Núm. 51 (2024) ■ 405-430

ISSN: 0210-7716 ■ ISSN-e 2253-8291

https://dx.doi.org/10.12795/hid.2024.i51.15

Recibido: 30-04-2024; Aceptado: 03-07-2024; Versión definitiva: 07-07-2024


La alimentación en La Isabela, ciudad fundada por Cristóbal Colón (1494-1498)[1]

Food in La Isabela, a city founded by Cristopher Columbus (1494-1498)

Antonio Sánchez de Mora

Archivo General de Indias

asandmor@gmail.com | https://orcid.org/0009-0003-8253-8372

Resumen: La primera comunidad hispana en las Antillas, establecida en la nueva ciudad de La Isabela, se enfrentó a al reto de sobrevivir y, al mismo tiempo, a un primer encuentro entre las gastronomías hispana y americana. Pese a su corta existencia, representa una etapa decisiva y necesaria para el devenir de la colonia. Las dificultades inherentes a la conquista, con el consiguiente choque cultural y biológico y sus dramáticas consecuencias para los nativos, no impidieron una transformación de aquellas sociedades desde la perspectiva alimentaria, realidad que se puede observar a través de lo sucedido en aquella población.

Palabras clave: Historia de la alimentación; La Española; Cristóbal Colón; víveres; supervivencia; gastronomía.

Abstract: The first Hispanic community in the Antilles, established in the new city of La Isabela, faced the challenge of survival and, at the same time, a first encounter between Hispanic and American cuisines. Despite its brief existence, it represents a decisive and necessary stage for the future of the colony. The difficulties of the conquest, with the cultural and biological shock and its dramatic consequences for the natives, did not avoid to a transformation of those societies from the perspective of food history, a reality that can be observed through what happened in that town.

Keywords: Food History; La Española; Christopher Columbus; supplies; survival; gastronomy.

El tránsito del siglo XV al XVI es considerado una de las etapas cruciales en la historia de la humanidad, tanto por lo que supuso de renovación política, social y económica en la vieja Europa, como por implicar un salto hacia la globalización, consecuencia del descubrimiento de América y el afianzamiento de los viajes transoceánicos hacia el Nuevo Mundo y el Extremo Oriente. Los europeos, enfrentados a la exploración de las costas africanas y al hallazgo del continente americano, tuvieron que adaptarse a una nueva realidad, en la que se entrelazaron civilizaciones diversas.

Sin ánimo de explayarme en estas cuestiones, descenderé al ámbito gastronómico para reconocer que, también en éste, el período que nos ocupa supuso un revulsivo. Hace ya varias décadas que Alfred Crosby llamó la atención sobre la importancia de la alimentación en el proceso de conquista, asentamiento y dominio español de América y, en general, la incidencia de los factores biológicos en la expansión europea[2]. La gastronomía ibérica, en sus ingredientes, sus técnicas y su contexto social y económico, caminó de la mano de los exploradores, colonos, comerciantes, misioneros, militares y funcionarios hacia América y Asia, posibilitando no ya la difusión de la alimentación europea hacia otros continentes y comunidades, sino el intercambio de ingredientes, técnicas y usos culinarios de diversa procedencia. Por citar algunos casos significativos, el cerdo, la ternera, la oveja o el trigo se cruzaron en el océano Atlántico con el maíz y el pimiento, al igual que el jengibre, la canela y el clavo probaron suerte en ecosistemas alejados de sus áreas originarias de cultivo. Más aún, los viajes transoceánicos propiciaron una globalización en el ámbito alimentario que trascendió de las rutas bidireccionales, y así el maíz y la batata alcanzaron las costas de China o el pimiento triunfó en la India. No fue la primera vez, pues el arroz o los cítricos ya habían viajado hacia el Mediterráneo occidental varios siglos antes de que los españoles los introdujeran en América. Más aún, lo más sorprendente del siglo XVI fue la rapidez. En apenas unas décadas el maíz impulsó un incremento poblacional en China, al tiempo que el trigo y el ganado bovino u ovino transformaban los ecosistemas agrícolas y la dieta de muchas comunidades nativas americanas.

Toda una revolución alimentaria que nació, como tantos hechos históricos, a la sombra de un evento particular: La llegada de Cristóbal Colón a las islas del Caribe. Por eso en esta ocasión me acercaré a la primera experiencia colonizadora en La Española desde la perspectiva de la historia de la alimentación. Al fin y al cabo, trascendió del hecho nutricional al convertirse en una faceta más de los cambios culturales que estaban experimentando sus protagonistas. Unos quisieron trasladar sus costumbres al Nuevo Mundo y otros se vieron forzados a adaptarse a aquella nueva realidad. Por eso este encuentro contribuyó a una nueva etapa en la historia de la alimentación y, en este contexto, lo sucedido en La Isabela supuso el primer paso de un camino aún por recorrer, antesala de las gastronomías iberoamericanas actuales.

1. La primera comunidad española en las Antillas

Superado el primer viaje Colombino, era necesario afianzar la presencia española en aquellas tierras recién descubiertas. Un nuevo reto en un entorno ignoto, no sólo en lo geográfico, sino también en lo alimentario. Los conquistadores debían convertirse en colonos y, si querían sobrevivir, debían transformar un simple emplazamiento militar en una comunidad hispana allende la mar, vanguardia de la cultura europea[3]. El primer paso fue organizar un segundo viaje, una ambiciosa armada que partió de Cádiz el 25 de septiembre de 1493. El segundo paso fue garantizar la convivencia de sus vecinos, asegurar su sustento, rentabilizar los recursos locales y, no lo olvidemos, convertir a los nativos en cristianos y teóricos súbditos de su nuevo soberano, subterfugio que ocultaba su sometimiento y explotación.

Estas circunstancias, que en el ocaso del siglo XV eran algo novedoso, acabaron extendiéndose al ritmo que los españoles expandían sus dominios. La situación no fue fácil, ni en 1494, cuando desembarcaron los colonos traídos por Cristóbal Colón, ni en muchos otros casos y momentos. El hambre hizo su aparición con bastante frecuencia, fruto de la escasez de recursos, de la dificultad de conservarlos y de la incapacidad de adaptarse a los alimentos locales. Sólo el tiempo y la aceptación de aquella nueva realidad posibilitaron su supervivencia, gracias a la asimilación de los ingredientes autóctonos y a la transformación de los ecosistemas mediante la aclimatación de plantas y animales traídos del Viejo Mundo, algo que ni siempre fue exitoso, ni cuando lo fue, fue inmediato[4].

Es de notar, y apenas quiero esbozarlo, que la integración de los españoles, los nativos americanos y los esclavos africanos no se produjo en igualdad de condiciones, pero también lo es que la estratificación social no caminó al mismo ritmo que la formación de una gastronomía criolla. Los productos autóctonos pronto convivieron con los ingredientes importados, compartiendo cocina y mesa según cada región y contexto alimentario.

Sin embargo, en la fecha que nos situamos eso era el futuro.

En noviembre de 1493 arribaron a las costas antillanas los 17 navíos que integraban el segundo viaje colombino y, a la espera de un lugar donde asentarse, subsistieron con los menguantes víveres almacenados en sus bodegas, que se pudrían al mismo ritmo que enfermaban los humanos y sus animales domésticos. Al alborear 1494 desembarcaron más de un millar de colonos, ansiosos por comenzar una nueva vida y abrumados por un futuro incierto. Su nuevo hogar, la ciudad de La Isabela, honraba a su reina y señora, pero su aspecto distaba mucho de la urbe que pretendía ser[5].

2. El reto de sobrevivir

En un principio, su sustento se limitaba a los víveres traídos de la metrópoli, que les otorgaban cierto tiempo hasta que los cultivos dieran fruto y el ganado prosperara. Para su desgracia, los esfuerzos emprendidos en la nueva población, la conflictividad social, las enfermedades y el clima propiciaron que el hambre hiciera su aparición, y los vecinos se debatieron entre un modelo alimentario europeo imposible de mantener y unos recursos autóctonos que ni conocían, ni aceptaban de buen grado[6]. Así lo reconoció Hernando Colón al narrar la expedición de Cibao de marzo de 1494, pues llegó a afirmar que los hombres sufrían porque aún no se habían acostumbrado a comer los alimentos indios, aunque medio siglo después la comunidad hispano-dominicana no sólo los consumía, sino que los consideraba más digestibles y acordes con el clima[7].

Tal fue la degradación de la colonia que a finales de marzo de 1494 de muertos o enfermos pocos se escapaban, aunque aquellos males no eran en exclusiva consecuencia de una alimentación deficiente[8]. A las patologías propias de los viajes oceánicos, la escasez de víveres y las consecuencias derivadas de alimentos en mal estado habría que añadir las nuevas enfermedades a las que estuvieron expuestos[9]. Además, los colonos tuvieron que enfrentarse a otras adversidades, pues durante la primavera un incendio asoló las chozas que constituían la mayor parte del núcleo urbano, salvándose probablemente aquellos edificios construidos de piedra; para colmo de males, durante el verano de 1495 un huracán asoló la población. Unos fallecieron y otros enfermaron, como el propio Cristóbal Colón, quien, a su regreso de una expedición de reconocimiento de la isla, entre abril y septiembre de 1494, cayó tan enfermo que perdió todo seso y entendimiento, al menos durante cinco meses[10].

Se comprende así que en octubre de ese mismo año el Almirante reconociese que en La Ysabela no avía de nuestros mantenimientos, salvo para los enfermos y otra poca gente; ni en todas las plantas, ni los sembrados. La situación no era tan dramática en la Vega Real, situada algo más al Sur de La Isabela, donde el propio Colón se abasteció de pan –seguramente cazabe– para sí mismo y para toda nuestra gente[11].

La flotilla comandada por Bartolomé Colón, que arribó a La Isabela en junio de 1494, les dio un respiro. Su sobrino Hernando Colón recordó estos meses en los que, después de las penalidades sufridas por su padre en su periplo por aguas de Cuba, Jamaica y La Española, descansó bastante y vivió en gran tranquilidad, recuperándose de sus padecimientos y retomando el gobierno de La Isabela[12]. No obstante, los vaivenes de la despensa española eran una constante y pronto volvieron la escasez y el hambre. Para entonces, de cerca de mil quinientos expedicionarios quedaban unos seiscientos vecinos, muchos de ellos enfermos.

La llegada de Juan de Aguado en ese mes de octubre alivió sus penurias, aunque agudizó los conflictos entre los españoles. No vino sólo a reponer víveres y colonos, pues los soberanos le habían ordenado investigar las denuncias que pesaban sobre el Almirante. De momento no hubo sobresaltos, aunque Cristóbal Colón regresó a España el 10 de marzo de 1496, según unas fuentes por propia voluntad y para dar cuenta ante los reyes; según otras, forzado por Aguado[13]. Ahora bien, antes de partir nombró su Adelantado a su hermano Bartolomé, quien quedó a cargo de la colonia y, en particular, del traslado de la sede del gobierno a un nuevo emplazamiento[14].

La primera ciudad hispanoamericana languideció a la sobra de Santo Domingo, la nueva capital, aunque se mantuvo poblada durante cierto tiempo. De hecho, La Isabela recibió la flota comandada por Peralonso Niño, que alivió su situación alimentaria, pero no palió ni sus carencias, ni las dificultades que padecían. A fines de 1496, cuando Bartolomé Colón la visitó tras su estancia en la región de Jaraguá, encontró que habían fallecido tres centenares de sus vecinos, sin que dispusiesen de los alimentos suficientes para subsistir o de remedios para sus enfermedades[15]. Para hacer frente a tal situación trasladó parte de la población a distintos emplazamientos, en parte por asumir –como argumentó después Francisco Roldán– que cada aldea o enclave disponía de recursos limitados[16].

En este contexto resultó un alivio la negociación con el cacique Behechío, en la región de Jaraguá, quien entregó a Bartolomé Colón tal cantidad de pan cazabe que el Adelantado mandó llamar una de las carabelas de La Isabela para llenar su bodega[17]. Aun así, la situación no era fácil, pues a las dificultades propias de la colonia se sumó la inestabilidad política. En 1497 –hacía ya quince meses que [el Almirante] era partido de esta isla– , tuvo lugar la rebelión de Francisco Roldán, hombre en quien Colón había depositado gran confianza[18]. Desde el interior, hostigó tanto a españoles como a comunidades nativas, agitando aún más la difícil convivencia de los vecinos de La Isabela. Diego Colón estaba a su cargo, al frente de una pequeña comunidad formada por unos oficiales de ribera que construían dos carabelas, veinte hombres que culminaban las obras de la fortaleza, y algunos enfermos[19]. Según Roldán, Diego fue incapaz de hacer frente a los desórdenes, al hambre y a la hostilidad de algunos nativos[20], de ahí que él considerase acudir en defensa de los colonos. No obstante, otros autores declararon que fue el belicismo de Roldán el que avivó la reacción del cacique Guarionex quien, cansado de soportar las vejaciones que les infligían Roldán y los suyos, se sublevó y resguardó en las montañas, desde donde bajaba al llano y mataba a los isleños amigos nuestros y a los cristianos que encontraba, devastaba los campos en son de guerra, arrasaba las sementeras [y] saqueaba las aldeas[21].

Azuzando el descontento por la falta de víveres, Roldán y sus partidarios acorralaron a Diego Colón en el fortín de La Isabela, saquearon la alhóndiga y tomaron todas cuantas cosas allí había, consumiendo sin medida cuantos víveres quisieron. Acto seguido atacaron el hato de las vacas del rey, y mataron lo que de ellas quisieron, llevándose consigo las cabalgaduras que pudieron capturar[22] ¿A qué contingente tenía que alimentar Francisco Roldán? La Isabela no superaría las treinta almas y el rebelde lideraba a unos sesenta o setenta hombres, aunque los nativos que estuviesen al servicio de unos y otros no parece que entraran ni en esos cómputos, ni en el reparto de víveres, al menos de los importados.

Poco más sabemos, pues el centro de la actividad política se trasladó a otros escenarios. La comunidad hispana se repartía ya por varios enclaves y La Isabela, ajena a acontecimientos como la llegada de nuevos contingentes hispanos y la pacificación de los rebeldes, fue cayendo en el olvido. En marzo de 1499 la visitaron Cristóbal y Bartolomé Colón, aunque para entonces ya debía estar despoblada[23]. Entre tanto, la ciudad de Santo Domingo se alzaba como sede indiscutible del poder hispano. Su emplazamiento tuvo presentes sus facilidades portuarias, los recursos próximos y las comunidades que la circundaban, lo que demuestra que, al menos en parte, los españoles habían aprendido la lección. Así lo atestiguan las instrucciones recibidas por Nicolás de Ovando, quien debía tener en cuenta los lugares e sitios de la dicha isla, e conforme a la calidad de la tierra y la población disponible[24]. Con el tiempo mejoró su manutención, aunque el déficit nutricional y los problemas de abastecimiento fueron una constante durante todo este período[25].

2.1. Alimentar a los colonos

Pocos detalles tenemos de los bastimentos adquiridos para el primer y el segundo viaje colombino, pues apenas contamos con la información recogida en algún documento puntual y las noticias ofrecidas por los cronistas[26]. Recordemos, por ejemplo, que se cargaron bizcochos en abundancia y no pocas fanegas de cebada, procedentes en su mayoría de las tercias de los obispados de Sevilla y Cádiz[27]. No obstante, las referencias aportadas por posteriores empresas permiten extrapolar cuáles eran los víveres embarcados, adaptados al poco espacio disponible en las bodegas, a la necesidad de que se conservasen bien y a que su aporte nutricional satisficiera sus necesidades[28]. La base de la alimentación en alta mar la constituían el bizcocho –pan cocido dos veces– y el vino, aunque la dieta se completaba con aceite, ajos y cebollas para cocinar; garbanzos, habas, lentejas y algunas hierbas para los potajes; carnes secas de ternera o carnero, tocinos y jamones de cerdo, pescados secos o salados, quesos, algunas frutas y frutos secos, sal, azúcar, vinagre y miel. Además, durante su escala en la isla de la Gomera, se proveyeron de agua, leña y refresco para toda el armada, incluyendo la compra de becerras, y cabras, y ovejas, gallinas y ocho puercas que poblarían las Antillas de ganado porcino. Las islas Canarias se convirtieron, de hecho, en una escala obligada para los barcos que emprendían rumbo hacia la América española y Fernández de Oviedo, apenas cuarenta años después, nos informa que allí era habitual abastecerse de agua, leña, pan fresco, gallinas, carneros, cabritos, vacas en pie e en carne salada, quesos y pescados salados, en particular tollos, e galludos, e pargos [29]. No es este el momento de detallar estos alimentos y sus usos, aunque su enumeración ayuda a comprender la dieta con la que estaban familiarizados aquellos aventureros[30].

Los Reyes Católicos insistieron mucho en el control de los víveres, aunque por lo que sabemos, algunos se dañaron durante el viaje y, en particular, hubo actuaciones negligentes que echaron a perder parte del vino[31]. Además, al desembarcar en la que sería la nueva ciudad se intentó organizar un reparto equitativo de los mantenimientos, aunque pronto comenzaron los problemas. Nada se dice de las raciones en las instrucciones recibidas por Cristóbal Colón en mayo de 1493[32], aunque las recibidas por Juan de Aguado en abril de 1495[33] se hicieron eco de las quejas planteadas por los vecinos. Por ellas sabemos que hubo un mal reparto de los víveres, pues quienes los administraban dexaban morir de hambre a algunos hombres. De hecho, las raciones eran exiguas y se acusó a Colón de imponer precios abusivos[34]. Por eso no ha de sorprendernos que los soberanos ordenasen un mejor reparto de los mantenimientos[35] y que a Aguado se le detallasen las raciones a repartir, que no debieron diferir mucho de las consideradas a comienzos de 1494: Cada vecino debía recibir quincenalmente 5 celemines de trigo, media arroba de vino, 4 libras de tocino, 1 libra de queso, medio azumbre de vinagre, medio cuartillo de aceite y un cuartillo de legumbres, además de medio quintal de bizcocho y 3 libras de pescado seco al mes.

Ahora bien, el segundo viaje colombino no fue sólo exploratorio y para alimentar a la colonia se enviaron simientes, plantones de árboles y animales de cría con los que garantizar el autoabastecimiento: Pedro Mártir de Anglería menciona caballos, ovejas, terneras, trigo, cebada, legumbres, vides y árboles frutales[36], a lo que Bartolomé de Las Casas añade pepitas y simientes de naranjas, limones y cidras, melones y de toda hortaliza [37]. López de Gómara, por su parte, cita muchas yeguas, vacas, ovejas, cabras, puercas y asnas para casta, y para sembrar muy gran cantidad de trigo, cebada y legumbres (…) sarmientos, cañas de azúcar y plantas de frutas dulces y agraz[38].

Pese a todo, la premura por hallar un emplazamiento viable para la nueva ciudad, su proximidad a recursos auríferos y la necesidad de disponer de un buen puerto primaron sobre otras cuestiones a considerar, como la fertilidad de la tierra, la climatología propicia o la disponibilidad de mano de obra dedicada a los quehaceres agrícolas[39]. Hernando Colón personifica en su padre la realidad de aquella fundación: tal era la ansiedad del Almirante por construir el poblado que, sumándose a las angustias sufridas en la mar con las que allí estaba experimentando, acabó cayendo enfermo[40]. Fue uno de tantos, pues Las Casas reconoce que la gente venía muy cansada y fatigada, y que los esfuerzos por construir la nueva ciudad no hicieron sino empeorar la salud de los nuevos pobladores[41].

Y, sin embargo, alardearon de la fertilidad de aquellas tierras, maravillados por la exuberante vegetación. No era para menos, pues hasta entonces el europeo no concebía un mundo tan distinto, y la fauna y la flora americanas transformaron totalmente su percepción de lo posible y lo imposible[42]. Tal fue su impresión que les pareció que habían llegado a alguna región del Paraíso[43], optimismo que llevó a Guillermo Coma a afirmar que las vides darán vino en breve y que granará el trigo (…). Las hortalizas plantadas germinaron a los cinco días y en un santiamén verdearon las huertas y salieron fértiles en cebollas y en melones, y fecundas en rábanos y en bledos. No sólo eso, cualquier semilla que se arrojase daba fruto de forma generosa, estimando que tendrían comida para dos años[44]. El mismo entusiasmo mostró Cristóbal Colón en enero de 1494[45], presumiendo de la fertilidad de la tierra y de lo rápido que crecían cereales, legumbres, hortalizas y árboles frutales, que Pedro Mártir de Anglería concretó en rábanos, perejil, trigo, cebada, arroz, caña de azúcar y naranjos[46]. Durante un par de meses aún reinaba cierto optimismo, pues Hernando Colón aclara que, a su regreso de la campaña de Cibao, el Almirante se percató de que en las huertas de La Isabela ya había melones y sandías aptos para su consumo[47]. Así lo confirmó en abril de 1494, detallando que las vides habían crecido y se habían cosechado los primeros pepinos, cohombros y los mejores melones que jamás se vieron, esperando obtener calabazas. También se vanagloriaba de que el poco trigo que habían sembrado había espigado y granado, buenas perspectivas que hacía extensivas a las habas y a los garbanzos[48].

Michele Cuneo, más realista, constató la adaptación de algunas hortalizas, como los melones, cohombros, calabazas y rábanos, pero no de las cebollas, lechugas, puerros y muchas otras hierbas. Respecto al trigo, los chícharos y las habas, tras cierto crecimiento languidecen y se secan, por no adaptarse a la climatología[49]. No iba muy desencaminado, pues ni el trigo, ni la vid, ni el olivo, base de la alimentación española, llegaron a arraigar en las Antillas. A finales de febrero de 1495 Cristóbal Colón aportó más detalles de los cultivos. Según el Almirante, las huertas de La Isabela se situaban a la orilla del río próximo, tierra fértil que facilitó el nacimiento de las frutas y verduras y, respecto al trigo y las legumbres, matizó que no se sembraron hasta enero, cosechándose a finales de marzo[50].

La realidad es que los árboles frutales necesitaban tiempo para aclimatarse, crecer y dar fruto, por eso en un primer momento no pudieron aportar el alimento que se esperaba. Ahora bien, unas décadas después los granados y los cítricos ofrecían abundantes y jugosas granadas, naranjas, limones, limas y cidras a los habitantes de La Española[51]. También el azúcar de caña, cuya explotación sería el germen de futuras plantaciones y prósperos ingenios. Menos rendimiento dieron higueras y membrillos, aunque algunos lograron cultivarse y dar fruto, mientras que los olivos no prosperaron.

No ayudó que los campesinos llegados a la isla hubieran enfermado o se hallaran demasiado débiles para afrontar las labores agrícolas, máxime cuando no habían elegido con tino las tierras de cultivo. De ahí que las citadas instrucciones recibidas por Aguado incidiesen en la necesidad de que los labradores enviados a poblar la isla comprobasen la tierra porque se conosca el tiempo de la sementera, sin duda para subsanar los errores cometidos. Es más, en un memorial coetáneo por el que se organizó su expedición, se recalcó que debían embarcar diez o doce labradores, hortelanos, herreros, pescadores y un maestro que sepa hacer molinos, aparte de nuevos bastimentos, más animales de cría y nuevas simientes[52].

Respecto a los nativos, aunque desde un principio se consideró su colaboración forzosa en la obtención de alimentos y el cultivo de la tierra, los abusos y las muertes, su dedicación a otros quehaceres o su huida ocasionaron la falta de mano de obra y del sustento derivado de su trabajo[53]. Es más, parece ser que los nativos, creyendo que así espantarían a los españoles, destruyeron sus cosechas y, al comprobar que aquellos no renunciaban a sus conquistas, retomaron sus cultivos, con la mala fortuna de que les faltaron las lluvias[54]. Como consecuencia, hubo una gran mortandad y una carestía generalizada a mediados de 1495, dramática situación que a duras penas paliaban los envíos de víveres que, de cuando en cuando, llegaban de la metrópoli. Por eso, cuando Cristóbal Colón regresó a Castilla el 10 de marzo de 1496, las dos embarcaciones iban pobremente abastecidas. Bastimentos y agua, según Las Casas, aunque insuficientes para más de doscientos españoles y treinta nativos. Se comprende así que, al dejar atrás La Española, se dirigiesen a las islas próximas por tomar algún caçabi y bastimento de comida, leña y agua, lo que no evitó que, transcurridos tres meses de navegación, padecieran gran necesidad[55].

Respecto a los animales domésticos, Michele Cuneo reconoció que en La Española se criaron cerdos, vacas, cabras, ovejas, gallinas, perros y gatos[56]. Por su parte, el Almirante insistía en que disponían de un centenar de cerdos, tantos que algunos se habían escapado y andan bravos por las montañas. Por eso unas décadas después abundaban las vacas y los cerdos, tanto salvajes como domésticos[57]. En cuanto a las cabras y las ovejas, en aquellos primeros meses tenían suficientes como para criar y, sobre las gallinas, es maravilla como multiplican y se hacen grandes. Tanto era así que cada dos meses nacían nuevos pollos y, por engordar lo suficiente, se podían consumir a los doce días[58]. Por eso el Almirante contaba con más de 450 aves, aunque una noche perdió a más de la mitad por un aguacero[59]. Así pues, no faltó la volatería, tal y como confirmó Fernández de Oviedo años después[60]. Ello explica que un memorial anónimo, que se supone redactado en julio de 1496 para justificar las actuaciones del Almirante[61], afirmase que se criaban con facilidad los cerdos y las gallinas, pero no las ovejas y las cabras. Por eso a Juan de Aguado se le recalcó que a los vecinos de La Isabela se les dejase criar puercas y gallinas, qualquier otra cosa que llevare qualquier persona, o que de allí multiplicare [62]. También se estipuló que se delimitasen pastos y cercados para el ganado y, de hecho, por las instrucciones recibidas por Nicolás de Ovando en 1501 sabemos que los gobernadores, como administradores de los bienes de la corona, disponían de algún ganado en La Española, tanto para labores militares como para cría y alimentación, como las vacas, aunque Francisco de Bobadilla lo repartió en pago a las deudas contraídas por el Almirante[63].

¿Faltaron o no faltaron, entonces, los alimentos necesarios para sobrevivir?

El propio Cristóbal Colón matizó en abril de 1494 que los mantenimientos acá se nos fazen pocos y que acudían al pan de los indios a falta de bizcochos[64]. Tampoco contaban con un almacén debidamente acondicionado, pues hasta que se edificó, los víveres se custodiaban en los barcos[65]. Algo similar reconoció Hernando Colón, quien además apuntó que en aquellas tierras las cosas no se conservaban tanto tiempo como en las nuestras [66]. Es más, la situación empeoraba durante los viajes exploratorios pues no comían sino una libra de podrido bizcocho y un cuartillo de vino, o de su brebaje. A veces se beneficiaban de los pescados, frutas, pan cazabe y otras viandas que les ofrecían los nativos, y en otras ocasiones pescaban o cazaban ellos mismos, como cuando mataron ocho lobos marinos[67].

Las fuentes coinciden en que pasaban hambre y, aunque completaran su dieta con algunos alimentos locales, las autoridades estaban preocupadas. Por eso el Almirante reclamó nuevos envíos a fines de enero de 1494, justificándose al afirmar que, de los mantenimientos que allá se cargaron, se a gastado muy gran parte [68]. Para ello organizó una expedición de regreso, encomendando el mando de la flota al capitán Antonio de Torres. Partió en febrero de 1494 con 12 de los 17 navíos de que disponían y alcanzó la costa gaditana al mes siguiente, llevando consigo un detallado memorial en el que Colón dio cuenta de la situación y enumeró sus peticiones[69]. De entre los asuntos tratados, destacó la falta de alimentos para mantener un estilo de vida a la española, lo que equivalía a garantizar la salud y buena marcha de la colonia. Carecían de trigales, viñedos, ganado, puercos y animales de tiro –ya hemos visto que no era del todo cierto– y aunque aún les quedaban tocinos, cecinas, algunos bizcochos, y algo de trigo que moler, no les durarían mucho[70]. De hecho, partida la expedición, la situación empeoró y a finales de marzo de muertos o enfermos pocos se escapaban, viéndose obligados a reducir paulatinamente las raciones[71].

Formuló así su petición general de mantenimientos, simientes y animales domésticos. Se acordó en particular de la reposición de vino, pasas, azúcar, almendras, miel e arroz con que atender a los enfermos, pues el remanente que les quedaba iba menguando. Especial atención puso en el azúcar de caña y la melaza, porque es el mejor mantenimiento del mundo y más sano, por más que añadiese la necesidad de reponer medicinas. Respecto a los animales domésticos, reclamó más ejemplares, unos para labrar la tierra y acarrear los minerales extraídos, otros para abastecer de carne a los colonos, como los carneros vivos y aun antes corderos y cordericas, más fembras que machos, y algunos becerros y becerras. No se detuvo en enumerar una lista de víveres con los que socorrerles, pues era consciente de que un asentamiento permanente requeriría un abastecimiento constante, al menos hasta que la comunidad lograra su propio sustento. Por eso, aparte de lo citado, solicitó viajes regulares, a lo cual los soberanos accedieron, estableciendo una periodicidad mensual en ambos sentidos[72]. Quizás por ello, cuando a fines de 1494 Gianotto Berardi, colaborador de los Colón, envió un memorial a los Reyes Católicos, reconoció la conveniencia de sostener la colonia con envíos periódicos de bastimentos durante dos años, tiempo en el que ellos avrán lugar y tiempo de se proveer por sí mismos[73].

Estos esfuerzos por importar víveres, cultivar las plantas europeas y criar animales domésticos en el Nuevo Mundo respondían a una actitud conservadora en lo alimentario, que pretendía dar continuidad al contexto cultural hispano allende la mar[74]. Por eso procuraban mantener sus hábitos alimenticios y, para ello, necesitaban disponer de los ingredientes a los que estaban acostumbrados. No sorprende, por ejemplo, que insistieran en recibir trigo y vid, pues el pan y el vino era elementos básicos en la dieta mediterránea. Son muchas las referencias que atestiguan la importancia dada al bizcocho como ingrediente básico, de ahí que su ausencia se considerase síntoma de una gran escasez y preludio de hambrunas, por más que existiesen sustitutivos locales o, incluso, disponibilidad de gallinas y cerdos.

2.2. Los socorros llegados de la metrópoli

Colón logró convencer a los Reyes Católicos, quienes encomendaron al obispo Juan Rodríguez de Fonseca la organización de la nueva expedición. Mientras tanto, autorizaron a Bartolomé Colón a comandar una flotilla de tres barcos, que partió rumbo a La Española con víveres y hombres de refresco. Su llegada el 24 de junio de 1494 alivió a los hambrientos colonos, aunque más les tranquilizó el conocer que se estaban organizando nuevos envíos. En octubre aún disponían de 100 cahíces de trigo y 12 toneles de vino, aunque a razón de 45 cahíces al mes, no durarían demasiado[75]. Todo ello sin contar lo que aportaban los cultivos y el ganado, incluido el centenar de ovejas que había traído Bartolomé Colón[76].

Entre tanto, Fonseca se había puesto manos a la obra y en el mes de julio presentó a los soberanos un detallado memorial[77]. Primero calculó todo lo necesario para sustentar a un millar de vecinos durante un año y posteriormente estimó su volumen o tonelaje, determinando que debían enviarse doce carabelas más una de respeto. Para facilitar la adquisición de los alimentos y contribuir a la reposición escalonada de los víveres no se organizaría una única flota, sino dos. La primera con ocho carabelas y la segunda con tres, aunque al final la corona decidió el 4 de julio de 1494 que se redujeran a cuatro navíos en un primer viaje, otros cuatro en un segundo y cinco en un tercero[78].

El primer envío lo asumió Antonio de Torres, que partió de Sevilla en octubre de 1494 y llegó a La Isabela a mediados o finales de noviembre. Regresó a España el 24 de febrero del año siguiente, mientras se organizaba la segunda remesa. Estos barcos los comandaría Juan de Aguado, que partió de Sevilla el 5 de agosto de 1495 y llegó a La Española en el mes de octubre.

¿Qué víveres se repusieron en estos envíos?

El pan, alimento principal de la población, es el primero que se tuvo en consideración. Por eso se incluyeron 600 cahíces de trigo de sus altezas en 300 toneles, y 100 cahíces de cebada de la misma procedencia. Su destino era la siembra y el horneado de pan en la colonia, descontado el cereal que debía emplearse en la elaboración de bizcochos antes de partir, que serían almacenados en 36 toneles[79]. En total 600 quintales de bizcochos, equivalentes a 75 cahíces del dicho pan de la hechura del bizcocho, resultando 310 por cahíz. Hechos los cálculos, todo parece indicar que se trataba de hogazas de algo más de dos libras, aptas para su conservación y transporte[80].

El vino, el vinagre y el aceite debía almacenarse y transportarse en vasijas o botijas, convenientemente vidriadas en su interior, enseradas con esparto en su exterior y bien selladas, para evitar pérdidas[81]. En concreto 12.000 arrobas de vino, 100 arrobas de vinagre y 410 arrobas de aceite.

El aporte cárnico lo formaban 500 tocinos y 100 vacas que debían sacrificarse y salarse, pues en el presupuesto se incluyeron las vasijas para las llevar, sumando un total estimado de 15 toneles. Además, se enviaron 300 docenas de pescado de cuero e salado, o lo que es lo mismo, escualos que se limpiaban y secaban al sol y la brisa marina, y pescados que en su procesado se incluía la deshidratación en tinas de sal. 200 quintales de queso completarían las proteínas animales, de fácil almacenaje, conservación y consumo, y de legumbres se calcularon 70 cahíces, a repartir entre habas, garbanzos y lentejas, aunque sin especificar la proporción de cada una.

Surgen dudas respecto a los 6 fardos de mostaza, emparejados con 20.000 unidades no definidas de oruga o rúcula. El hecho de que se asocien ambas plantas, común en otras listas de mantenimientos, se debe al uso de mostaza silvestre, aunque una diferencia tan significativa sugiere que la oruga no se contabilizó en fardos. De hecho, consta que en 1503 una partida de oruga para la armada de Juan Bermúdez se contabilizó en panecillos, asignándosele un precio de 55 maravedíes el millar[82].

200 quintales de pasas e higos y 30 quintales de frutos secos, a repartir equitativamente entre avellanas, nueces y almendras con su cáscara, 3.000 manojos de cebollas, 5.000 ristras de ajos, 50 arrobas de azúcar, al precio de 1 ducado la arroba, 60 arrobas de miel, también en vasijas, 10 botas de melaza y otras semillas y legumbres sin especificar cerraban la lista de víveres. También se consideró el ganado, uno destinado a fuerza de tiro o cabalgadura, como las 12 yeguas y los 12 asnos e asnas; otro al sustento de la población, como los 100 carneros, e ovejas e cabras, los 20 terneros y las 400 gallinas –algún gallo las acompañaría–.

Así pues, se distribuyeron los víveres en dos envíos: En el primero se incluyeron de 400 cahíces de trigo, 50 de cebada, 400 quintales de bizcocho, 4.000 arrobas de vino, 500 de vinagre y 246 arrobas de aceite; 40 libras de habas, garbanzos e otras semillas, 250 tocinos, 50 vacas –ya despiezadas y saladas–, 100 quintales de queso, 200 quintales de higos y pasas, 15 cahíces de almendras, avellanas y nueces; 300 docenas de pescado de cuero e salado, 4.000 manojos de cebollas y 5.000 ristras de ajos; 50 arrobas de azúcar, 6 fardos de mostaza y la mitad de la oruga, 300 arrobas de miel, 10 botas de melaza, las semillas, las hortalizas y el ganado.

No parece que solventasen un mal endémico en la colonia pues, al decir de Las Casas, la situación era crítica a la llegada de Juan de Aguado, especialmente en La Isabela. Según este autor apenas tenían para comer una escudilla de trigo, mal molido o cocido, una loncha de tocino rancio, una tajada de queso podrido, algunas habas o garbanzos y escasísimo vino, siendo muchos los que estaban hambrientos, flacos y enfermos. Tan sólo los sanos, a costa de lo que saqueaban en los poblados nativos, tenían mayor sustento[83].

Al siguiente envío –el que comandó Juan de Aguado– le correspondieron 200 cahíces de trigo, 50 de cebada, 200 quintales de bizcocho, 8.000 arrobas de vino, 500 arrobas de vinagre, 164 de aceite, 300 libras de habas, garbanzos y otras legumbres, 50 vacas, 250 tocinos, 100 quintales de quesos y 15 cahíces de almendras, nueces y avellanas, y 30 arrobas de miel. Un memorial de 9 de abril de 1495 enumera lo que debía enviarse en esta ocasión[84], aunque además disponemos de otros documentos y cuentas detalladas que nos informan de la procedencia, características o envasado de algunos de estos víveres[85].

Conocemos hasta los nombres de los panaderos bizcocheros sevillanos que recibieron las distintas partidas de trigo para elaborar los panes, cereal que en parte llegó de Utrera, Los Palacios y El Bodegón del Rubio. El vino se compró en las poblaciones de Guadalcanal, Alanís, Cazalla, Aznalcázar y Villalba del Alcor, siempre de la cosecha del año y acudiendo directamente a las bodegas de la zona. Respecto al vinagre, se compró en Aznalcázar, Villalba del Alcor, Manzanilla, Medina de las Torres y Montemolín, elaborado, según se cita en algunos casos, a partir de vino del año anterior.

El pescado de cuero se adquirió en Palos de la Frontera, donde se compraron docenas de chancareles, cañabotas, albarinos y carajudos, todas ellas variedades de cazones[86]. Nada se dice de otras especies y técnicas de conservación, aunque expediciones posteriores evidencian que también era frecuente el embarque de sardinas salpresadas y pescados en salazón, desde boquerones hasta pescadas o atunes. En cuanto a los tocinos, en 1495 llegaron de distintas poblaciones de la sierra norte sevillana y la actual provincia de Badajoz.

Un nuevo convoy, fletado por Berardi y Vespucci en febrero de 1496, naufragó poco después de partir de Sanlúcar de Barrameda[87], por lo que la agonía de los colonos se prolongó hasta el mes de julio, cuando los tres barcos comandados por Peralonso Niño alcanzaron la costa norte y desembarcaron en La Isabela[88]. Colón vio partir esos barcos a su llegada a la Península, aunque algunos víveres llegaron mohosos y podridos[89].

Conocemos con detalle los alimentos remitidos en los tres navíos, que en su mayoría procedían de lo que pudo salvarse de la flotilla anterior[90]. Todo embarcado en junio de 1496, en salvamento de los vecinos de La Española:

219 cahíces y 5 fanegas y media de trigo, procedente de diversas localidades del arzobispado de Sevilla, al igual que los 35 cahíces y una fanega de cebada. Todo ello sin contabilizar los bizcochos, de los que se embarcaron 300 quintales, en este caso horneados en Lebrija y en Jerez.

De vino se embarcaron 43 toneles, de los que apenas conocemos una partida de 66 arrobas vino blanco que sobrevivió al naufragio anterior, cuando se adquirieron 3.300 arrobas de vino de Manzanilla y Villalba del Alcor, que había sido contratado antes de vendimiarlo en el mes de julio de 1495 y que, elaborado ya el mosto y el vino limpio, se trasladó a Sevilla en el mes de noviembre de ese año[91]. Respecto al vinagre, en su mayoría de Jerez de la Frontera, se enviaron 6 pipas y 4 botas, y de aceite apenas 2 pipas.

De pescado, se incluyeron 3 barriles de atún, despiezado y salado, y 500 unidades de pescado de cuero, que en una anotación se identifican con cazones y en otra se distingue entre chancareles y albariños. Algunos procederían también de la armada anterior, para la que se adquirieron cazones, piques, albariños, chancareles, cañabotas y niotos, al parecer en el puerto o la alota de Palos de la Frontera.

También se embarcaron 8 barriles de carne salada, restos de la envasada para la expedición anterior y que se elaboró a partir de distintas reses vacunas, según un listado de animales adquiridos, su peso y su precio. De los 70 tocinos remitidos en julio, 22 procedían de la fallida armada y 58 eran nuevos. Los primeros se compraron en la sevillana localidad de Burguillos y en los pueblos de Usagre, Villafranca y la Puebla de Sancho Pérez; los segundos fueron traídos de Segura de León y Bodonal de la Sierra. O sea, que salvo la partida de Burguillos, todos procedían de la Baja Extremadura.

Algunos alimentos respondían a las necesidades de los enfermos o, al menos, a la petición que en su día formulara Cristóbal Colón para tales fines, según se ha visto. En concreto un barril con 3 arrobas de almendras peladas y 36 panes o piezas de azúcar, reunidas en una caja y que pesaron 6 arrobas y 22 libras. También se adquirieron 26 quintales y medio de uvas pasas, repartidos en 31 seras o serones, unas procedentes de Málaga y otras que se compraron a un moro de Motril.

Finalmente, nada se dijo en junio de lo sucedido con los quesos comprados en Burguillos o de los garbanzos adquiridos en Coria y la Puebla del Río, que o bien se perdieron, o no se contabilizaron en el mes de junio.

Una comparativa con los envíos de 1495 evidencia que esta remesa de víveres no era tan abundante como se pudiera esperar, por más que Las Casas asegurase que en las bodegas de las naves todo era bastimentos. Al fin y al cabo, la demanda era tal que la llegada de la flotilla de Peralonso Niño causó gran júbilo entre los vecinos de La Isabela, porque todos sus principales males eran de hambre [92].

¿Cuánto tiempo les duraron los víveres? ¿Cuáles se quedaron en La Isabela y cuáles se enviaron a Santo Domingo u otros enclaves? ¿Hasta qué punto los colonos dependían de los bastimentos importados?

El siguiente salvamento vino a comienzos de 1498, cuando Cristóbal Colón gestionó la partida de dos navíos comandados por Pedro Fernández Coronel, pues había dejado a la gente con gran necesidad de muchas cosas indispensables para el mantenimiento general [93]. El Almirante tuvo que esperar unos meses, pues no se hizo a la mar hasta finales de mayo, cuando emprendió el tercer viaje colombino con otros seis barcos. De ellos, tres tomaron rumbo a La Española cuando la flota alcanzó las islas Canarias, mientras que el resto de la expedición viró hacia el Sur, alcanzando la isla de Trinidad la tierra continental americana[94]. Si la avanzadilla de la flota llegó a La Española a fines de marzo o comienzos de abril, los tres navíos que se separaron en las Canarias lo hicieron en julio y Colón no arribó en Santo Domingo hasta finales de agosto. Ninguno de estos barcos suplió directamente la carencia de víveres en La Isabela, pues los dos primeros trasladaron cuanto traían a Santo Domingo por decisión de Bartolomé Colón, los tres siguientes cayeron en poder de los rebeldes de Francisco Roldán y los tres últimos, tras su periplo por las costas de Tierra Firme, vaciaron lo que quedaba en sus bodegas en la nueva capital[95].

2.3. Los comienzos de una fusión gastronómica

Las fuentes inciden en las dificultades encontradas y en la escasez, demanda o recepción de víveres importados, pero lo cierto es que algunas referencias obligan a matizar el rechazo a los productos autóctonos. Es más, aparte del consumo ocasional de alguna fruta exótica o los beneficios de la caza, las reiteradas alusiones a la obtención de alimentos locales sugieren que su consumo fue más habitual de lo que pudiera suponerse. Las Casas nos recuerda que algunos españoles robaban o exigían a los nativos toda la comida de que disponían, hasta el punto de engullir mucho más de lo necesario[96]. Asimismo hubo ocasiones en las que los caciques sellaron su colaboración o sumisión con la entrega de vituallas, como los inmensos dones de uno y otro pan, esto es, del de raíces y del de maíz (…), innumerables jutías, es decir, conejos isleños, peces asados y hasta iguanas con los que el cacique Behechío agasajó a Bartolomé Colón[97].

La aceptación española de los alimentos autóctonos respondía a una necesidad, más que a un interés, pues la imposibilidad de importar todos los víveres o de reproducir la dieta europea en las Antillas les forzó a considerar las alternativas que ofrecían aquellas tierras. Ahora bien, no fue sólo cuestión de probar lo que caía en sus manos, pues en este proceso de intercambio se produjo un intento de adaptación de los nuevos ingredientes a los hábitos alimenticios hispanos. El resultado fue dispar, pues si algunos productos fueron aceptados con relativa facilidad, otros nutrientes horrorizaban a los europeos, como hormigas, reptiles, gusanos y, en general, todo aquello excesivamente ajeno a lo que estaban acostumbrados[98].

La abundancia y variedad de frutas garantizaba la disponibilidad de un complemento alimenticio que partía del intercambio con los nativos o de la propia experimentación de los europeos. Ahora bien, frente al optimismo de Coma, que imaginó unas islas fértiles y exuberantes[99], Cuneo nos presenta algunos árboles cuyos frutos, aun comestibles, no eran del agrado europeo[100]. Eso sí, sirvieron para alimentar al ganado, lo que facilitó su aclimatación.

En muchos casos los colonos quisieron ver semejanzas con las frutas y frutos del viejo continente, como las uvas, nueces, manzanitas o higos, aunque en realidad eran especies muy distintas. En La Española abundaban los jobos (Spondias mombin), de forma y sabor muy semejante a las ciruelas, pero algo mayor, al decir de Anglería, y que por su abundancia se usaban para alimentar a los cerdos, de ahí que su carne fuera más sabrosa[101]. Los cronistas también describieron otras plantas comestibles, como la guasuma (Guazuma ulmifolia) y el lerén (Goeppertia allouia). Respecto al mamey (Mammea americana), hicieron constar su similitud al melocotón y su habitual consumo en el área antillana, y de la piña (Ananas comosus), sabemos que fue enviada a la metrópoli para degustación de la corte, aunque no aguantó bien el transporte. Ésta no fue habitual en la mesa colombina, pues no nos ha llegado ninguna noticia al respecto, aunque unas décadas después la piña era un manjar del que disfrutaron autores como Anglería o Fernández de Oviedo[102].

Por otra parte, las fuentes coinciden en la importancia dada a los granos o raíces panificables, fruto de la relevancia que tenían en la dieta local y de su similitud en aspecto y uso al bizcocho español. De hecho, en octubre de 1495 el propio Almirante expuso las características generales del maíz, el ajé, la yuca y hasta el maní (Arachis hypogaea), esa fruta que debajo de la tierra naze [103]. El maíz (Zea mays) no era tan importante en la dieta caribeña como lo fue en áreas continentales, aunque era un complemento a otros alimentos[104] y, a juicio de Colón, un mantenimiento preçiosísimo. Confundido en ocasiones con el panizo europeo, fue descrito con detalle por Coma, quien hizo notar que de él se obtenía una harina muy fina, con la que los nativos elaboraban un pan de buen sabor[105]. Hernando Colón constató que también se podía consumir cocido, o tostado y molido, y Gonzalo Fernández de Oviedo reconoció que lo había cultivado y degustado en su casa. Por eso López de Gómara confirmó que su consumo era generalizado, a falta de trigo u otro cereal[106].

El pan cazabe, realizado a partir de la yuca o mandioca (Manihot esculenta), fue otros de los recursos disponibles en la isla, que los cronistas no dudaron en describir con mayor o menor detalle[107]. Era tan abundante y común entre los nativos que los primeros escritos colombinos ya lo consideraban el pan de los indios. Cuneo fue el primero en constatar que los españoles no tardaron en probarlo y comerlo, pues a los nuestros les ha sacado de apuros [108], por más que no fuera de su total agrado. Recuérdese, por ejemplo, la noticia de que Colón y sus acompañantes recibieron abundantes donativos de este pan durante su viaje exploratorio de mediados de 1494[109]. Tanto Cuneo como Fernández de Oviedo detallaron su proceso de elaboración, al constituir el principal pan, y mayor y más necesario manjar que los indios tienen, y el propio Almirante alardeaba en el mes de abril de que nuestra gente lo fase tan bien como ellos y sabe mejor que vizcocho[110]. Por eso dos años después, al regresar Colón hacia Castilla y detenerse en la isla de Guadalupe, hallaron aparejo para hacer caçabi [111] y, como sabían la manera en que ellos preparaban su pan, echaron mano a la masa y se pusieron a elaborarlo, reuniendo cantidad suficiente para unos veinte días de viaje[112]. También lo reconoció Francisco Roldán quien afirmó que en 1496 ya disponía de un cazabal que tenía comprado para mi mantenimiento y casa (…) y físelo pan, de donde se fisieron seiscientas[113].

Lo mismo podría decirse de los ajés, batatas o boniatos (Ipomoea batatas), cultivados con extrema facilidad y confundidos en ocasiones con el ñame, que es africano. Los españoles los aceptaron desde un primer momento y, de hecho, los Reyes Católicos probaron estas raíces dulces en 1493[114]. Tal era la asiduidad de su consumo en 1494 que Álvarez Chanca alabó su excelencia y afirmó que de ellos fazemos acá muchas maneras de manjares, tan común y sabroso que nos tiene a todos muy consolados[115]. Coma enumeró incluso algunas elaboraciones y, aunque su narración es fantasiosa, no puedo menos que dejar constancia de ello:

Comidos crudos, como solemos preparar las ensaladas, se parecen a las chirivías; asados, a las castañas; y si los tomas cocidos con carne de cerdo, se te antojaría estar tomando calabazas; si los rocías con leche de almendras no catarás nada más suculento, ni devorarás nada con más gula. Son viandas muy apropiadas para todos los guisos culinarios y los usos de las tabernas, agradables por su variedad y muy gratas de sabor [116].

Anglería y Fernández de Oviedo también degustaron este tubérculo, del que aprendieron a distinguir algunas variedades. No sólo por su fisonomía y modo de cultivo, sino por su sabor, pues el segundo de ellos reconocía que la batata era melosa, más delicada y sabrosa que el agé, y parecida a gentiles mazapanes[117]. Los españoles solían degustarla de cuando en cuando, aunque reconocía que los ajés assados y con vino son muy cordiales de noche sobre la mesa; y en la olla son buenos; y hazen las mujeres de Castilla diversos potajes y aún fructa de sartén. No iban muy desencaminados, pues aún hoy se distingue entre batatas y boniatos[118]. Aunque son variantes de la misma especie, las primeras son de pulpa más anaranjada y de sabor más dulce, que recuerda a la calabaza. Los boniatos, en cambio, tienen una pulpa más pálida y firme, menos dulce y con aromas a nueces.

Menos alusiones brindaron los primeros cronistas a las calabazas americanas y respecto a los frijoles que conocieron en las Antillas, pasaron desapercibidos por su similitud a las legumbres importadas, por un aparente escaso interés y por la disponibilidad de habas europeas, aunque no renunciaron a su consumo[119].

Respecto a la fauna americana, si los soberanos se maravillaron con los papagayos[120] y los gallipavos[121], que son mejores que pavos y gallinas[122], en la colonia fue frecuente el consumo de todo tipo de aves. Álvarez Chanca ya mencionó su existencia y Anglería cita ánsares, tórtolas y ánades, en su tendencia a buscar parecidos con las especies del Viejo Mundo[123]. Tómese como ejemplo una alusión de Cristóbal Colón a unas palomas muy grandes, tan sabrosas como las perdizes de Castilla, que probó durante la exploración de las islas de Cuba y Jamaica[124], y que debieron ser palomas jamaicanas (Patagioenas caribaea). Por su parte Cuneo distinguió tres variedades de papagayos y reconoció haberlos comido muchas veces, citando además halcones, golondrinas, palomas como torcaces, gorriones y algunos pajarillos silvestres[125] .

Otros animales resultaban más extraños, como las iguanas (Cyclura ricordi), que tenían la primacía entre los manjares locales y, pese al rechazo inicial, deleitaban a quienes las probaban, según Anglería[126]. Los españoles confundieron a las jutías (Plagiodontia aedium) con los conejos europeos y, tal y como afirmó Álvarez Chanca, dicen que es muy bueno de comer [127]. Así ocurrió en abril de 1494, durante la expedición a la isla de Cuba[128], o en 1496, cuando Bartolomé Colón fue agasajado por el cacique de Behechío[129]. Algunos cronistas llegaron a distinguir algunas variedades e hicieron constar su abundancia, aunque el exceso de caza y consumo provocó su escasez a mediados del siglo XVI[130].

La costa circundante de La Isabela era muy rica en peces según Álvarez Chanca, de los cuales tenemos mucha neçesidad por el careçimiento de carnes[131]. También reconocía que eran muy saludables, pese a que el calor y la humedad dificultaban su conservación. Las Casas citó la existencia de sábalos, sardinas y lizas en aguas caribeñas[132] y Cuneo mencionó la abundancia de pesca, enumerando pulpos, langostas, lobos marinos, lizas, róbalos, camarones, atunes, bacalaos, delfines y otras especies más sorprendentes para él, además de tiburones y tortugas que, en estos casos, confirmó que son buenísimos de comer[133] . No se alejó mucho de lo referido por Cristóbal Colón en enero de 1494, cuando a la lista anterior sumó langostinos y salmonetes bien grandes[134]. Algo más de un año después el Almirante hizo constar la abundancia de cazones y hasta la existencia de un pescado que acá llaman manetí, que es mayor que un bezerro y la carne deste no tiene comparación con todo lo otro[135]. Este mamífero (Trichechus manatus) sería el pescado del tamaño de un buey que Coma identificó en aquellas aguas, reconociendo que tenía un sabor suculento, parecido a la ternera[136]. Por su parte, Hernando Colón mencionó que, durante las expediciones exploratorias, los españoles consumieron pescado ahumado, ya fuera elaborado por ellos, recibido de los nativos o sustraído de sus chozas[137].

La falta de especias –habituales en los fogones hispanos y uno de los productos rentables que esperaban explotar– llevó a los primeros cronistas a fantasear sobre su abundancia en aquellas lejanas costas, que aún suponían en los confines de Asia. No obstante, la única planta que pudo recibir tal consideración y alcanzó popularidad fue el ají. Cristóbal Colón ya lo probó en 1493[138] y Álvarez Chanca lo elogió como condimento picante, explicando que los nativos lo incorporaban al pan cazabe y a los guisos de pescados y aves. López de Gómara[139] lo incluyó entre los alimentos seleccionados por Cristóbal Colón para mostrar a los Reyes Católicos –especia de los indios que les quemó la lengua– y Anglería identificó algunas variedades y reconoció su rápida difusión por Europa. Más nos interesan los comentarios de Fernández de Oviedo, quien además de corroborar lo expresado por el autor anterior, reconoció que los españoles afincados en las Antillas lo consumían con la misma asiduidad que los nativos[140].

3. Luces y sombras de aquel encuentro gastronómico

Llama la atención la disparidad de noticias transmitidas por las fuentes, que se sitúan entre la inanición y la opulencia. Incluso el propio Almirante expresaba ideas contradictorias, al ensalzar la fertilidad de aquellas tierras en unos escritos y solicitar ayuda en otros ante la falta acuciante de víveres.

¿En qué quedamos?

El análisis comparado de las fuentes, atendiendo a su mayor o menor conocimiento directo de los hechos, el abastecimiento constante de víveres y la paulatina asimilación de algunos alimentos autóctonos permiten llegar a varias conclusiones:

La primera, que aquella comunidad hispana, pese a las enfermedades, las guerras y a las dificultades de aclimatación, pudo alimentarse lo suficiente como para subsistir, por más que diversas circunstancias, incluido el déficit nutricional, ocasionasen enfermedades y muertes. Todo ello sin olvidar el tremendo precio que pagaron las poblaciones nativas, que sufrieron las consecuencias de su conquista y explotación, de la destrucción de sus ecosistemas y del contagio de nuevas enfermedades.

La segunda conclusión es que las noticias contradictorias se deben a varios condicionantes: El primero, la necesidad de justificar aquella costosa empresa, lo que llevó a ensalzar la fertilidad y la riqueza de aquella isla caribeña; el segundo argumento a considerar es la convicción de que, pese a las evidentes dificultades, serían capaces de aclimatarse mucho más rápido de lo que la realidad les demostró. Esta actitud no tuvo más remedio que convivir con enfoques más realistas, que evidenciaban la dureza de la situación. Es posible que hubiese alguna exageración, buscando cierto enaltecimiento de aquellos aventureros, una pronta ayuda desde la metrópoli o una crítica hacia las actuaciones de algunos de los actores implicados en la conquista.

Todos estos factores contribuyen a ensombrecer la realidad de aquel primer acercamiento entre dos mundos que, en lo alimentario, ofreció sus frutos unas décadas después. Ahora bien, desde un primer momento se constata un acercamiento a los productos autóctonos y una progresiva aclimatación de algunas plantas y animales europeos, que facilitó progresivamente la supervivencia de la colonia.

La gastronomía hispana en el Caribe del quinientos no puede entenderse sin la combinación de los víveres suministrados con regularidad desde la metrópoli, de los producidos en el ámbito insular –ora autóctonos, ora foráneos– y sin la circulación de excedentes desde los distintos territorios americanos. Estos aportes diversos contribuyeron a la subsistencia de la sociedad resultante, y al desarrollo de peculiaridades alimentarias que afloran en las fuentes documentales y narrativas. El resultado tardaría en ofrecer sus frutos, expuestos a una evolución que caminó al ritmo de los movimientos poblacionales –recuérdese la inmigración africana, francesa…– y de los cambios culturales, pero es indiscutible que aquellos primeros intercambios fueron la base de una cultura gastronómica que hoy brilla con luz propia.

4. Fuentes y bibliografía citadas

Crónicas y colecciones documentales

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[1] Abreviaturas utilizadas: AGI = Archivo General de Indias; Colección documental del Descubrimiento = CDD.

[2] En su obra, Crosby reflexiona sobre el hecho de que las comunidades humanas, como cualquier otra especie, están expuestas a procesos de cambios biológicos. En este sentido, el choque cultural de la exploración y conquista española fue también un revulsivo para los ecosistemas americanos, afectando a muchas especies e incidiendo en la salud y en la vida diaria de los nativos. Crosby 1991.

[3] Sobre el valor cultural de la gastronomía y las etapas de este proceso de adaptación alimentaria, véase Piqueras Céspedes 1997, pp. 77-78, 93-102.

[4] Crosby 1991, pp. 69-127.

[5] Para contextualizar esta población y su corta historia véase Varela Bueno 2010b; Gil Fernández y Varela Bueno 2013.

[6] Piqueras Céspedes 1998, p. 212.

[7] Colón 2020, cap. LII, pp.195-196.

[8] Las Casas 1875, lib. I, cap. XCII; t.II, p. 40; Piqueras Céspedes 1998, pp. 214-215; Varela Bueno 2010b, p. 78; Gil Fernández y Varela Bueno, 2013, pp. 261-262.

[9] El propio Cristóbal Colón padeció varias dolencias y enfermedades antes, durante y después del período que nos ocupa. Varela Bueno 2010a; Guerra, 1988; Cordero del Camino, 2000.

[10] Gil Fernández y Varela Bueno 2013, p. 255; Las Casas 1875, lib. I, cap. XC; t.II, p. 72.

[11] Carta relación de Cristóbal Colón, de 15 de octubre de 1495. AGI, PATRONATO, 296B, R.1. CDD, n. 315, t.II, pp. 840-852, pp. 841-842.

[12] Colón 2020, cap. LX, p. 220.

[13] Gil Fernández y Varela Bueno 2013, p. 263.

[14] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXIII; t.II, p. 136; Gil Fernández y Varela Bueno 2013, pp. 277-278.

[15] Anglería 1984, Década I, cap. V, p. 89.

[16] CDD, n. 433, t.II, p. 1162.

[17] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXVI; t.II, p. 148; Anglería 1984, Década I, cap. V, p. 92.

[18] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXVII; t.II, pp. 150-153; Gil Fernández y Varela Bueno 2013, pp. 279-280.

[19] Anglería 1984, Década I, cap. V, p. 87; Las Casas 1875, lib. I, cap. CXIII y CXV; t.II, pp. 136-137, 143.

[20] Carta de 10 de octubre de 1499. CDD, n. 433, t.II, pp. 1161-1166, en particular 1162-1163.

[21] Anglería 1984, Década I, cap. V, p. 95.

[22] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXVII; t.II, pp. 150-153.

[23] Las Casas 1875, lib. I, cap. CLVII; t.II, p. 222; Colón 2020, cap. LXXXIV, p.308; Gil Fernández y Varela Bueno 2013, pp. 261-262.

[24] Instrucciones de 16 de septiembre de 1501. AGI, INDIFERENTE, 418, L.1, f. 39 r - 42 r. Publicado por Fernández de Navarrete 1879, t. XXXI, pp. 13-25. Para contextualizar esta expedición véase Mira Caballos 2014.

[25] Piqueras Céspedes 1998, p. 217.

[26] Respecto a las diversas fuentes para el estudio de los viajes colombinos, véase León Guerrero 2006, pp. 112-129.

[27] CDD, documentos n. 65, 108, 121, 122, 123; t.I, pp.319-320, 390, 419-421.

[28] Piqueras Céspedes 1997, pp. 77-79; Ladero Quesada 2006; Valles Rojo 2006, pp. 75-81.

[29] Fernández de Oviedo 1959, lib.II, cap.IX; t.I, pp. 36-37.

[30] Un análisis global de los alimentos embarcados para estos viajes puede verse en Ladero Quesada 2006; Aznar Vallejo 2014.

[31] León Guerrero 2002, pp. 84-85.

[32] 29 de mayo de 1493. AGI, PATRONATO, 9; ed. CDD, n. 119, t.I, pp. 412-417.

[33] Instrucciones recibidas por Juan de Aguado sobre la administración de los bastimentos, s. f. [9 de abril de 1495]. Autógrafos de Cristóbal Colón, pp. 1-6; CDD, n. 276, t.II, pp. 773-775.

[34] Gil Fernández y Varela Bueno 2013, p.256; Varela 2010b, p. 72.

[35] Real cédula de 1 de junio de 1495. CDD, n. 296, t.II, p. 806.

[36] Anglería 1984, Década I, cap. I, p. 48.

[37] Las Casas 1875, lib. I, cap. LXXXIII, t.II, p. 3.

[38] López de Gómara 2021, cap.XX, pp. 96-97.

[39] Varela Bueno 2010b, p. 70; Piqueras Céspedes 1998, p. 215.

[40] Colón 2020, cap. L, p.191.

[41] Las Casas 1875, lib. I, cap. LXXXVIII; t.II, pp. 21-22.

[42] Crosby 1991, pp. 12-38.

[43] Las Casas 1875, lib. I, cap. XC; t.II, p. 29.

[44] Coma 1984, pp. 197-198.

[45] Carta relación de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, 20 de enero de 1494. Se incluye en el Libro copiador de Cristóbal Colón, AGI, PATRONATO, 296B, ff. 3 v - 9 r.; CDD, n. 183; t. I, pp. 523-538, en concreto pp. 533-535.

[46] Anglería 1984, Década I, cap. III, pp. 64-65.

[47] Colón 2020, cap. LII, p.197.

[48] Carta relación de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, 20 de abril de 1494. Se incluye en el Libro copiador de Cristóbal Colón, AGI, PATRONATO, 296B, ff. 9 r. 12 r.; CDD, n. 190; t. I, pp. 563-573, en concreto p. 572.

[49] Cuneo 1984, p. 248.

[50] Carta relación de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, 26 de febrero de 1494. Se incluye en el Libro copiador de Cristóbal Colón, AGI, PATRONATO, 296B, ff. 12 r. - 23 r. Editado en la CDD, n. 256; t. II, pp. 721-746, en concreto pp. 721-722.

[51] Fernández de Oviedo 1959, lib.VIII, cap.I; t.I, pp. 245-250.

[52] AGI, PATRONATO, 9, N.1, ff. 81 r. - 82 r.; CDD, n. 275; t. II, pp. 771-773.

[53] Varela Bueno 2010b, p. 68.

[54] CDD, n. 315, t.II, pp. 843-844, 850; Anglería 1984, Década I, cap. IV, p. 80.

[55] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXI; t.II, pp. 124-126; Robles Macías 2017, p. 49.

[56] Cuneo 1984, p. 248.

[57] Fernández de Oviedo 1959, lib.XII, cap.X; t.II, pp. 38-39. La importancia de los animales domésticos europeos en la alimentación de los colonos de La Española, así como el uso militar y coercitivo de perros y caballos, ha sido recalcada por Piqueras Céspedes 1998, pp. 84-91.

[58] Carta relación de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, 20 de abril de 1494; ed. cit., p. 572.

[59] Varela Bueno 2006, p. 154.

[60] Fernández de Oviedo 1959, lib.XIII, cap.III; t.II, p. 71.

[61] AGI, PATRONATO, 170, R.9. Véanse las reflexiones sobre el mismo en Varela y Gil, 1984, pp. 262-265.

[62] Instrucciones recibidas por Juan de Aguado; ed. cit., p.3.

[63] AGI, INDIFERENTE, 418, L.1, f. 41 r.

[64] Carta relación de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, 20 de abril de 1494; ed. cit., t.I, p. 572.

[65] Gil Fernández y Varela Bueno 2013, pp. 254-255; Varela Bueno 2010b, p. 72.

[66] Colón 2020, cap. LII, p.198.

[67] Las Casas 1875, lib. I, cap. XCVII; t.II, pp. 65-66.

[68] Carta de 20 de enero de 1494; CDD, n. 183; t. I, pp. 523-538.

[69] Memorial entregado por Cristóbal Colón a Antonio de Torres, para que transmita sus peticiones a los Reyes Católicos. La Isabela, 30 de enero de 1494. Se conserva un aparente original en el Archivo Ducal de la Casa de Alba y una copia en el Registro de Hernán Álvarez, AGI, PATRONATO, 9, R.1, ff. 124 r - 129 r.; Ed. Varela 1982, pp. 147-162; CDD, n. 184; t. I, pp. 539-555. Puede verse un exhaustivo análisis de este memorial en León Guerrero 2002, pp. 278-289.

[70] Colón 2020, cap. LII, p.198; Varela Bueno 2010b, p. 72.

[71] Las Casas 1875, lib.I, cap. XCII; t.II, p. 40.

[72] Las Casas dedica todo un capítulo a las peticiones y noticias que recibieron con Antonio de Torres, transcribiendo algunas cartas de los Reyes Católicos. Véase Las Casas 1875, lib.I, cap. CIII; t.II, pp. 90-95, en concreto p. 93.

[73] Memorial de Gianotto Berardi. AGI, PATRONATO, 170, R.3; CDD, n. 260; t. II, pp. 754-758. Berardi fue un florentino involucrado con la financiación de la empresa colombina. Véase Varela Bueno 1988.

[74] Piqueras Céspedes 1998, pp. 80-84.

[75] Carta relación de 15 de octubre de 1495. Ed. cit., t.II, p. 849.

[76] AGI, CONTRATACION, 5089, lib.I, f. 106 r. Cit. Gil y Varela, “La conquista y la implantación de los españoles”, 2013, p. 256.

[77] Memorial de 1 de julio de 1494. AGI, PATRONATO, 9, ff. 58 r. - 62 v. CDD, n. 204; t. II, pp. 631-643.

[78] Cartas de los Reyes Católicos, de 3 y 4 de julio de 1494. AGI, PATRONATO, 9, ff. 63 r. y 64 r. - 65 v.; CDD, n. 208 y 209; t.II, pp.646-649.

[79] Sánchez de Mora 2022, p. 113-114.

[80] Los 75 cahíces, que sumaban un total de 600 quintales, ofrecen un cálculo de 8 quintales el cahíz, o sea, 800 libras castellanas. Dado que cada cahíz sumaba 305 unidades de pan, cada quintal reunía unos 38 panes de algo más de dos libras cada uno, peso habitual para la hogaza tradicional castellana.

[81] Tan sólo se menciona su transporte en vasijas, pero por otras referencias posteriores conocemos el modo en que se envasaban estos líquidos y como se protegían los recipientes con canastas de esparto o “seras”, de ahí que estuviesen “enseradas” para evitar roturas. Véase Sánchez de Mora 2022, p. 134.

[82] Así aparece recogido en las cuentas de la Casa de la Contratación. Véase Ladero Quesada 2008, pp. 85 y 201.

[83] Las Casas 1875, lib. I, cap. CVIII; t.II, p. 114.

[84] CDD, n. 275; t.II, pp. 771-775.

[85] AGI, CONTRATACION, 3249, L.I, ff. 31 - 39; CDD, n. 309 y 310; t.II, pp. 823-830.

[86] “Cañabota”, “albarino” o “albariño” y “carajudo”, son términos asociados al cazón (Mustelus mustelus) y otras especies de escualos similares. Lo mismo podría decirse de otros términos, como “nioto” o “pique”. Véase Ictioterm.

[87] Varela Bueno 1988, pp. 56-57; Gil Fernández y Varela Bueno 2013, pp. 260-261; Robles Macías 2015.

[88] Robles Macías 2018.

[89] Anglería 1984, Década I, cap. V, p. 86; Las Casas 1875, lib. I, cap. CXI; t.II, p. 127.

[90] AGI, CONTRATACION, 3249, ff. 121 r. - 132 r.; Robles Macías 2018, pp. 19-20.

[91] Respecto a todo lo comprado para la primera expedición de 1496, véase AGI, CONTRATACION, 3249, ff. 84 r - 87 v.

[92] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXIII; t.II, p. 134.

[93] Colón 2020, cap. LXIV, p. 254. Véase también Las Casas 1875, lib. I, cap. CXII y CXIX; t.II, pp. 129, 160.

[94] Carbonell 1985.

[95] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXIX, CXXX y CXLVIII; t.II, pp. 160-161, 222, 310-313; Colón 2020, cap. LXXVI-LXXVIII, pp. 285-293.

[96] Las Casas 1875, lib. I, cap. XC; t.II, pp. 73-74.

[97] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXIV y CXVI; t.II, pp. 139 y 147; Anglería1984, Década I, cap. V, p. 91.

[98] Piqueras Céspedes 1997, pp. 80-81, 118-138.

[99] Coma 1984, p. 197-198.

[100] Cuneo 1984, pp. 245-246.

[101] Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 174-191.

[102] Gonzalo Fernández de Oviedo dedica su libro VII a las plantas americanas y el VIII a los árboles frutales, detallando sus descripciones y usos, incluido el alimenticio. Fernández de Oviedo 1959, lib.VII; t.I, pp. 225-277; Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 185-186.

[103] Carta relación de 15 de octubre de 1495. Ed. cit., t.II, pp. 844-845.

[104] Fernández de Oviedo 1959, lib.VII, cap.I; t.I, pp. 226-230.

[105] Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 145-147.

[106] López de Gómara 2021, cap. XVII, p. 93; Pérez Samper 2015.

[107] Fernández de Oviedo 1959, lib.VII, cap.I; t.I, pp. 230- 233; Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 149-151.

[108] Cuneo 1984, p. 247.

[109] Colón 2020, cap. LVIII, p. 213; Las Casas 1875, cap. XCIV; t.II, p. 51.

[110] Carta relación de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, 20 de abril de 1494. Ed. cit., t.I, p. 572.

[111] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXI; t.II, p. 126.

[112] Colón 2020, cap. LXII y LXIII, pp. 248 y 251.

[113] CDD, n. 433, t.II, p. 1163.

[114] López de Gómara 2021, cap. XVII, p. 93.

[115] Álvarez Chanca 1984, p. 173. Tradicionalmente se ha asumido que esta carta iba dirigida al cabildo municipal de Sevilla, aunque otras voces argumentan que iba destinada al obispo Fonseca. Sagarra Gamazo 2009.

[116] Coma 1984, p. 189; Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 152-156.

[117] Fernández de Oviedo 1959, lib.VII, cap.III y IV; t.I, pp. 233-235.

[118] Ajé, boniato, batata y camote son términos alusivos a la misma especie, aunque se constatan algunas variedades a las que, según las regiones, se asocia uno u otro término.

[119] Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 156-158, 191.

[120] Los loros, guacamayos y papagayos pertenecen a la familia Psittacidae. No obstante, la especie endémica de La Española es el trogón, también denominado papagayo (Priotelus roseigaster). Quizás por ello Las Casas distinguió en la isla de Guadalupe los papagayos de los guacamayos, “grandes, colorados (…), que son como gallos”. Véase Las Casas 1875, lib. I, cap. CXI; t.II, p. 126.

[121] Los pavos, gallipavos o guajolotes incluyen dos especies, siendo más conocido el guajolote mexicano (Meleagris gallopavo), aunque en el área caribeña era más habitual el pavo ocelado (Meleagris ocellata).

[122] López de Gómara 2021, cap. XVII, p. 93.

[123] Álvarez Chanca 1984, p. 165; Anglería 1984, Década I, cap. I, p. 45.

[124] Carta relación de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, 26 de febrero de 1494. CDD, n. 256; t. II, pp. 721-746, en concreto p. 737.

[125] Cuneo 1984, p. 249.

[126] Anglería 1984, Década I, cap. V, pp. 91-92.

[127] Álvarez Chanca 1984, p. 164.

[128] Colón 2020, cap. LII, p. 202.

[129] Las Casas 1875, lib. I, cap. CXIV y CXVI; t.II, pp. 139 y 147; Anglería 1984, Década I, cap. V, p. 91.

[130] Fernández de Oviedo 1959, lib.XII, cap.I; t.II, p. 29.

[131] Álvarez Chanca 1984, p. 172.

[132] Las Casas 1875, lib. I, cap. LXXXV; t.II, p. 10.

[133] Cuneo 1984, p. 249.

[134] Carta relación de 20 de enero de 1494. Ed. cit., t.I, p. 536.

[135] Carta relación de 15 de octubre de 1495. Ed. cit., t.II, p. 852.

[136] Coma 1984, p. 199.

[137] Colón 2020, cap. LIII, LVI y LVIII, pp. 202, 209 y 213.

[138] Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 171-174.

[139] López de Gómara 2021, cap. XVII, p. 93; Pérez Samper 2015.

[140] Pardo Tomás y López Terrada 1993, pp. 171-174.