Daniela Ramos-Pasquel
Universidad Técnica de Ambato - TerritoriAs
daniela.ramos.pasquel@gmail.com
Recibido: 25-03-2022
Aceptado: 04-07-2022
Cómo citar:
Ramos-Pasquel, Daniela (2022). Ciudades ancladas a barcos y casas que miran al mar: el habitar noruego en el Archipiélago de Galápagos, Hábitat y Sociedad, 15, 233-254. https://doi.org/10.12795/HabitatySociedad.2022.i15.11
Resumen El primer asentamiento permanente de la isla Santa Cruz en el Archipiélago de Galápagos –a unos mil kilómetros del Ecuador continental– desembarcó a principios del siglo XX. La colonia noruega Sociedad Anónima Santa Cruz construyó su habitar, anclando las prácticas cotidianas materiales e inmateriales a la isla para sostener los vínculos territoriales con sus lugares de origen. Una década después de este primer desembarco, la familia Kastdalen navegó con su casa a cuestas para expandir su domesticidad a lo largo del territorio insular. Su casa, que mira al mar, es un espacio arquitectónico que posibilita la construcción de narrativas espaciales que articulan el habitar noruego en el archipiélago desde las historias de vida, las ideas, los objetos y las prácticas cotidianas de sus habitantes. Esta narrativa ampliada, escrita desde la experiencia de género, restituye la memoria de las mujeres pioneras, resignificando el legado material e inmaterial de las familias noruegas. Estos relatos se desplazan por distintas escalas y capas territoriales interrelacionando el espacio temporal con los sujetos que lo construyen. Evidenciando que los procesos de construcción del hábitat posibilitan re-localizar y re-territorializar las significaciones y las prácticas cotidianas que han sido trastocadas por la migración. |
Abstract The first permanent settlement on Santa Cruz Island, Galapagos Archipelago –about a thousand kilometres from thecontinental Ecuador– landed at the beginning of the 20th century. The Norwegian colony Sociedad Anónima Santa Cruz built its habitat anchoring their material and immaterial everyday practices to the island, seeking to maintain the territorial ties with their places of origin. A decade later, the Kastdalen family sailed, carrying their home on their back, to expand their domesticity throughout the island territory. Their house overlooking the sea is an architectural space that enables the construction of spatial narratives that articulate the Norwegian way of living in the archipelago through its inhabitants’ life stories, ideas, objects, and everyday practices. This expanded narrative written from a gender experience restores the memory of women pioneers, re-signifying the material and immaterial legacy of the Norwegian families. These stories move across different scales and territorial layers, interweaving the temporal space with the subjects that build it. By making evident the processes of habitat construction, it is possible to re-locate and re-territorialize the meanings and everyday practices that have been disrupted by migration. |
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Palabras clave Hábitat, Género, Prácticas cotidianas, Migración, Archipiélago de Galápagos. |
Keywords habitat, gender, everyday practices, migration, Galapagos Archipelago. |
En la inmensidad del Pacífico hay un lugar distinto a cualquier otro. Islas volcánicas encantadas que albergan una extraordinaria colección de animales y plantas. Aquí, la evolución avanza a una velocidad espectacular. Las Galápagos. Un lugar de maravillas. Hace millones de años estas islas fueron colonizadas por un extraño elenco de personajes […] (Voz de David Attenborough, en Williams, 2013).
Esta es una versión de la única historia construida sobre las Galápagos. Existen más, pero todas privilegian una narrativa de naturaleza pre y antihumana que vincula al archipiélago, ubicado a mil kilómetros del Ecuador continental, con la teoría evolutiva y su creador, Charles Darwin. Si digitásemos los términos islas galápagos o galapagos islands, en cualquier motor de búsqueda digital, se desplegaría una serie de información turística en clave de conservación (Ramos, 2017; 2021). Los resultados confirman esta única historia, producto de un imaginario reciente que podríamos situarlo en 1959, año en que se creó el Parque Nacional Galápagos y la Fundación Charles Darwin, encargada de organizar la investigación científica y velar por la conservación del archipiélago. Instituciones que se fortalecieron con la inscripción de las Galápagos en la lista de bienes naturales de los Patrimonios Mundiales de la UNESCO (1978). Este entramado evita despertar las sospechas en la audiencia, consintiendo que el relato del archipiélago se ajuste al área natural protegida, que corresponde al 96,7% de la superficie terrestre de las islas. Esta única narrativa, que difunden los medios de comunicación masiva, reproduce un sesgo epistemológico de corte materialista; concibe al espacio como una superficie estática que únicamente “alberga una extraordinaria colección de animales y plantas” (Williams, 2013).
Elizabeth Hennessy y Amy McClery (2011, p. 134, traducción propia) cuestionan este discurso construido en torno al “mito de la naturaleza independiente” porque “contradice tanto las densas interconexiones biofísicas entre las personas y la naturaleza como las innumerables maneras en que las naturalezas están dotadas de significados sociales”. Plantean la imposibilidad de gestionar el territorio, si se concibe a la naturaleza y a la sociedad como categorías opuestas. Las autoras sostienen que “la producción de la naturaleza prístina” omite el incremento de los impactos ambientales negativos en el archipiélago derivados de la industria turística (Grenier, 2007) y oculta los efectos materiales y políticos que acentúan las desigualdades sociales.
En este marco y situadas desde la geografía feminista –en particular desde la geopolítica feminista– Cristen Dávalos y Sofía Zaragocín (2022) exploran la relación entre espacio y violencia de género desde un enfoque multiescalar en la isla San Cristóbal, Galápagos. A partir de la experiencia con mujeres galapagueñas, las autoras ponen de manifiesto que la violencia de género en la isla desafía las posiciones tradicionales que definen lo público y lo privado. Es decir que las formas estructurales de la violencia de género se funden en el espacio –relacional e híbrido– construyendo una forma continuada de violencia de género que se ejerce contra el 55,7% (INEC, 2019) de las mujeres que residen en las islas. Al finalizar el artículo, las autoras sugieren que es “fundamental cuestionar la responsabilidad de las políticas globales de conservación que ignoran o colocan los derechos de las mujeres bajo los derechos medioambientales” (Dávalos y Zaragocín, 2022, p. 320, traducción propia).
En este contexto donde priman unos derechos sobre otros, la narrativa hegemónica se convierte en una “afirmación científica sobre la realidad natural de las islas que no deja espacio para otras historias” (Hennessy y McClery, 2011, p. 142, traducción propia). Una afirmación que se confirma con un estudio de las “Tendencias de la investigación científica en Galápagos y sus implicaciones para el manejo del archipiélago” (2009). Este revisó la totalidad de las publicaciones realizadas desde 1535, año en que se descubrieron las islas, hasta 2007. Los resultados estadísticos corroboran lo anteriormente expuesto: el conocimiento construido sobre las Galápagos orbita en torno a las ciencias naturales (74,4%), seguido por las ciencias sociales (17,4%), las ciencias tecnológicas y de la gestión (7,8%) y por último las investigaciones vinculadas a las ciencias de la salud (0,4%) (Santander, González, Tapia, Araujo y Montes, 2009). Estos resultados son el “testimonio de una extraordinaria historia de interés científico en las islas; pero este interés lamentablemente hace que la escasez de las ciencias sociales sea aún más evidente” (Watkins, 2008, p. 31).
Estos antecedentes justifican la emergencia de otras historias que sustenten la reciente reconceptualización del archipiélago como sistema socio-ecológico o socio-ecosistema (Watkins, 2008), recogida en el “Plan de Manejo de las Áreas Protegidas de Galápagos para el Buen Vivir” (2014). En este documento, que rige la gestión del archipiélago, la Dirección Parque Nacional Galápagos (DPNG) reconoció que la sostenibilidad de las islas dependía de la articulación entre ecosistemas terrestres, marinos y la población local, resaltando “los estrechísimos vínculos bidireccionales existentes entre el sistema social y el sistema natural” (DPNG, 2014, p. 49). Si bien el “Plan de Manejo…” no incorpora la variable de género dentro de la gestión territorial, el último diagnóstico de género realizado en el 2008 proponía la incorporación del enfoque de género y participación ciudadana en la gestión de las instituciones locales. En “La otra cara de Galápagos” (2008), Rocío Rosero y Cecilia Valdivieso (2008, p. 36) sostenían que “la estrategia de desarrollo sustentable debe basarse en la relación armoniosa de las personas, mujeres y hombres, con el patrimonio natural y la biodiversidad”. Argumentando que la “conservación sostenible se hará posible solo mediante un cambio sociocultural que permita transformar las relaciones entre mujeres y hombres; y entre las personas y las instituciones sociales con los recursos naturales” (ob. cit., p. 37).
¿Podríamos enfatizar los vínculos bidireccionales cuando la única historia construida sobre las Galápagos ha borrado a las personas que habitan en las islas? ¿Podríamos incidir en las interconexiones cuando los medios de comunicación masiva insisten en privar a la población de agencia e historia propia? ¿Podríamos avanzar en la transformación social sin reconocer los aportes de las mujeres a la construcción del hábitat? Estos cuestionamientos develan múltiples desigualdades y la imposibilidad de que estas líneas solventen o desmantelen el entramado que las constituye. Propongo restituir las memorias de las mujeres noruegas y su legado en las espacialidades de la isla Santa Cruz, una de las cuatro islas habitadas del archipiélago. Centrar la reflexión en la dimensión espacial de lo social (Lindón, 2011) desde el género. Planteado como una categoría constitutiva de la práctica investigativa y no como una categoría de análisis. Es decir que se promueve una “investigación con el género y no sobre el género” (Jiménez, 2021, p. 181); abordando el género como sujeto, la experiencia del género y la intersección con otras categorías de la diferencia –raza, clase, sexualidad, etc.–. En este sentido, la dimensión espacial de lo social aborda la relación co-constitutiva entre espacio y sociedad, ligando los procesos de construcción del habitar desde la experiencia migratoria y de género.
Antes de continuar, quisiera recalcar que nunca existieron comunidades originarias en el Archipiélago de Galápagos. A partir de 1832, y durante casi un siglo, las primeras migraciones locales-continentales y globales arribaron paulatinamente a las distintas islas, asentándose de manera permanente en las islas de Santa Cruz, San Cristóbal, Isabela y Floreana. Esta premisa condiciona la habitabilidad del archipiélago desde la experiencia migratoria. Carolina Stefoni y Macarena Bonhomme (2015) sugieren que la experiencia migratoria hace evidente que los lugares de origen y destino no son mundos excluyentes y polarizados, sino que producen un “estar-entre” mundos que se asemeja a la noción de tercer espacio o in-betweenness de Homi Bhabba. Es decir, que las prácticas cotidianas construyen pertenencias “a través de anclajes multisituados y transfronterizos que van dando forma a un estar simultáneo ‘en el aquí y en el allá’” (ob. cit., p. 35). Este habitar en migración construye un campo transnacional que se define como las “redes de relaciones sociales a través de las cuales viajan ideas, prácticas y recursos, que se intercambian, organizan y transforman” (Basch, Glick-Schiller y Szanton, citados en Stefoni, 2013, p. 167).
Siguiendo esta línea, Rogério Haesbaert (2013, pp. 34-35) denomina como multiterritorialidad a “la posibilidad de tener la experiencia simultánea y/o sucesiva de diferentes territorios, reconstruyendo constantemente el propio”. Para el autor existe una vinculación intrínseca entre espacio, relaciones sociales y territorio que está atravesada por la dimensión de la movilidad y la acción. Estas variables incorporan dinámicas de des-territorialización –con guion– que desafían la comprensión tradicional del territorio como un producto estable. Sugiriendo que “el territorio debe ser concebido como producto del movimiento combinado de desterritorialización y de reterritorialización” (Haesbaert, 2013, p. 26). Este marco de interpretación permite un acercamiento a la dimensión espacial de lo social (Lindón, 2011) que se expresa en “las ‘maneras de habitar’ el espacio en y desde la movilidad” (Reyes y Martínez, 2015, p. 119).
Esta investigación se diseñó desde un enfoque cualitativo estructurado a partir de múltiples soportes que no surgen dentro de los límites tradicionales de la arquitectura, sino que expande la disciplina hacia métodos transdisciplinares devenidos de las ciencias sociales y las humanidades. Al contrario de otras posiciones positivistas, esta metodología devela un claro posicionamiento político-ético feminista, comprometido con la transformación social y la producción de conocimientos situados.
Si en el discurso oficial prima una narrativa de naturaleza pre y antihumana, la historia humana de Galápagos es la historia de “El hombre en las islas Encantadas”.[1] Frente a la única historia escrita, estas narrativas se presentan como posibilidades de acción, transformación y subversión desde la praxis feminista (Gandarias y García, 2014). De tal manera que, si la historia dominante ha servido para privar a la población de agencia e historias propias, las narrativas contrahegemónicas construidas desde las experiencias de género ponen “en juego la visibilización y la creación de imaginarios y prácticas liberadoras” (Gandarias y García, 2014, p. 100).
Este posicionamiento se fundamenta en la noción de espacio propuesta por Doreen Massey, anclándose en las posibilidades que tiene la escritura para trazar nuevas trayectorias e imaginar futuros en otras direcciones. Para definir al espacio como “parte integral de la producción de la sociedad” (Albet y Benach, 2012, p. 177), Massey recurre a tres proposiciones[2] que relacionan al espacio con el movimiento, lo abierto, lo heterogéneo y activo.
Esta noción amplía la comprensión del espacio más allá de la superficie física, concibiéndolo como un proceso dinámico e inacabado en el que coexisten y se yuxtaponen múltiples narrativas para producir “espacios nuevos, identidades nuevas, relaciones y diferencias nuevas” (ob. cit., p. 175). Definición que recupera el potencial político que tiene el espacio para provocar imaginarios sociales transformadores desde la práctica arquitectónica.
A su vez, la práctica espacial de la escritura tiene el potencial de reconfigurar las relaciones entre la teoría y la praxis, tensionando el estilo académico con el personal para construir un relato polifónico con múltiples posiciones. A través de las narrativas espaciales se priorizan las cualidades emocionales que surgen de las interacciones entre sujetos y lugares (Rendell, 2013). “Sus respuestas son sutiles pero significativas en el presente, al tiempo que insinúan acciones pasadas y futuros alternativos” (ob. cit., p. 13, traducción propia).
En esta investigación, las narrativas espaciales son híbridos entre la realidad y la ficción que dan cuenta de los lugares practicados, usados, significados, experimentados, modificados y/o recordados por sujetos particulares (Lindón, 2011). La espacialidad emerge de la experiencia de género para enlazar acontecimientos aleatorios, dotar de identidad y sentido a las actuaciones espaciales (Frascari, 2012). Estas narrativas fueron construidas desde la investigación de campo y la revisión bibliográfica, proceso organizado en cuatro momentos.
En el primer momento se utilizó la técnica de la narrativa de vida espacial o narrativa autobiográfica espacial (Lindón, 2011). “Un relato organizado y secuencializado espaciotemporalmente y entretejido de significados de experiencias vividas por el sujeto en ciertos lugares y con ciertas otredades” (Lindón, 2011, p. 27). En diciembre de 2017, la investigadora propició un encuentro informal con Corina Espín, pionera de la isla Santa Cruz, y su hija María Kastdalen[3], nieta del matrimonio noruego, en Miramar. La casa que construyó la primera generación de la familia Kastdalen es conocida como la casa o el museo de los noruegos.[4] Las narrativas de Corina y María articularon lugares y acontecimientos desde la experiencia vivida; hicieron surgir vínculos relacionales con otras personas y develaron espacios practicados desde la experiencia de género. Sus voces se encuentran transcritas textualmente en la narrativa propuesta, evitando los procesos de traducción de la investigadora.
En un segundo momento se seleccionaron narraciones escritas que abordaban las historias de vida de las familias pioneras en la isla Santa Cruz que estaban alojadas en soportes más tradicionales. Las publicaciones seleccionadas fueron: “Drømmen om Galapagos: An unknown history of norwegian emigration” (1985), escrita por Stein Hoff; y “Breve historia de Galápagos” (2001), un manuscrito no publicado, escrito Jacob por Lundh. Para incorporar la experiencia de género, se seleccionó “Galápagos. Las últimas islas encantadas” (1946), escrita por Paulette Everard Kieffer, conocida como Paulette de Rendón; un libro que narra la experiencia autobiográfica de la autora y su pareja durante el viaje que realizaron por las islas del archipiélago en 1938.
En un tercer momento de la investigación, las narrativas de vida espacial y las narraciones escritas dialogaron con otras fuentes de carácter documental. Estos diálogos confirmaron que entre la historia humana del archipiélago (Latorre, 1999) y las historias de vida “hay una línea de demarcación que puede fracturarse” (Ferrarotti, 2007, p. 29). En esta fractura radica el poder del espacio para restituir las memorias privadas de agencias e historias propias. En un cuarto momento, la narrativa desde la experiencia de las personas se interpretó desde los conocimientos situados producidos desde la sociología (Ospina, 2001) y los estudios socioambientales (Salvador, 2015), enmarcando la experiencia espacial dentro de los procesos de construcción del habitar vinculados a la experiencia migratoria.
Cabe recalcar que, el proceso de investigación no se estructuró ni se desarrolló de forma lineal y progresiva como se ha descrito anteriormente, sino, que, se fue construyendo en una constate revisión de los registros y soportes documentales obtenidos en el trabajo de campo y la revisión de literatura. Esta metodología de investigación y de exposición de resultados amplía la narrativa oficial, los límites de los procedimientos disciplinarios y sus recursos. Hace posible que la práctica arquitectónica relocalice el potencial político que tiene el espacio para producir “espacios nuevos, identidades nuevas, relaciones y diferencias nuevas” (Albet y Benach, 2012, p. 175).
El 7 de agosto de 1926 desembarcó el primer asentamiento permanente de la isla Santa Cruz en el Archipiélago de Galápagos, Ecuador (Latorre, 1999). La Sociedad Anónima de Santa Cruz viajó desde el puerto de Larvik en Noruega a bordo del Ulva. Su tripulación estaba compuesta por cuarenta y tres hombres accionista y dos mujeres: Marie Dahl, esposa de uno de ellos, y Borghild Rorud, profesora en formación. Al desembarcar, buscaron el fondeadero más seguro para asentarse. Andar por la orilla fue la primera acción simbólica y práctica arquitectónica que posibilitó el habitar (Careri, 2014) tras varios meses de navegación. El agua condicionó su decisión y eligieron el extremo suroeste de Academy Bay, una bahía que se caracteriza por una serie de estrechos que se adentran en la isla y un gran acantilado volcánico que delimitaba su geografía. Intuyeron que el canal más cercano al mar podría convertirse en un espléndido puerto para pequeñas embarcaciones, mientras que la Laguna de las Ninfas permitiría acorralar bancos enteros de peces. Para celebrar el arribo, la colonia construyó un horno de pan, confirmando que “la hoguera es el germen, el embrión de todas las instituciones sociales” (Semper, citado en Toca, 2004, p. 67) (fig. 1).
Seguidamente, instalaron una tubería de acero de cuatrocientos metros para acceder al agua dulce que se vertía por una grieta. Construyeron el primer muelle de piedra y lo nombraron Ulva, colocando en su extremo una grúa, que no era otra cosa que un gran tronco de matazarno, árbol nativo del archipiélago (fig. 2). Con una línea férrea, de cuarenta metros, conectaron la grúa con una plataforma de hormigón. Sobre esta, levantaron un zócalo de piedra que protegía la estructura y la envolvente de la fábrica enlatadora de conservas. Un edificio de madera que materializaba el deseo que les impulsó a viajar (fig. 3).
Mientras algunos socios trabajaban enlatando pescado, carne de tortuga y langosta; el resto de la colonia instalaba, alrededor de la fábrica, siete pequeñas casas prefabricadas de madera de abeto nórdico. Un plan que Gudrun y Olaf Eilertsen, matrimonio promotor de la colonia, había trazado con anterioridad.
El plan es construir pequeñas casas de dos habitaciones cada una. Se construirán dos literas de madera de unos 180 × 70 cm. (72 × 28 pulgadas) para cada habitación. Los que puedan traer una cama de campaña podrán utilizarla en lugar de la litera. Al llegar a Panamá, todos tendrán que comprar un mosquitero para colgarlo sobre las camas. Esto cuesta unos 2 dólares, unas 9,50 coronas (Olaf Eilertsen, carta a Th. Østmoen, 03 marzo 1926, citado en Hoff, 1985, traducción propia).
Este extracto es parte de la carta que detallaba cada uno de los objetos imprescindibles del equipaje. Además, era la insinuación de un futuro habitar que estaría construido por la materialidad y los objetos que eran parte de su presente en Noruega. Imaginamos que, al arribar a la isla, la homogeneización de las camas se interrumpía por la variedad de colchones, sábanas, almohadas y mantas; que, a la hora de la comida, los tazones, platos, tazas y cubertería eran las unidades de domesticidad que diferenciaban a un tripulante de otro; al igual que las herramientas, instrumentos, libros y otros artículos que componían el equipaje útil para empezar un nuevo proyecto de vida. La materialidad de las habitaciones, que albergaban estos objetos, tejía nuevos paisajes. El color del abeto nórdico resaltaba entre los orificios de las piedras volcánicas que se colocaron para perfilar una red de caminos que decantaba en la Plaza de Ulvenæs el principal espacio público para realizar diversas actividades a distintos horarios: lugar de encuentro, patio de comidas o cancha de croquet (fig. 4).
A otra escala territorial, la colonia noruega se vinculaba a la isla, resignificando sus prácticas cotidianas desde la complementariedad entre la pesca y la agricultura. “El mar les proveía productos que les permitían subsistir y comerciar, mientras que la tierra se destinaba para la agricultura de la subsistencia” (Jones, 1988, p. 197, traducción propia). Este entendimiento se ancló a la isla con Anders Rambech, horticultor de profesión. Él advirtió que la tierra cercana a la orilla de Academy Bay no era apta para la agricultura y encabezó la cuadrilla encargada de reconocer la “parte alta”[5] de la isla. En la Hacienda Fortuna, hoy conocida como Bellavista, encontraron tres plantaciones abandonadas con cultivos de frutas y hortalizas de antiguos asentamientos temporales. En una de esas plantaciones, Andrés Rambech estableció una pequeña granja para la agricultura de autoabastecimiento. Un modelo socioeconómico que caracterizó a las primeras migraciones del archipiélago antes de que el boom turístico lo sustituyera por el actual modelo de mercado (Salvador, 2015).
En menos de dos meses, la Sociedad Anónima de Santa Cruz resignificó el hábitat del puerto de Larvik en Academy Bay[6] (fig. 5). La colonia sostuvo los vínculos con su país de origen a través de una serie de objetos y prácticas cotidianas materiales e inmateriales, de modo que, lo que ocurría en Noruega y en la isla Santa Cruz no eran dos instancias espacial y temporalmente independientes (Stefoni, 2013; Stefoni y Bonhomme, 2015). La colonia noruega experimentaba la multiterritorialidad con maneras de habitar que se debatían entre des-arraigos y dinámicas de des-territorialización (Haesbaert, 2013). Construyeron un campo social transnacional definido como las “redes de relaciones sociales a través de las cuales viajan ideas, prácticas y recursos, que se intercambian, organizan y transforman” (Basch, Glick-Schiller y Szanton, citados en Stefoni, 2013, p. 167).
Figura 5. Academy Bay. Foto cortesía de Jens Furunes, 1927. Fuente: Woram, 2021.
Mientras la colonia noruega extendía su habitar desde la bahía hacia la “parte alta”, Borghild Rorud, profesora en formación, instalaba su habitación adentrándose en la isla. Su espacio vital era una envolvente ligera con una estructura que actuaba como un mero soporte que se subordinaba a lo que parecían ser sus accesorios.[7] La forma de habitar de Borghild Rorud se materializaba en una habitación, condicionada por su trabajo como investigadora botánica. Durante los seis meses que duró su estancia en la isla, Rorud almacenó y catalogó una colección de doscientas sesenta y dos plantas vasculares para el Botanical Museum de Oslo. Su contribución a la ciencia es una referencia taxonómica citada por el autor de A Collection of Plants from the Galápagos Islands (1932), Earling Christophersen. La Acacia Rorudiana es la especie que inserta a Borghild Rorud en la lista de pioneras científicas que transitan invisibilizadas en la historia del archipiélago.[8]
Volviendo a Academy Bay. A finales de 1927, la Sociedad Anónima de Santa Cruz decide disolver la sociedad y regresar a casa. El principal motivo para tomar esta decisión fueron las deficientes comunicaciones con el continente, imprescindibles para sostener la industria pesquera (Latorre, 1999). En la actualidad, el muelle de piedra Ulva sigue siendo parte del paisaje construido, al igual que la huella del matazarno que el cemento cubrió con su modernidad demoledora. La Sociedad Anónima de Santa Cruz perpetúa en el espacio simbólico de la isla y se materializa en una pequeña calle paralela a la Laguna de las Ninfas. El espacio público nombrado como Los colonos es “el nombre del lugar y el lugar con nombre” (Durán, 2008, pp. 57-58) que rememora el primer asentamiento permanente de la isla. Una colonia noruega que viajó con su hábitat anclado a una embarcación (fig. 6).
Una carta escrita por Marie Kastdalen deja entrever que, tras la disolución de la colonia, nuevas familias noruegas se unieron a los cuatro accionistas que decidieron continuar en la isla.
Hemos estado aquí desde hace 14 años disfrutando de la libertad de la vida. Aquí hay una colonia de siete familias noruegas, las cuales son todas dueñas de propiedades, grandes o pequeñas. Horneman es nuestro vecino más cercano, ubicado a 10 minutos de aquí. Stampa es un pescador y vive en la playa. Los habitantes son agricultores o pescadores (Marie Kastdalen, carta a Hansen, 10 de Julio de 1949, citada en Hoff, 1985, traducción propia).
La familia Kastdalen –Marie, Thorvald y su hijo Alf–, Amanda Christoffersen –amiga de la infancia de Marie– y la familia Graffer –Solveig, Sigurd y sus pequeños Arne y Eling– migraron juntos desde Noruega. En 1935, las tres familias arribaron a la isla. Cada unidad de convivencia trazó veinte hectáreas en la “parte alta” en tierras adjudicadas según el reglamento estatal dispuesto para los nuevos colonos. En las cercanías a la Hacienda Fortuna, la familia Kastdalen construyó una granja similar a la que tenía la familia de Thorvald en Askim, Noruega, para convertir en realidad el sueño de Thorvald. Un anhelo que él compartía con su amigo Sigurd Graffer. Para construir su primera habitación, la familia Kastdalen desbrozó el terreno, tendió lonas entre los árboles y construyó, bajo ellas, camas vestidas con mosquiteros. Con el tiempo sustituyeron las lonas por un techo de zinc, de modo que su vivienda provisional continuaba con la tradición instaurada por las primeras colonias de la isla. En su viaje por Santa Cruz, Paulette de Rendón (1985, p. 141) escribió:
Vivían en el hangar de techo de zinc que es la vivienda provisional de todos los colonos, mas ya las fundaciones de su casa, que será construida de piedra, estaban excavadas al centro de un cuadrado cerrado por macizos de malvaviscos y alegrado por abundancia de flores.
En cambio, Stein Hoff (1985, traducción propia) describió a la vivienda como “una bonita casa de campo de estilo noruego trasplantada en medio de la selva […] Construida de forma bastante diferente a las otras casas de Galápagos de los años treinta”. Para entender por qué Hoff utiliza el término “trasplantada” hay que imaginar a Thorvald fabricando los “cajones de madera de pino para meter en ellos todas las cosas que iban a llevar” (María Kastdalen, comunicación personal, 10 de diciembre de 2017). Imaginar a Amanda guardando las semillas entre los espacios que dejaban las ventanas y las puertas que llevaron desde Noruega, mientras que Marie ideaba la forma de llevar sus cactus para descubrir que apenas hay un lugar en la tierra con más cactus que Galápagos. Imaginar a la familia Kastdalen empacando lonas y mosquiteros para vestir su espacio vital mientras terminaban de construir su casa. Imaginarles calculando los recursos económicos que necesitarían para proveerse del cemento en Guayaquil, el puerto continental desde donde partían las embarcaciones hacia las islas. En “Drømmen om Galapagos: An unknown history of norwegian emigration” (1985), Hoff menciona que la familia tuvo que talar árboles del bosque, arrancarles las ramas y cortezas, aserrar y cepillar la madera para hacer vigas y tablas. En cambio, María Kastdalen Espín, nieta de Marie y Thorvald Kastdalen, asegura que cuando las cajas llenas de pertenencias arribaron a la “parte alta”, la familia “desbarató los cajones y los utilizó para armar la casa. De la misma madera de los cajones está hecha la casa” (María Kastdalen, comunicación personal, 10 de diciembre de 2017). La voz de María Kastdalen Espín nos invita a imaginar que la casa de su abuela y abuelo partió desde Noruega como si hubiese sido un trasatlántico que después de navegar entre dos océanos, echó el ancla en un fondeadero seguro (fig. 7). Una narración que insinúa “la idea de una arquitectura autónoma que puede anclarse sin ninguna relación con el entorno” (Montaner, 2001, p. 101).
Abordemos la casa que mira al mar, Miramar como la nombró la familia. Imaginemos que es un transatlántico de dos cubiertas habitables que atracó “en una alta meseta desde donde dominaban el mar y los volcanes”, como escribió Paulette de Rendón (1985, p. 141) en su viaje por las “Galápagos. Las últimas islas encantadas”. Desde el vestíbulo se observa el mar y con suerte las islas Santa Fe, Floreana y el ligero contorno de San Cristóbal. Perfiles entrecortados por las siluetas de las casuarinas que la familia sembró para protegerse del clima (Corina Espín, comunicación personal, 10 de diciembre de 2017). Los diminutos pinos del sur conectaban Miramar con las viviendas de sus amistades, trazando el camino por el que Marie Kastdalen, Amanda Christoffesen y Solveig Graffer, fundadoras del club de damas, andaban regularmente dos veces por semana (Rendón, 1985).
Para evocar la tradición náutica, la tripulación colocó dos norayes resguardando la escalera, que no eran otra cosa que grandes bombas de la Segunda Guerra Mundial. Vestigios que, hoy en día, mantienen latente el conflicto bélico, que, junto al anhelo de una granja, fue lo que les motivó a migrar. Miramar, al igual que un barco, fijó la jerarquización socioespacial en las cubiertas (fig. 8). En la cubierta de alojamientos se localizó el cuerpo central de la casa compuesto por dos camarotes y el salón principal. El matrimonio Kastdalen maniobraba el barco desde la popa, mientras su hijo Alf lo sostenía en la proa. Cuando conoció a Corina Espín, la pareja compartió el camarote de Miramar.
Corina Espín, esposa de Alf Kastdalen, viajó a Santa Cruz desde Ambato, ciudad de la sierra ecuatoriana. “Decían que las islas son lindas. Que se produce todo, de sierra y de costa. Entonces era lo mejor. Todos pintaban de lo lindo” a las islas (Corina Espín, comunicación personal, 10 de diciembre de 2017). Con esta referencia, Corina compró desde el continente una finca ubicada en el recinto El Carmen de la parroquia Santa Rosa. Conoció la finca en 1974, año en el que arribó en compañía de su hermano y un primo. Durante las tres primeras semanas que duró el traslado del equipaje, desde el puerto a la “parte alta”, se alojaron en la casa de la familia Aldáz. Luego, su comadre, Cristina Solís, les acogió durante los siguientes tres meses “porque en la finca no había nada pues. Estaba abandonada”. La familia Solís les ayudó a construir una casita de dos pisos con estructura de caña y paredes de lechoso. “Me ayudaron a construirla a cambio de nada –dice Corina– porque yo era conocida, muy conocida. No me cobraron nada”. Con la narración de Corina, intuimos que las identidades de las primeras migraciones de Galápagos se construyeron a través de relaciones sociales de comadrazgo y compadrazgo, de modo que la migración al archipiélago se asocia a una forma transformada de reciprocidad entre parentela y vecindad que consolida una serie de lealtades familiares o comunitarias (Ospina, 2001). Estos vínculos relacionales propician un tejido comunitario de familias extendidas que transgrede la noción de familia nuclear, los lazos de sangre y el intercambio de productos para subsistir.
Volviendo a Miramar. Los camarotes han sido transformados en un vestíbulo que aún conserva las huellas visibles de los tabiques de madera. Una pequeña puerta apertura el espacio continuo del salón-comedor, una habitación ampliada que en el sentido nórdico captura la “estructura de interioridad doméstica explícita e inviolable” (Stoner, 2018, p. 66), definida por una envolvente de madera de pino oscurecida (fig. 9). En Miramar, la familia Kastdalen se miró a sí misma anteponiendo el pasado para otorgarle sentido al presente. En la autoconstrucción de la casa, Thorvald volvió a practicar la carpintería como una habilidad latente en su propio pasado, emprendiendo “un viaje creativo que permitió la reflexión, el descubrimiento personal y la representación del contenido autobiográfico en la materialidad de la vivienda” (Brown, citado en Samuel, 2012, p. 104, traducción propia). La familia Kastdalen construyó una escenografía íntima con los recuerdos más visibles de su patria: una bandera, antiguas fotografías familiares y recortes de entrevistas escritas en su lengua materna (fig. 10). Objetos que custodian las memorias y actúan como anclajes materiales de referencia simbólica y subjetiva; una capa in-material que hace posible abandonar físicamente un territorio sin perderlo del todo (Reyes y Martínez, 2015). A través de los objetos se materializan las biografías de vida, los lugares de origen y de arribo interactúan, negocian y disputan la construcción de nuevos espacios de vida y experiencia territorial. Lo que “nos acerca hacia una dimensión social de lo espacial en las ‘maneras de habitar’ el espacio en y desde la movilidad” (Reyes y Martínez, 2015, p. 119).
La última cubierta de Miramar es la bodega, construida para contener la maquinaria de la casa, la cocina y la reserva de alimentos. La cocina como pieza aparte de la casa confirma la teoría arquitectónica, que sugiere que este espacio produjo una fractura significativa en la vivienda (Rybczynski, citado en Amann, 2011, p. 66). En esta fractura, Marie Kastdalen y Corina Espín encendían a diario los fogones para coordinar, planificar y elaborar proyectos de acciones complejas. Por estos motivos, la práctica culinaria se considera como el origen del lenguaje y la cocina como su lugar de nacimiento (Espegel, 2007; Amann, 2011). Para ellas, así como para muchas otras mujeres, la cocina fue, y sigue siendo, el principal espacio para mediar y transportar conocimientos, memorias y discursos. Crear estilos propios y particularizar el gusto, experimentar con la imaginación hasta que el origen y el destino de la receta se transformen en “una invención libre por analogía o asociación de ideas, mediante un juego sutil de sustituciones, de abandonos, añadidos o préstamos” (Certeau, 1999, p. 207). La cocina de Miramar fue la quilla del barco, la columna vertebral de la casa que sostenía la vida de la tripulación de jornaleros que echó el ancla en Miramar para sembrar café, plátanos, maíz, caña de azúcar y extensos cultivos de papas dulces; especialmente el de la variedad conocida como ringerike, que se cultivaba al sur de Noruega. Imitando a un barco, la cocina-bodega se enterró hasta la línea de flotación permitiendo que solo las escotillas miren al mar. Este gesto espacial remarca la importancia de los espacios frescos y ventilados para la conservación de los alimentos, pero su diseño nos traslada a la principal característica de la domesticidad estadounidense que fue la incorporación del punto de vista de las mujeres como actoras del espacio.[9]
A través de la escritura como práctica arquitectónica, Miramar elude la ilusión de un barco que se mantiene intacto a flote y se enraíza en la narración de historias que encarna el edificio. La casa que mira al mar cuenta con la suficiente autonomía como para abordar “El sueño de Galápagos: La historia desconocida de la migración noruega” –Drømmen om Galapagos: An unknown history of norwegian emigration– y narrar las historias de vida de sus habitantes. Marie, Thorvald y Alf Kastdalen navegaron con la casa a cuestas para expandir su habitar noruego a lo largo del territorio insular.
La escritura como práctica espacial posibilitó restituir las memorias de las mujeres noruegas, y su legado, en las espacialidades de la isla Santa Cruz. Develó a las pioneras que han sido invisibilizadas, pero que fueron actoras fundamentales de la historia humana, la construcción de las espacialidades y el conocimiento científico del Archipiélago de Galápagos. El relato polifónico construido desde múltiples posiciones actuó como una narrativa contrahegemónica, desafiando la unicidad del discurso oficial de naturaleza pre y antihumana “que no deja espacio para otras historias” (Hennessy y McClery, 2011, p. 142, traducción propia). Amplió la narrativa concentrada en el área natural protegida, develando espacios heterogéneos que están en constante movimiento y transformación (Albet y Benach, 2012). Desafió el sesgo epistemológico de corte materialista que concibe al espacio como una superficie estática, visibilizando las interrelaciones desde la experiencia de género que producen espacio en múltiples escalas. De tal manera que la narrativa espacial de la arquitectura expande los límites de la disciplina, sus procesos y recursos, insistiendo en el poder político del espacio para producir nuevas narrativas e imaginarios sociales transformadores.
Ciudades ancladas a barcos narra las prácticas cotidianas de la Sociedad Anónima de Santa Cruz situando la reflexión en la dimensión espacial de lo social (Lindón, 2011) construida desde la intersección de la experiencia migratoria y de género. La propuesta de narrativa espacial evidencia que los lugares de origen, tránsito y destino dan forma a un ser-estar-habitar que es simultáneo y se debate entre “el aquí y el allá” (Stefoni y Bonhomme, 2015). Las continuidades socioculturales que movilizó la migración noruega tejieron conexiones entre los lugares de origen y los de arribo, entre los distintos puertos de Noruega con Academy Bay y “la parte alta” de la isla Santa Cruz. Las prácticas in-materiales se intercambiaron, organizaron y transformaron para reconstruir y resignificar el habitar en los lugares de destino desde una experiencia multiterritorial (Haesbaert, 2013), evidenciando que el territorio al igual que el espacio no son producciones sociales fijas y estables, sino que están atravesadas por la dimensión de la movilidad y la acción.
A otra escala, la casa que mira al mar, Miramar, lejos de ser un objeto arquitectónico que se ancla sin relación al entorno, se enraíza en las narraciones de vida espacial (Lindón, 2011) de sus habitantes. La familia Kastdalen transformó el espacio material y simbólico de la isla incorporando pequeñas unidades de domesticidad. Marie Kastdalen y Corina Espín construyeron lealtades entre mujeres de distintas generaciones y orígenes, familias y comunidades (Ospina, 2001), ampliando la noción tradicional de la familia nuclear. La experiencia migratoria trastocó la espacialización de sus vidas cotidianas volviendo latente la condición de des-arraigo y des-territorialización, características de la cultura contemporánea. Frente a esta situación, los procesos de construcción del hábitat posibilitaron re-localizar y re-territorializar las significaciones y las prácticas cotidianas a diferentes escalas y temporalidades. Con los actos de creación cotidianos, Marie y Corina articularon conocimientos, memorias y discursos para sostener la vida familiar y las vidas de los jornaleros de la granja. En la actualidad, Corina Espín y su hija María Kastdalen son las portadoras de las memorias de la casa o el museo de los noruegos, uno de los pocos bienes inventariados como patrimonio cultural en las Galápagos (Rodríguez, 2018).
La casa que mira al mar cuenta con la suficiente autonomía como para abordar “El sueño de Galápagos: La historia desconocida de la migración noruega” y narrar las historias de vida de sus habitantes. Marie, Thorvald y Alf Kastdalen navegaron con la casa a cuestas para expandir su habitar noruego a lo largo del territorio insular. Corina Espín y María Kastdalen son las memorias vivas del habitar noruego en el Archipiélago de Galápagos.
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Agradezco a Corina Espín y María Kastdalen por compartir sus experiencias vitales, prestarme sus voces y permitir que comparta nuestro encuentro. También agradezco al Programa de becas Convocatoria Abierta 2013 de la Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación del gobierno de la República del Ecuador por financiar esta investigación. Por último, agradecer a la edición de la revista y a quienes revisaron anónimamente este artículo; sus comentarios y sugerencias contribuyeron a mejorarlo.
[1] Esta referencia se base el título del libro “El hombre en las islas Encantadas. La historia humana de Galápagos”. Escrito en 1999 por Octavio Latorre, el historiador más relevante del archipiélago.
[2] Las tres proposiciones a las que recurre la autora son: El espacio es producto de interrelaciones que operan en múltiples escalas; es la esfera de la posibilidad de la existencia de la multiplicidad; por lo tanto, el espacio es un conjunto de trayectorias que están continuamente en “proceso de formación, en devenir, nunca acabado, nunca cerrado” (Albet y Benach, 2012, p. 158).
[3] Si bien, el anonimato es necesario para preservar la seguridad de las participantes, esta condición “obstaculiza los objetivos emancipatorios y políticos de la investigación feminista para crear espacios de resistencia y cambio transformador” (Gordon, citado en Jiménez, 2021, p. 194). Por tal motivo y siguiendo los códigos de ética, las participantes firmaron consentimientos informados como parte del protocolo diseñado para la investigación.
[4] La importancia de esta casa radica en que es uno de los pocos bienes inventariados como patrimonio cultural en las Galápagos. Según el Sistema de Información de Patrimonio Cultural Ecuatoriano (2018), esta casa conserva un valor histórico, testimonial, simbólico, “debido a que ha conservado su arquitectura y materiales de construcción, destacando la utilización de la roca volcánica y una interesante técnica constructiva” (Rodríguez, 2020, p. 184).
[5] En el archipiélago, los centros urbanos se ubican en el puerto, mientras que en la parte alta se localizan las poblaciones rurales. En Santa Cruz, la “parte alta” es un localismo que se utiliza para referirse a las parroquias rurales de Santa Rosa y Bellavista.
[6] La colonia en Santa Cruz resignificó la configuración de los paisajes costeros noruegos, introduciendo un modelo jurídico que posibilitaba la propiedad comunal para los accionistas de la colonia. En su país de origen y hasta el siglo XX, esta configuración reflejaba el régimen de tenencia de tierras. El terrateniente tenía en propiedad la tierra, el muelle, la estación de curado y el control de la tienda de la comunidad. A partir de estas centralidades se construían las casas de alquiler para los pescadores y sus familias; que con una remuneración extra podía incluir una parcela para el cultivo de papas (Jones, 1988).
[7] Gottfried Semper insinúa que la verdadera esencia de la arquitectura es textil y se anticipa a la construcción de los muros sólidos. De tal manera que la envolvente arquitectónica es análoga al tejido y se utiliza “como medio para hacer ‘hogar’, la vida interior separada de la vida exterior y como la creación formal de la idea de espacio” (Semper, citado en Wigley, 1992, p. 367, traducción propia).
[8] La condición de género ha excluido a las mujeres de la organización dominante del conocimiento o las ha subordinado a sus pares masculinos. Este es el caso de Elizabeth Cabot Cary, conocida como Elizabeth Agassiz, la primera mujer naturalista en arribar al archipiélago en compañía de su pareja Louis Agassiz (1872). Isabel Cooper y Ruth Rose, artista científica e historiadora y curadora de catálogos y de animales vivos, fueron partícipes de la expedición comandada en 1923 por William Beebe (Ramos, 2021).
[9] Catharine Beecher fue una de las primeras tratadistas de la vida doméstica en incluir la experiencia cotidiana de las mujeres en el diseño de las viviendas. En su libro The American Woman’s Home (1869) Catherine Beecher y su hermana Harriet Beecher-Stowe proponen “la casa cristiana”. Un modelo que buscaba “el máximo rendimiento del trabajo de la mujer y el ahorro de tiempo evitando desplazamientos innecesarios basándose en la proximidad de todos los elementos de la casa” (Muxi, 2018, p. 95). Para Zaida Muxi (2018) la incorporación de los conocimientos y experiencias de las mujeres en el diseño de la cocina posibilitó la reducción de la cocina, que es el germen que desarrolló las viviendas mínimas que se produjeron masivamente en el siglo XX.