes, un enorme Ser de comportamiento no lineal,[9] determinado por múltiples nexos y realimentaciones; un Sistema Tierra infinitamente complejo que nunca llegaremos a comprender por completo, ni mucho menos a dominar. Tras haber destruido los equilibrios climáticos y ecológicos del Holoceno, hemos entrado en un mundo nuevo, una terra incognita (que hemos bautizado como Antropoceno/ Capitaloceno)[10] donde la vida terrestre seguirá adelante en nuevas configuraciones (pero puede que Homo sapiens no lo haga).
¿Somos animales terrícolas? Indudablemente. ¿Somos animales como los otros? Sí y no. “A partir de las posiciones antropocéntricas todavía dominantes es muy difícil comprender la realidad ecológica y, aún más, estructurar una ética ambiental coherente. Pero esta comprensión ecológica y este progreso ético también resultan prácticamente inalcanzables si no se admite la objetiva singularidad de la especie humana actual, al fin y al cabo, la única que es capaz de supeditar sus actos a opciones morales” (Folch 1999, p. 29), como los agentes morales que somos (los únicos en Gaia).
La condición indudablemente zoológica de la especie humana no entraña negar ninguna de nuestras objetivas singularidades, que no son poco importantes. Desde hace años,[11] he intentado captar esta situación destacando un conjunto de ocho rasgos —seis semejanzas y dos diferencias— que estructuran la relación del ser humano con el mundo o cosmos que habita (especialmente respecto al resto de los seres vivos con los que comparte ese mundo). Tenemos, en primer lugar, cinco grandes igualdades del ser humano con los demás vivientes, cinco rasgos de continuidad entre el ser humano y el resto de los seres vivos: historia evolutiva común, vulnerabilidad (y existencia dentro de límites espacio-temporales), interdependencia y ecodependencia, búsqueda de la autoconservación, posesión de un telos (un bien propio de nuestra especie biológica).[12] Hay, a continuación, otro rasgo que emparenta a los seres humanos con el resto de los seres vivos a partir de cierto nivel de desarrollo neurofisiológico. Los seres vivos sintientes, con un sistema nervioso que nos permite experimentar dolor, malestar y bienestar, compartimos sin duda un rasgo importante: todos los animales —como mínimo todos los vertebrados, y seguramente más allá— somos realidades sintientes capaces de sufrir y gozar, de tener una vida subjetivamente buena o menos buena. Los seres sintientes pueden —podemos— padecer dolor físico y sufrimiento emocional.
Por otra parte, los seres humanos ocupamos un lugar especial dentro de la biosfera, en virtud sobre todo de dos características notables que ecólogos como Ramón Margalef han subrayado a menudo:
(A) la transmisión de contenidos culturales entre individuos y entre diferentes generaciones,
y (B) la gran capacidad de usar energías exosomáticas captadas del medio ambiente (que es, como si dijéramos, la “habilidad tecnológica número uno” del Homo sapiens) (Margalef 1999, p. 101).
Lenguaje y técnica, diríamos para abreviar. Cultura con base lingüística, diríamos abreviando aún más. Por eso hay que llamar la atención sobre dos grandes diferencias del ser humano con los demás vivientes:
(A) Sólo los seres humanos somos (a veces) agentes morales. Sólo nosotros poseemos capacidades como el lenguaje articulado, la racionalidad (de los muchos sentidos que puede tener el término, algunos son privativamente humanos), la autoconciencia plenamente desarrollada, la capacidad de anticipación plenamente desarrollada... Ocupa un lugar destacado entre estas capacidades específicamente humanas la capacidad de prever las consecuencias de las propias acciones; de formular juicios de valor; de elegir entre diferentes vías de acción; de actuar siguiendo normas y reglas; de ponerse en el lugar del otro y sentir empatía; y de actuar de modo altruista.[13]
(B) Sólo los seres humanos hemos creado una tecnociencia capaz de borrar a nuestra propia especie y a buena parte de los seres vivos de la faz de la Tierra. Sólo nosotros tenemos la tremenda capacidad de impacto ambiental, de alteración y devastación de la naturaleza, que nos convierte en una “fuerza geológica planetaria”.
Esos dos rasgos diferenciales de los seres humanos con respecto a los animales no humanos —lenguaje y técnica, para abreviar— son también las “cajas de herramientas” con las que se modifica la naturaleza humana, o al menos las condiciones en las que ésta actúa.
Por consiguiente, hay cierta excepcionalidad humana (que no exencionalidad: véase Ernest García para esta distinción)[14] en el sentido de que somos los únicos agentes morales en la Tierra: animales con responsabilidades especiales, suelo decir. Lenguaje, técnica, racionalidad práctica singularizan a Homo sapiens: pero nada de esto choca contra la necesidad de superar el antropocentrismo.[15] Otra manera de apuntar a lo mismo: como se dice a veces, la ética (y cualquier moralidad) es antropogénica, pero no necesariamente antropocéntrica.[16]
¿Habría valores, aunque no hubiese seres humanos? Sí (como muestra por ejemplo la axiología naturalizada y empírica de Javier Echeverría, que yo asumo: Riechmann, 2009). ¿Habría moral, aunque no hubiese seres humanos u otros agentes morales? No. El ámbito de los deberes es bastante más estrecho que el de los valores. Para la pregunta “¿por qué debo perseguir lo moralmente valioso?” hay que elaborar una justificación: y a mí me convence la de Ernst Tugendhat, con algunos pequeños ajustes (véase, entre otras obras suyas, Tugendhat 2008). La fuente de las obligaciones son nuestros grupos humanos de referencia: se trata por tanto de un origen humano y antropológico, no metafísico. Construimos comunidades morales sobre la base de tradiciones morales: y lo que nos importa ahora es una inflexión de las tradiciones de las que provenimos para desarrollar morales universalistas más allá de la especie y en el seno de una cultura gaiana. Yo diría: enfoque biocéntrico dentro de una cultura gaiana.[17]
En un intercambio posterior a su artículo, Luis Arenas formulaba esta objeción a mi planteamiento simbioético:
Me da la impresión de que tiene a incurrir en un defecto simétrico al que ha caracterizado a su némesis invertida: al darwinismo social (que, como bien sabes, es un abuso cuyos excesos no cabe poner en el haber de la teoría biológica). Es verdad que quizá el darwinismo biológico haya insistido demasiado en ver la naturaleza bajo el prisma agónico de la competición y la “la lucha por la vida”. Y es mérito impagable de tu querida Lynn Margulis entre otros y otras haber insistido en el papel que la colaboración mutua ha tenido en la evolución, corrigiendo ese olvido primigenio del darwinismo. Pero creo que un planteamiento materialista como el que abrazas (como el que abrazamos) no puede omitir lo que de conflicto, tensión, ferocidad y dolor se halla inscrito también en la naturaleza. No es lo único que encontramos en ella, pero no es en todo caso una parte ante la que podamos cerrar los ojos. La naturaleza es al mismo tiempo el lugar del conflicto y de la asociación; de la lucha por el interés propio y de la comprensión de ese interés a una escala que permite la integración con los intereses de otros seres. Lo que Gaia puede asegurar es la homeostasis o el equilibrio, pero no la paz. (Comunicación personal, 2 de agosto de 2023).
Hay sin duda conflicto, dolor y depredación en la naturaleza. Yo pongo a veces a mis estudiantes el desagradable ejemplo de Cymothoa exigua: un tipo de crustáceo parásito que se mete en la boca de los peces a través de las branquias destruye su lengua y luego la reemplaza. En uno de los poemas de su Cuaderno de campo, María Sanchez escribe: “…o cómo reaccionaría Primo Levi/ él que escribió:/ si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo/ ¿no le daríais de comer hoy? / al saber que cuando escasea la comida/ las aves ignoran los lamentos de las crías/ más débiles…” (Sánchez, 2017, p. 46). También la poeta Mary Oliver, en su ensayo “El alarido del búho”, nos estremece con su aproximación a esa rapaz nocturna que “si pudiera, se comería el mundo entero”:
El alarido del búho no es de dolor y desesperación y temor a ser arrancado del mundo, sino de puro y magnífico regocijo de ser portador de muerte (…). Cuando lo oigo resonar en el bosque (…) sé que me hallo al borde del abismo del misterio, allá donde el terror, de manera natural y exuberante, forma parte de la vida, incluso de la vida más sosegada, inteligente y luminosa… como, por ejemplo, la mía. El mundo donde el búho tiene un hambre infinita y caza de manera infinita es también el mundo donde vivo yo. No hay más que un mundo. (Oliver 2021, p. 55)
Pero el error está en pensar que esa clase de fenómenos de competencia y depredación, muy reales, prevalecen en la naturaleza. Podemos ver que no es así examinando cómo se distribuye la vida en la Tierra. En términos de biomasa, los seres humanos formamos una fracción minúscula de la misma –el 0’01%, mientras que las plantas suponen el 83% y las bacterias el 13%– (Bar-On, Phillips y Milo, 2018). Los animales –para quienes resulta más relevante la argumentación sobre la competencia, la depredación y el sufrimiento– sólo suponen el 0’4% de la vida en la Tierra… Plantas y bacterias suman más del 96% de la vida en la Tierra (y con los hongos, el 98%): ellas son lo esencial.[18] En ese mundo vegetal, fúngico y bacteriano (al contrario que en el mundo animal) prevalecen ampliamente las formas de coordinación y simbiosis frente a la competencia y la depredación.
La simbiogénesis (origen simbiótico de nuevas formas de vida –Lynn Margulis) es un proceso mucho más frecuente e importante de lo que imaginaron los darwinianos primeros (que enfatizaban la competencia en el proceso evolutivo).[19]
Las interacciones entre sistemas vivos pueden suponer que unos se aprovechen de los otros (depredador-presa), pero también que se produzca cooperación y, de manera nada infrecuente, endosimbiosis o endoparasitismo, hasta el extremo de que los genomas de los dos sistemas se modifiquen y, a menudo, partes del uno se integren en el otro, ya sean secuencias muy pequeñas o más grandes. La adquisición de simbiontes y la interacción con parásitos condicionan de manera importante la evolución de los huéspedes y al revés y, a veces, permiten la adquisición de conjuntos de habilidades muy ventajosas. El conjunto de huésped y comunidad microbiana asociada forma el holobionte, un sistema con mayor capacidad para aprovechar recursos. El concepto de holobionte puede abrir nuevas perspectivas en la comprensión de la evolución… (Terradas, 2015, p. 198)
La simbiogénesis, de hecho, es una alternativa a la evolución por mera acumulación de mutaciones al azar en el paso de una especie ancestral a una descendiente (Terradas, 2015, p. 138). La selección natural por sí sola no basta para explicar el surgimiento y desarrollo de la vida: nos hace falta para eso, junto a la simbiogénesis, también al menos la termodinámica (la termodinámica de sistemas abiertos o termodinámica del no-equilibrio, con más precisión).[20]
Dije antes, en relación con el asunto del “potencial narrativo”, que habría que plantear las cuestiones de comunicación política en otro momento y en otro plano. Voy a introducir un par de consideraciones al respecto, sin pretender ni mucho menos agotar un asunto complejo y vastísimo.[21]
Un filosofema que recorre buena parte de la historia del pensamiento occidental es el de la “mentira noble”: Platón, en su República (II, 382b-383c), justifica el uso ocasional de la mentira por parte del filósofo-gobernante cuando está en juego el bien superior de la polis. “La verdad es bella pero no fácil de creer (cfr. Leyes, 663e)”, y así el gobernante “está dispuesto a apropiarse de la potencia del logos como herramienta eficaz de engaño, si bien subordinando su utilización a la búsqueda del bien común y restringiendo el ejercicio de la mentira a aquello que aspira al bien supremo y colectivo” (Macías, 2011).[22]
Si es adecuado que algunos hombres mientan, éstos serán los que gobiernan el Estado, y que frente a sus enemigos o frente a los ciudadanos mientan para beneficio del Estado; a todos los demás les estará vedado. Y si un particular miente a los gobernantes, diremos que su falta es igual mayor que la del enfermo al médico o que la del atleta a su adiestrador cuando no les dicen la verdad respecto de las afecciones de su propio cuerpo; o que la del marinero que no dice al piloto la verdad acerca de la nave y su tripulación ni cuáles su condición o la de sus compañeros. (Platón, República, III, 389b-c)
Sergio del Molino (2023) evoca otro momento interesante de este debate filosófico-político:
En 1777, el enciclopedista Jean Le Rond d’Alembert alentó un concurso en la Real Academia Prusiana de Ciencias y Letras, a la que pertenecía, y convocó a los pensadores de Europa para responder esta pregunta: “¿Es útil engañar al pueblo?”. Entre los trabajos ganadores se encontraba el de un matemático francés, Frédéric de Castillon, que respondía indudablemente que sí. En sus argumentos citaba a Platón, quien en La república concedía a los gobernantes el derecho a mentir. Decía Castillon que la verdad solo es soportable “para los ojos de águila”. A los demás, “para no cegarlos, ha de mostrársela cubierta de velos que atenúen su excesivo brillo”.
Uno siente que, a veces, en los debates sobre transiciones (y colapsos) ecosociales no se está lejos de justificar este uso de la “mentira noble” si de salvar a la polis de la debacle (ecológico-social) se trata. Un antiguo estudiante del máster MHESTE, cuyo codirector soy, lo explicaba con gracia en un chat de Telegram: “Gaia está bien para los de MHESTE-DESEEEA [vale decir para los y las iniciadas en Humanidades ecológicas], ¡pero mi tía necesita Green New Deal!” (Comunicación personal, 24 de junio de 2023).
A lo cual habría que contestar, diría yo, no con ninguna defensa exaltada de la eficacia de la verdad en política,[23] sino señalando que ya tuvimos bastante Green New Deal en la polis amenazada de colapso ecosocial (lo llamamos entonces “desarrollo sostenible”), pero no estamos ya en 1992 ni en 2002, y la situación ha empeorado mucho en poco tiempo. O la tía de nuestro estudiante abre los ojos a la realidad de 2023, que ya no admite intentos de solución graduales, o los abrirá a realidades mucho más duras que no tardarán en manifestarse. Que de hecho están manifestándose ya: pensemos en la aceleración de la tragedia climática en estos años últimos.
No hay tiempo (…). En 1970 había márgenes temporales que permitían plantear políticas de corte reformista. Había margen para las transiciones. Pero estamos en el 2023 con una crisis ecosistémica que no es algo del futuro, es una realidad que ya nos condiciona. No hay tiempo para una transición en dos pasos, primero lo fácil y después lo difícil. Tenemos que hacer una transición en un paso y de una vez. Esto nos coloca en otra dimensión estratégica. Este es un argumento muy pragmático por el que creemos que no se puede apostar al capitalismo verde… (González Reyes, 2023)[24]
Hay una cuestión conexa con la teoría Gaia que se aborda en otra de las contribuciones al número especial (El tema de nuestro tiempo) de la revista Pensamiento al margen donde Luis Arenas ha publicado su artículo: me refiero a “Ecologismo y holismo” (Rendueles, Vindel y Santiago Muiño 2023). En otros textos, además, Santiago Muíño viene advirtiendo contra el “abuso del concepto de sistema” (2023a, p. 103).
Sin duda que el holismo presenta problemas, tanto epistémicos como normativos (me he ocupado un poquito de estos últimos en Simbioética, argumentando que la ética no puede perder de vista el sufrimiento individual, incluso si en el plano ontológico consideramos el holismo pertinente) (Riechmann, 2022, p. 208 y ss.). Pero si nuestras sociedades fallan epistémica y políticamente no es por exceso de holismo, sino todo lo contrario: pecan de exacerbado individualismo anómico, barbarie del especialismo, atomismo social, incapacidad de reorganizar los fragmentos de un cuerpo del conocimiento estallado en pedazos.
El trabajo científico se sigue realizando mayoritariamente bajo marcos mecanicistas, reduccionistas e incluso, en ocasiones, deterministas. Es curioso que así sea ya que incluso dentro del marco de la propia ciencia dichos paradigmas han quedado ya desmentidos. El funcionamiento normal del trabajo científico sigue siendo tomar la realidad, diseccionarla en partes y estudiarlas por separado, sin realizar una recomposición integradora y no determinista del conjunto. (…) Este modelo no es el más adecuado para entender la vida en la Tierra, que funciona como un sistema orgánico cuyas propiedades no son deducibles de la suma de las partes y cuyo funcionamiento es no lineal e indeterminista. (González Reyes y Almazán, 2023, p. 44-45)
Por eso, poner el acento en ocasionales abusos holísticos, denunciar “la trampa del holismo y el abuso del concepto de sistema” como hacen Rendueles, Vindel y Santiago Muíño (Santiago Muíño, 2023a, p. 99 y ss) a mi entender yerra el tiro. Bienvenidas las críticas a los momentos precisos en que el holismo lleve “a un abuso del concepto de sistema, que se traduce en un desprecio a los hechos concretos y una propensión a la exageración tremendista” (Santiago Muíño, 2023a, p. 103): pero lo que en general observamos va por otro lado. Lo que más se echa en falta, en la inmensa mayoría de la ciencia social existente, es un enfoque sistémico y multidimensional; y lo que prevalece son reduccionismos de toda clase.[25]
Pondré un ejemplo. Emilio Santiago Muíño evoca un momento de debate en la primavera de 2022 (Santiago Muíño, 2023a, p. 108-109), que enfrentó a Juan Bordera y Antonio Turiel con Héctor Tejero, Xan López y él mismo, sobre hidrógeno verde y colonialismo energético. Sin duda se puede discutir que la idea de convertirnos en una colonia energética de Alemania sea la que mejor describe relaciones internas en la UE, y sobre los efectos políticamente contraproducentes de la misma.[26] Pero centrándonos en eso, estamos quizá ignorando lo más importante: la intensa promoción del hidrógeno que está teniendo lugar (y que desde el Green New Deal se ve con bastante entusiasmo) puede desembocar en un agravamiento del calentamiento global antes que contribuir a mitigarlo.
En efecto: el hidrógeno verde se obtiene por electrólisis del agua con electricidad procedente de fuentes renovables. Se presenta como una verdadera solución energética, una pieza clave para las transiciones que descarbonizarían las economías industriales. Se está generando, en este tercer decenio del tercer milenio y en nuestro país, algo que tiene el aspecto de una burbuja especulativa en torno al hidrógeno (con inversiones considerables en parte financiadas por los fondos pos-COVID de la Unión Europea) (Sampériz, 2023).[27] Y sin embargo, en cuanto uno examina el aspecto material de esos proyectos y echa cuentas (como hace por ejemplo Prieto, 2023) se ve que hay mucho de ilusión en ellos. El vector (que no fuente de energía) hidrógeno podría desempeñar un papel modesto pero importante en una sociedad industrial decrecentista que hiciese las paces por el planeta, pero no satisfará las expectativas que ponen en él quienes sueñan con proseguir la huida hacia delante de una sociedad industrial expansiva.[28] Y lo más importante de todo: el intento por “escalar” y descentralizar el uso del hidrógeno puede tener efectos muy destructivos sobre la biosfera a escala planetaria.
Pues sucede que el hidrógeno (que es el elemento más abundante del universo y también el átomo más pequeño de toda la tabla periódica, que forma la molécula más ligera: H2) tiende a escaparse de cualquier recinto, y dada su ligereza sube con rapidez hacia las capas más altas de la atmósfera. Y lo que la investigación en curso muestra es que, mientras que el uso de hidrógeno como tal puede no producir emisiones,[29] las fugas del sistema de distribución de hidrógeno pueden ser doce veces más destructivas para el medio ambiente que las de dióxido de carbono.[30]
Y sucede que no es realista suponer que una “economía del hidrógeno” plenamente desarrollada lograría los altísimos estándares de seguridad necesarios para evitar las fugas del ligerísimo gas a la atmósfera. En este caso como en otros, el intento por proseguir la huida hacia adelante del capitalismo industrial nos interna en una senda de crecientes riesgos existenciales. No nos basta comprender cómo funcionan nuestros vínculos sociales intramuros; necesitamos entender también qué sucede con el metabolismo social y la ecología extramuros.
Todo esto nos hace pensar en la cuestión de la escala. Pues un poco de hidrógeno verde, concentrado en unos pocos lugares, nos permitiría reconfigurar algunos procesos industriales donde hoy los combustibles fósiles resultan imprescindibles, como la petroquímica o el acero. Y posibilitaría seguir adelante con pequeñas producciones para lo suficiente, para lo verdaderamente necesario… pero de ninguna manera ese mundo de gigantismo y crecimiento al que nos han malacostumbrado los combustibles fósiles.
Estamos hablando de peligros existenciales que sólo se muestran a una mirada sistémica (que ha de abarcar desde la química atmosférica de las reacciones de diversos gases hasta la escala con que el capitalismo “verde” pretende desplegar ciertas tecnologías). Emilio Santiago Muíño denuncia que “el colapsismo es el producto de un telescopio que sólo ve las corrientes de fondo del mar de la historia” (2023a, p. 95) y que adolece de cierta hipermetropía, pero cabe señalar que los habituales enfoques parcelarios del conocimiento, tanto en ciencias sociales como naturales, padecen un defecto contrario que en una situación de crisis como la actual puede resultar letal: formas de miopía que nos impiden la visión de conjunto que necesitamos. En el asunto del hidrógeno verde, estamos mirado el dedo que señala la Luna, pero la propia Luna se nos escapa.
Lo que tiende a condenar a nuestras sociedades es la ausencia de perspectiva sistémica y no el abuso de la misma. Quizá eso se echa de ver, sobre todo, en la ubicua visión de túnel de carbono con que se abordan las transiciones energéticas (Escrivá, 2022). Aquí se puede atender a la atinada observación de Jaime Nieto y Óscar Carpintero, reclamando un enfoque sistémico y multidimensional:
Como resultado de la persistente tendencia al aumento del metabolismo económico, no es de extrañar que el déficit ecológico de la economía mundial —la diferencia entre su huella ecológica y su biocapacidad— no haya dejado de crecer en las últimas décadas. En otras palabras, la economía mundial ha sobrepasado su propia capacidad regenerativa y, cada día, esta brecha no hace sino aumentar. Este “sobrepasamiento” (overshoot) puede plasmarse también en la superación de diversos límites planetarios. Hace más de una década, Rockstrom et al. (2009) propusieron un marco general para cuantificar este sobrepasamiento a través de nueve ámbitos diferentes: cambio climático, acidificación de los océanos, reducción del ozono estratosférico, interferencia con los ciclos globales del fósforo y el nitrógeno, pérdida de biodiversidad, uso de agua dulce, cambios en los usos del suelo, emisión de aerosoles y contaminación química. En la actualidad, sabemos que la mayoría de limites planetarios han sido ya sobrepasados o, de no interrumpirse la tendencia actual, estamos en camino de ello. Es importante notar que, en este marco, el cambio climático es uno más entre un conjunto de límites planetarios. Esto no implica, en ningún caso, una minusvaloración o relativización del cambio climático como el mayor reto al que la humanidad se enfrenta en el presente siglo. Sin embargo, lo que sí pone de relieve es que, en la transición hacia una economía descarbonizada, los atajos no sirven. Como sugieren Siebert y Rees (2021): “El cambio climático antropogénico es tan solo un síntoma del sobrepasamiento y no puede ser tratado aisladamente de la enfermedad general”. De no adoptarse un enfoque sistémico y multidimensional, la lucha contra el cambio climático chocara irremediablemente con otros límites que, con demasiada frecuencia, son pasados por alto. (Nieto y Carpintero 2023, p. 225)
Para orientarnos necesitamos primero mapas de escala pequeña (que representan grandes extensiones de terreno). ¿No estamos hablando de crisis en el Sistema Tierra durante el Antropoceno/ Capitaloceno? Nos hacen falta primero mapas a escala continental, o de la Tierra entera: mapamundis para “volver a ser terrestres” (Bruno Latour); reflexioné sobre esta cuestión de las escalas en varios pasos de Riechmann, 2021. Tras los mapas de escala 1:500.000 nos fijaremos en los detalles, y usaremos las escalas 1:5.000 o 1:500 que requieren las fintas de la política intramuros dentro de la ciudad neoliberal. Pero si partimos de la microsociología o la micropolítica para tratar de lograr orientación, acabaremos gravemente extraviados. “Los seres humanos no hemos evolucionado para ser pensadores de amplia escala. Pero en términos de sustentabilidad, eso es precisamente lo que se necesita ahora…” (Hagens, 2023)
No nos hace falta menos comprensión sistémica, sino justo al contrario: mucha más.[31] Propiedades emergentes, retroalimentaciones, fenómenos recursivos: necesitamos una teoría de sistemas entendida no tanto como herramienta cibernética sino como enfoque de pensamiento a lo Donella Meadows (2022), como un pensamiento de la complejidad a lo Edgar Morin (1994, 2000). Pues nos importa comprender y describir bien lo que está tejido conjuntamente (cum-plexus).
Tanto el holismo como el atomismo social pueden fácilmente desencaminarnos (aunque probablemente el segundo más que el primero, si lo que tratamos son cuestiones ecosociales). Lo que necesitamos más bien es una ontología relacional, una filosofía del entre (hacia la que he apuntado tanto de forma discursiva —Simbioética— como con ayuda de la poesía —Entreser—). Ramón Folch insiste:
La ecología es una ciencia holística que integra progresivamente niveles de interacción y permite desembocar en ideas globales como la teoría Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis. (…) El holismo, o por lo menos la actitud holística a la hora de abordar la cuestión ambiental, es un imperativo difícilmente soslayable, si de verdad se quiere tratar el tema de una perspectiva sostenibilista. Un holismo que conlleva transversalidad o, si se prefiere, superación del reduccionismo. (…) El inicial holismo del pensamiento científico se ha visto desplazado por un reduccionismo sectorialista que impide la comprensión de la realidad global. En todo caso, sin embargo, el horizonte es mucho más que la pluridisciplinariedad. No es una aposición de habilidades, sino una integración de conocimientos que genera una sabiduría de un orden de magnitud superior. (Folch 1999, p. 171)
¿Es Gaia el cosmograma que necesitamos? Decididamente sí: creo que Gaia forma parte —importante— de ese cosmograma.[32] A ello apunta también la bien trabada y perspicaz “filosofía de la humanidad terrestre” de Antonio Campillo (2023), por ejemplo. Pero si Luis Arenas y otros lectores o lectoras no terminan de verlo, quizá pueda bastarles la valiosa y bien articulada propuesta filosófica de Corine Pelluchon, donde Gaia no comparece: se parte de la fenomenología europea de los decenios centrales del siglo XX (con especial atención a Merleau-Ponty) y de la teoría darwiniana de la evolución para elaborar una sólida filosofía biocéntrica.[33] No antropocéntrica, pero sin Gaia.
Terminaré evocando las figuras quizá más sugerentes para una esperanza materialista que cabe encontrar en nuestro mundo: las ubicuas y decisivas micorrizas,[34] los modestos y omnipresentes líquenes. Líquenes: el enlace elemental que la vida puede establecer con el mundo, y el emblema de la simbiosis (alga y hongo) en Gaia,[35] nuestro planeta simbiótico. Si hemos de hablar de esperanza, no nos despistemos, viene por ese lado.
Este texto se inscribe en el proyecto de investigación HUMANIDADES ECOLÓGICAS Y TRANSICIONES ECOSOCIALES. PROPUESTAS ÉTICAS, ESTÉTICAS Y PEDAGÓGICAS PARA EL ANTROPOCENO), cuyos investigadores principales son José Luis Albelda Raga y Paula Santiago (ambos del Centro de Investigación de Arte y Entorno de la UPV, Universidad Politécnica de Valencia). Referencia: PID2019-107757RB-I00.
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[1] Como explica el propio Luis Arenas en su texto: “Cosmograma es el término que John Tresch y Bruno Latour han empleado en ocasiones para ponerle nombre a algo parecido a lo que Heidegger denominó cuaternidad: “un plan que incorpora relaciones entre humanos, Dios y la naturaleza” (Tresch, 2005, p. 67), es decir, un inventario de todo lo que existe y ha existido y un modo de resituar las preocupaciones e intereses de los individuos en un marco más amplio que el individuo, el grupo social, la nación o el presente. En ese sentido, dice Tresch, ‘los cosmogramas implican una ecología’ (Tresch, 2005, p. 75). Mi impresión es que la tarea que las humanidades ecológicas tienen por delante consiste en colaborar activamente en la búsqueda de un nuevo cosmograma diferente al que abren la Nueva Atlántida, de Bacon, los Principia mathematicade Newton o la Mecánica celestede Laplace, entre otros. Latour, de un modo muy sutil a mi juicio, lo declara abiertamente: ‘cuando hay conflictos no solamente está en riesgo la cultura. Puede que también esté en juego el cosmos’ (Latour, 2014, p. 47). El conflicto ecosocial en el que estamos insertos tal vez exigiría antes que nada sustituir el cosmograma que nos ha traído hasta aquí. La sospecha es, pues, que la tarea es superar una cosmovisión o un cosmograma y no solo un sistema económico. Pero abandonar un cosmograma —en ese sentido de una distribución de papeles y funciones en agentes humanos y no humanos que una cultura particular reúne en formas de vida práctica (cf. Latour, 2012, p. 114)— no es tarea fácil. Inercias de todo tipo conspiran en su contra: en algún sentido poner en crisis una cosmovisión o un cosmograma tiene que ver con dejar de ser lo que fuimos. Y eso, como una vez señaló Manuel Sacristán, de darse se parecerá más a una conversión religiosa que a un mero cambio de creencias” (Arenas, 2023, pp. 68-69).
[2] Jeremy Lent (2021) ha escrito que “las intuiciones de la Teoría de la Complejidad y de la Biología de Sistemas apuntan hacia una nueva concepción de un universo conectado, que es tanto científicamente rigurosa como espiritualmente rica en significado. En esta comprensión, las conexiones entre las cosas son frecuentemente más importantes que las cosas mismas. Al subrayar los principios subyacentes que se cumplen en todos los seres vivos, esta concepción nos ayuda a darnos cuenta de nuestra interdependencia intrínseca con toda la naturaleza. En lugar de los fallos cognitivos estructurales que han conducido a la humanidad al abismo, la perspectiva sistémica invita a una nueva comprensión de la naturaleza como una ‘red de sentido’, en la que la misma interconexión de toda vida, da sentido y resonancia también a nuestra conducta individual y colectiva. Cuando aplicamos este marco mental a nuestra vida, el sentido brota, del modo como estamos relacionados con todo lo que nos rodea. El sentido se convierte así en una función de la interconexión —y el sentido de la vida, en una propiedad emergente de la red de conectividad que es el universo—. Vivir con esta profunda comprensión nos hace sentir que estamos verdaderamente en casa en el universo”.
[3] Remití el borrador de este artículo a Luis Arenas, quien tuvo la amabilidad de hacer algunas observaciones, entre ellas: “El nombre de Gaia es un significante que contiene muchos significados posibles. Puede ser una hipótesis científica, sea en su versión fuerte o en su versión débil; puede incorporar un compromiso ontológico (el compromiso con la realidad efectiva de un ente con identidad propia y específica); puede pertenecer al terreno del mito; puede ser la nueva deidad de una religión por construir (o por rehabilitar: la Pachamama) o puede ser el nombre de un cosmograma (aunque la palabra quizá sea fea y tal vez merecería la pena seguir usando el clásico pero quizá envejecido término de «cosmovisión»), esto es, el nombre que condensa las convicciones de fondo que estructuran nuestro psiquismo y la manera de enfrentarnos al mundo de una determinada cultura. Cada una de esas significaciones merece ser valorada de manera independiente y aceptada o rechazada sobre la base de razones diferentes…” (Luis Arenas, comunicación personal, 2 de agosto de 2023).
Observación atinada: aclaro que aquí estoy considerando a Gaia en el marco de las Ciencias de la Tierra, y con la vista puesta en la aportación positiva que la Teoría (científica) Gaia puede hacer para ese “nuevo cosmograma” que necesitamos.
[4] En 1967 la gran bióloga Lynn Margulis propuso la teoría de la endosimbiosis seriada o en serie (hoy totalmente confirmada), que explica la aparición de la célula eucariota por asimilación simbiótica de varias bacterias con habilidades diferenciadas (al modo de “muñecas rusas”). Muy interesante la historia de la resistencia contra su teoría: https://es.wikipedia.org/wiki/Endosimbiosis_seriada
Típicamente, cada uno de los seres vivos está integrado en muchos sistemas superiores, y hospeda a su vez a muchos otros seres vivos, en simbiosis anidadas. Los seres vivos no somos tanto in-dividuos como holobiontes. A la propia Gaia, sostiene Ugo Bardi (2020), hay que pensarla como la gran holobionte.
Observación: también desde la visión de Gaia homeostática/ cibernética, entonces, puede sostenerse que la Tierra está viva. No hace falta apoyar la teoría de Gaia orgánica para eso: nos basta la visión de Gaia como gran holobionte.
[5] “Los saltos en complejidad –que es la parte importante en la evolución– permiten llegar a Gaia: la célula eucariota es la simbiosis de bacterias y virus; un pluricelular es la simbiosis de eucariotas, bacterias y virus; un bosque tropical es la simbiosis de organismos, eucariotas, bacterias y virus. Gaia es la simbiosis de los ecosistemas y sus simbiosis. Simbiosis dentro de simbiosis dentro de simbiosis…” (de Castro, 2019, p. 138).
[6] Los holobiontes, explica Bardi “son sociedades colaborativas de organismos que viven juntos, ayudándose unos a otros. Un buen ejemplo es un ser humano, una comunidad formada por el organismo principal (el ‘humano’ propiamente dicho) y una gran cantidad y variedad de microorganismos (la microbiota) que viven dentro y en la superficie del organismo principal. Cada ser vivo en este planeta es un holobionte, y hay holobiontes formados por holobiontes más pequeños: pensemos en un bosque. Los árboles son holobiontes, un bosque es un holobionte formado por árboles” (Bardi, 2020).
[7] Las investigaciones que neurocientíficos como Christof Koch han realizado en los últimos años indican que la localización cerebral de la consciencia, lejos de hallarse en el neocórtex (lo que correspondería a las expectativas de nuestro narcisismo de especie), se sitúa en la llamada zona caliente posterior del córtex cerebral (…). Esa “zona caliente posterior” de nuestro córtex es evolutivamente antigua: la compartimos con todos los mamíferos y otras criaturas vivas. Tenemos, pues, otro fuerte indicio científico de que existen mentes en muchos animales además de Homo sapiens. La sensación única y global de estar vivo como un ser consciente diferenciado de su entorno, y muchas de las capacidades que pudimos pensar como distintivas de la mente humana, están lejos de serlo: compartimos variantes de nuestra mente animal con muchísimos otros seres vivos. Véase sobre esto Sampedro (2019).
[8] Insiste sobre ello Corine Pelluchon (2022). La visión de Darwin y su legado que presenta la filósofa francesa es extraordinariamente positiva (en contraste, por ejemplo, de la más beligerante de Carlos de Castro).
[9] Acaso un superorganismo (nos diría Carlos de Castro).
[10] Alguna reflexión al respecto en Riechmann, 2019. Y casi un clásico al respecto, publicado inicialmente en 2013: Bonneuil y Fressoz 2016.
[11] Desde mi libro Un mundo vulnerable(Riechmann, 2000).
[12] Con mayor detalle:
Observaciones interesantes sobre darwinismo, mecanicismo y teleología en Godfrey-Smith 2022, p. 73-79.
[13] El biólogo Francisco Ayala ha argumentado que los seres humanos tienen capacidad ética (otros autores preferirán hablar en este contexto de razón práctica) como un atributo natural, perteneciente a su naturaleza biológica (Ayala, 1986, p. 172). Esto se debe a la presencia de tres capacidades que, tomadas en conjunto, son condiciones necesarias y suficientes para la existencia de esta capacidad ética: (1) capacidad para prever las consecuencias de las propias acciones. (2) Capacidad para formular juicios de valor, esto es, para valorar acciones u objetos como buenos o malos, deseables o indeseables. (3) Capacidad para elegir entre diferentes vías de acción (esto es, autonomía en un sentido débil).
[14] Señala Ernest Garcia que nos conviene distinguir entre exencionalismo y excepcionalismo humano. La primera de estas dos creencias “consiste en pensar que las leyes de la física y la biología no condicionan la organización y el cambio de las sociedades, que –por decirlo así– dichas leyes dejan de regir cuando se trata de los asuntos humanos. La segunda, por su parte, puede llamarse ‘excepcionalismo’ y nos remite a la emergencia de novedades en la organización que no son observables en otros niveles de la realidad. (…) La existencia social contiene numerosas excepciones;ninguna de ellas, sin embargo, nos eximede la ley de la entropía ni de la programación genética de algunos comportamientos” (Garcia, 2004, p. 35). Pueden rastrearse estas nociones hasta el clásico artículo de Catton, y Dunlap (1978). Una obra importante para pensar estas cuestiones es Schaeffer 2009.
[15] Recupero aquí algunas consideraciones de Marta Tafalla: “Creo que la ética animal debería ser central en el pensamiento ecologista, porque aquellas actividades que son dañinas para los animales lo son también para los ecosistemas, y en este sentido la ética animal ha sido capaz de señalar con claridad dónde están nuestros principales problemas. La ganadería (también la extensiva), la pesca, la piscicultura y la caza deportiva son dañinas para los animales y lo son también para los ecosistemas, y quienes han liderado las críticas a esas actividades son los animalistas, no los ecologistas. En este sentido, creo que el movimiento ecologista tiene mucho que aprender del movimiento animalista. Además, especialmente la combinación de la propuesta decrecimiento + veganismo + rewilding es buena para los animales y es buena para los ecosistemas. Y cuando se mira desde esa óptica, se ve que la ética animal y la ética ecológica encajan. Es decir, Zoópolis encaja con la idea de dietas veganas y rewilding, por ejemplo. Es una de las cosas que explico en mi libro Filosofía ante la crisis ecológica.
Si articulamos una cosmovisión basada en que el planeta funciona de manera simbiótica y nosotros deberíamos integrarnos en esa simbiosis, entonces el respeto al resto de animales debería ser esencial. Integrarse en Gaia no es simplemente intentar fusionar nuestro yo individual con un yo holístico, sino sobre todo desmontar nuestros sistemas de dominio sobre otros humanos y sobre los animales. Eso lo explicó bien Val Plumwood, que es, creo, una de las personas que mejor entendió la crisis ecológica, y que por desgracia es poco conocida en lengua española.
En este sentido, el movimiento ecologista español, por ejemplo, me parece que está muy desnortado en algunos aspectos. Las grandes organizaciones ecologistas españolas y en general el movimiento ecologista está continuamente blanqueando formas de maltrato animal, incluso prácticas que son muy dañinas para los ecosistemas, y desde el movimiento ecologista se ataca con mucha virulencia al movimiento animalista. Eso me tiene muy decepcionada y me hace sospechar cuál es la agenda real de muchas de esas organizaciones, que cada vez me despiertan más desconfianza. Esto no me sucede solo a mí. Mucha gente joven no sintoniza con el movimiento ecologista por su defensa del maltrato animal. Creo que la clave aquí está en el antropocentrismo. O salimos del antropocentrismo, o no entenderemos bien la crisis ecológica ni la podremos resolver.” Comunicación personal, 15 de febrero de 2022.
[16] Un amable y perspicaz revisor anónimo de este texto, en la fase previa a su publicación en Hábitat y Sociedad,apreciaba cierta paradoja en “asumir un cosmograma sistémico autoorganizado (cuya síntesis es Gaia) y reivindicar la responsabilidad moral y política del sapiens como acción consciente. Es decir, debemos, como seres pensantes y sintientes, eludir nuestra pulsión racional pragmática de dominio para la comprensión y para garantizar una acción moral y política para garantizar el telos que es mantener la vida crecientemente compleja. Y al mismo tiempo se hace una llamada a la revocación del antropocentrismo (propuesta anti-especista), lo que recupera, de facto, la responsabilidad moral y política de Homo sapiens. En síntesis: Gaia como cosmograma entra en colisión con el papel de responsabilidad moral y, consecuentemente, política de la especie humana. Parece que se cuela un especismo, un antropocentrismo, que aspira a adoptar un rol de gendarme moral. Y ello es complejo porque no se atiende a la diversidad intrínseca de las moralidades humanas, de los sistemas de ideas. El paso entre el ‘ser’ (asumir lo que Gaia parece ser, en un proceso de descubrimiento que sigue su curso) y el ‘deber ser’ (asumir una agenda moral y política unívoca acoplada a aquel devenir) choca con la ‘naturaleza’ discreta, plural, multiperspectiva de las ideologías y moralidades de las sociedades humanas” (comunicación personal, 14 de septiembre de 2023). Sin embargo, por lo expuesto arriba, yo no veo esa colisión. Quizá la clave esté en cuestionar nuestra “pulsión racional pragmática de dominio” desde la apertura a una racionalidad (ecosocial, no meramente utilitarista) más amplia. Una idea como la autoconservaciónadquiere implicaciones muy diferentes enmarcada en una ideología liberal de persecución del interés propio que presuponga una ontología individualista –o bien enmarcada en la constatación de nuestra muy real interdependencia y ecodependencia en el seno de un planeta simbiótico. En el segundo caso, también por la cuenta que nos trae,nos abstendremos de perseguir la dominación sin trabas, pues estos esfuerzos se volverán contra nosotros mismos, serán a la postre contraproducentes.
[17] Me interesa Gaia, de entrada, sobre todo como teoría científica. Inter- y ecodependencia, simbiosis, pertenencia a la red de la vida, son de entrada cuestiones de hecho (no necesariamente “buenas”: pensemos en la relación parásito-hospedador…). Descentrar la humanidad diluyéndola sistémicamente en nuestra pertenencia a la trama de la vida (como propone Eduardo Rincón desde Colombia) está bien, pero insisto: ésa es tarea más bien ontológica, en lo moral no deberíamos olvidar que somos los únicos agentes morales (sujetos de responsabilidad) en la Tierra.
El revisor al que me refería en la nota anterior observaba también: “Estamos ante el dilema de la guillotina de Hume. De las proposiciones fácticas no se pueden obtener preceptos morales (un hecho no es fundamento de una proposición moral), sino que las proposiciones normativas (deber ser) se fundan en valores. Esto traslada la cuestión a la necesidad de crear una filosofía moral de amplio espectro, donde la diversidad de visiones humanas asuma el valor clave de la vida autoorganizada y rehúya el papel de dominio y explotación sistémica del Capitaloceno…” Estoy de acuerdo. Resulta legítimo preguntar si con estas propuestas de simbioética ¿no estamos incurriendo acaso en una gran falacia naturalista? La respuesta breve es que no necesariamente (y no desde la perspectiva que yo trato de adoptar): sólo estamos sugiriendo que una buena ética necesita insertarse en una buena concepción del mundo (o cosmovisión). He tratado este asunto con más detalle en Riechmann, 2022, p. 29-31.
[18] Nosotros, los presuntuosos Homo sapiens,representamos apenas la centésima parte de la centésima parte: y somos ecodependientes (aunque las fantasías de la cultura dominante nos induzcan a creer lo contrario; a medida que se agrava el ecocidio antropogénico, es la propia pervivencia de los seres humanos lo que está en juego).
[19] “La vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación. Las formas de vida se multiplicaron y se hicieron más complejas asociándose a otras, no matándolas” (Margulis, 2002b, p. 108).
[20] La energía busca disiparse (entropía). Al hacerlo, origina flujos de energía que forman estructuras complejas (que degradan mejor los gradientes) e individualizadas (desde la llama de una vela hasta la bióloga Lynn Margulis, desde un huracán al Niño de Elche). La termodinámica de sistemas abiertos (o termodinámica del no-equilibrio, TNE; o termodinámica de sistemas disipativos) nos enseña que la entropía no es “mala”, sino que pone en marcha procesos direccionales creativos en el universo. Pues en cierto momento esas estructuras complejas generadas por la reducción de gradientes se hacen autopoyéticas: ¡aparece la vida! “La complejidad de la vida es una derivación natural de la reducción de gradientes implícita en la segunda ley: allí donde las circunstancias lo permiten, surgen organizaciones cíclicas para disipar la entropía en forma de calor. (…) Así como la evolución darwiniana conecta al ser humano con otras formas de vida, la Termodinámica del No-Equilibrio conecta la vida con los sistemas complejos no vivos”. (Schneider y Sagan, 2008, p. 22-23)
[21] Atinadas observaciones sobre comunicación política decrecentista en González Reyes y Almazán: 2023, p. 199 y ss.
[22] Macías (2011) examina con cierto detenimiento el mito platónico de los metales en Rep. III, 414b-415d, o las mentiras en los sorteos matrimoniales en Rep. V, 460ª.
[23] Según Emilio Santiago Muíño (2023b) éste es uno de los errores básicos del ecologismo: “El ecologismo ha apostado siempre por el poder de la verdad, de la enunciación de la verdad como algo que va a tener efecto político, y yo creo que esto es un error”. También aborda esta cuestión Jorge Moruno en el número especial de Pensamiento al margendonde se publica el artículo de Luis Arenas que venimos comentando (“Creer en la ciencia”, p. 72-81). Pero que la verdad en ecología política es necesaria, mas no suficiente, por lo general lo han tenido claro los ecologismos a lo largo del tiempo. Véase también González Reyes y Almazán, “La insuficiencia de la verdad” (2023, p. 191-193).
[24] Véase también González Reyes y Almazán, “Ante la falta de tiempo: radicalidad” (2023, p. 225 y ss).
[25] El amable revisor anónimo de la revista Hábitat y Sociedadsugería que una relectura de Pasos hacia una ecología de la mente de Gregory Bateson (especialmente el capítulo “Propósito consciente y naturaleza”) podría ayudarnos en el desarrollo de nuestra perspectiva sistémica: ¡bien visto! Recupero aquí algunas observaciones suyas. “Si entendemos la mente como una inteligencia resultado de un proceso colectivo, la conciencia no puede funcionar exclusivamente orientándose a propósitos: esto favorece la parcialización e impide una percepción de totalidad y de holismo (paralelo de la medicina occidental: bolsa de trucos eficaces, pero que pierde la percepción de la unidad y las interconexiones de los niveles de integración del cuerpo, se pierde la sabiduría del cuerpo). El problema de la Modernidad occidental es que el propósito consciente como mecanismo fundamental del uso de la mente se destina a maquinarias cada vez más eficaces y potentes, que abundan en la parcialización y en el desgarro de las intenciones de un sentido general (voy un fin de semana a Ámsterdam porque me lo permite un avión; incremento la productividad de este cultivo porque tengo el plaguicida o la manipulación genética que lo permite, uso este medicamento porque me quita este dolor…). El propósito consciente ha adquirido ahora el poder de trastornar el equilibrio del cuerpo, la sociedad y el mundo biológico. Bateson considera que la conciencia con propósito se aleja del funcionamiento del sistema al que pertenece, y que los sistemas siempre acaban castigando a quienes no respetan los principios fundamentales del sistema a que pertenece. Falta de sabiduría sistémica: puede usted llamar ‘Dios’ a las fuerzas sistémicas. Haciendo uso de la parábola de Adán y Eva (que expulsan a Dios (relaciones sistémicas) del paraíso al actuar conscientemente con un propósito (alcanzar una manzana que está muy alta)), el autor plantea que la filosofía tecnocientífica, con su progreso autónomo para propósitos determinados, está ahora obsoleta. El resto es recuperar la percepción de la condición sistémica de nuestro entorno, porque el hombre es sólo una parte de sistemas más amplios, y la parte nunca puede controlar el todo. Esto se aplica al papel del individuo en cualquier entorno social en que se encuentre: el individuo no puede controlar (ni mental ni fácticamente) en entorno del que participa, por eso fracasa. Para lograr el reequilibrio, hay que realimentar la experiencia onírica (Freud, el inconsciente), la poesía, el arte y la religión. Explica la atención a las drogas psicodélicas como una respuesta al maniobrar teleológico consciente que caracteriza a su época en el uso de la mente...” (Comunicación personal, 14 de septiembre de 2023).
[26] Aunque se defiende el punto de vista contrario de forma convincente en Matarán y Sánchez, 2023. Una entrevista con la pareja de autores en https://www.lavanguardia.com/economia/20230723/9127636/entrevista-alberto-mataran-josefa-sanchez-colonialismo-energetico.html
[27] Habría que situar esta burbuja del hidrógeno en el marco más amplio de la burbuja de energías renovables frente a la que Antonio Turiel y otros analistas han advertido en repetidas ocasiones: véase por ejemplo Turiel, 2023.
[28] En los clásicos términos de Nicholas Georgescu-Roegen, el hidrógeno verde es una receta factible, pero no dará lugar a una tecnología viable(vale decir, una nueva matriz energética posfosilista de alta tecnología con capacidad de reproducirse a sí misma).
[29] El hidrógeno no es un gas de efecto invernadero, pero sus reacciones químicas en la atmósfera afectan a gases de efecto invernadero como el metano, el ozono y el vapor de agua estratosférico. De esta forma, las emisiones de hidrógeno pueden provocar el calentamiento global, a pesar de su falta de propiedades radiactivas directas.
[30] El estudio que apunta hacia eso se publicó el 7 de junio de 2023 en la revista Nature -Communications Earth & Environment; ha sido dirigido por la doctora Maria Sand, científica principal de CICERO, un centro noruego de investigación sobre cambio climático (junto con colaboradores del Reino Unido, Francia y los EE.UU.) (Sand y otros, 2023). Véase también Hanley, 2023.
[31] Un artículo en PNAS vincula pensamiento sistémico y ética ecológica de la siguiente forma: “Se reconoce generalmente que el pensamiento sistémico resulta vital para comprender la ciencia del clima y abordar el cambio climático. Comprender cómo el pensamiento sistémico influye en las creencias y actitudes del público sobre el cambio climático tiene implicaciones importantes para la educación y la comunicación sobre el cambio climático. Nuestros hallazgos indican que, a través de todo el espectro político, el pensamiento sistémico puede facilitar una ética ecológica o un sistema de valores según el cual los seres humanos deberían preservar y proteger el mundo natural en lugar de explotarlo. Esto, a su vez, puede fortalecer los puntos de vista y la comprensión del cambio climático (por ejemplo, que el calentamiento global está ocurriendo, es causado por el ser humano, etc.). Los hallazgos de esta investigación contribuyen a la teoría del pensamiento sistémico e indican la importancia de promover el pensamiento sistémico para respaldar las creencias, actitudes y comportamientos científicos a través de todos los alineamientos políticos.” (Ballew y otros, 2019).
[32] He desarrollado esta posición en dos libros, Informe a la Comisión de Cuaternarioy Simbioética. Pero otra observación que me hacía Luis Arenas es ésta:
“Sospecho que la verdad no es un criterio posible para evaluar la pertinencia o no de una cosmovisión o cosmograma. Entre otras cosas, porque un cosmograma (como los paradigmas kuhnianos) no es verificable o falsable al modo como lo pueda ser un enunciado o una teoría: justo por su carácter de compromiso cosmovisional de fondo los cosmogramas están más acá de la cuestión de la verdad. Tal y como yo lo entiendo, un cosmograma, además de una manera de ver el mundo tiene que ver con la autorrepresentación que queremos tener de nuestro lugar en relación con el cosmos. Y en tanto que implica una volición (aunque sea una volición colectiva inconsciente, si es que ello es posible), no puede ser evaluada en términos de verdad o falsedad. La manera como evaluamos un deseo es otra. Para cribar nuestros deseos echamos mano de preguntas diferentes a la pregunta: ‘¿Es verdad?’ Más bien nos preguntamos ¿es razonable lo que deseo?, ¿es útil?, ¿es prudente?, ¿se alinea coherentemente con el resto de nuestros deseos?, ¿es edificante?, ¿responde al ideal que tenemos respecto de nosotros mismos?, ¿es compatible con el respeto que me debo y el que debo a los demás?, etc. En definitiva, ¿está este deseo mío a la altura de lo que deseo ser? En definitiva, su evaluación se ha de hacer en términos pragmáticos o incluso morales más que semánticos. Y es en términos pragmáticos y no epistémicos o científicos en virtud de lo que yo condenaría el cosmograma mecanicista moderno: a pesar de sus posibles ventajas (que, reconozcámoslo, también las ha tenido: empezando por el control técnico que nos ha dado sobre el mundo y que no hemos sido capaces de embridar) vernos como piezas conectadas en cadenas causales lineales y atomizadas nos ha traído a este desastre que hoy contemplamos y que puede acabar con la vida humana sobre el planeta. A los cosmogramas les pasa lo que William James decía del libre albedrío, a saber, que ‘es una teoría cosmológica general de la promesa’. Tal y como me gustaría enfocarlo, un cosmograma nos promete una mejor manera de vernos a nosotros mismos y a nuestra relación con los otros tres términos de la ‘cuaternidad’ heideggeriana” (Luis Arenas, comunicación personal, 2 de agosto de 2023). Estoy de acuerdo con esas consideraciones de Luis e incluso iría más lejos: el proceso histórico por el cual llega a asentarse una nueva concepción del mundo no tiene demasiado que ver con debates racionales ni con actos volitivos conscientes; más bien hay que pensarlo como el complejísimo resultado en que acaban sedimentando numerosos choques culturales, luchas sociales, exploraciones cognitivas, propuestas morales… Pero eso no quita que, precisamente en nuestra particular cultura euro-norteamericanadonde se supone que la verdad científica es un valor muy apreciado, la Teoría (científica) Gaia puede formar una parte importante del nuevo cosmograma.
[33] Corine Pelluchon ha desarrollado una reflexión profunda sobre la dominación (y su antítesis, que ella llama la consideración) en su Éthique de la considération(2018). La filósofa francesa explica: “La dominación incluye relaciones de poder, pero no se reduce a ellas. Por lo tanto, esta noción no es sólo una cuestión de ontología social, sino que designa una relación con el mundo, con los otros y con uno mismo, y arraiga en la ocultación d nuestra vulnerabilidad común. Esta actitud global se refleja en la propensión a pensar en términos de amigos y enemigos y en la necesidad de aplastar al otro para poder existir, y explica también la tendencia, evidente en las ciencias y en las técnicas, a manipular al viviente, a cosificarlo para controlarlo y utilizarlo, en lugar de interactuar con él respetando sus propias normas y su entorno. Por último, genera violencia social, la destrucción de la naturaleza y una represión de su vida emocional que favorece la agresividad. Lo contrario de la dominación es la consideración, que es también una actitud global, pero que manifiesta cierta cualidad de presencia en sí mismo y en los otros, que dispone al sujeto a dejarles espacio y a cuidar de ellos” (Pelluchon, 2022, p. 33).
[34] Fue gracias a su colaboración con los hongos como las plantas lograron salir de las aguas hace quinientos millones de años: aquéllos ejercieron como sus sistemas radiculares hasta que las plantas pudieron desarrollar los suyos propios (que de todas formas siguen cooperando con los hongos: ¡micorrizas!): ¡simbiosis! No resulta exagerado decir que “la relación entre hongos y plantas dio lugar a la biosfera tal y como la conocemos y permite la vida en la Tierra hasta la fecha” (Sheldrake 2020, p. 18). Para introducirnos en el mundo fascinante de las micorrizas véase Jaizme-Vega, 2023.
[35] No deberíamos permitir que el énfasis de la cultura dominante en la competición deforme nuestra visión de la existencia. Pensemos efectivamente en los líquenes: algunos biólogos sostienen que los hongos son explotadores que tienden una trampa a sus víctimas, las algas. Pero esta interpretación no cae en la cuenta de que “los socios del liquen han dejado de ser individuos, renunciando a la posibilidad de trazar una frontera entre opresor y oprimido. Como una agricultora que cuida de sus manzanos o de su campo de maíz, un liquen es una fusión de vidas. Cuando la individualidad se disuelve, los carnets de vencedores y víctimas tienen poco sentido. ¿Está oprimido el maíz? ¿La dependencia del maíz hace de la agricultora una víctima? Estas preguntas parten de una separación que no existe. El latido de las personas y la floración de las plantas cultivadas son una sola vida. No existe la posibilidad de arreglárselas solo”. (Haskell 2014, p. 20).